Por si no os habéis dado cuenta, todos mis libros tratan de una persona solitaria que busca alguna forma de conectar con los demás.
En cierta forma, es lo contrario del sueño americano: hacerse uno tan rico que pueda elevarse por encima de la chusma, de toda esa gente que va por la autopista o, peor todavía, que va en autobús. No, el sueño es una casa grande y solitaria en alguna parte. Con un ático de lujo, como la de Howard Hughes. O un castillo en lo alto de una colina, como el de William Randolph Hearst. Un nido encantador y aislado donde uno pueda invitar solamente a la chusma que le cae bien. Un entorno que uno pueda controlar, libre de conflictos y de dolor. Donde uno reine.
Sea un rancho en Montana o un apartamento en un sótano con diez mil DVD y acceso a internet de alta velocidad, nunca falla. Vamos allí y conseguimos estar solos. Y solitarios.
Cuando llegamos a un límite de tristeza -como el narrador de El club de la lucha en su apartamento, o la narradora de Monstruos invisibles aislada por su cara bonita- destruimos nuestro nido encantador y nos obligamos a regresar al mundo exterior. En muchos sentidos, es así como se escribe una novela. Primero planeas e investigas. Pasas tiempo a solas, construyendo un mundo encantador donde puedas tenerlo absolutamente todo bajo control. Dejas que suene el teléfono. Que se acumulen los e-mails. Permaneces en el mundo de tu historia hasta que lo destruyes. Entonces regresas para estar con el resto de la gente.
Si el mundo de tu historia se vende lo bastante, te envían de gira promocional. Das entrevistas. Ahora sí que estás con gente. Con un montón de gente. Más y más gente, hasta que estás harto de verdad. Hasta que te mueres de ganas por escaparte y perderte en…
En el encantador mundo de otra historia.
Y así es como funciona. Solo. Con gente. Solo. Con gente.
Lo más probable es que, si estáis leyendo esto, conozcáis el ciclo. Leer un libro no es una actividad colectiva. No es como ir al cine o a un concierto. Es el extremo solitario del espectro.
Todas las historias de este libro tratan sobre estar con otra gente. Sobre mí en compañía de otra gente. O sobre gente que está reunida.
En el caso de los constructores de castillos, se trata de levantar un emblema de piedra tan magnífico que atraiga a gente con el mismo sueño.
En el caso de los participantes en combates de cosechadoras, se trata de encontrar una forma de juntarse, una estructura social provista de normas y metas y roles que la gente puede cumplir mientras reconstruyen su comunidad mediante la destrucción de maquinaria agrícola.
En el caso de Marilyn Manson, se trata de un chico del Medio Oeste que no sabe nadar y que de pronto se muda a Florida, donde la vida social se vive en el océano. Y ese chico sigue intentando conectar con la gente.
Se trata en todos los casos de historias reales y ensayos que escribí entre novelas. Mi propio ciclo va así: Realidad. Ficción. Realidad. Ficción.
El único inconveniente de escribir es que estás solo. La fase de la escritura. La fase de la buhardilla solitaria. En la imaginación de la gente, eso es lo que distingue a un escritor de un periodista. El periodista, el reportero, siempre anda con prisas, de caza, reuniéndose con gente y recogiendo datos. Preparando una historia. El periodista escribe en compañía de otra gente y siempre con plazos de entrega. Rodeado de gente y con prisas. Es una actividad emocionante y divertida.
El periodista escribe para conectar a la gente con el mundo exterior. Es un conducto.
Pero un escritor escritor es distinto. Alguien que escribe ficción es alguien -o eso imagina la gente- que está solo. Tal vez porque la ficción parece conectarlo a uno solamente con la voz de otro individuo. Tal vez porque leer es algo que hacemos a solas. Es un pasatiempo que parece separarnos de los demás.
El periodista investiga una historia. El novelista se la imagina.
Lo gracioso es que os sorprendería la cantidad de tiempo que el novelista tiene que pasar con gente a fin de crear esa voz individual y solitaria. Ese mundo en apariencia aislado.
Es difícil llamar «ficción» a alguna de mis novelas.
Si me dedico a escribir es sobre todo porque una vez a la semana la escritura me servía para reunirme con otra gente. Eso fue en un taller que impartía un autor publicado -Tom Spanbauer- en la cocina de su casa los jueves por la noche. Por entonces, la mayoría de mis amistades se basaban en la proximidad: eran vecinos o compañeros de trabajo. Esa gente a la que uno conoce porque, bueno, le toca sentarse con ellos todos los días.
La persona más graciosa que conozco, Ina Gebert, llama a sus colegas del trabajo «compañeros de aire».
