En mi primer día como acompañante, a mi primera «cita» le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.
No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba a alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o médico.
En ese caso se hacía uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro médico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y morir de lo que fuera.
Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase 8 de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.
Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían el mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los machacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir. En la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el Árbol de la Generosidad y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.
Mi adorno decía: «Saca a pasear a un enfermo desahuciado».
Esa era la expresión exacta: «Saca a pasear». Y había un número de teléfono.
Llevé al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el título de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales.
Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.
Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.
Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.
Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba qué señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la máquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tú le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.
La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, púrpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llegó otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros y mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.
Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplicó que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.
Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre. Pero, de hecho, no es más que una palabra triste.
Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.
Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, púrpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.
Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos.
No me preguntéis por qué, les digo. No quiero ni oír hablar del tema. Todo aquello pasó hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.
Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimeras de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.
Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí.
Cualquiera podría haber vivido allí.
La infección de mi cabeza está empezando a curarse por fin cuando recibo hoy el paquete en el correo.
Se trata del guión basado en mi primera novela, El club de la lucha.
Lo envía la Twentieth Century Fox. El agente de Nueva York ya me dijo que llegaría. Así que estaba avisado. Incluso fui una pequeña parte del proceso. Fui a Los Ángeles y asistí a dos días de conferencias sobre el argumento donde le estuvimos dando vueltas a la trama. La gente de la Twentieth Century Fox me reservó una habitación en el Century Plaza. Cruzamos los platos al aire libre del estudio. Me señalaron a Arnold Schwarzenegger. Mi habitación en el hotel tenía una bañera de hidromasaje gigante y yo me senté en el centro de la misma y esperé casi una hora a que se llenara lo bastante para poder encender el hidromasaje. Tenía en la mano mi botellín de ginebra del minibar.
La infección de mi cabeza la cogí el día antes de ir a Hollywood. Me pagaban el vuelo a Los Ángeles, así que fui corriendo al Gap e intenté comprar un polo de color calabaza. La idea era tener un aspecto del sur de California.
La infección me vino de no leer las instrucciones de un tubo de crema depilatoria para hombres. Es como las cremas Nair o Neet pero extrafuerte, la que usan los hombres negros para afeitarse la cabeza.
En el mismo tubo de la crema depilatoria para hombres marca Magic lo dice en mayúsculas: «no debe usarse con cuchilla de afeitar». Incluso está subrayado. La infección no fue culpa de los diseñadores del envase de Magic. Pero volvamos a mí, sentado en mi bañera de hidromasaje del Century Plaza. No para de entrar agua, pero la bañera es tan grande que incluso después de media hora sigo allí sentado con la ginebra, la cabeza afeitada y el culo sentado en un charquito de agua templada. Las paredes de la bañera son de mármol y están prácticamente congeladas por el aire acondicionado. Los jaboncitos de almendra ya están guardados en mi maleta.
El cheque de la compra de opción de adaptación cinematográfica ya está en mi cuenta bancaria.
El baño está cubierto de espejos enormes y luces indirectas, así que me puedo ver desde todos los ángulos, desnudo y chapoteando en tres centímetros de agua mientras mi copa se calienta. Esto es todo lo que yo quería que se convirtiera en realidad. Durante todo el tiempo en que uno escribe, un pequeño pólipo no exactamente zen de tu cerebro quiere que le paguen un billete de primera clase a Los Ángeles. Quieres posar para las fotos de las solapas. Quieres que haya un séquito de periodistas esperando en la puerta de llegadas de la terminal del aeropuerto, y quieres tener un chófer, no un taxista, sino un chófer que te lleve de una entrevista deslumbrante a una firma de libros refulgente.
Ese es el sueño. Admitidlo. Y es probable que seáis todavía más superficiales. Es probable que queráis intercambiar trucos de pintura de uñas de los pies con Demi Moore en la sala de espera justo antes de salir al plato como invitado del show de David Letterman.
Sí, bueno, pues bienvenidos al mercado de la ficción literaria.
Vuestro libro tiene unos cien días en la estantería de la librería antes de ser considerado un fracaso oficial.
Después de eso, las tiendas empiezan a devolver los libros a tu editor y los precios empiezan a bajar. Los libros no se mueven. Van a la trituradora.
A ese trocito de vuestro corazón, a esa primera novelita que escribisteis, le bajan un setenta por ciento el precio y aun así nadie lo quiere.
Luego uno se encuentra en el Gap probándose polos de punto de color pastel y frunciendo los ojos mientras se mira en el espejo en un intento de que le queden casi bien. Casi California. Hay que apoyar la adaptación cinematográfica, y ahora uno tiene la esperanza de que la adaptación salve su libro. Solo porque una gran editorial haya publicado mi primera novela no quiere decir que me haya vuelto atractivo. Me vienen a la cabeza las palabras «perezoso» y «estúpido». Cuando se trata de ser atractivo y divertido en situaciones sociales simplemente no puedo competir. Bajar del avión en Los Ángeles con el pelo lleno de laca y un polo de color salmón no va a ser de gran ayuda.
Hacer que el publicista de la gran editorial llame a todo el mundo para decirles que soy atractivo y divertido solamente iba a dar falsas esperanzas a la gente.
La única cosa peor que aparecer feo en el aeropuerto de Los Ángeles es aparecer feo pero dando señales de que has intentado con todas tus fuerzas estar guapo. De que lo has intentado como has podido pero esto es lo mejor que has conseguido. Te has cortado el pelo y te has bronceado, te has pasado hilo dental y te has arrancado los pelos de la nariz, pero sigues estando feo. Llevas un polo de punto informal del Gap cien por cien algodón. Has hecho gárgaras. Has usado colirio y desodorante, pero sigues bajando del avión con unos cuantos cromosomas de menos.
Y yo no quería que eso me pasara.
La idea era asegurarme de que nadie pensara que estaba intentando siquiera estar guapo. La idea era llevar la ropa que llevaba todos los días. Y para eliminar cualquier riesgo de peinado fallido, me afeitaría la cabeza.
No era la primera vez que me afeitaba la cabeza. La mayor parte del tiempo que pasé escribiendo El club de la lucha tuve ese look con la cabeza afeitada y de color azulado. Luego… qué puedo decir, me volvió a crecer el pelo. Pasaba frío. Para cuando llegó el momento de hacerme la foto de la solapa del libro ya me había crecido otra vez el pelo, aunque tampoco ayudó mucho.
Mientras me hacía la foto para la solapa, la fotógrafa dejó claro que iba a salir feo y que no era culpa de ella.
