Capítulo 2

Mick Hennessy puso una goma a un fajo de billetes y lo colocó junto a un montón de recibos de tarjetas de crédito y de débito. El sonido del clasificador de monedas eléctrico situado encima de su mesa llenaba la pequeña oficina de la trastienda del bar de Mort. Todos menos Mick se habían ido a casa a dormir y él estaba cuadrando la caja antes de hacer lo mismo.

Mick llevaba en la sangre el negocio de los bares. Su abuelo fabricaba y vendía alcohol etílico barato durante la ley seca y abrió Hennessy dos meses después de que la Decimoctava Enmienda fuera revocada y en Estados Unidos volvieran a abrirse los grifos de los barriles. El bar había pertenecido a su familia desde entonces.

A Mick no le preocupaban demasiado los borrachos beligerantes, pero le gustaba el horario flexible que le permitía ser su propio jefe. No tenía que recibir órdenes ni responder ante nadie, y cuando entraba en uno de sus bares, experimentaba una sensación de propiedad que no había sentido con ninguna otra cosa en su vida. Sus bares eran bullangueros y caóticos, pero era un caos que él controlaba.

Más que el horario y la sensación de propiedad, a Mick le gustaba hacer dinero. Durante los meses de verano, ganaba dinero a espuertas de los turistas y de la gente que vivía en Boise y tenía cabañas en el lago de Truly.

La máquina de monedas cesó de contar y Mick puso los paquetes en fundas de papel. Vislumbró mentalmente la imagen de la mujer de cabellos oscuros y labios rojos. No le sorprendió haberse percatado de la presencia de Maddie Dupree a los pocos segundos de ponerse detrás de la barra. Lo que le habría sorprendido era lo contrario. Con aquella hermosa piel perfecta y aquellos seductores ojos castaños, era justo el tipo de mujer que le llamaba la atención. Ese pequeño lunar en la comisura de los carnosos labios le recordó el tiempo que hacía que no besaba una boca como la suya y luego continuaba descendiendo, por la barbilla y el cuello hasta todos los tiernos y dulces rincones.

Desde que había regresado a Truly hacía dos años, su vida sexual había sufrido más de lo que habría querido, lo cual era una mierda. Truly era una pequeña ciudad donde la gente iba a la iglesia los domingos y se casaba joven. Solían permanecer casados y si no, se esmeraban por volver a casarse muy deprisa. Mick nunca se liaba con mujeres casadas ni con aquellas que pensaran en el matrimonio. Ni se lo planteaba.

Y no es que en Truly no abundaran las solteras. Al tener dos bares en la ciudad, conocía a un montón de mujeres disponibles. Un buen porcentaje de ellas le hacían saber que estaban interesadas en algo más que en su carta de cócteles. Algunas conocían su vida y milagros, sabían las historias y los rumores, y creían conocerlo, pero no era así, o de otro modo habrían sabido que él prefería pasar el rato con mujeres que no lo conocieran ni conocieran su pasado, que ignoraran los sórdidos detalles de la vida de sus padres.

Mick metió el dinero y los recibos en bolsas de seguridad y las cerró con cremallera. El reloj de la pared de encima de su escritorio señalaba las dos y cinco. La última fotografía que le habían hecho a Travis en el colegio estaba sobre la mesa de roble barnizada; un niño con las mejillas y la nariz salpicadas de pecas. El sobrino de Mick tenía siete años, pero parecía que tuviera el doble y tenía demasiado de los Hennessy para su bien. La sonrisa inocente no engañaba a Mick ni por un segundo. Travis tenía el cabello negro, los ojos azules de sus antepasados y modales de salvaje. Si se le dejase campar a sus anchas, heredaría su querencia por las broncas, la bebida y las mujeres. Cada uno de esos rasgos por si solo no era necesariamente malo con moderación, pero la moderación le había importado un pepino a generaciones de Hennessy, y la combinación a veces había demostrado ser mortal.

