Maddie tardó poco más de una semana en encontrar la pista de la amiga de su madre que había sido vecina en el recinto para caravanas. Poco después de la muerte de su madre, Trina Olsen-Hays vendió su caravana y se trasladó a Ontario, Oregón. Se casó con un bombero a mediados de los años ochenta, tuvo tres hijos mayores y dos nietos. Cuando se sentó frente a ella en el café local, Maddie recordó vagamente a la mujer rellenita, de cabellos pelirrojos y un poco de tupé, pecas y cejas pintadas. Se acordaba de que le daba miedo mirar aquellas cejas. Ver a Trina también le trajo a la memoria una colcha de color rosa de lunares. No sabía por qué ni qué significaba, solo que se sentía caliente y segura arropada en ella.
– Alice era realmente una buena chica -dijo Trina ante un café y un pastel de nueces-. Y joven.
Maddie miró la grabadora que descansaba en la mesa en medio de ellas, luego miró a Trina.
– Tenía veinticuatro años.
– Solíamos charlar del futuro mientras compartíamos una botella de vino. Yo quería ver mundo. Alice solo quería casarse. -Trina sacudió la cabeza y dio un bocado al pastel-. Tal vez porque tenía una niña pequeña. No sé, pero solo quería encontrar un hombre, casarse y tener más hijos.
Maddie no sabía que su madre pensara en tener más hijos, pero se dijo que tenía sentido. Si su madre viviera, no le cabía duda de que habría tenido un hermano o una hermana, o ambos. No era la primera vez, pero le conmovió pensar en lo diferente que habría sido su vida de no haber sido por Rose Hennessy. A Maddie le encantaba su vida. Le encantaba la mujer en la que se había convertido. No la cambiaría por nada, pero a veces pensaba en lo distinta que habría sido.
– ¿Conocía a Loch o a Rose Hennessy?
Mientras miraba a Trina sentada frente a ella, se preguntó si su madre llevaría un peinado anticuado o se habría puesto al día adaptándose a la moda.
– Eran mayores que yo, pero los conocía a los dos. Rose era una persona impredecible. -Trina dio un sorbo de café-. Y Loch era un seductor nato. No era de extrañar que Alice se enamorase de él. Quiero decir, todas las mujeres estaban enamoradas de él, pero la mayoría de las mujeres tenía más sentido común.
– ¿Sabe qué sentía Loch por Alice?
– Solo sé que Alice creía que iba a dejar a su esposa y a su familia por ella. -Trina se encogió de hombros-. Pero todas las mujeres con las que se enredaba pensaban lo mismo. Solo que Loch nunca lo hacía. Claro que tenía sus líos amorosos, pero nunca dejaba a Rose.
– Entonces ¿qué cree usted que había de diferente en la relación de Loch y Alice? ¿Qué llevó a Rose a la desesperación y le hizo cargar un arma y presentarse en el bar Hennessy aquella noche?
Trina sacudió la cabeza.
– Siempre he creído que fue la gota que desbordó el vaso.
Tal vez.
– O pudo ser que Alice fuera mucho más joven y bonita que las demás. ¿Quién sabe? Lo que recuerdo es lo rápido que Alice se enamoró de Loch. No se creería lo rápido que se enamoró perdidamente.
Después de leer los diarios de su madre, Maddie lo creía de sobras.
Trina dio otro mordisco al pastel y miró la boca de Maddie mientras masticaba. Enarcó sus cejas pintadas y miró a Maddie a los ojos.
– Reconozco tu boca. Eres la hijita de Alice, ¿verdad?
Maddie asintió. Casi era un alivio revelarlo.
Trina sonrió.
– Bueno, ¿qué te parece? Siempre me he preguntado qué habría sido de ti después de que tu tía se te llevara.
– Era mi tía abuela y me llevó con ella a Boise. Murió la primavera pasada. Entonces encontré los diarios de mi madre y en ellos aparecía su nombre.
Trina dio unas palmaditas en la mano de Maddie por encima de la mesa. Fue una caricia fría y un poco extraña.
– Alice estaría muy orgullosa de ti.
A Maddie le gustaba pensar eso, pero no estaba segura.
– Entonces ¿te has casado? ¿Tienes niños?
– No.
Trina le dio una última palmadita y luego cogió el tenedor.
– Aún eres joven. Tienes tiempo.
Maddie cambió de tema.
– Tengo un débil recuerdo de una colcha de lunares. ¿Recuerda algo de eso?
