EL SEÑOR Grey ya había tomado una decisión, pensó Wendy, mirándolo por encima de la mesa con preocupación. Mientras trataba de encontrar las palabras justas para responderle, se oyó un golpe en la puerta y una mujer irrumpió en la cocina. Era Erin, que llegaba tarde, como siempre.
Erin tenía veintitantos años, al igual que Wendy, pero, a diferencia de esta, era rubia, nerviosa y parecía extraordinariamente complacida con la vida. Sonrió a Wendy y levantó las manos en señal de disculpa.
– Siento llegar tarde. Debías de estar aterrorizada. ¿Pero qué demonios es eso? ¡Menudo coche! Es fabuloso. Nunca había visto uno igual. ¿No me digas que has encontrado a alguien que te lleve a Sidney? ¿Pero dónde vas a meter las maletas? Ahí no caben… -se interrumpió para tomar aliento y, al darse cuenta de que Wendy no estaba sola, dirigió una enorme sonrisa a Luke-. Ah, hola… Lo siento… -entonces reparó en el bebé. Su efervescencia se desvaneció y miró a Wendy con ojos inquisitivos.
Erin también era cuidadora, y las cuidadoras tenían sus normas. Entre ellas, no interrumpir. Las mesas de cocina de los hogares que componían el Orfanato de Bay Beach contemplaban auténticas tragedias emocionales, y tanto Wendy como Erin estaban entrenadas para afrontarlas. Y también para desaparecer cuando la situación lo requería.
– ¿Quieres que salga y saque a los niños del coche? -preguntó, dirigiéndose a la puerta-. Craig está haciendo todo lo posible por quitar el freno de mano.
– No -dijo Wendy, sacudiendo la cabeza como si saliera de un sueño. Aquel ya no era su trabajo. Ya no-. Tengo que irme -dio a Gabbie un rápido abrazo, la dejó en el suelo y se levantó-. Señor Grey, esta es Erin Lexton, la nueva cuidadora del hogar. Erin, este es el señor Luke Grey, y esa pequeñina es su medio hermana -se quedó de pie, mirándolos, y luego se inclinó sobre el bebé dormido-. Por cierto, no me ha dicho si su hermana tiene nombre.
– Grace -dijo Luke, levantándose también-. Se llama Grace.
– Un nombre muy bonito -dijo Erin, captándolo todo con su inteligente mirada-. ¿Su… medio hermana, ha dicho Wendy?
– Sí.
– Luke quiere que nos hagamos cargo de Grace -dijo Wendy-. Estaba a punto de decirle que es imposible.
– Así es -Erin sonrió comprensivamente y se encogió de hombros-. Estamos al completo. En cuanto Gabbie y Wendy se marchen, vendrán unos gemelos. Tienen ocho años y son la calamidad personificada. Los otros hogares también están llenos -luego arrugó el ceño, sometiendo a Luke a una mirada más detenida-. Disculpe que diga esto, pero, con ese coche, aunque no pueda ocuparse personalmente de su hermana, seguramente podrá permitirse pagar a una niñera que lo haga por usted. No parece que necesite nuestra asistencia.
– Eso precisamente estaba a punto de decirle al señor Grey cuando llegaste -añadió Wendy-. Con lo que debe de costar cambiarle una rueda a ese cacharro -no pudo evitar un cierto tono de desdén-, podría pagar el salario de un mes a una niñera. En Sidney hay agencias de niñeras, algunas de ellas excelentes. Nosotras podemos recomendarle algunas.
Luke frunció el ceño, contrariado.
– No quiero que la niña se quede en Sidney con una niñera.
Wendy suspiró. Oh, cielos… Pero aquello ya no erg problema suyo. Su época como cuidadora en Bay Beach había concluido.
– Erin, el señor Grey ha tenido que hacerse cargo de su hermana de manera inesperada -dijo-. Necesita ayuda para localizar a la madre, consejos prácticos y quizás algún servicio social. ¿Podrías llamar a Tom y concertarle una cita? -intentó sonreír a Luke, agarró a Gabbie de la mano y se obligó a ponerse en movimiento. Marcharse era lo más duro. Pero tenía que hacerlo. Por Gabbie-. Me temo que yo ya no trabajo aquí -dijo suavemente-. Lo siento, señor Grey, pero Erin es la nueva cuidadora. Si nos disculpa, Gabbie y yo tenemos que tomar un tren.
