IV

Cruzó la frontera de Nuevo México en Columbus. El guardia de la caseta lo miró un momento de arriba abajo y le hizo señal de pasar. Como si últimamente lo hubiera visto demasiado a menudo para dudar de él. Billy se detuvo a pesar de todo. Soy americano, dijo, aunque no lo parezca.

Parece que te has dejado unos kilos ahí abajo, dijo el guardia.

No he vuelto rico, eso está claro.

Supongo que vendrás a lo que todos.

Si encuentro ropa que no me venga grande.

No te preocupes por eso. Tú no tienes los pies planos, ¿verdad?

¿Pies planos?

Sí. Si tienes pies planos no te admiten.

¿De qué demonios me está hablando?

Estoy hablando del ejército.

¿El ejército?

Sí, hombre. El ejército. Pero ¿cuánto tiempo has estado fuera?

Ni idea. Ni siquiera sé en qué mes estamos.

¿No sabes qué ha pasado?

No. ¿Qué ha pasado?

Será posible. Estamos en guerra, chaval.

Tomó la recta carretera de arcilla en dirección a Deming. El día era fresco y llevaba la manta echada sobre los hombros. Le asomaban las rodillas por el pantalón y las botas se le caían a pedazos. Hacía tiempo que había perdido los bolsillos de la camisa, que lucía en la espalda un desgarrón remendado con agave. El cuello de la chaqueta se le había partido y la guarnición, hecha trizas, le rodeaba el cuello cual deslucido encaje, dándole el improbable aspecto de un dandi arruinado. Dada la estrechez de la calzada los pocos coches que pasaban hacían lo posible por dejarle sitio, y la gente se volvía a mirarlo entre el polvo que se arremolinaba como si fuese una cosa absolutamente insólita en aquel paisaje. Una cosa venida de unos tiempos pasados que solo conocían de oídas. Algo de lo que solo habían leído. Cabalgó todo el día y al atardecer atravesó las estribaciones de los montes Florida y continuó por el altiplano hacia el crepúsculo y la oscuridad. En medio de esa oscuridad se cruzó con cinco jinetes que iban hacia el sur por donde él había venido y les dijo buenas noches en español; ellos le devolvieron el saludo en voz baja. Como si la cercanía de la oscuridad y lo angosto del camino los hubiera convertido en cómplices. O como si solo allí pudieran encontrarse cómplices.

Llegó a Deming a medianoche y recorrió la calle principal de punta a punta. Los cascos sin herrar del caballo repicaban, monótonos, sobre el alquitranado en medio del silencio. El frío era intenso. No había nada abierto. Pasó la noche en la estación de autobuses en la confluencia de Spruce y Gold, durmiendo sobre las baldosas del suelo, envuelto en su asqueroso sarape con su mochila por almohada y el sucio y asqueroso sombrero sobre la cara. Apoyadas en la pared, la silla de montar ennegrecida de sudor y la escopeta dentro del portacarabina. Durmió con las botas puestas y durante la noche se levantó dos veces y fue a ver si su caballo seguía donde lo había dejado, atado a una farola.

Cuando por la mañana abrió la cafetería Billy se acercó a la barra y le preguntó a la mujer dónde había que ir para alistarse. La mujer respondió que la oficina de reclutamiento estaba en el depósito de armas de South Silver Street, pero que no creía que estuviera abierta tan temprano.

Gracias, señora, dijo.

¿Quieres un poco de café?

No, señora. No llevo dinero.

Siéntate, dijo ella.

Sí, señora.

Se subió a un taburete y ella le trajo café en un tazón de porcelana blanca. Él le dio las gracias y empezó a beber. Al rato la mujer vino de la cocina con un plato de huevos con beicon y otro con tostadas y se los puso delante.

No digas a nadie de dónde lo has sacado, dijo ella.

La oficina de reclutamiento estaba cerrada cuando él llegó; esperó en los escalones junto a dos chicos de Deming y otro que venía de un rancho apartado hasta que llegó el sargento y abrió la puerta.

Se quedaron de pie frente a su escritorio. Él los miró de arriba abajo.

¿Cuál de vosotros no ha cumplido los dieciocho?

Nadie respondió.

Suele haber uno de cada cuatro y veo delante de mí cuatro reclutas.

Yo solo tengo diecisiete, dijo Billy.

El sargento asintió. Bien, dijo. Tendrás que decirle a tu madre que firme por ti.

No tengo madre. Murió.

Ya. ¿Y tu padre?

Murió también.

Pues tendrás que buscar al pariente más próximo. Un tío o lo que sea. Le hará falta conseguir una declaración ante notario.

No tengo parientes próximos. Solo tengo un hermano y es más pequeño que yo.

¿Dónde trabajas?

En ninguna parte.

El sargento se retrepó en su silla.

¿De dónde eres?, preguntó.

De cerca de Cloverdale.

Algún pariente tendrás.

No. Que yo sepa, no.

El sargento tamborileó con su lápiz en el escritorio. Miró por la ventana. Miró a los otros chicos.

¿Todos queréis alistaros en el ejército?, preguntó.

Se miraron los unos a los otros. Sí, señor, respondieron.

No parecéis muy convencidos.

Sí, señor, dijeron.

El sargento sacudió la cabeza, giró en su silla e introdujo un formulario en su máquina de escribir.

Yo quiero enrolarme en caballería, dijo el chico del rancho. Mi papá estuvo en caballería cuando la última guerra.

Pues cuando llegues a Fort Bliss les dices que eso es lo que quieres.

Sí, señor. ¿He de traerme la silla de montar?

No has de traerte nada de nada. Te cuidarán como lo haría tu propia madre.

Sí, señor.

Anotó los nombres de los chicos, las fechas de nacimiento, el nombre del pariente más próximo y sus direcciones, firmó cuatro vales de comida, se los entregó y les dio indicaciones para que se presentaran en la consulta del médico para su examen físico y luego les dio los formularios correspondientes.

Tenéis que estar de vuelta con todo a punto para después de comer, dijo.

¿Y yo?, dijo Billy.

Tú espera aquí. Los demás ya podéis marcharos. Os espero aquí esta tarde.

Cuando los otros hubieron salido el sargento entregó a Billy los formularios y su vale de comida.

¿Ves ahí, al pie de la segunda hoja?, dijo. Es para el consentimiento paterno. Si quieres enrolarte en el mismo ejército que yo es mejor que vuelvas con eso firmado por tu madre. Y si para eso tiene que bajar del cielo a mí me importa un pimiento que lo haga. ¿Queda claro?

Sí, señor. Supongo que quiere que ponga la firma de mi difunta madre en ese trozo de papel.

Yo no he dicho eso. ¿Me has oído decirlo?

No, señor.

Entonces vete. Te veré después de comer.

Sí, señor.

Giró sobre sus talones y salió. La gente que esperaba en la puerta se hizo a un lado para dejarlo pasar.

Parham, dijo el sargento.

Se volvió. Sí, señor, dijo.

Quiero verte aquí esta misma tarde, ¿comprendido?

Sí, señor.

No tienes otro sitio adonde ir.

Cruzó la calle, desató el caballo, montó y volvió por Silver Street y West Spruce con los papeles en la mano. Al este y al oeste todas las calles tenían nombres de árboles, en tanto que al norte y al sur los nombres eran de minerales. Ató el caballo delante del café Manhattan, en diagonal a la estación de autobuses. Justo al lado estaba la Victoria Land y Cattle Company y dos hombres con el sombrero de ala estrecha y las botas de tacón bajo propios de los terratenientes hablaban en la acera. Lo miraron al pasar y él los saludó con una inclinación de la cabeza, pero ellos no respondieron al saludo.

Se sentó en un banco del café, dejó los papeles encima de la mesa y echó un vistazo al menú. Cuando vino la camarera empezó a pedirle el plato del día, pero ella dijo que no servían almuerzos hasta las once. Dijo que si quería podía desayunar.

Ya he desayunado una vez hoy.

No hay ninguna ordenanza municipal que diga cuántas veces se puede desayunar.

¿Cómo de grande es el desayuno más grande que tiene?

¿Cómo de grande es el que tú podrías comer?

Tengo un vale de comida de la oficina de reclutamiento.

Ya lo veo.

¿Me traería cuatro huevos?

Dime cómo los quieres.

Le trajo el desayuno en una fuente oblonga de loza con cuatro huevos, una lonja de tocino frito y sémola de maíz con mantequilla; también trajo un plato con bollos y un cuenco pequeño de salsa.

Si quieres algo más me avisas, dijo ella.

De acuerdo.

¿Un pastelillo?

Sí, señora.

¿Quieres más café?

Sí, señora.

La miró. Tenía unos cuarenta años, el pelo negro y los dientes en muy mal estado. Ella sonrió. Me gusta ver comer a un hombre, dijo.

Pues está usted viendo a uno que si no me equivoco cumple sus requisitos, dijo él.

Cuando terminó de comer cogió la hoja que supuestamente debía firmar su madre y la examinó mientras tomaba el café. Estuvo examinándola y pensando en ello y al cabo de un rato le preguntó a la camarera si podía traerle una pluma estilográfica.

Ella se la trajo y le dijo: no te la lleves. No es mía.

No se preocupe.

La mujer se marchó de nuevo al mostrador y él se inclinó sobre el formulario y escribió en la línea correspondiente Louisa May Parham. Su madre se llamaba Carolyn.

Cuando salió los otros tres chicos venían por la acera en dirección al café. Hablaban entre ellos como si fueran amigos de toda la vida. Cuando lo vieron dejaron de hablar y Billy les preguntó cómo les iba y ellos dijeron que bien y entraron en el café.

El doctor se llamaba Moir y su consulta estaba en West Pine. Para cuando llegó allí había media docena de personas esperando, la mayoría hombres jóvenes y muchachos, cada cual con sus papeles de la oficina de reclutamiento. Dio su nombre a la enfermera, se sentó en una silla y esperó con los demás.

Cuando finalmente la enfermera pronunció su nombre él se había dormido; despertó sobresaltado, miró en torno y no supo dónde estaba.

Parham, dijeron otra vez.

Se puso de pie. Soy yo, dijo.

La enfermera le pasó un formulario y él se quedó de pie en el vestíbulo mientras ella le ponía una tarjeta delante de un ojo y le decía que leyese la lista que había en la pared. Él la leyó hasta la letra de más abajo y la enfermera le examinó el otro ojo.

Tienes buena vista, dijo.

Sí, señora, dijo él. Siempre la he tenido.

Me lo imagino, dijo ella. Uno no empieza teniendo mala vista para ir mejorando con el tiempo.

Cuando entró en el despacho del doctor este lo hizo sentar en una silla, examinó los ojos con una linterna y luego le metió un instrumento frío en el oído y miró dentro. Le dijo que se desabrochara la camisa.

Has venido a caballo, dijo.

Sí, señor.

De dónde vienes.

De México.

Ya. ¿Alguna enfermedad en tu familia?

No, señor. Todos han muerto.

Ya, dijo el doctor.

Apoyó el frío diafragma del estetoscopio en el pecho del chico y escuchó. Le golpeó el pecho con la punta de los dedos. Volvió a ponerle el estetoscopio en el pecho y escuchó con los ojos cerrados. Se incorporó, se sacó las boquillas de los oídos y se apoyó en el respaldo de la silla. Tienes un soplo cardíaco, dijo.

¿Y eso qué quiere decir?

Que no vas a alistarte en el ejército.

Trabajó diez días en una caballeriza contigua a la carretera y durmió en una casilla hasta que consiguió dinero para comprarse ropa y pagar el billete de autobús hasta El Paso. Dejó el caballo al cuidado del dueño del negocio y partió hacia el este luciendo una chaqueta de dril y una camisa azul nueva con botones de nácar.

En El Paso hacía frío y mucho viento. Buscó la oficina de reclutamiento y el empleado rellenó otra vez los mismos formularios y él se puso en la fila con otros hombres. Todos se desvistieron, dejaron sus ropas en un cesto, recibieron un vale de metal con un número y luego se pusieron en fila desnudos con los papeles en la mano.

Cuando llegó a donde se efectuaba la revisión el doctor cogió su expediente y le examinó la boca y los oídos. Luego le puso el estetoscopio en el pecho. Le dijo que se volviera, le puso el estetoscopio en la espalda y escuchó. Luego le escuchó el pecho otra vez. Finalmente cogió un tampón del escritorio, selló la hoja de Billy y cogió el formulario y se lo entregó firmado.

No puedo darte el visto bueno, dijo.

¿Qué es lo que tengo?

Una irregularidad en el ritmo cardíaco.

A mi corazón no le pasa nada.

Sí que le pasa.

¿Voy a morir?

Algún día. Probablemente no es nada grave. Pero no podrás alistarte en el ejército.

Si usted quisiera podría pasarme.

Desde luego. Pero no quiero. Además, lo descubrirían tarde o temprano. Seguro.

Aún no era mediodía cuando salió de allí y bajó por San Antonio Street y luego por South El Paso Street hasta el café Splendid. Comió el plato del día, volvió andando a la terminal de autobuses y antes de que anocheciera estaba de regreso en Deming.

Cuando llegó al establo por la mañana el señor Chandler estaba seleccionando arneses en la sala donde guardaban las sillas de montar. Levantó la vista. Bueno, dijo. ¿Te has alistado ya?

No, señor. Me han rechazado.

Pues sí que lo siento.

Sí, señor. Yo también.

¿Qué vas a hacer ahora?

Probaré en Albuquerque.

Hijo, hay tantas oficinas de reclutamiento por todo el país que hasta podrías dedicarte profesionalmente a recorrerlas.

Ya lo sé. Voy a intentarlo una vez más.

Trabajó hasta el final de la semana, cobró su paga y el domingo por la mañana tomó el autobús. Estuvo todo el día de viaje. Anocheció un poco más al norte de Socorro y el cielo se llenó de bandadas de aves acuáticas que volaban en círculo y esporádicamente bajaban a los marjales del río al este de la carretera principal. Miró con la cara pegada al frío cristal de la ventanilla. Trató de escuchar sus gritos, pero el zumbido del motor se lo impidió.

Durmió en el YMCA y por la mañana estaba en la oficina de reclutamiento antes de que abrieran y a mediodía volvía a estar en el autobús rumbo al sur. Le había preguntado al médico si para lo que padecía existía algún medicamento que pudiera tomar, pero el médico le había dicho que no. Le preguntó si podía tomar alguna cosa que le hiciera latir el corazón correctamente, aunque solo fuera por un rato.

¿De dónde eres?, preguntó el doctor.

De Cloverdale, Nuevo México.

¿En cuántas oficinas de reclutamiento has intentado alistarte?

Esta es la tercera.

Hijo, aunque tuviésemos un médico sordo no lo pondríamos a escuchar reclutas con un estetoscopio. Yo creo que lo mejor es que te vayas a casa.

No tengo casa.

Creía que habías dicho que eras de… ¿Cómo se llamaba?

Cloverdale.

Cloverdale.

Lo era, pero ya no. No tengo ningún lugar al que ir. Creo que me iría bien estar en el ejército. Si de todas formas voy a morir, ¿por qué no me cogen? No me da miedo.

Ojalá pudiera, dijo el doctor. Pero es imposible. No depende de mí. He de cumplir el reglamento como cualquiera. Todos los días rechazamos hombres útiles.

Sí, señor.

¿Quién te ha dicho que vas a morirte?

No lo sé. Nunca me han dicho lo contrario.

Bien, dijo el doctor. Nadie podría hacerlo por más que tuvieras el corazón como un caballo. ¿Verdad?

No, señor. Supongo que no.

Ahora vete.

¿Cómo?

Vete.

Cuando el autobús aparcó en el solar que había detrás de la terminal de Deming eran las tres de la noche. Caminó hasta Chandler’s y fue por su silla de montar, entró en la casilla, sacó a Niño y le echó encima el sudadero. Hacía mucho frío. La cuadra era de tablas de roble y vio el aliento del caballo colarse entre los listones iluminado por la solitaria bombilla amarilla que colgaba fuera. Llegó Ruiz, el mozo de cuadra, y se quedó en el vano de la puerta con la manta echada sobre los hombros. Miró cómo Billy ensillaba su caballo. Le preguntó si había conseguido alistarse.

No, respondió Billy.

Lo siento.

Yo también.

¿Adónde vas?

No lo sé.

¿Regresas a México?

No.

Ruiz asintió. Buen viaje, dijo.

Gracias.

Guió a Niño por la nave del establo, cruzó la puerta, montó y partió a caballo.

Cruzó el pueblo y tomó hacia el sur por la vieja carretera que llevaba a Hermanas y Hachita. El caballo estaba recién herrado y en forma gracias al grano que le habían dado y Billy cabalgó al amanecer y cabalgó el día entero hasta que se puso el sol y cabalgó hasta la noche. Durmió en la llanura envuelto en su manta y se levantó temblando de frío antes del alba y siguió cabalgando. Dejó la carretera al oeste de Hachita, pasó por las estribaciones de los montes Little Hatchet, llegó hasta el ferrocarril de la fundición Phelps Dodge más al sur, cruzó la vía y a la puesta del sol llegó al lago salado.

Hasta donde podía ver había agua estancada en las salinas y la puesta de sol sobre el agua había convertido a esta en un lago de sangre. Intentó hacer avanzar al caballo, pero el animal, que no veía más allá del lago, se repropió y se negó a seguir. Dio media vuelta y cabalgó hacia el sur por las salinas. El monte Gillespie estaba cubierto de nieve y al otro lado se veían las sierras de las Ánimas bajo el último sol con la nieve coloreada de rojo. Y más al sur las pálidas y antiquísimas cordilleras de México acorralando el mundo visible. Llegó a los restos de un viejo cercado, desmontó, arrancó las grapas de varios de los postes, encendió fuego y se sentó con las botas cruzadas al frente mirando la lumbre. El caballo descansaba en la oscuridad que bordeaba el fuego y miraba inexpresivamente la estéril tierra salada. Ha sido cosa tuya, dijo el chico. No me das ninguna lástima.

A la mañana siguiente cruzaron el poco profundo lago y antes de mediodía llegaron a la vieja carretera de Playas, y la siguieron hacia el oeste en dirección a las montañas. En el paso había nieve y ni una huella. Descendieron hacia el hermoso valle de las Ánimas y desde Ánimas tomaron la carretera hacia el sur. Dos horas después de que anocheciera llegaron al rancho Sanders.

Llamó desde la entrada y la chica salió al porche.

Soy Billy Parham, gritó.

¿Quién?

Billy Parham.

Sube Billy Parham, gritó ella.

Cuando entró en el salón el señor Sanders se puso de pie. Estaba más viejo, más frágil, más menudo. Entra en casa, dijo.

Voy demasiado sucio.

Venga, entra. Pensábamos que habías muerto.

No, señor. Todavía no.

El anciano le estrechó la mano y la conservó en la suya. Miró hacia la puerta. ¿Dónde está Boyd?, preguntó.

Cenaron en el comedor. La chica les sirvió y luego tomó asiento. Comieron buey asado con patatas y judías y la chica le pasó una panera tapada con un paño de lino y Billy cogió un trozo de pan de centeno y lo untó con mantequilla. Está buenísimo, dijo.

Es buena cocinera, dijo el viejo. Espero que no decida casarse y dejarme solo. Si tuviera que cocinar yo hasta los gatos se marcharían.

Oh abuelito, dijo la chica.

A Miller también querían darle inútil, dijo el anciano. Por lo de su pierna, sabes. Lo admitieron en Albuquerque. Yo creo que allí los pasan a bulto sin mirar mucho.

A mí no me pasaron. ¿Van a meterlo en caballería?

No lo creo. Ni siquiera creo que haya caballería.

Miró hacia el otro lado de la mesa masticando lentamente. Bañados por la amarillenta luz de la araña de cristal prensado las viejas fotografías y los retratos de encima de la alacena parecían objetos rescatados de una antigua mudanza. El mismo viejo parecía alejado de ellos. De los edificios teñidos de sepia, de los viejos tejados de ripias. De la gente a caballo. Hombres que posaban entre cactos de cartón en el estudio de un fotógrafo, en traje y corbata, con las perneras de los pantalones remetidas en las botas y los rifles verticales delante de ellos. Los anticuados vestidos de las mujeres. El aire cauto u obsesionado de sus miradas. Como gente a la que estuviesen apuntando con un arma.

El de la foto del extremo es John Slaughter.

¿Cuál?

La de más arriba a la derecha, debajo del certificado de Miller. Fue tomada delante de esta casa.

¿Quién es la muchacha india?

Es Apache May. La trajeron de un campamento indio que arrasaron; unos apaches habían estado robando ganado. Sería en 1895 o 1896. Puede que él matara a unos cuantos. Se vino con ella, que no era más que una cría. Llevaba puesto un vestido hecho con un cartel electoral y él la adoptó y la crió como si fuese su hija. Estaba loco por la niña. Apache May murió en un incendio poco después de la época en que fue tomada esa foto.

¿Le conoció usted?

Sí. Una vez trabajé para él.

¿Alguna vez ha matado a un indio?

No. Un par de veces estuve a punto de hacerlo. Indios que trabajaban para mí.

¿Quién es el que monta el mulo?

Es James Autry. Le daba lo mismo montar una cosa que otra.

¿Y el del puma en el caballo de carga?

El anciano sacudió la cabeza. Sé cómo se llama, dijo. Pero no puedo decirlo.

Apuró el café, se levantó y cogió sus cigarrillos y un cenicero del aparador. El cenicero era de la Feria Mundial de Chicago, estaba fundido en una aleación de cobre y plomo y tenía grabado la fecha 1833-1933 y la inscripción Un Siglo de Progreso. Entremos, dijo el anciano.

Fueron al salón. Contra la pared contigua al comedor por el que pasaron había un armonio con paneles de roble macizo. En lo alto del mismo un cobertor de encaje y sobre él un retrato con marco y teñido a mano de la esposa de Sanders en sus años de juventud.

Ya no suena, dijo el anciano. No hay quien lo haga sonar.

Mi abuela tocaba el armonio, dijo Billy. En la iglesia.

Antes las mujeres sabían tocar música. Ahora enciendes el tocadiscos y ya está.

Se inclinó para abrir la portezuela de la estufa con el atizador, y avivó las brasas, puso otro leño partido y cerró la portezuela.

Se sentaron y el anciano le habló de cuando cuidaba ganado en México de joven y de cuando Villa atacó Columbus, Nuevo México, en 1916 y de cuando los voluntarios armados del sheriff perseguían maleantes hasta la misma línea fronteriza y sobre la sequía de 1886 y de cuando conducían hacia el norte novillos que habían comprado por una miseria en aquel territorio exhausto al otro lado de la reseca meseta. Unas reses tan flacas, decía el viejo, que casi se transparentaban al pasar por delante del sol que al caer la tarde ardía sobre la desértica costa occidental.

¿Qué piensas hacer ahora?, preguntó.

No lo sé. Supongo que buscarme trabajo en alguna parte.

Aquí es prácticamente imposible.

Sí, señor. No estaba pidiéndole nada.