El problema de las amistades basadas en la proximidad es que acaban por marcharse. Se despiden o los despiden.
No fue hasta participar en el taller de escritura cuando descubrí la idea de las amistades basadas en una pasión compartida. La escritura. O el teatro. O la música. Alguna visión común. Una búsqueda similar que te hiciera reunirte con otra gente que apreciara aquel talento vago e intangible que tú apreciabas también. Se trata de amistades que sobreviven a los trabajos y a los desahucios. Aquel festival de cháchara fijo y regular de los jueves por la noche fue el único incentivo que me hizo escribir durante los años en que escribir no daba ni para pipas. Tom y Suzy y Monica y Steven y Bill y Cory y Rick. Nos peleábamos y nos elogiábamos entre nosotros. Y con aquello bastaba.
Mi teoría favorita sobre el éxito de El club de la lucha es que la historia presentaba una estructura para que la gente se reuniera. La gente quiere formas nuevas de conectar. Mirad si no libros como Coser y cantar de Whitney Otto, Clan ya-yá de Rebecca Wells y El club de la buena estrella de Amy Tan. Son todos libros que presentan una estructura -hacer una colcha o jugar al mahjong- que permite a la gente reunirse e intercambiar historias. Todos esos libros consisten en relatos breves unidos por una actividad común. Por supuesto, se trata en todos los casos de historias de mujeres. No vemos muchos modelos nuevos para la interacción social masculina. Está el deporte. Y construir graneros. Y ya está.
Y ahora hay clubes de lucha. Para bien o para mal.
Antes de escribir El club de la lucha yo trabajaba como voluntario en una residencia benéfica para enfermos terminales. Mi trabajo consistía en llevar a gente en coche a citas y reuniones de grupos de apoyo. Allí me sentaba con otra gente en el sótano de una iglesia para comparar síntomas y hacer ejercicios New Age. Aquellas reuniones resultaban incómodas porque no importaba lo mucho que yo intentara esconderme, la gente siempre daba por sentado que yo tenía la misma enfermedad que ellos. Así que empecé a contarme a mí mismo la historia de un tipo que iba a las reuniones de grupos de apoyo para enfermos terminales para tolerar mejor la falta de sentido de su vida.
En muchos aspectos, todos esos lugares -los grupos de apoyo, los grupos de rehabilitación en doce pasos, los combates de vehículos agrícolas- vienen a cumplir las funciones que antes desempeñaba la religión organizada. Antes íbamos a la iglesia para revelar los peores aspectos de nosotros mismos, nuestros pecados. Para contar nuestras historias. Para que nos reconocieran. Para que nos perdonaran. Y para que nos redimieran y nos aceptaran de vuelta en nuestra comunidad. Aquel ritual era nuestra forma de seguir conectados con la gente y de resolver nuestra ansiedad antes de que esta pudiera llevarnos tan lejos de la humanidad que acabáramos perdidos.
En aquellos lugares encontré las historias más verdaderas. En los grupos de apoyo. En los hospitales. En los sitios donde a la gente no le quedaba nada que perder era donde se contaban las verdades más grandes.
Mientras escribía Monstruos invisibles me dediqué a llamar a números de línea erótica y pedir a la gente que me contaran sus historias más obscenas. Uno puede simplemente llamar y decir: «¡Hola a todos, estoy buscando historias de incesto verdaderamente guarras entre hermanos y hermanas, contadme la vuestra!». O bien: «¡Contadme vuestra fantasía de travestismo más sucia y guarra!». Y después pasarse horas tomando apuntes. Como no hay más que sonido, es como un programa de radio impúdico. Hay personas que son actores terribles, pero hay otras que te rompen el corazón.
En una de aquellas llamadas, un chico me contó que un policía lo había chantajeado amenazándolo con acusar a sus padres de abusos y abandono si no se acostaba con él. El policía le contagió al chico la gonorrea y los padres a los que estaba intentando salvar… lo echaron de casa. Mientras me estaba contando la historia, cerca del final, el chico se echó a llorar. Si estaba mintiendo, fue una actuación magnífica. Una diminuta pieza de teatro entre dos personas. Aunque no fuera más que una historia, era una historia estupenda.
Así que la usé en el libro.
El mundo está hecho de gente que cuenta historias. Mirad la Bolsa. Mirad la moda. Y cualquier historia larga, cualquier novela, no es más que una combinación de historias cortas.
Mientras hacía investigación para mi cuarto libro, Asfixia, asistí a sesiones de terapia oral para adictos al sexo dos veces por semana durante seis meses. Los miércoles y los viernes por la noche.