Así que dejé todos los nuevos colores de polos, incluidos el calabaza, el terracota, el azafrán y el celadón en el Gap, me fui y no leí las instrucciones del tubo de crema depilatoria para hombres. Me unté la cabeza con el producto y empecé a afeitarme el cuero cabelludo con la cuchilla. La única cosa peor que se puede hacer es mezclar agua con la crema depilatoria. Así que me enjuagué la cabeza con agua muy caliente.
Imaginad cómo debe de ser coserse uno la cabeza a cuchilladas y después echarse lejía en los cortes.
Al día siguiente me iba a Hollywood. Aquella noche no pude conseguir que me dejara de sangrar la cabeza. Tenía todo el cuero cabelludo hinchado y lleno de trocitos de papel higiénico. Era como una especie de look de cartón piedra con mis sesos debajo. Me sentí mejor cuando empezaron a cicatrizar los cortes, pero las partes rojas seguían hinchadas. Y las raíces del pelo empezaron a crecer de nuevo y a empujar las costras desde debajo. Los pelos enquistados me hacían bolitas de pus que yo tenía que ir vaciando.
Era: El Hombre Elefante va a Hollywood.
La gente de la compañía aérea me hizo subir al avión a toda prisa, como si fuera un órgano de un donante. Cuando eché el asiento hacia atrás, las costras se me pegaron a la pequeña funda de papel que cubría la parte superior del respaldo. Después del aterrizaje, la auxiliar de vuelo me la tuvo que despegar. Probablemente aquello tampoco fue el punto álgido de su jornada.
Es por eso por lo que escribo.
La infección de mi cabeza empeoró. Todo el mundo a quien yo iba conociendo parecían héroes de leyenda, como si todos fueran hijos de JFK. Todas las mujeres eran como Uma Thurman. En todos los restaurantes a los que íbamos, los ejecutivos de Warner Brothers y de Tri-Star venían a hablarme de sus últimos proyectos.
Es por eso por lo que escribo, ya lo creo.
Nadie cometió el error de mirarme a los ojos. Todos hablaban del próximo bombazo de la industria.
El productor de la película de El club de la lucha me llevó en coche por todos los platos abiertos de la Fox. Vimos el sitio donde filmaban Policías de Nueva York. Les dije que yo no veía la televisión. No era la mejor noticia que podía darles.
Fuimos a Malibú Colony. Fuimos a Venice Beach. El único sitio al que yo quería ir era el museo Getty, pero hay que conseguir cita con un mes de antelación.
Así que es por eso por lo que escribo. Porque la mayoría de las veces la vida no es divertida hasta que uno la revive. La mayoría de las veces no se puede ni aguantar.
La cabeza no me paraba de sangrar. A quien estuviera más abajo en la jerarquía le tocaba llevarme en coche. Me enseñaron todas aquellas huellas de manos y de pies en el cemento e hicieron un aparte para discutir los ingresos brutos de Twister y de Misión imposible mientras yo deambulaba igual que el resto de los turistas mirando el suelo en busca de Marilyn Monroe.
Me llevaron en coche por Brentwood, por Bel-Air, por Beverly Hills y por Pacific Palisades.
Me dejaron en el hotel, donde me quedaban dos horas antes de bajar a la cena. Allí estaba yo, allí estaba el minibar pidiendo a gritos ser saqueado y allí había también un baño más grande que el sitio donde yo vivía. El baño estaba cubierto de espejos, así que mi imagen estaba por todas partes, completamente desnudo y con las erupciones de mi cabeza finalmente supurando líquido blanco. Con el botellín de ginebra del hotel en la mano. La bañera gigante seguía llenándose y llenándose, y nunca había más de tres dedos de agua.
Uno se pasa años y años escribiendo. Se sienta a oscuras y dice: Algún día. Un contrato editorial. Una foto en la solapa. Una gira promocional. Una película de Hollywood. Y llega el día en que consigue todo eso y no sale como uno lo había planeado.
Luego te llega por correo la adaptación de tu libro y ves que pone: «El club de la lucha, de Jim Uhls». Es el guionista. Y muy por debajo, entre paréntesis, pone: Basado en tu novela.
Es por eso por lo que escribo, porque la vida nunca funciona salvo si miras hacia atrás. Y escribir le hace a uno mirar hacia atrás. Porque como es imposible controlar la vida, por lo menos puedes controlar tu versión de la misma. Porque incluso sentado en mi charco de agua templada en Los Ángeles, ya estaba pensando en qué les contaría a mis amigos cuando me preguntaran por aquel viaje. Les hablaría de mi infección y de Malibú y de la bañera sin fondo, y ellos me dirían:
Eso tienes que escribirlo.
Fue Ina la primera que me habló de los labios de Brad y de lo que hace con ellos. Conocimos a Brad el verano pasado, cerca de Los Ángeles, en San Pedro, en una extensión de seis acres de cemento pelado y guerra de bandas, con el territorio de los Crip y los Blood marcado por todas partes a nuestro alrededor. Era el decorado de una película basada en un libro que yo había escrito y que apenas recordaba. Justo antes de esto, a un hombre del vecindario lo habían atado al banco de una parada de autobús allí mismo. Los trabajadores del equipo de rodaje lo habían encontrado atado y muerto a tiros. El equipo estaba construyendo una mansión victoriana en ruinas valorada en un millón de dólares.
Toda esta introducción, toda esta construcción del escenario es para no parecer yo demasiado estúpido.
Esto solamente parece que trata de Brad Pitt.
Era la una o las dos de la mañana cuando Ina y yo llegamos allí. En el campamento base de la productora, los extras dormían convertidos en bultos oscuros, encogidos dentro de sus coches. Esperando a que los llamaran. Cuando aparcamos, un guardia de seguridad me explicó que teníamos que recorrer a pie y sin protección las dos manzanas que nos separaban del escenario del rodaje.
Del cercano vecindario a oscuras llegó el ruido de un disparo, luego otro.
Son tiroteos desde los coches, nos dijo el guardia. Para llegar al decorado, dijo, teníamos que mantener la cabeza gacha y correr. Vosotros corred, nos dijo. Venga.
Así que corrimos.
De acuerdo con Ina, lo que hace Brad es relamerse los labios. Muy a menudo. De acuerdo con Ina, es poco probable que sea algo accidental. De acuerdo con Ina, Brad tiene unos labios magníficos.
En algún momento después de aquello, mi hermana me envió una cinta de vídeo en la que Oprah Winfrey estaba entrevistando a Brad, y la verdad es que Ina tenía razón.
El primer día que conocimos a Brad, vino corriendo con la camisa abierta, bronceado y sonriente, y me dijo:
– ¡Gracias por el mejor puto papel de toda mi puta carrera!
Eso es todo lo que recuerdo.
Eso y que quise tener labios.