Esta guerra, dijo el anciano. No hay forma de prever qué va a pasar.

No. Imagino que no.

El anciano trató de convencerlo de que se quedase a dormir, pero él no aceptó. Salieron al porche. Hacía frío y la pradera estaba sumida en un profundo silencio. El caballo relinchó desde el portón.

Deberías descansar y empezar fresco por la mañana, dijo el anciano.

Lo sé. Es que necesito seguir mi camino.

Bueno.

Además, me gusta cabalgar de noche.

Sí, dijo el viejo. A mí siempre me gustó. Cuídate, hijo.

Lo haré, señor. Muchas gracias.


Aquella noche acampó en el extenso llano de las Ánimas. El viento soplaba entre la hierba y Billy durmió en el suelo envuelto en su sarape y en la manta de lana que le había regalado el viejo. Encendió un pequeño fuego, pero como tenía poca leña el fuego se extinguió y Billy despertó y observó cómo las estrellas invernales se escurrían de sus asideros y corrían hacia su muerte en la oscuridad. Oyó al caballo moverse en sus maniotas y la hierba partirse suavemente en la boca del caballo y la respiración de este o las sacudidas de su cola y muy al sur, más allá de los Hatchet, vio el resplandor de unos relámpagos sobre México y supo que no iban a enterrarlo en ese valle sino en algún remoto lugar entre desconocidos y miró hacia donde la hierba se inclinaba al viento bajo la fría luz de las estrellas como si fuera el planeta mismo corriendo a toda velocidad y antes de dormirse de nuevo dijo en voz baja que lo único que sabía de todas las cosas que supuestamente se conocen era que de ninguna de ellas podía afirmarse que fuera cierta. Y no solo de la proximidad de la guerra. De cualquier cosa.

Se puso a trabajar para el Hashknives, solo que ya no era el Hashknives. Lo mandaron a un campamento a orillas del Little Colorado. En tres meses solo vio a tres seres humanos. Cuando recibió su paga en marzo fue a la oficina de correos en Winslow y mandó un giro a nombre del señor Sanders por los veinte dólares que le debía y se fue a un bar de First Street y se sentó en un taburete y se echó el sombrero hacia atrás con el pulgar y pidió una cerveza.

¿Qué clase de cerveza quiere?, preguntó el camarero.

La que sea. Da lo mismo.

No tiene edad suficiente para beber cerveza.

Entonces, ¿por qué me pregunta de qué clase la quiero?

Da lo mismo, porque no pienso servirle.

¿Cuál está bebiendo él?

El hombre sentado a la barra al que había señalado con la cabeza lo miró de arriba abajo. La mía es de barril, hijo. Tú pide una de barril.

Sí, señor. Gracias.

No hay de qué.

Siguió calle arriba, entró en el siguiente bar y se subió a un taburete. El camarero se acercó y se quedó delante de él.

Una de barril.

El hombre fue hasta la otra punta de la barra, llenó de cerveza una jarra redonda de vidrio, volvió y la dejó sobre la barra. Billy puso un dólar sobre el mostrador y el camarero fue a la caja, la abrió, volvió y aporreó la barra con setenta y cinco centavos.

¿De dónde eres?, preguntó.

De cerca de Cloverdale. He trabajado para los Hashknives.

Los Hashknives ya no existen. Babbitts vendió el negocio.

Sí. Ya lo sé.

Lo vendió a un pastor.

Sí.

¿Qué opinas tú de eso?

No lo sé.

Pues yo sí que sé.

Billy miró alrededor. Solo había un soldado con pinta de borracho. El soldado estaba mirándolo.

Pero no le vendieron la marca, ¿verdad que no?, dijo el camarero.

No.

No. Así que el Hashknives ya no existe.

¿Hacemos cara o cruz para la gramola?, dijo el soldado.

Billy lo miró. No, dijo. No tengo ganas.

Entonces mete una moneda.

Eso iba a hacer.

¿Le pasa algo a la cerveza?, preguntó el camarero.

No. Creo que no. ¿Se queja mucho la gente?

Es que veo que no la has probado.

Billy miró su cerveza. Miró a lo largo de la barra. El soldado se había vuelto ligeramente y tenía una mano apoyada en la rodilla. Como si estuviera decidiendo si levantarse o no.

Solo pensaba que tal vez estaba mala, dijo el camarero.

Supongo que no, dijo Billy. Pero si lo está se lo haré saber.

¿Tienes un cigarrillo?, dijo el soldado.

No fumo.

No fumas.

No.

El camarero extrajo una cajetilla de Lucky Strike del bolsillo de la camisa y la deslizó sobre la barra hacia el soldado. Toma, soldado, dijo.

Gracias, dijo el otro. Sacudió la cajetilla verticalmente para sacar un cigarrillo, lo extrajo con los labios, sacó un encendedor, encendió el cigarrillo, dejó el encendedor en la barra y devolvió la cajetilla al camarero por el mismo sistema. ¿Qué es eso que llevas en el bolsillo?

¿A quién le hablas?, dijo Billy.

El soldado exhaló el humo sobre la barra. Te hablo a ti, dijo.

Bueno, dijo Billy. Lo que yo tenga en el bolsillo es asunto mío.

El soldado no contestó. Siguió fumando. El camarero cogió los cigarrillos de encima de la barra, sacó uno, lo encendió y se guardó el paquete en el bolsillo de la camisa. Se quedó apoyado en la parte de atrás del mostrador cruzado de brazos y con el cigarrillo consumiéndose lentamente entre sus dedos. Nadie hablaba. Parecían estar esperando la llegada de alguna persona.

¿Sabes cuántos años tengo?, dijo el camarero.

Billy le miró. No, dijo. ¿Cómo voy a saber cuántos años tiene?

Cumpliré treinta y ocho en junio próximo. El catorce.

Billy no dijo nada.

Por eso no voy de uniforme.

Billy miró al soldado. El soldado siguió fumando.

Quise alistarme, dijo el camarero. Intenté mentir sobre mi edad, pero no se lo tragaron.

A él le da igual, dijo el soldado. Los uniformes no le dicen nada.

El camarero dio una calada y sopló el humo hacia abajo. Apuesto a que sí le dirían algo si en el cuello llevara un sol naciente y esos malditos aparecieran por Second Street de diez en fondo. Entonces sí le dirían algo, estoy seguro.

Billy levantó la jarra de cerveza, la apuró de un trago, la dejó otra vez sobre la barra, y se levantó, se ajustó el sombrero, miró por última vez al soldado, se volvió y salió a la calle.

Estuvo trabajando nueve meses para Aja y cuando se marchó tenía un caballo de carga producto de un trueque y un petate como Dios manda y un viejo rifle Stevens de tiro a tiro calibre 32. Atravesó a caballo los llanos situados al oeste de Socorro y pasó por Magdalena y por los llanos de Saint Augustine. Cuando llegó a Silver City estaba nevando y tomó una habitación en el hotel Palace y se sentó a mirar la nieve posarse en la calle. No se veía un alma. Al cabo de un rato salió y bajó por Bullard Street hasta la tienda de piensos, pero estaba cerrada. Buscó una tienda de comestibles, compró seis cajas de cereales y al volver se las dio a los caballos, dejó estos en el patio trasero del hotel, cenó en el comedor del hotel y luego subió a su cuarto y se acostó. Cuando bajó por la mañana era el único que estaba desayunando y cuando salió para ver si compraba algo de ropa encontró todas las tiendas cerradas. La calle estaba gris y hacía frío, y del norte soplaba un viento endemoniado y no había nadie. Probó en un almacén, porque dentro se veía luz, pero también estaba cerrado. Cuando regresó al hotel y preguntó al empleado si era domingo el hombre le dijo que era viernes.

Billy miró hacia la calle. No hay ningún comercio abierto, dijo.

Es Navidad, dijo el empleado. En Navidad no abren los comercios.

Recorrió sin rumbo fijo el norte de Texas y la mayor parte del año siguiente estuvo trabajando para el Matador y para el T Diamond. Vagó por el sur y trabajó en pequeños ranchos, a veces menos de una semana. Para la primavera del tercer año de la guerra no había casi ninguna hacienda en toda la región que no tuviese una estrella de oro en la ventana. Trabajó hasta marzo en un pequeño rancho a las afueras de Magdalena, Nuevo México, y un día cobró su paga y ensilló su caballo y ató el petate al caballo de carga y partió de nuevo hacia el sur. Cruzó la última carretera alquitranada justo al este de Steins y dos días después llegaba al SK Bar con sus dos caballos. Era un fresco día de primavera y el viejo estaba sentado en la mecedora del porche con el sombrero puesto y la Biblia en el regazo. Se había inclinado para ver si distinguía al visitante. Como si ese palmo extra de proximidad le sirviera para enfocar al jinete. Parecía más viejo y mucho más frágil, muy menguado respecto de como lo había encontrado dos años atrás, cuando lo había visto por última vez. Billy lo llamó en voz alta y el anciano le dijo que desmontara, cosa que hizo. Cuando llegó al pie de los escalones se paró con una mano en la desconchada barandilla y miró desde allí al anciano. El anciano tenía un dedo metido entre las páginas de la Biblia para señalar el punto. ¿Eres tú, Parham?, preguntó.

Sí, señor. Billy.

Subió por los escalones, se quitó el sombrero y estrechó la mano del anciano. Los ojos habían adquirido un tono más pálido de azul. El anciano sostuvo largo rato la mano de Billy. Que Dios te bendiga, dijo. He pensado en ti un millar de veces. Siéntate aquí donde podamos charlar.

Billy acercó una de las sillas con asiento de bejuco, se sentó, se puso el sombrero sobre las rodillas, contempló los prados que se extendían hasta los montes y luego miró al anciano.

Imagino que sabrás lo de Miller, dijo el hombre.

No, señor. No estoy muy al corriente.

Lo mataron en el atolón de Kwajalein.

No sabe cuánto lo siento.

Lo hemos pasado muy mal. Muy mal.

Siguieron sentados. Una brisa soplaba de tierra adentro. Una maceta de espárragos que colgaba en una esquina del alero del porche se balanceó ligeramente y su sombra osciló sobre las tablas del porche lenta, fortuita, descentrada.

¿Usted se encuentra bien?, preguntó Billy.

Oh, yo sí. Me operaron de cataratas en otoño, pero voy tirando. Leona se fue y se casó. A su marido lo han embarcado y ella vive ahora en Roswell, no sé por qué. Tiene un trabajo. Intenté hacerla entrar en razón, pero ya sabes lo que pasa.

Sí, señor.

En buena ley yo aquí no pinto nada.

Espero que viva usted muchos años.

No me desees eso.

Se retrepó en la mecedora y cerró la Biblia. Parece que la lluvia viene hacia acá, dijo.

Sí, señor. Eso creo.

¿No la hueles?

Sí, señor.

Siempre me ha encantado ese olor.

Al cabo de un rato de seguir sentados Billy dijo: ¿La huele usted?

No.

Siguieron sentados.

¿Qué has sabido de Boyd?, preguntó el anciano.

No he sabido nada. Creo que sigue en México.

El anciano permaneció un buen rato en silencio. Miró cómo el campo se oscurecía hacia el sur.

Una vez en Arizona vi llover sobre una carretera asfaltada, dijo. Llovió a un lado de la línea blanca durante casi medio kilómetro y la otra parte estaba completamente seca.

No me sorprende, dijo Billy. Yo he visto llover así.

Era una cosa muy curiosa.

Yo una vez vi tronar en una tormenta de nieve, dijo Billy. Truenos y relámpagos. Los relámpagos no se veían. Solo se iluminaba todo alrededor, blanco como el algodón.

Yo conocí a un mexicano que así me lo contó una vez, dijo el anciano. No supe si creerle o no.

Fue en México donde yo lo vi.

Puede que en este país no pase.

Billy sonrió. Cruzó las piernas delante, sobre el entarimado del porche, y contempló el paisaje.

Me gustan esas botas, dijo el anciano.

Las compré en Albuquerque.

Por su aspecto parecen buenas.

Espero que lo sean. Me costaron lo mío.

Ha subido todo una barbaridad con la guerra y eso. Todo lo que se puede encontrar, que no es mucho.

Unas palomas se acercaban por el prado hacia la charca que había al oeste de la casa.

Tú no te has casado, ¿verdad?, dijo el anciano.

No, señor.

La gente no soporta ver a un hombre soltero. No sé qué problema le ven. A mí me fastidiaban con que volviera a casarme y yo tenía casi sesenta años cuando murió mi esposa. Sobre todo mi cuñada. Yo ya tuve la mejor esposa que ha habido nunca. Nadie tiene tanta suerte dos veces seguidas.

No, señor. Lo más probable es que no.

Recuerdo lo que el viejo Bud Langford solía decir a la gente. Decía: para no pegar a una esposa hay que tener una esposa de marca mayor. Claro que él nunca llegó a casarse. Así que no sé cómo podía saberlo.

He de reconocer que yo de entrada no las entiendo.

¿A quién?

A las mujeres.

Bueno, dijo el anciano. Al menos a ti no te ha dado por mentir.

De nada me serviría.

Por qué no guardas los caballos antes de que se te moje ese botín.

Me parece que debería ponerme en camino.

No se te ocurrirá cabalgar con lluvia. Una mexicana que cocina para mí iba a preparar la cena dentro de nada.

Bien. Será que necesito moverme mientras tengo ánimos.

Vamos, quédate a cenar. Caray, si acabas de llegar.

Cuando volvió del establo el viento soplaba con más fuerza, pero aún no había empezado a llover.

Me acuerdo muy bien de ese caballo, dijo el anciano. Era el de tu padre.

Sí, señor.

Se lo compró a un mexicano. Aseguraba que cuando lo compró el caballo no sabía una palabra de inglés.

El anciano se levantó con esfuerzo de la mecedora y se puso la Biblia debajo del brazo. Hasta levantarse de una silla cuesta trabajo. Parece increíble, ¿verdad?

¿Usted cree que los caballos entienden lo que les decimos?

Ni siquiera sé si lo entiende la gente. Entremos. Ya ha llamado dos veces.

Antes de despuntar el día Billy se levantó y fue a oscuras a la cocina, donde había luz. La mujer estaba sentada a la mesa escuchando una vieja radio de madera en forma de gorro de obispo. Sintonizaba una emisora de Ciudad Juárez y cuando él apareció en el vano de la puerta la apagó y lo miró.

No se preocupe, dijo él. Por mí no la apague.

Ella se encogió de hombros. Dijo que de todos modos había terminado el programa. Le preguntó si quería el desayuno y él dijo que sí.

Mientras ella se lo preparaba él fue al establo, cepilló los caballos, les limpió los cascos y luego ensilló a Niño, cuyo látigo dejó flojo; luego ajustó las correas a las viejas angarillas de su caballo de carga, encima del cual ató su petate, y volvió andando a la casa. La mujer sacó el desayuno del horno y lo dejó sobre la mesa. Había preparado huevos, tocino, tortillas de harina y habichuelas, y le sirvió el café.

¿Quiere nata?, preguntó.

No, gracias. ¿Hay salsa?

Ella le dejó la salsa en la mesa dentro de un pequeño molcajete de piedra volcánica.

Gracias.

Billy pensó que la mujer se iría, pero no lo hizo. Se quedó mirando cómo comía.

¿Es pariente del señor Sanders?, preguntó ella.

No. Él era amigo de mi padre.

La miró. Siéntese, dijo. Puede sentarse.

Ella hizo un leve gesto con la mano. El chico no supo qué significaba. La mujer siguió como estaba.

No está bien de salud, dijo él.

Ella dijo que no. Dijo que había tenido problemas con la vista y que estaba muy triste por lo del sobrino que murió en la guerra. ¿Conocía a su sobrino?, preguntó.

Sí. ¿Y usted?

Ella dijo que no había conocido al sobrino. Que cuando llegó a trabajar a esa casa el sobrino ya había muerto. Que había visto su fotografía y que era muy apuesto.

Billy comió el último huevo, rebañó el plato con la tortilla, dio cuenta de esta y luego bebió lo que quedaba del café, se limpió la boca, alzó los ojos y dio las gracias a la mujer.

¿Va a hacer un viaje largo?, preguntó ella.

Él se levantó, dejó la servilleta en la mesa, cogió el sombrero que había dejado en la otra silla y se lo puso. Dijo que, en efecto, le esperaba un largo viaje. Dijo que no sabía cuál iba a ser el final de ese viaje o si sabría verlo cuando llegase, y luego le pidió que rezara por él, pero ella dijo que ya había pensado en hacerlo antes de que él se lo pidiera.


Firmó por los caballos en la aduana mexicana de Berendo, guardó en su alforja, doblados y sellados, los papeles de entrada y le dio al aduanero un dólar de plata. El hombre lo saludó con mucha ceremonia y se dirigió a él llamándolo caballero y él puso rumbo al sur, hacia el viejo México, estado de Chihuahua. Había pasado por aquel puerto de entrada hacía siete años, cuando tenía trece, y su padre iba montado en el caballo que ahora montaba él, y se habían hecho cargo de ochocientas cabezas de ganado de dos americanos que trabajaban los acres más apartados de un rancho abandonado en los montes que se elevaban al oeste de Ascensión. En aquel entonces había allí un café, pero ya no había ninguno. Recorrió la pequeña calle de barro, compró tres tacos a una mujer que estaba junto a un brasero de carbón vegetal, sentada en la cuneta polvorienta, y se los comió en el trayecto.

Una tarde, después de dos días a caballo, llegó al pueblo de Janos, o al grupo de luces que había en el llano que quedaba más abajo del camino. Se detuvo en el viejo camino carretero lleno de rodadas y miró hacia las sierras de poniente, cuyas negras siluetas se recortaban contra el telón rojo sangre del cielo. Más allá se extendía la comarca del río Bavispe y los altos Pilares, con nieve adherida aún a los puntos más septentrionales; en el altiplano por donde había cabalgado en otra ocasión, años atrás, las noches todavía eran frías.

Se aproximó por el este en la oscuridad dejando atrás una de las ruinosas torres de barro de la antigua ciudad amurallada y cruzó al paso una colonia construida enteramente de barro, en ruinas desde hacía un centenar de años. Pasó por delante de la alta iglesia de adobe y de las viejas campanas españolas verdes que colgaban de sus caballetes en el patio y de las puertas de las casas donde los hombres fumaban tranquilamente sentados. Detrás de ellos, iluminadas por la amarillenta luz de las lámparas de petróleo, las mujeres estaban ocupadas en sus cosas. Una neblina de humo de carbón pendía sobre el pueblo y alguien tocaba música en una de aquellas conejeras en sombras.

Siguió el sonido entre los estrechos pasadizos y por último sofrenó el caballo frente a una puerta hecha de tablas de pino claveteadas de cualquier manera e incrustadas de resina seca suspendidas de unos goznes de cuero de toro. La estancia en que entró no era sino una más de las casuchas habitadas o abandonadas que formaban hilera a los lados de la callejuela. Cuando él entró la música cesó y los músicos se volvieron y lo miraron. Había varias mesas en la estancia y todas ellas tenían patas vistosamente torneadas y manchadas de barro como si las hubieran tenido fuera bajo la lluvia. Sentados a una de las mesas había cuatro hombres con una botella y vasos. Junto a la pared de atrás había un florido bar Brunswick traído de Dios sabía dónde y en los anaqueles de la tallada y polvorienta parte posterior se veía media docena de botellas, unas con etiqueta y otras sin ella.

¿Está abierto?, preguntó.

Uno de los hombres apartó su silla sobre el suelo de arcilla y se puso de pie. Era muy alto y al levantarse su cabeza se perdió en la oscuridad más arriba de la solitaria bombilla que colgaba sobre la mesa. Sí, caballero, respondió. Cómo no.

El hombre se dirigió a la barra, descolgó un delantal de un clavo, se lo anudó a la cintura y se quedó ante la escasamente iluminada superficie de caoba con las manos cruzadas delante. Parecía un carnicero rezando en una iglesia. Billy saludó con un movimiento de cabeza a los otros tres hombres de la mesa y les dio las buenas tardes, pero ninguno contestó. Los músicos se levantaron y desfilaron hacia la calle con sus instrumentos.

Billy se echó el sombrero ligeramente hacia atrás, cruzó la estancia, apoyó las manos en la barra y escrutó las botellas de la pared posterior.

Póngame un Waterfills y Frazier, dijo.

El tabernero levantó un dedo. Como confirmando lo acertado de su elección. Cogió un vaso de entre una variada colección, lo puso boca arriba sobre la barra de caoba y bajó la botella de bourbon y llenó el vaso hasta la mitad.

¿Agua?, preguntó.

No, gracias. Tome usted algo.

El tabernero se lo agradeció y cogió otro vaso, se sirvió y dejó la botella en la barra. En el polvo de la botella su mano había dejado una huella visible bajo el cetrino resplandor de la lámpara. Billy levantó su vaso y miró al tabernero por encima del borde del mismo. Salud, dijo.

Salud, dijo el tabernero. Bebieron. Billy dejó el vaso en la barra e hizo un gesto circular con el dedo que incluyó también el vaso del tabernero. Se volvió y miró a los tres que estaban sentados. Y sus amigos también, dijo.

Bueno, dijo el tabernero. Cómo no.

Cruzó la estancia, llenó los vasos y los hombres brindaron a su salud; Billy levantó su vaso y todos bebieron. El tabernero volvió a la barra, donde permaneció vacilante, con el vaso y la botella en la mano. Billy dejó su vaso en la barra. Finalmente una voz le pidió desde la mesa que se uniera a ellos. Cogió su vaso, se volvió y les dio las gracias. No sabía cuál de ellos había hablado.

Cuando retiró la silla que el tabernero había dejado antes vacante, se sentó en ella y alzó la mirada, advirtió que el mayor de los tres hombres estaba muy borracho. Vestía una guayabera manchada de sudor y estaba repantigado en su asiento con el mentón apoyado en el cuello sin abrochar de la prenda. Sus ojos negros miraban hoscos y sin profundidad desde sus hoyos bordeados de rojo. Como escoria vertida en una perforación a fin de sellar algo virulento o predador. En el lento cerrarse de los párpados un intervalo demasiado largo. Quien habló fue el hombre más joven que estaba a su derecha. Dijo que en este país para un viajero había un largo trecho entre trago y trago.

Billy asintió. Miró la botella que había sobre la mesa. Era ligeramente amarilla, ligeramente deforme. No tenía tapón ni etiqueta y contenía un fino poso de fluido, un fino sedimento. Un gusano de agave ligeramente curvo. Estamos tomando mescal, dijo el hombre. Se retrepó en su silla y llamó al tabernero. Venga, dijo. Siéntate con nosotros.

El tabernero dejó la botella de bourbon sobre la barra pero Billy le dijo que la trajese. Se desató el delantal, se lo quitó, lo colgó del clavo y se acercó con la botella. Billy señaló los vasos que había sobre la mesa. Otra, dijo.

Otra, dijo el tabernero. Fue llenando los vasos uno a uno. Al llegar al del hombre que estaba borracho se mostró indeciso pero se quedó ante él. El más joven le tocó el codo. Alfonso, dijo. Beba.