En muchos aspectos, aquellas charlas no eran muy distintas del taller de escritura al que yo asistía los jueves por la noche. Los dos grupos consistían en gente que contaba sus historias. Puede que a los adictos al sexo les importara menos la «técnica», pero aun así contaban sus historias de sexo anónimo en el cuarto de baño y de prostitutas con la suficiente pericia como para obtener una reacción positiva de su público. Mucha de aquella gente llevaba tantos años hablando en reuniones que al escucharlos uno oía soliloquios geniales. Actores brillantes que se interpretaban a sí mismos o a sí mismas. Monólogos que daban fe de su instinto para revelar lentamente la información clave, para crear tensión dramática, para establecer desenlaces y para captar por completo al oyente.
Para Asfixia, también hice de voluntario con pacientes de Alzheimer. Mi tarea consistía simplemente en hacerles preguntas sobre las fotografías viejas que cada paciente guardaba en una caja en su armario para intentar despertar sus recuerdos. Era un trabajo que las enfermeras no tenían tiempo de hacer. Y, una vez más, lo importante era contar historias. Una subtrama de Asfixia se fue creando a medida que, día tras día, los pacientes miraban las mismas fotografías y contaban historias distintas sobre ellas. Un día, la hermosa mujer en topless era su esposa. Al día siguiente, era una mujer a la que habían conocido en México mientras estaban en la Marina. Al día siguiente, era una vieja amiga del trabajo. Lo que me impresionaba era que… tenían que inventarse una historia para explicar quién era la mujer. Aunque se hubieran olvidado, nunca lo admitirían. Una historia incorrecta pero bien contada siempre era mejor que admitir que no conocían a aquella persona.
Las líneas eróticas, los grupos de apoyo para enfermos, los grupos de doce pasos, son todos escuelas que te enseñan a contar una historia de forma efectiva. En voz alta. A la gente. No solamente a buscar ideas sino también a interpretar la historia en público.
Vivimos nuestras vidas basándonos en historias. Historias sobre ser irlandés o ser negro. Sobre trabajar duro o inyectarse heroína. Ser hombre o mujer. Y nos pasamos la vida buscando pruebas -datos y testimonios- que apoyen nuestras historias. Como escritor, uno reconoce esa parte de la naturaleza humana. Cada vez que uno crea un personaje, ve el mundo con los ojos de ese personaje y busca los detalles que hacen que esa realidad sea la única realidad verdadera.
Como el jurista que defiende un caso en el tribunal, uno se convierte en el abogado que intenta que el lector acepte la verdad de la visión del mundo de su personaje. Uno quiere darle al lector un respiro de su vida. De la historia de su vida.
Así es como creo un personaje. Tiendo a darle a cada personaje una educación y un conjunto de habilidades que limiten su visión del mundo. Una mujer de la limpieza ve el mundo como una serie interminable de manchas que quitar. Una modelo ve el mundo como una serie de competidoras por la atención del público. Un estudiante fracasado de medicina no ve nada más que los lunares y los temblores que pueden ser las señales tempranas de una enfermedad terminal.
Durante el mismo período en que empecé a escribir, mis amigos y yo empezamos una tradición semanal llamada «noche de juegos». Cada domingo por la tarde nos reuníamos para jugar a los típicos juegos de fiesta, como la charada. Había noches en que nunca empezábamos a jugar. Lo único que nos hacía falta era una excusa, y a veces una estructura, para reunimos. Si yo estaba atascado con mi escritura, hacía lo que más adelante llamaría «sembrar en el grupo». Sacaba un tema de conversación, tal vez contaba alguna breve anécdota graciosa e incitaba a la gente a que me contara sus propias versiones.
Mientras escribía Superviviente, saqué el tema de los trucos de limpieza y la gente se pasó horas dándome consejos. En Asfixia fueron los anuncios en clave de los servicios de seguridad. En Diario conté historias sobre lo que me había encontrado, o bien sobre lo que yo había dejado, sellado entre las paredes de las casas en las que había trabajado. Mis amigos escuchaban mi puñado de historias y me contaban las suyas. Y sus invitados contaban las de ellos. Y en una sola noche ya tuve bastantes para un libro.
De esta forma, incluso el acto solitario de la escritura se convierte en excusa para estar con gente. Y, a su vez, la gente alimenta la narración.
A solas. Con gente. Realidad. Ficción. Es un ciclo.
Comedia. Tragedia. Luz. Oscuridad. Se definen entre ellos.
Y funciona, pero solo si uno no se queda demasiado tiempo varado en uno de los dos lados.