Todo el mundo tiene unos labios enormes. Las modelos de pasarela, las estrellas de cine. En la parte de Oregón donde yo vivo, en una casa en el bosque, uno puede vivir prácticamente aislado del mundo, pero un día recibimos un catálogo de venta por correo y en el interior estaba el Potenciador Labial.
Para aquella película, a Brad le tuvieron que quitar las fundas de sus incisivos y pegarle unas fundas nuevas en forma de dientes partidos. Se afeitó la cabeza. Entre tomas, los encargados del vestuario le embadurnaban la ropa de polvo del suelo. Y seguía siendo tan guapo que Ina era incapaz de decir dos palabras seguidas. Las chicas del barrio se apelotonaban a centenares en las vallas de contención que había a dos manzanas de nosotros y coreaban su nombre.
Yo tenía que conseguir unos labios como aquellos.
De acuerdo con la gente de Facial Sculpting Inc., se pueden conseguir inyecciones de colágeno para los labios, pero no duran nada. Unos labios completos de colágeno te cuestan unos 6.880 dólares anuales. Además, el colágeno tiende a desplazarse por dentro y terminas con los labios llenos de bultos. Por si fuera poco, el proceso de inyección provoca hematomas oscuros y una hinchazón que puede durar hasta una semana, y hacen falta inyecciones nuevas de colágeno todos los meses.
En honor a la verdad, llamé a cinco consultas locales de cirugía cosmética de Oregón, todas las cuales ofrecían tratamientos labiales, y en todas se negaron en redondo a hablar del Potenciador Labial. Ni siquiera cuando acepté pagar cien dólares por una consulta. Ni siquiera cuando me puse de rodillas y supliqué.
Sí, doctora Linda Mueller, a usted me refiero.
El Potenciador Labial me costó veinticinco dólares más un par de pavos en concepto de gastos de envío, además del tono insidioso del hombre que me cogió el pedido. No es un producto pensado para hombres. Se supone que los hombres estamos por encima de esas cosas. Con todo, el Potenciador Labial es similar a un enorme número de sistemas de agrandamiento del pene disponibles en el mercado.
Se trata de sistemas que uno puede comprar y usar, sobre los que uno puede escribir ensayos graciosos y por tanto que le permiten a uno desgravar impuestos. No hace falta decir que varios de esos sistemas están de camino a mi casa por correo.
La palabra clave es succión. Igual que los sistemas de agrandamiento del pene, el Potenciador Labial usa una suave succión para distenderlos labios. Básicamente se trata de un tubo extensible de dos piezas cerrado por un lado. Te colocas el lado abierto del tubo sobre los labios y tiras del lado cerrado en dirección contraria, extendiendo el tubo. Eso crea una succión que absorbe tus labios al interior del tubo y te permite tener unos labios gruesos y carnosos en apenas dos minutos.
En las instrucciones, la joven encantadora tiene los labios tan absorbidos en el interior del tubo que parece un pez gurami dando un beso.
A algunas personas esto les provoca un chupetón enorme alrededor de la boca. Como cuando uno es niño y se pone la abertura de un vaso de plástico alrededor de la boca y de la barbilla y luego absorbe todo el aire hasta tener un moretón enorme y oscuro que se parece a la sombra de barba de Pedro Picapiedra o Homer Simpson.
No se puede usar el Potenciador Labial si se es diabético o se tiene alguna enfermedad de la sangre.
De acuerdo con el catálogo, tus nuevos labios gruesos y carnosos duran unas seis horas.
Así es como debió de sentirse Cenicienta.
Existen sistemas de succión similares para conseguir unos pezones más grandes y joviales.
Uno puede imaginar que en un futuro no muy lejano todas las grandes ocasiones empezarán horas antes, cuando te empiecen a chupar distintos aparatos y cada uno de ellos aumente el tamaño de una parte de ti durante unas horas. Y toda la noche será una carrera de velocidad para desnudarse y conseguir algo de amor antes de que tus partes regresen a su tamaño original.
Sí, hasta existe un sistema para aumentar de tamaño los testículos.
Fui el visitante 921 a la página web del Potenciador Labial.
Fui el visitante 500.000 a cualquiera de las páginas web de agrandamiento del pene.
La primera semana de uso del Potenciador Labial hay que aplicar el tratamiento dos veces al día. Eso implica sesiones breves y suaves de succión de los labios. Suena más excitante de lo que es.
Ahora bien, yo he besado labios finos y he besado labios gruesos. Y tengo lo que se puede llamar unos labios combinados, el de abajo grueso y el de arriba casi inexistente. En algunas culturas se marcan la cara con cuchillos. En otras se aplanan la cabeza de los bebés con unas tablas especiales en las cunas. En otras se alargan el cuello con aros de metal. Todas esas imágenes del National Geographic me pasaron por la cabeza mientras permanecía sentado en mi coche, con la cabeza echada hacia atrás en el ángulo recomendado de cuarenta y cinco grados, con el Potenciador Labial colocado bien prieto alrededor de mi boca y los labios absorbidos en el interior del tubo. La belleza es un constructo cultural. Una convención sobre la que se establece un acuerdo. Nadie miraba a George Washington, con sus dientes de madera y su peluca empolvada, y le llamaba víctima de la moda.
Al cabo de dos minutos -el tiempo máximo recomendado para el tratamiento- seguía sin parecerme a Brad. Cuando intenté hablar, casi todas las consonantes me salían como bes, con el mismo tono vagamente racista con que hablaba el personaje de labios enormes en los viejos dibujos animados de Fat Albert los sábados por la mañana.
– ¿Qué bal, Fab Alberb? -le dije al retrovisor-, ¿Qué be barecen bis babios?
Mis labios estaban doloridos e hinchados, como si me hubiera comido barriles enteros de palomitas saladas.
Comprendí por qué ninguna de las encantadoras modelos de los folletos del Potenciador Labial sonreía nunca.
Salí a toda prisa del coche, todavía dentro del intervalo de tiempo antes de que mis labios disminuyeran de tamaño hasta quedar en nada. De vuelta al yo normal y corriente. Fui a un seminario de escritura y mi amigo Tom me preguntó:
– ¿Tú no tenías bigote?
Probé a relamerme los labios al estilo Brad en el programa de Oprah.
Mi amiga Erin se me acercó, con los ojos fruncidos, y me preguntó:
– ¿Has ido hoy al dentista?
Me acordé de Brad en la silla del dentista, soportando el dolor de que le cambiaran las fundas para poder tener un aspecto menos glamouroso con los dientes mellados. Un día debía tener los dientes en buen estado y al día siguiente, partidos. Cada cambio requería más tiempo en el dentista. Más dolor.