Alfonso no bebió. Dirigió su mirada plomiza al recién llegado. Más que abatido por la bebida parecía devuelto a cierto estado atávico que hubiera perdido tiempo atrás. El joven miró al americano sentado frente a él. Es un hombre muy serio, dijo.

El tabernero dejó la botella en la mesa, arrimó una silla de una mesa cercana y tomó asiento. Todos levantaron sus vasos. Habrían bebido si no hubiese sido porque Alfonso escogió aquel momento para hablar. ¿Quién es usted, joven?, preguntó.

Hicieron una pausa. Miraron a Billy. Billy levantó su vaso, bebió, dejó el vaso sobre la mesa y volvió a mirar aquellos ojos.

Un hombre, dijo. Nada más.

Americano.

Claro. Americano.

¿Es vaquero?

Sí. Vaquero.

El borracho no se movió. Sus ojos no se movieron. Podía haber estado hablando consigo mismo.

Beba, Alfonso, dijo el más joven y levantó su propio vaso y miró alrededor. Los otros levantaron sus vasos. Todos bebieron.

¿Y usted?, dijo Billy.

El borracho no respondió. Su húmedo y rojo labio inferior colgaba ligeramente separado de los perfectos dientes blancos. No parecía haberlo oído.

¿Es usted soldado?

Soldado, no.

El más joven explicó que el borracho había sido soldado durante la revolución y que había peleado en Torreón y en Zacatecas y que lo habían herido muchas veces. Billy miró al borracho. El negro opaco de sus ojos. El más joven dijo que había recibido tres balas en el pecho allá en Zacatecas y que los perros habían bebido su sangre mientras él yacía en el lodo de la calle en medio del frío y la oscuridad. Dijo que todo el mundo podía ver los agujeros de bala en el pecho del patriota.

Otra, dijo Billy. El tabernero se inclinó botella en mano y sirvió otra ronda.

Cuando todos los vasos estuvieron llenos el más joven levantó el suyo y propuso un brindis por la revolución. Bebieron. Dejaron sus vasos, se secaron la boca con el dorso de la mano y miraron al borracho. ¿Por qué ha venido aquí?, preguntó el borracho.

Miraron a Billy.

¿Aquí?, dijo Billy.

Pero el borracho no daba respuestas, solo hacía preguntas. El más joven se inclinó ligeramente sobre la mesa. A este país, dijo.

A este país, dijo Billy. Esperaron. Se inclinó, tendió la mano sobre la mesa, cogió el vaso de mescal del borracho, arrojó el contenido hacia el otro lado de la estancia y volvió a dejar el vaso sobre la mesa. Nadie se movió. Hizo una señal al tabernero. Otra, dijo.

El tabernero alcanzó sin prisas la botella y sin prisas volvió a llenar los vasos. Dejó la botella y se limpió la mano en la rodillera del pantalón. Billy cogió su vaso y lo sostuvo ante él. Dijo que había venido a México en busca de su hermano. Dijo que su hermano estaba un poco loco y que no debería haberlo abandonado, pero que lo había hecho.

Siguieron sentados. Miraron al borracho sin soltar sus vasos. Beba, Alfonso, dijo el más joven. Lo incitó con su vaso. El tabernero levantó el suyo, bebió, dejó el vaso vacío sobre la mesa y se retrepó. Como un jugador que acaba de mover una de sus piezas y espera a ver el resultado. Miró hacia el más joven de todos, que estaba sentado ligeramente aparte con su sombrero casi sobre las cejas y el vaso lleno entre las manos, como una ofrenda. El que aún no había abierto la boca. Toda la estancia había empezado a zumbar ligeramente.

El objeto de toda ceremonia no es más que evitar el derramamiento de sangre. Pero, dadas las condiciones en que se encontraba, el borracho residía en un estado crepuscular de responsabilidad, y el hombre que estaba a su lado hizo un silencioso llamamiento a esta. Sonrió, se encogió de hombros, levantó su vaso hacia el norteamericano y bebió. Al dejar de nuevo el vaso sobre la mesa el borracho cambió de postura. Se inclinó un poco y cogió su vaso y el más joven sonrió y levantó de nuevo el suyo como para celebrar el abandono de su morbidez. Pero el borracho apartó lentamente el vaso hacia un lado de la mesa, derramó el bourbon en el suelo y dejó una vez más el vaso sobre la mesa. Luego alcanzó precariamente la botella de mescal, la puso derecha y sirvió aquel aceitoso combustible amarillo en el vaso y volvió a dejar la botella en la mesa con el sedimento y el gusano enroscándose en el sentido de las agujas del reloj en el fondo de la botella. Luego se retrepó en su asiento.

El más joven miró a Billy. Fuera ladró un perro en el pueblo.

¿No le gusta el bourbon?, preguntó Billy.

El borracho no respondió. El vaso de mescal estaba como había estado al entrar Billy en el local.

Es el timbre, dijo el joven.

¿El timbre?

Sí .

Dijo que ponía reparos al precinto, que era de un gobierno opresor. Dijo que no pensaba beber de una botella con aquel timbre. Que era una cuestión de honor.

Billy miró al borracho.

Es mentira, dijo el borracho.

¿Mentira?, dijo Billy.

Sí. Mentira.

Billy miró al más joven. Le preguntó qué era mentira, pero el joven le dijo que no se preocupara. Nada es mentira, dijo.

No se trata de ningún timbre, dijo el borracho.

Hablaba despacio pero no sin fluidez. Se había vuelto y dirigía sus palabras al joven que tenía a su lado. Luego continuó mirando fijamente a Billy. Billy dibujó un círculo en el aire con el dedo. Otra, dijo. El tabernero cogió la botella.

Si quiere beber esa pócima pestilente en vez de buen bourbon americano, dijo Billy, invito yo.

¿Mande?, dijo el borracho.

El tabernero dudó. Luego se inclinó para llenar nuevamente los vasos, cogió el corcho y tapó otra vez la botella. Billy levantó su vaso. Salud, dijo. Bebió. Todos bebieron. Salvo el borracho. En el exterior sonaron las campanas españolas, una vez, dos veces. El borracho se inclinó, tendió el brazo más allá del vaso que tenía delante y agarró otra vez la botella de mescal. La levantó y llenó hasta arriba el vaso de Billy con un ligero movimiento circular de la mano. Como si para llenar aquel pequeño recipiente hubiera que hacerlo de una manera ya prescrita. Luego puso la botella vertical y se echó hacia atrás.

El tabernero y los dos jóvenes se quedaron con los vasos en la mano. Billy miró fijamente el mescal. Se retrepó en la silla. Volvió la cabeza hacia la puerta. Vio a Niño, que aguardaba en la calle. Los músicos que se habían ido ya estaban tocando en otra calle, en otra cantina. O quizá fuesen otros músicos. Cogió el mescal y lo sostuvo a la luz. Un sedimento fuliginoso ovillado en el cristal. Partículas de detritos. Nadie se movía. Inclinó el vaso y bebió.

Salud, dijo el más joven. Bebieron. El tabernero bebió. Golpearon la mesa con sus vasos vacíos y sonrieron. Entonces Billy se inclinó hacia un lado y escupió el mescal en el suelo.

En el silencio que siguió el pueblo mismo pareció haber sido sorbido por la ronda. No se oía nada. El borracho se había quedado inmóvil en el acto de alcanzar su vaso. El más joven bajó la mirada. A la sombra de la lámpara sus ojos parecían cerrados, y tal vez lo estuvieran. El borracho dobló los dedos y apoyó la mano en la mesa. Billy describió un círculo en el aire con el dedo. Otra, dijo.

El tabernero miró a Billy. Miró al patriota de párpados pesados con el puño enhiesto junto a su vaso. Demasiado fuerte para él, dijo. Demasiado fuerte.

Billy no le quitó los ojos de encima al borracho. Más mentiras, dijo. Dijo que no se trataba en absoluto de que el mescal fuese demasiado fuerte para él como aseguraba el tabernero.

Se quedaron mirando la botella de mescal. La media luna negra de la sombra de la botella al lado de la botella. Al ver que el borracho no se movía ni hablaba Billy alcanzó la botella de bourbon, sirvió otra ronda y dejó la botella de nuevo sobre la mesa. Luego retiró su silla y se puso de pie.

El borracho apoyó ambas manos en el borde de la mesa.

El hombre que hasta ese momento había permanecido en silencio dijo que si cogía su billetero el hombre lo mataría.

No me cabe la menor duda, dijo Billy. Le habló al tabernero sin apartar la vista del hombre que estaba al otro lado de la mesa. ¿Cuánto debo?, preguntó.

Cinco dólares, dijo el tabernero.

Sacó su dinero de debajo de la camisa, separó un billete de cinco dólares y lo depositó sobre la mesa. Miró al hombre que le había hablado. ¿Me disparará por la espalda?, dijo.

El hombre le miró desde el candil de su sombrero y sonrió. No, dijo. No lo creo.

Billy se tocó el ala del sombrero y saludó con una inclinación de cabeza a los de la mesa. Caballeros, dijo. Y dio media vuelta para irse dejando el vaso lleno sobre la mesa.

Si oye que lo llama no se vuelva, dijo el joven.

Billy no se detuvo ni se volvió, y casi había ganado la puerta cuando el hombre lo llamó. Joven, dijo.

Se detuvo. En la calle los caballos alzaron la cabeza y lo miraron. Billy advirtió que la distancia que lo separaba de la puerta no era mayor que su propia estatura. Camina, dijo. Tú camina. Pero no caminó. Giró en redondo.

El borracho no se había movido. Seguía sentado en su silla y el joven se había levantado y estaba a su lado con una mano apoyada en su hombro. Parecían posar para un álbum de bandidos.

¿Me llama embustero?, dijo el borracho.

No, dijo él.

¿Embustero? Se abrió la camisa de golpe. Iba abotonada con broches y se abrió fácilmente y sin ruido. Como si los broches estuviesen gastados de tantas demostraciones como aquella. Se quedó con la camisa totalmente abierta como tentando otra vez a la trinidad de balas cuya marca aparecía sobre la lisa y lampiña piel de su pecho más arriba del corazón, como un estigma que formase un perfecto triángulo isósceles. Nadie se movió. Ninguno de ellos miró las cicatrices del patriota pues las habían visto anteriormente. Observaron al güero enmarcado en la puerta del bar. No se movieron, no se oyó nada y Billy escuchó con atención para ver si captaba algo en el pueblo que le indicara que ese algo no estaba también escuchando, pues tenía la sensación de que parte de su llegada a aquel lugar no solo era conocida sino decretada. Trató de escuchar a los músicos que habían huido antes incluso de que él entrara en el local y que tal vez estuviesen escuchando también el silencio desde algún lugar de aquellas inmediaciones de barro volcánico. Trató de escuchar cualquier otro sonido que no fuese el sordo latido de su corazón bombeando sangre por los pequeños pasadizos oscuros de su vida corporal en su lento tañer hidráulico. Miró al hombre que le había advertido que no se volviera, pero el hombre no tenía más advertencias que dar. Lo que vio fue que el único artefacto palpable de la historia de aquella insignificante república donde él parecía a punto de perder la vida que tenía un mínimo de autoridad, sentido o pretensión de solidez estaba delante de él en la cetrina luz de aquella cantina, y que todo lo demás salido de los labios o las plumas de los hombres requeriría ser martilleado al rojo vivo una y otra vez sobre el yunque de su propia promulgación antes de que pudiese ser calificado de embuste. Luego todo pasó. Se quitó el sombrero. A continuación, para bien o para mal, se lo puso otra vez, dio media vuelta, salió a la calle, desató los caballos, montó y se alejó por la angosta callejuela tirando del caballo de carga por el ronzal, sin mirar hacia atrás.


Salía del pueblo cuando una gota de lluvia del tamaño de una canica mediana aterrizó en el ala de su sombrero. Luego otra. Escrutó el cielo sin nubes. Los planetas visibles ardían en el este. No soplaba viento ni el aire olía a lluvia, y sin embargo seguían cayendo gotas. El caballo quiso parar en el camino y el jinete se volvió a mirar el pueblo a oscuras. Los escasos ventanucos de luz débil y rojiza. El golpeteo plano de la lluvia al caer sobre la arcilla dura de la carretera sonaba como caballos que cruzaban un puente en la oscuridad. Empezaba a notarse ebrio. Sofrenó el caballo, lo hizo girar en redondo y volvió por donde había venido.

Cabalgó hasta la primera puerta que encontró, dejó caer la cuerda del caballo de carga y se inclinó sobre el pescuezo de su caballo para esquivar el travesaño de la puerta. Una vez dentro se detuvo sin desmontar bajo la misma lluvia y alzó los ojos para ver las mismas estrellas encima de él. Dio media vuelta, salió otra vez a caballo y entró en otro portal, donde el amortiguado repiqueteo de las gotas sobre la copa de su sombrero cesó al momento. Desmontó y trastabilló en la oscuridad para ver qué había en el suelo. Salió en busca del caballo de carga, desató el nudo de diamante, bajó al suelo su petate, desabrochó y bajó el armazón de carga, maneó al animal y lo llevó de nuevo a la lluvia. Luego aflojó el látigo del caballo que montaba, le quitó la silla y las alforjas, apoyó la silla en la pared y luego se arrodilló, buscó a tientas las cuerdas del petate, lo desató, lo desenrolló y por fin se sentó y se quitó las botas. Se sentía cada vez más ebrio. Se quitó el sombrero y se tumbó de espaldas. El caballo pasó junto a su cabeza y se quedó mirando hacia la puerta. Pobre de ti que me pises, dijo él.

Cuando despertó por la mañana había dejado de llover y ya era de día. Se sentía fatal. Por la noche se había levantado y había salido tambaleándose para vomitar, y recordaba haber buscado con los ojos llorosos algún rastro de los caballos y que había vuelto a entrar trastabillando. No se habría acordado de ello si no hubiese sido porque cuando se incorporó y buscó sus botas advirtió que las tenía puestas. Recogió su sombrero, se lo puso y miró en dirección a la puerta. Unos niños que habían estado allí observándolo se pusieron de pie y retrocedieron.

¿Dónde están los caballos?, preguntó.

Le dijeron que los caballos estaban comiendo.

Se levantó demasiado aprisa, se recostó en el quicio de la puerta y se llevó una mano a los ojos. Estaba muerto de sed. Levantó de nuevo la cabeza, salió y miró a los niños. Señalaban hacia la carretera.

Fue andando hasta la última de las viviendas bajas de adobe de la hilera, seguido por los niños, y trajo a los caballos a pie por un campo de hierba que había al sur del pueblo, donde un pequeño arroyo atravesaba la carretera. Se quedó de pie con las riendas de Niño en la mano. Los niños miraban.

¿Queréis montar?, dijo él.

Se miraron. El más pequeño, que tendría unos cinco años, levantó ambos brazos y se quedó esperando. Billy lo levantó en vilo y lo puso a horcajadas sobre el caballo; luego hizo lo propio con la niña y por último con el mayor de los chicos. A este le dijo que agarrara a los otros dos; el chico asintió con la cabeza y cogió las riendas otra vez y la cuerda del caballo de carga y guió a los dos caballos hacia la carretera.

Del pueblo venía una mujer. Al verla los niños hablaron entre sí en susurros. La mujer llevaba un balde azul cubierto con un paño. Se detuvo a un lado de la carretera sosteniendo el balde por el asa metálica con ambas manos. Luego echó a andar hacia ellos por el campo de hierba.

Billy se tocó el ala del sombrero y le dio los buenos días. Ella se detuvo con el cubo en la mano. Dijo que había estado buscándolo. Dijo que sabía que no había ido muy lejos porque su cama y su silla de montar estaban donde él las había dejado. Dijo que los niños le habían contado que había un jinete durmiendo en las caídas a la salida del pueblo y que estaba malo y ella le traía un poco de menudo recién sacado del fuego y que si lo comía le daría fuerzas para el viaje.

La mujer se inclinó, dejó el balde en el suelo, cogió el paño y se lo entregó. Billy se quedó con el paño en las manos, mirando el balde. En su interior había un cuenco de hojalata con puntitos cubierto con un platillo, y al lado del cuenco varias tortillas dobladas. La miró.

Ándale, dijo ella. Hizo un gesto de que se sirviera.

¿Y usted?

Ya he comido.

Miró a los niños alineados sobre el lomo del caballo. Le pasó las riendas y la cuerda de atar al muchacho.

Ve a dar un paseo, dijo.

El muchacho se inclinó para coger las riendas, le pasó el extremo de la cuerda a la niña, luego pasó la mitad de la rienda por encima de la cabeza de la niña y picó al caballo. Billy miró a la mujer. Es muy amable, dijo. Ella le dijo que comiera porque se le enfriaría.

Billy se acuclilló y trató de levantar el cuenco pero estaba demasiado caliente. Con permiso, dijo ella. Metió la mano en el cubo, sacó el cuenco, retiró el platillo, puso el cuenco sobre el platillo y se lo pasó. Luego metió la mano, sacó una cuchara y se la pasó también.

Gracias, dijo él.

Ella se arrodilló en la hierba para verlo comer. Las tiras de tripa nadaban en un caldo claro y aceitoso como planarias perezosas. Él dijo que, de hecho, no estaba malo sino solo un poco borracho porque la noche anterior había estado en la cantina. Ella dijo que lo comprendía y que se le pasaría en seguida y que gracias a Dios la enfermedad no podía saber quién o qué la había originado.

Billy cogió una tortilla, y la partió en dos, volvió a doblarla y la mojó en el caldo. Trató de pescar un trozo de tripa con la cuchara, pero se le escapó y lo cortó por la mitad contra el borde del recipiente. El menudo quemaba y tenía un fuerte sabor a especias. Comió. Ella no dejaba de mirarlo.

Los niños llegaron a caballo y lo observaron sin desmontar. Él los miró e hizo un gesto circular con el dedo y los niños partieron otra vez. Se volvió hacia la mujer.

¿Son suyos?

Ella sacudió la cabeza. Dijo que no.

Él asintió. Los vio marchar. Billy cogió el cuenco, que se había enfriado un poco, lo inclinó y bebió; luego cogió un pedazo de tortilla. Muy sabroso, dijo.

Ella dijo que había tenido un hijo, pero que había muerto hacía veinte años.

La miró. Le pareció que no tenía aspecto de haber tenido un hijo hacía veinte años, pero de todos modos resultaba difícil calcular su edad. Dijo que debía de ser muy joven entonces, y ella dijo que en efecto era muy joven, pero que en general se infravalora muchísimo el dolor de los jóvenes. Se llevó una mano al pecho. Dijo que el niño vivía en su alma.

Billy miró hacia el campo. Los niños estaban sobre el caballo a la orilla del río y el muchacho parecía esperar a que el animal bebiera. Niño aguardaba a que le indicasen hacer alguna otra cosa. Billy dio cuenta de lo que quedaba del menudo, dobló el último trozo de tortilla, se lo comió después de rebañar el cuenco y dejó este, la cuchara y el platillo de nuevo en el cubo. Miró a la mujer.

¿Cuánto le debo, señora?, dijo.

Señorita, dijo. Nada.

Extrajo los billetes doblados del bolsillo de la camisa. Para los niños, dijo.

No tengo niños.

Para los nietos.

Ella rió y sacudió la cabeza. Nietos tampoco, dijo.

Él se quedó con el dinero en la mano.

Para el camino, dijo ella.

Bueno. Gracias.

Deme su mano.

¿Cómo?

Su mano.

Billy le dio la mano y ella la tomó, la puso con la palma hacia arriba, la sostuvo en la suya y la examinó.

¿Cuántos años tiene?, preguntó.

Él respondió que veinte.

Qué joven, dijo ella. Recorrió la palma con la yema de un dedo. Apretó los labios. Aquí hay ladrones, dijo.

¿En mi palma?

Ella se echó hacia atrás, cerró los ojos y rió. Rió con verdadero entusiasmo. No, dijo. Sacudió la cabeza. Solo llevaba encima una blusa floreada y sus pechos se columpiaron bajo la tela. Su dentadura era blanca y perfecta. Sus piernas desnudas y morenas.

¿Dónde pues?, dijo él.

La mujer se mordió el labio inferior y lo miró fijamente con sus ojos oscuros. Aquí, dijo. En este pueblo.

En todas partes hay ladrones, dijo él.

Ella sacudió la cabeza. Dijo que en México había pueblos donde vivían ladrones y otros donde no. Dijo que le parecía una solución más que razonable.

Billy le preguntó si ella era una ladrona y ella rió otra vez. Ay, dijo. Dios mío, qué hombre. Lo miró. Quizá sí, dijo.

Le preguntó qué clase de objetos robaría si fuese ladrona pero ella se limitó a sonreír y procedió a examinar el dorso de la mano.

¿Qué ve?, preguntó él.

El mundo.

¿El mundo?

El mundo según usted.

¿Es gitana?

Quizá sí. Quizá no.

Puso su otra mano sobre la de él. Miró hacia el campo donde los niños montaban a caballo.

¿Qué ha visto?, dijo él.

Nada. No he visto nada.

Mentira.

Sí .

Él le preguntó por qué no decía qué había visto, pero ella solo sonrió y sacudió la cabeza. Él preguntó si eran malas noticias y ella se puso más seria, asintió con la cabeza y le puso la mano con la palma nuevamente hacia arriba. Dijo que viviría muchos años. Recorrió la línea hasta donde trazaba una curva en la base del pulgar.

Con mucha tristeza, dijo él.

Bastante, dijo ella. Agregó que nadie vivía sin tristeza.

Pero usted ha visto algo malo, dijo. ¿Qué es?

Ella dijo que fuera lo que fuese lo que hubiera visto, bueno o malo, no podía evitarse, y que él lo sabría a su debido tiempo. Lo observó con la cabeza ligeramente ladeada. Como si hubiera tenido que hacer una pregunta de haber sido lo bastante despierto para hacerla, pero él no supo qué preguntar y el momento pasó fugazmente.

¿Qué novedades tiene de mi hermano?, preguntó.

¿Cuál hermano?

Billy sonrió. Dijo que solo tenía un hermano.

Ella descubrió la mano de él y la sostuvo sin mirarla. Es mentira, dijo. Tiene dos.

Él sacudió la cabeza.

Mentira tras mentira, dijo ella. Se inclinó para examinarle la palma.

¿Qué ve?, preguntó él.

Veo dos hermanos. Uno ha muerto.

Billy dijo que tenía una hermana que había muerto, pero ella negó con la cabeza. Hermano, dijo. Uno vive, el otro ha muerto.

¿Cuál es cuál?

¿No lo sabe?

No.

Pues yo tampoco.

Le soltó la mano, se puso de pie y cogió el cubo. Miró de nuevo hacia el campo, en dirección a los niños y el caballo. Dijo que tal vez había tenido suerte de que la lluvia hubiera hecho que los que tenían que estar fuera se hubieran quedado dentro, pero añadió que la lluvia que favorece también puede traicionarnos. Dijo también que así como la lluvia caía por voluntad de Dios, el mal escogía su propio momento y que aquellos a los que seleccionaba no carecían totalmente de cierta oscuridad, interior y propia. Dijo que el corazón se engañaba a sí mismo y que los malvados veían frecuentemente lo que los buenos no eran capaces de ver.

