Una atractiva rubia se echa el sombrero de cowboy hacia atrás sobre la cabeza. Es para poder meterse en la boca toda la polla de un cowboy sin clavarle en el vientre el ala del sombrero. Esto tiene lugar sobre la tarima de un bar abarrotado. Ambos están desnudos y embadurnados de pudin de chocolate y nata montada. Se trata de lo que llaman el «Concurso Mixto de Pintura Corporal». El escenario está cubierto de una alfombra roja. Las luces son fluorescentes. El público corea: «¡Que la chupe! ¡Que la chupe!».
El cowboy rocía la raja del culo de la rubia de nata montada y se pone a comérsela. La rubia lo masturba con la mano llena de pudin de chocolate. Otra pareja sube al escenario y el hombre lame el pudin que ella tiene sobre el coño afeitado. Una chica con una cola de caballo castaña y un top sin espalda le chupa la polla sin circuncidar a un chaval.
Y todo esto mientras el público canta «You’ve Lost That Loving Feeling».
Cuando la chica se está yendo del escenario, una de sus amigas grita:
– ¡Se la has chupado, mala puta!
El local está abarrotado, la gente fuma puros, bebe cerveza Rainier, bebe Schmidt’s y Miller, y come gónadas de toro rebozadas y bañadas en salsa ranchera. Huele a sudor, y cuando alguien se tira un pedo, el pudin de chocolate deja de parecer pudin.
Es el Festival del Testículo del Rock Creek Lodge, que acaba de empezar.
Estamos a unos veinticinco kilómetros al sur de Missoula (Montana), donde este mismo fin de semana se han reunido drag queens de una docena de estados para coronar a su emperatriz. Por esa razón han venido al pueblo cientos de cristianos: para sentarse en sus sillas de jardín en algún rincón tranquilo y señalar a las drag queens que se pavonean en minifalda y a los quince mil moteros vestidos de cuero que rugen por la ciudad montados en sus choppers. Los cristianos señalan y gritan:
– ¡Demonio! ¡Te veo, demonio! ¡No te puedes esconder!
Durante un solo fin de semana, el primero de septiembre, Missoula es el centro del puñetero universo.
En el Rock Creek Lodge, la gente se pasa el fin de semana subiendo la «Escalera al cielo», o sea, el escenario al aire libre, para hacer, bueno… ya saben.
A un tiro de piedra al este, los camiones que circulan por la interestatal 90 hacen sonar las bocinas mientras las chicas del escenario pasan la pierna por encima de la barandilla y menean vigorosamente los coños afeitados. A medio tiro de piedra al oeste, los trenes de carga de la Burlington Northern aminoran la marcha para ver mejor al tiempo que hacen sonar las sirenas.
– Monté un escenario con trece escalones -dice el fundador del festival, Rod Jackson-. Siempre se puede usar como patíbulo.
Salvo por el hecho de que está pintado de rojo, el escenario parece un patíbulo.
Durante el concurso femenino de camisetas mojadas, y con el escenario rodeado de moteros, universitarios, yuppies, camioneros, cowboys flacos y palurdos, una rubia con unos tacones altos que repiquetean con un ruido metálico pasa una pierna por encima de la barandilla del escenario y flexiona la otra para que el público pueda extender el brazo y meterle los dedos.
El público corea:
– ¡Chooocho! ¡Chooocho! ¡Chooocho!
Una rubia con el pelo corto y un piercing en los labios vaginales agarra la manguera del organizador del concurso de camisetas mojadas. Se da una ducha vaginal con la manguera y luego se agacha en el borde del escenario para rociar al público.
Dos morenas se chupan las tetas mutuamente y se dan un beso con lengua. Otra mujer sube a un pastor alemán al escenario. Se reclina hacia atrás y mueve enérgicamente las caderas al tiempo que sujeta el hocico del perro entre las piernas.
Una pareja vestida de exploradores se sube al escenario y se desnuda. Copulan en un montón de posturas distintas mientras el público corea:
– ¡Fóllatela! ¡ Fóllatela! ¡ Fóllatela!
Una universitaria rubia apoya los dos pies en la barandilla del escenario y baja lentamente su coño afeitado hasta la cara sonriente del organizador del concurso, Gary el Manguera, mientras el público canta «London Bridge is Falling Down».
En la tienda de souvenirs, gente desnuda y quemada por el sol hace cola para comprar camisetas (11,95 dólares). Hombres con tangas negros del Festival del Testículo (5,95 dólares) compran consoladores hechos a mano llamados «Taladradores de Montana» (15 dólares). En el escenario al aire libre, bajo el poderoso sol de Montana, mientras los coches hacen sonar la bocina y los trenes hacen sonar la sirena, un Taladrador desaparece dentro de una mujer desnuda.
La cola de compradores de recuerdos pasa junto a un barril lleno de bastones, cada uno de un metro de largo, de color marrón cuero y de tacto pegajoso. Una mujer corpulenta que hace cola para comprar una camiseta dice:
– Son pichas secas de toro.
Y me cuenta que los penes se pueden conseguir en carnicerías o en mataderos y que luego se tensan y se desecan. El acabado es como el de los muebles, se lijan y se les da varias capas de barniz.
Un hombre desnudo que está en la cola detrás de ella, con todo el cuerpo igual de marrón y correoso que los bastones, le pregunta a la mujer si alguna vez ha fabricado uno.
La mujer corpulenta se ruboriza y dice:
– Qué vaaa… Me daría vergüenza pedirle una picha de toro al carnicero.
Y el hombre correoso dice:
– Probablemente el carnicero pensaría que es para usarla tú.
Y todo el mundo en la cola, incluida la mujer, se ríe y se ríe sin parar.
Cada vez que una de las mujeres del escenario se pone en cuclillas se eleva un bosque de brazos, cada uno de ellos sosteniendo una cámara desechable de color naranja, y el chasquido simultáneo de los obturadores recuerda el canto de los grillos.
Aquí una cámara desechable cuesta 15,99 dólares.
Durante el «Concurso Masculino de Torso Desnudo», el público corea: «¡Polla y huevos! ¡Polla y huevos!», mientras los moteros borrachos y los cowboys y los estudiantes de la Universidad Estatal de Montana hacen cola para desnudarse en el escenario y balancear sus partes delante de la multitud. Un sosias de Brad Pitt menea vigorosamente su erección. Una mujer le mete la mano entre las piernas desde detrás y lo mas- turba hasta que él se gira de golpe y le da un porrazo en la cara con la polla tiesa.
La mujer lo agarra y se lo lleva del escenario.
Los viejos se sientan encima de troncos, beben cerveza y tiran piedras a los retretes portátiles de fibra de vidrio donde hacen pis las mujeres. Los hombres mean en cualquier parte.
A estas alturas el aparcamiento está pavimentado de latas de cerveza aplastadas.
Dentro del Rock Creek Lodge, las mujeres se agachan debajo de una estatua de tamaño natural de un toro y le besan el escroto para que les dé buena suerte.
En un camino de tierra que limita un extremo de la propiedad, varias motos participan en un concurso de «Muerdepelotas». Mientras los hombres conducen a toda velocidad, las mujeres, sentadas en la parte trasera de las motos, intentan arrancar de un bocado un testículo colgante del toro.
Lejos del grueso del público, una estela de hombres conduce al campamento de caravanas y tiendas, donde dos mujeres se están vistiendo. Las dos se describen a sí mismas como «dos chicas normales y corrientes de White Fish, con trabajos normales y todo eso».
Una dice:
– ¿Has oído ese aplauso? Hemos ganado. Está claro que hemos ganado.
Un joven borracho les dice:
– ¿Y qué habéis ganado?
Y la chica dice:
– No hay premio ni nada de eso, pero está claro que hemos ganado.
Uno tarda un par de horas en darse cuenta de qué le pasa a todo el mundo.
Son las orejas. Parece que uno haya aterrizado en un planeta donde casi todo el mundo tiene las orejas rotas y aplastadas, derretidas y encogidas. No es lo primero que salta a la vista de esta gente, pero cuando uno se fija, ya no ve nada más.
– Para la mayoría de los luchadores, las orejas deformadas son como tatuajes -dice Justin Petersen-. Son como signos de estatus. Es algo que en la comunidad se contempla con orgullo. Quiere decir que uno le ha dedicado tiempo.
– Te pasa cuando vienes aquí y peleas y te manosean todo el tiempo las orejas -dice William R. Groves-. Lo que sucede es que de tanto manosearlas y manosearlas, de la abrasión, el cartílago se separa de la piel y, al separarse así, la oreja se llena de sangre y fluidos. Al cabo de un tiempo se vacía, pero el calcio solidifica sobre el cartílago. Muchos luchadores lo ven como una especie de emblema de la lucha, un emblema necesario de la lucha.
Sean Harrington dice:
– Es como una estalactita o algo así. La sangre se filtra lentamente en la oreja y se apelmaza. Luego se hace otra herida y un poco más de sangre se filtra y se apelmaza, y poco a poco la oreja va quedando irreconocible. Hay tipos que lo ven así, está claro, como un emblema de valor, un emblema de honor.
– Yo creo que sí es un emblema de honor -dice Sara Levin-. Así se reconoce a los luchadores. Es otra de esas cosas que hacen que una persona sea tu igual. Y es un vínculo. Es parte del curro. Las orejas. Es parte del juego. Es la naturaleza del deporte, como cicatrices, como heridas de guerra.
Petersen dice:
– Yo tenía un compañero de equipo que antes de irse a la cama se sentaba y se pasaba diez minutos dándose puñetazos en las orejas. Se moría de ganas por tener orejas deformes.
– Yo me las he vaciado un montón de veces -dice Joe Calavitta-. Tengo jeringuillas y, cuando se me hinchan, me dedico a vaciarlas. Y es que se llenan, se llenan de sangre. Y mientras las vayas vaciando antes de que la sangre se endurezca, se puede ir evitando, más o menos. Te lo puede hacer un médico, pero entonces tienes que ir todo el tiempo a la consulta, así que es mejor conseguir las jeringuillas y hacerlo uno mismo.
Petersen, Groves, Harrington y Calavitta practican la lucha amateur.
Levin es la coordinadora de eventos masculinos de lucha americana, el organismo del gobierno central para la lucha amateur.
Lo que tiene lugar en esta página no es lucha, es escritura. En el mejor de los casos, se trata de una postal enviada durante un fin de semana caluroso y seco en Waterloo (Iowa). De donde viene la carne. De los Preolímpicos de la Región Norte, el primer paso, donde por veinte dólares cualquier hombre puede competir por una oportunidad de entrar en el equipo olímpico americano de lucha.
El torneo nacional ya ha terminado, igual que los demás torneos regionales, así que esta es la última oportunidad de clasificarse para las finales.
Algunos de estos hombres han venido para luchar contra otros luchadores universitarios ahora que la temporada regular ha terminado.
Para algunos de estos hombres, cuyas edades oscilan entre los diecisiete y los cuarenta y uno, esta va a ser la última oportunidad de conseguir una plaza para los Juegos Olímpicos. Como dice Levin:
– Aquí verás el final de un montón de carreras.
Aquí todo el mundo te habla de la lucha amateur.
Es el deporte por excelencia, te dicen. El más antiguo. El más puro. El más duro.
Es un deporte al que hombres y mujeres atacan por igual.
Es un deporte que está muriendo.
Es una secta. Es un club. Es una droga. Es una fraternidad. Una familia.
Para toda esta gente, la lucha amateur es un deporte in- comprendido.
– En el atletismo, uno corre de aquí hasta allí. En el baloncesto, uno mete la pelota por el aro -dice el tricampeón mundial Kevin Jackson-. La lucha tiene dos estilos distintos, además de los estilos tradicional y universitario, lo que conlleva tantas reglas que el público general no puede seguirlo.
– No hay animadoras correteando, no cae confeti del techo y Jack Nicholson no está en la tribuna -dice el antiguo luchador universitario y miembro del equipo del ejército Butch Wingett-. Lo que te encuentras es un montón de tipos canosos que pueden ser granjeros o gente a la que han despedido de la planta de John Deere.
– Creo que los luchadores somos unos incomprendidos -dice Lee Pritts, que practica la lucha libre en la categoría de cincuenta y cuatro kilos-. En realidad es un deporte elegante. Y muchas veces se considera brutal. La lucha tiene una propaganda muy negativa.
– Ahora mismo, la gente no entiende el deporte -dice Jackson-. Y si uno no entiende algo o no sabe quién compite, no le presta atención.
– La gente no le da a este deporte el respeto que se merece porque piensan: «Bah, son dos tíos rodando por el suelo», y creo que se equivocan -dice el luchador Tyrone Davis, tres veces campeón de la Asociación Nacional de Deportistas Universitarios, que practica la lucha grecorromana en la categoría de ciento treinta kilos-. Es más que dos tíos rodando por el suelo. Básicamente la lucha es como la vida. Hay que tomar muchas decisiones. La colchoneta es tu vida.
Cuando uno vuela a Waterloo (Iowa), la ciudad resulta ser idéntica al mapa que aparece en su página web, plana y atravesada por autopistas. En el Young Arena, cerca del centro vacío y reseco de la ciudad, y durante todo el día previo a los pesajes, entran luchadores de vez en cuando para preguntar si hay una sauna en la ciudad. ¿Dónde está la báscula? El Young Arena es donde los ancianos van entre semana para caminar vueltas y más vueltas por la pista cubierta y con aire acondicionado.
Durante un combate de diecisiete minutos, los luchadores pierden hasta medio kilo por minuto. Se cuentan historias de entrenamientos como la de uno que se puso a correr pasillo arriba y abajo en un vuelo de línea, pese a las protestas de la tripulación. Acto seguido empezó a hacer flexiones de brazos en la zona de servicio del avión. Un viejo truco para luchadores de instituto es pedir permiso para ir al baño durante todas las clases para ponerse a hacer flexiones de brazos colgado del borde superior de las paredes de los retretes, dejando que la parte afilada del borde te haga callos en las manos. O la historia de otro que se dedicaba a correr por las tribunas de las pistas de baloncesto en pleno partido, pasando por entre los fans furiosos, a fin de alcanzar el peso requerido al día siguiente.
En 1998, dice Wingett, tres luchadores universitarios murieron por deshidratación al intentar bajar de peso con suplementos de creatina.
– No creo que exista ningún deporte con unos entrenamientos tan duros o agotadores -dice Kevin Jackson-. Pasar por ello es una buena cura de humildad. Primero te machacan en la sala de entrenamiento. Y luego te agotas corriendo por la pista o subiendo a la carrera las escaleras del estadio.
Wingett me habla de largas carreras en pleno verano donde tres luchadores se turnan: dos persiguen a una camioneta que el tercero conduce con las ventanillas cerradas y la calefacción encendida.
– Se acaba adoptando un sistema -dice Justin Petersen, que a los diecisiete años ha visto cómo le rompían la nariz más de quince veces-. Piensas: puedo beberme este cartón de leche, puedo comerme ese bagel y para esta hora del día ya lo habré sudado, después podré beberme ese sorbo de agua sin pasarme del peso. Aprendes a calcularlo exactamente.
Lee Pritts y Mark Strickland, luchador de estilo libre en la categoría de setenta y seis kilos que lleva «Strick» tatuado en el brazo, se han traído a la ciudad sus bicicletas estáticas y están sudando su peso en la habitación 232 del Hartland Inn. Un tercer amigo, Nick Feldman, ha venido para darles apoyo moral y masajes cuando sus cuerpos se quedan tan deshidratados que empiezan los calambres musculares.
Feldman, antiguo luchador universitario que ha venido desde Mitchell, Dakota del Sur, dice:
– La lucha es como un club en el que cuando entras ya no puedes salir.
– Los demás deportistas de la universidad, los jugadores de baloncesto y los jugadores de fútbol americano, dicen que «la lucha no es tan dura», pero se apuntan al equipo y no duran más de una semana -comenta Sean Harrington, que se ha pasado los últimos seis meses entrenando en Colorado Springs para poder competir en lucha libre en la categoría de setenta y seis kilos.
Dice:
– Siempre nos enorgullecemos del hecho de que trabajamos más duro que nadie y no tenemos ninguna clase de reconocimiento. O sea, aquí no hay fans. La mayoría del público son padres y madres. No es un deporte popular.
– Cuando iba a la universidad lloraba mucho porque era muy duro y nunca se me dio muy bien -dice Ken Bigley, de veinticuatro años, que empezó a luchar en primer curso y ahora es entrenador en la Universidad Estatal de Ohio-. Me preguntaba muchas veces por qué lo hacía. Una analogía que suelo usar es que es como una droga. Uno se vuelve adicto. A veces te das cuenta, te das cuenta de que no es bueno para ti, sobre todo emocionalmente, de que es una de esas prácticas demasiado duras o de esas competiciones negativas, pero sigues viniendo. Si no lo necesitara no estaría aquí. No se gana dinero. No se obtiene ninguna gloria. Supongo que lo único que se persigue es la excitación.
Sean Harrington dice:
– Llevo tanto tiempo en esto que no me acuerdo de cómo era el dolor antes de dedicarme a la lucha.
Dice Lee Pritts, de veintiséis años, entrenador en la Universidad de Missouri:
– Es raro. Te metes en la ducha después de un torneo y sueles tener la cara tan vapuleada de luchar todo el día que cuando el agua te toca te escuece. Y sin embargo, si te tomas una semana de descanso lo echas de menos. Echas de menos el dolor. Después de una semana de descanso ya tienes ganas de volver porque echas de menos el dolor.
El dolor es tal vez una de las razones por las que la tribuna está casi vacía.
La lucha amateur no es fácil de ver. Tal vez sea la versión en carne y sangre de un combate de cosechadoras.
Durante el primer minuto de su primer combate, las Navidades pasadas, Sean Harrington se rompió la muñeca.
Las lesiones de Keith Wilson incluyen el hombro, el codo, la rodilla, el tobillo derecho y una hernia discal entre las vértebras C5 y C6. Siete operaciones en total.
En su casa, en un frasco de formol, el luchador juvenil Mike Engelmann de Spencer (Iowa), guarda una astilla traslúcida de cartílago que los cirujanos le sacaron del menisco. Es su amuleto de la buena suerte. Lo han operado nueve veces.
Hablando de su nariz, Ken Bigley dice:
– A veces apunta a la izquierda y a veces a la derecha.
Un médico con una camiseta naranja en la que puede leerse «Centro de Lesiones Deportivas» dice:
– La tiña es increíblemente común entre estos tipos.
Una de las normas más antiguas, dice, es que los luchadores tienen que arrodillarse y limpiar su propia sangre con un espray de lejía.
– Sus abuelos no paran de decir todo el tiempo que «es una locura» -dice el ingeniero de software David Rodrigues, que ha venido con su hijo de diecisiete años Chris, cuatro veces campeón del estado de Georgia y quinto del mundo en los Juegos Juveniles celebrados el año pasado en Moscú.
»Ha tenido lesiones -dice, y las enumera-. Elongación de rodilla, elongación de codo, un ligero desgarro en un músculo de la espalda, se ha roto una mano, un dedo de la mano y un dedo del pie y se ha hecho un esguince en la rodilla, pero hemos visto cosas peores. Hemos visto cómo se llevaban a chavales en camilla. Fracturas de clavícula, brazos rotos, piernas rotas y cuellos rotos. ¡Dios nos libre! En Georgia teníamos a un chico que se rompió el cuello. Esa es la clase de heridas que uno reza para que nunca pasen, pero al mismo tiempo todos entendemos que es la naturaleza del deporte.
– Y el diente que se me rompió -dice su hijo Chris.
Y David Rodrigues dice:
– Se le rompió un diente y se le quedó en la cabeza del otro chico, clavado en su cabeza.
Sobre la madre de Chris, David Rodrigues dice:
– Mi mujer solamente va a un par de torneos al año. Va a los estatales y luego a los nacionales, pero no quiere ir a muchos porque le dan miedo las lesiones. No quiere estar presente cuando se haga daño.
A Chris ya le han pegado los incisivos.
Dentro de unos días, Chris Rodrigues se romperá la mandíbula en las eliminatorias del equipo mundial juvenil.
Justin Petersen dice:
– Hay una foto de mí después del torneo estatal del año en que yo iba a segundo curso. Acababa de darme de bruces contra la rodilla de un tío, de manera que tenía un lado de la cara todo hinchado, y el otro lado estaba raspado por la colchoneta. Muy desagradable. Te sale una costra y la costra se rompe cada vez que mueves los músculos faciales. Y me había vuelto a romper la nariz, así que tenía una bola de algodón metida en los orificios nasales. Y me había hecho otro esguince en el hombro, así que tenía una bolsa enorme de hielo encima. Acababa de terminar mi último combate y alguien me sacó una foto.
Timothy O’Rourke, que hoy lucha por primera vez después de diecinueve años, ha venido sin su mujer.
– No quiere ver cómo me hago daño -dice-. Rodando por el suelo con esos tiparracos… Tiene miedo de ver cómo me hacen daño, así que se ha quedado en el hotel.
En el caso del luchador de grecorromana Phil Lanzatella, fue su mujer la primera que detectó su lesión y le salvó la vida.
– Yo me marchaba a Suecia y Noruega y mi mujer me abrazaba y tenía su cabeza contra mi pecho -dice-. Yo acababa de volver del Centro de Entrenamiento Olímpico. Y ella, que mide poco más de metro cincuenta, me dijo: «El corazón te hace un ruido raro. Mejor será que te lo hagas mirar». Así que fui a urgencias.
Tenía desgarrada una válvula cardíaca.
Lanzatella dice:
– En resumidas cuentas, fui a urgencias el domingo por la noche y el martes de la semana siguiente me comunicaron que necesitaba una operación inmediata a corazón abierto. Lo único que pudieron aventurar fue que era culpa de la lucha libre. Uno de los mejores cirujanos del mundo, el que me operó, me dijo que en toda su carrera solo había visto una lesión como la mía. Me dijeron que lo más parecido a un desgarro de válvula es darse de cabeza contra el volante de un coche a cien kilómetros por hora.
La válvula cardíaca estaba desgarrada por tres sitios, en forma de V, con otro desgarro horizontal hacia el punto medio de la V, y eso obligaba al corazón de Lanzatella a bombear cinco veces más deprisa de lo normal para mantener el ritmo.
Aquello fue en febrero de 1997. Phil Lanzatella se había clasificado para las eliminatorias olímpicas todos los años desde 1980, que fue su momento álgido, cuando todavía era adolescente pero ya un luchador de primera fila, salía con la hija de Walter Móndale e iba a participar en las Olimpiadas de Moscú. Las Olimpiadas que boicoteamos aquel año. Así pues, las opciones de Phil eran una válvula mecánica, una válvula trasplantada de un cerdo o una válvula humana recuperada. La válvula recuperada era la opción que le permitiría seguir compitiendo.
Después de aquello ejerció como entrenador ayudante en escuelas secundarias y universidades locales. Empezó a encontrarse mejor y a aumentar un poco su actividad.
– No se lo dije a mi mujer. Un día llegué a casa y le dije: «Eh, Mel, ¿qué te parece si vuelvo a luchar?», y ella dijo: «Me parece muy bien si quieres dejarme viuda. No voy a volver a pasar por eso». Pero al final se acostumbró a la idea.
Llevan quince años casados.
A la postre, Melody Lanzatella le dijo: «Si vas a hacerlo, entonces tienes que ganar».
De momento, Phil no ha ganado. No se clasificó en el torneo regional del Sur.
– Quedé décimo en el torneo nacional, en Las Vegas, y se clasificaban los ocho primeros. En Tulsa se me averió la furgoneta -dice- y me perdí los pesajes. Me quedé tirado en la autopista. Así que esta es la hora de la verdad. Literalmente.
Así que para Phil Lanzatella, de treinta y siete años, esta es su última oportunidad de llegar a los Juegos Olímpicos después de varias décadas de entrenamiento y competición.
Es la última oportunidad para Sheldon Kim, de veintinueve años, venido de Orange County (California), que trabaja a tiempo completo como analista de inventarios y ha venido con su mujer, Sasha, y su hija de tres años, Michaela. En estos momentos está muy ocupado intentando perder un kilo extra antes de que terminen los pesajes.
Es la última oportunidad para Trevor Lewis, de treinta y tres años, interventor de la Universidad Estatal de Pensilvania con un máster en ingeniería y arquitectura, que ha venido con su padre.
Es la última oportunidad para Keith Wilson, de treinta y tres años, que va a ser padre de un niño dentro de dos semanas y se entrena dos o tres veces al día como parte del programa del ejército World Class Athlete.
Es la última oportunidad para Michael Jones, de treinta y ocho años, de Southfield (Michigan), cuyo primer proyecto fílmico, Revelations: The Movie, está a punto de entrar en fase de producción.
Dice Jones:
– Mi cuerpo no puede aguantar otros cuatro años de lucha a este nivel. Como suelo decir, empiezan a fallarme las piernas. La espalda está empezando a darme problemas. No quiero llegar a los cincuenta y andar encorvado y con bastón. Está claro que estas van a ser mis últimas Olimpiadas.
Es la última oportunidad para el antiguo luchador universitario Timothy O’Rourke, de cuarenta y un años, que luchó por primera vez en 1980 y dice:
– Lo vi en internet y pensé: Qué demonios, voy a probar.
A pesar de todo lo que hay en juego, el ambiente no es tanto de torneo de lucha como de reunión familiar.
Keith Wilson ha venido del Centro de Entrenamiento Olímpico de Colorado Springs para competir en lucha grecorromana en la categoría de setenta y seis kilos.
– No me guardo nada dentro -dice-. Estoy feliz todo el tiempo. Y si me estreso, tengo una válvula de escape que no está nada mal. Puedo venir aquí y darle una paliza a alguien sin meterme en líos por ello. Cuando luchas quieres sangre, pero cuando salimos de la colchoneta los dos volvemos a ser amigos.
– Es casi como una familia -dice Chris Rodrigues-. Uno conoce a todo el mundo. Yo conozco a todo el mundo. Te reúnes con gente a la que conoces y todo el mundo tiene la oportunidad de conocerse en los grandes torneos nacionales. El nacional juvenil y el nacional que tienen lugar cada año. Es como tener una gran conexión con todo el mundo. Yo conozco a gente en Moscú y Bulgaria. Conozco a gente de todo el mundo.