– ¡No! -exclamó él secamente. Era una orden de un hombre acostumbrado a mandar. Wendy alzó las cejas, sorprendida.
– ¿No?
– Eso he dicho. ¡No! ¿Qué significa que se va? -Luke tendió un brazo, la tomó de la mano y la sostuvo agarrada. Parecía un hombre a punto de ahogarse, aferrándose a una tabla de salvación-. No puede irse. Quiero que sea usted quien cuide de mi hermana.
Wendy observó sus manos unidas y frunció el ceño. I;ra… extraño. Aquel era su trabajo, se dijo. Se había visto en situaciones parecidas muchas otras veces. Pero normalmente no se sentía así.
– Señor Grey, Wendy ha presentado su dimisión -dijo Erin. Ella sabía mejor que nadie por lo que estaba pasando Wendy, y sabía también que Wendy debía marcharse. Pero había algo en Luke Grey…
Aparentemente, Wendy no tenía nada que ver con él. Su primera y descabellada idea de que un novio rico había surgido del pasado de Wendy había sido infundada. E iba contra las normas romper la confidencialidad. Pero, por otra parte, Erin tampoco seguía las normas al pie de la letra. Su mente incisiva solía adelantarse a los acontecimientos. Llevaba semanas preocupada por su amiga y, de pronto, parecía vislumbrar una solución. Tal vez, si pudiera arreglarlo…
– Señor Grey, Wendy se va a hacer cargo de Gabbie de forma permanente, como madre de acogida -le dijo, ignorando el suspiro de Wendy-. La madre de Gabbie no permite su adopción y se lleva a la niña de vez en cuando, aunque solo durante unas semanas. Y, cada vez que Gabbie vuelve al orfanato, hay que meterla allí donde hay sitio. Wendy ha decidido que quiere estar disponible a tiempo completo para la niña, de forma que, cuando su madre biológica la abandone, Gabbie siempre pueda volver con ella..
– Oh, por todos los santos, Erin… -empezó a decir Wendy, mirando perpleja a su compañera.
– Y se ha despedido -prosiguió esta, ignorándola completamente-. Lleva años despidiéndose de niños y ya no lo soporta. Por otra parte, antes de que llegara aquí… Bueno, eso no importa. El caso es que ha decidido dejarlo. El único problema es que dispone de poco dinero. No puede vivir en Bay Beach, debido a lo caros que son los alquileres en esta zona. Y aquí tampoco hay trabajo, excepto el que hacía hasta ahora. Wendy se gastaba hasta el último centavo que ganaba en sus niños. Así que, ha alquilado un apartamento de una sola habitación en Sidney. Una auténtica ratonera.
– Erin, eso no es asunto del señor Grey -le reprochó Wendy.
– ¿Ah, no? -Erin sonrió y sus ojos brillaron maquiavélicamente. Aquella mujer era incorregible-. ¿No lo es? -se volvió hacia Luke y le sonrió a él-. De pronto, se me ha ocurrido una solución. Usted necesita que alguien se ocupe de su hermana y quiere que ese alguien sea Wendy. Y Wendy necesita un salario. Y, además, preferiría quedarse aquí, en Bay Beach…
– ¡Erin, basta! -Wendy estaba a punto de estrangularla-. No puedo quedarme aquí -exclamó-. No hay casas disponibles, aunque pudiera pagar el alquiler.
– Sí, sí que las hay -la voz de Luke pareció surgir de la nada. Ambas mujeres se volvieron para mirarlo.
– ¿Perdón? -Wendy estaba tan fuera de sus casillas que ni siquiera sabía si lo había oído bien.
– Hay un lugar donde podría quedarse sin pagar nada -le dijo él-. Cuide usted de mi hermana, Wendy Maher, y yo le proporcionaré una casa en Bay Beach durante todo el tiempo que necesite.
Se hizo tal silencio que podía haber oído caer una gota de agua. Nadie dijo nada. Incluso la vivaz Erin se había quedado muda. Estaba completamente asombrada. Había lanzado al aire el embrión de una idea y, de pronto, había sucedido un milagro.
– Yo… -Wendy se apartó un par de rizos de la cara e intentó retirar la mano de la de Luke, pero este no se lo permitió-. Por favor -intentó retirarla otra vez-. Tengo que tomar un tren.
– ¿Para vivir en un apartamento en Sidney cuando en realidad quiere quedarse aquí? ¿Y de qué va a vivir?
– Puedo conseguir un empleo cuidando niños mientras Gabbie va al colegio.