– Hummm. -Dio un bocado y miró al techo para pensarlo-. Sí. -Le devolvió la mirada a Maddie y sonrió-. Alice la hizo para ti y solía envolverte enterita en ella como un…
– Un burrito. -Maddie concluyó la frase como si el recuerdo de su madre le refrescara la memoria.
«Tú eres mi burrito de lunares.» Si Maddie hubiera sido una mujer muy emotiva, la punzada que sentía en el corazón le habría arrancado unas lágrimas, pero ella nunca había sido una persona emotiva, y podía contar con los dedos de una mano el número de veces que había llorado en su vida adulta. No se consideraba una persona fría, pero había aprendido pronto que las lágrimas nunca cambiaban nada.
Habló con Trina durante otros cuarenta y cinco minutos antes de recoger sus notas y la grabadora y dirigirse a Boise.
Tenía otra prueba del vestido de dama de honor aquella tarde, y debía encontrarse con sus amigas en la tienda de vestidos de novias de Nan antes de comer con ellas y volver a Truly.
Se detuvo en Value Rite a comprar papel higiénico y un paquete de seis Coca-Cola light. La tienda albergaba una exposición de campanillas de viento y comederos de colibrís, cogió uno y leyó las instrucciones. En realidad era una tontería. Probablemente el verano siguiente ya no estuviera viviendo en Truly. No tenía sentido crear un ambiente hogareño, pero puso el comedero en el carro, junto con el paquete de Coca-Cola. Siempre podría llevárselo cuando la vendiera. Había comprado la casa como una inversión. Ella era una mujer sola. Y una mujer sola no necesita dos casas, pero suponía que no había ninguna prisa en vender.
Carleen Dawson estaba en el pasillo de la comida para perros colocando correas y collares y hablando con una mujer de largos cabellos negros. Maddie le sonrió al pasar por delante con el carro y Carleen detuvo su conversación.
– Es ella -oyó decir a Carleen. Maddie siguió caminando hasta que notó una mano que le cogía del brazo.
– Solo un minuto.
Se volvió y vio unos ojos verdes. Se le erizó el vello de la nuca, como si debiera conocerla. La mujer llevaba una especie de uniforme, como si trabajara en un restaurante o en una cafetería.
– ¿Sí?
La mujer la soltó.
– Soy Meg Hennessy, usted está escribiendo sobre mis padres.
Meg. Por eso le sonaba, por las fotos de Rose. Si Mick era la viva imagen de Loch, Meg se parecía mucho a su madre. El hormigueo de la nuca se extendió por la columna vertebral, como si estuviera mirando a los ojos a una asesina. A la asesina de su madre, pero claro, Meg era tan inocente como ella.
– Sí.
– He leído sus libros. Usted escribe sobre asesinos en serie. Un tema muy sensacionalista. Mi madre no era una asesina en serie.
Maddie no quería hablar allí, en mitad de una tienda, con Carleen mirando.
– Tal vez podríamos hablar de esto en otra parte.
Meg sacudió la cabeza y el cabello negro ondeó sobre los hombros.
– Mi madre era una buena persona.
Esa frase era digna de ser debatida, pero no en un supermercado.
– Estoy escribiendo un relato objetivo de lo ocurrido.
Y era cierto. Había escrito algunas crudas verdades sobre su madre que podía haber pasado por alto con facilidad.
– Eso espero. Sé que Mick no quiere hablar de esto. Entiendo cómo se siente, pero es obvio que usted va a escribir ese libro con o sin nuestra ayuda. -Hurgó en su bolso y sacó un bolígrafo y un envoltorio plateado de chicle-. A mí no me parece que la muerte de mis padres merezca una novela, pero usted sí lo cree -dijo mientras escribía en el lado blanco del envoltorio-. De modo que llámeme si tiene preguntas.
Maddie no se impresionaba con facilidad, pero cuando Meg le dio el papel, se quedó tan asombrada que no supo qué decir. Miró el número de teléfono y dobló el papel por la mitad.
– Lo más probable es que ya haya hablado con los parientes de esa camarera. -Meg metió el bolígrafo en el bolso y el cabello negro cayó sobre las pálidas mejillas-. Estoy segura de que le han mentido sobre mi familia.
– Alice solo tiene un pariente vivo. Su hija.
Meg levantó la mirada y se recogió el cabello detrás de las orejas.
– No sé lo que le habrá contado. Nadie por aquí se acuerda de ella. Lo más probable es que sea como su madre y ande por ahí destrozando hogares.
Maddie se aferró con fuerza al manillar del carrito del supermercado, pero se las arregló para esbozar una sonrisa amable.