Tiene gracia, pero uno se ve a sí mismo de una manera determinada y cualquier cambio es difícil de entender. Es difícil decir si estaba más guapo o más feo. A mí me daba repelús, como en aquellos anuncios de los tebeos antiguos a los que uno podía escribir para pedir unos labios de negro o una nariz de judío. Como una caricatura de algo. En este caso, una caricatura de la belleza.
De acuerdo con los documentos incluidos en el paquete, el Potenciador Labial se puede lavar con agua y jabón. De acuerdo con la página web, es perfecto para regalarlo. Así que ahora está lavado y envuelto, y el cumpleaños de Ina es el 16 de octubre.
En alguna parte del sistema postal, en la parte de atrás de varios camiones o en la bodega de varios aviones, hay más sistemas de succión que se dirigen a mi casa. Decenas de millares se dirigen a las casas de otra gente. Esa gente y yo creemos en ellos. En algo que nos salve. Que nos libre. Que nos haga felices. Y, claro, uno puede argumentar que esa clase de truco de efectos especiales es válido en el caso de un actor. Porque un actor está interpretando un papel. Bueno, digo yo, ¿y quién no?
Así que en realidad esto no trata de Brad.
Trata de todo el mundo.
Este verano un joven me llevó aparte en una librería y me dijo que le había encantado lo que yo había escrito en El club de la lucha sobre los camareros que hacen guarradas con la comida. Me pidió que le firmara un ejemplar y me dijo que él trabajaba en un restaurante de cinco estrellas donde hacen guarradas todo el tiempo con la comida de los famosos.
– Margaret Thatcher -dijo- se ha comido mi esperma. -Levantó la mano con los dedos extendidos y dijo-: Por lo menos cinco veces.
Mientras escribía aquel libro conocí a un proyeccionista de cine que coleccionaba fotogramas sueltos de películas porno y los pasaba a diapositivas. Cuando yo le conté a la gente mi idea de insertar aquellos fotogramas en películas aptas para todos los públicos, un amigo me dijo:
– No lo pongas. La gente lo leerá y empezará a hacerlo.
Más tarde, mientras se estaba rodando la película de El club de la lucha, algunos peces gordos de Hollywood me dijeron que el libro les había impresionado porque ellos mismos habían metido porno dentro de películas normales cuando eran proyeccionistas jóvenes y airados. Otras personas me explicaban que se sonaban los mocos sobre las hamburguesas cuando tenían trabajos de cocineros en restaurantes de comida rápida. Me contaban que cambiaban de caja los frascos de tinte para el pelo en la tienda, de rubio a negro, de rojo a castaño, y que luego volvían para ver cómo los clientes furiosos y con el pelo hecho una pena le gritaban al encargado de la tienda.
Era la década de las «novelas transgresoras», que empezó con American Psycho y continuó con Trainspotting y El club de la lucha. Novelas sobre chavales aburridos que probaban cualquier cosa para sentirse vivos. Todo lo que me contaba la gente, yo lo metía en un libro y lo vendía.
En cada gira promocional, la gente me contaba que cada vez que se sentaban en la fila del avión donde estaba la salida de emergencia, el vuelo entero era una pugna por no abrir la portezuela. El aire saliendo a presión del aparato, las mascarillas de oxígeno cayendo, el caos de gritos y el aterrizaje de emergencia: «¡Mayday, mayday!». Claro como el agua: aquella puerta pedía a gritos que la abrieran.
El filósofo danés Søren Kierkegaard define el terror como el conocimiento de lo que tienes que hacer para demostrar que eres libre, aunque hacerlo te destruya. Su ejemplo es Adán en el Jardín del Edén, feliz y contento hasta que Dios le enseña el Árbol del Conocimiento y le dice: «No comas esto». Ahora Adán ya no es libre. Solamente hay una ley que tenga que violar, que deba violar, para demostrar que es libre, aunque hacerlo le destruya. Kierkegaard dice que, en el momento en que nos prohíben algo, lo tenemos que hacer. Es inevitable.
Si no hago todo lo que veo, me meo.
De acuerdo con Kierkegaard, la persona que permite que la ley controle su vida, que dice que lo posible no es posible porque es ilegal, está llevando una vida carente de autenticidad.
En Portland (Oregón), alguien está llenando pelotas de tenis con cabezas de cerillas y cerrándolas otra vez con cinta adhesiva. Luego deja las pelotas en la calle para que la gente las encuentre, y cuando alguien les da una patada o las tira explotan. Hasta el momento un hombre ha perdido un pie y un perro la cabeza.
Ahora los escritores de graffiti se dedican a usar cremas áridas que grabar el cristal para escribir en escaparates de tiendas y ventanillas de coche. En el instituto que graban el Tigard, en un barrio residencial, un adolescente no identificado coge su mierda y frota con ella las paredes del lavabo de hombres. La escuela solamente lo conoce como el «Mierdabomber». Se supone que nadie puede hablar de él porque la escuela tiene miedo de que aparezcan imitadores.
Como diría Kierkegaard, cada vez que vemos que algo es posible hacemos que pase. Lo hacemos inevitable. Hasta que Stephen King escribió sobre pringados que mataban a sus compañeros de instituto, nadie había oído hablar de tiroteos en las escuelas. ¿Pero acaso Carrie y Rabia lo hicieron inevitable?
Millones de nosotros pagamos para ver cómo destruían el Empire State en Independence Day. Ahora el Departamento de Defensa ha enrolado a los mejores creativos de Hollywood para prever posibles situaciones de terrorismo, entre ellos el director David Fincher, que derribó todas las torres de la Century City en El club de la lucha. Queremos conocer todas las formas en que podemos ser atacados. Para poder estar preparados.
Por culpa de Ted Kaczynski, Unabomber, ya no se puede enviar un paquete sin acudir a un empleado de correos. Por culpa de que la gente tira bolos sobre las autopistas, ahora los puentes peatonales están rodeados de verjas.
Menuda forma de responder, como si pudiéramos protegernos contra todo.
Este verano Dale Shackleford, el hombre convicto por matar a mi padre, dijo que el estado podía aplicarle la pena de muerte, pero que él y sus amigos supremacistas blancos habían construido y enterrado varias bombas de ántrax alrededor de Spokane (Washington). Si el estado lo mataba, algún día una excavadora rompería una bomba enterrada y morirían decenas de millares de personas. Los miembros del equipo de fiscales empezaron a llamar a aquella clase de declaraciones «mentiras shackle-freudianas».
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para no vivir tu vida. Uno puede negar su posibilidad de triunfar y echar la culpa a otro. Uno puede luchar contra cualquier cosa: Margaret Thatcher, los propietarios de viviendas, el deseo de abrir la portezuela en mitad de un vuelo… Cualquier cosa que uno finja que lo está oprimiendo. Uno puede vivir la vida carente de autenticidad de la que hablaba Kierkegaard. O uno puede llevar a cabo lo que Kierkegaard llamaba su Salto de Fe, mediante el cual uno deja de vivir como reacción a las circunstancias y empieza a vivir como una fuerza encaminada a lo que uno dice que debería ser.