Su padre, David, añade:
– Forma parte de una fraternidad y, cuando se vaya a Michigan y se gradúe en empresariales y tal vez lo deje y nunca más vuelva a luchar en su vida, se encontrará con otro tío que luchó en la misma época y la camaradería siempre estará ahí.
Sean Harrington dice:
– Cuando conoces por primera vez a otro luchador, por ejemplo en un viaje, es como eso que dicen de que la gente que tiene un Corvette siempre se saluda con la mano. Lo mismo pasa con la lucha. Hay camaradería porque uno sabe por lo que ha pasado el otro.
– Hay que concentrar la energía para el combate -dice Ken Bigley-. Cuando estamos sobre la colchoneta, solamente queremos partirnos la cara los unos a los otros, pero cuando no estamos luchando, sabemos por lo que estamos pasando porque todos pasamos por lo mismo. Por mucho que te concentres en darle una paliza a tu adversario, por mucho que en la colchoneta seamos enemigos, por muy fuerte que le vayas a pegar, en cuanto dejamos de luchar nos convertimos en gente no violenta, a la que simplemente le gusta un deporte violento.
Nick Feldman lo llama «violencia elegante».
Durante los combates, los luchadores se tumban alrededor de las colchonetas para mirar. Vestidos con sudaderas holgadas. Permanecen juntos, abrazados entre ellos o bien entrelazados practicando llaves, con esa clase de intimidad tranquila que ya solamente se ve en los anuncios de moda masculina. En los anuncios para revistas de Abercrombie & Fitch o de Tommy Hilfiger. Nadie parece necesitar «espacio personal». Nadie está a la defensiva.
– Somos hermanos -dice Justin Petersen, que a los diecisiete años tiene una media de matrícula de honor y dirige su propia empresa de marketing en internet-. Comemos juntos. Cuando almorzamos es con los demás luchadores y lo único que hacemos es hablar del hambre que pasamos y de que no podemos esperar a que pasen los pesajes para comer esto o aquello. De cuántos decagramos vamos a perder en un día.
Nick Feldman dice:
– En general, los luchadores se sienten más cómodos con otros luchadores. No hay demasiados egos hinchándose por todas partes porque todo eso no son más que fantasmadas. Lo nuestro viene a ser lo contrario de la NBA.
– El calvario -dice Sara Levin-. Es el resultado de estar sufriendo el mismo calvario. Sabes que hay un tío en Rusia que está pasando por lo mismo que este tío de aquí, intentando bajar de peso para el encuentro. Todos tienen que hacer lo mismo para llegar al combate. Existe un vínculo por el hecho de que no es un deporte glamouroso. No estamos ganando montones de dinero. Ya se sabe que somos unos pringados.
Y hasta se parecen como si fueran hermanos. Muchos tienen las narices rotas. Las orejas deformes. Muchos tienen una especie de aspecto pastoso y hervido de tanto sudar y caerse de cara. Están todos musculados como un diagrama de anatomía. La mayoría parecen tener la frente ceñuda.
– En nuestra sala de combates solemos tener la calefacción alta -dice Mike Engelmann, cuyas largas pestañas contrastan con su ceño-. Lo que se consigue así es limpiar el cuerpo. Lo sudas todo. Bebes más y lo vuelves a sudar, y eso hace que se te hundan un poco los ojos y las mejillas, y al final lo único que te sobresale es la frente. Te da un aspecto que a mí me gusta, porque demuestra que estás trabajando duro.
Ese rollo de hermandad parece terminarse cuando el árbitro hace sonar el silbato.
El sábado, a pesar de todos los años de preparación, el torneo de estilo libre se termina en un momento.
Joe Calavitta pierde y queda fuera de las Olimpiadas.
En la competición juvenil, Justin Petersen gana y en cuanto sale de la colchoneta vomita.
La poca gente que hay en la tribuna aplaude. La mujer de Sheldon Kim, Sasha, va repitiendo, sin levantar mucho la voz:
– Vamos, Shel, vamos, Shel, vamos, Shel…
– Cuando estás ahí, cara a cara con tu adversario -dice Timothy O’Rourke-, no puedes oír lo que está pasando en la tribuna.
O’Rourke es inmovilizado en cinco segundos.
Sheldon Kim pierde.
Trevor Lewis gana el primer combate pero pierde el segundo.
Chris Rodrigues gana el primer combate.
El hermano menor de Sheldon Kim, Sean, pierde ante Rodrigues.
Mark Strickland se enfrenta a Sean Harrington, con Lee Pritts de entrenador en una esquina. Strickland va perdiendo y pide tiempo muerto, y le grita a Pritts con la cara fruncida, como si ya estuviera llorando:
– ¡Le voy a romper las costillas!
– Los tipos más duros que conozco lloran después de los combates porque ponen mucho en ellos -dice Joe Calavitta.
Lee Pritts dice:
– Se desarrolla una relación tan íntima con tus compañeros de entrenamiento que acaban siendo como tu familia, y si salen y pierden un combate, si pierden un combate importante, entonces se te rompe el corazón.
Strickland pierde ante Harrington.
– Odio verlo perder -dice Pritts-, Lo he visto tener tantos éxitos que cuando pierde me destroza.
Pritts gana su combate.
Chris Rodrigues gana su segundo combate.
Ken Bigley gana el primer combate y el segundo, pero pierde el tercero.
Rodrigues pierde el tercer combate y queda fuera del torneo de estilo libre.
Sean Harrington y Lee Pritts se clasifican para la final preolímpica de Dallas.
Un médico se niega a decir la cifra de músculos elongados, huesos rotos y articulaciones dislocadas. Todo eso, dice, es «altamente confidencial».
Y el torneo de lucha libre se termina hasta dentro de cuatro años.
Esa noche, en un bar, un luchador que no ha ganado dice que lo ha jodido un árbitro para favorecer a un héroe local y que la Federación Americana de Lucha tendría que importar árbitros imparciales de otras partes. Ese mismo luchador habla de ir a Japón a ganar veinte mil dólares en un combate de artes marciales mixtas «sin reglas» y luego usar el dinero para crear una empresa conjunta que combine clubes de topless y torneos de lucha amateur.
– Muchos de estos tipos acaban haciendo lucha sin reglas porque se gana mucho dinero -dice Sara Levin-, Tenemos atletas olímpicos que se dedican a eso. Kevin Jackson se dedica a eso. Y la mitad de nuestro equipo de grecorromana de 1996. No me emociona que sea la salida profesional de nuestros muchachos, pero es la única opción que tienen.
El luchador del bar dice que puede meter clandestinamente en el país el dinero de Japón sin pagar impuestos. Planea evitar las leyes estatales sobre la lucha profesional pagando a los luchadores en negro. Firma autógrafos para los niños. Es un tipo enorme y nadie se muestra en desacuerdo con nada de lo que dice. Y eso que no para de hablar.
A la mañana siguiente, domingo, hay aparcado delante del Young Arena un vehículo militar de reclutamiento de los marines y de un par de altavoces gigantes sale música heavy metal a todo volumen mientras dos reclutadores con uniformes de marines permanecen de pie al lado.
Dentro del estadio, las colchonetas están colocadas una sobre otra, en pilas de a dos, a modo de preparación para el torneo de lucha grecorromana.
– A mucha gente le da miedo la grecorromana -dice Michael Jones-, Yo tardé años en que me gustara, porque me daba miedo. Es por los lanzamientos. Hay algunos lanzamientos tremendos.
Phil Lanzatella se viste para el combate, con la cicatriz de su operación a corazón abierto recorriéndole el centro del pecho. Explica que por lo menos la tercera y última rotura de válvula cardíaca tuvo lugar probablemente mientras estaba practicando lucha grecorromana con Jeff Green en el Centro de Entrenamiento Olímpico en 1997.
– Yo pesaba unos ciento treinta kilos y Green venía a pesar unos ciento veinte, así que entre los dos sumábamos unos doscientos cincuenta volando por los aires a no sé cuántos kilómetros por hora. Retorciéndonos y dando vueltas. Y estábamos al lado de unos tipos más pequeños. En aquel sitio estábamos todos muy pegados. Y ellos levantaron las manos y los pies -dice-. Y nosotros veníamos volando y girando por el aire y yo aterricé justo en el pie de un tío.
Lanzatella dice:
– Lo sentí. Me di cuenta de lo que había pasado, pero no me detuve a pensar mucho en ello. Me había llevado porrazos peores que aquel.
Hoy hay quien habla del lado oscuro de la lucha, de cómo alguien entró con una cámara escondida en los pesajes del torneo de las Midlands unos años atrás y los mejores luchadores del mundo acabaron saliendo desnudos en internet. La gente cuenta que los luchadores amateurs son acosados por fans obsesionados. Que los han llamado de madrugada. Que los han seguido. Que los han matado.
– Sé que se ha hablado mucho -dice Butch Wingett-. DuPont se pasó mucho tiempo yéndole detrás a Dave Schultz.
El antiguo luchador universitario Joe Valente dice:
– Este deporte no es nada respetado. La gente cree que son un montón de maricas que solo quieren sobarse.
En el momento de empezar la competición grecorromana no hay nadie en la tribuna.
Keith Wilson gana su primer combate y pierde el segundo, pero a pesar de todo irá a las finales preolímpicas porque ya se había clasificado en el torneo nacional.
Chris Rodrigues gana un solo combate y se clasifica para las finales preolímpicas de lucha grecorromana. El único estudiante de secundaria que se clasifica.
Ya con su padre después del combate, dice:
– Es genial. Todavía voy al instituto. Voy a volver a casa y contaré a todos mis amigos que voy a ir a los preolímpicos de Dallas.
Phil Lanzatella gana su primer combate por tres a cero.
En su segundo combate, Phil empata a cero en el primer tiempo, cede un punto a su oponente en el segundo y pierde el combate en la prórroga.
Ya quedan pocos luchadores en el evento. La gente se está marchando, cogiendo aviones. Mañana es lunes y todo el mundo tiene que estar de vuelta en el trabajo. Sean Harrington es contratista de pintores. Tyrone Davis es operador de una planta de aguas en la localidad de Hempstead (Nueva York). Phil Lanzatella es portavoz de la empresa que le instaló la válvula en el corazón y representante de cuentas publicitarias para la Time Warner.
Lanzatella está sentado en el extremo más alejado de la arena mientras terminan los últimos combates de consolación. Sus zapatillas de lucha están tiradas a unos metros.
– Tengo lo que merecía -dice-. No he estado entrenando lo bastante duro. Ahora tengo otras prioridades. Mi mujer. Mis hijos. Mi trabajo.
Dice:
– Es la última vez que estas zapatillas entran en acción.
Dice:
– A lo mejor me paso al golfo algo así.
Sheldon Kim dice:
– Probablemente esto se ha acabado para mí. Tengo otras prioridades. Tengo una niña. Después de esto, se acabó. Ya he aprendido lo bastante de este deporte como para saber hasta dónde he llegado.
Los luchadores abandonan «la familia» para concentrarse en sus familias.
Ya casi no queda nadie en el Young Arena.
– La lucha tiene una especie de culto de seguidores -dice William R. Graves, que esta noche se vuelve en coche a la Universidad Estatal de Ohio, donde está terminando el último año de su doctorado en física-. Vienen tus amigos. Viene tu familia. Y creo que mucha gente ve la lucha como un deporte aburrido.
Justin Petersen dice:
– Es un deporte que agoniza. He oído decir que el boxeo está un poco peor, pero la lucha le anda a la zaga. Hay muchas universidades que están cerrando sus programas de lucha. También está perdiendo popularidad en los institutos. No le quedan muchos años, por lo que dice la gente.
– Sobre todo está muriendo en el ámbito universitario -dice Sean Harrington-, Pero he leído que en el infantil, entre los niños, es más popular que nunca. Hay muchos niños que están entrando en la lucha porque los padres saben lo que les puede dar a sus hijos.
Dice:
– Es todo culpa del Apartado Nueve.
En los veinticinco años desde que se aprobó la ley federal que obliga a las universidades a ofrecer igualdad de oportunidades en el deporte para hombres y mujeres, un total de cuatrocientas sesenta y dos escuelas cancelaron sus programas de lucha.
– El Apartado Nueve es un factor importante -dice Mike Engelmann-. A todas esas universidades les están jodiendo los programas de lucha porque tenemos que tener igualdad en el número de deportes. No quiero parecer sexista ni nada así, pero yo no creo en eso.
Incluso el campeón olímpico Kevin Jackson dice:
– Tengo un hijo que está empezando a luchar un poco, pero ya practica taekwondo, fútbol y baloncesto, y no veo claro lo de presionarlo para que luche porque es mucho trabajo a cambio de una recompensa muy pequeña.
Todavía sentado junto a sus zapatillas en el estadio casi vacío, Phil Lanzatella habla de sus hijos:
– Es más, yo los pondría a jugar al golfo al tenis. Algo sin contacto físico que dé un montón de dinero.
Jackson dice:
– Hay mucha gente por todo el país que ha luchado o que conoce a alguien que ha luchado. Y que tiene algún vínculo con la lucha. Simplemente tenemos que promocionar mejor a nuestros deportistas para que la gente que ve la tele pueda establecer ese vínculo.
– Esos tipos… -dice Engelmann-. Estoy seguro de que sus hijos también van a luchar. Y por eso va a sobrevivir el deporte. Yo quiero tener hijos, y no los voy a presionar ni nada, pero confío en que quieran dedicarse a la lucha.
Phil Lanzatella también tiene que coger un avión.
– Tal vez toda esa energía se pueda canalizar en forma de beneficios monetarios -dice. Ha recibido una oferta para escribir un libro-. Ahora tengo tiempo para reflexionar y está claro que tengo historias. Desde mil novecientos setenta y nueve hasta ahora. Presentarme a legislador estatal… Salir con la hija de Móndale cuando boicoteamos los Juegos Olímpicos en mil novecientos ochenta… Formar parte de cinco equipos olímpicos… Algo que nadie ha hecho. Sí, hay muchas historias.
Recoge sus zapatillas y dice:
– Todavía tengo que llamar a mi mujer…
– Es estupendo cuando lo dejas -dice el entrenador de lucha en institutos Steve Knipp-. Tu vida es tan dura cuando estás en activo que cuando dejas de controlarte el peso y te pones a comer, disfrutas de la comida como nunca en tu vida. O cuando simplemente te sientas, nunca has disfrutado tanto de ese sillón. O cuando bebes un vaso de agua, nunca has disfrutado tanto del agua.
Y ahora Lanzatella, Harrington, Lewis, Kim, Rodrigues, Jackson y Petersen, con sus orejas, y Davis, Wilson, Bigley, con sus orejas deformes como estalactitas, se dispersan por el ancho mundo y empiezan a integrarse en él. En sus trabajos. En sus familias.
Donde solamente serán reconocidas por otros luchadores.
Keith Wilson dice:
– Es una familia pequeña, pero todos nos conocemos.
Y tal vez la lucha amateur esté muriendo, pero tal vez no.
En las finales preolímpicas de Dallas hay 50.170 espectadores con entrada y empresas patrocinadoras de peso como The Bank of America, AT &T, Chevrolet y Budweiser.
En Dallas, un luchador pide permiso para llevar a cabo un antiguo ritual que marque el último combate de su carrera. De acuerdo con la tradición, el luchador deja sus zapatillas en el centro de la colchoneta y las cubre con un pañuelo. Mientras el público guarda silencio, el luchador besa la colchoneta y deja sus zapatillas atrás.
Sean Harrington dice:
– Tengo un amigo que solía decirme: «Si yo luchara sería el mejor. Sé que sería el mejor. Sé que podría». Pero no lo hizo. Nunca. Así que siempre podía creer que podría haber sido el mejor, pero la verdad es que nunca se puso las zapatillas ni salió a intentarlo.
Dice:
– Lo importante es que lo has hecho, que te has puesto una meta y has ido a por ella, que nunca has sido uno de esos que dicen «Yo podría», «Si yo hubiera querido…». Lo has hecho de verdad.
Ninguno de los mencionados en este artículo llegó al equipo olímpico.
En el salón de baile del hotel Sheraton del aeropuerto hay un equipo de hombres y mujeres sentados en cabinas individuales, separados entre sí por cortinas. Cada uno está sentado delante de una mesilla y las cortinas delimitan un espacio donde no cabe nada más que la mesilla y dos sillas. Y están a la escucha. Así pasan el día entero, sentados y escuchando.
Delante del salón, en el vestíbulo, espera una multitud de escritores con manuscritos o guiones de cine en las manos. Una mujer de la organización custodia las puertas del salón, consultando la lista de nombres que lleva en una tablilla con sujetapapeles. La mujer dice tu nombre y tú te acercas y la sigues al salón. Te abre una cortina. Tú te sientas delante de una mesilla. Y empiezas a hablar.
Como escritor, tienes siete minutos. En algunos sitios te pueden dar ocho o incluso diez, pero en cuanto se acaban la persona de la organización viene y pone a otro escritor en tu sitio. Y tú has pagado entre veinte o cincuenta dólares por ese lapso de tiempo y la oportunidad de hacer llegar tu historia a un agente literario, un editor o un productor cinematográfico.
Y durante todo el día, el salón de baile del Sheraton del aeropuerto permanece lleno de gente hablando. La mayoría de los escritores que hay aquí son viejos: viejos siniestros, jubilados que se aferran a su única buena historia. Que agitan su manuscrito con las dos manos moteadas por la edad y dicen: «¡Tenga! ¡Lea mi historia sobre incesto!».
La mayor parte de toda esta escritura trata sobre el sufrimiento personal. Apesta a catarsis. A melodrama y memorias. Una amiga escritora se refiere a esta escuela como la escuela literaria de «Brilla el sol, los pájaros cantan y mi padre vuelve a estar encima de mí».
En el vestíbulo que hay delante del salón del hotel los escritores esperan y ensayan entre ellos su única gran historia. Una batalla de submarinos en plena guerra o los maltratos a manos de un cónyuge borracho. Historias de cómo sufrieron pero sobrevivieron para vencer. De desafío y de triunfo. Se cronometran entre ellos con relojes de pulsera. En tantos minutos exactos tienen que contar su historia y también demostrar por qué sería perfecta para Julia Roberts. O para Harrison Ford. O si no, para Mel Gibson. Y si no es Julia, para Meryl.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Los organizadores siempre te interrumpen en la mejor parte de tu discurso, cuando estás inmerso en contar tu adicción a las drogas. O tu violación en grupo. O tu salto borracho a un estanque poco profundo del río Yakima. Y en explicar que sería una película de cine genial. O si no, una película de cable genial. O si no, un telefilme genial.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
La multitud del vestíbulo, todos con sus historias en las manos, son un poco como la multitud que estuvo aquí la semana pasada para la feria itinerante de antigüedades. Cada uno de ellos llevando un peso que quitarse de encima: un reloj bañado en oro o la cicatriz de un incendio doméstico o la historia de una vida como mormón casado y gay. Hay algo con lo que llevan toda la vida cargando y que ahora van a ver por cuánto se vende en el mercado abierto. ¿Cuánto me dan por esto? Esta tetera de porcelana o esta enfermedad de la médula que causa parálisis. ¿Son un tesoro o no son más que quincalla?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
En el salón de baile del hotel, en esos cubículos cerrados por cortinas, una persona permanece sentada en actitud pasiva mientras la otra se vacía. En ese sentido, es como un burdel. El oyente pasivo ha pagado para recibir. El orador activo ha pagado para que lo oigan. Para dejar tras de sí cierto rastro de sí mismo: siempre confiando en que dicho rastro baste para echar raíz y convertirse en algo más grande. Un libro. Un hijo. Un heredero para su historia, para llevar su nombre hasta el futuro. Pero al oyente ya nada le viene de nuevo. Es educado pero se aburre. Es difícil de impresionar. A uno le dejan coger las riendas durante siete minutos -por decirlo de algún modo-, pero la puta no para de mirarse el reloj, de preguntarse qué hay para comer y de hacer planes para gastarse su estipendio. Y entonces…
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
He aquí la historia de tu vida pero reducida a dos horas. El momento en que viniste al mundo, en que tu madre dio a luz en el asiento trasero de un taxi, ahora es tu secuencia inicial. La pérdida de tu virginidad es el clímax de tu primer acto. La adicción a los calmantes es la progresión dramática de tu segundo acto. Los resultados de tu biopsia son la revelación de tu tercer acto. Lauren Bacall estaría perfecta como tu abuela. William H. Macy como tu padre. Dirigidos por Peter Jackson o por Roman Polanski.
Se trata de tu vida, pero procesada. Embutida en el molde de un buen guión. Interpretada de acuerdo con el modelo de un éxito de taquilla. No es de extrañar que hayas empezado a ver cada día en términos de un nuevo episodio de la trama. La música se convierte en tu banda sonora. La ropa se convierte en vestuario. Las conversaciones en diálogos. Nuestra tecnología para contar historias se convierte en nuestro lenguaje para recordar nuestras vidas. Para entendernos a nosotros mismos. En nuestro marco de referencia para percibir el mundo.
Vemos nuestras vidas en términos de convenciones narrativas. Nuestras sucesiones de matrimonios se convierten en secuelas. Nuestra infancia es nuestra precuela. Nuestros hijos son spin-offs.
Tengan en cuenta solamente la rapidez con que la gente empezó a usar expresiones como «funde a negro» o «fundido lateral». O búsqueda rápida. Corte a… Flashback… Secuencia onírica… Créditos…
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Otros siete minutos cuestan veinte, treinta o cincuenta dólares. Un nuevo intento de conectar con el mundo exterior. De vender tu historia. De convertir la tristeza en un montón de dinero. Dinero en concepto de adelanto por el libro o de opción de compra de adaptación cinematográfica. El gordo de la lotería.
Hace unos años había muy pocas de estas convenciones que enviaban a gente de la industria de Nueva York o Los Ángeles, los metían en hoteles y les pagaban un estipendio para que se sentaran a escuchar. Ahora hay tantas que los organizadores tienen que escarbar un poco y buscar a cualquier ayudante de producción o editor asociado que pueda dedicar un fin de semana a volar hasta Kansas City o Bellingham o Nashville.
Esta es la Conferencia de Escritores del Medio Oeste. O la Conferencia de Escritores del Sur de California. O la Conferencia de Escritores del Estado de Georgia. Como aspirante a escritor, has pagado para estar en la puerta, para tener una tarjeta con tu nombre y asistir a un almuerzo con charla. Hay clases a las que se puede uno apuntar y conferencias sobre técnica y marketing. Está la presencia medio reconfortante y medio competitiva del resto de los escritores. De los colegas escritores. Cientos de ellos con manuscritos debajo del brazo. Uno paga el dinero extra, el de los siete minutos, para comprar la atención de una persona de la industria. Uno compra la oportunidad de vender y de marcharse de aquí con algo de dinero y de reconocimiento por su historia. Un billete de lotería vital. Una oportunidad de convertir limones -un aborto espontáneo, un conductor borracho, un oso pardo- en limonada.
Es paja, pero convertida en oro. Aquí en el gran casino de las narraciones.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Y en otro sentido, este salón de hotel está lleno de gente que confiesa sus crímenes espantosos. Que cuenta con pelos y señales cómo abortaron a su hijo. Cómo trajeron droga de Pakistán metida en el culo. Historias de cómo perdieron la gracia, lo contrario a un relato heroico. En este sitio pueden vender incluso su mal ejemplo, aquí ese ejemplo puede ayudar a los demás. Evitar desastres semejantes. Esta gente ha venido en busca de la redención. Para ellos, cada cabina cerrada con cortinas se convierte en un confesionario. Cada productor de cine, en un sacerdote.
Ya no es Dios el que espera para emitir su juicio. Es el mercado.
Tal vez un contrato de publicación sea el nuevo halo. Nuestra nueva recompensa para sobrevivir con fuerza y carácter. En lugar del cielo conseguimos dinero y la atención de los medios de comunicación.
Tal vez una película protagonizada por Julia Roberts, elevándose por encima de los mortales y tan guapa como un ángel, sea la única vida que hay después de la muerte.
Y eso solo si… eres capaz de embellecer tu vida y tu historia, de promocionarlas y venderlas.
En otro sentido, este público se parece mucho al público que estuvo aquí el mes pasado, cuando un concurso televisivo estaba haciendo pruebas de casting para encontrar concursantes. Para resolver acertijos. O el mes anterior, cuando estuvieron aquí los productores de un programa diurno de tertulias en busca de gente con problemas que los quisiera airear en una cadena nacional de televisión… Padres e hijos que han tenido la misma pareja sexual. O madres que demandan a sus ex maridos para que paguen la pensión alimenticia de sus hijos. O cualquiera que esté cambiando de sexo.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
El filósofo Martin Heidegger señaló que los seres humanos suelen considerar el mundo una reserva permanente de materiales que podemos usar. Como unas existencias que podemos procesar para convertirlas en algo más valioso. Árboles que dan madera. Animales que dan carne. A ese mundo de recursos naturales brutos lo llamó Bestand. Parece inevitable que la gente sin acceso a las formas naturales del Bestand como son los pozos petrolíferos o las minas de diamantes recurran al único stock de que disponen: sus vidas.
Cada vez más, el Bestand de nuestra era es nuestra propiedad intelectual. Nuestras ideas. Las historias de nuestras vidas. Nuestra experiencia.
Lo que antes la gente soportaba o incluso disfrutaba, todos esos acontecimientos que conformaban episodios de la trama, como aprender a usar el retrete, irse de luna de miel o sufrir cáncer de pulmón, ahora se pueden dotar de una buena presentación y venderse.
El truco es prestar atención. Tomar notas.
El problema de ver el mundo como Bestand, dijo Heidegger, es que te lleva a usar las cosas, a esclavizar y explotar las cosas y a la gente, para tu beneficio personal.
Teniendo esto en cuenta, ¿es posible esclavizarse a uno mismo?
Martin Heidegger también señala que la presencia del espectador da forma a los acontecimientos. Un árbol que cae en el bosque es en cierto modo un suceso distinto si hay alguien presente para verlo, tomando notas y acentuando los detalles a fin de convertirlo en una película con Julia Roberts.
Aunque solo sea distorsionando los acontecimientos, retorciéndolos para conseguir un mayor impacto dramático y exagerándolos hasta el punto de que te olvidas de tu verdadera historia -de que te olvidas de quién eres-, ¿es posible explotar tu propia vida para conseguir una historia vendible?
Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Tal vez tendríamos que haberlo visto venir.
En los años sesenta y setenta, los programas de cocina de la televisión convencieron a una clase emergente de personas para que se gastaran el tiempo y el dinero que les sobraban en comida y vino. Pasaron de comer a cocinar. Guiados por expertos del «Hágalo usted mismo» como Julia Child y Graham Kerr, exploramos el mercado en busca de cocinas de restaurante y ollas de cobre. En los ochenta, con la libertad que nos dieron los vídeos y los reproductores de cedes, el entretenimiento se convirtió en nuestra nueva obsesión.
Las películas se convirtieron en el terreno sobre el que la gente podía reunirse para polemizar, igual que lo habían sido una década atrás los soufflés y el vino. Y tal como antes hacía Julia Child, ahora Gene Siskel y Roger Ebert aparecían en televisión y nos enseñaban a discutir sobre nimiedades. El entretenimiento se convirtió en el siguiente terreno en que invertir el tiempo y el dinero sobrantes.
En lugar de la cosecha y el bouquet y los posos de un vino, hablábamos de la efectividad en el uso de la voz en off y del eje de la historia y del desarrollo de personajes.
En los años noventa nos volvimos hacia los libros. Y el lugar de Roger Ebert lo ocupó Oprah Winfrey.
Con todo, la diferencia verdaderamente grande era que se podía cocinar en casa. No se podía hacer una película en casa, eso no. En cambio, sí que se podía escribir un libro. O un guión. Y los guiones se convierten en películas.
El guionista Andrew Kevin Walker dijo una vez que en Los Ángeles nadie está sentado a más de quince metros de un guión. Están en los maleteros de los coches. En los cajones de las mesas de trabajo de la gente. Dentro de los ordenadores portátiles. Siempre listos para ser vendidos. Un billete ganador de lotería en busca de su premio gordo. Un cheque sin cobrar.
Por primera vez en la historia, cinco factores se han alineado para propiciar esta explosión de narraciones. Esos factores, listados sin ningún orden en particular, son:
El tiempo libre.
La tecnología.
El material.
La educación.
El hastío.
El primero parece simple. Hay más gente que tiene más tiempo libre. La gente se jubila y vive más años. Nuestro nivel de vida y nuestra red de protección social permiten a la gente trabajar menos horas. Además, a medida que hay más gente que reconoce el valor de las narraciones -aunque estrictamente como material para libros y películas-, más gente ve la escritura, la lectura y la investigación como algo más que un simple pasatiempo culto. Se está convirtiendo en una verdadera empresa financiera en la que vale la pena invertir tiempo y energía. Contarle a alguien que escribes siempre suscita la pregunta: «¿Qué has publicado?». Nuestra expectativa es: escribir equivale a dinero. O, por lo menos, en el caso de la buena escritura debería ser así. Con todo, sería casi puñeteramente imposible que nadie viera el trabajo de uno de no ser por el segundo factor.
La tecnología. Por una pequeña inversión te pueden publicar en internet y tu trabajo puede ser accesible para millones de personas de todo el mundo. Los impresores y las editoriales pequeñas pueden suministrar cualquier cantidad de libros en tapa dura bajo demanda a cualquiera que tenga dinero para autoeditarse. O publicar por cuenta propia. O publicar por placer. O como quiera llamarlo uno. Cualquiera que sepa usar una fotocopiadora y una grapadora puede publicar un libro. Nunca ha sido tan fácil. Nunca en la historia han llegado tantos libros cada año al mercado. Todos ellos llenos del tercer factor.
Material. A medida que hay más gente que envejece y que tiene toda la experiencia de toda una vida en la memoria, más les preocupa perderla. Perder esos recuerdos. Sus mejores números, sus relatos, sus cantinelas para hacer que toda la mesa se eche a reír a la hora de la cena. Su legado. Su vida. Un simple toque de la enfermedad de Alzheimer y todo puede desaparecer. Además, todas nuestras mejores aventuras parecen encontrarse en el pasado. Así que produce placer revivirlas, plasmarlas sobre el papel. Organizarías y hacer que todos esos desechos cobren sentido. Darles un envoltorio bonito y pulcro y rematarlo todo con un lacito. El primer volumen de la caja de tres volúmenes que será tu vida. La cinta de los mejores momentos de la liga de fútbol americano de tu vida. Todo reunido, tus razones para hacer lo que hiciste. Tu explicación de por qué, en caso de que alguien sienta curiosidad.
Y gracias a Dios por el factor número cuatro:
La educación. Porque por lo menos todos sabemos teclear. Sabemos dónde poner las comas… más o menos. En general. Tenemos revisión ortográfica automática. No nos da miedo sentarnos y atrevernos a escribir un libro. Stephen King hace que parezca muy fácil. Y hay montones de libros. E Irvine Welsh hace que parezca tan divertido, el último sitio donde puedes tomar drogas y cometer delitos sin que te arresten ni engordes ni te pongas enfermo. Además, llevamos toda la vida leyendo libros. Hemos visto un millón de películas. De hecho, esa es parte de nuestra motivación, el quinto factor:
El hastío. Salvo quizá por seis películas, el resto del video- club es basura. Y lo mismo pasa con la mayoría de los libros. Basura. Nosotros lo podemos hacer mejor. Conocemos todas las tramas básicas. Todo lo ha analizado Joseph Campbell. Y también John Gardner. Y E. B. White. En lugar de perder más tiempo y dinero en otro libro de mierda, ¿por qué no intentar escribirlo uno mismo? O sea, ¿por qué no?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Muy bien, muy bien, tal vez hemos tomado un camino que lleva a unas vidas mecánicas y obsesionadas por sí mismas donde cada acontecimiento es reducido a palabras y ángulos de cámara. Cada momento se imagina a través de la lente de un director de fotografía. Cada comentario gracioso o triste es apuntado para venderlo a la menor oportunidad.
Un mundo que Sócrates no podía imaginar, donde la gente examina sus propias vidas, sí, pero solo en términos de posibilidades de película o edición de bolsillo.
Donde una historia ya no es el resultado de una experiencia.
Ni la experiencia tiene lugar a fin de generar una historia.
Es un poco como cuando uno dice: «No lo hagamos, pero digamos que lo hicimos».
La historia -el producto que uno puede vender- se vuelve más importante que el acontecimiento real.
Un peligro de esto es que podemos pasar a toda prisa por la vida, soportando un acontecimiento tras otro, con el simple objeto de crear nuestra lista de experiencias. Nuestra reserva de historias. Y nuestra ansia de relatos puede acabar reduciendo nuestra conciencia de la experiencia en sí. Igual que desconectamos después de ver demasiadas películas de acción y aventuras. Nuestra química corporal no puede tolerar tanta estimulación. O bien nos defendemos inconscientemente fingiendo que no estamos presentes y actuamos como «testigos» distantes o periodistas de nuestra propia vida. Y al hacer eso, dejamos de sentir emociones o de tomar parte activa. Siempre estamos sopesando cuánto vale la historia en efectivo.
Otro peligro es que este pasar a toda prisa por las cosas pueda darnos un entendimiento falso de nuestra propia capacidad. Si ocurren cosas que nos ponen a prueba y las experimentamos únicamente como una historia que puede grabarse y venderse, entonces, ¿habremos vivido? ¿Habremos madurado? ¿O acaso moriremos sintiéndonos vagamente engañados y timados por nuestra vocación de narradores?
Ya hemos visto a gente que usa la «investigación» como coartada para cometer crímenes. Winona Ryder robando en las tiendas como preparación para interpretar a un personaje que roba. Pete Townsend visitando páginas de internet de pornografía infantil a fin de escribir sobre los abusos que sufrió siendo niño.
Nuestra libertad de expresión ya se dirige a una colisión con el resto de las leyes. ¿Cómo se puede escribir sobre un «personaje» violador y sádico si uno nunca ha violado a nadie? ¿Cómo podemos crear películas y libros excitantes e innovadores si únicamente vivimos unas vidas aburridas y reposadas?
Las leyes que lo prohíben a uno conducir por la acera, oír el ruido sordo de la gente al golpear el capó de tu coche, el crujido de los cuerpos al hacer estallar tu parabrisas, esas leyes son económicamente opresivas. Si uno piensa realmente en ello, prohibir el acceso a la heroína y las snuff movies es una restricción del derecho al libre comercio. Es imposible escribir libros que sean auténticos sobre la esclavitud si el gobierno hace que sea ilegal poseer esclavos.
Todo lo que esté «basado en hechos reales» es más vendible que la ficción.
Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Por supuesto, no todo son malas noticias.
La mayoría de los talleres de escritura tienen una vertiente de terapia oral.
Existe la idea de la literatura como laboratorio seguro para explorarnos a nosotros mismos y al mundo. Para experimentar con una imagen pública o un personaje o una organización social, para ponerse un disfraz y reproducir un modelo social hasta que este se hunde.
Hay todo eso.
Un aspecto positivo es que tal vez esa conciencia y ese registro de los que hablamos nos lleven a vivir vidas más interesantes. Tal vez así sea menos probable que cometamos una y otra vez los mismos errores. Casarse con otro borracho. Volver a quedarse embarazada. Porque ahora ya sabemos que eso generaría un personaje aburrido y antipático. Un papel de protagonista femenino que Julia Roberts no interpretaría nunca. En lugar de inspirar nuestras vidas en personajes de ficción listos y valientes, tal vez podamos llevar vidas inteligentes y valientes en las que inspirar a nuestros personajes.
Controlar la historia del pasado de uno, registrarla y agotarla, es un talento que puede permitirnos avanzar hacia el futuro y escribir esa historia. En lugar de dejar que la vida tenga lugar, podemos trazar nuestra propia trama personal. Aprenderemos la técnica que necesitemos para aceptar esa responsabilidad. Desarrollaremos nuestra capacidad de imaginar con más y más detalle. Podemos concentrarnos con mayor precisión en lo que queremos lograr y en lo que queremos ser.
¿Quieren ser felices? ¿Quieren estar en paz? ¿Quieren tener buena salud?
Como les diría cualquier buen escritor: abran el paquete que pone «feliz». ¿Qué hay dentro? ¿Cómo pueden demostrar la felicidad sobre la página, ese concepto vago y abstracto? No lo cuenten, muéstrenlo. Muéstrenme la «felicidad».
En este sentido, aprender a escribir implica aprender a mirarse a uno mismo y al mundo muy, muy de cerca. En el peor de los casos, tal vez aprender a escribir nos obligue a mirarlo todo más de cerca, a ver las cosas de verdad. Aunque solo sea para reproducirlas en la página.
Tal vez con un poco más de esfuerzo y reflexión, uno pueda vivir la clase de historia vital que un agente literario querría leer.
O tal vez… tal vez todo este proceso sea nuestro entrenamiento para algo más grande. Si podemos reflexionar y conocer nuestras vidas, podemos permanecer lúcidos y dar forma a nuestros futuros. La inundación de libros y películas que sufrimos -de tramas, planteamientos, nudos y desenlaces- podría ser una forma que tiene la humanidad de hacerse consciente de toda nuestra historia. De nuestras opciones. De todas las formas en que hemos intentado arreglar el mundo en el pasado.
Lo tenemos todo: el tiempo, la tecnología, la experiencia, la educación y el hastío.
¿Y si hicieran una película sobre una guerra y no fuera nadie a verla?
Si somos demasiado perezosos para aprender la historia propiamente dicha, tal vez podamos aprender tramas. Tal vez nuestra sensación de que ya lo hemos visto todo nos salve de declarar la próxima guerra. Si la guerra no «funciona» narrativamente, ¿para qué molestarse? Si la guerra no puede «encontrar un público», si vemos que la guerra «cae» después del primer fin de semana, entonces nadie dará luz verde a otra. Al menos durante mucho, mucho tiempo.
Y finalmente, ¿qué pasaría si a un escritor se le ocurre una historia completamente nueva? Una forma nueva y excitante de vivir, antes…
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Vienen desde las colinas, víctimas sacrificiales de camino a su muerte.
Es viernes, 13 de junio. Hay luna llena.
Vienen cubiertas de adornos. Pintadas de rosa, con enormes morros de cerdo acoplados y con sus orejas blandas de cerdo de color rosa recortándose contra el cielo azul. Vienen con enormes lazos amarillos hechos de contrachapado pintado. Vienen pintadas de color azul brillante y disfrazadas para parecer tiburones gigantes con aletas dorsales. O bien pintadas de verde y llenas de pequeños extraterrestres de ojos rasgados de pie debajo de una antena de radar plateada giratoria y un montón de luces estroboscópicas parpadeantes de colores.
Vienen pintadas de negro y con luces de ambulancia. O pintadas de camuflaje marrón para el desierto y con misiles caricaturescos dibujados a mano volando estruendosamente hacia árabes montados en camellos. Vienen dejando atrás un rastro de humo artificial. Disparando cañones hechos con tuberías y provocando explosiones de pólvora para petardos.
Vienen con nombres como Patrulla coñil, Vikingo o Gangrena de la mala, procedentes de poblaciones de secano productoras de trigo como Mesa, Cheney y Sprague. Un total de dieciocho víctimas sacrificiales, venidas aquí para morir. Para morir y renacer. Para ser destruidas y salvadas y regresar el año que viene.
Esta noche se trata de romper cosas y arreglarlas. De tener el poder de la vida y la muerte.
Vienen para lo que se llama el «Combate de cosechadoras de Lind».
El lugar es Lind (Washington). La población de Lind se compone de 462 personas que habitan en las colinas resecas de la parte más oriental del estado de Washington. El pueblo tiene su centro en los elevadores de granos de la Union Grain, que discurren en paralelo a las vías de ferrocarril de la Burlington Northern. Las calles numeradas -calle 1, calle 2 y calle 3- también van en paralelo a las vías. Las calles que se cruzan con las vías empiezan con la calle N cuando uno entra en el pueblo desde el oeste, luego viene la calle E. Luego la calle I. De un extremo a otro, las calles deletrean la palabra neilson, el apellido de los hermanos James y Dugal, que planificaron el pueblo en 1888.
El cruce más importante, el de la calle 2 y la calle I, está flanqueado por dos edificios comerciales de dos plantas. El edificio más grande del centro del pueblo es la mole art déco descolorida del edificio Phillips, que alberga el cine Empire, cerrado desde hace décadas. El más bonito es el edificio del Whitman Bank, de ladrillo y con el nombre del banco pintado con letras doradas en las ventanas. Al lado está la peluquería Hometown.
El paisaje durante un centenar de kilómetros en cualquier dirección es una extensión de artemisa y planta rodadora, salvo allí donde las suaves colinas han sido aradas para plantar trigo. Allí giran los remolinos de polvo. Las vías del tren conectan los altos elevadores de grano de las poblaciones agrícolas como Lind, Odessa, Kahlotus, Ritzville y Wilbur. En el extremo norte de Lind se elevan las ruinas de cemento del puente de caballete de la carretera de Milwaukee, tan dramático como un acueducto romano.
No hay constancia del origen del nombre de Lind.
En el extremo sur del pueblo están las plazas de los rodeos, donde las tribunas circundan tres lados de la plaza de arena y las liebres pastan en un aparcamiento de grava, junto a los restos mellados y oxidados de los concursantes jubilados del combate de cosechadoras.
Se trata de cosechadoras, esas máquinas grandes y lentas que se usan para cosechar el trigo. Todas las cosechadoras tienen cuatro ruedas: dos ruedas delanteras gigantescas que llegan hasta el pecho y dos traseras pequeñas que llegan hasta las rodillas. Las ruedas delanteras son las que llevan a cabo la tracción. Las traseras se encargan de la dirección. En caso de necesidad -por ejemplo, cuando alguien te arranca las ruedas de detrás- se puede dirigir con las delanteras. Cada una de estas tiene freno individual, así que para girar a la derecha solo hay que parar la rueda derecha y dejar la izquierda en marcha. Para girar a la izquierda se hace lo contrario.
La parte delantera de cada cosechadora es una pala ancha y baja que se llama morro. Se parece un poco a la pala que tiene delante un bulldozer, pero es más ancha, más baja y está hecha de lámina de metal. Sirve para recoger el trigo. Luego el trigo del morro es tamizado, trillado y metido en un camión. El conductor va sentado, a dos metros del suelo, junto al motor. En lo tocante al tamaño y la forma, parece que el conductor vaya montado en un elefante de acero rectilíneo.
Aquí, el morro es lo que se usa para reventar los neumáticos ajenos. O para arrancarles el morro a los demás. O para destrozarles la correa de transmisión. Es por eso por lo que en los años anteriores la gente llenaba los morros de cemento o bien los soldaba con capas de placas acorazadas o los recortaba para que a las demás cosechadoras les resultara más difícil engancharse.
Pero ahora eso va contra las normas. Muchas normas cambiaron después de que Frank Bren atropellara a su padre en 1999, le rompiera la pierna y le dejara una rueda delantera gigantesca aparcada encima. Desde entonces Mike Bren ha ido cojo.
Este año Frank conduce la número 16, una Gleaner CH pintada de amarillo brillante, llena de banderas americanas ondeantes y con un lazo enorme de cinta amarilla hecho de contrachapado. La ha bautizado: Espíritu de América, la cinta amarilla.
– La descarga de adrenalina cuando estás ahí es magnífica -dice Frank Bren-. No es tan bueno como el sexo pero se le acerca. El ruido de metal aplastado es simplemente genial.
El resto del año Bren conduce un camión de transporte de grano. El cultivo de trigo de secano comporta que no hay irrigación y tampoco hay mucho dinero. En la década de 1980 los padres del pueblo estaban buscando una forma de conseguir dinero para el centenario de Lind. Dice Mark Schoesler, el conductor de la número 11, una cosechadora Massey Super 92 de 1965 pintada de verde y bautizada Tortuga:
– El instigador fue Bill Loomis, de Camiones y Tractores Loomis. Repartió cosechadoras viejas entre la población. Las vendió a bajo precio. Las cambió por otras cosas. Se prestó a cualquier tipo de trato que la gente quisiera llevar a cabo. Y salió tan increíblemente bien que nadie pudo dejar de hacerlo.
Ahora, en la decimoquinta edición, unas tres mil personas acuden y pagan diez dólares por cabeza para ver cómo Schoesler embiste con su cosechadora a otras diecisiete máquinas, una y otra vez, durante cuatro horas, hasta que solo una de ellas sigue funcionando.
Las normas: el morro tiene que estar como mínimo a cuarenta centímetros del suelo. Solo se pueden llevar veinte litros de gasolina y el tanque de gasolina tiene que estar protegido por el depósito del trigo en la parte central de cada cosechadora. Se pueden usar solamente diez piezas de hierro angular para reforzar la máquina. Hay que quitar todo el cristal de la cabina. No se pueden rellenar los neumáticos de calcio ni de cemento para conseguir mejor tracción. Hay que tener por lo menos dieciocho años, llevar casco y cinturón de seguridad. La cosechadora ha de tener por lo menos veinticinco años de antigüedad. Hay que pagar cincuenta dólares en concepto de inscripción.
Los jueces le dan a cada participante una bandera roja que sirve para señalar que uno sigue en el combate.
– Si bajas la bandera estás fuera -dice Jared Davis, de dieciocho años, que conduce la número 15, una McCormick 151-. Si se te rompe la cosechadora y ya no puedes hacerla funcionar ni hacerla moverse, te dan un lapso de tiempo después del cual bajas la bandera y estás fuera.
En la parte trasera de la número 15 de Davis hay un dibujo a mano de un ratón enseñando el dedo de forma obscena. La número 15 se llama Ratón Mickey.
Davis dice:
– Se trata de gente normal que se quiere divertir. Gente trabajadora normal y corriente. Uno ventila sus frustraciones y tiene la oportunidad de destrozar cosas.
A pesar de todas las normas, todavía se permite beber. Davis da un trago de una lata de Coors y dice:
– Mientras puedas caminar, puedes conducir.
En la zona de mecánicos cubierta de hierba que hay detrás de la plaza de rodeos, Mike Hardung está aquí por tercer año conduciendo la Gangrena de la mala, una John Deere 7700 de 1973.
– A mi mujer le preocupa que haga esto, pero es que yo hago muchas chifladuras -dice Hardung-, Como las carreras de cortadoras de césped, o sea, pilotando una cortadora. Es un rollo muy popular. Tenemos la Asociación del Noroeste de Carreras de Cortadoras de Césped. Las pilotamos a más de sesenta y cinco kilómetros por hora.
Sobre los combates de cosechadoras, estar sentado ahí arriba y destrozar una montaña de metal, Hardung dice:
– Es un caos. No sabes dónde estás. Tienes que tener mucho cuidado con los puntos flacos, como la parte de atrás de la cosechadora y los neumáticos. Luego te dejas llevar por el entusiasmo y les das bien fuerte. Yo soy de los que dan bien fuerte.
Hardung señala las poleas y las correas que conectan el motor con el eje delantero y dice:
– Hay que proteger la transmisión para que nadie le pueda dar. Si me arrancan una correa estoy listo.
Algunas cosechadoras tienen transmisión hidrostática, sin palanca de cambio, me cuenta. Cuanto más fuerte empujes la palanca, más deprisa va la máquina. Otras tienen transmisiones manuales. Sus conductores tienen una fe ciega en un embrague y una palanca de cambio. Otros tienen fe ciega en no beber antes del evento. Cada cual tiene una estrategia distinta.
– Yo me meto -dice Hardung-. Y examino el terreno. Ataco a los chungos. A los más pequeños los dejo en paz, a menos que ellos me ataquen primero.
Dice:
– Aquí se revientan los neumáticos. Nos damos tan fuerte que nos arrancamos el morro de las cosechadoras o la parte trasera. Hace un par de años hicimos volcar a uno.
Para reparar los daños entre eliminatorias, Hardung y sus mecánicos de la Gangrena de la mala han traído piezas extra y suministros. Partes traseras de cosechadoras. Ejes. Neumáticos. Ruedas. Soldadores. Grúas. Pulidoras. Y cerveza.
– Si el trabajo en el campo sigue empeorando -dice Hardung-, voy a empezar a traer mis cosechadoras nuevas.
Cuando le pregunto cuál le preocupa más, Hardung señala una cosechadora enorme, pintada de azul y con una aleta dorsal sobresaliendo de la parte superior. Tiene unos enormes dientes blancos y un monigote a medio devorar que sobresale de la boca del morro. En la parte delantera, pintado en letras grandes y negras, dice: «Josh».
– Voy a estar vigilando a la Tiburón -dice Hardung-. Es grande porque es una cosechadora de colina, y tiene un hierro especial por dentro. Y ruedas de metal fundido. Es una máquina dura.
Josh Knodel es un conductor novato de dieciocho años. Desde que tenía catorce él y su amigo Matt Miller han estado trayendo y reparando a la Tiburón , una cosechadora John Deere 6602, y sus padres la han estado conduciendo. En sus dos primeros años se llevaron el primer premio a casa. El año pasado se les averió la máquina cuando tenían un neumático reventado y solamente quedaban otras tres cosechadoras.
– No se puede hacer gran cosa para proteger el neumático en sí -dice Knodel-. Lo que tengo que hacer sobre todo es tener cuidado de que no me acorralen, de no ponerme en una situación en la que una cosechadora se me ponga detrás y me impida retroceder de forma que alguien pueda dedicarse a machacarme los neumáticos. Tengo que intentar moverme todo el tiempo para que nadie me inmovilice.
Dice:
– Primero de todo voy a intentar dejar a todo el mundo en tierra. Les golpearé las ruedas traseras para intentar arrancárselas. Cuando a uno lo dejan así en tierra ya no es ni la mitad de rápido o ágil. Se pierde mucho control. Pierdes un neumático y toda la parte trasera de tu vehículo se arrastra por el polvo. A veces se desprenden las llantas enteras y acabas arrastrando todo el trasero.
»Estoy sobre todo emocionado -dice Knodel-. Llevo toda la vida queriendo hacer esto. Hoy es el día. Pero estoy nervioso. Anoche me costó dormirme -dice-. No recuerdo haberme perdido nunca un combate. En nuestra casa es un acontecimiento importante. Siempre bajamos al pueblo para el rodeo y el combate de cosechadoras. Es un sueño hecho realidad, está claro, el poder venir aquí esta tarde y conducir. Si ganas tu eliminatoria te dan trescientos dólares. Si quedas segundo en tu eliminatoria te dan doscientos y si quedas tercero cien. Pero si ganas todo el combate son mil dólares. Eso es bastante guita.
»No hay seguro -añade Knodel-. No firmamos nada, lo cual es asombroso. Lo normal sería que el Lions Club nos hiciera firmar algo diciendo que si alguien se hace daño ellos no se responsabilizan, pero yo no he firmado nada. Todos los que hemos venido estamos aquí para pasarlo bien. Nos damos cuenta de que estamos por nuestra cuenta y riesgo.
Las tribunas se van llenando. Al aparcamiento está llegando una larga hilera de coches y camiones. Un camión cisterna se dedica a mojar la arena de la plaza de rodeos.
Al principio del combate, las cosechadoras entran en la plaza y aparcan formando dos largas hileras. Mientras esperan, la multitud se pone de pie. La reina del rodeo de Lind durante tres años consecutivos, Bethany Thompson, vestida con lentejuelas rojas, blancas y azules y sosteniendo una bandera americana, galopa a lomos de su caballo cada vez más deprisa alrededor de las cosechadoras congregadas. A medida que Thompson gana velocidad, con su bandera ondeando al viento, los conductores de las cosechadoras permanecen de pie con la mano derecha sobre el corazón y los tres mil miembros del público recitan la jura de bandera. A la gente que ha venido de visita de la ciudad les dan palmadas o puñetazos en la espalda y les gritan por no quitarse el sombrero.
El combate consta de cuatro eliminatorias: la primera es para los que han participado antes en la competición, la segunda es para los novatos, la tercera vuelve a ser para conductores con experiencia y la cuarta empieza con una ronda de consolación para todas las cosechadoras perdedoras que todavía puedan funcionar. Después de las eliminatorias, los ganadores de las tres primeras entran en la plaza, y todo el que todavía se pueda mover -ganadores y perdedores- lucha a muerte.