– Se parece mucho a su madre e imagino que usted se parece mucho a la suya.
– Yo no me parezco en nada a mi madre. -Meg se enderezó, y su voz era algo más estridente-. Mi madre mató a un marido que la engañaba. Yo me divorcié del mío.
– Es una lástima que su madre no pensara en el divorcio como una opción mejor.
– A veces una persona está sometida a demasiada presión.
¡Y una mierda! Maddie había oído esa excusa de todos los sociópatas a los que había entrevistado. La vieja excusa de «ella me presionó demasiado así que le tuve que dar ciento cincuenta puñaladas».
– ¿Fue la relación de su padre con Alice Jones lo que sometió a su madre a demasiada presión? -preguntó guardándose el papel de chicle en el bolsillo de los pantalones.
Maddie esperaba la misma reacción cada vez que formulaba aquella pregunta; un encogimiento de hombros. Pero en lugar de eso, Meg se dedicó a hurgar una vez más en su bolso. Sacó unas llaves y se cruzó de brazos.
– No lo sé -contestó sacudiendo la cabeza.
«Está mintiendo.» Maddie miró los ojos verdes de Meg y Meg apartó la mirada hacia unas bolsas de comida y chucherías para perros. Aquella mujer sabía algo, algo de lo que no quería hablar.
– Solo tres personas saben lo que pasó en realidad aquella noche. Mi padre, mi madre y esa camarera. Los tres están muertos. -Meg metió un dedo en la anilla y cerró los dedos alrededor de las llaves-. Pero si quiere saber la verdad sobre la vida de mi madre y de mi padre, llámeme y le aclararé las cosas. -Y tras decir eso se alejó.
– Gracias, lo haré -respondió Maddie. No creía que Meg quisiera en realidad responder a sus preguntas a pesar de que aparentase lo contrario. Dudaba que ella supiera toda la verdad sobre la vida de Rose y Loch. Tendría la versión de Meg, una versión que sin duda estaría llena de sombras y embellecida.
Empujó el carrito hacia la cola de las cajas y puso los artículos en la cinta. Mick había mencionado que su hermana podía resultar difícil. ¿Sufriría la misma inestabilidad mental que Rose? Maddie había notado la hostilidad de Meg hacia Alice Jones y hacia ella misma. Meg se había negado a pronunciar siquiera el nombre de Alice, pero sabía algo sobre aquella noche. Maddie estaba segura de ello y lo descubriría, fuera lo que fuese. Había sacado secretos a personas mucho más listas y que tenían mucho más que perder que Meg Hennessy.
Cuando Maddie entró en la casa después de estar fuera todo el día, el cadáver de un ratón muerto le dio la bienvenida. La semana anterior, el Control de Plagas de Ernie se había pasado por allí y pusieron varias trampas. Como resultado, Maddie iba encontrando ratones muertos por todas partes. Dejó las bolsas de Value Rite en la encimera de la cocina y luego cortó unos cuantos papeles de cocina. Cogió el ratón por la cola y lo tiró fuera al cubo de la basura.
– ¿Qué estás haciendo?
Maddie miró por encima del hombro hacia las profundas sombras creadas por los altos pinos ponderosa y vio a dos niños vestidos de minicomandos, mientras sostenía el ratón por la cola.
– Tirar esto a la basura.
Travis Hennessy se rascó una mejilla con el cañón de una pistola Nerf verde.
– ¿Se le arrancó la cabeza?
– Lo siento, pero no.
– ¡Vaya mierda!
Maddie arrojó el ratón muerto a la basura.
– Mis padres van a ir a Boise -le informó Pete-. Porque mi tía ha tenido bebés.
Maddie se volvió y miró a Pete.
– ¿En serio? ¡Qué buena noticia!
– Sí, y Pete se va a quedar a pasar la noche en mi casa.
– Mi padre nos llevará a casa de Travis en un periquete. Dice que mi tío Nick necesita un trago. -Pete cargó su rifle de plástico de camuflaje con un dardo de goma anaranjado-. Las niñas se llamarán Isabel y Lilly.
– ¿Sabes si…?
Louie llamó a los chicos interrumpiendo a Maddie.
– Hasta luego -dijeron al unísono, se dieron media vuelta y salieron pitando hacia los árboles.
– Adiós.