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para seguir adelante.
Lo que se está terminando es la novela transgresora catártica.
Películas como Thelma y Louise, libros como The Monkey Wrench Gang, cada vez es menos probable que su público se ría y los entienda. Por el momento, conseguimos fingir que no somos nuestro peor enemigo.
En aquel bar no se podía poner una botella de cerveza sobre la mesa sin que varias cucarachas treparan por la etiqueta y se ahogaran en ella.
Cada vez que dejaba la cerveza, en el siguiente trago había una cucaracha muerta. Había strippers filipinas que, entre número y número, venían a jugar a billar en tanga. Por cinco dólares ponían una silla de plástico en las sombras entre montones de cajas de cerveza y te hacían un lap dance.
Íbamos allí porque estaba cerca del hospital Good Samaritan.
Visitábamos a Alan hasta que los calmantes lo dejaban dormido y entonces Geoff y yo nos íbamos a beber cerveza. Geoff se dedicaba a aplastar con su botella de cerveza una cucaracha tras otra de las que correteaban por nuestra mesa.
Hablábamos con las strippers. Hablábamos con los tipos de las otras mesas. Éramos jóvenes, casi jóvenes, nos acercábamos a los treinta, y una noche una camarera nos preguntó:
– Si a vuestra edad ya estáis mirando a las bailarinas en un sitio como este, ¿qué haréis cuando seáis viejos?
En la mesa de al lado había un médico, un hombre mayor que nos explicó muchas cosas. Nos dijo que los focos que iluminaban el escenario eran rojos y negros porque aquello ocultaba los hematomas y las marcas de pinchazos de las bailarinas. Nos enseñó que en las uñas, en el pelo y en los ojos se les podían ver las huellas de sus enfermedades infantiles. Que se podía ver la calidad de su alimentación en sus dientes y su piel. Que oliéndoles el aliento y el sudor se podía saber de qué iban a morir.
En aquel bar, el suelo, las mesas, las sillas y todo estaba pegajoso. Alguien dijo que Madonna iba mucho allí cuando estaba en Portland rodando El cuerpo del delito, pero para entonces yo ya había dejado de ir. Para entonces Alan y su cáncer ya habían muerto.
Es una historia que ya he contado en otra parte, pero una vez prometí a una amiga que le presentaría a Brad Pitt si me dejaba ayudarla a diseccionar unos cadáveres en la facultad de medicina.
Ya había suspendido los cursos de medicina tres veces, pero su padre era médico, así que mi amiga continuaba yendo por allí. Tenía la edad que tengo yo ahora, era de mediana edad, la estudiante más vieja de su clase, y nos pasamos la noche entera diseccionando tres cadáveres para que los estudiantes de primer año pudieran examinarlos al día siguiente.
Dentro de cada cuerpo había un país entero del que yo siempre había oído hablar pero que nunca pensé que fuera a visitar. Allí estaban el bazo y el corazón y el hígado. Dentro de la cabeza estaban el hipotálamo y las placas y los nudos del Alzheimer. Con todo, lo que a mí más me asombró era lo que no había. Aquellos cuerpos amarillos, afeitados y correosos no se parecían en nada a aquella amiga mía que estaba allí cortando y serrando. Por primera vez vi que tal vez los seres humanos son más que sus cuerpos. Que tal vez exista el alma.
La noche en que ella conoció a Brad, veníamos del plato 15 de los estudios de la Fox. Era pasada la medianoche y estábamos caminando a oscuras entre los decorados de Nueva York usados en un millón de producciones desde que fueron construidos para Barbra Streisand en Hello, Dolly! A nuestro lado pasó un taxi con matrícula de Nueva York. Salía vapor de las tapas de alcantarilla falsas. De pronto las aceras estaban llenas de gente vestida con abrigos de invierno y cargada con bolsas de la compra de Gumps y Bloomingdales. Al cabo de un minuto alguien nos hizo un gesto para evitar que nos metiéramos -riendo y con pantalones cortos y camiseta- en un episodio de Navidad de Policías de Nueva York.
Cogimos otra dirección, al lado de un plato abierto donde unos actores bajo unos focos y vestidos con ropa de quirófano azul estaban inclinados sobre una mesa de operaciones y fingían salvarle la vida a alguien.
En otra ocasión estaba fregando el suelo de la cocina y me desgarré un músculo del costado. O esa fue la impresión que me dio al principio.
Me pasé tres días yendo al urinario sin poder mear, y para cuando me fui del trabajo y cogí el coche rumbo a la oficina del médico, el dolor me hacía caminar como un pato. Para entonces, el médico del bar de striptease era mi médico. Me palpó la espalda y me dijo:
– Tienes que ir al hospital o vas a perder este riñón.
Unos días más tarde lo llamé desde la bañera, donde estaba sentado en un charco de orina y sangre, bebiendo champán de California y atiborrándome de Vicodin. Y le dije por teléfono:
– Acabo de mear mi piedra.
Y en la otra mano yo tenía una bola de nueve milímetros de diminutos cristales oxálicos, todos ellos afilados como cuchillas.
Al día siguiente volé a Spokane y acepté un premio de la Asociación de Libreros del Pacífico Noroeste por El club de la lucha.
La semana siguiente, el día en que yo tenía cita, me llamaron para avisarme de que el médico había muerto. Un ataque al corazón en plena noche. Había muerto solo, en el suelo, al lado de su cama.
Mi bañera de fibra de vidrio sigue teniendo una circunferencia de color sangre alrededor.
Las luces rojas y negras. Los decorados. Los cadáveres embalsamados. Mi médico, mi amigo, muerto en el suelo de su dormitorio. Ahora quiero creer que no son más que historias. Quiero creer que nuestros cuerpos físicos no son más que maniquíes. Que la vida, la vida física, es una ilusión.
Y me lo creo, pero solo durante un instante de vez en cuando.
Tiene gracia, pero la última vez que vi a mi padre con vida fue en el funeral de mi cuñado. Mi cuñado era joven, casi joven, no había llegado a los cincuenta cuando tuvo el infarto. La iglesia nos presentó un menú y nos dijo que eligiéramos dos himnos, un salmo y tres oraciones. Era como pedir comida china.
Mi hermana vino de la sala de velatorios, de ver en privado el cuerpo de su marido, hizo una señal con la mano a mi madre y le dijo:
– Ha habido una equivocación.