Una vez terminada la jura, un juez lee un tributo escrito por el conductor Casey Neilson y el equipo de la cosechadora número 9, una McCormick International 503 de 1972 con luces giratorias de ambulancia azules y rojas en el techo. El amuleto de Neilson es la peluca afro que siempre lleva cuando conduce. La gente lo llama Afro Man. Y él llama a su cosechadora la Rambulancia.
Se oye por el sistema de megafonía:
– Al equipo de la Odessa Trading Company le gustaría dedicar un momento a dar las gracias a los hombres y mujeres del servicio de ambulancias y del departamento local de bomberos voluntarios por todo su duro trabajo y su dedicación. Si no fuera por vosotros, algunos no estaríamos aquí.
Todas las cosechadoras salvo siete abandonan la arena y empieza la primera eliminatoria.
Un juez dice por el sistema de megafonía:
– Señor, ayúdanos a tener un espectáculo seguro y de calidad esta noche.
De buenas a primeras, Mark Schoesler, a bordo de la Tortuga , pierde un neumático trasero. La Gangrena de la mala y la Invento de J y M hacen chocar los morros. La Máquina antediluviana, la Bala de plata y la Patrulla coñil levantan polvareda y se persiguen las unas a las otras en círculos. A la Gangrena de la mala le revienta un neumático trasero. A la Invento de J y M le revienta un neumático trasero y el conductor, Justin Miller, parece tener problemas: no puede moverse, está inclinado y desaparece en el interior del compartimento del motor de su cosechadora. La Bala de plata está completamente inmóvil, un juez la declara fuera de combate y el conductor Mike Longmeier baja su bandera roja. La Patrulla coñil tiene una rueda trasera completamente arrancada y luego pierde el eje trasero, pero sigue adelante, arrastrándose por la arena solamente con las ruedas delanteras. La Rayo rojo aplasta la parte de atrás de la Patrulla coñil. El compartimento del motor de la Gangrena de la mala se abre y empieza a salir humo. A la Rayo rojo se le incendia el motor. La Invento de J y M regresa a la vida y Miller reaparece en el asiento del conductor. La Patrulla coñil se arrastra por la arena. La Invento de J y M le arranca la parte trasera a la Tortuga. A la Gangrena de la mala se le cae la jarra de cerveza. A la Tortuga se le desprende el eje trasero. Y Miller vuelve a quedarse parado. Los jueces despiden con la mano a la Tortuga y Schoesler baja la bandera roja. La Invento de J y M es eliminada, la Patrulla coñil es eliminada y la Gangrena de la mala queda ganadora.
En la zona de mecánicos el equipo rodea la Invento de J y M, aporreando con martillos y puliendo el metal. Saltan chispas de los sopletes de soldar. Se cambian los neumáticos. Miller, directo a la ronda de consolación, dice:
– No me importa quién gane con tal de que podamos golpear lo más fuerte posible durante todo el tiempo que podamos.
A modo de descripción de la mejor manera de golpear, dice:
– Yo uso los frenos. En estas cosechadoras hay un freno distinto para cada lado, así que, si bloqueas uno, puedes girar y usar uno de los lados del morro. Lo haces ir cinco o seis veces más deprisa que la cosechadora, y cuando le das a alguien justo en la esquina, le haces un montón de daño a su máquina.
Hay que balancear el morro, dice, es como un golpe de molinete en boxeo.
– Le revientas el neumático. La rueda queda destruida. Ese morro puede estar yendo a treinta y cinco o cuarenta kilómetros por hora. Y menudo estruendo hace… El culo de la cosechadora se levanta del suelo. Se levanta a medio metro del suelo.
Entre eliminatorias una carretilla elevadora y un camión grúa entran en la arena y se llevan a los muertos, el hierro angular todo roto y los morros aplastados. La reina del rodeo Thompson tira camisetas al público. Fluye la cerveza.
De vuelta a la zona de mecánicos, los pilotos novatos como Davis y Knodel, todos ellos en edad de ir a la universidad salvo Garry Bittick, que conduce la Tanque , se ponen en fila para su eliminatoria.
Durante el primer minuto, la Ciervo devastador de Jeff Yerbich muere a consecuencia de dos neumáticos traseros reventados. La Hombrecillos verdes embiste a la Tanque y la levanta tanto del suelo que a punto está de hacerla volcar hacia atrás. La Tiburón pierde una rueda trasera. A la Ratón Mickey le aplastan el morro y se lo arrugan todo como si fuera de papel de aluminio. La Tanque se para en seco y baja la bandera roja. La Tiburón persigue a la Ratón Mickey en círculos. Knodel clava el morro en los neumáticos delanteros de la Ratón y se los revienta. Con la Ratón detenida, la Tiburón sigue embistiendo hasta que el juez hace bajar la bandera a la cosechadora muerta. La Tiburón pierde un neumático trasero pero se sigue arrastrando. La Vikingo está muerta. A la Tanque le arrancan el morro. Se acaba el tiempo y la Tiburón y la Hombrecillos verdes quedan empatadas como ganadoras.
En la zona de mecánicos Bittick se está recuperando de estar a punto de volcar y quedar atrapado bajo las cinco toneladas de la número 5, la Tanque. Con cuarenta y siete años de edad, ya es un poco mayor para entrar en la eliminatoria con los novatos. Su hijo Cody tenía que haber vuelto a casa de permiso del ejército y conducir en el combate, pero se le acabaron los permisos. Lo que ha hecho es enviar las banderas -una bandera del 82.º Regimiento de Aviación, una bandera de los desaparecidos en combate y una bandera del ejército norteamericano- que ondean en la cosechadora marca International Harvester, la que tiene pintado el camuflaje para el desierto y los dibujos de árabes en camellos perseguidos por misiles crucero.
– Me han dado un montón de golpes tremendos, todo el mundo embistiendo al mismo tiempo, con el morro -dice Bittick-. Por supuesto, se me ha levantado la parte trasera del vehículo, el morro se ha soltado y la máquina se ha averiado. Podría haber volcado -dice-. Se te pone el corazón a cien. Sin cinturón de seguridad uno saldría volando.
Para los primerizos Davis y Knodel ha sido como ir en la montaña rusa:
– ¡Ha sido increíble! Ha sido la hostia de divertido -dice Davis, sosteniendo una lata de cerveza mientras su equipo arregla la Ratón Mickey para la ronda de consolación-. Tengo que volver y darle una buena paliza a todo el mundo para divertirme.
Para Knodel y la Tiburón , su primer intento ha sido un poco más duro.
– Ha sido mucho más de lo que esperaba -dice Knodel-. No me imaginaba que fuera a tener que concentrarme tanto. Estaba intentando conducir y sudando a mares.
Uno de los pocos conductores que no está bebiendo cerveza ni vodka, Knodel, describe la sensación de estar ahí subido en medio de la arena y los gritos.
– La verdad es que no se oye nada. Yo no oía al público. Lo único que oía era mi motor. Y va el motor y se me para. He seguido adelante y no me he dado cuenta de que se me había parado. Con toda la descarga de adrenalina, seguía mirando a ver quién venía a por mí. Al final solo me he dado cuenta de que el motor arrancaba otra vez porque al levantar la vista veía las hélices del ventilador, y al final he visto que volvían a girar. Entonces he podido continuar.
En la tercera eliminatoria las cosechadoras empiezan aparcadas con las partes traseras juntas y los morros hacia fuera como los radios de una rueda. En el segundo grupo de conductores experimentados, la Rambulancia le raja un neumático trasero a la Chavalotes. La Cerdo de matanza exprés le arranca el trasero a la Máquina antediluviana. La Chavalotes le aplasta el trasero a la Espíritu de América y le hace polvo el eje de atrás. La Cerdo de matanza exprés mete el morro debajo del extremo trasero de la Rambulancia. La Máquina antediluviana está parada con el compartimento del motor abierto y humeando. Un momento más tarde Chet Bauermeister la pone en marcha de nuevo. La Cerdo de matanza exprés queda atrapada entre la Chavalotes y la Máquina antediluviana. La Chavalotes pierde los dos neumáticos traseros pero sigue moviéndose apoyada en las llantas. La Máquina antediluviana vuelve a morirse. La Chavalotes embiste a la Cerdo de matanza exprés por detrás y le hunde el trasero rosado en la arena. La Chavalotes se pone en marcha y embiste a la Máquina antediluviana. La Cerdo de matanza exprés ha muerto. La Rambulancia ha muerto. La Chavalotes empuja a la Máquina antediluviana en círculos hasta que Bauermeister baja la bandera. El conductor de la Chavalotes , Kyle Cordill, es el ganador.
En la zona de mecánicos los equipos ganadores y los perdedores reparan sus cosechadoras para la ronda final. Las soldadoras, los sopletes y las pulidoras arrojan una lluvia de chispas sobre la hierba seca y la gente se dedica a perseguir los pequeños incendios espontáneos y a apagarlos con latas de cerveza. Las barbacoas asan perritos calientes y hamburguesas. Los niños y los perros corretean alrededor de las cosechadoras volcadas y apoyadas en gatos hidráulicos.
Cerca de la número 17, la Hombrecillos verdes, un grupo de chicas bebe cerveza y mira disimuladamente al conductor Kevin Cochrane.
Cochrane, de veinte años de edad, dice:
– Sí, existen grupis de los combates de cosechadoras. No creo que haya grupis del mismo Lind, pero sí de otros pueblos. Creo que van siguiendo el circuito. Solamente hay dos combates, así que es un circuito pequeño.
Cochrane mira a las chicas mientras una de ellas deja atrás a sus amigas y se acerca.
– ¿Que cómo son las grupis? -dice-. Pues en primer lugar son un poco palurdas. Llevan botas de cowboy y cosas así. Un poco al estilo campesino, pero no como esa. -Señala con la cabeza mientras la chica se acerca.
La chica se llama Megan Wills. Cuando le pregunto por qué no hay mujeres conductoras, dice:
– ¡Porque es muy jodío! ¡A Josh le han dao una buena!
– Antes había mujeres conductoras -dice Cochrane.
– ¡Una! ¡Y hace mucho tiempo! -grita Wills, que tiene a su hermano en el equipo de mecánicos de la número 14, la Patrulla coñil-, ¡No hay mujeres conductoras porque es una cosa muy jodía! ¡Yo ahí no me meto ni loca! ¡La menda prefiere emborracharse y tirarse a todos los tíos buenos que conducir esa mierda! ¡Anda que nooo!
Cochrane da un trago de su cerveza y dice:
– Creo que si uno no bebe nada se pone demasiado nervioso. Te metes ahí y estás todo tenso. Hay que relajarse un poco.
Antes de la ronda de consolación, los jueces recorren la zona de mecánicos diciéndole a la gente que sus treinta minutos de reparaciones han terminado hace rato. Solo la Ratón Mickey y la Invento de J y M están listas y esperando en la arena. El sol está por debajo del horizonte y oscurece deprisa. Los jueces anuncian por los altavoces:
– Necesitamos nueve cosechadoras en el ruedo. Solamente tenemos dos. Nos faltan siete.
Frank Bren, conductor de la Espíritu de América, llega corriendo, con la camiseta y las manos embadurnadas de aceite de motor, sudor y sangre seca:
– No vamos a llegar a tiempo -les dice a los jueces-. No conseguimos cambiar un cable hidráulico.
Un juez lee los nombres de las cosechadoras a las que todavía se espera en la arena.
– Estáis pasándoos del límite de tiempo -dice-. Y poniendo a prueba la paciencia de los jueces.
La Rambulancia entra en el ruedo, arrastrando una rueda trasera pinchada. La Rayo rojo consigue llegar. La Bala de plata llega cojeando. Nada más empezar la ronda, la Rayo rojo embiste a la Rambulancia y del choque saltan chispas. La Bala de plata clava el morro en los neumáticos delanteros de la Invento de J y M. La Rambulancia pierde el eje trasero. La Ratón Mickey pierde una rueda de atrás. La Invento de J y M embiste frontalmente a la Rayo rojo. Luego la Rambulancia hace chocar su morro con el de la Invento tan fuerte que las traseras de ambas cosechadoras se levantan un metro del suelo. La Ratón Mickey se engancha a la Rayo rojo tan fuerte que le arranca las dos ruedas de atrás y le revienta un neumático delantero. El golpe le arranca el morro a la Ratón Mickey y Davis baja la bandera. Se queda sentado, despatarrado en el asiento y con la cara levantada en dirección al cielo a oscuras. La Rambulancia se arrastra por un campo lleno de tornillos y trozos de metal. La Bala de plata y la Invento de J y M embisten tan fuerte a la Rayo rojo que el golpe mata a la Bala de plata. Luego la Invento baja la bandera.
Mientras esperamos a que las grúas limpien y los ganadores se presenten a la confrontación final, Thompson tira más camisetas a las tribunas. Una luna naranja y enorme asciende y parece pararse, flotando en el horizonte.
Los ganadores de las tres primeras eliminatorias y cualquier cosechadora superviviente entran en la arena. Está completamente oscuro y las banderas rojas que los conductores tienen al lado parecen negras al recortarse sobre el fondo de humo y polvo. A la Máquina antediluviana se le está cayendo el radiador y la pequeña cosechadora Massey 510 está desaparecida en medio de una nube de vapor blanco. Los motores de las nueve cosechadoras rugen al unísono y empieza la ronda final.
Nada más empezar la Hombrecillos verdes pierde la parte trasera y se queda tirada en una esquina. La Tiburón embiste el trasero de la Patrulla coñil y la mata al instante. La Máquina antediluviana corre a toda pastilla por el ruedo, llenando la arena del vapor que le sale del radiador hecho un colador. Mientras un tren de carga de la Burlington Northern pasa a toda velocidad, haciendo sonar su silbato por encima del ruido del combate, la Tiburón se queda atascada, con el morro enganchado debajo del trasero de la Patrulla coñil. La Cerdo de matanza exprés aplasta el culo de la Gangrena de la mala. La Tortuga permanece escondida, con las ruedas traseras apoyadas en el borde del ruedo, donde ninguna cosechadora pueda golpearla sin empujarla contra el público apelotonado. La Cerdo de matanza exprés se detiene, muerta. La Tortuga se aventura a golpear a la Rambulancia , que ya no tiene eje trasero. En una esquina yace muerta la Hombrecillos verdes, con la antena de radar plateada de Cochrane todavía dando vueltas.
Escondida en los límites del vuelo, la número 11, la Tortuga , no es precisamente una favorita del público.
– Hay quien dice que no doy el cien por cien -dice Schoesler, su conductor-. Que evito demasiado el contacto. A mí me gusta pensar en esto como la vieja táctica de contención de Muhammad Ali. Ponte contra las cuerdas y déjales que te den donde no duele. Y si ves un hueco, da un golpe corto y apártate. Me ha funcionado bastante bien toda la vida.
Para Schoesler, que representa al Noveno Distrito Legislativo en la Cámara de Representantes del estado de Washington, el combate es una oportunidad para hacer campaña. Está planeando presentarse a senador.
– Ser un cargo electo siempre provoca unos cuantos golpes cortos -dice-. En broma, espero. Y el ganador de un combate anterior es un hombre marcado. Como gané una edición anterior, soy un objetivo. Ser un cargo electo me convierte en objetivo por partida doble.
Ahora en el ruedo, la Máquina antediluviana sigue llenando el aire de vapor y su motor echa chispas. La Tortuga sigue escondida, a salvo junto a la multitud de espectadores.
La Rambulancia baja la bandera. La Gangrena de la mala embiste a la Tortuga y la devuelve a la contienda. La Invento de J y M embiste a la Tortuga y las cosechadoras muertas permanecen tiradas, chamuscadas y destruidas, convertidas en simples obstáculos en la arena oscura llena de humo y vapor. La Tortuga intenta escapar y termina embutida entre la Chavalotes , la Gangrena de la mala y la Invento de J y M. La Máquina antediluviana se queda quieta pero con el radiador todavía humeando. La Tortuga se escapa, dejando que sus tres atacadores se zurren entre sí. El morro de la Invento de J y M sigue tan perfecto como cuando salió de la fábrica, pero ya no le funciona la dirección en la parte trasera. Huele a líquido de freno caliente y amargo y acaba por pararse, con Miller encorvado, intentando arrancar otra vez el motor. A la Gangrena de la mala se le cae el morro y Hardung es eliminado. La Tortuga sigue escondida en los márgenes. La Chavalotes apenas puede controlar la dirección.
A medida que el tiempo toca a su fin, los jueces dictaminan. El dinero del primer y el segundo puesto se lo reparten la Gangrena de la mala y la Tortuga. La Chavalotes queda tercera.
A las diez de la noche todo se ha acabado excepto el consumo abundante de alcohol. Las botas de cowboy ya patean el polvo de camino al aparcamiento. La música country se mezcla con el hip-hop y el aire se vuelve rosa por efecto de los miles de luces traseras y luces de freno que esperan el momento de coger la autopista.
Terry Harding y el equipo de la Rayo rojo dicen:
– Búscanos sobre las doce o la una y nos encontrarás cocidos.
Kevin Cochrane se vuelve a estudiar agricultura a la Universidad Estatal de Washington.
Frank Bren se vuelve a conducir su camión de transporte de grano.
No hay duda de que Mark Schoesler va a seguir en el gobierno estatal durante otra legislatura. Y las cosechadoras – la Rayo rojo, la Tiburón , la Patrulla coñil y la Naranjada - permanecerán aparcadas y oxidándose hasta que llegue la hora de repararlas y de hacerlas chocar y de repararlas y de hacerlas chocar, una y otra vez, el año que viene.
Esta es la forma que tienen de reunirse los hombres del condado de Adams. Los granjeros se marchan cada vez más a trabajar a la ciudad. Las familias se dispersan. Los años juveniles de vivencias compartidas en el instituto de los jóvenes van quedando cada vez más atrás. Esta es su estructura de normas y tareas. Una forma de trabajar y jugar juntos. De sufrir y celebrar. De reunirse.
Hasta el año que viene todo se ha acabado. Salvo el desfile de mañana. El rodeo y la barbacoa. Las historias y los hematomas.
– Mañana todos tendrán agujetas -dice Carol Kelly, de la organización del combate-. Todos tendrán los hombros y los brazos doloridos. Y los cuellos también: apenas podrán girar la cabeza.
Y dice:
– Por supuesto que se hacen daño. Si te dicen que no, es que se están haciendo los duros.
Las caras que establecen contacto visual se convierten en muecas de burla. El labio superior se retrae para enseñar los dientes y la cara entera se frunce alrededor de la nariz y los ojos. Un niño rubio con pinta de Huck Finn echa a andar a nuestro lado y se pone a darme palmadas en las piernas y a gritar:
– ¡Te veo el cuello! ¡Eh, gilipollas! ¡Te veo el cuello por detrás!
Un hombre se dirige a una mujer y le dice:
– Dios mío, solamente en Seattle…
Otro hombre de mediana edad dice en voz alta:
– Esta ciudad se ha vuelto demasiado liberal…
Un joven con un monopatín debajo del brazo dice:
– ¿Te crees que molas? Pues no molas. Pareces un capullo. Pareces un puto capullo…
Pero no se trataba de quedar bien.
Como hombre blanco, uno puede pasar la vida entera sin problemas de integración. Uno nunca entra en una joyería donde solamente ven su piel negra. Uno nunca entra en un bar donde solamente le ven las tetas. Ser un blanquito es como ser papel de pared. Nunca llamas la atención, ni para bien ni para mal. Aun así, ¿cómo sería vivir llamando la atención? Con todo el mundo mirando. Dejarles que saquen sus conclusiones y dar por sentado que lo van a hacer. Dejar que durante un día entero la gente proyecte sobre uno algún aspecto de sí misma.
Lo peor de escribir ficción es el miedo a echar a perder tu vida sentado delante de un teclado. La idea de que al morir te darás cuenta de que solo viviste sobre el papel. De que tus únicas aventuras fueron fantasías y de que mientras el mundo peleaba y se besaba, tú estabas sentado en una habitación a oscuras, masturbándote y ganando dinero.
Así que la idea era que una amiga y yo alquiláramos disfraces. Yo sería un dálmata moteado y sonriente. Ella sería un oso pardo bailarín. Disfraces sin señales de género. Simplemente disfraces de piel sintética que nos esconderían las manos y los pies y cabezotas de pesado cartón piedra que impedirían que nos vieran la cara. Nada de darle a la gente ninguna pista visual, ninguna expresión facial o ningún gesto que decodificar: no éramos más que un perro y un oso paseando, de compras, haciendo el turista en el centro de Seattle.
Yo ya tenía alguna idea de cómo iba a ser. Cada mes de diciembre la Asociación Cacofónica Internacional celebra una fiesta llamada la Invasión de Santa Claus, en la que cientos de personas aparecen en una ciudad, todos disfrazados de Santa Claus. Nadie es blanco ni negro. Nadie es viejo ni joven. Hombre ni mujer. Todos juntos se convierten en un mar de terciopelo rojo y barbas blancas que asaltan el centro, bebiendo, cantando y volviendo loca a la policía.
En una Invasión de Santa Claus reciente, la policía fue a recibir a un avión lleno de Santa Claus al aeropuerto de Portland, los acorraló con pistolas y espray antiviolación y anunció:
– Sea lo que sea que están planeando, la ciudad de Portland (Oregón) no los va a mirar con buenos ojos si denigran la figura de Santa Claus.
Con todo, quinientos Santa Claus tienen un poder que un perro y un oso solitarios no tienen. En el vestíbulo del museo de arte de Seattle nos venden entradas por catorce pavos. Nos hablan de las piezas en exhibición, retratos de George Washington cedidos en préstamo por la capital del país. Nos dicen dónde podemos encontrar los ascensores y nos dan mapas del museo, pero en cuanto pulsamos el botón del ascensor nos echan. No nos devuelven el dinero de las entradas. Nada de manga ancha. Mucho negar con la cabeza con expresión triste y una nueva política de seguridad que dice que los osos y los perros pueden comprar entradas pero no pueden ver las exposiciones.
A una manzana de las puertas del museo, los vigilantes todavía nos siguen, hasta que un nuevo grupo de vigilantes del edificio de al lado se hace cargo de nuestro seguimiento. A una manzana más allá, por la Tercera Avenida, un coche de la policía de Seattle aparece a nuestro lado y se pone a seguirnos a paso de tortuga mientras nos dirigimos al norte hacia el centro comercial.
Al pasar por el Pike Place Market, unos jóvenes esperan a que pase el perro y luego se ponen a darle puñetazos o patadas de kárate en la piel moteada. En los riñones. En la parte de atrás de los codos y las rodillas, con fuerza. Puñetazos y patadas, sin parar. Luego esos mismos jóvenes se apartan de golpe, miran hacia arriba y fingen que silban como si no hubiera pasado nada.
Esa gente con gafas de sol de espejo, todos con sus estrictos uniformes de hip hop y monopatines, son jóvenes que viven en el centro urbano y buscan integrarse. Delante del Bon Marché, en Pine Street, unos chavales nos tiran piedras, nos llenan de muescas el cartón piedra y nos golpean en el pellejo. Las chicas corren a nuestro lado en grupos de cuatro o cinco, sosteniendo cámaras digitales del tamaño de paquetes de tabaco plateados y aferrando al perro y al oso para sacarse fotos con ellos. Nos agarran fuerte, con los pechos suavemente apretados contra nosotros y abrazando nuestros cuellos de animales.
Con la policía todavía detrás, entramos corriendo en el Westlake Center, dejamos atrás el Nine West en la primera planta del centro comercial. Dejamos atrás el Mill Stream -«Regalos del Pacífico Noroeste»-, pasamos corriendo por delante del Talbots y del Mont Blanc, por delante del Marquis Leather. La gente que tenemos delante se va apartando, pegándose a los escaparates del Starbucks y el LensCrafters, creando un hueco constante de suelo vacío y blanco para dejarnos correr. Detrás de nosotros se oye el crujido de los walkie-talkies y voces masculinas que dicen: «… sospechosos a la vista. Uno parece ser un oso bailarín. El segundo sospechoso lleva una cabeza grande de perro…».
Los niños chillan. La gente que hay en las tiendas se asoma para ver mejor. Los empleados se acercan para mirar y enseñan las caras por entre los jerséis y los relojes de pulsera de los escaparates. Es la misma excitación que sentíamos de niños cuando entraba un perro en nuestra escuela primaria. Pasamos por delante de Sam Goody, de la tienda Fossil, con los walkie-talkies siguiéndonos los pasos, las voces que dicen: «… el oso y el perro se dirigen al oeste, hacia el acceso de la primera planta a la zona de restaurantes del subterráneo…». Pasamos corriendo por delante del Wild Tiger Pizza y del Subway Sandwiches. Por delante de las chicas adolescentes que hay sentadas en el suelo charlando por los teléfonos públicos. «Afirmativo», dice la voz del walkie-talkie. Detrás de nosotros, dice: «… estoy a punto de detener a los dos supuestos animales…».
Menudo jaleo y menuda persecución. Los chavales nos apedrean. Las jovencitas nos manosean. Los hombres de mediana edad apartan la vista, niegan con la cabeza y fingen no ver al perro que hace cola con ellos en Tully’s para comprar un café con leche grande. Un tipo de mediana edad de Seattle, alto, con una coleta rubia y los pantalones remangados hasta la rodilla, enseñando los tobillos desnudos, pasa a mi lado y dice:
– ¿Sabes que en esta ciudad la correa es obligatoria?
Una anciana con un peinado de peluquería teñido de color plateado y esculpido con laca agarra una pata moteada del perro, tira del pellejo y pregunta:
– ¿Qué están anunciando? -Y echa a andar detrás de nosotros, sin soltar el pellejo, preguntando-: ¿Quién les paga para hacer esto? -Luego levanta la voz-, ¿Es que no me oyen? -dice-. Respóndanme -dice-, ¿Para quién trabajan? -dice-.
Díganmelo. -Camina agarrada a nosotros durante media manzana hasta que ya no puede más y se tiene que soltar.
Otra mujer de mediana edad que empuja un carrito de bebé del tamaño de un carro de supermercado, lleno de pañales desechables, preparado para biberón, juguetes, ropa y bolsas de la compra, con un bebé diminuto perdido en alguna parte de todo el revoltijo, en medio de la extensión de cemento de Pike Place Market, se pone a gritar:
– ¡Todo el mundo atrás! ¡Atrás! ¡Podrían llevar bombas pegadas al cuerpo debajo de esos disfraces!