Y usted, ¿qué ve?

Ella sacudió la cabeza, su cabello negro ondeó sobre sus hombros. Dijo que no había visto nada. Dijo que aquello era un juego y nada más. Luego echó a andar hacia el campo y siguió carretera arriba.

Billy cabalgó todo el día hacia el sur y de anochecida cruzó el pueblo de Casas Grandes y tomó al sur por la carretera que tres años atrás había recorrido a caballo con su hermano, dejando atrás las ruinas sumidas en el crepúsculo y los campos de pelota donde seguían cazando los chotacabras. Al día siguiente llegó a la hacienda de San Diego y sofrenó el caballo en los viejos álamos de la ribera. Luego cruzó el puente de tablas y subió hacia las viviendas.

La casa de los Muñoz estaba vacía. Recorrió las habitaciones. No había ninguna clase ele muebles. En la hornacina donde había estado la Virgen solo vio una escama gris de cera formando rebalsa en el polvoriento yeso.

Permaneció apoyado en el marco de la puerta, luego salió, montó y cabalgó hacia el ejido.

En el corral encontró a un viejo que tejía cestas, quien le dijo que se habían marchado. Billy le preguntó si sabía adónde habían ido pero el viejo no parecía tener una idea clara de lo que quería decir destino. Hizo un amplio ademán indicando el mundo. El jinete detuvo su caballo y echó un vistazo al corral. Al viejo automóvil. A los edificios en ruinas. A una pava cuya percha era una ventana sin marco. El viejo había vuelto a su cesta y él le deseó un buen día, dio media vuelta, cruzó a caballo el alto portón abovedado tirando del caballo de carga, dejó atrás las viviendas, bajó hasta el río y volvió a cruzar el puente de tablas.

Dos días después pasó por Las Varas y torció al este en dirección a La Boquilla por la carretera donde él y su hermano habían visto el caballo de su padre venir mojado del lago. En la meseta no había llovido y la calzada estaba polvorienta. Un viento seco soplaba del norte. A lo lejos, en la llanura, el polvo se levantaba de Babícora como si hubiera un incendio. Por la tarde, el gran avión rojo procedente de Waco apareció en el oeste y voló en círculo y aterrizó entre los árboles.

Billy acampó en el llano y encendió un pequeño fuego; el viento lo hizo chisporrotear como si se tratase de una fragua y en un momento se tragó su magro tesoro de ramas y palos. Miró cómo ardía y miró cómo ardía. Los jirones de llama que huían tierra adentro se resquebrajaban y desvanecían como un grito en la oscuridad. Al día siguiente atravesó Babícora y Santa Ana de Babícora y siguió al norte hasta Namiquipa.

El pueblo era poco más que un campamento minero situado sobre un barranco que dominaba el río, y Billy maneó los caballos más abajo del pueblo en un bosquecillo de sauces ribereños que crecía al este y se bañó en el río y lavó la ropa. Por la mañana, al dirigirse al pueblo, topó con un cortejo nupcial que venía por la carretera. Una carreta de madera llena de banderolas. Un dosel de mantas asegurado sobre un armazón raquítico de varas de sauce para que a la novia no le diera el sol. La carreta iba tirada por un pequeño mulo, gris y de paso lerdo, y la novia iba sentada sola en la carreta con su parasol abierto bajo el bamboleante palio. A su lado caminaba por la carretera un grupo de hombres en traje negro o traje gris que en tiempos había sido negro. Billy estaba junto a la carretera, montado en su caballo como pálido portador del mal, y al pasar por delante de él la novia lo miró, se santiguó, se volvió otra vez y todos siguieron su camino. Vería otra vez la carreta en el pueblo. La boda no era hasta la tarde y la comitiva había viajado tan temprano únicamente para aprovechar que a esa hora en la carretera no había polvo.

Los siguió hasta el pueblo y pasó a caballo por las polvorientas callejas. No se veía un alma. Se inclinó en la silla, golpeó una puerta al azar y se quedó escuchando. Nadie acudió. Deslizó la bota fuera del estribo y dio una patada a la puerta a fin de llamar más fuerte, pero la puerta no estaba bien atrancada y se abrió lentamente hacia la baja oscuridad.

Hola, llamó.

Nadie respondió. Dirigió la mirada hacia la calle estrecha. Miró dentro desde lo alto ele la puerta. Contra la pared del fondo de la chabola ardía una vela en un plato y sobre un caballete, rodeado de flores del monte, yacía un viejo vestido para su sepelio.

Billy se apeó, bajó las riendas, entró agachando la cabeza y se quitó el sombrero. El viejo tenía las manos colocadas sobre el pecho y no llevaba zapatos; le habían atado los pies por los dedos con un cordel para que no le quedaran abiertos. Billy llamó en voz baja hacia la oscuridad de la casa, pero aquella habitación constituía toda la casa. Alineadas junto a una pared había cuatro sillas vacías. Un polvo fino lo cubría todo. En lo alto de la pared posterior había un ventanuco, y Billy cruzó la habitación y se asomó para mirar el patio que había detrás de la casa. Vio una vieja carroza fúnebre tirada por caballos con la limonera inclinada hacia el ataúd. Al fondo del cercado, en un cobertizo, descansaba un féretro de madera basta sobre una asnilla hecha de varas de pino. El féretro y la tapa habían sido pintados de negro por fuera pero el interior de la caja era de madera nueva sin pulir y no estaba forrada de nada.

Se volvió y miró al viejo en su galga. El viejo tenía bigote, y tanto este como el cabello eran de color gris plata. Las manos cruzadas sobre el pecho eran grandes y robustas. No le habían limpiado las uñas. Tenía la piel oscura y cubierta de polvo, los descalzos pies nudosos y fornidos. El traje que llevaba parecía venirle pequeño y era de un corte que ya no se veía ni siquiera en aquel país y el viejo debía de haberlo tenido toda la vida.

Cogió una pequeña flor amarilla con forma de margarita semejante a las que había visto crecer a la vera del camino y miró la flor y luego al viejo. El cuarto olía a cera, un dejo de podredumbre. Un frágil resabio de copal quemado. ¿Qué novedades tiene ahora viejo?, dijo. Se puso la flor en el ojal de la camisa, salió y cerró la puerta detrás de él.


Nadie en el pueblo sabía qué había sido de la muchacha. Su madre se había marchado. Su hermana se había ido a México capital hacía años, a saber qué les deparaba la suerte a chicas como ella. Por la tarde el cortejo nupcial subió por la calle con la novia y el novio sentados en el pescante de la carreta cubierta. Pasaron lentamente, con acompañamiento de corneta y tambor; la carreta chirriaba; la novia iba con su velo blanco y el novio de negro. Sus sonrisas eran como muecas y en sus miradas había una expresión de terror. En apariencia eran como ciertos personajes del folclore de ese país, que bailan con su propio esqueleto pintado en el atuendo. La carreta, en su lento rechinar como el que vadea los sueños del paisano en su fatigado dormir, cruzaba despacio de izquierda a derecha la irrestituible noche por la cual lucha él en solitario, extinguiéndose en el alba con su débil traqueteo, su tenue espanto.

Al atardecer trajeron al muerto desde la funeraria y lo enterraron en el cementerio entre los alabeados tablones maltratados por la intemperie que en aquella austera región del interior pasaban por lápidas. Nadie impidió que el güero se sumara al luto, y Billy los saludó silenciosamente con un movimiento de cabeza y entró en la casa donde habían dispuesto una mesa con buena parte de los mejores productos de la región. Mientras comía tamales recostado en la pared se acercó a él una mujer y le dijo que no iba a ser fácil dar con la muchacha pues era una bandida famosa y mucha gente andaba buscándola. Dijo que había rumores de que en La Babícora habían puesto precio a su cabeza. Dijo que según algunos la muchacha regalaba plata y joyas a los pobres y que según otros era una bruja o un demonio. También era posible que la chica hubiera muerto, aunque lo que sí era seguro es que no la habían matado en Ignacio Zaragoza.

La miró con detenimiento. Era una simple joven del campo. Vestida con una blusa negra de algodón de baja calidad, mal mordentada, mal teñida. El tinte negro le había dejado en las muñecas unas argollas oscuras.

Entonces ¿por qué me dice esto?, dijo.

Ella se mordió el labio superior. Finalmente dijo que era porque sabía quién era él.

¿Y quién soy?

El hermano del güerito, dijo ella.

Billy bajó el pie que tenía apoyado en la pared, la miró y luego miró más allá a los de la comitiva fúnebre, que desfilaban y saqueaban la mesa igual que aquellos mismos personajes de la muerte en la fiesta y volvió a mirar a la joven. Le preguntó si sabía dónde podía encontrar a su hermano.

Ella no respondió. El ritmo de las figuras al pasar por la habitación disminuyó, los murmullos de pésame fueron apagándose. Los afligidos se desearon mutuamente que les aprovechara la comida y luego todo aquello se desintegró en la historia de su propia repetición. Billy oyó cómo todo aquel ceremonial preliminar caía en alguna parte como un taco de madera en su muesca correspondiente. Como el fiador en una cerradura o los engranajes de madera de una vieja maquinaria deslizándose progresivamente hacia las mortajas practicadas en la rueda dentada que gira para acogerlos. ¿No lo sabe?, dijo ella.

No.

La chica se llevó el índice a los labios. Casi como en el gesto de conminar a alguien a guardar silencio. Luego extendió la mano como si fuese a tocarlo. Dijo que los huesos de su hermano estaban en el cementerio de San Buenaventura.

Era de noche cuando salió, desató el caballo y montó. Dejó atrás la cetrina luz de las ventanas y puso rumbo al sur por la carretera por donde había venido. Al otro lado del primer promontorio el pueblo se desvaneció a su espalda y las estrellas pulularon por todas partes en la negrura del cielo. No se oía ruido alguno en la noche a excepción del sonido de los cascos en la carretera, el débil crujir del cuero, la respiración de los caballos.

Recorrió aquella región durante semanas preguntando a todo aquel que se prestaba a responder. En una bodega del poblado de Temosachic oyó por primera vez unos versos de aquel corrido del joven güero que viene del norte. Pelo tan rubio. Pistola en mano. ¿Qué buscas joven, que te levantas tan temprano? Preguntó al romancero quién era el joven de la canción, pero el hombre se limitó a decir que era un joven en busca de justicia, como decía el corrido, y que llevaba muerto muchos años. El romancero sostuvo con una mano el mástil de su instrumento, levantó su vaso, brindó en silencio por su interrogador y luego brindó en voz alta por la memoria de todos los hombres justos, ya que, como se cantaba en el corrido, el suyo era un camino sembrado de sangre y las proezas de sus vidas estaban escritas en esa sangre, que era la sangre del corazón del mundo, y dijo que los hombres serios cantaban su canción y solamente la suya.

Un día, a finales de abril, llegó al pueblo de Madera, guardó su caballo en un establo y pasó a pie por una feria que se celebraba en el campo al otro lado de la vía del tren. Hacía frío en aquel pueblo serrano y el aire olía a humo de leña de piñón y a la brea del aserradero. En el campo habían encordelado unos farolillos y los pregoneros anunciaban a gritos sus panaceas o proclamaban las maravillas ocultas dentro de los viejos tenderetes esparcidos que habían asegurado mediante vientos de cuerda a la hierba pisoteada. Compró un vaso de sidra y contempló los rostros de los lugareños, caras oscuras y serias, ojos negros que parecían a punto de encenderse bajo las luces de la feria. Las chicas que pasaban cogidas de la mano. El ingenuo atrevimiento de sus miradas. Se plantó ante un carromato decorado donde un individuo se dirigía a un grupo de hombres desde un púlpito rojo y dorado. Una rueda con las cifras de la lotería estaba fijada a la pared del carromato, y, subida a una tarima de madera, una chica enfundada en unas mallas rojas y una chaquetilla corta negra y plateada se disponía a hacer girar la rueda. El hombre del púlpito se volvió a la chica y señaló con el bastón y la chica sonrió y tiró hacia abajo de un costado de la rueda, que empezó a girar. Todas las caras se volvieron. Los clavos del canto de la rueda fueron chocando con el trinquete de cuero y la rueda perdió velocidad y se paró; entonces la chica se volvió a la muchedumbre y sonrió. El feriante estiró otra vez el brazo en que sostenía el bastón y nombró la descolorida figura que la rueda había señalado.

La sirena, exclamó.

Todos se quedaron quietos.

¿Alguien?

Pasó revista a los espectadores. Estaba dentro de una improvisada cuadra de cuerdas. Sostuvo el bastón por encima de ellos como si quisiera ordenarlos a todos colectivamente. El bastón era de esmalte negro y su puño, plateado y con forma de busto, posiblemente representaba la efigie del propio feriante.

Otra vez, exclamó.

Los barrió con la mirada. Sus ojos se posaron un instante en Billy, que estaba solo en un extremo. La rueda matraqueó y empezó a girar en su recorrido ligeramente excéntrico, convertidas sus figuras en un borrón rodante. El freno de cuero rechinó.

Un hombre menudo y desdentado se acercó a Billy y le tiró de la camisa. Extendió ante él en abanico la baraja de cartas, cuyo reverso mostraba un dibujo de símbolos arcanos sobre un damasquinado. Coja, dijo. Vamos, rápido.

¿Cuánto?

Es gratis. Coja.

Billy sacó una moneda de un peso del bolsillo y quiso dársela al hombre, pero este sacudió la cabeza. Miró en dirección a la rueda. La rueda empezó a frenar.

Nada. nada, dijo. Dese prisa.

La rueda frenaba, frenaba. Él escogió una carta.

Espere, gritó el feriante, espere

La rueda giró con un postrer golpe seco y se detuvo.

La calavera, exclamó el feriante.

Dio la vuelta a su carta. Tenía el dibujo de la calavera.

¿Alguien?, exclamó el feriante. La gente empezó a mirarse entre sí.

El hombre menudo que tenía al lado lo cogió del codo. La tiene, dijo. La tiene.

¿Qué he ganado?

El hombre sacudió la cabeza con gesto de impaciencia. Trató de levantarle la mano que sostenía la carta. Dijo que tendría que ir a ver.

¿Ver qué?

Dentro, dijo el hombre entre dientes. Dentro. Tendió la mano, le arrebató la carta y la sostuvo en alto. Aquí, gritó. Aquí está la calavera.

El feriante barrió con su bastón las cabezas de la muchedumbre acelerando poco a poco y súbitamente señaló con la contera del bastón hacia Billy y el señuelo.

Tenemos ganador, exclamó. Adelante, adelante.

Venga. resolló el señuelo. Tiró del brazo de Billy. Pero Billy ya había visto aquel viejo letrero pintado a mano en colores chillones y reconoció el carromato de la compañía ambulante de ópera que había visto con sus radios dorados en el humeante patio de la hacienda, allá en San Diego, cuando él y Boyd habían cruzado por primera vez aquel portón hacía tiempo y el carromato estaba varado en la cuneta mientras la hermosa diva descansaba bajo su toldo esperando el regreso de unos hombres y unos caballos que nunca iban a regresar. Billy apartó de su manga la mano del señuelo. No me interesa, dijo.

Sí, sí, farfulló el señuelo. Es un espectáculo. Nunca ha visto nada igual.

Agarró la delgada muñeca del señuelo y dijo sin soltársela: oiga, hombre. No quiero verlo, ¿me entiende?

El señuelo se encogió ante el apretón, lanzó una mirada desesperada en dirección al feriante, que en ese momento esperaba en el púlpito, con el bastón apoyado frente a él. Todos se habían vuelto hacia el ganador, de pie donde las luces apenas llegaban. La mujer que estaba junto a la rueda adoptó un aire coqueto, con el índice en el hoyuelo de su mejilla. El feriante levantó el bastón e hizo con él un movimiento de barrido. Adelante, exclamó. ¿Qué pasa?

Billy apartó al señuelo y le soltó la muñeca, pero el hombre, lejos de amilanarse, se acercó despacio y tirándole de la ropa con pequeños movimientos de los dedos empezó a susurrarle al oído los atractivos del espectáculo que lo esperaba dentro del carromato. El feriante volvió a llamarlo a viva voz. Dijo que todos estaban esperando, pero Billy ya había dado media vuelta. El feriante le gritó por última vez e hizo cierto comentario que provocó las risas de la gente y su curiosidad por el güero. El señuelo se quedó desamparado con la baraja en las manos, pero el feriante dijo que no iba a haber tercer intento con la rueda sino que sería la mujer quien eligiese a aquel que entraría gratis. Ella esbozó una sonrisa, escrutó las caras con sus ojos pintados y señaló a un muchacho de la primera fila, pero el feriante dijo que era demasiado joven y que eso estaba prohibido y la mujer hizo un puchero y dijo que de todos modos era muy guapo y luego escogió a un peón de piel morena que estaba muy tieso delante de ella con ropas que parecían alquiladas. Ella bajó de la tarima y lo tomó de la mano, y el feriante sostuvo en alto un taco de entradas y los hombres se agolparon rápidamente para comprarlas.

Billy caminó hasta más allá de los farolillos, cruzó el campo en dirección a donde había dejado el caballo, pagó al establero, apartó a Niño de los otros animales y montó. Miró por última vez la bruma de luces carnavalescas que brillaban en el aire fresco y humeante y luego cruzó la vía del tren y tomó la carretera que salía de Madera por el sur en dirección a Temosachic.

Una semana más tarde pasó de nuevo por Babícora con las primeras luces del día. Frescor y calma. Ni un solo perro. El atabaleo de los caballos. La azul sombra lunar del jinete y los caballos pasando sesgada por la calle en un constante caer de bruces. La carretera que iba hacia el norte había sido nivelada mediante un fresno, y él continuó por la linde cabalgando sobre la tierra blanda del vertedero. En el llano unos enebros oscuros salpicaban el amanecer. Reses oscuras. Un blanco sol naciente.

Abrevó los caballos en una ciénaga herbosa donde unos álamos formaban un círculo mágico y se ovilló en el petate y se durmió. Cuando abrió los ojos un hombre lo miraba montado en un caballo. Se incorporó. El hombre sonrió. Te conozco, dijo.

Billy cogió el sombrero y se lo puso. Claro, dijo. Y yo le conozco a usted.

¿Mande?

¿Dónde está su compañero?, preguntó Billy.

El hombre levantó una mano de la perilla de la silla e hizo un gesto vago. Murió, dijo. ¿Dónde está la muchacha?

También.

El hombre sonrió. Dijo que los designios de Dios eran extraños.

Tiene razón.

¿Y su hermano?

No lo sé. Puede que también haya muerto.

Tantos, dijo el hombre.

Billy dirigió la mirada hacia donde pacían los caballos. Había estado durmiendo con la cabeza apoyada en la mochila en que llevaba la pistola. Los ojos del hombre siguieron la dirección de su mirada. Dijo que por cada hombre que la muerte escoge otro es indultado, y sonrió con aire conspirador. Como quien acaba de encontrar la horma de su zapato. Se inclinó apoyando las manos en la perilla de la silla y escupió.

¿Qué piensa?, preguntó.

Billy no estaba seguro de saber qué estaba preguntándole. Dijo que los hombres mueren.

El hombre siguió como estaba y meditó sobre sus palabras. Como si aquella reflexión pudiera contener un sustrato más profundo que debía tenerse en cuenta. Dijo que los hombres dan por hecho que la muerte escoge de manera inescrutable y que, sin embargo, todo acto invita al acto siguiente, y en la medida en que los hombres ponen un pie delante del otro son cómplices de su propia muerte como lo son de los hechos del destino. Dijo que, además, no podía ser de otra manera y que cada hombre tiene señalado su fin desde el momento en que nace y que buscará su muerte en presencia de cualquier obstáculo. Dijo que las dos opiniones eran una sola, y que si bien los hombres pueden hallar la muerte en lugares oscuros y extraños que bien podrían haber evitado, era más correcto afirmar que por recóndito o tortuoso que fuese el camino hacia su destrucción el hombre no dejaría de buscarlo. Sonrió. Hablaba como quien parece entender que la muerte es la condición de la existencia y la vida una emanación de aquella.

¿Qué piensa usted?, preguntó. Billy dijo que no tenía otro punto de vista aparte del que ya había expresado. Dijo que tanto si la vida de un hombre estaba escrita en algún libro como si iba tomando forma día tras día la vida era la misma, puesto que solo había una realidad, que era vivir esa vida. Dijo que si bien era verdad que cada hombre determinaba su propia vida también lo era el que no podía darle otra forma que la que tenía pues ¿cuál sería entonces esa forma?

Bien dicho, exclamó el hombre. Contempló el paisaje. Dijo que podía leer los pensamientos. Billy no quiso mencionar que por dos veces el hombre le había preguntado cuáles eran los suyos. Le pidió que le dijera qué estaba pensando en aquel momento, pero el hombre dijo que los pensamientos de ambos eran idénticos. Luego dijo que él no guardaba rencor hacia ningún hombre por asuntos de faldas, pues las mujeres eran propiedad de a pie que podía ser confiscada y que solo se trataba de un juego que los hombres de verdad no debían tomar en consideración. Dijo que no tenía en gran estima a los hombres que mataban por una prostituta. En cualquier caso, dijo, la puta estaba muerta y el mundo seguía girando.

Sonrió de nuevo. Tenía algo dentro de la boca; se lo pasó a un carrillo, se escarbó los dientes y volvió a pasarlo al otro carrillo. Se llevó la mano al ala del sombrero.

Bueno, dijo. El camino espera.

Se tocó otra vez el sombrero, espoleó su caballo y lo sofrenó repetidas veces hasta que el caballo puso los ojos en blanco, se acodilló, piafó y finalmente salió al trote entre los árboles en dirección a la carretera, donde rápidamente desapareció de la vista. Billy sacó la pistola de la mochila, y abrió el seguro con el pulgar, hizo girar el cilindro, comprobó la recámara y luego bajó el percutor con el pulgar y se quedó un buen rato escuchando, a la espera.

El día 15 de mayo, según el primer periódico que veía en siete semanas, llegó de nuevo a Casas Grandes, dejó su caballo en un establo y se alojó en el hotel Camino Recto. Por la mañana se levantó y se dirigió al baño por el pasillo embaldosado. Cuando volvió a su habitación permaneció junto a la ventana donde la luz de la mañana entraba sesgada iluminando los cordeles de la gastada alfombra que cubría el suelo y escuchó la voz de una chica que cantaba en el jardín. Estaba sentada en un mantel de lona blanca y sobre el mantel había montones de nueces o pacanas. La chica tenía una piedra plana entre las rodillas y estaba partiendo nueces con una mano de mortero, y mientras lo hacía cantaba. Inclinada hacia delante, con el negro cabello tapándole las manos, trabajaba y cantaba. Cantaba:


Pueblo de Bachiniva


Abril era el mes


Jinetes armados


Llegaron los seis


Aplastaba las cáscaras entre la piedra y la mano de piedra, separaba los frutos y los arrojaba dentro de un tarro que tenía al lado.