Aquella cosa del ataúd, drenado y vestido y pintado, no se parecía en nada a Gerard. Mi hermana dijo:
– No es él.
La última vez que vi a mi padre me dio una corbata a rayas azules y me preguntó cómo se hacía el nudo. Yo le dije que se estuviera quieto. Con el cuello de la camisa vuelto hacia arriba, le pasé la corbata alrededor del cuello y empecé a atársela. Le dije:
– Levanta la cabeza.
Fue lo contrario del momento en que él me enseñó el truco del conejito corriendo por la cueva y me ató mi primer par de zapatos.
Aquella fue la primera vez en décadas que mi familia se juntaba para ir a misa.
Mientras escribo esto, mi madre me llama para decirme que mi abuelo ha tenido una serie de infartos. No puede tragar y se le están llenando los pulmones de líquido. Un amigo mío, tal vez mi mejor amigo, llama para decirme que tiene cáncer de pulmón. Mi abuelo está a cinco horas. Mi amigo está en la otra punta de la ciudad. Yo tengo trabajo que hacer.
La camarera nos decía:
– ¿Qué vais a hacer cuando seáis viejos?
Y yo le decía:
– Ya me preocuparé cuando llegue.
Si es que llego.
Este artículo lo estoy escribiendo bajo la presión del plazo de entrega.
Mi cuñado llamaba a esta conducta «estrategia de alto riesgo», la tendencia a dejar las cosas para el último momento, de imbuirlas de un mayor dramatismo y estrés y aparecer como el héroe que está luchando contra el reloj.
«El sitio donde nací -decía Georgia O’Keefe- y los sitios y las formas en que he vivido no son importantes.»
Y decía:
«Lo único que interesa es lo que he hecho y con quién he estado».
Lo siento si todo esto parece un poco apresurado y desesperado.
Lo es.
Asunto: veintisiete cajas de bombones de San Valentín, precio 298 dólares.
Asunto: cuatro pájaros robóticos parlantes, precio 112 dólares.
A medida que se acerca el 15 de abril mi gestora, Mary, no para de llamarme y de preguntarme:
– ¿Qué narices es todo esto?
Asunto: dos noches en el hotel Hilton de Carson (California), 21 de febrero de 2001.
Mary me pregunta por qué estaba yo en Carson. Porque el 21 es mi cumpleaños. ¿Qué tiene ese viaje que justifica que yo intente usarlo para desgravar?
Los bombones de San Valentín, los pájaros parlantes y las noches en el Hilton de Carson me hacen alegrarme enormemente de haber guardado los recibos. De otra forma no tendría ni idea. Un año más tarde ya no me acuerdo de a qué corresponden esas cantidades.
Es por eso por lo que, en el mismo momento en que vi a Guy Pearce en Memento, supe que por fin alguien estaba contando mi historia. Que estaba viendo una película sobre la forma de arte predominante de nuestra época:
Tomar notas.
Todos mis amigos con sus agendas electrónicas y sus teléfonos móviles no paran nunca de llamarse a sí mismos y de dejarse recordatorios de lo que va a pasar. Dejamos post-its para nosotros mismos. Vamos a la tienda del centro comercial, esa donde te graban cualquier cosa que te dé la gana en una cajita con baño de plata o en una pluma, y pedimos un recordatorio para cada acontecimiento especial que no conseguimos recordar porque la vida pasa demasiado deprisa. Compramos esos marcos de foto donde se puede grabar un mensaje en un chip de audio. ¡Lo grabamos todo en vídeo! Ah, y ahora hay esas cámaras digitales, así que podemos enviar nuestras fotos por e-mail a todas partes: el equivalente de este siglo al tedioso pase de diapositivas de las vacaciones. Organizamos y reorganizamos. Grabamos y archivamos.
No me sorprende que a la gente le guste Memento. Me sorprende que no ganara todos los premios de la Academia y luego destruyera todo el mercado de consumo de discos compactos grabables, libros en blanco, dictáfonos, agendas personales y todos los demás chismes que usamos para llevar a cabo un seguimiento de nuestras vidas.
Mi sistema de archivo es mi fetiche. Antes de irme de la Freightliner Corporation compré una pared entera de archivadores de acero negro de cuatro cajones a cinco pavos cada uno como restos de oficina. Ahora, cuando se acumulan los recibos, las cartas, los contratos y todo lo demás, cierro las persianas, pongo un cedé de sonidos de lluvia y me siento a archivar como un loco. Uso carpetas colgantes y etiquetas plásticas para archivador especiales de colores. Soy Guy Pearce sin el cuerpo estilizado y sin la cara bonita. Me dedico a organizar las fechas y la naturaleza de los gastos. Organizo ideas para relatos y datos desparejados.
Este verano, una mujer de Palouse (Washington), me contó que se puede plantar semilla de colza para conseguir comida o lubricante. Hay dos variedades distintas de semilla. Por desgracia, el tipo lubricante es venenoso. Por esa razón, cada condado del país tiene que decidir si permite a los granjeros plantar la variedad comestible o la lubricante de la semilla de colza. Si en algún condado se equivocaran con unas cuantas semillas podría morir gente. También me contó que la gente que costea el movimiento supuestamente popular para acabar con las presas hidroeléctricas son en realidad la industria norteamericana del carbón: no los militantes ecologistas cumbayás ni los practicantes del rafting por rápidos, sino los mineros del carbón que se oponen a la energía hidroeléctrica. Lo sabe, me dice, porque ella les diseña las páginas web.
Igual que pasa con los pájaros robóticos, se trata de datos interesantes, pero ¿qué puedo hacer con ellos?
Los puedo archivar. Algún día les encontraré un uso. Igual que mi padre y mi abuelo llevaban a casa leña y coches rotos, cualquier cosa gratis o barata que pudiera tener algún uso en el futuro, yo ahora apunto datos y cifras y me los guardo para algún proyecto futuro.
Imaginen la casa en Nueva York de Andy Warhol, abarrotada de montañas de objetos kitsch, botes de galletas y revistas viejas, y se harán una idea de cómo es mi mente. Los archivos son un anexo a mi cabeza.
Los libros son otro anexo. Los libros que escribo son mi sistema de retención de sobrecargas de las historias que ya no puedo conservar en mi memoria reciente. Los libros que leo sirven para reunir datos para más historias. Ahora mismo estoy mirando un ejemplar de Fedro, una conversación ficticia entre Sócrates y un joven ateniense llamado Fedro.
Sócrates está intentando convencer al joven de que el habla es mejor que la comunicación escrita o que cualquier comunicación grabada, como las películas. De acuerdo con Sócrates, el dios Toth del antiguo Egipto inventó los números, el cálculo, el juego, la geometría y la astronomía… y también inventó la escritura. Luego le presentó sus inventos al gran rey-dios Tamus y le preguntó cuál de ellos tenía que enseñar al pueblo egipcio.