Volvió a tapar el cubo de la basura y regresó a la casa. Se lavó las manos y desinfectó el suelo donde había encontrado el ratón muerto. Eran más de las siete cuando puso una pechuga de pollo sobre la plancha de George Foreman. Se preparó una ensalada y se bebió dos vasos de vino con la comida. Tenía un largo día por delante; después de comer metió los platos en el lavavajillas y se cambió de ropa, se puso unos pantalones azules de Victoria's Secret de estar por casa con la palabra rosa impresa en el trasero. Se puso una sudadera azul con capucha y se recogió el cabello en una cola.
Un bloc de notas amarillo descansaba en su escritorio, Maddie lo cogió antes de encender unas cuantas lámparas y relajarse en el sofá. Mientras buscaba el mando a distancia, pensó en Meg y en la conversación que habían mantenido en el Value Rite. Si Meg le había mentido al decirle que no sabía lo que había desencadenado la locura de su madre, también podía mentirle sobre otras cosas. Cosas que Maddie tal vez no fuera capaz de demostrar o refutar.
Caso abierto destellaba en la pantalla del televisor, Maddie tiró el mando sobre el sofá y se sentó. Puso los pies encima de la mesa de café y anotó rápidamente sus impresiones sobre Meg. Escribió una lista de preguntas que pretendía hacerle, como: «¿Qué recuerda de la noche en que murieron sus padres?», y entonces sonó el timbre.
Eran las nueve y media cuando escrutó por la mirilla para ver al único hombre que había pisado aquella casa o se había quedado de pie en el porche. Había transcurrido más de una semana desde que había besado a Mick en su oficina de Mort. Ocho días desde que él le había desabrochado el vestido y avivado en ella un deseo doloroso y desesperado. Aquella noche no tenía una expresión feliz, pero al cuerpo de Maddie no pareció importarle. Al abrir la puerta notó aquella conocida sensación placentera en el vientre.
– Has hablado con Meg -dijo allí plantado con los brazos en jarras destilando testosterona y beligerancia masculina.
– Hola, Mick.
– Pensé que había quedado claro que no te acercarías a mi hermana.
– Y yo pensé que había quedado claro que no acepto tus órdenes.
Maddie se cruzó de brazos y se limitó a mirarlo. Las primeras sombras pálidas de la noche lo pintaban de una débil luz gris y le teñían los ojos de un azul asombroso. ¡Qué lástima que fuera tan mandón!
Se miraron durante un buen rato antes de que él dejara caer las manos a los costados.
– ¿Vamos a quedarnos aquí mirándonos toda la noche o vas a invitarme a entrar?
– Tal vez. -Maddie pensaba hacerlo, pero no todo iba a ser coser y cantar-. ¿Vas a ser grosero?
– Nunca soy grosero.
Maddie enarcó una ceja.
– Intentaré portarme bien.
Lo cual era una especie de declaración de intenciones, pensó ella.
– ¿Crees que podrás mantener la lengua fuera de mi boca?
– Eso depende. ¿Vas a mantener las manos lejos de mi polla?
– Mamón.
Maddie se dio media vuelta y entró en el salón, dejando que él entrara solo.
El cuaderno amarillo estaba boca arriba sobre la mesa del café y ella le dio la vuelta al entrar en la sala.
– Sé que Meg te dijo que la llamaras.
Maddie buscó el mando del televisor y lo apagó.
– Sí, me lo dijo.
– No puedes hacerlo.
Ella se tensó. Era tan típico de él creer que podía decirle lo que tenía que hacer… Entraba en su casa, alto e imponente, como si fuera el rey de su castillo.
– Pensaba que ya habías aprendido que yo no obedezco tus órdenes.
– Esto no es un juego, Maddie. -Mick vestía un polo negro de Mort y unos Levi's de talle bajo-. Tú no conoces a Meg. No sabes cómo se pone.
– ¿Y por qué no me lo cuentas?
– Sí, ya -se burló-. Así podrás ponerlo en tu libro.
– Ya te he dicho que no voy a escribir sobre ti ni sobre tu hermana. -Se sentó en un brazo del sofá y puso un pie sobre la mesa del café-. Francamente, Mick, no eres tan interesante. -¡Jesús!, aquello era una mentira tan grande que le sorprendió que no le creciera la nariz.
Mick la miró.
– Aja.
– He dejado en paz a Meg, tal como tú querías; fue ella la que se acercó a mí, no yo a ella -dijo poniéndose una mano en el pecho.
– Ya lo sé.
– Es una mujer adulta. Mayor que tú, y sin duda puede decidir si habla conmigo o no.
Mick se acercó a los ventanales y miró por ellos hacia la terraza y al lago un poco más allá. La luz de la lámpara del sofá le iluminaba un hombro y un lado de la cara.