Si tenía miedo


No se le veía en la cara


A cuantos iban llegando


El güerito los esperaba.


Desprendía con sus dedos esbeltos los frutos de las cáscaras, esos hemisferios delicadamente agrietados en los que están escritas todas las características del árbol que los produjo, todas las características del árbol que llegarían a producir. Luego volvió a cantar las dos estrofas. Él se abotonó la camisa, cogió el sombrero, bajó por la escalera y salió al patio. Cuando ella lo vio venir por el adoquinado dejó de cantar. Billy se tocó el sombrero y le dio los buenos días. La chica alzó la mirada y sonrió. Debía de tener unos dieciséis años. Era muy bonita. Él le preguntó si sabía más estrofas de aquel corrido, pero ella respondió que no. Dijo que era un corrido muy antiguo. Dijo que era muy triste y que al final el güerito y su novia morían el uno en brazos del otro porque se quedaban sin munición. Dijo que al final, cuando los hombres del patrón se marchaban a caballo, la gente acudía desde el pueblo y llevaba al güerito y a la novia a un lugar secreto donde les daban sepultura, y los pajaritos se iban volando, pero no recordaba toda la letra y, además, le avergonzaba el que él hubiera estado escuchándola. Billy sonrió. Le dijo que tenía una voz muy bonita, y ella apartó la cara e hizo chasquear la lengua.

Billy se quedó mirando las montañas que se elevaban hacia el este, al otro lado del patio. La chica lo observó.

Déme su mano, dijo.

¿Mande?

Déme su mano. Ella le tendió la suya con el puño cerrado. Él se acuclilló y la chica le dio un puñado de pacanas sin cáscara y luego le cerró la mano con la suya y echó un vistazo alrededor como si aquel fuera un regalo secreto y alguien pudiera mirarlos. Ándale pues, dijo. Él le dio las gracias, se levantó, cruzó el patio y subió a su cuarto; cuando miró otra vez por la ventana la chica se había ido.

En días sucesivos cabalgó por la cuenca alta del Babícora. Encendía su fuego en un marjal resguardado y algunas noches salía a caminar por los prados y se tumbaba en el suelo en medio del silencio del mundo y estudiaba el ardiente firmamento allá en lo alto. Aquellas noches, cuando volvía a pie a menudo pensaba en Boyd, pensaba en él sentado junto a una lumbre igual que esa, en una región igual que esa. El fuego en la bajada era poco más que un resplandor, oculto en la tierra como un secreto vislumbre del núcleo ardiente del planeta abriéndose paso hacia la oscuridad. Se consideraba una persona sin vida previa. Como si de algún modo hubiese muerto años atrás y estuviera siempre buscando otro ser sin historia, sin una vida perceptible por delante.

En ocasiones vio grupos de vaqueros cruzar los prados de la meseta, montados a veces en mulos por su destreza para andar por el monte, y a veces conduciendo bueyes. Las noches eran frías en las montañas, pero ellos vestían ropas ligeras y para dormir solo contaban con sus sarapes. Los llamaban mascareñas por las reses de cara blanca que se crían en el Babícora, y los llamaban agringados porque trabajaban para el hombre blanco. Cruzaban en silencioso desfile por los taludes y subían por los desfiladeros rumbo a las vegas cubiertas de pasto, montando con aquella pasmosa habilidad suya y el sol bajo reflejándose en las tazas de hojalata que llevaban atadas a sus sillas de montar. Por la noche veía sus fuegos arder en la montaña, pero nunca se acercó a ellos.

Una tarde, justo antes del anochecer, llegó a una carretera y torció en dirección al oeste. El sol rojo que ardía ante él por la amplia garganta se desprendió de su contorno y fue lentamente absorbido hasta iluminar todo el cielo con un intenso arrebol. Cuando llegó la oscuridad sobre el llano quedó la solitaria luz amarilla de una vivienda y Billy siguió cabalgando hasta que llegó a una pequeña cabaña maltratada por la intemperie; se detuvo sin desmontar frente a la puerta y llamó en voz alta.

Un hombre salió al porche. ¿Quién es?, preguntó.

Un viajero.

¿Cuántos van?

Yo solo.

Bueno, dijo el hombre. Desmonte. Pásale.

Billy se apeó, y ató las riendas al pilar del porche, subió por los escalones y se quitó el sombrero. El hombre le abrió la puerta y él entró y el hombre entró detrás y cerró la puerta al tiempo que señalaba la lumbre con un gesto de la cabeza.

Se sentaron a beber café. El apellido del hombre, un indio yaqui del oeste de Sonora, era Quijada; se trataba del mismo gerente de la división Nahuerichic de La Babícora que le había dicho a Boyd que separara sus caballos de la remuda y se los llevase. Había visto al solitario güero cabalgar por las montañas y le había dicho al alguacil que no lo molestara. Le aseguró a su huésped que sabía quién era y por qué había venido. Luego se retrepó en su silla. Se llevó la taza a los labios y bebió mientras contemplaba el fuego.

Usted es el que nos devolvió los caballos, dijo Billy.

Él asintió. Se inclinó y miró a Billy y luego dirigió la vista otra vez a las llamas. La gruesa taza de porcelana sin asa en que bebía semejaba un almirez de farmacéutico; el hombre estaba sentado con los codos en las rodillas, sosteniéndola ante él con ambas manos, y Billy pensó que iba a decir algo más, pero no fue así. Billy tomó un sorbo de café y se quedó aguantando la taza. El fuego chispeó. Fuera, el mundo estaba en silencio. ¿Ha muerto mi hermano?, preguntó.

Sí.

¿Lo mataron en Ignacio Zaragoza?

No. En San Lorenzo.

¿A la chica también?

No. Cuando se la llevaron estaba cubierta de sangre y no se tenía en pie, por eso la gente pensó que la habían matado, pero no fue así.

¿Qué ha sido de ella?

No lo sé. Puede que volviera con su familia. Era muy joven.

En Namiquipa pregunté por ella. Nadie supo decirme nada.

En Namiquipa es lógico que nadie le dijera nada.

¿Dónde está enterrado mi hermano?

En Buenaventura.

¿Hay alguna lápida?

Hay una tabla. Era muy popular. Un verdadero personaje.

Él no mató al manco de La Boquilla.

Lo sé.

Yo estaba allí.

Sí. Mató a dos hombres en Galeana. Nadie sabe la razón. Ni siquiera trabajaban para el latifundio. Pero el hermano de uno era amigo de Pedro López.

El alguacil.

Sí. El alguacil.

Una vez lo había visto en las montañas, a él y a sus secuaces; los tres bajaban por la ladera de una sierra en el crepúsculo. El alguacil llevaba una espada corta en una vaina colgada del cinto. Quijada se retrepó y cruzó las piernas delante de él. La taza en el regazo. Ambos miraron el fuego. Como si alguna cosa se templase en él. Quijada levantó la taza en ademán de beber. Luego la bajó otra vez.

Está el latifundio de Babícora, dijo. Expresión del poder y la riqueza del señor Hearst. Y están los campesinos, siempre harapientos. ¿Quién cree usted que prevalecerá?

No lo sé.

Sus días están contados.

¿Habla del señor Hearst?

Sí.

¿Por qué trabaja usted para Babícora?

Porque me pagan.

¿Quién fue Socorro Rivera?

Quijada golpeó suavemente el borde de su taza con la sortija de oro que llevaba en un dedo. Socorro Rivera intentó organizar a los trabajadores contra el latifundio de Babícora. Hace cinco años lo mató la Guardia Blanca en el paraje de Las Varitas, a él y a otros dos hombres. Crecencio Macías y Manuel Jiménez.

Billy asintió.

El alma de México es muy antigua, dijo Quijada. Quien afirme conocerla es un mentiroso o un tonto. O las dos cosas. Ahora que los yanquis han vuelto a traicionarlos los mexicanos se enorgullecen de reivindicar su sangre india. Y muy especialmente la de los yaqui. Los yaqui tienen muy buena memoria.

Le creo. ¿Volvió a ver a mi hermano después de que hubiésemos partido con los caballos?

No.

¿Cómo ha sabido de él?

Era un hombre perseguido. No tenía adónde ir. Como era de esperar, Casares lo acogió. Uno acude al enemigo de sus enemigos.

Si solo tenía quince años. Quizá dieciséis.

Razón de más.

No puede decirse que cuidaran demasiado bien de él.

Él no quería que lo cuidaran. Lo que quería era pegar tiros. Lo que a uno lo hace buen enemigo también lo hace buen amigo.

Pero usted sigue trabajando para el señor Hearst.

En efecto.

Se volvió hacia Billy. Yo no soy mexicano, dijo. No debo lealtad a nadie. No tengo estas obligaciones. Tengo otras.

¿Usted lo habría matado?

¿A su hermano?

Sí.

Si hubiera llegado el caso. Sí.

Tal vez no debería haber aceptado su café.

Tal vez.

Siguieron sentados un buen rato. Finalmente Quijada se inclinó y examinó su taza. Su hermano tendría que haber regresado a casa, dijo.

Sí.

¿Por qué no lo hizo?

No lo sé. Quizá por la chica.

¿La chica no se habría ido con él?

Supongo que sí. Él no tenía lo que se dice una casa a la que volver.

Quizá fue usted el que debió de cuidar mejor de él.

No era tarea fácil. Usted mismo lo ha dicho.

Sí.

¿Qué dice el corrido?

Quijada sacudió la cabeza. El corrido lo dice todo y no dice nada. Yo oí la historia del güerito hace ya años. Antes incluso de que su hermano naciera.

Usted no cree que se refiera a él.

Sí, se refiere a él. El corrido cuenta lo que quiere contar. Habla de lo que mueve el mundo. El corrido es la historia de los pobres. No debe fidelidad a las verdades de la historia sino a las verdades de los hombres. Cuenta la historia del hombre solitario que todos somos. Cree que allí donde dos hombres se encuentran solo pueden pasar dos cosas y nada más. En el primer caso nace una mentira, y en el segundo la muerte.

Es como decir que la muerte es la verdad.

Sí. Así lo parece. Miró a Billy. Aunque el güerito de la canción fuese su hermano, él ya no es su hermano. Nadie puede reclamarlo.

Me propongo llevármelo conmigo.

No se lo permitirán.

¿A quién debo acudir?

No hay nadie a quien acudir.

Y si lo hubiera, ¿quién sería?

Podría recurrir a Dios. No hay otro.

Billy sacudió la cabeza. Se quedó contemplando su propio semblante oscuro que hacía guiñadas en el blanco círculo de la taza. Al cabo de un rato levantó la vista. Miró hacia la lumbre. ¿Usted cree en Dios?, dijo.

Quijada se encogió de hombros. Cuando tengo el día devoto, dijo.

Nadie puede decirle a uno qué va a ser de su vida, ¿verdad?

No.

Nunca es lo que uno esperaba.

Quijada asintió. Si la gente conociera la historia de sus vidas, ¿cuántos escogerían vivirlas La gente habla de lo que le reserva el futuro. Pero en el futuro no hay nada. El día nace de lo que ha habido antes. Hasta el mundo seguramente se sorprende al ver la forma en que aparece a diario. Incluso Dios, quizá.

Nosotros vinimos a buscar nuestros caballos. Mi hermano y yo. No creo que a él le importaran los caballos, pero fui demasiado tonto para darme cuenta. Yo no sabía nada de mi hermano. Pensaba que sí. Creo que él sabía mucho más de mí. Me gustaría llevármelo y enterrarlo en su propio país.

Quijada apuró su taza y la dejó sobre su regazo.

Veo que a usted no le parece muy buena idea.

Pienso que puede acarrearle problemas.

Pero no es eso todo lo que piensa.

No.

Usted cree que debe quedarse donde está.

Lo que creo es que los muertos no tienen nacionalidad.

No. Pero sus parientes sí.

Quijada no contestó. Al cabo de un rato cambió de postura. Se inclinó, puso boca arriba la taza de porcelana blanca, la sostuvo y la contempló. El mundo no tiene nombre, dijo. Los nombres de los cerros y las sierras y los desiertos solo existen en los mapas. Los nombramos para no extraviarnos. Y sin embargo empezamos a inventar esos nombres porque ya nos habíamos extraviado. El mundo no se pierde. Somos nosotros los que nos extraviamos. Y es debido a que esos nombres y esas coordenadas son invención nuestra que no pueden salvarnos. No pueden encontrar por nosotros el camino perdido. Su hermano está en el lugar que el mundo ha escogido para él. Está donde se supone que debe estar. No obstante, el lugar que ha encontrado es también el que ha elegido. Una suerte que no hay que despreciar.


Cielo gris, tierra gris. Cabalgó todo el día encorvado sobre su gacho y mojado caballo rumbo al norte, por el mantillo rojizo de las carreteras del interior. La lluvia hostigaba la carretera a merced del viento racheado y repiqueteaba sobre su gabán. Las huellas de los cascos rezumaban a su paso hasta cerrarse. Al atardecer oyó de nuevo a las grullas allá en lo alto, pasando sobre los nubarrones, equilibrando bajo sus alas la curvatura de la tierra, el clima de la tierra. Sus ojos metálicos fijos en los senderos que Dios ha escogido para ellas. Sus corazones colmados de esperanza.

Llegó por la tarde al pueblo de San Buenaventura y cabalgó por charcas de agua estancada más allá de la alameda con sus troncos pintados de blanco y la vieja iglesia blanca. Siguió por la vieja carretera de Gallego. Había dejado de llover y el agua chorreaba de los árboles de la alameda y de los canalones de las casas de adobe por delante de las que pasaba. La carretera ascendía entre cerros que se elevaban al este del pueblo, y un kilómetro y medio más arriba de este, en un terreno escalonado, se encontraba el cementerio.

Se desvió de la carretera, avanzó penosamente por el embarrado sendero y detuvo el caballo frente a la puerta de madera. El cementerio consistía en un amplio y desolado recinto situado en un campo lleno de losas sueltas y zarzas y rodeado por una tapia de adobe ya entonces en estado ruinoso. Se detuvo y echó un vistazo a aquella desolación. Se volvió y miró el caballo de carga y luego las nubes grises impulsadas por el viento y la luz de la tarde que flaqueaba por el oeste. Del desfiladero soplaba viento y Billy se apeó, bajó las riendas, cruzó la verja y echó a andar por el campo empedrado de guijarros. Un cuervo alzó el vuelo entre los helechos y se alejó en el viento graznando débilmente. Los dólmenes de arenisca roja que en medio de aquel páramo aparecían enhiestos entre lápidas y cruces bajas semejaban las ruinas lejanas de un enclave clásico rodeado por las montañas azules, los cerros más próximos.

En su mayor parte las tumbas no eran más que montones de piedras sin ninguna clase de señal. Algunas tenían una simple cruz de madera hecha con dos listones claveteados o unidos con alambre. Las piedras que había por todas partes en el suelo eran los restos esparcidos de aquellos montones, y a excepción de los pedestales de piedra roja el lugar parecía el camposanto que resulta de una batalla. Aparte del viento que susurraba entre la hierba hirsuta del yermo no se oía nada. Caminó por un incierto y angosto sendero que serpenteaba entre sepulturas, losas y lápidas sepulcrales ennegrecidas de liquen. No muy lejos vio un pilar de piedra rojiza en forma de tronco desmochado.

Su hermano estaba enterrado junto a la pared más meridional, bajo una cruz de tablas en la que con un clavo al rojo habían grabado las palabras Falleció el 24 de febrero de 1943 sus hermanos en armas le dedican este recuerdo D. E. P. Apoyado en la cruz había un oxidado aro de alambre que en otro tiempo había sido una corona de flores. No había nombre.

Billy se agachó y se quitó el sombrero. Hacia el sur, un montón de basura ardía en la humedad del ambiente y un humo negro se elevaba hacia el cielo encapotado. La desolación del lugar era exquisita.

Era ya de noche cuando volvió a Buenaventura. Desmontó frente a la puerta de la iglesia, entró y se quitó el sombrero. En el altar ardían unas pocas velas y a la fugitiva media luz una figura solitaria estaba arrodillada en actitud piadosa. Billy avanzó por la nave. Las baldosas sueltas del suelo se movían y crujían bajo sus botas. Se inclinó y tocó el brazo de la persona arrodillada. Señora, dijo.

La mujer alzó la cabeza, una cara morena y arrugada apenas visible entre los pliegues aún más oscuros de su rebozo.

¿Dónde está el sepulturero?

Muerto.

¿Quién es el encargado del cementerio?

Dios.

¿Dónde está el sacerdote?

Se fue.

Miró en torno a él el mortecino interior de la iglesia. La mujer parecía aguardar a que le hiciera otra pregunta, pero a Billy no se le ocurrió ninguna.

¿Qué quiere, joven?, preguntó.

Nada. Está bien. La miró. ¿Por quién está rezando?, dijo.

La mujer dijo que solo rezaba. Dijo que dejaba en manos de Dios a quien debían ser asignadas sus plegarias. Que rezaba por todos. Que rezaría por él.

Gracias.

No puedo hacer otra cosa.

Él asintió. Conocía bien a aquella vieja mujer de México, a sus hijos muertos hacía mucho en la sangre y la violencia que sus ruegos y su postración parecían incapaces de apaciguar. Su frágil silueta y su callada aflicción eran una constante en aquella tierra. Fuera de los muros de la iglesia la noche escondía un pavor milenario disfrazado con panoplia de plumas y escamas de peces majestuosos, y si bien todavía se alimentaba de los niños quién podía decir a qué desechos de la guerra, la tortura y la desesperación no habría puesto freno la perseverancia de la vieja señora, a qué horrendas historias contra las cuales, sin embargo, no contaba otra cosa a fin de cuentas que su menuda figura encorvada y mascullante, sus manos de bruja aferradas a un rosario de semillas. Inmóvil, austera, implacable. Como el Dios al que rezaba.

Cuando a primera hora de la mañana partió había dejado de llover, pero aún no había aclarado y el paisaje se veía gris bajo un cielo gris. Hacia el sur los picos pelados de la sierra del Nido surgían entre las nubes y volvían a ocultarse. Desmontó junto a la verja de madera, maneó el caballo de carga y cogió la pala que llevaba atada, montó nuevamente y enfiló el sendero entre los guijarros, con la pala al hombro.

Cuando llegó a las tumbas se apeó, y clavó la pala en el suelo, cogió sus guantes de la alforja, miró el cielo gris y por último desensilló el caballo, lo maneó y lo dejó paciendo entre las piedras. Luego se volvió y, en cuclillas, movió la frágil cruz de madera en su asimiento de piedras y la levantó. La pala era una herramienta primitiva encajada en un largo mango de paloverde y se veían las señales donde la espiga había sido martillada y la costura toscamente soldada en la fragua. Sopesó la pala, levantó otra vez la mirada al cielo y luego se inclinó y empezó a cavar el montón de piedras sueltas que cubría la tumba de su hermano.

La tarea le llevó mucho rato. Se quitó el sombrero y más tarde la camisa, que dejó sobre la tapia. Hacia mediodía, según calculó, había cavado unos noventa centímetros. Hincó la pala en la tierra y fue a donde había dejado la silla de montar y las alforjas y sacó su almuerzo de frijoles envueltos en tortillas y se sentó en la hierba a comer y beber agua de la cantimplora de cinc recubierta de lona. En toda la mañana no había pasado nadie por la carretera a excepción de un autobús, rechinando lentamente por la cuesta para perderse garganta arriba, en dirección a Gallego.

Por la tarde aparecieron tres perros y se sentaron entre las piedras a mirarlo. Él se agachó para coger una piedra, pero los perros bajaron la cabeza y desaparecieron entre unos helechos. Más tarde apareció un coche en la carretera del cementerio, se detuvo ante la verja y dos mujeres se acercaron por el sendero y continuaron hasta la esquina más occidental del camposanto. Al rato volvieron a pasar. El hombre que conducía el coche se sentó en la tapia a fumar. Miró a Billy, pero no dijo nada. Billy siguió cavando.

A media tarde la hoja chocó con la caja. Él había pensado que tal vez no hubiese ataúd. Siguió cavando. Para cuando tuvo casi limpia la tapa de la caja quedaba poca luz de día. Cavó a lo largo del costado de la caja y tanteó la madera buscando un agarradero, pero no encontró ninguno. Siguió cavando hasta que tuvo un extremo de la caja a la vista; para entonces empezaba a oscurecer. Clavó la pala en la tierra suelta y fue a buscar a Niño.

Ensilló el caballo, lo llevó del diestro hasta la tumba, bajó la cuerda de atar y después de doblarla y anudarla pasó el cabo libre en torno a la caja, empujando para ello con la hoja de la pala. Luego arrojó esta a un lado, le quitó los correajes al caballo y lo hizo avanzar despacio. La cuerda se puso tensa. Miró hacia atrás. Luego hizo avanzar un poco más al caballo. En el hoyo se produjo una amortiguada explosión de madera y la cuerda quedó floja. El caballo se detuvo.

Billy volvió a la tumba. La caja había caído y vio los restos de Boyd, vestido para su funeral entre las tablas rotas. Se sentó en la tierra. El sol se había puesto. El caballo esperaba al extremo de la cuerda. De repente sintió frío y se levantó, se llegó a la tapia, cogió su camisa, se la puso y volvió.

Podrías volver a meter toda esa tierra, dijo. No tardarías ni una hora.

Fue hasta las alforjas, sacó sus cerillas, volvió, encendió una y la sostuvo en alto sobre la tumba. La caja estaba en una posición precaria. Un olor a humedad, a bodega, subía de la tierra oscura. Apagó la cerilla y se acercó al caballo, deshizo el nudo de la cuerda y regresó mientras la arrollaba con la mano. En medio del crepúsculo azul y sin viento se quedó quieto con la cuerda arrollada y miró hacia el norte, donde las primeras estrellas brillaban bajo el cielo encapotado. Bueno, dijo. Puedes hacerlo.

Hizo pasar el cabo de la cuerda hasta soltarlo del ataúd y dejó la cuerda sobre el montón de tierra excavada. Luego cogió la pala y con la hoja separó una larga astilla de madera de una tabla rota y la golpeó contra la caja para que saltara la tierra floja y encendió un fósforo; la astilla prendió y él la apoyó oblicua en el suelo. Por último bajó a la sepultura e iluminado por la pálida y fluctuante luz empezó a apartar las tablas ayudándose con la pala y fue arrojándolas a un lado hasta que los despojos de su hermano quedaron a la vista, arreglado sobre una plataforma de trapos en putrefacción, perdido como de costumbre entre sus ropas.

Hizo pasar de nuevo el caballo por la verja, se apeó, divisó el caballo de carga más al sur, volvió a montar, fue por el animal y lo guió hasta la tumba. Desmontó, desató el petate y lo desplegó en el suelo y luego soltó la lona impermeable y la extendió. No soplaba viento y su improvisado cirio seguía encendido a un lado de la tumba. Bajó a la excavación, cogió a su hermano en brazos y lo izó. No pesaba nada. Arregló sus restos sobre el petate y los plegó para hacer un paquete que ató por los extremos con cordel mientras el caballo esperaba observándolo. De la carretera de grava le llegó el gemido de un camión cuyos faros subieron y barrieron lentamente el páramo y los pelados promontorios; luego el camión pasó dejando una pálida estela de polvo y se alejó rechinando hacia el este.