Tamus dictaminó que la escritura era un pharmakon. Igual que la palabra «droga», el concepto podía usarse para cosas buenas y para cosas malas. Para cosas que curaban o para venenos.
De acuerdo con Tamus, escribir permitía a los humanos ampliar sus recuerdos y compartir información. Pero lo que es más importante, la escritura permitiría a los humanos apoyarse demasiado en aquellos medios externos de memoria. Nuestras memorias personales se marchitarían y empezarían a fallar. Nuestras anotaciones y registros reemplazarían a nuestras mentes.
Peor que eso, la información escrita no puede enseñar, de acuerdo con Tamus. No se puede cuestionar y tampoco se puede defender cuando la gente no la entiende bien o no la representa bien. La comunicación escrita le da a la gente lo que Tamus llamaba «el falso engreimiento del conocimiento», una certeza falsa de que comprenden algo.
Así que todas las cintas de vídeo de vuestra infancia, ¿acaso os dan una mejor comprensión de vosotros mismos? ¿O simplemente apuntalan los recuerdos defectuosos que tenéis? ¿Pueden sustituir vuestra capacidad para sentaros y hacerle preguntas a vuestra familia? ¿Para aprender de vuestros abuelos?
Si Tamus estuviera aquí, yo le diría que la memoria misma es un pharmakon.
La felicidad de Guy Pearce se basa por completo en su pasado. Tiene que terminar algo que apenas recuerda. Algo que tal vez esté recordando mal porque le resulta demasiado doloroso.
Guy y yo estamos unidos por la cadera.
Mis dos noches en Carson (California) las puedo recordar mirando el recibo de la tarjeta de crédito. Más o menos. Estuve posando para una sesión de fotos para la revista GQ. Su idea original era hacerme posar acostado sobre un montón de consoladores, pero llegamos a un acuerdo. Era la noche en que se daban los premios Grammy, así que todas las habitaciones de hotel decentes de Los Ángeles estaban ocupadas. Otro recibo muestra que me costó setenta pavos llegar en taxi al sitio donde se iban a hacer las fotos.
Ahora me acuerdo.
La estilista de moda me contó que su chihuahua se podía chupar el pene a sí mismo. Que a la gente le encantaba su perro, hasta que se plantaba en el centro de todas las fiestas y empezaba a hacerse mamadas allí mismo. Aquello había hecho que más de una vez se vaciaran las fiestas celebradas en su casa. La fotógrafa me contó historias de terror sobre fotografiar a Minnie Driver y a Jennifer López.
En una sesión de fotos parecida para el catálogo de Abercrombie & Fitch, el fotógrafo me cuenta que su chihuahua tiene un «trastorno de retracción eréctil». Siempre que al bicho se le pone dura, el tipo -el fotógrafo de Abercrombie- tiene que poner la mano y asegurarse de que el prepucio del perro no esté demasiado tirante.
Ah, ahora me vienen los recuerdos a mares.
Ahora, día y noche, el mensaje que aparece en primer plano de mi mente es: nunca tengas un chihuahua.
Después de la sesión de fotos para GQ -en la que me vistieron con ropa cara y me hicieron posar en un plato que imitaba el lavabo de un avión-, un productor cinematográfico me llevó a un hotel en primera línea de mar de Santa Mónica. Era un hotel grande y caro, con un bar elegante que daba a la puesta de sol sobre el océano. Faltaba una hora para que empezaran los Grammy y los famosos con sus caras bonitas, sus trajes y sus vestidos de noche se dedicaban a mezclarse entre ellos, cenar, tomar copas y llamar a sus limusinas. La puesta de sol, la gente, yo un poco borracho y todavía maquillado para la sesión de GQ, con una dirección artística muy profesional: era como si hubiera muerto y estuviera en el paraíso de Hollywood… hasta que algo cayó en mi plato.
Una horquilla.
Me toqué el pelo y palpé docenas de horquillas, todas sobresaliendo de mi masa de pelo embadurnada de laca. Allí enfrente de la aristocracia de la música, yo era como la Olivia de Popeye pero borracha, repleta de horquillas y dejando caer varias cada vez que movía la cabeza.
Tiene gracia, pero sin los recibos nunca habría recordado nada de todo esto.
A eso me refiero con lo de pharmakon. No os molestéis en anotar esto.
Otro camarero acaba de servirme otra comida gratis porque soy «el tipo ese».
Soy el tipo que escribió el libro ese. El libro de El club de la lucha. Porque hay una escena en el libro donde un camarero leal, un miembro de la secta del club de la lucha, le sirve comida gratis al narrador. Donde ahora, en la película, a Edward Norton y a Helena Bonham Carter les dan comida gratis.
Luego un jefe de redacción de una revista, otro jefe de redacción de revista, me llama furioso y despotricando porque quiere enviar a un escritor al club de la lucha secreto de su zona.
– No pasa nada, tío -dice desde Nueva York-, Puedes decirme dónde es. No lo vamos a estropear haciéndolo público.
Le digo que no existe ningún sitio. Que no hay ninguna sociedad secreta de clubes donde los tipos se den de hostias y se quejen de sus vidas vacías, sus carreras insignificantes y sus padres ausentes. Que los clubes de lucha son una fantasía. Que no se pueden frecuentar. Que me los inventé yo.
– Muy bien -me dice él-. Haz lo que quieras. Si no confías en nosotros, vete al infierno.
Me llega otro paquete de cartas a la dirección de mi editorial, escritas por jóvenes que me dicen que han ido a clubes de lucha de Nueva Jersey, Londres y Spokane. Que me hablan de sus padres. En el correo de hoy hay relojes de pulsera, pins y tazas de desayuno, premios de los centenares de concursos en los que mi padre nos inscribe a mí y a mis hermanos y hermanas todos los inviernos.
Hay partes de El club de la lucha que siempre han sido verdad. No es tanto una novela como una antología de las vidas de mis amigos. Es cierto que tengo insomnio y que me paso semanas deambulando sin dormir. Conozco a camareros frustrados que hacen guarradas con la comida. Que se afeitan la cabeza. Mi amiga Alice fabrica jabón. Mi amigo Mike mete fotogramas de pelis guarras en películas infantiles. Todos los tíos a los que conozco se sienten abandonados por sus padres.
Hasta mi padre se siente abandonado por su padre.
Pero ahora, cada vez más, lo poco que había que era ficción se está convirtiendo en realidad.
La noche antes de enviar el manuscrito a un agente en 1995, cuando no eran más que dos centenares de hojas de papel, una amiga me dijo en broma que quería conocer a Brad Pitt.