– Sabes perfectamente que esa clase de empleos no da para vivir -replicó Erin, y reparó en la mirada de su amiga. Oh, cielos, tal vez había ido demasiado lejos.
– Yo le pagaré bien -dijo Luke. Aquel hombre estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas, y acababa de tomar una-. Su amiga tiene razón. Puedo permitirme pagar a una niñera. Me enteraré de cuál es la tarifa normal, y le pagaré más. Además de los gastos diarios. Y puede vivir en la granja.
– ¿La granja?
– Sí, tengo una granja -él sonrió al observar la cara ele perplejidad de Wendy. Le apretó ligeramente la mano y luego la soltó. Ella la dejó caer, pero siguió mirándosela como si contuviera… ¿qué? No lo sabía. ¿Un presagio de problemas futuros? Algo que no entendía en absoluto.
– Ya le he dicho que mis abuelos tenían una granja a las afueras de Bay Beach -continuó él-. Está justo al sur de aquí y es preciosa. Tiene cien hectáreas de pastos, da al mar y el río forma el límite norte. Mis abuelos me la dejaron al morir. A mí me encanta, por eso nunca la ha vendido. Un granjero de la vecindad lleva a su ganado a pastar allí. Pero la casa está vacía. Si la quiere, es suya.
– ¿Si la quiero? -Wendy lo miró como si se hubiera vuelto loco. Una granja. Allí. ¡Que si la quería…!
– Claro que la quiere -dijo Erin rápidamente-. Di que sí, Wendy -atravesó a su amiga con la mirada-. Di que sí, idiota. ¡Vamos!
– ¡No! -Wendy sacudió la cabeza. Gabbie, por su parte, lo observaba todo, atemorizada. Recordándole que debía ser prudente. El mundo ya había golpeado demasiadas veces a aquella niña. Wendy no debía asumir ningún riesgo que volviera a ponerla en peligro. Una vocecita interior le gritaba que tuviera cuidado-.¿Dónde dice que está la granja? -preguntó.
– A dos kilómetros de la ciudad -Luke volvió a sonreír. Por fin parecía que aquel lío iba a resolverse.
– ¿Cómo se llamaban sus abuelos?
– Brehaut.
– ¡La granja Brehaut! -Wendy se quedó boquiabierta. Erin dejó escapar un gemido de alegría.
– Oh, es maravilloso. La granja de los Brehaut…
– En esa casa no vive nadie desde hace veinte años -dijo Wendy, aturdida-. Nadie sabía por qué.
– Pues ya lo sabemos -dijo Erin, exultarte-. ¿No es increíble?
– ¿Está habitable?
– Sí, creo que sí -una sombra de incertidumbre cruzó los ojos de Luke-. El granjero que usa los pastos se en carga de arreglar el tejado.
– Eso no significa que esté habitable.
– Oh, por Dios, Wendy -exclamó Erin-. Tú podrías arreglarla.
– ¿Mientras me ocupo de un bebé y de una niña de cinco años? -Wendy sacudió la cabeza-. Señor Grey…
– Luke.
– Luke -le sostuvo la mirada fríamente. En apariencia, aquella oferta era demasiado buena para rechazarla, pero debía pensar en Gabbie-. ¿El trato incluiría a Gabbie? -preguntó-. ¿Dispondría de la granja y Gabbie podría quedarse conmigo?
– La casa tiene cinco habitaciones -dijo él, sintiendo que su problema se disolvía rápidamente. Aquello iba cada vez mejor. Llevaba años resistiéndose a vender la gran ja. Por sentimentalismo, suponía, aunque se decía a sí mismo que era una inversión razonable. Y, ahora, Wendy iba a ocuparse de ella… a convertirla en un hogar…
– ¿Estaría dispuesto a firmar un acuerdo legal? -preguntó ella.
– Por supuesto -respondió él-. Tengo que irme a Nueva York esta noche, pero le enviaré a mi abogado desde Sidney. Le diré que se encargue de todo.
Wendy parpadeó, incrédula. Tenía que haber alguna pega. En alguna parte.
Contempló al bebé dormido en brazos de Luke. trace. trace y Gabbie. Se ocuparía de dos niñas peque¡las… Aquello podía ser perfecto. Así, cuando la madre de Gabbie quisiera pasar una temporada con su hija, su vida no se quedaría vacía. Seguiría haciendo lo que más le gustaba, y Gabbie tendría un hogar al que volver.