Cruzó la oficina y dejó el dinero en el estante superior de la caja de seguridad, junto al listado de las operaciones de aquella noche. Cerró la pesada puerta, bajó el tirador de acero y giró la rueda. El ruido de la cerradura rompió el silencio de la pequeña oficina de la trastienda del bar de Mort.

Travis se las estaba haciendo pasar canutas a Meg, de eso no cabía duda, y la hermana de Mick no comprendía demasiado a los niños. No comprendía por qué los niños tiraban piedras, convertían en un arma todo lo que tocaban y se liaban a puñetazos sin motivo aparente. A Mick le tocaba hacer de mediador en la vida de Travis y ayudar a Meg a criarlo, con el fin de que el niño tuviera a alguien con quien hablar y que le enseñara a convertirse en un hombre bueno. No es que Mick fuera un experto ni un modelo ejemplar de lo que era un hombre bueno, pero tenía conocimiento de primera mano y alguna experiencia de lo que era ser un gilipollas.

Cogió unas llaves de encima de la mesa y salió de la oficina. Los talones de las botas contra el suelo de madera resonaron desmesuradamente fuerte en el bar vacío.

Cuando era niño, nunca tuvo a nadie con quien poder hablar y que le enseñara a ser un hombre. Le habían criado su abuela y su hermana, y lo tuvo que aprender solo. Con frecuencia de la manera más dura. No quería que a Travis le pasara lo mismo.

Mick apagó las luces y salió por la puerta de atrás. El aire fresco de la madrugada le acarició la cara y el cuello cuando metió la llave para cerrar el candado. En cuanto había acabado la secundaría, había salido de Truly para asistir a la Universidad Estatal de Boise en la capital. Pero después de tres años de actividades infructuosas y una actitud deplorable, se alistó en el ejército. En esa época, ver el mundo desde el interior de un carro de combate le pareció un plan muy inteligente.

Subió a la camioneta Dodge Ram que estaba aparcada junto al contenedor. Ciertamente había visto mundo. A veces más del que le gustaría recordar, aunque no desde el interior de un carro de combate. Lo había visto desde el aire, a miles de metros de altura, en la cabina de un helicóptero Apache. Había pilotado helicópteros para el gobierno de Estados Unidos antes de dejar el ejército y trasladarse a Truly. El ejército le había dado algo más que una buena carrera y la oportunidad de llevar una buena vida. Le había enseñado a ser un hombre de un modo que jamás habría aprendido viviendo en una casa con dos mujeres. Había aprendido cuándo tenía que ponerse firme y cuándo cerrar el pico. Cuándo luchar y cuándo salir corriendo. A distinguir lo importante de lo que no merecía que perdiera el tiempo.

Mick encendió el motor de la camioneta y esperó unos segundos a que el vehículo se calentara. Era el propietario de dos bares, y consideraba muy buena cosa haber aprendido a tratar con borrachos beligerantes y gilipollas de diversa calaña sin que fuera necesario empezar a repartir puñetazos y romper caras. Aparte de eso, poco más había conseguido. De joven se había metido en una pelea tras otra, y siempre iba de aquí para allí con un ojo morado y un labio hinchado. En aquella época no sabía cómo tratar con los gilipollas de este mundo. En aquella época se había visto obligado a vivir con el escándalo que sus padres habían generado. Había tenido que vivir con los murmullos que se levantaban cuando entraba en una habitación; las miradas de soslayo en la iglesia o en la tienda de comestibles Valley; las burlas de los demás chicos en la escuela o, lo que era peor, las fiestas de cumpleaños a las que no les invitaban ni a él ni a Meg. En aquella época todo lo resolvía con los puños. Meg, sin embargo, se había convertido en una niña retraída.