Por todas partes, los guardias de seguridad se rompen la cabeza inventando políticas públicas para tratar con gente disfrazada de animales.
Una amiga mía, Monica, trabajaba como payasa de alquiler. Mientras retorcía globos en forma de animales en fiestas de empresas, los hombres siempre le ofrecían dinero para follar. Retrospectivamente, dice que cualquier mujer que se vista como una idiota y que renuncie a estar atractiva es vista como licenciosa, disipada y dispuesta a follar por dinero. Otro amigo mío, Steve, lleva un disfraz de lobo todos los años al festival Burning Man y folla como un loco porque la gente, según dice, lo ve menos humano. Lo ve como algo salvaje.
A estas alturas, tengo las corvas doloridas de tanto recibir patadas. Los riñones me duelen de tantos puñetazos, y los omóplatos de las piedras que me han tirado. Tengo las manos cubiertas de sudor. Me duelen los pies de tanto caminar sobre el cemento. En Pine Street las mujeres pasan en coche, nos saludan con la mano y nos gritan:
– ¡Sois un encanto!
Toda esa gente oculta tras sus propias máscaras: sus gafas de sol y sus coches y su ropa a la moda y sus peinados. Pasan jóvenes en coche y nos gritan:
– ¡Putos maricones de mierda!
A estas alturas ya no me importa un comino. Este perro podría pasarse el resto de la vida paseando así. Con la cabeza bien alta. Ciego y sordo a los insultos de la gente. No necesito saludar con la mano ni consentir los caprichos de nadie ni posar con los niños en las fotos. No soy más que un perro fumando un cigarrillo delante de Pottery Barn. Tengo la espalda y un pie apoyados en la fachada de Tiffany and Company. Soy un simple dálmata llamando por el móvil delante de Old Navy. Es esa clase de actitud chulesca, esa sensación de que nada te puede afectar, que los tipos blancos se pasan toda la vida sin conocer.
Ahora hace un calor de narices. Es media tarde y el FAO Schwartz está casi desierto. Dentro del enorme escaparate hay un joven disfrazado de soldado de plomo con una casaca roja con hilera doble de botones de latón y un casco negro muy alto. La Barbie Shop está vacía. El soldado de plomo está jugando con un coche de carreras controlado por radio, a solas y atrapado ahí dentro en el primer día de sol que Seattle ha visto en varios meses.
El soldado de juguete levanta la vista, mira al perro y al oso que están entrando por la puerta y sonríe. Deja de prestar atención al coche de carreras, que se estrella con la pared, y dice:
– ¡Tíos, sois lo más! -dice-. ¡Sois acojonantes!
Si vuelan ustedes de Seattle a Portland (Oregón), cuando el avión gira para llevar a cabo la aproximación final al aeropuerto desde el este, al otro lado de las ventanillas, justo debajo… ahí lo tienen:
Una aparición de almenas y torres blancas. Torretas estrechas y blancas, un puente levadizo que cruza un lago turbio y un montón de ruinas de piedra en el centro de sus aguas inmóviles. En un extremo se levanta una gigantesca torre del homenaje redonda.
Ahí, en las colinas de las inmediaciones del pueblo obrero de Camas (Washington), donde la mayoría de los días el aire huele al humo amargo de la fábrica de papel, ahí está:
Un castillo.
Un castillo enorme. Un castillo de verdad.
Está rodeado de pequeñas parcelas de granjeros aficionados, de urbanizaciones de casas adosadas y del enorme complejo posmoderno de la nueva escuela secundaria de Camas, pero es un castillo vikingo. Con sus estantes para hachas de batalla y todo, listo para el próximo combate. Con un dragón que vomita fuego. Con cancelas de cinco metros de altura. Con todo eso y una cafetera Bunn. Y una nevera Frigidaire y Jerry Bjorklund, el constructor y vikingo residente.
Vuelen ustedes seiscientos kilómetros al nordeste, hasta las montañas Selkirk en el corredor de Idaho, y encontrarán un castillo de estilo bávaro apostado en los campos nevados a mil cuatrocientos metros de altura. Una fortaleza de piedra y vidrieras de colores con piscina interior climatizada y trozos como puños de cuarzo citrino amarillo semiprecioso, amatista púrpura y cuarzo rosado incrustados en las paredes. Arcos y pináculos y chapiteles, todo ello construido a mano, piedra a piedra, por un solo hombre llamado Roger DeClements.
Y en alguna parte entre el vikingo y el bávaro hay una alta y estrecha torre de cuatro pisos que se eleva desde una punta rocosa en la margen del río White Salmon. En este tercer castillo, un maniquí desnudo está sentado en la barandilla de un balcón del tercer piso, listo para distraer la atención de los practicantes de rafting en rápidos y de la gente en kayak que pasa y solamente puede verle los pechos desnudos un momento antes de que el río los arrastre al próximo recodo y los deje preguntándose qué es lo que han visto. O qué es lo que han creído ver: un puñado de torres de piedra gris. Robustos balcones de madera. Una cascada cayendo, verde, por la pared delantera de una terraza de piedra. Gigantescas camas con dosel y armarios de anticuario y un antiguo piloto de caza llamado Bob Nippolt.
Ahí, en lo más profundo de las montañas Cascade, hay una aparición… una fantasía.
Un castillo.
– Parece haber una red secreta de constructores de castillos -dice Roger DeClements, que se cambió su antiguo y muy alemán apellido Grimes. Dice-: Debe de haber entre veinte y treinta personas que en estos momentos están construyendo un castillo en Estados Unidos. Muchos de ellos son gente que se lo hace todo ellos mismos, así que van más bien despacio. Empiezan como empecé yo, con sus propios diseños. Pero también hay un par de tíos muy ricos que simplemente van y buuum, se construyen el castillo más grande que pueda uno imaginar.
Aquí el hogar de un hombre es su castillo. Y viceversa. Y tal vez esta tendencia no sea más que una versión aumentada del instinto básico de construir un nido. Los castillos son a las casas normales lo que los todoterrenos son a los coches normales. Sólidos. Recios. Seguros.
O tal vez construir castillos sea un ritual de iniciación. Una forma de meditación o de reflexión. Durante la segunda mitad de su vida, después de que muriera su madre, el psicólogo y filósofo Carl Jung se puso a trabajar en la construcción de un castillo de piedra. Lo construyó en Bollingen, en la orilla del lago Zurich, en Suiza. Lo llamó su «confesión de piedra».
O tal vez construir castillos sea una reacción contra el espíritu rápido y efímero de nuestra época. Para los arquitectos, la época moderna terminó a las 15.32 de la tarde del 15 de julio de 1972, cuando el complejo residencial Pruitt-Igoe fue dinamitado en San Luis (Missouri). Había sido un ejemplo premiado de arquitectura internacional de líneas simples y edificios parecidos a cajas. Lo que los arquitectos llamaban «una máquina para vivir». Para 1972, se había convertido en un fracaso. Sus habitantes lo odiaban y la ciudad lo declaró inhabitable.
Aquel mismo año, el arquitecto Robert Venturi declaró que la idea de utopía de la mayoría de la gente se parecía más a Disneyland o a Las Vegas que a un moderno apartamento de bloques de cristal.
Así que no importa si construir un castillo es una declaración o una misión, un resultado del instinto de anidar o una extensión del pene… lo que sigue son las historias de tres hombres que dejaron sus respectivas carreras -como policía, como contratista y como piloto de caza- y se pusieron a construir sendos castillos. A continuación se cuentan los errores que cometieron. Y lo que aprendieron en el camino.
Caminando por su castillo, en lo alto de la montaña de granito que domina Sandpoint (Idaho), Roger DeClements es un hombre de cuarenta y siete años que aparenta veintisiete, con un pelo largo y tupido que le cuelga por debajo de los hombros. Tiene los brazos y las piernas flacos y lleva una camiseta blanca de manga larga y unos vaqueros. Zapatillas de tenis. Tiene unas uñas sorprendentes, largas y estriadas, tal vez como resultado de los años que pasó tocando el bajo con una banda de rock.
– Siempre he estado construyendo -dice Roger-. Me construí mi primera casa en mil novecientos setenta y cinco. Luego alquilamos un sitio que estaba justo al lado de las vías del tren y la gente siempre estaba llamando a mi puerta. Luego vimos la película El señor de las bestias y aquello me dio algunas ideas. Me pareció que un castillo estaría bien porque sería seguro. Luego también vi que las casas se devaluaban con el paso del tiempo, mientras que un castillo subiría de precio y no se echaría a perder.
Hasta la actualidad Roger ha construido tres castillos, empezando por uno que le ocupó cinco semanas, hasta el último, que está a la venta por un millón de dólares.
– Básicamente nos pareció que sería divertido -dice-. Un sitio divertido donde vivir. Que a la gente le divertiría ver. Y luego está el hecho de que va a estar aquí permanentemente y se puede pasar de generación en generación.
La motivación de Jerry Bjorklund fue la diversión más un poco de alcohol.
– Soy bastante buen bebedor -dice-. Una noche estaba bebiendo un Black Velvet y llamé a un amigo del ayuntamiento y le dije: «Voy a construir un castillo». Y él dijo: «No, no puedes hacer eso». Y yo dije: «Sí que puedo». A la mañana siguiente me levanté y pensé: «Mierda. Le he dicho que iba a construir un castillo, así que manos a la obra…».
Pero ¿por qué un castillo?
Jerry se encoge de hombros y dice:
– No lo sé. Es mi sangre nórdica o algo así. Siempre me han interesado. Y me pareció buena idea. Nadie más tiene uno.
Con un bronceado oscuro que le queda de los inviernos pasados pescando en Mazatlán, Jerry está sentado en el apartamento que ocupa un ala de su castillo en las verdes colinas que se elevan sobre Camas (Washington). Tiene cincuenta y nueve años y es un agente jubilado del departamento de policía de Camas. Tiene la cara cuadrada con una barbilla robusta y hendida y un bigote poblado de vikingo ya canoso. Sus cejas pobladas y su mata de pelo son grises. Lleva una camiseta negra con bolsillos y unos vaqueros. Los viejos tatuajes de sus antebrazos se han vuelto de color azul oscuro.
Jerry fuma cigarrillos mexicanos marca Delicados.
– Me los traigo de allí -dice-. Los consigo a siete dólares el cartón. -Y suelta una risa cascada de fumador.
Sus ojos de color azul claro son casi del mismo tono que el de las encimeras de la cocina del apartamento. Bebe café solo y lleva un reloj con una gruesa correa plateada.
Sus antepasados eran noruegos y él nació en Dakota del Norte, aunque se crió aquí en el estado de Washington. En 1980 se jubiló y se construyó una casita con tejado a dos aguas. En 1983 inició el castillo de sus sueños.
– Lo iba a construir de piedra -dice Jerry-, Por aquí tenemos mucha piedra. Y me pasé seis meses intentando hacerlo así. Con piedras. Y argamasa. Dios.
Sacando la piedra de una cantera que había en sus cinco acres y medio, Jerry construyó una torre de siete metros. Dice:
– Tenía hecha parte de una torre y me di cuenta de que aquello iba a ser una aventura increíblemente ardua.
Se ríe y dice:
– Y pensé que tenía que haber una forma mejor.
Así que llamó a su tío, que había sido maestro yesero durante cincuenta años, y le pidió información sobre el estucado. En julio de 1983 estaba construyendo su castillo con madera y cubriéndolo de estuco.
Dice:
– Eso representa un montón de tablones y un montón de planchas de contrachapado y un montón de grapas.
El armazón es de tablones colocados cada setenta centímetros y cubiertos con planchas de contrachapado de un centímetro y medio. Grapado a la plancha hay cartón alquitranado de ocho kilos y luego alambre de estucado, que se parece al alambre normal pero que está un poco separado de la madera para permitir que el yeso se meta por detrás del alambre y se endurezca alrededor del mismo.
– Se pone la primera capa -dice Jerry- y luego encima la capa marrón. Esta se alisa. Luego volvemos con una pistola de aire comprimido de las que se usan para extender techos acústicos y usamos arena blanca y aislante de vermiculita Zonolite. Lo mezclamos todo en el depósito de la pistola y lo aplicamos con aire comprimido.
Dice:
– Solo en el exterior hay ciento noventa toneladas de arena y cemento que acarreé con mis propias manos. Además, yo tengo mucho vértigo, y la tarea se convirtió en un infierno porque mi último andamio estaba a diez metros del suelo. Ah, Dios, fue una tarea terrible, y tardé tres días enteros en hacer el parapeto.
El castillo consiste en una «torre del homenaje» de tres plantas en el extremo oriental. Desde la torre del homenaje se extienden hacia el oeste dos alas que rodean un patio central. El extremo oeste del patio está cerrado y es un garaje. La torre del homenaje tiene unos ciento cincuenta metros cuadrados, a razón de unos cincuenta en cada planta. Cada una de las alas tiene unos cien metros cuadrados, una termina en un apartamento y la otra en un almacén. El garaje tiene unos cincuenta metros cuadrados.
Pensando en la construcción, Jerry enciende otro cigarrillo. Se ríe y dice:
– Hay algunas historias fantásticas.
Para terminar las paredes de doce metros de altura de la torre del homenaje, Jerry construyó un trípode sobre el tejado, usando los enganches que se fabrican para remolcar caravanas, que son básicamente vigas de acero de veinticinco centímetros en forma de I, y un trozo de revestimiento para pozos a modo de brazo. Me cuenta:
– Aquello daba mucho miedo. Construí una cesta de metro y medio por dos y medio. Era lo bastante alta como para estar de pie dentro y estaba cerrada con alambre por tres lados para poder trabajar directamente en la superficie del edificio. Luego me hice con un cabrestante eléctrico de una tonelada y doce voltios, con cable de ocho milímetros, y eso lo monté encima de la jaula con un control remoto. Imagínate esto: dos tíos que se meten en esa cosa con un rollo de alambre o de papel o de lo que sea que van a aplicar. Nos metemos ahí dentro y nos elevamos hasta donde queremos trabajar. Pues bueno, resultó que yo había cortado demasiado la tubería de revestimiento para pozos cuando lo fabriqué, de modo que la cesta no subía lo bastante como para trabajar en el parapeto.
Ahí, donde la parte superior de la torre se proyecta hacia fuera, justo delante de la cúspide almenada, Jerry tuvo que aplicar el estucado inclinado hacia atrás sin nada debajo más que doce metros de vacío.
– Se podía trabajar más o menos hasta la mitad de la parte que sobresalía, pero por encima de esa altura era una gran putada -dice-. Estábamos allí arriba colgando de aquel cable de ocho milímetros y yo tenía a dos personas en el suelo con cuerdas intentando mantener estable aquella cesta. Al día siguiente fui al pueblo, compré un montón de madera y construimos andamios.
Tardaron solo cuatro días en montar el andamio.
Reunir el dinero fue todavía más duro.
– Los putos banqueros -dice Jerry-, Hablé con ellos una vez mientras el castillo estaba en construcción y dijeron que no había ninguna garantía de que yo fuera a terminarlo nunca. Así que los mandé a la mierda.
Añade:
– Del banco no se puede conseguir un préstamo. Me han venido tasadores tres veces distintas. Y la conclusión final que han sacado es que es una estructura que «no se ajusta a ninguna categoría». -Y se ríe-. Ahí sí que la han clavado. Que no se ajusta… Me encanta.
»Así que reuní algo de dinero y avancé un poco -dice-. Entonces se me acabó el dinero y tuve que dejarlo y hacer otra cosa para sacarme algo más de pasta. Luego volví y trabajé un poco más. Al final uno aprende a hacer instalaciones eléctricas y fontanería. Se aprende sobre la marcha. Y no puedo decir que me disgustara. Gracias a Dios, me estoy haciendo demasiado viejo.
Los suelos interiores de la torre del homenaje se apoyan en postes verticales de veinte por veinte que sostienen vigas de veinte por treinta, cortadas a ojo por un amigo a partir de corazones de troncos.
– Los primeros dos pisos no fueron demasiado mal -dice Jerry-. Pero el tercero fue una putada enorme. Por la altura. Tuvieron que venir a apuntalar los de Evergreen Truss con su camión y el tipo tuvo que ponerle la extensión a su brazo y aun así apenas llegaba para ponerme las vigas. Aquello dio un miedo que te cagas.
La cocina del primer piso incluye una cocina de leña de 1923 y un lavabo pequeño. La sala de estar está en el segundo piso. El dormitorio y el baño completo están en la planta superior.
– Cuando vas al lavabo aquí -dice Jerry-, estás a nueve metros del suelo.
Ahora está divorciado, pero en la época en que construyó la torre Jerry Bjorklund estaba casado.
– Cuando hay mujeres de por medio, siempre están: «Necesito esto. Y necesito aquello. Y necesito un comedor aquí. Y necesito un lavavajillas» -dice Jerry-, Uno empieza a ponérselo todo y el resultado final acaba por no parecerse en nada a lo que tenías en mente originalmente.
Una vez dentro, la torre del homenaje parece una casa, con moqueta y arañas de cristal.
– Es como vivir en cualquier otro sitio -dice-. Te olvidas de dónde estás.
Cuando empezó a construir, Jerry no tenía ningún permiso oficial de nadie.
– En aquel momento yo estaba totalmente en contra del gobierno -dice-. Por supuesto que no tenía permisos, ni nada, y mi hermano me dijo: «Será mejor que pidas permiso para hacer lo que estás haciendo». Así que construí un modelo a escala, lo llevé al departamento de vivienda y les dije: «Esto es lo que quiero construir». El viejo se lo quedó mirando y me dijo: «¿Cuánto mide de altura?». Le dije que iba a medir doce metros. Y él me dijo: «No puede medir doce metros. Solamente puede medir once, por ley».
La razón era que tradicionalmente la escalera más larga que puede llevar un camión de bomberos mide once metros. Así que Jerry solicitó una excepción, demostrando que su piso superior solo tenía once metros de altura.
– Al final llegaron a la conclusión de que las cúpulas, los chapiteles y los parapetos no estaban incluidos en la ordenanza -dice-. Así que pude construirlo de doce metros de alto. Aquello solucionó el problema.
Jerry puso la primera capa de yeso en las paredes y se fue a pescar a Canadá.
– Primero lo construimos y luego hicimos los planos.
Pagó a un amigo quinientos dólares y al final consiguió un permiso que legitimaba oficialmente el castillo como remodelación de un edificio agrícola existente: un viejo cobertizo que hacía mucho tiempo que ya no estaba en la propiedad.
Jerry se enciende otro cigarrillo, se ríe y dice:
– Básicamente los puse en un aprieto.
Desde entonces, el castillo de Jerry se ha hecho famoso.
– Los pilotos con los que hablo, de Alaska Airlines -dice Jerry-, giran cuando vienen de Seattle y toman una ruta que los lleva justo por encima del castillo. Se lo anuncian a los pasajeros y todo ese rollo. He hablado con un par de pilotos y me dijeron: «Lo llamamos la “curva del castillo” para entrar en el aeropuerto de Portland».
El momento álgido del castillo fue en 1993, cuando la mujer de un amigo cosió unos estandartes enormes para el lugar. Había cuatro estandartes colgados en la torre del homenaje y inedia docena más en las almenas del patio y las torres de los parapetos. La puerta de ciento veinticinco kilos de la torre del homenaje tenía pintado el emblema del castillo, un león, parecido al emblema de Noruega. Y todo para un acontecimiento muy especial.
– Mi hija se casó aquí hace diez años. Montamos una gran boda. Había, no sé, trescientas personas -dice Jerry-. Emperifollé este sitio de una manera que no te imaginas. Con estandartes gigantes y chorradas por el estilo. Su marido se vistió de Robin Hood y ella se vistió de doncella Marion. E hicimos venir tres días a la gente de la Sociedad para el Anacronismo Creativo. Instalé duchas y retretes portátiles. Dios santo. Pistas de baile, de todo…
Desde entonces los fans del Medievo han hablado de comprar el castillo como sede permanente para sus ferias renacentistas. Otra pareja intentó comprar el castillo con la idea de alquilarlo para bodas. Tenían planeado alquilar trajes de época y ofrecer servicios de catering, pero Jerry se retiró del proyecto cuando todo empezó a acelerarse demasiado.
Una de las ironías es que una fortaleza construida para excluir a desconocidos parece atraer ahora un flujo continuo de curiosos.
Jerry se enciende otro cigarrillo Delicados y dice:
– Antes tenía muchos problemas con la gente que entraba todo el tiempo con el coche. Dios, una mañana estaba sentado en el castillo tomando una taza de café y de pronto oigo un ruido y mi mujer entra en la cocina y me dice: «¿Qué demonios pasa?». Se asomó al ventanuco de la planta baja y había un tío con una autocaravana de doce metros intentando girar en la entrada. Le costó media hora.
Me dice:
– Pusimos un montón de letreros de «prohibida la entrada», pero debía de haber mucha gente analfabeta, porque parece que no lo entendían.
Una compañía de cine independiente ha usado el castillo como escenario para una película ambientada en la Edad Media. La madre y el hermano de Jerry viven en las dos casas más cercanas. La State Farm Insurance ha pedido la dirección para venir a ver qué es lo que han asegurado, pero de momento ningún agente se ha molestado en hacer el viaje.
– Se rumorea que hay una mazmorra subterránea debajo de la torre -dice Jerry-. Y yo dejo que la gente se lo crea.
Añade:
– Es probable que en Camas me consideren un loco, pero me importa un carajo lo que piensen.
Su castillo se levanta junto a un pequeño lago bordeado de aneas y césped. Se trata de la cantera inundada de la que Jerry sacó la piedra para su construcción original. La primera de aquellas torres que tanto les costó construir era tan sólida que tardaron dos días en derribarla con un bulldozer. Ahora sus ruinas de piedra se elevan al fondo de la cantera inundada. Cerca de las ruinas, el puente levadizo del castillo se extiende sobre el lago. El puente levadizo podía levantarse y bajarse hasta que llegó el hermano de Jerry, Ken.
– Ahí arriba hay una maquinaria con un motor y una serie de enganches, e hice bajar cables -dice Jerry- y que un tipo me conectara un interruptor. Fue mi hermano el que lo rompió. Vino aquí con un par de amigotes, cuando yo no estaba, iban borrachos y se pusieron a trastear con el puñetero puente. Me jodieron el interruptor. Siempre que venían se ponían a hacerlo funcionar. Todo el mundo que venía tenía que accionar el puto puente.
Como Jerry se pasa todos los inviernos pescando en México, el castillo está un poco desmejorado. Dentro de la torre del homenaje hay partes de placas de yeso y de aislante que se han caído y dejan al descubierto manchas oscuras y daños causados por la humedad en el interior de las paredes. El aire está rancio y huele a moho.
– Usé un sistema de canalones de bajada que iban por dentro de las paredes y me funcionó bien. Hechos de plástico ABS -dice-. Cuando hice los canalones del tejado, usé un sistema parecido a un abrevadero. Luego tuve que hacer un empalme de bajada a través del metal galvanizado que conectara con los tubos de ABS. Hicimos unos cuantos y funcionaban bien. Usamos un tejado prefabricado de fibra de vidrio y aguantó muy bien, pero luego empezaron a salir goteras. De eso debe de hacer unos cuatro años. Y, mira por dónde, la salida galvanizada de los canalones se ha oxidado.
El estucado ya no es tan blanco como antes. En algunas partes está agrietado y descascarillado, y en otras se ve el listón metálico de debajo.
– Lo peor es el estucado exterior -dice Jerry-, Lo he remozado dos veces: primero le di una capa y luego otra hace unos doce años. Tendría que ponerme a limpiarlo. Uso agua y lejía y una pistola pulverizadora. Luego es cuestión de trabajar por zonas. Coges una mezcladora, una pistola de aire comprimido y todo el material y te pones a mezclar y a rociar y todo va bastante deprisa.
»Este sitio está un poco estropeado, comparado con como estaba antes -añade-, Pero se puede arreglar.
Y resulta que este es el año indicado para arreglar el castillo. Entre otros proyectos. En el garaje hay el casco de una barca de pesca StarCraft de seis metros y treinta años de antigüedad. Jerry está instalando un dragón de metal que se erguirá encabritado en la proa con un ojo rojo a un lado y uno verde al otro. El dragón estará arreglado por dentro para lanzar fuego por la boca. Va a añadir treinta centímetros para levantar la proa y así conseguir que la barca de proa plana aguante mejor cuando la mar está picada.
– La voy a usar en México, y por las tardes la mar se pica un poco -dice-. Se levanta viento y tenemos que navegar con olas de tres y cuatro metros. Y eso te preocupa cuando tienes una proa abierta.
Mirando hacia atrás, dice:
– Mi consejo sería: no lo hagáis. Es obvio, mirando el exterior, que el estucado no es apropiado para esta zona. Ahora han inventado un material nuevo para estucados exteriores que voy a usar y que es mucho mejor. Pero he vivido aquí con mujeres y no les gusta esto, y no les gusta aquello, y no les gusta subir ni bajar escaleras. -Y vuelve a reírse.
Jerry Bjorklund se ríe un montón. Desde arriba se oye el rugido apagado de un avión a reacción doblando la «curva del castillo» para entrar en el aeropuerto internacional de Portland.
Y todo se remonta a aquella lejana noche, bebiendo Black Velvet…
– El problema es que le dije a alguien que iba a hacerlo -dice Jerry-, Aquella fue probablemente mi perdición total. Porque si digo que voy a hacer algo, me importa un huevo lo que me cueste.
Pero eso no quiere decir que Jerry Bjorklund se arrepienta de nada.
– Yo creo que hay demasiada gente que hace las cosas como todo el mundo, y yo no voy a ser así. Nunca he sido así. -Y vuelve a encenderse otro cigarrillo mexicano y suelta otra risotada rasposa.
Para Roger DeClements -que ha construido tres castillos-, el primero fue más bien cuestión de rapidez y de ahorrar dinero. Nacido en Edmonds (Washington), Roger trabajó como contratista durante la década de 1970. Roger tiene mujer y tres hijos, y como a su mujer le dan miedo los médicos, todos los niños nacieron en sus castillos. Los dos primeros hijos en un castillo que construyó en Machias (Washington), a ocho kilómetros al norte de Snohomish, que está al este de Everett, que está al norte de Seattle. Se trata de un pueblecito que toma su nombre de un pueblo de Maine, con una pequeña iglesia blanca con campanario construida en 1902, situado en un valle del río Pilchuk.