Pero en la granja no vivía nadie desde hacía muchos años. Y la madre del bebé podía volver en cualquier momento y reclamar a su hija. La había abandonado esa misma mañana. Era razonable suponer que cambiaría ¡ir opinión y, entonces, ¿qué sería de Gabbie y de ella?
¡No! Había peligros allí donde mirara, y, si no tomaba el tren, no llegaría a tiempo de recoger las llaves de su nuevo apartamento. Lo perdería y se quedaría sin alojamiento en Sidney.
Por otra parte, si aceptaba y se llevaba a las dos pequeñas a una granja desolada y Luke se marchaba aquella noche a Nueva York… Estaría atrapada, pensó sombríamente. Podía encontrarse metida en un atolladero, y no solo ella. También estarían Gabbie y'Grace. No tenía derechos legales para hacerse responsable del bebé. Y tampoco sabía si Luke los tenía. Probablemente, no. Así que, tenía que decirlo.
– No -dijo con firmeza, y se mordió el labio cuando se oyó a sí misma. Era una idea tan tentadora… Pero debía ser sensata.
– ¡Wendy! -exclamó Erin.
– ¿Puedo preguntar por qué? -dijo Luke en tono profesional, poniendo en marcha su capacidad de organización-. Es una oferta muy ventajosa.
– Puede que sí -dijo ella-. Pero si la granja está en ruinas, no lo es tanto. Y tampoco lo es si me acusan de llevarme a Grace sin tener derecho legal para ocuparme de ella. Imagino que no ha pensado usted en las complejidades legales de su situación, ¿verdad?
Él palideció. Evidentemente, no había pensado en ello.
– No.
– Entonces, le agradezco mucho su amable oferta -dijo ella con firmeza-, pero no puedo aceptarla. A menos que…
– ¿Qué?
– A menos que posponga su viaje y pase con nosotras el tiempo necesario para asegurarse de que la granja esté habitable. No se vaya a Nueva York hasta que todo esté legalmente aclarado y yo esté segura de que las niñas tienen un buen lugar donde vivir tranquilas.
A él no pareció gustarle la idea. Durante los siguientes diez minutos, sacó todos los argumentos que se le ocurrieron para hacerle cambiar de opinión. Pero Wendy tomó a Gabbie de la mano y salió de la habitación.
– Tenemos que tomar un tren -dijo sencillamente-. Tengo muy poco tiempo. Adiós, Luke.
Aturdido, él la siguió con la mirada. La puerta de la cocina se cerró tras ellas y Luke se volvió para mirar a Erin.
– Tiene razón -dijo esta, desalentada-. Wendy necesita un permiso legal para ocuparse del bebé. Y, si nadie ti.¡ vivido en la granja en los últimos veinte años, la casa debe de estar hecha un desastre.
– Pero tengo que irme a Nueva York…
– Entonces, es que tiene otras prioridades -dijo ella-. ¿Cuándo piensa marcharse?
Esta misma noche, si consigo llegar a tiempo a Sidney.
– ¿Y qué piensa hacer con Grace?
No puedo hacerme cargo de ella -contestó él débilmente, mirando a la niña dormida en sus brazos.
– En ese caso, déjela en el servicio de acogida y ellos le encontrarán un sitio en Sidney -Erin alzó la barbilla. Estaba corriendo un gran riesgo y lo sabía. Contuvo el aliento.
Él la miró otra vez y luego volvió a mirar a la niña.
– Yo…
– No quiere hacerlo, ¿verdad? -preguntó Erin amablemente.
– No.
– ¿Qué hay tan importante en Nueva York?
– Reuniones. Me dedico a la bolsa.
– Apuesto a que dispone de Internet y de correo electrónico y de toda clase dé artilugios tecnológicos para superar esta crisis -dijo ella vivamente-. ¿Teleconferencias, tal vez? He oído que funcionan muy bien.
Él titubeó.
Pero en la granja ni siquiera hay teléfono…
– Por eso Wendy tiene razón al no querer vivir allí todavía. ¿No tiene usted teléfono móvil?
– Claro que lo tengo, pero…
– Entonces, todo arreglado -ella sonrió otra vez-. Si yo fuera usted, no dejaría que Wendy se marchara -continuó amablemente-. Si ella toma ese tren, perderá usted a la mejor niñera que pueda encontrar. Wendy es sencillamente la mejor.