Encendió las luces de la camioneta y dio marcha atrás. Las luces traseras de la Ram iluminaron el callejón mientras miraba por encima del hombro y salía del aparcamiento. En una ciudad más grande, las promiscuas vidas de Loch y Rose Hennessy se habrían olvidado en pocos días. Habrían sido noticia de portada durante un día o dos y luego se habrían visto eclipsadas por algo más chocante, algo más importante de lo que hablar durante el café de la mañana. Pero en una ciudad del tamaño de Truly, donde el escándalo más jugoso solía tener que ver con actos tan infames como robar una bicicleta o con Sid Grimes, que cazaba furtivamente fuera de temporada, las licenciosas conductas de Rose y Loch Hennessy podían lograr que la ciudad hablara de ellos durante años. Especular y recrear cada detalle trágico se había convertido en uno de los pasatiempos favoritos de los lugareños, por ejemplo, durante los desfiles de las fiestas, el concurso de esculturas de hielo, y en la recaudación de fondos para las diversas causas de la ciudad. Pero, a diferencia de las carrozas emperifolladas y los programas de «simplemente di no a las drogas» a la salida del instituto, lo que todo el mundo parecía olvidar, o tal vez le importaba muy poco, era que entre los restos del naufragio del matrimonio de Rose y Loch se encontraban dos niños inocentes que intentaban sobrevivir.

Puso una marcha y salió del callejón a una calle poco iluminada. Buena parte de sus recuerdos de infancia estaban ya viejos, desdibujados y, por suerte, olvidados. Otros eran tan vividos que podía recordar hasta el más mínimo detalle, como la noche en que a Meg y a él les despertó el sheriff del condado, les dijo que cogieran sus pocas pertenencias y se los llevó a casa de su abuela Loraine. Recordaba estar sentado en el asiento trasero del coche patrulla en camiseta, calzoncillos y zapatillas deportivas, aferrado a su camión Tonka, mientras Meg, que se hallaba a su lado, lloraba como si el mundo hubiera llegado a su fin. Y así era. Recordaba el ruido y las voces cargadas de adrenalina de la radio de la policía, y recordaba algo sobre que alguien tenía que comprobar lo de la otra niñita.

Dejando atrás las pocas luces de la ciudad, Mick condujo a través de la oscuridad durante tres kilómetros antes de entrar en una carretera sin asfaltar. Dejó atrás la casa donde él y Meg se habían criado tras la muerte de sus padres. Su abuela, Loraine Hennessy, había sido cariñosa y afectuosa a su modo. Velaba porque Meg y él tuvieran cosas como botas de invierno y guantes y siempre les atiborraba de comida casera, pero se olvidaba por completo de lo que realmente necesitaban: una vida lo más normal posible.

Su abuela se negó a vender la vieja granja donde él y Meg habían vivido con sus padres. Durante años estuvo abandonada en las afueras de la ciudad y se convirtió en un nido de ratones y un constante recordatorio de la familia que una vez la habitó. Nadie podía entrar en la ciudad sin verla, sin verla invadida por la maleza, sin ver la descascarillada pintura blanca y el tendedero combado.

Y de lunes a viernes, durante nueve meses al año, Mick y Meg se habían visto obligados a pasar por delante para ir al colegio. Mientras los demás niños del autobús charlaban sobre el último episodio de The Dukes of Hazzard o comprobaban el contenido de sus meriendas, él y Meg apartaban la cabeza de la ventanilla. Notaban un peso en el estómago y contenían la respiración pidiéndole a Dios que nadie se fijara en su vieja casa. Dios no siempre les complacía y en el autobús circulaba el último rumor que los niños habían oído sobre los padres de Mick.

El viaje en autobús al colegio había sido un infierno diario. Una tortura rutinaria, hasta una fría noche de octubre de 1986 cuando la granja ardió en una enorme bola de fuego anaranjada y se quemó por completo hasta los cimientos. Determinaron que el incendio había sido provocado y realizaron una investigación a fondo. Interrogaron a casi todos los habitantes de la ciudad, pero nunca pillaron a la persona responsable de rociar la casa con queroseno. Todo el mundo allí creía saber quién lo había hecho, pero nadie estaba seguro.