– Para mi primer castillo -dice Roger- conseguí financiación. Era mil novecientos ochenta, cuando los tipos de interés eran del dieciocho por ciento, así que fuimos a los bancos locales y nadie estaba dando préstamos. Alguien mencionó a los de Citicorp, así que fui y me dijeron: «Claro… al dieciocho por ciento».
Con todo, Citicorp no sabía qué estaban financiando con su dinero.
– Ni siquiera sabían que iba a ser un castillo -dice Roger-. Solo querían seguridad, así que usamos otra propiedad como aval. Para el segundo castillo usamos nuestros ahorros. Para el tercer castillo usamos ahorros y cuando las obras estaban más avanzadas hicimos que vinieran del banco a echarle un vistazo y refinanciarlo.
»El primer castillo era en realidad un castillo de cemento prefabricado. Moldeamos la forma de las paredes en la arena, pusimos las barras de refuerzo del cemento armado, echamos el hormigón, las levantamos y las sacamos del molde. Fue un castillo muy barato y lo terminé en cinco semanas. Yo lo hice todo de principio a fin.
Roger dibujó sus propios planos, basándose en los castillos de Disneyland y los castillos de las películas.
– En el estado de Washington -dice- tienes que llevar tus planos a un ingeniero de estructuras y él te los sella. Después de eso ya no hay problemas.
»Soy licenciado en química y física, pero he estado haciendo un montón de arquitectura e ingeniería -explica Roger-. Y estoy especializado en castillos.
»El primero tenía una sola torre -dice-. Ochenta metros cuadrados en dos pisos. Estaba construida básicamente como un sótano, con paredes de cemento prefabricadas. Luego la aislamos recubriéndola de tablones y poniendo placas de yeso Sheetrock en el interior. Mucha gente de todo el país empieza así a construir sus castillos, pero yo he descubierto que no funciona muy bien. Además, todo el mundo venía y me preguntaba: “¿Es piedra de verdad?”. Y me cansé de que me lo preguntaran.
Añade:
– Lo construimos en un solo día, así que para todo el vecindario fue una sorpresa. Apareció así, paf, de la nada.
»A los niños les encantaba entrar en la propiedad y ver hasta dónde podían llegar antes de tener demasiado miedo. A la gente le gustaba pararse en la carretera y sacar fotos.
El primer castillo solo costó catorce mil dólares y tardaron en hacerlo un total de cinco semanas. Todavía ocupa cinco acres junto a la orilla del río Pilchuk. Tiene calefacción eléctrica, pero lo que Roger ganó en velocidad y coste, la familia DeClements lo perdió en comodidad.
– Recubrir las paredes de aislante -dice Roger- no funciona muy bien. El frío traspasa el cemento. Llega a donde está el aislante. Luego el aire caliente del interior se filtra a través del aislamiento y entra en contacto con la superficie fría del cemento o de los bloques. Entonces el agua se condensa. En cuanto una molécula de agua se condensa, llega otra para ocupar su sitio. Así que terminas con una condensación continua en la pared fría de detrás del aislante. Y eso es un problema, porque hace que salga moho y que todo huela a sótano.
A fin de volver a la universidad y sacarse la licenciatura, Roger les vendió aquel castillo a unos artistas para que lo usaran como estudio.
– Antes de construir mi segundo castillo, volví a la universidad y aprendí un montón -dice-. Fui contratista desde mil novecientos setenta y cinco hasta mil novecientos ochenta y siete, construí casas y edificios comerciales, usando los métodos tradicionales. En la universidad aprendí mucho más sobre el proceso físico de cómo funciona la transferencia de calor y humedad.
Dice:
– Así que para el segundo castillo que construimos, usamos piedra de verdad.
El segundo castillo está construido sobre roca encima de una cascada en Sedro-Woolley (Washington). Está apostado sobre un precipicio de piedra, por encima de un estanque natural donde nadan en verano los chavales del lugar. En vez de calefacción eléctrica, el segundo castillo tenía una chimenea de leña.
Dice:
– El segundo lo diseñamos para que tuviera aspecto de castillo y para que la gente no supiera cuándo había sido construido. Usamos solo piedra e incorporamos también un nuevo método de construcción, empezando por fabricar una pared doble que tenía piedra por fuera, luego una capa de poliestireno rígido y extrudido, luego hormigón armado y por fin piedra otra vez, de forma que no se veían ni el cemento ni el aislamiento del interior. Lo único que se veía era la piedra.
Paso a paso, explica Roger:
– Lo primero que hay que levantar son las barras de refuerzo del hormigón armado, luego los tablones de aislamiento. Después extendemos los conductos y las tuberías, los cables de internet a alta velocidad, lo que uno quiera. Luego se construye una pared doble de piedra, en el interior y en el exterior. Cuando has levantado dos metros y medio rellenas el espacio intermedio de cemento. Luego continúas. Las dos paredes de piedra, que se aguantan con postes de acero inoxidable, forman una estructura de hormigón permanente. Es como lo hacían los romanos en la Antigüedad. Lo hacían así mismo. No usaban refuerzos de metal, sino piedras muy largas que conectaban las dos paredes de piedra.
»Intentamos encontrar una cantera de donde las piedras salieran con forma rectangular, a modo de sillares, para no tener que vernos con un montón de piedras redondas. Se pueden usar rocas de río, pero se tarda mucho más tiempo y el resultado no es tan fuerte.
En lugar de cinco acres, el segundo castillo ocupa veinte. En lugar de cinco semanas, Roger se pasó desde 1992 hasta 1995 construyéndolo.
– El segundo castillo no se podía ver desde la carretera como el primero -dice-. Estaba un poco más escondido. Conseguí el terreno a buen precio porque la única forma que había de llegar hasta allí era cruzar un desfiladero de treinta metros de profundidad. Así que construí un puente de metal y luego transportamos todos los materiales con una carretilla. A veces vuelvo allí y no me puedo creer todo lo que hice.
Con todo, Roger DeClements dice que le encanta su trabajo.
– Mucha gente viene y dice: «Oh, no me puedo creer esto. Yo nunca podría hacerlo». Para mí, todo es muy simple y sencillo. Y es un trabajo muy relajante. Resulta muy relajante y tranquilo estar al aire libre entre las colinas y los árboles… amontonando piedras.
Es interesante señalar aquí que Carl Jung empezó a explorar su subconsciente jugando a un juego de construcción con piedras. Al juntarlas, sintió que era lanzado al espacio exterior, donde tuvo visiones que guiarían el resto de su vida.
– Es como montar un rompecabezas -dice Roger DeClements-. Juntar todas estas piezas. Pero no te agobia ni hace que te salga humo de la cabeza. Y además, puedes dar rienda suelta a tu creatividad, porque puedes dedicarte a hacer curvas y torres y formas distintas.
¿Y vivir en un castillo?
– Vivir en un castillo es distinto a vivir en una casa -dice-. Es más tranquilo. No lo hace temblar el viento. No sube ni baja la temperatura cuando cambia la de afuera. La piedra la mantiene constante -añade-. Aun así, no he podido hacer la transición a caballero medieval ni nada de eso. Sigo siendo la misma persona.
Aquel castillo tenía catorce metros de altura, ventanas en arco y cuatrocientos metros cuadrados de espacio habitable repartido en tres plantas. Con todo, cuando llegó la hora de venderlo y mudarse, los dos primeros agentes inmobiliarios se mostraron reacios. Dijeron que no había ventas como aquella en la zona. Los agentes que vinieron después dijeron que no había nada de que preocuparse e inmediatamente consiguieron tres ofertas y vendieron aquel castillo en 1995 por 425.000 dólares.
Y empezó la búsqueda de nuevos «terrenos para castillos». Buscaron en Utah, pero el terreno era demasiado caro y no había agua disponible.
– Salimos de Logan, fuimos a Jackson, a Targee, a Sun Valley y hasta Big Sky en Montana, y desde allí vinimos aquí, y este sitio era el mejor con diferencia.
Ahora están aquí, en el condado de Bonner (Idaho), en lo alto de la estación de esquí de Schweitzer Mountain.
– Se pueden hacer planes por adelantado o se puede construir sin más -dice Roger-, Depende de dónde construyas. Las distintas ubicaciones, las distintas ciudades y los distintos condados tienen requisitos diferentes para obtener el permiso. Algunos tardan hasta dos años en darte un permiso. En otras partes solo diez minutos. Esa es una de las razones por las que nos gusta Idaho. No les cuesta nada dar permisos.
Dice:
– A la gente que anda buscando terrenos para un castillo les digo que vayan primero al departamento de planificación del condado y pregunten. Mucha gente pensará: «Quiero una torre de veinticinco metros de alto…». Así que necesitan averiguar si el condado tiene restringida la altura de los edificios a once metros o si hay algún requisito arquitectónico.
Al castillo de Idaho, Roger le puso de nombre castillo Kataryna por su hija, que nació en él. Tiene una escalera de caracol en el interior, carpintería de nogal y puertas y ventanas ojivales de estilo gótico, muchas de ellas con vidrieras.
Mientras nos enseña el castillo, Roger señala los marcos de nogal para las ventanas que hizo.
– En el segundo castillo -dice-, las ventanas se pusieron después de construir las paredes. En este tercer castillo, las ventanas se instalaron justo después del refuerzo de cemento armado y el aislamiento, antes de levantar la piedra a su alrededor. Eso nos dio un aspecto y un acabado mucho más auténticos. En el segundo castillo tuvimos que intentar cortar los tablones para ajustados y luego poner masilla alrededor. En el tercer castillo, las ventanas llegaron primero, envueltas en plástico para protegerlas, luego se construyó en piedra alrededor y le pusimos marco solamente a la capa exterior de piedra, que es la que puede moverse y expandirse. La capa de piedra de dentro siempre está a veintidós grados, mientras que la de fuera puede ir de quince bajo cero a treinta y ocho, con lo cual crece y decrece. Se las ponemos a la capa de fuera porque es la que queremos aislar del clima.
Otra mejora de este último castillo es el sistema de calefacción «hidrónico», donde una caldera hierve agua que circula por tuberías debajo del suelo. Es un calor uniforme que no hace ruido y la masa térmica de piedra del castillo permanece caliente durante tres días después de apagar la calefacción.
En una sala pequeña cerca de las cancelas del castillo, Roger me enseña la caldera y dice:
– Me gusta porque si pusiera zócalos o calderas de aire forzado me romperían el aspecto de castillo. Esto lo esconde, así que es invisible, y además, no hay que aguantar el ruido de los ventiladores.
Entre las paredes de piedra aisladas y el calor hidrónico, Roger DeClements ha desarrollado su fórmula perfecta para un castillo habitable. Bueno, casi perfecta…
– En el primer castillo -dice-, no preví el problema del moho. Que ahora es un problema candente. Hace unos años era el radón y ahora es el moho en las casas. Hacen las cosas tan herméticas que dejan un montón de humedad encerrada dentro, y tan pronto como la humedad llega a una superficie fría se condensa. Con nuestro nuevo método, que es la capa de aislamiento dentro de las paredes, la humedad nunca tiene oportunidad de acercarse. Así que mi mujer se queja de que este castillo es demasiado seco. Fuera tenemos seis metros de nieve y ella dice que esto es «demasiado seco».
Para solucionar el problema del aire seco, ha construido una piscina climatizada en la escalera. Allí va a poner una cascada cuya agua caerá desde lo alto de un poste de arranque de piedra. Habrá velas en las cornisas de piedra y la bomba y los filtros estarán escondidos en una gruta subterránea.
Igual que Jerry Bjorklund, Roger se encontró con que su mujer tenía sus propias ideas en materia de castillos. Al empezar las obras en junio de 1999, había planeado construir el tercer castillo usando una grúa para la construcción -muy parecida al trípode de enganches de remolque que construyó Jerry-, pero su mujer no le dejó cortar los árboles que necesitaba quitar para que pudiera girar el brazo de la grúa. Así pues, igual que con el segundo castillo, Roger tuvo que cargar con las piedras una a una.
Ahora, gracias a su mujer, el castillo está rodeado de alerces de Canadá, cedros, pinos y campos rocosos de matas de arándanos. Los ciervos, los alces y los osos merodean por el vecindario. La vista abarca hasta las montañas Rocosas y Canadá. Es una vista que Roger ha tenido mucho tiempo para disfrutar.
– Subí todas las piedras hasta aquí de una en una -dice-. El segundo castillo se construyó todo a mano, cargando con las piedras por aquel puente en carretilla. Mientras construíamos aquellas paredes dobles de piedra, fuimos poniendo troncos que sobresalían por ambos lados de las paredes. Luego fuimos poniendo planchas sobre esos troncos. Poníamos troncos atravesados en las paredes y los íbamos sacando a medida que íbamos subiendo. Así era como hacían los antiguos castillos. Hasta les pusieron nombre: los llamaban «troncos de apoyo». Si miras fotos antiguas de castillos europeos verás un montón de agujeros en las paredes. Por supuesto, algunos eran para disparar flechas por ellos, pero los más pequeños eran donde ponían aquellos troncos para no tener que construir andamios hasta lo alto de las paredes. Yo no tenía ni idea de que se hacía así.
Después de quitar los «troncos de apoyo» que hacían de andamios, Roger se dedicó a llenar la mayoría de los agujeros pequeños con piedras cuadradas. Algunos los dejó abiertos a modo de ventilación.
A fin de seguir trabajando todo el invierno, edificó alrededor de su plataforma de construcción un cobertizo de contrachapado que lo protegiera de los vientos y la nieve de la alta montaña y del hecho de estar erigiendo una pared vertical que se elevaba cinco pisos por encima de una ladera abrupta.
– Aunque estábamos a doce grados bajo cero -dice Roger-, me pasé el invierno entero poniendo piedras.
Con ayuda de otro hombre levantó las largas y mal cortadas vigas de abeto de veinte por veinte -primero de un lado y después del otro- hasta los espacios preparados para ellas. Tachonó las paredes interiores de trozos de piedras semipreciosas. Amatista. Cuarzo citrino. Cuarzo rosa. Calcita verde. Cristales claros de cuarzo. Labró a mano dibujos decorativos en los armarios de la cocina e incrustó mosaicos de cristal de colores en las paredes de mampostería. En el segundo piso me señala una estatua metálica que hay en la repisa de la chimenea.
– ¿Ve el dragón? -dice Roger-, Todos los castillos deben tener un dragón.
Bajo la brillante luz de las montañas, las vidrieras despiden destellos parecidos al neón rojo, azul y amarillo. En algunas ventanas el cristal de colores está sellado en el interior de la doble hoja transparente. En otras, la vidriera es el único cristal que hay en el marco.
– En algunas ventanas -dice Roger- tuve que volver al sistema tradicional, según el cual solo tenía que tocar la vidriera. Intenté evitar la doble hoja tanto como pude. Cuando uno mira a la luna, lo que ve es más bien una doble luna. Si uno puede usar simplemente cristal macizo, se ve la luna tal como es.
Las almenas están bordeadas de afiladas agujas de basalto del río Hudson. Los techos miden tres metros y medio de altura. Todas las ventanas de las paredes de piedra tienen arcos ojivales de estilo gótico.
– Vas siguiendo el contorno de la ventana con las piedras hasta que llegas a un punto en que las piedras se caen -explica Roger-. Por encima de ese punto, las piedras se apoyan en palos. Con las ventanas más grandes, cuando llego a la parte alta, tengo que hacer un pequeño molde para la punta del arco. Se pueden aguantar unas cuantas piedras con un puñado de palos, pero es mucho más rápido usar un molde. Colocas todas las piedras en su sitio y luego quitas el molde.
Añade:
– Si quitas de golpe uno de los palos… se empiezan a caer todas las piedras.
De las ventanas a la mampostería, al sistema incorporado de limpieza por aspiración, pasando por las tejas de madera de los tejados cónicos de las torres, todo lo ha hecho Roger DeClements. En los cuchillos de armadura del interior del tejado escribió su nombre y la fecha. Y siguió la antigua tradición entre los mamposteros de sellar su cincel y su paleta dentro de las paredes después de terminar de colocar las piedras. Aunque por accidente. La verdad es que las herramientas se le cayeron entre las dos capas de piedra y las enterró con el cemento que vertió para llenar el espacio de forma permanente.
Con todo, a pesar de tanto trabajo, el castillo Kataryna no está acabado del todo. Sigue faltando por construir el puente levadizo. Una cantera de Canadá va a traer otros veinte palés de piedra, o sea, treinta y dos toneladas. Cuando le llegue el dinero, Roger planea construir una «casa solariega» colina arriba, detrás del castillo actual y luego conectar ambos edificios con paredes almenadas que encierren un patio de armas similar al plano del castillo de Jerry Bjorklund.
Además de todo esto, Roger DeClements ya está buscando terrenos para un cuarto castillo. Quiere aprender a trabajar el hierro y construir un pueblo medieval alrededor de su siguiente proyecto.
– Los tres primeros eran básicamente torres del homenaje -dice-, el sitio donde viven el rey y la reina. No he podido construir las murallas del patio ni las torres de entrada ni las cancelas para que el castillo tenga dos mil metros cuadrados. La próxima vez quiero tener un gran salón con vigas de madera como una catedral. Y murallas que rodeen el patio de armas. Tengo los planos en la cabeza y unos cuantos sobre papel.
Añade:
– Miramos en la costa de Oregón, pero se nos salía del presupuesto.
Y Roger DeClements no es la única persona que está deseando construir el castillo de sus sueños. Desde que colgó en internet la página web del castillo Kataryna se ha convertido en el gurú nacional de los proyectos de castillos privados. Se ha puesto en contacto con él gente de todos los estados en busca de consejo sobre cómo construir los proyectos de sus fantasías.
– Gracias a internet -dice- se pone en contacto conmigo un montón de gente. Yo no me había dado cuenta de que había tanta gente apasionada con los castillos. Les encantan. Mucha gente dice: «Llevo años soñando con construir un castillo». Y no son solo hombres los que tienen este sueño, también mujeres.
En calidad de cabeza visible del nuevo movimiento americano de construcción de castillos, dice:
– El atractivo es el amor por la época romántica de los castillos que la gente tiene en mente. La vida mejor que se imaginan que se vivía entonces. Hay un grupo llamado Sociedad para el Anacronismo Creativo, a cuyos miembros les gusta recrear la Edad Media tal como debería haber sido. No como fue, sino como ellos se la imaginan, como sus fantasías. Además, las películas y los castillos de Disney también han inspirado a la gente a desear tener castillos.
Como contratista pragmático, dice:
– Además, la vida de muchas casas se está haciendo cada vez más corta por culpa de los nuevos materiales que inventan.
Ahora hay gente de Alaska hasta Florida que está aprendiendo de sus errores.
– Cuando puse este castillo por primera vez en internet, cuando colgué la página web, me llovieron encargos para construir castillos por todo el país. Hay muy poca gente que tenga paciencia y tiempo para amontonar tanta piedra. Y que tenga los conocimientos para hacerlo bien.
– Hay mucha gente que se está construyendo castillos para vivir en ellos, tal como hice yo al principio. Compras un bloque o una estructura de hormigón, lo enyesas por fuera y lo aíslas. Pero yo no recomiendo eso. No es más que un sótano que acaba oliendo a humedad.
En cuanto a las respuestas, Roger hace lo que puede.
– La gente me llama a menudo para hacerme preguntas y contarme sus proyectos -dice-. Y yo intento enseñarles, pero la mayoría vuelven al viejo sistema porque tienen que recortar costes. A largo plazo salen perjudicados, porque tienen que aprender por las malas.
Añade:
– Así que termino siendo una consultoría de problemas con los castillos.
A pesar de que el castillo vale un millón de dólares, la familia DeClements no es rica. Roger trabaja como agente inmobiliario en la agencia Windemere, en la cercana estación de esquí, y durante la mayor parte del período de construcción de este último castillo, la familia de seis miembros -sus hijos tienen tres, seis y diez años, y también están su mujer y una hija de su anterior matrimonio- ha vivido en la segunda planta, compartiendo unos cien metros cuadrados de espacio vital.
Roger dice:
– Mis hijos se están cansando un poco de que los demás niños se burlen de ellos o de que quieran venir a ver su castillo. Quieren vivir en una casa normal para llamar menos la atención -añade-, Y a mi mujer le fastidia que siempre haya visitas. Porque esto atrae a la gente. Pero a mí me encanta hablar con ellos. Lo que me sorprende es que muchos dicen: «Acabamos de venir de Europa, donde hemos estado mirando castillos…». No sé si es simple coincidencia o si soy yo, que atraigo a ese tipo de gente.
Resulta extraño, pero para ser tres hombres con pasiones tan parecidas y que viven relativamente cerca, Jerry Bjorklund, Roger DeClements y Bob Nippolt no se conocen. Ninguno ha visto los castillos de los otros dos. Se tarda pocas horas en coche de un castillo al otro, pero nunca han oído hablar de los demás.
Cuando trabajaba en un hospital mental, Carl Jung se dio cuenta de que todos los dementes sacaban sus delirios de una reserva limitada de imágenes e ideas. Las llamó «arquetipos», y afirmó que aquellas imágenes eran hereditarias y compartidas por la gente de todas las épocas. Mediante su escritura y su pintura, y después su construcción de castillos -sus «confesiones de piedra»-, Jung fue capaz de examinar y registrar su propia vida inconsciente.
Ninguno de estos tres constructores de castillos ha oído hablar nunca de Carl Jung.
Cerca de Columbia Gorge, en la frontera entre los estados de Washington y Oregón, a unos once kilómetros de la desembocadura del río White Salmon, otro castillo se levanta entre las montañas. A diferencia del de DeClements, este se erige en un lugar rocoso al fondo de un valle, en un recodo de los rápidos del río. Alcanza los veinte metros de altura y tiene cuatro plantas sobre un sótano excavado en la roca. Un laberinto vertical de escaleras y balcones con una sala secreta.
Retirado del ejército y de una segunda carrera como piloto de aviones comerciales, Bob Nippolt tiene una mata de pelo blanco. Es una figura menuda con vaqueros, zapatillas de tenis y gafas de montura negra. En la actualidad, después de subir las escaleras del castillo durante años, camina con las piernas un poco agarrotadas. Sus antepasados eran irlandeses y él toca la gaita. En las noches de verano duerme al raso en la terraza del castillo que da al río.
En un aparador de la sala de estar de su castillo tiene una fotografía enmarcada en blanco y negro. La fotografía muestra un edificio de piedra sin pulimentar.
– Mi bisabuelo vino de Cork, Irlanda -dice Bob con la fotografía en la mano-, y se construyó esta casa de piedra en Dakota del Norte. Debió de llegar allí en la década de mil ochocientos setenta. Ahora está en ruinas, pero la sociedad histórica está intentando reconstruirla.
Sobre su propio proyecto de construcción, Bob dice:
– No sé por qué quise construir un castillo. Simplemente vi algunas fotografías de torres de entrada. También había visto algunas torres de entrada en Irlanda y Escocia y se me ocurrió que sería divertido. Luego me dejé llevar. Me volví loco.
Empezando en 1988, construyó su castillo de cuatrocientos ochenta metros cuadrados con bloques de cemento sin pulimentar. Con cuatro pisos de altura más sótano, las paredes tienen medio metro de grosor y se componen de dos hileras de bloques de veinte centímetros de grosor con un espacio de unos diez centímetros entre ambas. A modo de apoyo, una reja de dos centímetros de barras de refuerzo de acero sostiene ambas paredes y una de cada tres hileras de bloques es una tira de hormigón sólido. A modo de aislamiento, el interior hueco de las paredes está lleno de vermiculita. El hueco de diez centímetros también alberga los conductos para los cables eléctricos y las tuberías.
Igual que el castillo de Roger DeClements, el calor viene de agua que hierve en una caldera en el sótano y es conducida por tuberías bajo el suelo de cemento.
El primer piso se sostiene con vigas de acero. Los pisos superiores están soportados por vigas de veinte por treinta, muy juntas entre sí.
Bob te cuenta:
– Compré todas las vigas en unos saldos en Salem, Oregón, después de que quebrara una empresa. Fui, les eché un vistazo y compré dos camiones enteros. Pensé… Ya las usaré para algo. Y fue entonces cuando se me ocurrió construir el castillo.
Añade:
– Nunca tendría que haber encontrado aquellas vigas.
Gran parte de los materiales de construcción de Bob llegaron aquí -como el mismo Bob- tras haber tenido una vida previa en otra parte.
– Yo siempre leía los anuncios clasificados -dice-. Mucho de lo que hay aquí son planchas y tablones viejos que pasamos por el desbastador aquí mismo.
Las vigas proceden de unos saldos por quiebra. El tejado de acero, de un viejo edificio de Standard Oil que había sido derribado. Los lavamanos son antiguos tocadores con un agujero tallado en la parte superior para hacerlos servir de pileta. La barra del bar procede de la antigua East Avenue Tavern de Portland (Oregón). Todo el aislamiento lo consiguió gratis en un supermercado Safeway que se estaba remodelando.
Igual que en el castillo de Roger, las ventanas y las puertas tienen arcos ojivales góticos, incluyendo una enorme vidriera mural en el hueco de la escalera de caracol. No hay cortinas, pero tampoco hay vecinos. Los suelos son de piedra: losas procedentes de China o de las inmediaciones del monte Adams.
Para levantarlas paredes de bloques de cemento trabajó con un viejo mampostero que llevó a cabo un trabajo casi perfecto.
– Era lento -recuerda Bob-, pero conocía su oficio. Cuando llegamos al piso de arriba, el tejado solamente estaba desviado un centímetro. El lugar era un cuadrado perfecto.
A diferencia de lo que le pasó a Jerry Bjorklund, la altura no fue problema para los urbanistas locales del condado de Klickitat.
– No me molestaron con la altura -dice Bob-. Aunque ahora sí me molestarían. Ahora son muy puñeteros. Y como tengo tantas violaciones de la normativa dentro de la casa, como el hueco de la escalera, que no se ajusta a los requisitos, cuando vinieron para llevar a cabo la inspección final me dijeron: «Bob, casi sería mejor que no tuvieras inspección final». Y lo dejamos así.
Aunque no haya un permiso oficial final, confía en no estar violando la ley:
– Mi permiso original es muy antiguo -dice Bob-. Desde entonces han cambiado las leyes, así que por lo que respecta a las inspecciones del condado me ampara una disposición anterior.