Luke sabía que tenía razón. Había comprendido instintivamente que podía confiarle a Wendy el cuidado de su bebé. ¿Su bebé? Grace no era su bebé.
Pero… Miró a la niña dormida. Esta estiró los bracitos y se acurrucó.
– ¡Qué locura!
– Lo es, ¿verdad? -dijo Erin comprensivamente-. 0 lo será, si no impide que Wendy tome ese tren. Nueva York o Wendy, señor Grey. Usted elige… pero elija ya.
Una hora después, Wendy iba sentada en el asiento del pasajero de un Aston Martin que se dirigía al sur.
Aquello era una locura. En ese momento, debía estar en un tren en Sidney, se dijo. Si estuviera en el tren, el viento no le desordenaría el pelo, llevaría todas sus maletas en el compartimento para el equipaje sobre su cabeza, y tendría a Gabbie sentada sobre las rodillas.
Pero, en realidad, el viento alborotaba su pelo y le había deshecho prácticamente el descuidado moño. Su equipaje se había quedado en Bay Beach porque no cabía en el minúsculo maletero del coche, y Luke había encargado que un taxi fuera a recogerlo más tarde. '~ Grace iba en su capazo, y Gabbie estaba sentada en el asiento de atrás con la boca tan abierta como los ojos. Estaba conmocionada. Igual que Wendy.
– Estoy alucinada -dijo-. Todavía no sé qué estoy haciendo aquí.
– Ya somos dos -dijo Luke, no sin simpatía-. Ahora mismo, debería estar de camino al aeropuerto -pasó las manos por el volante e hizo una mueca-. Esto está pegajoso -vio horrorizado que había dos manchas grises sobre el volante-. ¡Lo han tocado con las manos sucias!
«Dios mío», pensó Wendy lúgubremente. Después de todo lo que había ocurrido, a aquel tipo solo lo preocupaba su volante.
– Yo lo limpiaré -dijo secamente.
– ¿Está segura?
– Oh, por el amor de Dios, solo es mermelada de fresa. Los niños la toman para merendar. Se quita con agua caliente.
– Hay mermelada de fresa en mi volante -gruñó él. Observó las manchas más de cerca. No eran rojas. Definitivamente, eran grises-. ¿Cómo va a ser esto mermelada de fresa?
– Es mermelada de fresa mezclada con otras cosas ella tuvo la temeridad de sonreír-. Plastilina, barro, pinturas…
– ¡No quiero saberlo!
Silencio. Luke sintió la desaprobación de Wendy desde el otro asiento.
– Le tiene mucho apego a su coche, ¿no? -dijo ella con cautela, y él intentó sonreír.
– ¿Usted no se lo tendría? Es fantástico. Si supiera lo que me ha costado…
– Puedo hacerme una idea -dijo Wendy agriamente-. Aston Martin Vantage Volante. ¡Guau! Realmente, debe de valer una fortuna.
– No lo sabe usted bien…
– Apuesto a que sí lo sé. Unos cien mil dólares, más t) menos. Pero, de todas formas, si se tiene un coche armo este, ¿qué son cien mil dólares? -sonrió con ironía-. ¿Qué más puedo adivinar sobre este coche? -lo pensó, y el tono reverencial de Adam resonó en sus oídos-. Me imagino que tiene llantas de aleación, navegador y motor de doce cilindros y cuarenta y ocho válvulas. De cero a cien en unos cinco segundos. Velocidad máxima, unos doscientos cincuenta kilómetros por hora. Sí, menudo juguetito tiene usted, señor Grey.
– ¿Cómo demonios…?
– Si supiera lo que haría yo con la cuarta parte de lo que vale este coche…
– Oiga, que yo soy su jefe -la interrumpió él-. ¡No está usted aquí para echarme sermones!
– Pues despídame -dijo ella tranquilamente-. Los sermones van incluidos en el paquete.
Durante un instante, Wendy pensó que iba a hacerlo.
Luke levantó el pie del acelerador, pero entonces Grace balbució desde el asiento de atrás, y él recordó que no podía despedir a aquella mujer.
– ¿Cómo es que sabe tanto de coches? -preguntó de mala gana.
Ella arrugó la nariz.
– Mi ex marido era un fanático de los coches.
– Oh -él la miró de reojo-. ¿Está divorciada?
– Él murió.
Hubo algo en su forma de decirlo que lo disuadió de seguir preguntando.
– Oh, vaya.
– ¿Usted no está casado?