Tres años más tarde, después de la muerte de Loraine, Mick vendió la propiedad a los chicos Allegrezza y estuvo a punto de venderles también el bar de la familia, pero al final decidió volver y dirigirlo él mismo. Meg lo necesitaba. Travis lo necesitaba y, para su sorpresa, cuando volvió a Truly nadie hablaba ya del escándalo. Ya no le seguían las murmuraciones o, si lo hacían, él ya no las oía.

Aminoró la marcha y viró a la izquierda para entrar en el largo camino de casa y subir una colina asentada en la base del monte Shaw. Se había comprado una casa de dos plantas poco después de volver a Truly. Tenía unas fantásticas vistas de la ciudad y de las escarpadas montañas que rodeaban el lago. Aparcó en el garaje junto a su lancha de seis metros y medio y entró en la casa por el lavadero. La luz del despacho se había quedado encendida y la apagó al pasar. Atravesó el salón a oscuras y subió los escalones de dos en dos.

Durante la mayor parte del tiempo, Mick no pensaba en el pasado que tanto le había atormentado en su infancia. Truly ya no hablaba de ello, lo cual tenía maldita la gracia porque en aquellos días le importaba una mierda lo que la gente dijera o pensara de él. Entró en el dormitorio, que estaba en el otro extremo del pasillo, y caminó iluminado solo por la luz de la luna que se filtraba a través de las tablillas de las persianas de madera. Franjas de sombra y luz amortiguada le acariciaron la cara y el pecho mientras metía la mano en el bolsillo de atrás. Arrojó la cartera sobre el tocador y se quitó la camiseta, pero que a él el pasado le importara una mierda no quería decir que Meg lo hubiera superado. Tenía días buenos y días malos. Desde la muerte de su abuela los días malos abundaban y aquello no era vida para Travis.

La luz de la luna y las sombras se derramaban por la colcha verde y los macizos postes de roble de la cama de Mick. Dejó caer la camiseta a los pies, y luego cruzó la habitación. A veces le parecía que había sido un error volver a Truly. Se sentía como si estuviera varado en aquel lugar, incapaz de avanzar y no sabía por qué. Había comprado otro bar y estaba pensando en montar un servicio de helicóptero con su amigo Steve. Tenía dinero y éxito y se sentía de Truly junto con su familia, la única familia que había tenido. La única familia que probablemente tendría, pero a veces… a veces no podía librarse de la sensación de estar esperando algo.

El colchón se hundió cuando se sentó en el borde para quitarse las botas y los calcetines. Meg creía que lo que Mick necesitaba era una mujer agradable que se convirtiera en una buena esposa, pero él no se veía casado. Ahora no. Había tenido pocas relaciones buenas en su vida. Eran buenas hasta el momento en que dejaban de serlo. Ninguna había durado más de un año o dos. En parte porque él pasaba mucho tiempo fuera, pero sobre todo porque no quería comprar un anillo y dirigirse al altar.

Se levantó y se quitó los calzoncillos. Meg creía que a Mick le daba miedo el matrimonio porque el de sus padres había sido tan desastroso, pero no era cierto. Lo cierto era que no se acordaba tanto de sus padres. Tenía apenas unos pocos y vagos recuerdos de las excursiones familiares al lago y de sus padres haciéndose arrumacos en el sofá, de su madre llorando sentada a la mesa de la cocina, y de un viejo y pesado teléfono arrojado contra la pantalla del televisor.

No, el problema no eran los recuerdos de la jodida relación de sus padres. Nunca había amado lo bastante a una mujer para querer pasar el resto de su vida con ella. Lo cual no consideraba que constituyera ningún problema.

Retiró la colcha y se tumbó sobre las frías sábanas. Por segunda vez en aquella noche, pensó en Maddie Dupree, y se rió en la oscuridad. Se había comportado como una listilla, pero él nunca tenía en cuenta esto a una mujer. De hecho, le encantaban las mujeres capaces de plantar cara a un hombre, de dar lo mejor de sí mismas, sin necesitar un hombre que las cuidara, que no fueran dependientes, ni fueran lloronas, ni unas locas del carajo, las mujeres cuyo humor no oscilase como un péndulo.