Pero llegar hasta veinte metros le complicó algunos detalles.
– Los cables -dice- van todos por conductos internos. Tenía que ser así. Cuando llegué al sitio donde tenía que dar de alta la electricidad, el inspector me dijo que era un edificio comercial porque tenía más de tres pisos, así que todo tenía que ir por conductos. De no ser así, es probable que no los usara, pero ahora me alegro de haberlo hecho.
Igual que pasa con el castillo de los DeClements, hay árboles de hoja perenne tan cerca de los muros que hace falta limpiar los canalones de hojas. Es un trabajo aterrador de tan alto que hay que subir, pero con la amenaza de los incendios forestales hay que hacerlo. Aun así, con el río tan cerca y un flujo constante y abundante de agua del pozo artesiano natural, Bob no está preocupado.
– El peligro de incendios va de escaso a moderado debido a que estamos junto al río -dice-. Por aquí no acampa nadie porque el gobierno posee la mayor parte de la tierra de los alrededores. Pero el fuego es una de las razones de que me decidiera por el cemento y el acero.
Durante todo el día, cuando hace buen tiempo, la gente pasa en balsas y canoas por el lado oeste del castillo. El murmullo de los rápidos es el ruido de fondo aquí durante todo el día.
– ¿Ves esa roca de ahí? -dice Bob señalando los abruptos acantilados de la orilla opuesta del río White Salmon-, A este lado hay el mismo tipo de roca. Así que cuando hice los cimientos, fue sobre lecho de roca. Cuando vino el tipo a inspeccionar los cimientos, dijo: «¿Qué demonios esperas que pase? ¿Vas a construir un refugio antiaéreo?». Y yo le dije: «Si alguna vez el río tiene una crecida, no se va a llevar mi casa por delante».
Y Bob Nippolt se alegra de haberlo hecho.
– En mil novecientos noventa y cinco hubo aquí la peor inundación en cien años -dice-. El río subió un metro y medio desde donde estamos. La corriente se llevó troncos, sillas y todo lo que uno pueda imaginar.
Con su sótano parecido a un refugio antiaéreo y sus enormes vigas, Bob admite que la mayor parte de su casa es una exageración. Construirla le llevó siete u ocho años de trabajo casi continuado.
– En los inviernos tenía que parar -dice Bob-, o me quedaba sin dinero.
A diferencia de Jerry, Bob sí encontró a banqueros que le prestaran dinero para su sueño.
– La financiación no me parece un problema -dice-. Tengo un préstamo de Countrywide: les encantó financiarme. Y antes de eso, tenía un préstamo de un banco local. Por aquella época, la casa era muy conocida. Por lo que respecta a incendios y desastres naturales, es a prueba de casi todo.
Dichos «desastres» incluyen las fiestas.
– Tengo la sensación de que mi casa también es a prueba de gente -dice Bob-, He estado aquí con trescientas personas, todos bailando en la sala de estar.
Y también hay siempre quien viene sin ser invitado. Bob señala una mancha de humedad en la pared de color blanco y dice:
– Un roedor se metió por el extremo inferior del canalón de bajada e hizo que la tubería se llenara y se rompiera, y que el agua se fuera para el piso de arriba, que yo tenía sin acabar. De forma que me quedé sin agua en toda la casa.
En lugar de verse los bloques de cemento, las paredes interiores están acabadas con yeso sin pulimentar pintado de blanco.
– Para que pareciera adobe -dice Bob-, primero pusimos yeso con paja mezclada, pero no funcionó. Luego descubrimos que si cortábamos la paja en trozos de quince a veinte centímetros, después añadíamos el yeso y por fin apisonábamos la paja sobre el yeso húmedo conseguíamos un efecto bastante parecido a lo que queríamos.
Señala las tres chimeneas -dos son para calentar las habitaciones y la tercera para la caldera de petróleo del sótano- y dice:
– El pasado invierno, a mi regreso del río Hood, me encontré un animal de gran tamaño detrás de la tele, moviéndose. Lo que había pasado es que un pato había bajado volando por el tiro. Llegó al hogar y entró en la casa. Anda que no me costó sacarlo.
Y tal como les pasa a Jerry y a Roger, no paran las visitas de los curiosos. Bob dice:
– De vez en cuando viene alguien en verano. Sobre todo porque hay muchos vecinos en la zona. Y todos dicen: «Oh, bueno, a Bob no le importa. Vamos a ver a Bob».
Añade:
– Y va bien. Siempre y cuando traigan whisky.
Es una extraña coincidencia que la MTV se pusiera en contacto tanto con Bob Nippolt como con Roger DeClements para alquilar sus castillos y filmar un episodio del programa Reel World. Roger les dijo que no. A Bob le gustó la idea, pero la temporada ya estaba demasiado avanzada para que la gente de la cadena pudiera encontrar habitaciones de motel para las cincuenta personas de su equipo de producción.
En la actualidad, el piso superior sigue sin acabar. Amplios ventanales rematados con arcos dan a las terrazas de piedra inferiores.
– No tengo vértigo -dice Bob-. Me he tirado en paracaídas y he volado en ala delta. Las alturas no me preocupan. Lo único que me preocupa ahora es que no me quedan rodillas. Ya no soy tan ágil como antes.
Este año está plantando heno y árboles en sus veintiséis acres para hacer bajar los impuestos que paga por los terrenos. Está construyendo una gigantesca entrada principal nueva, que aguanta un patio de piedra al que dan los dormitorios de la segunda planta.
Lo que le gustaría hacer es construir una segunda ala, un comedor con ventanales que diera directamente a la cocina. Y le gustaría cambiar las ventanas que hizo a mano en el sótano, desmontando y reutilizando las partes de ventanas Andersen que consiguió a bajo precio. Para las cornisas exteriores le gustaría usar bloques de alféizar de cemento en lugar de espuma para la construcción.
– Todo esto es porque edifiqué el sitio para mí solo. Probablemente tendría que haber dejado mucho más sitio para armarios -dice echando la vista atrás-. Y más que una escalera cuadrada, tendría que hacer una circular. Tendría que haberme tomado tiempo para construir una escalera de mampostería. Hay un libro, un libro bastante grueso, que se llama Historia de las casas británicas, y que trata de las ventanas, las puertas, el forjado, la forma en que se hacían las puertas… Antes de empezar yo no tenía ese libro. Si lo hubiera tenido habría hecho muchas cosas de forma distinta. Y me habría tomado más tiempo.
Y un poco más de dinero…
– Lo que pasó realmente -dice- es que muchas cosas que puse en la casa, como era solo para mí, no eran de primera calidad.
Le gustaría haber puesto un foso alrededor del castillo.
Quiere poner una nueva superficie de concha de ostra triturada en la pista de bocci.
Y el maniquí desnudo que contempla el río desde un balcón del dormitorio tiene, bueno… la piel de fibra de vidrio resquebrajada y descolorida.
– Iba a llevarla a Portland -dice Bob- para que le pusieran implantes de silicona.
Muy pronto ninguno de estos detalles importará. Porque este año Bob vende la casa. Las buenas noticias para el siguiente propietario es que ocho o nueve contratistas locales conocen la casa de Bob de arriba abajo.
– Todos los cuartos de baño están arreglados -dice-. Y hay tipos por aquí cerca, en las inmediaciones del río Hood, que han trabajado en esta casa, han hecho la instalación eléctrica y la fontanería, y saben lo que hacen. Son todos unos fanáticos del windsurf, así que no se van a ir.
Ni tampoco la miríada de pájaros del río. Ni su castillo. Ni las historias ni las leyendas locales sobre el mismo.
Sea la construcción de castillos un intento de alcanzar la inmortalidad o un hobby -una forma «divertida» de matar el tiempo-, sea un legado para el futuro o un vestigio del pasado, en las colinas de Camas (Washington), el castillo de Jerry Bjorklund sigue siendo el punto de referencia que usan para hacer sus giros los pilotos de vuelos comerciales. En las montañas de Idaho, los esquiadores siguen descubriendo el castillo Kataryna de Roger DeClements, un monumento a su hija. Una aparición en medio de la nieve. Como el castillo que tanta gente ha soñado siempre construir.
Su confesión de piedra. Sus memorias.
En el valle del río White Salmon, el agua sigue corriendo junto a la alta torre gris. El viento y los pájaros siguen moviéndose entre los árboles. Aunque hubiera un incendio forestal, este montón de piedra seguiría aquí durante los próximos cien años.
Solo que Bob Nippolt se marcha.
Y, de momento, ninguno de los tres castillos está acabado.
– Si todo el mundo se tirara por un barranco -me decía mi padre-, ¿tú también te tirarías?
Esto pasó hace unos años. Fue el verano en que un puma mató a un tipo que hacía jogging en Sacramento. El verano en que mi médico se negó a darme esteroides anabolizantes.
Un supermercado local ofrecía la siguiente oferta especial: si llevabas recibos por valor de cincuenta pavos, te daban una docena de huevos por diez centavos, así que mis mejores amigos, Ed y Bill, se quedaban en el aparcamiento y les pedían a la gente sus recibos. Ed y Bill comían bloques de clara de huevo congelada, bloques de cinco kilos que compraban en una tienda de suministros para pastelerías, ya que la clara de huevo es la proteína que se asimila con más facilidad.
Ed y Bill hacían viajes en coche a San Diego, cruzaban a pie la frontera en Tijuana con el resto de los excursionistas gringos que iban a comprar sus esteroides, su Dianabol, y lo metían en el país de contrabando.
Aquel debió de ser el verano en que la DEA tenía otras prioridades.
Ed y Bill no son sus nombres de verdad.
Íbamos de viaje en coche por California y nos paramos en Sacramento para visitar a unos amigos, pero no los encontramos en su casa. Esperamos toda una tarde junto a su piscina. A Ed le estaba creciendo el pelo al rape de color rubio oxigenado, así que se inclinó por encima del borde de la piscina y me pidió que le afeitara la cabeza.
Por entonces el puma seguía suelto. Estábamos en el campo pero no lo estábamos. La espesura estaba compartimenta- da en forma de pequeñas parcelas de dos acres y medio. En alguna parte había un puma hembra con sus cachorros, embutidos entre las madres de clase media y las piscinas.
Aquello no fueron tanto unas vacaciones como un peregrinaje de una franquicia de Gold’s Gym a la siguiente por toda la Costa Oeste. En la carretera comprábamos atún en conserva, nos zampábamos hasta la última gota y tirábamos las latas vacías en el asiento de atrás. Lo hacíamos bajar con refrescos bajos en calorías y nos alejábamos tirándonos pedos por la interestatal 5.
Ed y Bill se chutaban jeringuillas ya preparadas de Dianabol y yo tomaba todo lo demás. Arginina, ornitina, zarzaparrilla, inosina, DHEA, serenoa, selenio, cromo, testículo de carnero neozelandés de granja, sulfato de Vanadyl, extracto de orquídeas…
En el gimnasio, mientras mis amigos levantaban tres veces su peso, se inflaban y rompían la ropa desde dentro, yo deambulaba junto a sus codos gigantes.
– ¿Sabéis? -decía yo-, creo que estoy aumentando de tamaño un montón con esa tintura de corteza de yohimbo.
Sí, aquel verano.
La única razón por la que me dejaban ir con ellos era por el contraste.
Es la vieja estrategia de buscar damas de honor feas para que la novia parezca guapa.
Los espejos son solo la metadona del culturismo. Hace falta un público real. Hay un chiste que dice: ¿Cuántos culturistas hacen falta para poner una bombilla?
Tres: uno para poner la bombilla y dos para decir: «¡Joder, tío, estás impresionante!».
Sí, ese chiste. Pues no es ningún chiste.
En el camino a casa de vuelta de México volvimos a parar en casa de aquella gente de Sacramento a la que habíamos intentado visitar. Estaban haciendo una barbacoa para unos amigos suyos que acababan de llegar de un retiro espiritual para hombres.
En aquel retiro, explicó alguien, enviaban a todos los hombres a vagabundear por el desierto hasta que tuvieran una revelación. Ahora, mientras las antorchas de jardín parpadeaban y la barbacoa de propano humeaba, había un hombre que sostenía una especie de bate de béisbol maltrecho. Era el esqueleto disecado de un cactus muerto que había encontrado en su búsqueda de una revelación, pero resultó ser más que eso.
– Me di cuenta -dijo- de que aquel esqueleto de cactus era yo. Era mi hombría, dura y áspera por fuera, pero hueca y frágil por dentro.
Se había llevado el esqueleto a casa en el avión, sobre el regazo.
Todos en la terraza cerraron los ojos y asintieron. Salvo mis amigos, que miraron a otro lado con las mandíbulas prietas para evitar que se les escapara la risa. Con los enormes brazos cruzados sobre el pecho, se dieron un codazo y acordaron alejarse por la carretera para ver cierta roca con valor histórico.
La anfitriona nos paró en la puerta y dijo:
– ¡No! No vayáis.
Con el ponche de vino en la mano y mirando la oscuridad que se extendía más allá del vapor de la piscina de hidroma- saje y la luz de las antorchas, sin mirarnos, dijo que había un puma merodeando. El puma había estado justo al lado de su terraza y ella nos mostró un montón de pelos rubios, cortos y gruesos que había entre los matorrales.
Aquel año, a dondequiera que fuéramos, durante todo el viaje, todo estaba ya cercado y delimitado y había carteles por todas partes.
Ed siguió exprimiéndose y haciendo pesas durante un par de años más hasta que se jodió las rodillas, y Bill, hasta que se hizo una hernia de disco.
El médico no accedió hasta que murió mi padre, el año pasado. Yo había perdido peso y seguí perdiendo hasta que él sacó su bloc de recetas y dijo:
– Probemos con treinta días de Anadrol.
Y así es como yo también me lancé al precipicio.
La gente me miraba con los ojos fruncidos y me preguntaba si había cambiado en algo. El perímetro de mis brazos creció un poco, pero no demasiado. Más que el tamaño, era una cuestión de sensaciones. Empecé a ir con la espalda recta y a cuadrar los hombros.
De acuerdo con el prospecto, el Anadrol (oximetolona) es un esteroide anabólico, un derivado sintético de la testosterona. Los posibles efectos secundarios incluyen: atrofia testicular, impotencia, priapismo crónico, aumento o disminución de la libido, insomnio y pérdida del cabello. Cien tabletas cuestan mil cien dólares. Y el seguro médico no las cubre.
Pero las sensaciones… Los ojos se abren como platos y adquieren una expresión alerta. Igual que las mujeres se ponen tan estupendas cuando están embarazadas, radiantes y suaves, mucho más mujeres, el Anadrol te hace parecer y sentirte mucho más hombre. El priapismo rampante solo duró dos semanas. Uno no es nada más que la propiedad que tiene entre sus piernas. Es igual que esas viejas ilustraciones de Alicia en el País de las Maravillas, donde Alicia se come la tarta que dice «Cómeme» y crece hasta que el brazo le sobresale por la puerta delantera. Salvo que no es tu brazo el que sobresale, y llevar pantalones de ciclista de licra está totalmente prohibido.
Hacia la tercera semana el priapismo remitió, o pareció extenderse al resto de mi cuerpo. Levantar pesos acaba siendo mejor que el sexo. Una sesión de ejercicios se convierte en una orgía. Tienes orgasmos: orgasmos parecidos a calambres, calurosos y torrenciales, en los deltoides, los cuadriceps, los laterales y los trapecios. Te olvidas de tu viejo y perezoso pene. Quién lo necesita. En cierta forma es toda una paz, una escapatoria del sexo. Unas vacaciones de la libido. Puedes ver a una mujer guapísima y ponerte a gruñir, pero tu siguiente tortilla de clara de huevo o serie de abdominales te resultan mucho más atractivas.
Yo no me volví tan estúpido. Esto es una digresión un poco extraña, pero con una amiga que iba a la facultad de medicina hice el trato de que si yo le presentaba a Brad Pitt ella me colaría para que la ayudara a diseccionar cadáveres. Ella conoció a Brad y yo pasé una larga noche ayudándola a desmembrar a gente muerta para que los estudiantes de medicina de primer año pudieran estudiarlos. Nuestro tercer cadáver era un médico de sesenta años. Tenía la masa y definición musculares de un hombre de veintitantos, pero cuando le abrimos el pecho su corazón era casi igual de grande que su cabeza. Yo le sujeté el pecho abierto y mi amiga vertió formol hasta que le flotaron los pulmones. Mi amiga miró el corazón aberrantemente grande del tipo y su polla igual de descomunal y me dijo: «Testosterona. Autoadministrada durante años».
Me enseñó los cablecitos enrollados y el marcapasos que tenía metido en el pecho y me dijo que el tipo tenía un historial de un ataque al corazón tras otro.
Más o menos por la misma época una revista de culturismo de tirada nacional publicó una serie discontinua de artículos en las últimas páginas. No salió en todos los números, ni siquiera en muchos, pero cada artículo era un perfil biográfico actualizado sobre un culturista estrella de la década de 1980. Eran los mismos tipos en los que Ed y Bill querían convertirse. En los días de su estrellato posaban y daban entrevistas en las que juraban que habían sido bendecidos con una naturaleza y una determinación extraordinarias, que se limitaban a trabajar mucho y comer bien y que nunca tomaban esteroides. Lo juraban.
En la parte del artículo dedicada a la actualidad, los mismos tipos aparecían pálidos y blandos, luchando con problemas de salud que iban desde la diabetes al cáncer. Y admitían que sí habían tomado esteroides, y que habían estado manipulando sus niveles de insulina e inyectándose hormona del crecimiento humano.
Yo sabía todo aquello y aun así me lancé al precipicio.
Mis amigos no me detuvieron. Solo me dijeron que comiera las bastantes proteínas como para hacer que la inversión valiera la pena. Con todo, no me compré los bloques de cinco kilos de clara de huevo. Nunca llené la nevera de filas y más filas de pechugas de pollo sin piel ni huesos ni de patatas al horno envueltas en papel de aluminio tal como solían hacer Ed y Bill. Ellos se aprovisionaban para cada ciclo de esteroides como si se prepararan para un asedio de seis semanas. Yo no estaba tan entregado.
Me limité a tomar las pildoritas blancas y a hacer ejercicio, y un día en la ducha me di cuenta de que las pelotas me estaban desapareciendo.
Muy bien, lo siento, les prometí a un montón de amigos que no tocaría esta cuestión, pero aquel fue el momento crucial. Cuando lo que eran huevos de ganso se te encogen hasta el tamaño de pelotas de ping-pong, y luego de canicas, resulta fácil decir que no cuando tu médico te pregunta si quieres repetir con otra tanda de Anadrol.
Ahí estás tú, con un aspecto estupendo, resplandeciente y alerta, inflado y con los músculos bien marcados, con más pinta de hombre que nunca en tu vida, pero en lo importante eres menos hombre. Te estás convirtiendo en un simulacro de masculinidad.
Además, ya que sale el tema, el atractivo de ser un montón enorme y grotesco de músculos ya está empezando a remitir. Claro, al principio sería divertido, como ser propietario de una mansión victoriana laberíntica cubierta de molduras de filigrana. Pero después del primer par de semanas los trabajos constantes de mantenimiento me consumirían la vida. Nunca podría alejarme lo bastante de un gimnasio. Estaría comiendo proteína de huevo a todas horas. Y aunque hiciera todo eso, el proyecto entero acabaría por hundirse.
Mi padre estaba muerto, Ed y Bill estaban hechos un asco y yo estaba perdiendo rápidamente la fe en los rollos tangibles. En los rollos temporales y tangibles. Había escrito una historia, un libro imaginario, y me estaba dando más dinero que ningún trabajo de verdad que yo hubiera hecho nunca. Me quedaban treinta días de tiempo libre entre mis obligaciones promocionales como escritor y el estreno de la película de El club de la lucha. Había ahí un experimento de treinta días, una aventura a lo Jack London actualizada y envasada en un frasquito marrón.
Me lancé al precipicio porque era una aventura.
Y durante treinta días me sentí realizado. Pero solo hasta que se acabaron las pildoritas blancas. Temporalmente permanente. Realizado e independiente de todo. De todo excepto del Anadrol.
La mujer de Sacramento, la que estaba haciendo una barbacoa años atrás, me dijo:
– Esos amigos tuyos están locos.
Al lado de la piscina, el hombre acunaba el frágil esqueleto de cactus de su masculinidad y la mujer seguía mirando los puñados de «pelo de puma» teñidos con agua oxigenada que yo había cortado de la cabeza al rape de Ed. Inflados y enormes dentro de sus camisetas sin mangas, Ed y Bill desaparecieron caminando pesadamente por la carretera. En la oscuridad de fuera estaba el puma, u otros pumas.
La anfitriona dijo:
– ¿Por qué los hombres tienen que hacer esas estupideces?
«Mientras a este país le quede una frontera -dijo Thomas Jefferson-, habrá un lugar para los inadaptados y los aventureros de América.»
Ahora Ed y Bill son dos adefesios gordos, pero aquel verano, joder, tío, estaban impresionantes. Un buen chute… Mi padre… El Anadrol… Lo único que queda es la historia intangible. La leyenda.
Y vale, eso de las fronteras tal vez no lo dijera Thomas Jefferson, pero ya me entienden.
Siempre habrá pumas ahí fuera. Es muy típico de las tías pensar que la gente tendría que vivir para siempre.
Te haces a la mar cansado. Después de todo el rollo de rascar y pintar el casco, de cargar las provisiones, de reemplazar el equipo y de abastecerse de piezas, después de que te den un adelanto de tu paga y tal vez de que pagues por adelantado el alquiler de los tres meses durante los que no vas a estar en casa, después de arreglar tus asuntos, de darle la orden de «vender» a tu agente de bolsa, de despedirte de tu familia en la puerta de la base naval de King’s Bay y tal vez de afeitarte la cabeza porque va a pasar mucho tiempo antes de que veas a un barbero, después de todo ese ajetreo, los primeros días en altamar son tranquilos.
Dentro de la «lata de gente en conserva» o del «tubo bajo llave», como llaman los tripulantes de submarino a su embarcación patrullera, reina una cultura del silencio. En la zona de ejercicios, los pesos libres están cubiertos de grueso caucho negro. Entre las pesas de las máquinas de ejercicios marca Universal hay almohadillas rojas de caucho. Los oficiales y la tripulación llevan zapatillas de tenis, y casi todo está sujeto -desde las cañerías hasta la rueda de andar, en cualquier parte donde el metal toque metal- con aislamiento de caucho para evitar el traqueteo o el tintineo. Las patas de las sillas terminan en gruesas fundas de caucho. Cuando uno está de guardia puede escuchar música con auriculares. El USS Louisiana, SSBN-743, tiene un revestimiento que lo protege del sonar enemigo y lo mantiene oculto, pero cualquier ruido alto y brusco que emita lo puede oír cualquiera que esté a la escucha en un radio de cuarenta kilómetros.
– Cuando vas al baño -dice el oficial de suministros del Louisiana, el teniente Patrick Smith-, tienes que bajar el asiento del retrete en caso de que la nave experimente un bamboleo raro. Una tapa que se cierre de golpe puede delatar nuestra presencia.
– No se cierran todas al mismo tiempo -dice el oficial ejecutivo Pete Hanlon, mientras describe lo que pasa cuando el submarino cambia de profundidad y la gente se ha dejado las tapas de los retretes abiertas-. Estás en el puente y oyes «¡wang!». Y «¡wang!». Y «¡wang!». Una detrás de otra, y ves que el capitán se va poniendo más y más tenso.
En todo momento, un tercio de la tripulación puede estar durmiendo, así que durante el viaje de patrulla la única luz que hay en el techo de los dormitorios es el pequeño fluorescente rojo que hay junto a la puerta cerrada con una cortina. Prácticamente lo único que se oye es el susurro del aire en el sistema de ventilación. Cada dormitorio tiene nueve literas, dispuestas en torres de tres y en formación de U mirando a la puerta. Cada litera, que se conocen como «ganchos», tiene un colchón de espuma de quince centímetros de grosor que puede tener o no la marca del cuerpo de tu equivalente en la tripulación alternativa del submarino. Dos tripulaciones se alternan en las patrullas del Louisiana, la Tripulación Dorada y la Tripulación Azul. Si el tío que duerme en tu gancho mientras tú estás en tierra pesa ciento veinte kilos y deja una marca, dice el especialista en gestión de comedores de la Tripulación Dorada Andrew Montroy, lo que hay que hacer es poner toallas debajo. Los ganchos se levantan y debajo de cada uno hay un cajón de diez centímetros de profundidad que se llama «cajón ataúd». Unas pesadas cortinas de color burdeos separan los distintos dormitorios. En la cabecera de cada colchón hay una lamparilla de lectura y un panel con un enchufe y los controles de un estéreo con auriculares parecido al que se usa en los vuelos comerciales. Hay cuatro tipos distintos de música procedentes de un sistema que va poniendo los discos compactos que trae a bordo la tripulación. Hay conductos de ventilación. Y en la cabecera de todos los ganchos hay también una máscara de oxígeno.
– El miedo más grande que tenemos a bordo es el fuego -dice el teniente Smith-. Y la razón es el humo.
En caso de incendio, por los pasillos estrechos llenos de humo y sin luz, en la oscuridad total, hay que ponerse sobre la cara la máscara de oxígeno acoplada a una capucha de lona con lamparilla y caminar palpando el suelo en busca de aire. En el suelo hay unas marcas oscuras y rugosas que pueden ser cuadradas o triangulares. Uno va palpando el suelo con los pies, como si leyera braille, hasta encontrar una marca. Las marcas cuadradas indican tomas de aire en el techo a las que se puede uno conectar. Las marcas triangulares indican tomas de aire en las paredes. Uno se conecta a la toma, respira, grita «Aire», y luego sigue por el pasillo hasta la siguiente toma para respirar otra vez. En la máscara hay una salida que permite a otros miembros de la tripulación conectarse a ti y respirar mientras tú respiras. Hay que gritar «Aire» para que nadie se alarme por el estrépito que hace el aire cuando te desconectas de una toma.