Para cuando hubo rellenado la tumba era casi medianoche. Niveló la tierra con sus botas y luego cogió la pala y volvió a echar encima las piedras sueltas; por último cogió la cruz que había dejado apoyada en la tapia, la fijó en las piedras y apiló más piedras alrededor para aguantarla. La antorcha de madera se había apagado hacía rato y Billy la cogió por el extremo carbonizado y la arrojó por encima de la tapia. Hizo otro tanto con la pala.

Levantó a Boyd, lo puso de través sobre la caja y arrolló las mantas de su petate y las colocó atravesadas sobre la grupa del caballo y lo sujetó todo por debajo. Después fue a buscar su sombrero, se lo puso, recogió la cantimplora, la colgó por la correa al borrén de la silla, montó y dio media vuelta. Así permaneció un minuto, echando una última ojeada. Luego volvió a apearse. Se acercó a la tumba, arrancó la cruz de madera, la llevó hasta el caballo de carga y la ató a las horquetas del lado izquierdo de las angarillas. Volvió a montar y llevando al caballo de carga de las riendas salió del cementerio por la verja y se puso en camino. Cuando llegó a la carretera asfaltada la cruzó y marchó a campo traviesa hacia la cuenca del Santa María, siempre con la estrella Polar a su derecha y volviéndose de vez en cuando para ver cómo iba el paquete que contenía los despojos de su hermano. Los pequeños zorros del desierto ladraban. Los pequeños dioses de aquel país seguían su rastro mientras avanzaba casi a oscuras. Quizá registrando su nombre en su viejo diario de cosas fútiles.

A las dos noches de cabalgada divisó las luces de Casas Grandes hacia el oeste y la pequeña ciudad fue menguando sobre el llano a medida que la dejaba atrás. Cruzó la vieja carretera que venía de Guzmán y Sabinal, llegó al río Casas Grandes y tomó el camino de sirga hacia el norte. En las primeras horas de la mañana, cuando aún no había clareado del todo, pasó por el pueblo de Corralitos, semiabandonado, medio en ruinas. Las casas del pueblo tenían troneras para defenderse de los desaparecidos apaches. Las desnudas escombreras oscuras y volcánicas se recortaban contra la línea del horizonte. Cruzó la vía del tren y como una hora más al norte cuatro hombres salieron decididos de un bosquecillo y detuvieron sus monturas en el camino delante de él.

Billy sofrenó el caballo. Los jinetes esperaron en silencio. Los oscuros animales que montaban levantaron los hocicos como para rastrearlo en el aire. Al otro lado de los árboles la forma lisa y brillante del río parecía un cuchillo. Billy miró detenidamente a los jinetes. No los había visto moverse, pero parecía que estaban más cerca. Estaban divididos en grupos de dos.

¿Qué lleva ahí?, preguntaron.

Los huesos de mi hermano.

Permanecieron callados. Uno de los hombres se separó de los otros y se adelantó a caballo. Por dos veces cruzó el camino. Cabalgando muy erguido, casi coqueto. Como en una doma siniestra. Detuvo su caballo prácticamente al alcance de la mano y se inclinó con los antebrazos cruzados sobre la perilla de su silla.

¿Huesos?, dijo.

Sí .

El sol empezaba a asomar detrás de él y su rostro era una sombra bajo el ala de su sombrero. Los otros jinetes eran figuras aún más oscuras. El jinete se irguió en su silla y miró hacia los otros. Luego se dirigió a Billy.

Ábralo, dijo.

No.

¿No?

Bajo el ala del sombrero apareció un destello blanco. Como si hubiera sonreído. Lo que había hecho era coger las riendas de su caballo con los dientes. El siguiente destello fue un cuchillo salido de algún lugar de su ropa que captó la luz al girar por un instante como un pez en el fondo de un río. Billy echó pie a tierra por el lado izquierdo de su caballo. El bandolero agarró la cuerda del caballo de carga pero este se repropió y bajó la grupa y el hombre espoleó a su caballo y dio un tajo a las cuerdas con su cuchillo mientras el caballo de carga se agitaba al extremo de la cuerda de guiar. Uno de sus compinches soltó una carcajada, y el hombre blasfemó, tiró del caballo de carga, ató de nuevo la cuerda de guiar al borrén de su silla y cuando tendió el brazo para cortar las cuerdas hizo caer la plataforma de huesos en el suelo.

Billy estaba intentando deshacer el nudo del faldón de la alforja a fin de sacar su pistola, pero Niño giró sobre sí mismo, piafó y dio varios pasos hacia atrás cabeceando. El bandolero desató y arrojó a tierra la cuerda de guiar y desmontó. El caballo de carga dio media vuelta y se alejó al trote. El hombre se inclinó sobre la forma amortajada que había en el suelo y descosió de un solo tajo cuerdas y petate de punta a punta y de una patada apartó la envoltura dejando al descubierto, en el gris de la luz, el flaco esqueleto de Boyd dentro de su holgada chaqueta con las manos cruzadas sobre el pecho, las manos resecas con los huesos impresos en la piel coriácea, yaciendo con la cara demacrada vuelta hacia el cielo y abrazado a sí mismo como frágil ser aterido en aquel amanecer indiferente.

Hijo de puta, dijo Billy. Hijo de puta.

¿Qué es esto?, dijo el hombre. ¿Un engaño?

Dio una patada a aquella cosa disecada. Se volvió cuchillo en mano.

¿Dónde está el dinero?

Las alforjas, dijo en voz alta uno de los jinetes. Billy había pasado bajo el cuello de Niño y trataba de alcanzar otra vez el faldón de la alforja por el lado izquierdo del caballo. El bandolero abrió de un tajo el petate que tenía a sus pies, lo apartó de un puntapié y lo pisoteó y luego de volverse agarró las riendas de Niño. Pero el caballo debió de vislumbrar que algo demoníaco se había desatado entre ellos pues se empinó y retrocedió, y al hacerlo pisoteó los restos de Boyd y se empinó de nuevo y escarbó la tierra y el bandolero perdió el equilibrio y una pezuña delantera le alcanzó el cinturón y se lo arrancó desgarrándole la parte delantera de los pantalones. El bandolero salió a gatas de debajo del caballo, blasfemó desesperado y trató de coger de nuevo las riendas que se balanceaban; los que estaban detrás rieron y antes de que nadie pudiera pensar que ocurriría cosa semejante hundió su cuchillo en el pecho del caballo.

El animal se detuvo y se quedó temblando. La punta de la hoja se había alojado en el esternón y el bandolero se echó hacia atrás y extendió las manos.

Maldito seas, dijo Billy. Cogió el caballo por el ahogadero, asió el mango del cuchillo y arrancó la hoja del pecho. Manó sangre, corrió sangre por el pecho del caballo. Billy se quitó el sombrero de un tirón, lo apretó contra la herida y lanzó una mirada feroz a los hombres que estaban montados. No se habían movido. Uno de ellos se inclinó, escupió e hizo un gesto con el mentón en dirección a los otros. Vámonos, dijo.

El bandolero estaba exigiendo a Billy que fuera a coger el cuchillo. Billy no respondió. Sostuvo el sombrero contra el pecho del animal y una vez más trató de alcanzar y abrir el bolsillo de la alforja, pero no pudo. El bandolero tendió el brazo, cogió las correas, hizo caer las alforjas al suelo y las sacó de debajo del caballo.

Vámonos, exclamó el jinete.

Pero el bandolero ya había encontrado la pistola y la sostuvo en alto enseñándosela a los otros. Vació las alforjas y esparció con el pie las pertenencias de Billy, la ropa de recambio, la cuchilla de afeitar. Cogió una camisa del suelo y la sostuvo en alto y luego se la echó al hombro y amartilló la pistola e hizo girar el cargador y bajó de nuevo el percutor. Pasó por encima del maltrecho cadáver desamortajado, apoyó el cañón del arma en la cabeza de Billy y le exigió el dinero. Billy notó cómo el sombrero se ponía caliente y pegajoso a causa de la sangre que manaba del pecho del caballo. La sangre traspasaba el fieltro y le corría por el brazo. Vete al infierno, dijo.

Vámonos, repitió el jinete. Tiró de las riendas hacia un costado.

El hombre de la pistola los miró. Tengo que encontrar el cuchillo, dijo en voz alta.

Desmontó la pistola e hizo ademán de metérsela por el cinturón, pero ya no tenía cinturón. Se volvió y miró aguas arriba donde el día asomaba más allá de los zarzales. El aliento de los caballos humeaba y se desvanecía. El jefe le dijo que fuese por su caballo. Le dijo que no necesitaba el cuchillo y que había matado un caballo sin venir a cuento.

Después se fueron. Billy permaneció aguantando el aplastado sombrero saturado de sangre y oyó los caballos cruzar el río a contracorriente y luego solo oyó el río y los primeros pájaros que despertaban en aquella región y su propia respiración y el caballo respirando con dificultad. Rodeó con el brazo el cuello de su caballo y notó cómo temblaba, y también que se apoyaba en él y tuvo miedo de que muriese y notó en el pecho del animal una desesperación casi idéntica a la suya.

Escurrió la sangre de su sombrero, se limpió la mano en el pantalón y bajó la silla de montar y la dejó en el camino junto al otro desastre y guió el caballo lentamente hacia el río cruzando los árboles y el guijarral. Notó el agua fría colársele dentro de las botas, y le habló a Niño y se inclinó para llenar el sombrero de agua y echársela por el pecho. El caballo exhalaba vapor en el aire frío y su respiración había empezado a sonar extraña y trabajosa. Tapó el agujero con la palma de la mano, pero la sangre le corrió entre los dedos. Se quitó la camisa, la dobló y la apretó contra el pecho del animal, pero la camisa se empapó enseguida con la sangre que seguía manando.

Había dejado las riendas a merced de la corriente y acarició al caballo y le habló y lo dejó esperando allí mientras él vadeaba hasta la orilla y cogía un puñado de arcilla mojada de debajo de las raíces de los sauces. Volvió junto a Niño, extendió la arcilla sobre la herida y la allanó con la palma de la mano. Enjuagó la camisa, la estrujó para sacarle el agua y la puso plegada sobre el emplasto de barro y esperó en medio de la luz grisácea del vapor que se elevaba del río. No sabía si la sangre dejaría de manar en algún momento, pero así fue, y al primer pálido vislumbre de sol por la llanura oriental el paisaje gris pareció aquietarse y aquietarse los pájaros y al sol del nuevo día los picos de las lejanas montañas que se elevaban al oeste más allá de la agreste cuenca del Bavispe surgieron del amanecer como un sueño del mundo. El caballo se volvió y apoyó en el hombro de Billy su larga cara huesuda.

Llevó el animal hasta la orilla y una vez en el camino lo puso de cara a la luz. Miró si tenía sangre en la boca, pero le pareció que no. Pobre Niño, dijo. Pobre Niño. Dejó la silla y las alforjas allá donde habían caído. Los petates pisoteados. El cuerpo de su hermano sesgado dentro de su envoltura y con un brazo amarillento saliendo de una manga. Caminó con el caballo pegado a él sin soltar la camisa que sostenía manchada de barro contra su pecho. Tenía las botas llenas de agua y estaba muerto de frío. Se encaminaron hacia un bosquecillo de caobos silvestres donde pudiera permanecer más o menos oculto por si algún grupo pasaba por el río; luego volvió y cogió la silla, las alforjas y el petate. Finalmente fue a buscar los restos de su hermano.

Los huesos parecían soldados entre sí únicamente por sus integumentos y la reseca envoltura externa del pellejo, pero curiosamente nada se soltó. Billy se arrodilló en el camino y volvió a doblarle los brazos inermes sobre el pecho, envolvió el cuerpo con el petate, arregló las cuerdas y ató los cabos para poder utilizar los trozos cortados. Cuando hubo concluido esta tarea el sol ya estaba alto y Billy cogió en brazos los restos de su hermano y los transportó hasta los árboles y los depositó en el suelo. Por último volvió andando al río, se lavó, estrujó su sombrero, lo llenó de agua y lo llevó adonde el caballo para que este bebiese. Niño no quiso beber. Yacía entre la hojarasca y la camisa yacía entre la hojarasca, el emplasto de arcilla había empezado a deshacerse y de la herida volvía a manar sangre formando un oscuro charco en los pequeños hoyos dentados de las hojas secas de caoba y Niño ni siquiera levantaba la cabeza.

Billy fue a buscar el caballo de carga pero no consiguió dar con él. Se llegó hasta el río, se acuclilló para aclarar la camisa y luego de ponérsela cogió otro puñado de arcilla de debajo de los sauces y volvió adonde el caballo e incrustó el barro nuevo sobre el viejo y se quedó sentado temblando entre la hojarasca, observando a Niño. Al rato volvió a bajar por el camino en busca del caballo de carga.

Tampoco esta vez consiguió encontrarlo. Cuando regresó al río recogió la cantimplora que estaba junto a la vereda y cogió su taza y su cuchilla de afeitar y regresó de los árboles. El caballo tiritaba entre las hojas y Billy estiró una manta del petate, la extendió sobre él y permaneció con la mano apoyada en su espaldilla. Al cabo de un rato se quedó dormido.

Despertó sobresaltado de un sueño sin esperanza. Inclinado sobre el caballo que respiraba sosegadamente entre la hojarasca miró al sol para calcular la hora. Tenía la camisa casi seca y se desabrochó el bolsillo y sacó su dinero y lo puso a secar. Luego cogió la caja de cerillas de madera que guardaba en la alforja y también las puso a secar. Bajó por el camino hasta el lugar donde había tenido lugar la emboscada y buscó en el chaparral hasta que dio con el cuchillo. Era un anticuado puñal de doble filo amolado a partir de un cuchillo militar de escaso valor. Lo limpió en los pantalones, volvió y lo guardó con el resto de sus pertenencias. Luego fue a donde había dejado el cuerpo de Boyd. Una columna de hormigas rojas había localizado los restos y Billy se agachó en la hojarasca y las miró; luego se incorporó, las pisoteó, recogió el petate, se lo llevó para dejarlo en la horqueta de un árbol y fue a sentarse al lado del caballo.

No pasó nadie en todo el día. Por la tarde fue una vez más en busca del otro caballo. Pensó que quizá habría ido aguas arriba o que se lo habrían llevado los bandoleros, pero el caso es que nunca más volvió a verlo. Al anochecer las cerillas estaban secas y encendió un fuego y puso unos frijoles a cocer y se sentó frente a la lumbre y escuchó correr el río en la oscuridad. La luna color de algodón que durante el día había estado en el este salió allá en lo alto y él se quedó tumbado sobre las mantas vigilando si algún pájaro pasaba por delante de la luna camino del norte, pero si alguno pasó no pudo verlo, y al cabo de un rato se durmió.

De noche mientras dormía Boyd se acercaba y se acuclillaba junto a las ascuas del fuego como había hecho centenares de veces y sonreía con su dulce sonrisa que no era del todo cínica y se quitaba el sombrero y lo sostenía ante él y lo miraba. En el sueño Billy sabía que Boyd estaba muerto y que el asunto de su fallecimiento debía ser enfocado con cierta cautela, pues lo que en vida era circunspecto debía serlo doblemente en la muerte y él no tenía forma de saber qué palabra o qué gesto podían sustraerlo de nuevo a aquella nada de la cual había venido. Cuando por fin se decidía a preguntarle qué se sentía estando muerto Boyd sonreía y miraba hacia otro lado y no respondía. Hablaban de otras cosas y él procuraba no despertar del sueño, pero el espectro se difuminaba y se desvanecía. Entonces despertó y se quedó contemplando las estrellas a través del zarzal de ramas de los árboles e intentó dilucidar qué sitio podía ser aquel donde se encontraba Boyd, pero Boyd estaba muerto y hecho una piltrafa envuelto en el petate aguas arriba entre los árboles, y Billy bajó la cara y se echó a llorar.

Por la mañana lo despertaron los gritos de unos arrieros y el crujir de látigos y unos cánticos vehementes en el bosque que había río abajo. Se calzó las botas y se acercó a Niño, que yacía entre la hojarasca. La manta que había temido encontrar rígida y fría subía y bajaba con la respiración del caballo, que lo miró con un ojo cuando él se arrodilló a su lado. Un ojo en el que aparecían ahuecados el cielo y los árboles y su propia cara al acercarse. Billy puso la mano sobre el pecho del animal donde el barro se había apelmazado y agrietado. El pelo estaba tieso y cerdoso debido a que la sangre se había secado. Acarició la musculosa paletilla y le habló en voz baja y el caballo espiró lentamente por los ollares.

Fue otra vez a buscar agua con el sombrero pero Niño no podía beber sin levantarse. Billy se sentó, le humedeció la boca con la mano y escuchó a los arrieros acercarse por el camino; al cabo de un rato se levantó y salió a buscarlos.

Aparecieron entre los árboles con una yunta de seis bueyes uncidos y ataviados con ropas que él jamás había visto. Debían de ser indios o gitanos por los vivos colores de sus camisas y los ceñidores que llevaban puestos. Conducían los bueyes con fustas de yóquey y los bueyes se afanaban y balanceaban en sus arreos y su aliento humeaba en el aire frío de la mañana. Detrás de ellos, sobre una balsa casera hecha de maderos recién aserrados y transportado sobre ejes viejos de camión, iba un aeroplano. Era un modelo muy antiguo; estaba desmontado y las alas sujetas mediante cuerdas al fuselaje. El timón de dirección encajado en su aleta iba de acá para allá con pequeños movimientos erráticos a merced de las sacudidas de la balsa, como si estuviera haciendo correcciones de la trayectoria, y los bueyes se balanceaban de mala manera en sus arneses y los mal emparejados neumáticos de caucho se arrugaban ligeramente sobre las piedras y entre la maleza que crecía a los lados del angosto sendero.

Los boyeros al verlo levantaron la mano y lo saludaron. Casi como si hubieran estado esperando topar de un momento a otro con él. Lucían collares y brazaletes de plata y algunos llevaban aretes de oro en las orejas y lo llamaron a voces y señalaron aguas arriba un trecho llano y herboso en el recodo del río, donde se detendrían y podrían hablar. El avión no era mucho más que un esqueleto con jirones descoloridos de tela del color del ruibarbo estofado pegadas a las costillas de fresno curvadas al vapor, y dentro podían verse los alambres y cables que corrían a popa hasta los timones de dirección y profundidad y el resquebrajado, abarquillado y descolorido cuero de los asientos, y en sus opacos engastes de níquel el cristal de las esferas de instrumentos que las arenas del desierto habían pulido hasta volverlos glauco y turbio. Los montantes de las alas iban atados en paquetes, las aletas de la hélice dobladas hacia atrás a lo largo de la cubierta del motor y las riostras de aterrizaje plegadas bajo el fuselaje.

Pasaron de largo y se detuvieron en el llano, dejaron al más joven al cuidado de los animales y luego volvieron a bajar por el camino liando cigarrillos y pasándose a modo de encendedor un cartucho vacío del calibre 50 en el que ardía un trozo de estopa. Eran gitanos de Durango y lo primero que preguntaron fue qué le pasaba al caballo.

Respondió que el caballo estaba herido, según creía de gravedad. Uno de los gitanos preguntó cuándo había ocurrido aquello y él dijo que el día anterior. El hombre mandó a uno de los jóvenes a la balsa y unos minutos después volvió con una vieja mochila de lona. Luego se dirigieron todos entre los árboles a ver al caballo.

El gitano se arrodilló en la hojarasca y lo primero que miró fue los ojos del animal. Después retiró con la punta de los dedos el barro agrietado que cubría el pecho del caballo y examinó la herida. Miró a Billy.

Herida de cuchillo, dijo Billy.

El gitano no alteró la expresión de su cara ni apartó los ojos de Billy. Billy miró a los otros. Estaban en cuclillas en torno a Niño. Pensó que si el caballo moría tal vez se lo comerían. Dijo que un demente de una banda de cuatro ladrones había agredido al caballo. El hombre asintió. Se pasó la mano por el mentón. No volvió a mirar al caballo. Le preguntó a Billy si deseaba venderlo y Billy supo por primera vez que el caballo iba a vivir.

Se quedaron en cuclillas, mirándolo. Él miró al boyero. Dijo que el caballo había pertenecido a su padre y que no podía desprenderse de él, y el hombre asintió y abrió la mochila.

Porfirio, dijo. Trae agua.

Miró por entre los árboles hacia el campamento de Billy, donde una ligera espiral de humo aparecía inmóvil como una soga en el aire matutino. Le dijo al otro hombre que pusiera a hervir el agua y luego miró otra vez a Billy. Con su permiso, dijo.

Por supuesto.

Ladrones.

Sí. Ladrones.

El boyero miró al caballo. Señaló con la barbilla hacia el árbol junto al cual estaban guardados los restos de Boyd.

¿Qué tiene ahí?, preguntó.

Los huesos de mi hermano.

Huesos, dijo el gitano. Se volvió y miró en dirección al río, hacia donde había ido su hombre con el cubo. Los otros tres seguían agachados a la espera. Rafael, dijo. Leña. Se volvió hacia Billy y sonrió. Echó un vistazo a la pequeña arboleda y se puso la palma de la mano en la mejilla como quien acaba de recordar que ha olvidado alguna cosa. En un índice llevaba un afiligranado anillo de oro y piedras preciosas y del cuello le colgaba una cadena dorada. Sonrió de nuevo e indicó por gestos que fueran hacia la lumbre.

Cogieron leña, avivaron el fuego y fueron a buscar piedras para hacer un trípode sobre el cual pusieron a hervir el cubo con agua. Dentro del cubo había en remojo varios puñados de pequeñas hojas verdes y el aguador había cubierto el cubo con lo que a primera vista parecía un viejo platillo musical metálico. Todos se sentaron en torno al fuego y contemplaron el cubo, cuyo contenido al cabo de un rato empezó a humear entre las llamas.

El que se llamaba Rafael levantó la tapa con un palo, la dejó a un lado y removió la espuma verde y volvió a poner la tapa. Un caldo de color verde claro se escurrió por los costados del balde y siseó en el fuego. El jefe de los boyeros liaba un cigarrillo. Pasó la petaca de tela al hombre que tenía al lado y se inclinó para coger una rama del fuego y con la cabeza ladeada encendió con ella el cigarrillo y luego devolvió la rama a las brasas. Billy le preguntó si no temía a los ladrones que merodeaban en aquella región, pero el hombre se limitó a decir que los ladrones eran muy reacios a meterse con los gitanos pues ellos también eran gente que vivía en el camino.

¿Y adónde van con el aeroplano?, preguntó Billy.

El gitano señaló con el mentón. Al norte, dijo.

Fumaron. Del cubo seguía saliendo humo. El gitano sonrió.