Mick se volvió de costado y miró el reloj de la mesita de noche. Puso el despertador a las diez de la mañana y se preparó para disfrutar de sus buenas siete horas de sueño. Pero por desgracia, no lo consiguió.

A la mañana siguiente, el teléfono lo despertó de un sueño profundo. Abrió los ojos y los entornó contra el sol matutino que se derramaba sobre su cama. Miró en la pantallita quién era y cogió el teléfono inalámbrico.

– Espero que sea realmente importante -dijo, y apartó las sábanas de su cuerpo desnudo-. Te dije que no me llamaras antes de las diez a menos que fuera una emergencia.

– Mamá está trabajando y necesito unos petardos -le informó su sobrino.

– ¿A las ocho y media de la mañana? -Se sentó y se mesó el cabello-. ¿Está la canguro contigo?

– Sí. Mañana es Cuatro de Julio y no tengo ningún petardo.

– ¿Y ahora te das cuenta? -Pero aquel no era el fin de la historia; con Travis la historia nunca acababa ahí-. ¿Por qué no habéis ido a comprar petardos con tu madre? -Hubo una larga pausa y Mick añadió-: Puedes contarme la verdad porque se la voy a preguntar a Meg de todos modos.

– Dijo que soy un malhablado.

Mick se levantó y los pies se le hundieron en una gruesa alfombra beige mientras cruzaba la habitación hacia la cómoda. Casi no se atrevía a preguntar.

– ¿Por qué?

– Bueno… volvió a hacer pastel de carne. Sabe que odio el pastel de carne.

No le podía echar la culpa al niño. Las mujeres de la familia Hennessy eran famosas por cocinar un pastel de carne asqueroso.

– ¿Y? -respondió tras abrir el segundo cajón de la cómoda.

– Le dije que sabía a mierda. Le dije que tú pensabas lo mismo.

Mick se detuvo en el acto de sacar una camiseta blanca y miró su reflejo encima de la cómoda.

– ¿Dijiste eso con todas las letras?

– Aja, y mamá dijo que me quedaría sin petardos, pero tú siempre dices esa maldita palabra.

Aquello era cierto. Se colgó la camiseta al hombro y se inclinó hacia delante para mirarse los ojos enrojecidos.

– Ya estuvimos hablando sobre qué palabras puedo decir yo y qué palabras puedes decir tú.

– Lo sé, pero se me escapó.

– Pues cuidado con lo que se te escapa.

Travis suspiró.

– Lo sé. Dije que lo sentía, aunque no era verdad. Como tú dices que debo decir a las niñas, incluso a las estúpidas. Aunque yo tenga razón y ellas estén equivocadas.

Aquello no era exactamente lo que él había dicho.

– No le contarías a Meg que yo había dicho eso. -Sacó unos tejanos del cajón y añadió-: ¿Verdad?

– Sí.

Mick no podía contradecir la orden de su hermana, pero al mismo tiempo no se podía castigar a un niño por decir la verdad.

– No puedo comprarte petardos si tu madre dice que no, pero veremos si podemos hacer algo.


Al cabo de una hora, Mick arrojaba una bolsa de petardos sobre el asiento trasero de la camioneta. Había comprado un pequeño paquete variado y también unas pocas bengalas y correcaminos del puesto Safe and Sane del aparcamiento de la ferretería Handy Man. No los había comprado para Travis, los había comprado para llevar a la barbacoa del Cuatro de Julio de Louie Allegrezza. Si alguien le preguntaba, ese era el cuento, pero dudaba que alguien le creyera. Como el resto de los residentes de la ciudad obsesionada por la pirotecnia, tenía una gran caja de fuegos artificiales ilegales esperando para ser encendidos sobre el lago. Los adultos no compraban en Safe and Sane a menos que tuvieran niños. Los fuegos artificiales legales era una especie de iniciación.