– Tal vez sea mayor que yo, pero a veces es impredecible. -Se quedó en silencio un momento, luego volvió la cabeza y la miró por encima del hombro. Su voz cambió, el tono exigente había desaparecido cuando le preguntó-: ¿Cómo sabes que había huellas de mi madre por todo el bar aquella noche? ¿Está en el informe de la policía?
Maddie se levantó despacio.
– Sí.
Apenas oyó la pregunta siguiente.
– ¿Qué más?
– Hay fotografías de sus huellas.
– Joder. -Sacudió la cabeza-. Quiero decir, ¿qué más había en ese informe?
– Lo corriente. Todo, desde la hora de llegada hasta las posiciones de los cadáveres.
– ¿Cuánto tardó mi padre en morir?
– Unos diez minutos.
Descansó el peso sobre un pie y cruzó los brazos sobre el amplio pecho. Se quedó en silencio durante unos segundos más antes de proseguir.
– Habría podido llamar a una ambulancia y tal vez le habría salvado la vida.
– Sí, habría podido.
Él la miró en la corta distancia. Ahora sus ojos estaban llenos de emoción.
– Diez minutos es mucho tiempo para que una esposa vea sufrir y sangrar a su marido hasta la muerte.
Maddie avanzó unos pasos hacia él.
– Sí.
– ¿Quién llamó a la policía?
– Tu madre. Justo antes de pegarse un tiro.
– Así que se aseguró de que mi padre y la camarera estaban muertos antes de llamar.
Maddie lo corrigió.
– La camarera tenía un nombre.
– Lo sé. -Una triste sonrisa curvó la comisura de sus labios-. De niño mi abuela siempre la llamaba «la camarera». Es solo la costumbre.
– ¿No sabes nada de esto?
Mick sacudió la cabeza.
– Mi abuela no hablaba de cosas desagradables. Créeme, que mi madre matase a mi padre y a Alice Jones era la primera en su lista de cosas de las que no hablábamos. -Mick miró por la ventana-. Y tú tienes fotografías.
– Sí.
– ¿Aquí?
Maddie pensó la respuesta y decidió decirle la verdad.
– Sí.
– ¿Qué más?
– Además de los informes de la policía y de la escena del crimen, tengo entrevistas, artículos de periódicos, gráficos y el informe del forense.
Mick abrió los ventanales y salió afuera. Los altos pinos ponderosa proyectaban sombras oscuras sobre la terraza, persiguiendo los apagados grises del ocaso. Una ligera brisa perfumaba la noche con olor a pino y despeinaba los cabellos de Mick que le caían sobre la frente.
– Una vez fui a la biblioteca cuando tenía unos diez años, con la idea de echar un vistazo a los viejos artículos de los periódicos, pero la bibliotecaria era amiga de mi abuela, así que me marché.
– ¿Has leído algún relato sobre aquella noche?
– No.
– ¿Te gustaría?
Mick sacudió la cabeza.
– No. No tengo demasiados recuerdos de mis padres, y leer acerca de lo que pasó aquella noche estropearía los pocos que tengo.
Maddie tenía un montón de recuerdos de su madre. Últimamente, con la ayuda de los periódicos había recuperado unos pocos.
– Tal vez no.
Mick sonrió sin ganas.
– Hasta que llegaste a la ciudad, yo no sabía que mi madre había visto morir a mi padre. No sabía que le odiase tanto.
– Puede que no lo odiara. El amor y el odio son dos emociones poderosas. Las personas matan a quienes aman a menudo. Yo no lo comprendo, pero sé que ocurre.
– Eso no es amor. Es otra cosa. -Se acercó al borde oscuro de la terraza y se agarró a la barandilla de madera. Al otro lado del lago, la luna empezaba a alzarse sobre las montañas y reflejaba una imagen perfecta en las aguas lisas-. Hasta que llegaste a la ciudad todo estaba enterrado en el pasado al que pertenece. Luego empezaste a hurgar y a husmear, y la gente de por aquí no puede dejar de hablar de ello. Lo mismo que cuando yo era niño.
Maddie se acercó a él y apoyó el trasero en la barandilla. Se cruzó de brazos y miró el perfil oscuro de su rostro. Estaba tan cerca que la mano de Mick descansaba junto a ella sobre la barandilla.
– Salvo en tu casa, supongo que el tema de tu padre y tu madre solía comentarse mucho.
– Y que lo digas.
– ¿Por eso te peleabas tanto?