– No -él sonrió y volvió a mirarla de reojo-. Prefiero los coches a las mujeres. Son más baratos.
– Ah, claro -ella respiró hondo-. Señor Grey, ¿tiene usted idea de dónde se ha metido? En un solo día, se ha hecho cargo de una niña, ha aceptado dar cobijo a otra y ha contratado a una niñera…
– No importa -dijo él-. Puedo permitírmelo. Mientras no me causen problemas…
– ¿Y si se los causamos?
– Entonces, me marcharé -él sonrió con ironía-. Aunque lo haré, de todas formas. Los lazos emocionales no son mi fuerte. Solucionaré todos los problemas legales y luego me iré.
– Cuando la casa esté habitable, supongo.
– Lo estará.
Pero no lo estaba.
Nadie había entrado en aquella casa en veinte años. Era como volver atrás en el tiempo, pensó Wendy, desalentada. Caminó de habitación en habitación con Gabie pegada a su costado. Luke iba a su lado, con Grace en brazos, y tampoco decía nada.
Era un lugar fantasmal. Las ventanas estaban rotas y desencajadas. Los muebles estaban cubiertos de polvo y del techo colgaban enormes telarañas. Pero, a pesar de todo, la casa era grande, hermosa y antigua. Los muebles eran buenos, pero las cortinas estaban hechas jirones', las alfombras raídas y una gruesa capa de polvo lo cubría todo.
Aquella casa era un pedazo de historia olvidado por el tiempo. Debía de estar llena de recuerdos para Luke, pensó Wendy.
Había fotografías por todas partes, y la mayoría eran de él. Wendy tomó un marco que había sobre una mesa de madera labrada y sopló para quitarle el polvo. Allí estaba Luke, con unos cinco años de edad, de pie entre una pareja de ancianos que lo agarraba de las manos ron orgullo. El amor brillaba incluso a través del polvo.
No era de extrañar que Luke hubiera conservado la pensó Wendy. Ni era de extrañar que, de forma Instintiva, hubiera llevado allí a Grace. Aquel lugar había sido su hogar.
Y tal vez todavía lo fuera. Wendy lo miró de soslayo y percibió la tristeza que había en su mirada.
– Aparte del polvo y de las ventanas, está igual que el día que llevamos a mi abuela al hospital -dijo Luke por fin, con un susurro.
Debe de haber sido una casa muy bonita.
– Pero ahora está inhabitable -dijo él tristemente.
– No tanto -Wendy se encogió de hombros y miró a Gabbie-. A nosotras nos gustan los desafíos, ¿verdad, Gabbie?
– ¿Vamos a vivir aquí? -preguntó la niña con voz trémula. Wendy la tomó en brazos y la apretó fuerte.
– Sí. Claro que sí. Y va a ser una casa preciosa. ¡Debajo de todo este polvo, es muuuuuy bonita!
– Tendremos que pasar la noche en un hotel -dijo Luke-. Quizá si traemos un equipo de limpieza y carpinteros… -podía ver su viaje a América pospuesto indefinidamente. Maldición. Al principioo le había parecido una buena idea. Pero, de repente…
Wendy sacudió la cabeza.
– No. La casa está bien. Mejor de lo que yo pensaba. No hace falta que vayamos a un hotel. Gabbie se ha pasado la vida de un lado para otro. Si esta va a ser nuestra casa, lo será desde ahora mismo.
Estaban en lo que antaño debía de haber sido el cuarto de estar. Wendy se acercó a una ventana y empujó una de las hojas. Cuando se abrió, una ráfaga de aire salino entró en la habitación y Wendy vio…
– ¡El mar! -dijo, exultante-. ¡Mira, Gabbie, el mar! -más allá de la amplia terraza y de un prado donde pastaban plácidamente las vacas, se extendía el océano. Desde allí parecía verse una playa de arena. Quizá incluso pudieran nadar. ¡Era maravilloso!-. ¡El mar, el mar, el mar! -Wendy alzó a Gabbie y dio vueltas con ella en brazos. El placer brillaba en sus ojos. Aquello parecía un sueño-. Nos va a encantar vivir junto al mar, Gabbie, cariño. Cuando tu madre no te quiera, vivirás aquí conmigo. Junto al mar. En esta casa, que va a ser el lugar más maravilloso de la tierra -luego, sonriendo, dejó a Gabbie en el suelo, se arremangó y observó a Luke con mirada especulativa-. Solo hace falta un poco de trabajo.