Para hacer el Louisiana más hogareño, el teniente Smith se trae café en grano de Gevalia, un molinillo y una máquina de expresso. Otros miembros de la tripulación se traen las toallas de casa y fotografías para pegar con cinta adhesiva en la parte inferior de la litera de encima de la suya. Montroy se trae sus treinta cedés favoritos. Se traen grabaciones en vídeo de la vida en casa. Un miembro de la tripulación trae una funda de almohada de Scooby-Doo. Muchos se traen sus propias colchas y mantas.
– La llamo mi manta protectora -dice el encargado de almacén de primera de la Tripulación Dorada Greg Stone, que está escribiendo un diario para leérselo más tarde a su mujer, mientras ella le lee el suyo a él.
Uno se mete en el agua sin más aire que el que hay en el submarino. Ese mismo aire se limpia con aminos calentados, que se unen al dióxido de carbono y lo eliminan. A fin de generar oxígeno nuevo, se usan mil cincuenta amperios de electricidad que divide las moléculas del agua de mar desmineralizada. El dióxido de carbono y el hidrógeno se expulsan al océano. Hacen falta mil quinientos kilos de presión hidráulica para comprimir la basura de a bordo en forma de latas de treinta kilos envueltas en acero -unas cuatrocientas por cada patrulla- que luego se expulsan.
No se puede beber alcohol y solo se puede fumar en la zona cercana al motor auxiliar de gasoil Firbank Morris de doce cilindros, apodado el «Pistón de la Chaveta». El motor de gasoil actúa como apoyo a la planta eléctrica nuclear, el «Fogón de la Panza».
Si formas parte de la tripulación, duermes a menos de dos metros de los veinticuatro misiles nucleares Trident que llenan el tercio central de la nave, almacenados en tubos que suben desde la sentina hasta las cuatro cubiertas. Fuera de los dormitorios, los tubos de los misiles están pintados de distintos tonos del naranja, naranja más claro hacia la proa y más oscuro hacia la popa, con el objeto de contribuir a la percepción de la profundidad de la tripulación en el compartimento de treinta metros. Montados sobre los tubos de los misiles hay cajones llenos de películas de vídeo y golosinas a la venta cortesía del Club de Ocio.
Uno está rodeado de tuberías y válvulas de colores. El púrpura quiere decir refrigerador. El azul, agua limpia. El verde, agua de mar. El naranja, fluido hidráulico. El marrón, dióxido de carbono. El blanco, vapor. El marrón claro, aire a baja presión.
De acuerdo con Hanlon, Smith y el jefe de embarcación de la Tripulación Dorada Ken Biller, la percepción de profundidad no es un problema a pesar del hecho de que uno nunca enfoca la vista más lejos de la longitud del compartimento central de misiles. Dice un miembro de la tripulación que está bebiendo café en la cubierta comedor que el primer día que sales a la luz del sol vas con los ojos fruncidos y tienes que llevar gafas de sol, y la Marina te recomienda que no conduzcas un coche durante los dos primeros días debido a posibles problemas con la percepción de profundidad.
Montadas en un par de tubos de misiles hay placas metálicas que señalan el lugar y el momento en que se disparó un misil. En el tubo número cinco, una placa señala el lanzamiento de un misil el 18 de diciembre de 1997, a las 15.00 horas, en el marco de la operación Demonstration and Shakedown. Lo disparó la Tripulación Azul.
– De vez en cuando -dice el teniente Smith, de la Tripulación Dorada -, una nave tiene la suerte de poder disparar su misil.
La Tripulación Dorada nunca ha disparado ninguno.
No hay ni ventanas ni ojos de buey ni cámaras instaladas en la parte exterior del casco. Salvo por el sonar, uno es ciego en el caso de que alguna vez te ataque…
– ¿…un calamar gigante? -dice el teniente Smith, completando mi pensamiento con las cejas levantadas-. De momento no ha pasado nunca.
– Una vez chocamos contra una ballena -dice el primer oficial de máquinas Cedric Daniels-, Bueno, por lo menos se cuenta esa historia.
Las abolladuras sin explicar en el casco se han atribuido a las ballenas. Con el sonar, en las profundidades del mar, se oyen las llamadas de las ballenas, los delfines y las marsopas. El claqueteo que hacen los bancos de gambas. Se trata de los ruidos que la tripulación denomina «biológicos».
Uno se hace a la mar con trescientos sesenta kilos de café, quinientos setenta litros de leche en cajas, novecientas docenas de huevos grandes, tres mil kilos de harina, seiscientos kilos de azúcar, trescientos cincuenta kilos de mantequilla y mil setecientos cincuenta kilos de patatas. Todo se empaqueta en «módulos de alimentación», cajones de metro y medio por metro y medio por dos metros que se llenan en almacenes del puerto y se meten en la nave por una escotilla. Uno viaja con seiscientos vídeos, trece torpedos, ciento cincuenta tripulantes, quince oficiales y ciento sesenta y cinco «cajas de la Noche del Medio».
Antes de partir, la familia de cada hombre a bordo le da al jefe de embarcación Ken Biller un paquete del tamaño de una caja de zapatos, y la noche que marca el punto medio exacto del período de patrulla, que se llama la Noche del Medio, Biller reparte las cajas. La mujer de Smith le envía fotos y cecina y una moto de juguete para recordarle la que tiene en tierra. Greg Stone recibe una funda de almohada donde hay impresa una foto de su mujer, Kelley. La mujer de Biller le envía fotos de su perro y de su colección de armas de fuego.
Además, en la Noche del Medio se puede pujar por un oficial, ya que los oficiales salen a subasta. El dinero va a parar al Fondo de Ocio, y los oficiales subastados tienen que trabajar durante la siguiente guardia para los ganadores de la subasta.
Otra tradición de la Noche del Medio es la subasta de tartas. El ganador de la subasta puede elegir al hombre que quiera, sentarlo en una silla delante de toda la tripulación y darle un tartazo.
Todo el mundo a bordo llama al oficial de suministros Smith «Chuleta» por las insignias doradas que lleva en el cuello del uniforme, que deberían parecerse a hojas de roble pero que recuerdan más a chuletas de cerdo. Al jefe de embarcación Keller lo llaman «Mazorca». Al oficial ejecutivo jefe Hanlon lo llaman «OEJ». De los miembros de la tripulación original, como la especialista en dirección de comedores Lonnie Becker, se dice que tienen «tabla propia». Uno no ve películas, sino que «quema pelis». Las puertas son «trampillas». Los gorros, «tapas». Los misiles son «chuzos». En la nueva Marina políticamente correcta, los monos de color azul oscuro que lleva la tripulación cuando está de patrulla ya no se llaman «cagaderos». Los tripulantes que sirven en la cubierta comedor ya no se llaman «basureros». El Sauerbraten ya no es «polla de burro». Los raviolis no son «almohadillas de la muerte». La carne de buey picada con crema sobre una tostada ya no es «mierda en una teja». La carne en conserva al maíz ya no es «culo de babuino».
No de forma oficial. Pero aún se oye.
Las hamburguesas, solas o con queso, siguen siendo «grasas». Las hamburguesas de pollo siguen siendo «ruedas de pollo». Las literas se llaman «ganchos», por los que se usaban para sujetar las hamacas en los barcos de vela. Los baños siguen siendo «agujeros», por los que había en la proa de aquellos barcos. Dos agujeros para la tripulación y uno para los oficiales, perforados en la cubierta bamboleante y bañada por el oleaje, por encima de la quilla.
Como dice OEJ Hanlon, «a aquellos tipos no les hacía falta papel higiénico».
Otra noche señalada durante el viaje de patrulla es el «Café del Jefe», con la palabra «jefe» en español. Se trata de la noche en que los oficiales cocinan para la tripulación. Se apagan las luces de la cubierta comedor y los oficiales sirven a los tripulantes con barritas de fósforo incandescentes en las mesas en lugar de velas. Hasta hay un maître.
Para fines religiosos, hay «líderes seglares» en la tripulación que pueden llevar a cabo servicios católicos o protestantes. En Navidad, los marineros cuelgan lucecitas en sus dormitorios y ponen pequeños árboles plegables de papel de aluminio. Decoran el salón de cenas de los oficiales, llamada Sala de Oficiales, con nieve artificial y guirnaldas.
Cuando uno se hace a la mar en el USS Louisiana, esta es su vida. Los tripulantes viven en ciclos de dieciocho horas. Seis horas de guardia. Seis horas de sueño. Y seis horas libres de guardia en que uno se puede relajar, hacer ejercicio o estudiar cursos por correspondencia en el ordenador destinados a sacarse una diplomatura. Una vez por semana más o menos uno duerme una noche «de equilibrio» de ocho horas. La edad media de los tripulantes es de veintiocho años. Del dormitorio al agujero vas vestido con calzoncillos o con una toalla. Por lo demás, casi todos los tripulantes llevan su mono.
Los oficiales viven en un ciclo de veinticuatro horas. Mientras se está de patrulla no se hace el saludo militar a los oficiales.
– Cuando nos meten en el tubo bajo llave -dice el teniente Smith-, esta es nuestra familia y así es como los tratamos.
Smith señala el juramento de servicio enmarcado que hay en la pared de la cubierta comedor y dice:
– Un tipo puede haber tenido un día muy bueno, pero si viene aquí a comer y el servicio es malo, la comida no está buena o los platos no están calientes, si no le damos esa atmósfera casera, le podemos estropear el día entero.
Los últimos días de patrulla todo el mundo coge «fiebre de canal». Nadie quiere dormir. Todo el mundo quiere llegar a casa. Llegado ese punto, siempre hay películas puestas y se comen pizzas y aperitivos las veinticuatro horas.
En puerto, las mujeres y las novias se están rifando el «primer beso». El dinero de las tartas, las subastas y las rifas se invierte en la fiesta de la tripulación para celebrar la vuelta a casa.
Y el día en que el USS Louisiana llegue a casa, las familias estarán en el muelle con carteles y banderitas. El oficial al mando siempre es el primero en poner el pie en tierra para saludar al oficial de flota, pero después…
Se anuncia a los ganadores de la rifa y ese hombre y esa mujer se besan delante de todo el mundo. Y todos los demás aplauden.
posdata: La fotógrafa de este artículo, Amy Eckert, tuvo que pasar por un montón de filtros gubernamentales para conseguir publicarlo en la revista Nest. Me avisó de que, como Nest era una revista de «diseño», a los mandamases de la Marina les preocupaba que tuviera un público lector homosexual y que la pieza pudiera ser una revelación sonada sobre la actividad homosexual a bordo de los submarinos.
La fotógrafa recalcó que yo no podía mencionar bajo ningún concepto el tema del sexo anal bajo el mar. Tiene gracia, pero hasta que ella no lo mencionó, a mí ni se me había pasado por la cabeza. A mí me interesaba más la jerga y los vocablos específicos de los tripulantes de submarinos. Quería pintar un paisaje de palabras completamente únicas. La jerga es la paleta de colores del escritor. Me rompió el corazón que antes de que se publicara el artículo los censores de la Marina quitaran toda la jerga, incluyendo «polla de burro» y «culo de babuino».
Con todo, la fobia al sexo se convirtió en el gran elefante invisible que resultaba difícil de ignorar.
Un día, en un pasillo muy estrecho, yo estaba de pie con un oficial asistente cuando pasaron varios oficiales en pleno desempeño de sus tareas. Yo tenía las manos cerca de la cintura y trataba de tomar notas mientras hablábamos.
Y sin venir a cuento de nada, el oficial dijo:
– Por cierto, Chuck, cuando los tíos se froten de esa manera contra ti, no quiere decir nada.
Hasta entonces yo ni me había fijado. Pero ahora quería decir algo. Todos aquellos frotamientos…
Otro día, en la cubierta comedor después del almuerzo, había unos marineros sentados hablando sobre los problemas de permitir que sirvieran mujeres a bordo en los submarinos. Un hombre dijo que era cuestión de tiempo antes de que dos personas se enamoraran, alguna mujer acabara embarazada y tuvieran que suspender una misión de noventa días para regresar a puerto.
Y al oír aquello yo dije que ni hablar. Que llevaba el tiempo suficiente a bordo como para ver lo apretados que estaban todos allí. Ni en coña, dije yo, iban a encontrar dos personas el espacio ni la intimidad para tener relaciones sexuales a bordo.
Y otro marinero cruzó los brazos sobre el pecho, se reclinó en el asiento de su silla y dijo:
– ¡Oh, pasa! -En voz alta y clara, sonrió y dijo-: ¡Pasa, y mucho!
Y entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir. Acababa de reconocer la existencia del elefante invisible.
Todo el mundo en la sala lo estaba fulminando con la mirada.
Lo que siguió fue el momento de silencio furibundo más largo de la historia de la Marina.
En otra ocasión me pidieron que esperara en un pasillo delante de un tablón de noticias con los anuncios del día. El primer anuncio era una lista de tripulantes nuevos y una nota dándoles la bienvenida a bordo.
El segundo anuncio era un recordatorio de que se acercaba el día de la Madre.
El tercer anuncio decía que el «daño personal autoinfligido» estaba a la orden del día en los submarinos. Decía: «Evitar el daño autoinfligido entre el personal a bordo de los submarinos es la prioridad más alta de la Marina». Argot siniestro de la Marina para referirse al suicidio. Otro elefante invisible.
El día que me marché de la base naval de King’s Bay vino un oficial a pedirme que escribiera un buen artículo. Yo me había quedado para echar un último vistazo al submarino y él me dijo que cada vez había menos gente que valorara el tipo de servicio que él valoraba por encima de todo.
Yo sí veía aquel valor. Admiro a esa gente y el trabajo que hacen.
Pero al esconder las dificultades que soportan parece que la Marina les está estafando a esos hombres la mayor parte de su gloria. Al intentar hacer que el trabajo parezca divertido y desenfadado, la Marina puede estar repeliendo a la gente que quiere esa clase de desafíos.
No todo el mundo busca un trabajo fácil y divertido.
Un amigo mío vive en una casa «encantada». Es una casa de campo blanca y bonita, rodeada de jardines, y una vez cada tres o cuatro semanas me llama en plena noche y me dice:
– ¡Hay alguien gritando en el sótano! ¡Voy a bajar con la pistola, y si no te llamo avisa dentro de cinco minutos a la policía!
Resulta muy dramático, pero es la clase de queja que apesta a farol. Es el equivalente psicológico de decir: «Pero cómo pesa mi anillo de diamantes». O bien: «Ojalá pudiera llevar este biquini con tanga sin que a todo el mundo se le cayera la baba».
Mi amigo se refiere a su fantasma como «la señora», y se queja de no poder dormir porque «la señora» se ha pasado toda la noche despierta, haciendo traquetear los cuadros de las paredes y cambiando la hora de los relojes y dando golpes en la sala de estar. A eso lo llama «estar en danza». Si llega tarde o está preocupado, suele ser por culpa de «la señora». Porque se ha pasado la noche gritando su nombre desde el otro lado de la ventana del dormitorio o bien apagando y encendiendo las luces.
Estoy hablando de un hombre práctico que nunca ha creído en fantasmas. Lo llamaré «Patrick». Hasta que se mudó a esa granja, Patrick era como yo: estable, práctico y razonable.
Ahora creo que es un embustero.
Para demostrárselo, le pedí que me dejara cuidarle la granja mientras él estaba de vacaciones. Necesitaba la tranquilidad y el aislamiento para escribir, le dije. Le prometí que regaría las plantas y él se largó y me dejó allí dos semanas. Y yo monté una fiestecita.
El hombre del que hablo no es mi único amigo que delira. Otra amiga mía -la llamaré «Brenda»- dice que puede ver el futuro. Mientras estamos cenando te estropea tu mejor historia tapándose de pronto la boca con la mano, soltando un enorme grito ahogado y reclinándose hacia atrás en la silla con los ojos como platos y una expresión aterrada en la cara. Cuando le preguntas qué le pasa, ella dice:
– Oh… Nada, en serio. -Luego cierra los ojos y trata de quitarse de la mente esa terrible visión.
Cuando insistes y le preguntas qué la ha asustado, Brenda se inclina sobre la mesa con lágrimas en los ojos. Te coge la mano y te suplica:
– Por favor, por favor. Mantente alejado de los coches durante los próximos seis años.
¡Durante los próximos seis años!
Brenda y Patrick son raros pero son mis amigos, y siempre están reclamando atención. «Mi fantasma hace demasiado ruido…», «Odio poder ver el futuro…»
Para mi fiestecita planeé invitar a Brenda y a sus amigas médiums a la granja encantada. Planeé invitar a otro grupo de amigos normales y estúpidos que no sufren la molestia de ningún don especial extrasensorial. Beberíamos vino tinto y observaríamos a las médiums revolotear por la casa, entrar en trance, ser poseídas por espíritus, llevar a cabo escritura automática y hacer levitar mesas mientras nos tapábamos la boca y nos reíamos delicadamente.
Así pues, Patrick estaba de vacaciones. Llegó a la granja una docena de personas. Y Brenda trajo a dos mujeres a las que yo no conocía de nada, Bonnie y Molly, las dos ya derritiéndose de tanta energía fantasmagórica como sentían allí. Cada dos o tres pasos se paraban, se tambaleaban y se agarraban a una silla o una barandilla para no caerse al suelo. Vale, todos mis amigos y amigas se tambaleaban un poco. Pero los que no estaban chiflados se tambaleaban por el vino tinto. Luego nos sentamos todos a la mesa del comedor, con un par de velas encendidas en el centro, y las médiums se pusieron a trabajar.
Primero se dirigieron a mi amiga Ina. Ina es alemana y sensata. Su forma de expresar emociones es encender otro cigarrillo. Aquellas médiums, Bonnie y Molly, no conocían de nada a Ina, pero se turnaron para decirle que a su lado estaba el espíritu de una mujer. La mujer se llamaba «Margaret» y estaba rociando a Ina de florecillas azules. Nomeolvides, dijeron. Y de pronto Ina dejó el cigarrillo y se echó a llorar.
La madre de Ina había muerto de cáncer hacía varios años. Su madre se llamaba Margaret y todos los años Ina echaba semillas de nomeolvides sobre su tumba porque era la flor favorita de su madre. Ina y yo éramos amigos desde hacía veinte años y ni siquiera yo conocía aquellos detalles. Ina nunca hablaba de su madre muerta y ahora estaba llorando y pidiendo más vino tinto.
Después de dejar a mi amiga hecha polvo, Bonnie y Molly se volvieron hacia mí.
Me dijeron que había un hombre cerca de mí, de pie justo detrás de mí. Las dos se mostraron de acuerdo en que era mi padre asesinado.
Oh, por favor. Mi padre. Venga, dejémonos de tonterías un momento.
Cualquiera podía conocer los detalles de la muerte de mi padre. El círculo extraño e irónico. Cuando él tenía cuatro años, su padre disparó a su madre y luego lo persiguió a él por toda la casa intentando pegarle un tiro. El primer recuerdo que tenía mi padre en la vida era estar escondido debajo de una cama, oír que su padre lo llamaba y ver pasar sus pesadas botas, con el cañón humeante del rifle colgando cerca del suelo. Mientras él estaba escondido, su padre acabó por pegarse un tiro. Luego mi padre se pasó la vida entera huyendo de aquella escena. Mis hermanos y hermanas también dicen que se pasó la vida casándose con una mujer tras otra en un intento de encontrar a su madre. Siempre divorciándose y volviéndose a casar. Llevaba veinte años divorciado de mi madre cuando vio un anuncio en la sección de contactos del periódico. Empezó a salir con la autora del anuncio sin saber que tenía un ex marido violento. Cuando volvían a casa de su tercera cita, el ex marido los sorprendió y los mató a tiros a los dos en casa de ella. Aquello sucedió en abril de 1999.
La verdad es que estos detalles se han publicado en todas partes. El caso fue ajuicio y el asesino ha sido sentenciado a la pena de muerte. Bonnie y Molly no necesitaban ningún don especial para saber todo aquello.
Y, sin embargo, insistieron. Dijeron que mi padre estaba muy arrepentido de algo que me había hecho cuando yo tenía cuatro años. Que sabía que había sido cruel pero que era la única forma que tenía de enseñarme una lección. Que por entonces era muy joven y no se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos. Bonnie y Molly se cogieron de la mano y dijeron que me estaban viendo a mí de niño, arrodillado junto a un tajo para cortar leña. Mi padre estaba a mi lado y tenía algo de madera en la mano.
– Es un palo -dijeron entonces-. No, no. Es un hacha…
El resto de mis amigos estaban callados. El llanto de Ina había sofocado sus risitas.
Bonnie y Molly dijeron:
– Tienes cuatro años y estás tomando una decisión muy importante. Es algo que cambiará el resto de tu vida…
Describieron a mi padre afilando su hacha y dijeron:
– Estás a punto de ser… -Hicieron una pausa y dijeron-: ¿Desmembrado?
Ina seguía sollozando a nuestro lado. La muy tonta. Me serví otro vaso de vino y me lo bebí. Me serví otro. Les pedí a Bonnie y a Molly, nuestras guías en el mundo de los fantasmas, que por favor me dijeran más. Sonreí y dije:
– En serio, esto es fascinante.
Luego me dijeron:
– Ahora tu padre es muy feliz. Es más feliz de lo que fue nunca en vida.
Oh, ¿acaso no es eso lo que dicen siempre? Unas migajas de consuelo para la familia del difunto. Bonnie y Molly son la misma clase de gente que se han aprovechado durante toda la historia de la gente que tiene muertos en la familia. En el mejor de los casos son unos chiflados que sufren delirios. En el peor, unos monstruos manipuladores.
Lo que no les dije era que cuando yo tenía cuatro años me puse una arandela de metal en el dedo como si fuera un anillo. Me venía demasiado pequeña para sacármela y esperé a tener el dedo totalmente hinchado y morado antes de pedirle ayuda a mi padre. Siempre nos habían dicho que no nos pusiéramos gomas elásticas ni nada apretado en los dedos o se nos gangrenarían, y las partes gangrenadas se pudrirían y se caerían. Mi padre me dijo que iba a tener que cortarme el dedo y se pasó la tarde lavándome la mano y afilando el hacha. Y durante todo aquel tiempo también me estuvo sermoneando sobre el hecho de asumir las responsabilidades de mis actos. Me dijo que si me iba a poner a hacer estupideces tenía que estar dispuesto a pagar el precio.
Me pasé toda la tarde escuchando. No hubo dramatismo ni lágrimas de pánico. En mi mente de niño de cuatro años mi padre me estaba haciendo un favor. Cortarme el dedo hinchado y morado iba a doler, pero sería mejor que dejarlo que se pudriera durante semanas.
Me arrodillé junto al tajo, donde había visto a tantos pollos correr un destino parecido, y extendí la mano. Estaba enormemente agradecido a mi padre por su ayuda y decidí no culpar nunca más a los demás por mis estupideces.
Mi padre levantó el hacha y, claro está, no me acertó en el dedo. Entramos en casa, y usó agua con jabón para quitarme la arandela.
Es una historia que yo ya casi había olvidado. Casi la había olvidado porque no se la había contado nunca a nadie y nunca la había rememorado en voz alta para comprobar la reacción de nadie. Porque sabía que nadie más iba a entender aquella lección. No verían nada más que las acciones de mi padre y lo considerarían una crueldad. Que Dios me libre de contárselo a mi madre: tendría un estallido de cólera moral. Igual que le pasaba a mi padre con el tiroteo de su infancia, aquel día del hacha es mi primer recuerdo, y durante treinta y seis años ha sido mi secreto. Y el de mi padre. Y ahora aquellas estúpidas, Bonnie y Molly, me lo estaban contando a mí y a mis amigos borrachos.
Ni en coña iba a darles yo la satisfacción de admitirlo. Mientras Ina sollozaba, yo seguí bebiendo vino. Sonreí, me encogí de hombros y dije que era una cháchara muy interesante pero que no dejaba de ser una tontería. Al cabo de unos minutos una de las mujeres cayó enferma al suelo y pidió que la ayudaran a regresar al coche. La fiesta terminó e Ina y yo nos quedamos atrás para terminarnos el vino y pillar una curda.
La verdad es que aquella tontería de fiesta fue muy decepcionante. Y también lo fue ver a amigos míos tomarse aquellas memeces tan en serio. «La señora» no apareció nunca, pero Patrick no ha dejado de llamarme para quejarse de sus estúpidos problemas con los fantasmas. Brenda sigue estremeciéndose y quedándose blanca antes de anunciar sus premoniciones bobaliconas. Y por lo que respecta a Bonnie y Molly, tuvieron mucha suerte. Fue alguna clase de truco. Ahora todo el mundo que me rodea va a caer en ese engaño.
No puedo explicar el pequeño truco mágico de Bonnie y Molly, pero hay muchas cosas en el mundo que no puedo explicar.
La noche en que mataron a mi padre, a cientos de kilómetros, mi madre tuvo un sueño. Dijo que mi padre había llamado a su puerta suplicándole que le dejara entrar. En el sueño, a mi padre le habían herido en el costado -más tarde, el juez de instrucción lo confirmaría- y estaba intentando escapar de un hombre que tenía un arma. En lugar de esconderlo, mi madre le dijo que no había traído más que vergüenza y dolor a sus hijos y le cerró la puerta en las narices.
Aquella misma noche una de mis hermanas soñó que estaba caminando por el desierto donde crecimos. Estaba caminando junto a mi padre y diciéndole que sentía que se hubieran distanciado y que llevaran tiempo sin hablarse. En su sueño él la hizo detenerse y le dijo que el pasado ya no importaba. Nuestro padre le dijo que era muy feliz y que ella también tenía que serlo.
La noche que murió mi padre, yo no tuve ningún sueño. Nadie se me apareció en sueños para despedirse.
Una semana más tarde la policía me llamó para decirme que tenían un cadáver y que si podía ir a identificarlo.
Oh… me encantaría creer en un mundo invisible. Eso destruiría todo el sufrimiento y la presión del mundo físico. Pero también negaría el valor del dinero que tengo en el banco, de mi casa que no está nada mal y de todo mi esfuerzo. Todos nuestros problemas y todo lo bueno que nos pasa podrían desdeñarse simplemente porque no son más reales que las escenas de un libro o una película. Un mundo eterno e invisible convertiría el nuestro en una ilusión.
En serio, el mundo espiritual es como la pedofilia o la necrofilia. No tengo experiencias con él, así que soy completamente incapaz de tomármelo en serio. Siempre me parecerá una broma.
Los fantasmas no existen.
Pero si existen, mi padre tendría que venir a decírmelo en persona, coño.