Mick la miró a los ojos y sonrió débilmente.
– Quizá era solo que me gustaba pelear.
– O tal vez no te gustaba que la gente dijera cosas feas de tu familia.
– Crees que me conoces. Crees que has averiguado cómo soy.
Maddie encogió un hombro. Sí, lo conocía. En cierto sentido, imaginaba que habían vivido vidas paralelas.
– Creo que debe de haber sido un infierno vivir en una ciudad donde todo el mundo sabe que tu madre mató a tu padre y a su joven amante. Los niños pueden ser muy crueles. No es solo un cliché. Créeme, lo sé muy bien. Los niños son malos.
La brisa movió unas cuantas mechas de cabello hacia la mejilla de Maddie y Mick levantó una mano para apartárselas de la cara.
– ¿Qué te hacían? ¿No te elegían para jugar a la pelota?
– No me elegían para jugar a nada. Era un poco regordete.
Mick le colocó el cabello detrás de la oreja.
– ¿Un poco?
– Mucho.
– ¿Cuánto pesabas?
– No lo sé, pero en sexto grado me regalaron unas botas negras impresionantes. Tenía las pantorrillas tan grandes que no pude abrochármelas. Así que me las doblé hacia abajo y me engañé a mí misma pensando que todos creerían que así era como se suponía que se llevaban. Nadie se lo tragó y yo nunca volví a ponerme las botas. Ese fue el año en que empezaron a llamarme Cincinnati Maddie. Al principio estaba muy contenta de que ya no me llamaran Maddie la gorda. Luego descubrí por qué me llamaban así y no estuve tan contenta. -A través del oscuro espacio que los separaba, Mick enarcó una ceja interrogativa y ella explicó-: Decían que yo estaba tan gorda porque me había comido Cincinnati [8].
– Pequeños cabrones. -Mick bajó la mano-. No me extraña que tengas tan mal genio.
¿Tenía mal genio? Tal vez.
– ¿Qué excusa tienes tú?
Notó que Mick le acariciaba el rostro con la mirada durante unos instantes antes de responder.
– Yo no tengo mal genio.
– Ya -se burló.
– Bueno, no lo tenía hasta que tú llegaste a la ciudad.
– Mucho antes de que yo me mudara a esta ciudad, tú ya se las hacías pasar moradas al sheriff Potter.
– Crecer en esta ciudad a veces era un infierno.
– Me lo imagino.
– No, no te lo imaginas. -Respiró hondo-. La gente se ha preguntado toda mi vida si yo iba a perderme como mi madre y matar a alguien. O si crecería para ser como mi padre. Para un niño es muy duro vivir con eso.
– ¿Alguna vez te preocupa eso?
Mick sacudió la cabeza.
– No, nunca. El problema de mi madre, uno de sus problemas, era que nunca debió haber soportado a un tipo que la engañaba constantemente. Y el problema de mi viejo era que nunca debió casarse.
– ¿Así que tu solución es evitar el matrimonio?
– Exacto. -Se sentó a su lado en la barandilla y la cogió de la mano-. Igual que tú resolviste el problema de sobrepeso evitando los hidratos de carbono.
– Eso es distinto. Yo soy una hedonista y tengo que evitar algo más que los hidratos de carbono.
En aquel momento, su naturaleza hedonista notaba el calor de la mano de Mick que le subía por el brazo hasta el pecho.
– También evitas el sexo.
– Sí, y si abandono la abstinencia en cualquiera de estos dos ámbitos, podría volverme horrible.
– ¿Cómo de horrible?
De repente Mick estaba demasiado cerca y ella se puso de pie.
– Me atiborraría.
– ¿De sexo?
Intentó apartar la mano, pero él no la soltaba.
– O de hidratos de carbono.
Mick puso la otra mano en su cintura.
– ¿De sexo?
– Sí.
La blanca y seductora sonrisa de Mick centelleó a través de la oscuridad que los separaba.
– ¿Cómo de horrible te volverás?
La atrajo hacia sí despacio hasta sujetarla entre sus muslos.
La calidez de la mano, el contacto con los muslos y la sonrisa pícara de Mick se unían en una conspiración para atraerla, arrebatarle la voluntad para resistir y hacerle abandonar la abstinencia de inmediato. Notaba los senos pesados, la piel tensa y el incesante dolor que Mick había creado la primera vez que la besó le golpeaba ahora de un modo agudo, punzante y abrumador.
– No quieras saberlo.
– Sí -dijo-. Creo que sí quiero saberlo.