Con respecto al aeroplano, dijo, hay tres historias. ¿Cuál quiere oír?

Billy sonrió. Dijo que puesto a escoger prefería la verdadera.

El gitano apretó los labios. Parecía meditar sobre la plausibilidad de su elección. Finalmente dijo que era preciso aclarar que existían dos aeroplanos como aquel, ambos pilotados por jóvenes americanos y ambos perdidos en las montañas en el catastrófico verano de 1915.

Dio una intensa calada a su cigarrillo y expulsó el humo hacia el fuego. Algunos hechos eran conocidos, dijo. Había puntos de mutuo interés y por ahí se podía empezar. Ese aeroplano se había posado en las peladas montañas de Sonora y el viento y la arena que estas levantaban lo habían despojado de su tela original y los indios que pasaban habían forzado la placa metálica de registro del panel de instrumentos y se la habían llevado como amuleto; el aparato había languidecido en aquel terreno agreste extraviado, sin dueño y, de hecho, sin nadie que lo reclamara durante casi treinta años. Hasta ahí la historia era una sola. Tanto si había un avión como si había dos. Se hablara de uno o de otro, eran el mismo.

Dio una calada a la colilla sosteniéndola entre el pulgar y el índice, entrecerrado un ojo oscurecido por el humo que subía en el aire inmóvil hacia su nariz. Finalmente Billy le preguntó si importaba algo de qué avión se trataba, puesto que no había diferencias que reseñar. El gitano asintió. Parecía aprobar la pregunta, aunque no respondió. Dijo que el padre del difunto piloto había concertado el traslado del aeroplano a un lugar próximo a la frontera, al este de Palomas. Había enviado a un agente suyo a la localidad de Madera -pueblo que usted conoce- y que dicho agente era también la clase de hombre que podía formular una pregunta similar.

Sonrió. Fumó hasta que el cigarrillo quedó reducido a ceniza y dejó caer la ceniza al fuego y después exhaló lentamente el humo. Se lamió el pulgar y se lo limpió en la rodillera del pantalón. Dijo que para la gente que vivía en el camino la realidad de las cosas siempre era importante. Dijo que el estratega no confundía sus estratagemas con la realidad del mundo pues ¿qué sería de él entonces? El mentiroso debe, en primer lugar, saber la verdad, dijo. ¿De acuerdo?

Hizo un gesto con la cabeza en dirección al fuego. El aguador se levantó, empujó las brasas con un palo, arrimó más leña bajo el cubo y volvió a su sitio. El gitano esperó a que hubiera terminado. Luego continuó, diciendo que la identidad del pequeño biplano de lona carecía de significado fuera de su historia, y añadió que era debido a que a aquel maltrecho aparato se le conocía un hermano en la misma condición que había suscitado la cuestión de la identidad. Dijo que los hombres suponen que la verdad de una cosa radica en la cosa misma, sin tomar en consideración las opiniones de quienes la observan, en tanto que lo fraudulento se toma por tal no importa la fidelidad con que pueda reproducir la apariencia requerida. Si el aeroplano cuyo traslado y envío a la frontera ha pagado su cliente no fuese en realidad el aparato en que ha muerto el hijo del cliente, entonces su gran parecido con ese aparato difícilmente puede tenerse como algo a su favor, sino que es más bien un nuevo giro en la urdimbre del mundo para engaño de los hombres. ¿Dónde está pues la verdad de todo esto? La veneración ligada a los artefactos de la historia es algo que los hombres sienten. Podría decirse incluso que lo que dota a cualquier cosa de significado es únicamente la historia en que esa cosa ha tomado parte. Pero ¿en qué consiste esa historia?

El gitano dirigió la mirada río arriba, hacia donde estaba el aeroplano. Pareció meditar sobre su forma allá entre los árboles. Como si aquella estructura primitiva contuviese cierto mensaje no descifrado aún sobre las campañas de la revolución, la estrategia de Ángeles, las tácticas de Villa. ¿Y para qué lo quiere el cliente?, dijo. Si después de todo no es más que el ataúd de su hijo.

Nadie respondió. Al rato el gitano continuó hablando. Dijo que al principio había pensado que el cliente solo deseaba conservar el avión a modo de recordatorio. Él, los restos de cuyo hijo hacía tiempo estaban esparcidos por la sierra. Lo que pensaba ahora era distinto. Dijo que mientras el aeroplano estuviese en aquellas montañas su historia no tendría ningún cabo suelto. Estaba suspendida en el tiempo. Su presencia en las montañas era lo único que contaba, una sola imagen congelada a la vista de todos. El cliente pensaba, y con razón, que si podía sacar aquellos restos de donde estaban, año tras año, soportando lluvia, nieve y sol, entonces, y solo entonces, podría sangrarlos de su poder para adueñarse de sus sueños. El gitano hizo un lento y suave ademán con la mano. La historia del hijo termina en las montañas, dijo. Por allá queda su realidad.

Sacudió la cabeza. Dijo que a menudo la tarea más simple resulta la más complicada. Dijo que de cualquier forma aquel regalo de las montañas no tenía capacidad para sosegar el corazón de un hombre mayor porque una vez más su viaje quedaría aplazado sin que nada cambiara. Y alguien tendría que plantear la identidad del aeroplano, cosa que allá en las montañas no podía plantearse. Eso era forzar una decisión. Se trataba de un problema arduo. Y, como suele ocurrir, Dios finalmente había decidido intervenir y arreglar las cosas por sí mismo. Pues al final los dos aeroplanos fueron bajados de las montañas y uno estaba en el río Papigochic y el otro lo tenían delante. Como puede ver.

Esperaron. Rafael se levantó otra vez, avivó el fuego, levantó la tapa del cubo, removió la humeante sopa y colocó de nuevo la tapa. Entretanto, el gitano había liado otro cigarrillo y lo había encendido. Reflexionó sobre cómo continuar su relato.

El pueblo de Madera. Un extraño y manchado mapa impreso en papel de mala calidad a punto de romperse ya por los dobleces. Una saca de banco llena de pesos de plata. Dos hombres que se conocen casi por casualidad, ninguno de los cuales se fiará del otro. El gitano afinó los labios para esbozar lo que no podía llamarse una sonrisa. Dijo que donde hay pocas expectativas raras son las decepciones. Un otoño de hacía dos años habían ido a las montañas y habían construido un trineo con ramas de árbol, y por este medio de transporte habían llevado los restos hasta el borde del gran desfiladero del río Papigochic. Allí pensaban bajar el aparato hasta el río valiéndose de cuerdas y tornos, y construir luego una balsa con que llevar el esqueleto, las alas y los montantes hasta el puente que cruza la carretera de Mesa Tres Ríos y desde allí por tierra hasta la frontera al oeste de Palomas. La nieve lo obligó a marcharse de las montañas antes de que alcanzasen el río.

Los otros hombres de en torno a la pálida fogata diurna parecieron poner mucha atención a sus palabras. Como si se hubieran apuntado a aquella aventura muy recientemente. El gitano hablaba despacio. Describió la región en que el aeroplano se había estrellado. Lo agreste de la misma y las vegas herbosas y los profundos barrancos donde los días eran tan breves como en los polos, barrancos en cuyos lechos un río caudaloso no parecía más que un trozo de cordel. Dejaron la región y en primavera regresaron de nuevo. No les quedaba dinero. Una vidente trató de advertirles que no fueran. Una de su misma raza. Él había sopesado las palabras de la mujer, pero sabía cosas que ella ignoraba. Que si un sueño puede predecir el futuro también puede frustrarlo. Pues Dios no permite que sepamos lo que está por venir. Dios no está obligado a hacer que el mundo siga precisamente ese curso y aquellos que por un sortilegio o un sueño pudieran acabar penetrando el velo que se cierne sobre todo lo que está ante su vista, por culpa de esa misma visión podrían servir para que Dios arranque el mundo de su rumbo cambiando completamente su curso y entonces ¿dónde queda el hechicero?, ¿dónde el soñador y su sueño? Hizo una pausa para que todos pudieran meditar sobre esto. Para que también él pudiera reflexionar. Luego prosiguió. Habló del frío que hacía en las montañas. Ilustró el terreno nombrando aves y otros animales. Loros. Tigres. Hombres de otra era viviendo en cavernas de una región tan remota que el mundo había pasado por alto matarlos. Los tarahumaras medio desnudos al borde mismo de la abrupta pared rocosa del vacío mientras el fuselaje y las alas del avión destrozado pendían en el azul y se empequeñecían y giraban lentamente en el abismo cada vez más profundo del barranco, silenciosos e insonoros, y mucho más abajo las formas de unos buitres describiendo lentas espirales como partículas de ceniza en una corriente ascendente.

Les habló de los rápidos en el río y de las grandes rocas que había en el desfiladero y de la lluvia en las montañas por la noche y del río que al pasar por las gargantas aullaba como un tren y de la lluvia que había caído a cántaros en aquella definitiva separación de la corteza terrestre y hacía chisporrotear sus lumbres de madera de acarreo y la roca maciza a través de la cual el agua pasaba rugiendo se estremecía como una mujer y si hablaban no podían oírse debido al ruido espantoso de aquel mundo infernal.

Pasaron nueve días en el desfiladero sin que parara de llover y el río creció hasta que finalmente siete de ellos quedaron encajonados en lo alto de una hendidura como ratones de campo buscando refugio, sin comida y sin poder encender un fuego y toda la garganta temblando como si el propio mundo fuera a abrirse bajo sus pies y tragárselos a todos, y por la noche apostaron vigías hasta que fue él mismo quien preguntó qué vigilaban y en caso de que llegara ¿qué?

El platillo de cobre que tapaba el cubo se levantó ligeramente y por uno de los lados dejó escapar una espuma verde que corrió cubo abajo y el platillo volvió a caer sin ruido. El gitano tendió el brazo y con aire pensativo arrojó la ceniza del cigarrillo a las brasas.

Nueve días y nueve noches. Sin comida. Sin fuego. Sin nada. El río crecía y tuvieron que atar la balsa con las cuerdas del torno y después con enredaderas, y el río creció y acabó llevándose la balsa y no se pudo hacer nada de nada y la lluvia siguió cayendo. Primero arrastró las alas. En la oscuridad rugiente él y sus hombres se colgaron de las rocas como simios cercados y lanzaron mudos gritos en medio del vórtice y su primo Macio bajó para asegurar el fuselaje, aunque nadie sabía de qué les serviría sin las alas y el propio Macio estuvo a punto de ser arrastrado por la corriente. La mañana del décimo día dejó de llover. Avanzaron penosamente entre las rocas a la luz grisácea del alba pero todo rastro de su aventura había desaparecido con la inundación como si no hubiera existido jamás. El río siguió creciendo y a la mañana siguiente, mientras contemplaban allá abajo la hipnótica cañada, un ahogado bajó como una bala de la catarata cual enorme pez exangüe y giró una vez boca abajo en la espuma del remolino como si estuviera buscando alguna cosa en el lecho del río y luego fue succionado por la corriente y continuó su viaje. A juzgar por su aspecto ya había recorrido un largo trecho, pues había perdido la ropa y gran parte de la piel y de su paso por las piedras del río tan solo le quedaba una leve pelusilla en lo alto del cráneo. Al girar en la espuma se había movido flácido y descoyuntado como si no tuviera huesos en el cuerpo. Como un íncubo o un maniquí. Pero cuando pasó a su altura los gitanos vieron como en una revelación eso de que están hechos los hombres y que habría sido preferible que no vieran. Vieron huesos y ligamentos y también sus costillas flotantes y a través de la piel escoriada las formas más oscuras de los órganos de dentro. Giró sobre sí mismo y ganó velocidad y luego salió disparado por la rugiente cañada como si río abajo tuviera cosas urgentes que hacer.

El gitano dejó escapar el aire entre los dientes. Estudió el fuego.

¿Y qué pasó entonces?, preguntó Billy.

El hombre sacudió la cabeza. Como si recordar supusiera un gran esfuerzo para él. Finalmente consiguieron trepar por la garganta y salir de las montañas. Llegaron a Sahuaripa y allí esperaron hasta que por fin, por la casi impracticable carretera de Divisaderos, apareció zumbando un camión en la caja del cual viajaron durante cuatro días, con palas sobre las rodillas, embarrados de pies a cabeza, apeándose innumerables veces para cavar en la inmundicia como convictos mientras el conductor les gritaba desde la cabina para luego proseguir su renqueante camino. Rumbo a Bacanora. Rumbo a Tonichi. De nuevo al norte saliendo de Nuri hacia San Nicolás y Yécora y luego por las montañas hasta Temosachic y Madera, donde el hombre con quien habían firmado un contrato les exigió la devolución del dinero que les había adelantado.

El gitano arrojó la colilla a la lumbre, cruzó las piernas, las atrajo hacia él con las manos y se quedó mirando las llamas inclinado hacia delante. Billy preguntó si el aeroplano había sido localizado y él respondió que no, puesto que no había nada que encontrar. Entonces Billy preguntó que por qué habían regresado a Madera y el hombre meditó la respuesta. Por último dijo que a su juicio no era una casualidad el que hubiera conocido al hombre que lo había contratado para ir a las montañas, ni era la casualidad la que había enviado las lluvias y hecho desbordar el Papigochic. Siguieron sentados. El que vigilaba el cubo se puso de pie por tercera vez, removió el contenido y lo puso a enfriar. Billy miró las caras solemnes de los hombres en torno a la lumbre. La osamenta bajo la tez olivácea. Nómadas del mundo. Estaban ligeramente agachados en aquel círculo, a un tiempo incoercibles y vigilantes. No tenían relación de propiedad con nada, apenas con el espacio que ocupaban. De sus vidas precedentes habían llegado a la misma interpretación que antes que ellos sus padres. Que el movimiento es en sí mismo una forma de propiedad. Los miró y dijo que el aeroplano que transportaban ahora hacia el norte por la carretera era, por tanto, un aeroplano diferente.

Todos los ojos negros se volvieron hacia el jefe del pequeño clan. Él permaneció por un buen rato como estaba. Reinaba la calma. En la carretera uno de los bueyes empezó a mear ruidosamente. Por fin el gitano dio voz a sus pensamientos y dijo que según él el destino había intervenido por sus propias y buenas razones. Dijo que el destino podía tomar parte en los asuntos humanos para oponerse a ellos o desbaratarlos, pero decir que el destino podía negar la verdad y sostener lo falso podría dar una visión contradictoria de las cosas. Una cosa era hablar de una voluntad en el mundo que iba en contra de la propia voluntad y otra muy distinta afirmar que esa voluntad iba en contra de la verdad, pues entonces nada en este mundo tendría sentido. Billy preguntó entonces si su teoría era que el falso aeroplano había sido arrebatado por Dios a fin de singularizar lo verdadero, y el gitano dijo que no. Cuando Billy dijo que había creído entender por sus palabras que había sido Dios quien en última instancia había decidido en lo concerniente a los dos aeroplanos, el gitano dijo que así lo creía él pero que no pensaba que esa acción la hubiera dedicado Dios a nadie en particular. Dijo que no era supersticioso. Los gitanos escucharon todo aquello y luego se volvieron hacia Billy para ver qué respondía. Billy dijo que a su modo de ver los transportistas no consideraban la identidad del aeroplano una cosa de gran importancia, pero el gitano lo miró fijamente con sus ojos oscuros y atribulados. Dijo que sí tenía importancia y que, de hecho, esa identidad era el tema principal de su investigación. Desde cierta perspectiva uno incluso podía aventurarse a decir que el gran problema del mundo era que lo que sobrevivía siempre era citado como prueba fehaciente en relación con hechos pasados. Una falsa autoridad revestía aquello que perduraba, como si esos artefactos del pasado hubiesen logrado soportar el paso del tiempo por voluntad propia. Pero el testigo no consiguió sobrevivir al testimonio. Lo que prevaleció en el mundo resultante nunca pudo hablar en nombre de lo que pereció sino tan solo exhibir su propia arrogancia. Se pretendía símbolo y recapitulación del mundo desaparecido pero no era una cosa ni la otra. Dijo que en el fondo el pasado era poco más que un sueño, y que el hombre había exagerado mucho su fuerza. Pues cada día el mundo nacía de nuevo y solo el apego de los hombres a sus gastadas cáscaras podía hacer del mundo una cáscara más.

Y la cáscara no es la cosa, dijo. Se le parecía. Pero no lo era.

¿Y la tercera historia?, preguntó Billy.

La tercera historia, dijo el gitano, es esta. Porque en definitiva la verdad no puede estar en otro lugar distinto del que habla, dijo. Extendió las manos ante él y se miró las palmas. Como si hubieran estado ocupadas en alguna cosa que él no hubiese determinado. El pasado, dijo, es una eterna discusión entre contrademandantes. Los recuerdos se borran con los años. Nuestras imágenes no tienen depositario. Los seres queridos que nos visitan en sueños son desconocidos. Incluso ver correctamente requiere un esfuerzo. Buscamos un testigo, pero el mundo no nos lo proporciona. Esta es la tercera historia. Es la historia que cada hombre hace por separado a partir de lo que le queda. Restos de un accidente. Unos huesos. Las palabras de los muertos. ¿Cómo crear un mundo de esto? ¿Cómo vivir en él una vez construido?

Miró el cubo. El vapor había dejado de elevarse y el gitano asintió y se puso de pie. Rafael se levantó, cogió la mochila, se la colgó de un hombro y fue a coger el balde. Todos siguieron al gitano a través del bosque hasta donde estaba Niño, y una vez allí uno de los hombres se arrodilló y levantó del suelo la cabeza del caballo mientras Rafael sacaba de la bolsa un embudo de cuero y un trozo de manguera de goma y agarraron la boca del caballo y se la abrieron mientras él daba grasa a la manguera y la introducía por el esófago del animal y encajaba el embudo en el extremo de fuera y luego, sin más ceremonias, echaban en el embudo el contenido del cubo.

Cuando hubieron terminado el gitano volvió a limpiar la sangre seca que cubría el pecho del caballo y después de examinar la herida espolvoreó por encima dos puñados de las hojas cocidas que había en el fondo del cubo e hizo con ellas un emplasto que apelotonó sobre la herida y luego lo aseguró mediante tela de arpillera y ató con cordel a la nuca del caballo y a las patas delanteras. Después se levantó, retrocedió un par de pasos y se quedó mirando al animal durante largo rato en actitud reflexiva. El caballo tenía un aspecto ciertamente extraño. Levantó un poco la cabeza, los miró de soslayo y luego resolló y estiró el cuello entre la hojarasca, y allí se quedó. Bueno, dijo el gitano. Miró a Billy y sonrió.

De pie en la carretera el gitano se bajó el ala del sombrero, se ajustó bajo la barbilla el trozo de hueso de ave que usaba a modo de fiador y miró los bueyes y la balsa y el aeroplano. Desvió la mirada hacia donde el petate que contenía el cuerpo de Boyd estaba calzado en las ramas bajas del tascate. Miró a Billy.

Lo llevo de vuelta a mi país, dijo Billy.

El gitano sonrió otra vez y miró hacia el norte por la carretera. Otros huesos, dijo. Otros hermanos. Dijo que de niño había viajado mucho por la tierra del gabacho. Dijo que había acompañado a su padre por las calles de ciudades de Occidente recogiendo chatarra y trastos viejos que luego vendían. Dijo que a veces encontraban viejas fotografías y daguerrotipos dentro de una caja o un baúl. Aquellos retratos únicamente tenían valor para los vivos que habían conocido a los retratados, y con el paso de los años de estos últimos no quedaba ninguno. Pero a su padre, que era gitano y tenía mente de gitano, le gustaba colgar aquellos descoloridos retratos mediante pinzas de la ropa en las barras superiores de la carreta. Y allí se quedaban. Nadie preguntó nunca por ellos. Nadie quiso comprarlos. Al poco tiempo el muchacho interpretó que se trataba de una historia aleccionadora y empezó a escrutar aquellos rostros de color sepia en busca de algún secreto que pudieran divulgar de cuando eran mortales. Los rostros acabaron resultándole muy familiares. A juzgar por la indumentaria llevaban muertos muchos años y el chico los contemplaba posando sentados en los escalones de un porche, o en sillas en medio de un patio. Todo el pasado y todo el futuro y todos los sueños por nacer aparecían cauterizados en aquella fugaz aprehensión de luz en el interior de la cámara. Escudriñó aquellas caras. Miradas de vago descontento. Miradas de arrepentimiento. Quizá el germen de cierta acritud ante cosas que, de hecho, aún no existían y que, sin embargo, ya eran agua pasada.

Su padre le decía que los payos eran gente impenetrable, y así se lo pareció a él también. Dentro y fuera de toda descripción. Las fotografías que colgaban de las riostras se convirtieron en una forma de interrogante que el mundo le planteaba. Presentía en ellas cierto poder, y dedujo que los payos las consideraban de mal agüero, pues apenas las miraban, pero la verdad era aún más siniestra, como suele ocurrir con la verdad.

Lo que acabó comprendiendo fue que así como los parientes que aparecían en aquellas difuminadas instantáneas carecían de valor alguno excepto en el corazón de otra persona, así ocurría también con ese corazón en el de otro en un desgaste horrible e interminable, y no existía valor de ninguna otra clase. Cada representación era, por sí sola, un ídolo. Cada retrato una herejía. En sus imágenes habían creído alcanzar cierta inmortalidad, pero nada puede mitigar el olvido. Eso era lo que su padre intentaba decirle, y por esa razón vivían en el camino. Ese era el porqué de los amarillentos daguerrotipos que se balanceaban en las riostras de la carreta de su padre.

El gitano dijo que los viajes en que estaba involucrada la compañía de los muertos eran famosos por su dificultad, pero que en realidad todo viaje tenía esa comparsa. Dijo que en su opinión era una temeridad pensar que los muertos no tienen poder para actuar en el mundo, pues su poder es grande y a menudo su influencia es de mucho peso precisamente en quienes sospechan que es insignificante. Dijo que lo que los hombres no comprenden es que los muertos no han abandonado un mundo sino meramente la imagen del mundo que el hombre tiene en su corazón. Dijo que el mundo no puede ser abandonado puesto que, sea en la forma que sea, es eterno, como lo son todas las cosas que contiene. En aquellos rostros que ya para siempre serán anónimos entre sus anticuados enseres está escrito un mensaje que nadie puede pronunciar, pues el tiempo asesinaría al mensajero antes de que este pudiera llegar a destino.

Sonrió. Creemos ser víctimas del tiempo, dijo. En realidad el mundo sigue un camino que no está fijado en ningún lugar. ¿Cómo iba a estarlo? Nosotros mismos somos nuestro propio viaje. Y por eso también somos el tiempo. Somos como el tiempo. Huidizos. Inescrutables. Despiadados.