– Eh, yo soy agente de bolsa -dijo Luke, alarmado, adivinando lo que ella tramaba-. No limpiador.
– Y yo soy trabajadora social, y Gabbie es una niña de cinco años bajo custodia del estado. Pero, desde este momento, todos somos limpiadores. La necesidad manda, señor Grey. Gabbie, vamos a elegir una habitación para ti, y la limpiaremos de arriba abajo. Porque la habitación de Gabbie es la más importante de la casa.
– ¡Eh!
– ¿Sí? -Wendy alzó las cejas amablemente-. ¿No le parece bien?
– Podemos pagar a alguien para que venga a limpiarla.
– Esta noche, no. Nosotros somos los limpiadores. Si quiere que convirtamos esto en un hogar, tendrá que esforzarse un poco.
– No voy vestido para limpiar -miró su chaqueta de cuero y sus pantalones inmaculados.
Wendy sonrió.
– ¿Y tiene ropa de limpiar en su casa? Vamos, Luke Grey. Sorpréndame. Dígame que tiene monos viejos manchados de pintura en el garaje… para esas chapuciIlas que hace los fines de semana.
El puso una media sonrisa.
– Bueno, tal vez no.
– Y esa ropa que lleva no es la mejor que tiene, ¿a que no?
Luke pensó en sus trajes de diseño.
– ¡Demonios, claro que no!
– ¿Lo ve? Podría haber sido peor -dijo ella alegremente, colocando con cuidado el capazo de Grace sobre un butacón cubierto de polvo y cubriéndolo con un chal-. Bueno, ya está. Su hermanita está plácidamente dormida, y a los demás nos toca trabajar. La habitación de Gabbie, lo primero.
– Pensaba que… -Luke estaba tan asombrado que apenas podía hablar-… la cocina, tal vez…
– Tenemos dos niñas, Luke Grey -dijo ella suavemente-. Hay que establecer las prioridades. Hay que hacer fuego… fuera, creo, porque apuesto a que la chimenea está bloqueada, y necesitamos agua caliente. Hará falta uña persona valiente para encender el fogón de la cocina, y quizá yo no sea la persona adecuada. Al menos, esta noche no. Y si yo no tengo suficiente valor, estoy segura de qué usted tampoco. ¡Irnos a un hotel! Cielos, qué estupidez. Bueno, Luke. Bueno, Gabbie. Hagamos de esta casa un lugar habitable.
Si alguien le hubiera dicho a Luke cuando se había despertado aquella mañana que, en lugar de volar a Nueva York, se pasaría la tarde de rodillas con un cepillo de raíz en la mano y la nariz en el polvo, le habría contestado que estaba soñando.
Pero eso era justamente lo que había ocurrido. Wendy no lo dejó parar ni un momento. Mientras Grace dormitaba, lo puso a trabajar como si no hubiera más días y, con la etiqueta de «estúpido» zumbándole en las orejas, él apretó los dientes y obedeció.
La habitación que Gabbie había elegido era un cuartito diminuto adosado a un extremo de la casa. Las ventanas daban sobre el océano, pero la niña no lo había elegido por eso.
– Dime dónde vas a dormir tú -le había pedido a Wendy, y esta había asentido y había elegido cuidadosamente la habitación cuya puerta interior daba a aquel cuartito.
– Así podremos dormir con las puertas abiertas y hablar -le había susurrado a Gabbie, y Luke se había preguntado, no por primera vez, qué había detrás del terror de aquella niña.
Aunque no había tenido mucho tiempo para hacerse preguntas.
– No nos iremos a la cama hasta que la habitación de Gabbie quede perfecta -decretó Wendy, y, mientras él fregaba, ella salió al exterior llevando sábanas, mantas, alfombras y cortinas para colgarlas en el viejo tendedero. Armó a Gabbie con una escoba, se buscó una más grande para ella, y las dos juntas comenzaron a librar a toda aquella ropa de generaciones y generaciones de polvo.
Después de airear las mantas a la brisa del mar y de inspeccionar el trabajo de Luke, Wendy decretó la recogida de la ropa. Tuvo a Gabbie entrando y saliendo con almohadas sobre la cabeza, y puso a fregar a Luke como si su vida dependiera de ello.
Aquella no era una relación jefe-empleada, se dijo Luke amargamente. Y, si lo era, estaba claro quién era el jefe. Y, desde luego, no era él.
Finalmente, sin embargo, Wendy ordenó parar.