Pete, el hijo de Louie Allegrezza, y Travis eran compañeros de clase y, días atrás, Meg le había dado permiso para ir a la barbacoa con Mick si se portaba bien. La barbacoa era al día siguiente y Mick creía que Travis sería capaz de controlar su comportamiento un día más. Mick cerró la puerta de la camioneta y él y Travis cruzaron el aparcamiento hacia la ferretería.

– Si te portas bien, tal vez te deje prender una bengala.

– Tío… -Travis lloriqueó-. Las bengalas son para los niños pequeños.

– Con tu historial, tendrás suerte si no acabas en la cama antes de que se haga de noche. -La luz del sol centelleó en el corto cabello negro de su sobrino y en los hombros de su camiseta roja de Spiderman-. Últimamente parece que te cuesta mucho controlarte.

Abrió la puerta y saludó al propietario, que estaba detrás del contador.

– Meg aún está bastante enfadada con nosotros, pero tengo un plan.

Meg llevaba meses quejándose de que la tubería de debajo del fregadero de la cocina, goteaba. Si él y Travis le arreglaban el desagüe para que no tuviera que vaciar el agua con cacerolas, estaría de un humor más propenso a perdonarles, aunque con Meg, nunca se sabía… No siempre era la persona más dada al perdón.

Las suelas de las zapatillas deportivas de Travis dejaron marcas en el suelo al lado de las botas de Mick mientras caminaban por la sección de fontanería. La tienda estaba en silencio, salvo por una pareja que miraba mangueras de jardín y la señora Vaughn, su profesora de primer grado, que hurgaba en una caja de pomos de cajón. Siempre le sorprendía ver a Laverne Vaughn aún vivita y coleando. Debía de ser más vieja que Matusalén.

Mientras Mick cogía una tubería de PVC y unas arandelas de plástico, su sobrino cogió una pistola de silicona y apuntó hacia un comedero de pájaros, que estaba al final del pasillo, como si fuera una Magnum 45.

– No necesitamos eso -le dijo Mick mientras cogía cinta de teflón.

Travis disparó unas cuantas balas y dejó el arma en la estantería.

– Voy a mirar el ciervo -dijo, y desapareció por la esquina del pasillo.

Handy Man tenía una gran selección de animales de plástico para que la gente los pusiera en su jardín. Aunque a Mick se le escapaba por qué iba alguien a querer poner un animal de plástico cuando lo más probable era que uno de verdad se paseara por él.

Con la tubería bajo el brazo fue en busca de su sobrino, que no solía buscar líos, pero que, como la mayoría de los niños de siete años, parecía encontrarlos de todos modos. Paseó por la tienda echando un vistazo a cada estante abarrotado y se detuvo junto a un expositor de fregonas.

Una sonrisa de admiración masculina le curvó las comisuras de los labios. Maddie Dupree estaba en el pasillo seis con una caja de color amarillo fosforescente en las manos. Tenía el cabello castaño recogido con una de esas pinzas y parecía como si alguien le hubiera pegado un plumero en lo alto de la cabeza. Recorrió con la mirada su atractivo perfil, bajó por el cuello y los hombros y se detuvo en seco en su camiseta negra. La noche anterior no había podido echarle un buen vistazo. En aquel momento, la luz fluorescente de la ferretería Handy Man la iluminaba como si fuera una portada central en vivo, que habla y respira, como si fuera una antigua compañera de colegio antes de los desórdenes alimenticios y la silicona. El deseo creció desde lo más hondo de su ser. Ni siquiera la conocía lo bastante para sentir tal cosa. No sabía si estaba casada o soltera, si había un hombre en su vida y diez hijos esperándola en casa, pero no saberlo resultó no tener ninguna importancia porque lo atrajo por el pasillo como un imán.

– Parece que tienes problemas con los ratones -dijo él.

– ¿Qué? -Levantó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Mick como si la hubiera sorprendido haciendo algo indebido-. ¡Santo Dios! -Abrió los labios y soltó una exclamación, atrayendo la atención de Mick hacia el lunar de la comisura de la boca-. ¡Qué susto!