Se dirigió a los demás en caló y uno de ellos cogió un látigo largo que estaba claveteado a las tablas laterales de la balsa, lo desenrolló y lo hizo serpentear en el aire con un chasquido cuyo eco resonó como un pistoletazo en el bosque y el carromato se puso en marcha. El gitano se volvió y sonrió. Dijo que tal vez se encontrasen de nuevo en otro camino, pues el mundo no era tan grande como los hombres imaginaban. Al preguntarle Billy qué le debía por sus servicios, el gitano desechó la cuestión con un gesto de la mano. Para el camino, dijo. Luego se volvió y partió carretera arriba detrás de los otros. Billy se quedó con el pequeño fajo de billetes manchados de sangre que había sacado del bolsillo. Llamó en voz alta al gitano y el gitano se volvió.

Gracias, exclamó.

El gitano levantó una mano. De nada.

Yo no vivo en el camino.

Pero el gitano solo sonrió y agitó una mano. Dijo que el trayecto del camino era la regla que todos los que estaban en él debían seguir. Dijo que en el camino no había excepciones. Luego dio media vuelta y echó a andar a grandes zancadas.


Al atardecer el caballo se levantó sobre sus temblorosas patas. Billy no le puso ronzal sino que caminó al lado del animal hasta llegar al río. Una vez allí el caballo entró con cautela en el agua y bebió largamente. Mientras Billy se preparaba una cena con las tortillas y el queso de cabra que le habían dado los gitanos, un jinete se aproximó por la carretera. Solitario. Silbando. Se detuvo entre los árboles. Luego siguió adelante más despacio.

Billy se puso de pie y fue andando hasta la carretera; el jinete se detuvo sin desmontar. Se echó el sombrero ligeramente hacia atrás, para ver mejor, para que lo vieran mejor.

Buenas tardes, dijo Billy.

El jinete asintió con la cabeza. Montaba un buen caballo y llevaba buenas botas y un buen sombrero Stetson y fumaba un purito negro. Se sacó el puro de la boca, escupió y volvió a llevárselo a la boca.

¿Habla usted americano?, dijo el jinete.

Sí, señor.

Me ha parecido por su aspecto que era más o menos sensato. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Qué le pasa al caballo?

Verá, señor, yo diría que lo que haga aquí es asunto mío. Y supongo que otro tanto podría decir del caballo.

El hombre no hizo el menor caso. No estará muerto, ¿verdad?

No. No está muerto. Lo cortaron unos salteadores de caminos.

¿Que lo cortaron dice?

Sí, señor.

¿Quieres decir que lo caparon?

Lo que quiero decir es que le clavaron un cuchillo de matar cerdos en el pecho.

¿Y por qué, si puede saberse?

Dígamelo usted.

No lo sé.

Pues yo tampoco.

El jinete se quedó fumando con aire pensativo. Echó un vistazo al paisaje que se extendía al oeste del río. No entiendo este país, dijo. De veras que no. Oiga, no tendrá un poco de café por ahí, ¿verdad?

Estaba preparando un poco. Si desmonta podemos compartir la cena. No tengo gran cosa, pero está usted invitado.

Le agradezco su amabilidad.

El jinete echó pie a tierra cansadamente, se pasó las riendas a la espalda, volvió a ajustarse el sombrero y se acercó con el caballo cediendo a la mano. No entiendo este país, dijo. ¿Ha visto pasar por aquí mi aeroplano?

Se acuclillaron junto a la lumbre mientras el bosque oscurecía y esperaron a que hirviera el café. Nunca se me habría ocurrido que esos gitanos iban a timarme como lo han hecho, dijo el hombre. Yo tenía mis dudas. Otra cosa no, pero cuando me equivoco soy el primero en reconocerlo.

Eso es una virtud.

Sí que lo es.

Comieron los frijoles envueltos en las tortillas y el queso fundido. El queso estaba rancio y sabía mucho a cabra. Billy levantó la tapa de la cafetera con un palo, miró en su interior y puso la tapa otra vez. Miró al hombre. El hombre estaba sentado con las piernas cruzadas sujetando con una mano las suelas de sus botas.

Parece que lleva usted mucho tiempo por aquí, dijo.

No lo sé. ¿En qué se nota?

En que necesita regresar.

Bueno. Probablemente tenga razón. Este es mi tercer viaje. Es la única vez que vengo a este país y consigo lo que he venido a buscar. Pero le aseguro que no es lo que yo quería.

El hombre asintió. No parecía hacerle falta saber de qué se trataba. Le diré una cosa, dijo. Tendrá que hacer frío en el infierno para que me pillen otra vez por aquí. Un frío de cojones. Más claro no puedo decirlo.

Billy sirvió el café. Bebieron. El café quemaba en las tazas de hojalata, pero el hombre no pareció advertirlo. Sorbió el café y se quedó mirando el bosque oscuro en dirección al río, que como un paño plateado formaba pliegues sobre el guijarral a la luz de la luna. Aguas abajo el cuenco nacarado de la luna parecía estampado en los bancos de nubes bajas como una calavera con una vela dentro. Arrojó el poso del café a la oscuridad. He de irme, dijo.

Puede quedarse si quiere.

Me encanta cabalgar de noche.

Bueno.

Creo que incluso se recorre más camino así.

Hay ladrones por toda la zona, dijo Billy.

Ladrones, dijo el hombre. Contempló el fuego. Al rato sacó de su bolsillo uno de aquellos puritos negros y lo examinó detenidamente. Luego arrancó la punta de un mordisco y la escupió en la lumbre.

¿Fuma cigarros?

No he fumado en mi vida.

¿Va contra su religión?

No que yo sepa.

El hombre se inclinó y estiró un leño del fuego y encendió con él el cigarro. Tardó un rato en prender. Cuando consiguió que tirara devolvió al fuego el trozo de leña y sopló un anillo de humo y después uno más pequeño que hizo pasar por el primero.

¿A qué hora se fueron de aquí?, preguntó.

No lo sé. A eso del mediodía.

Aún no habrán recorrido quince kilómetros.

Puede que fuera más tarde.

Cada vez que paro a pasar la noche ellos tienen alguna avería. No han fallado una sola vez. Es culpa mía. Esas señoritas siempre consiguen que me despiste. También me gustan un montón las mademoiselles que hay en el pueblo. Sobre todo si no hablan inglés. ¿Ha estado usted allí?

No.

El hombre tendió el brazo, cogió el palo que había utilizado para encender su purito, apagó la llama agitándolo y luego se volvió y trazó dibujos en la oscuridad con el extremo rojo que ardía sin llama, como hacen los niños. Al cabo de un rato dejó el palo otra vez en el fuego.

¿Su caballo está muy mal?, preguntó.

No lo sé. Lleva tumbado dos días.

Debería haberle dicho a ese gitano que le echara un vistazo. Parece que saben todo lo que hay que saber sobre caballos.

¿En serio?

No lo sé. Solo sé que son capaces de hacer que un caballo enfermo parezca sano para venderlo.

Yo no pienso vender el mío.

Le diré lo que ha de hacer.

Veamos.

No deje que ese fuego se apague.

¿Por qué lo dice?

Lo digo por los pumas. La carne de caballo es su manjar favorito.

Billy asintió con la cabeza. Lo he oído decir a menudo, dijo.

¿Y sabe por qué lo ha oído decir?

¿Que por qué lo he oído decir?

Sí, hombre.

No. ¿Por qué?

Porque es así. Por eso.

¿Cree que la mayoría de las cosas que uno oye son verdad?

Lo digo por experiencia.

Pues no es mi caso.

El hombre siguió fumando y contemplando el fuego. Al rato dijo: tampoco ha sido el mío. Lo he dicho porque sí. Y tampoco he estado allí como he dicho antes. Soy un inútil total. Siempre lo he sido y siempre lo seré.

Esos gitanos, ¿sacaron el avión de las sierras y lo bajaron por el río Papigochic?

¿Fue eso lo que le dijeron?

Sí.

Ese aeroplano salió de un granero del rancho Taliafero, en Flores Magón. No habría podido volar al sitio de que me está hablando. El techo de ese aparato era solo de dos mil metros.

¿El hombre que lo pilotaba murió en él?

Que yo sepa, no.

¿Es por eso que ha venido usted hasta aquí? ¿Para encontrar el avión y llevárselo?

He venido a México porque dejé preñada a una chica en McAllen, Texas, y su padre quería matarme.

Billy miró hacia el fuego.

Digamos que es como tropezarse con eso de lo que uno está huyendo, dijo el hombre. ¿Alguna vez le han disparado?

No.

A mí dos veces. La última fue en el centro de Cuauhtémoc, a plena luz del día un sábado por la tarde. Todos salieron corriendo. Dos mujeres menonitas me recogieron de la calle y me subieron a una carreta. Si no todavía estaría allí.

¿Dónde le dispararon?

Justo aquí, dijo. Se volvió y se levantó el cabello que le cubría la sien derecha. ¿Lo ve? Puede mirar.

Se inclinó, escupió en el fuego, miró el cigarro y volvió a ponérselo en la boca. Fumó. No estoy loco, dijo.

No he dicho que lo esté.

No. Pero tal vez lo ha pensado.

Tal vez lo ha pensado usted de mí.

Puede.

¿Eso ocurrió realmente o solo lo ha dicho?

No. Ocurrió.

A mi hermano lo mataron aquí de un tiro. He venido para llevármelo a casa. Lo mataron de un tiro un poco más al sur. En un pueblo llamado San Lorenzo.

Aquí lo matan a uno más rápido que nada.

A mi padre lo mataron de un tiro en Nuevo México. Ese era su caballo.

Qué mundo cruel, dijo el hombre.

Partió de Texas en 1919. Tenía entonces más o menos la edad que yo tengo ahora. Era natural de Misuri.

Yo tuve un tío que era de Misuri. Su padre se cayó de un carro, totalmente borracho, una noche que pasaba por allí, y por eso fue que él nació en Misuri.

Mi madre era de un rancho del condado de De Baca. La madre de ella era mexicana de pura casta y no hablaba palabra de inglés. Vivió con nosotros hasta que murió. Yo tenía una hermana pequeña, y aunque murió cuando yo tenía siete años, la recuerdo muy bien. Fui a Fort Sumner tratando de encontrar su tumba, pero no pude dar con ella. Se llamaba Margaret. Siempre me ha gustado ese nombre. Si alguna vez tuviera una hija, ese es el nombre que me gustaría ponerle.

He de irme.

Bueno.

Recuerde lo que le he dicho del fuego.

Bien.

Por su modo de hablar se diría que ha tenido usted bastantes problemas.

A veces hablo demasiado. He tenido más suerte que la mayoría. Solo hay una vida que merezca la pena vivir y yo he nacido para vivirla. Eso compensa todo lo demás. Mi hermano lo hacía mejor que yo. Tenía un talento innato. Y, además, era más listo que yo. No solo con los caballos. Con todo. Papá también lo sabía. Él lo sabía y sabía que yo lo sabía, y no había más que hablar del asunto.

Será mejor que me vaya.

Tenga cuidado.

Lo tendré.

Se levantó, se ajustó el sombrero. La luna estaba alta y el cielo había despejado. Más allá de los árboles el río parecía un chorro de metal.

Este mundo nunca será el mismo, dijo el jinete. ¿Lo sabía?

Lo sé. Ya no lo es.


Cuatro días después partió rumbo al norte siguiendo el río con los despojos de su hermano en una narria que había construido con varas de árbol joven. Tardaron tres días en llegar a la frontera. Pasó junto al primero de los obeliscos blancos que señalaban la línea fronteriza internacional al oeste de Dog Springs y cruzó el antiguo embalse seco. La vieja obra accidental había reventado en algunos puntos y Billy pasó a caballo por el lecho de arcilla agrietada del embalse con los palos de la narria chirriando a sus espaldas. En la arcilla había huellas de reses, antílopes y coyotes que habían cruzado después de un chubasco reciente y llegó a un lugar que parecía cubierto de caracteres antiguos con el azaroso tridente de las huellas que las grullas habían dejado al patinar y caminar con su andar majestuoso sobre el estéril barro del embalse. Aquella noche durmió ya en su país y tuvo un sueño en el que veía unos peregrinos afanándose por un borde en penumbra con la última luz del crepúsculo. Parecían regresar de alguna insondable aventura que no era de guerra; tampoco huían, sino que más bien parecían venir de realizar alguna tarea a la que tal vez esas y todas las demás cosas estaban sometidas. Un oscuro arroyo lo separaba del lugar al que ellos se dirigían, y él intentaba ver si por la naturaleza de sus herramientas lograba adivinar qué habían estado haciendo, pero no llevaban herramienta alguna y seguían pasando penosamente recortados contra un cielo que se oscurecía por momentos y luego desaparecían. Cuando despertó en medio de la rotunda oscuridad pensó que, efectivamente, algo había pasado en la noche del desierto, y aunque estuvo largo rato despierto no tuvo la sensación de que aquello hubiera de volver a pasar.

Al día siguiente cruzó Hermanas y tomó la polvorienta carretera al oeste del pueblo, esa misma tarde se detuvo en la encrucijada delante del almacén en Hatchita y dirigió la mirada hacia el suroeste donde el último sol brillaba sobre la sierra de las Ánimas, y supo que nunca volvería a ir allí. Atravesó el valle de las Ánimas arrastrando lentamente la narria; hacerlo le llevó todo el día. Cuando a la mañana siguiente entró en el pueblo de Ánimas era miércoles de Ceniza según el calendario y las primeras personas que vio eran mexicanos con señales de tizne en la frente, cinco niños y una mujer andando en fila india por el polvoriento borde del camino a la salida del pueblo. Les dio los buenos días, pero ellos se limitaron a santiguarse al ver el cuerpo que llevaba en la narria y pasaron de largo. Compró una pala en la ferretería y salió del pueblo hacia el sur hasta que llegó al pequeño cementerio, donde maneó al caballo y lo dejó paciendo fuera del recinto mientras se ponía a cavar la tumba.

Estaba hasta la cintura de tierra seca y caliche cuando el sheriff aparcó, se bajó y entró andando por la verja.

Sospechaba que eras tú, dijo.

Billy dejó de cavar, se apoyó en la pala y lo miró pestañeando. Se había quitado aquel harapo de camisa y tendió el brazo para cogerla del suelo, se limpió el sudor de la frente con ella y esperó.

Imagino que el que está allí es tu hermano, dijo el sheriff.

Sí, señor.

El sheriff sacudió la cabeza. Desvió la mirada y contempló los campos. Como si en el paisaje hubiera algo imposible de alcanzar. Luego miró a Billy.

No hay mucho que decir, ¿verdad?

No, señor. No mucho.

Bueno. No se puede ir por ahí enterrando a la gente. Deja que vaya a ver al juez a ver si puedo hacer que expida un certificado de defunción. Ni siquiera estoy seguro de quién es el propietario de la tierra donde estás cavando.

Está bien.

Ven a verme mañana a Lordsburg.

De acuerdo.

El sheriff se caló el sombrero y luego de sacudir la cabeza, dio media vuelta y cruzó otra vez la verja para ir a su coche.

En días sucesivos cabalgó hasta Silver City en el norte y hasta Duncan, Arizona, en el oeste y luego de nuevo al norte cruzando las montañas hasta Glenwood y Reserve. Trabajó para el Carrizozo y para el GS y se fue sin saber por qué se iba y en julio de aquel año partió rumbo al sur hasta Silver City y tomó la vieja carretera que llevaba al este pasadas las minas de Santa Rita y siguió por San Lorenzo y el Black Range. De los montes que había más al norte soplaba un viento fuerte y ante él la pradera se había oscurecido al paso de unas nubes. El caballo andaba cansinamente con la cabeza gacha y el jinete iba muy erguido con el sombrero calado hasta los ojos. El paisaje era todo de gatuñas y guayacos sobre un guijarral y no había cercas y la hierba era escasa. Unos kilómetros más adelante llegó a la carretera asfaltada y se detuvo sin desmontar. Un camión pasó de largo gimiendo y se perdió en la lejanía. A ciento treinta kilómetros de allí las cumbres de roca pelada de los montes Organ brillaban bajo las nubes a la luz tamizada del último sol. Mientras miraba se fundieron en sombras. El viento procedente del desierto traía rocío de lluvia. Cruzó la zanja, subió a la calzada y allí aflojó el paso y miró hacia atrás. El panizo que libremente crecía al borde de la carretera se escoraba y retorcía a merced del viento. Volvió por la carretera hacia unos edificios que había visto. Las cubiertas de neumático desechadas de los camiones todo terreno aparecían arrugadas junto al arcén como pellejos mudados y blanquecinos de viejos saurios de tierra firme arrojados al asfalto. El viento del norte soplaba con fuerza y luego fue la lluvia la que sopló en cortinas racheadas que cruzaban la carretera delante de él.

A un paso de la carretera se alzaban tres edificios de adobe que en tiempos habían sido un apeadero del ferrocarril; no quedaba rastro de las techumbres y alguien se había llevado las vigas. Enfrente había un surtidor de gasolina oxidado de color naranja con la parte superior del cristal rota. Dejó el caballo en el mayor de los edificios, le quitó la silla y la dejó en el suelo. En un rincón vio un montón de heno al que le dio unos puntapiés para aflojarlo un poco o quizá para ver qué había dentro. El heno estaba reseco y polvoriento y tenía una depresión en el sitio donde alguna cosa había estado durmiendo. Se dirigió a la parte trasera del edificio, de donde volvió con un tapacubos viejo; lo llenó con agua de la cantimplora de lona y se lo ofreció al caballo para que bebiera. A través del maltrecho bastidor de madera de la ventana vio la carretera que brillaba negra bajo la lluvia.

Cogió sus mantas y las extendió sobre el heno y estaba comiendo sardinas directamente de una lata y contemplando la lluvia cuando un perro leonado dobló la esquina del edificio, entró por la puerta que estaba abierta y se detuvo. Miró al caballo. Luego giró la cabeza y lo miró a él. Era un perro viejo con los bordes del hocico encanecidos y las patas traseras horriblemente mutiladas y tenía la cabeza ligeramente torcida con respecto al cuerpo y se movía de un modo grotesco. Una criatura artrítica y contrahecha que corrió oblicuamente y olfateó el suelo para captar el olor del humano y luego alzó la cabeza, hurgó el aire con el morro e intentó adivinarlo entre las sombras con sus turbios ojos medio ciegos.

Billy dejó las sardinas junto a él. Con cuidado. Percibía su olor en el aire húmedo. El perro permaneció al lado de la puerta con la lluvia cayendo detrás de él sobre la maleza y la grava. Estaba mojado, enfermo y tan lleno de cicatrices que bien podía haber sido remendado con trozos de otros perros por algún loco partidario de la vivisección. El perro se quedó quieto y luego se meneó a su estilo grotesco y fue cojeando entre gemidos hasta el fondo de la estancia, y una vez allí miró hacia atrás y giró tres veces en redondo antes de echarse.

Billy limpió la hoja de la navaja en la pernera de su pantalón, dejó la navaja sobre la lata y echó un vistazo. Arrancó de la pared un terrón flojo de barro y lo lanzó en dirección al perro, que emitió una especie de gemido extraño pero no se movió.

Largo, exclamó.

El perro soltó un gemido y se quedó como estaba.

Billy blasfemó por lo bajo, se puso de pie y buscó un arma. El caballo lo miró y miró al perro. Billy cruzó la estancia, salió a la lluvia y dobló la esquina del edificio. Al volver esgrimía un trozo de tubería de unos noventa centímetros y empuñándolo avanzó hacia el perro. Venga, gritó. Largo.

El perro se levantó gimiendo, echó a andar penosamente pegado a la pared y salió cojeando al patio. Cuando Billy se volvió para regresar junto a sus mantas, el perro se coló de nuevo en el edificio. Él giró en redondo, corrió hacia el perro tubería en ristre y el perro se escabulló.

Le fue detrás. Se había detenido fuera, al borde de la carretera, y parado bajo la lluvia miraba hacia atrás. En tiempos podía haber sido un perro de caza al que quizá hubiesen dado por muerto en las montañas o cerca de un camino. Depositario de cien mil oprobios y heraldo de quién sabe qué. Se agachó, cogió un puñado de piedrecitas de la explanada y se las lanzó. El perro alzó la deforme cabeza y aulló de modo misterioso. Billy avanzó hacia él y el perro echó a andar por el asfalto. Corrió tras él y le arrojó más piedras y le gritó y luego le arrojó el trozo de tubería. Cayó en la calzada detrás del perro con un sonido metálico y el perro aulló de nuevo y se puso a correr, cojeando irregularmente sobre sus alabeadas patas con la extraña cabeza sobresaliéndole del cuello. Al alejarse levantó lateralmente el hocico y dejó escapar un terrible aullido. Algo ultraterreno. Como si una acumulación de pena hubiera irrumpido desde el mundo pretérito. Se alejó trotando bajo la lluvia por la carretera sobre sus patas heridas y mientras lo hacía aulló una y otra vez con el corazón desgarrado hasta que con la llegada de la noche se perdió totalmente de vista y ya no se lo oyó.


A mediodía despertó a la luz blanca del desierto y se incorporó en las malolientes mantas. La sombra del bastidor de madera de la ventana esparcida en la pared opuesta empezó a palidecer y a desvanecerse a medida que él la miraba. Como si una nube estuviera tapando el sol. Apartó las mantas con los pies, se calzó las botas, se puso el sombrero y salió. La carretera era ahora de un gris claro y la luz se retiraba hacia los confines del mundo. Pequeños pájaros habían despertado en los helechos del borde de la carretera y empezaron a gorjear y a revolotear y en el asfalto varias tarántulas que en la oscuridad habían estado cruzando la carretera como cangrejos de tierra se quedaron rígidas en sus articulaciones, igual que marionetas, tanteando con su comedida pisada óctuple sus sombras repentinamente articuladas debajo de ellas.

Miró carretera abajo hacia la luz que se extinguía. Nubes de formas oscuras por todo el margen septentrional. Por la noche había dejado de llover y en el desierto se destacaba un arco iris partido o una especie de tromba de neón mortecino y volvió a mirar la carretera que estaba como antes pero más oscura y oscureciéndose todavía más al perderse hacia el este, donde no había sol, ni amanecer, cuando miró de nuevo hacia el norte la luz se retiraba cada vez más deprisa y aquel mediodía en que había despertado se había convertido en anochecer extraño y luego en oscuridad extraña y los pájaros se habían posado ya y habían enmudecido de nuevo en los helechos que crecían junto a la carretera.

Salió. De las montañas bajaba un viento frío. Peinaba las laderas occidentales del continente allá donde la nieve estival seguía posada al límite de la vegetación arbórea y atravesaba los bosques de abetos y pasaba entre las varas de los álamos temblones y barría, más abajo, el llano desértico. Por la noche había parado de llover y Billy salió a la carretera y llamó al perro. Llamó y volvió a llamar. En medio de aquella inexplicable oscuridad donde el único sonido era el del viento. Al cabo de un rato se sentó en la calzada. Se quitó el sombrero, lo dejó delante de él en el asfalto, inclinó la cabeza, se llevó las manos a la cara y lloró. Estuvo allí sentado mucho tiempo y al cabo de un rato el este empezó realmente a clarear y al cabo de un rato el genuino sol obra de Dios salió realmente, una vez más, para todos y sin distinción.

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