– Bien. Tenemos una habitación y un cuarto de estar limpios. Más o menos. Ahora, hay que cenar.
– Cenar… -Luke se sentó en el suelo y contempló el resultado de sus esfuerzos con una especie de orgullo desinteresado.
La habitación de Gabbie tenía buen aspecto. Habían desencajado las dos ventanas intactas y desde ellas se veía el mar. Luke tenía la impresión de haber retrocedido veinte años. Había dormido muchas veces en aquella habitación, recordó. Su habitación oficial era una de las grandes de la parte frontal de la casa, pero la habitación contigua a aquella había sido la de su madre y, a veces, él dormía en aquel cuartito cuando estaba enfermo, o cuando lo estaba su madre y él tenía miedo, o en los días anteriores a su partida hacia el internado. Le gustaba aquella habitación porque podía hablar con su madre hasta que se quedaba dormido. Eso era lo mejor…
La cama estaba cubierta otra vez con una colcha bordada que recordaba haber visto hacer a su madre y a su abuela, y había un cuadro en la pared que su abuelo había comprado. Al abuelo le habría gustado que Gabbie durmiera bajo aquel cuadro, decidió Luke, y sorprendió a Wendy mirándolo con una expresión extraña. Como si;adivinara lo que estaba pensando.
Pero ella no dijo nada. En lugar de eso, le dirigió una sonrisa burlona.
– ¿Durmiéndose en los laureles, señor Grey?
– No sé por qué no -respondió él, molesto-. Creo que me lo merezco -levantó las manos-. Mire. ¡Ampollas! Tengo las manos de una fregona, señorita. Y…
– ¿Y?
– Tengo hambre.
En realidad, estaba muerto de hambre. Pero no había comida en la casa.
– Todo está arreglado -Wendy sonrió más ampliamente, y él la miró, sorprendido. Realmente, era una mujer extraordinaria-. Me he tomado la libertad…
– ¡Otra libertad! -gruñó él, poniéndose en pie y mirándose las manos con horror-. Mujer, si se toma alguna más…
– El taxista que ha traído mi equipaje volverá a las siete y media -dijo ella, imperturbable, y miró el reloj-. Solo quedan diez minutos. Va a traer un montón de comida. Le di una lista. Incluyendo comida para niños, pañales… ¡y pizza!
– ¡Pizza! ¿Vamos a tener una pizza dentro diez minutos?
– Primero nos lavaremos y luego comeremos -dijo ella-. He encontrado jabón y he sacudido algunas toallas. llas. Cenaremos fuera, junto al fuego, señor Grey. Lávese y podrá reunirse con nosotras.
¿Cómo iba él a resistirse a semejante invitación? Se dirigió al cuarto de baño, que, aunque deteriorado por el tiempo, aún olía extrañamente a su madre y a su abuela. Se lavó con agua fría y luego se quedó un buen rato mirándose al espejo polvoriento.
La última vez que se había mirado en aquel espejo, era un niño. Había vuelto del internado para pasar el fin de semana en casa y su abuela había sufrido un ataque al corazón.
– Ve a lavarte, chico -le había dicho un vecino, compadeciéndose de él. La ambulancia se había ido, y el niño no podía quedarse allí, solo-. Te llevaremos de vuelta a la escuela.
Y él había obedecido. Se había quedado largo rato mirándose al espejo, sabiendo que todo había cambiado irremediablemente. Se había quedado solo. Luego, había salido de la casa y había sentido en las tripas que no volvería nunca más. Que había llegado el fin de su familia. Primero su abuelo, luego su madre y finalmente su abuela…
Querer a la gente era doloroso. Y volver a estar allí, también lo era.
– Oh, por el amor de Dios, sal de aquí y cómete esa pizza -le dijo a la cara más vieja y más sabia que lo miraba desde el espejo-. No sé por qué demonios te tomas tantas molestias por esa niña. Pero, si tienes que hacerlo, hazlo. Le organizas la vida y te vas. Te montas en el coche y conduces hacia la puesta de sol. A toda velocidad.
Porque cualquier otra cosa lo conduciría a… ¿adónde?¿Al compromiso emocional? Había jurado no volver a padecer aquel sufrimiento nunca más. No podría afrontarlo.
Entonces oyó el ruido de un claxon en la puerta. La cena había llegado. Y los pañales. Y la domesticidad.
– Solo será una semana -se dijo secamente-. ¡Y, luego, podrás irte!