– Lo siento -dijo, aunque no era cierto. Ella tenía los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada. Mick levantó la mirada y señaló con el PVC la caja que Maddie llevaba en la mano-. ¿Problemas con los ratones?

– Esta mañana estaba preparándome un café y ha pasado uno corriendo por encima de mi pie. -Arrugó la nariz-. Se metió por debajo de la puerta de la despensa y desapareció. Lo más probable es que ahora mismo se esté dando un festín con mis barritas de muesli.

– No te preocupes. -Mick rió-. Lo más probable es que no coma mucho.

– No quiero que coma nada de nada. Salvo un poco de veneno.

Ella volvió a dirigir la atención hacia la caja que llevaba en la mano. Unos mechones de finos cabellos oscuros le colgaban por un lado del cuello y Mick pensó que olía a fresas.

Al fondo del pasillo, Travis dobló la esquina y se detuvo en seco. Se quedó algo boquiabierto al mirar a Maddie. Mick conocía esa sensación.

– Aquí dice que se puede tener problemas de olores si los roedores mueren en zonas inaccesibles. No quiero tener que buscar ratones apestosos ni en broma. -Lo miró con el rabillo del ojo-. Me pregunto si no podría usar algo mejor.

– Yo no te recomendaría la cinta. -Señaló una caja de trampas adhesivas-. Los ratones se quedan pegados y chillan mucho. -Otra vez aquel olor a fresas, se preguntó si en Handy habría comederos perfumados para colibríes-. Puedes usar trampas de muelle -le sugirió.

– ¿Tú crees? Esas trampas no son un poco… ¿violentas?

– Pueden partir un ratón en dos -dijo Travis mientras se acercaba a Mick. Se balanceó sobre los talones y sonrió-. A veces les cortan la cabeza cuando van a por el queso.

– ¡Dios bendito, chaval! -Maddie arrugó el entrecejo cuando bajó la vista hacia Travis-. Eso es espantoso.

– Aja.

Mick sujetó la tubería bajo el brazo y colocó la mano libre sobre la cabeza de Travis.

– Este chico tan espantoso es mi sobrino, Travis Hennessy. Travis, saluda a Maddie Dupree.

Maddie le tendió la mano y estrechó la de Travis.

– Es un placer conocerte, Travis.

– Lo mismo digo.

– Y gracias por contarme eso de las trampas -continuó, y le soltó la mano-. Lo tendré en cuenta si me decido por la decapitación.

Travis ensanchó la sonrisa hasta mostrar una boca desdentada.

– El año pasado maté toneladas de ratones -alardeó empleando su marca especial de encanto de niño de siete años-. Llámame.

Mick bajó la mirada hacia su sobrino y aunque no estaba seguro, le pareció que Travis estaba sacando pecho.

– El mejor modo de librarse de los ratones -dijo evitando que Travis se pusiera más en ridículo-, es tener un gato.

Maddie sacudió la cabeza y fijó los ojos castaños en los de Mick, tan cálidos, tiernos y líquidos.

– Los gatos y yo no nos llevamos bien. -Mick le miraba los labios y volvió a preguntarse cuánto tiempo hacía que no besaba una boca tan estupenda-. Prefiero tener cabezas cortadas en la cocina o esqueletos escondidos apestándolo todo.

Maddie estaba allí hablando de cabezas cortadas y esqueletos apestosos y Mick se estaba excitando. Justo allí en la ferretería Handy Man, como cuando tenía dieciséis años y no se podía controlar. Había estado con un montón de mujeres hermosas y no era ningún niño. Había salvado a Travis de hacer el ridículo, pero ¿cómo iba a salvarse él?

– Tenemos que arreglar unas cañerías. -Cogió la selladura y retrocedió un paso-. Buena suerte con esos ratones.

– Nos vemos, chicos.

– Sí -dijo Travis, y le siguió hasta el mostrador donde estaba la caja-. Era guay -susurró-. Me gustaba el olor de su pelo.

Mick se echó a reír y dejó el PVC cerca de la caja registradora. El niño solo tenía siete años, pero era un Hennessy.

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