Yo le dije en broma que quería dejar mi trabajo como redactor técnico que se pasaba el día trabajando con camiones diesel.
Ahora aquellas páginas son una película protagonizada por Pitt, Norton y Bonham Carter y dirigida por David Fincher. Y yo no tengo trabajo.
La Twentieth Century Fox me deja llevar a algunos amigos al rodaje y todas las mañanas desayunamos en el mismo café de Santa Mónica. En cada uno de nuestros desayunos tenemos al mismo camarero, Charlie, con su aspecto de estrella de cine y su mata de pelo, hasta la última mañana que pasamos en la ciudad. Esa mañana Charlie sale de la cocina con la cabeza afeitada. Charlie está en la película.
A mis amigos que habían sido camareros anarquistas con la cabeza afeitada ahora les está sirviendo huevos un camarero de verdad que es actor y que está interpretando a un camarero anarquista falso con la cabeza afeitada…
Es la misma sensación que cuando te pones entre dos espejos en la barbería y puedes ver el reflejo del reflejo de tu reflejo y así hasta el infinito…
Ahora los camareros rechazan mi dinero. Los editores se me quejan. Los tíos me llevan aparte en las librerías y me suplican que les diga dónde se reúne el club local. Las mujeres me preguntan, muy serias y en voz baja:
– ¿Hay un club así para mujeres?
Un club de la lucha de madrugada donde uno pueda elegir a un desconocido del público y darle de guantazos hasta que uno de los dos caiga…
Dicen esas jóvenes:
– Sí, la verdad es que necesito ir a un sitio así de forma urgente.
Un amigo mío alemán, Carston, aprendió a hablar inglés usando solamente clichés pasados de moda y graciosos. Para él todas las fiestas eran «risueñas fantasías de canciones y baile».
Ahora el chapurreo de Carston es una imitación de los discursos que pronuncia un Brad Pitt de doce metros de altura delante de millones de personas. La cocina hecha polvo que tiene mi amigo Jeff en el gueto ha sido recreada en un plato de Hollywood. La noche que fui a salvar a mi amigo Kevin de una sobredosis de Xanax se ha convertido en Brad corriendo para salvar a Helena.
Mirando atrás, todo es más gracioso, más gracioso y más bonito, y mola más. Si uno se sitúa a la distancia suficiente, puede reírse de cualquier cosa.
El relato ya no es mi relato. Es de David Fincher. El decorado del apartamento yuppie de Edward Norton es una recreación de un apartamento que tuvo David en el pasado. Edward escribió y reescribió sus líneas de diálogo. Brad se melló los dientes y se afeitó la cabeza. Mi jefe cree que la historia habla de la lucha que libra él para tener contento al maniático de su jefe. Mi padre creía que la historia trataba de su padre ausente, mi abuelo, que mató a su mujer y se suicidó con una escopeta.
Mi padre tenía cuatro años en 1943 cuando se escondió debajo de una cama mientras sus padres se peleaban y sus doce hermanos y hermanas se escapaban al bosque. Luego su madre murió y su padre estuvo dando tumbos por la casa, llamándolo, con la escopeta en las manos.
Mi padre recuerda las botas que pasaron retumbando junto a la cama y el cañón de la escopeta colgando a poca distancia del suelo. Luego recuerda haber vaciado varios cubos de serrín sobre los cadáveres para protegerlos de las avispas y las moscas.
El libro, y hoy la película, es producto de toda esa gente. Y con todo lo que se le ha añadido, la historia del club de la lucha se ha vuelto más fuerte, más limpia, ya no es solamente el registro de una vida sino el de toda una generación. No solo de una generación, sino de los hombres.
El libro es un producto de Nora Ephron y Thom Jones y Mark Richard y Joan Didion, de Amy Hempel y Bret Ellis y Denis Johnson, porque esa es la gente a la que yo leía.
Y ahora la mayor parte de mis viejos amigos, Jeff y Carston y Alice, se han marchado, se han casado, han muerto, se han licenciado, han vuelto a la universidad o están criando hijos. Este verano alguien asesinó a mi padre en las montañas de Idaho y quemó su cuerpo hasta que no quedó más que un puñado de huesos. La policía dice que no tiene un verdadero sospechoso. Tenía cincuenta y nueve años.
La noticia me llegó un viernes por la mañana, a través de mi publicista, que recibió la llamada de la oficina del sheriff del condado de Latah, que me había encontrado a través de mi editorial en internet. La pobre publicista, Holly Watson, me llamó y me dijo:
– Esto puede ser alguna clase de broma enfermiza, pero tienes que llamar a un agente de policía de Moscow (Idaho).
Ahora estoy sentado delante de una mesa llena de comida, y lo normal sería que un bento gratis y un plato de pescado gratis supieran a maravilla, pero no siempre es así.
Sigo deambulando de noche.
Lo único que queda es un libro, y ahora una película, una película divertida y excitante. Una película salvaje y excelente. Lo que para el resto de gente será una montaña rusa vertiginosa, para mí y para mis amigos es un álbum nostálgico de recortes. Un recordatorio. Una prueba asombrosamente reconfortante de que nuestra rabia, nuestra decepción, nuestros esfuerzos y nuestro resentimiento nos unieron los unos a los otros y ahora nos unen al mundo.
Lo que queda es la prueba de que podemos crear la realidad.
Frieda, la mujer que le afeitó la cabeza a Brad, me prometió el pelo para mis felicitaciones de Navidad, pero luego se olvidó, así que usé el pelo del golden retriever de un amigo. Otra mujer, amiga de mi padre, me llama hecha un manojo de nervios. Está segura de que los asesinos eran supremacistas blancos y quiere «infiltrarse hasta el fondo» de su mundo en las inmediaciones de Hayden Lake y de Butler Lake en Idaho. Quiere que yo vaya con él y que le «sirva de apoyo». Que le «cubra las espaldas».
Así que mis aventuras no cesan. Iré al corredor de Idaho. O bien me sentaré en casa como quiere la policía, tomaré Zoloft y esperaré su llamada.
O no lo sé.
Mi padre era un yonqui de las apuestas, y todas las semanas me llegan premios de poca importancia por correo. Relojes de pulsera, tazas de desayuno, toallas de golf, calendarios, nunca los grandes premios, los coches o los barcos, siempre los pequeños. A otra amiga, Jennifer, se le murió hace poco su padre de cáncer y también le llegan los mismos regalos de poco valor de concursos en que él la inscribió meses atrás. Collares, sopa de sobre, salsa para tacos, y cada vez que llega uno, ya sean videojuegos o cepillos de dientes, a ella se le rompe el corazón.
Premios de consolación.
Unas noches antes de que muriera mi padre, mantuvimos una conferencia a larga distancia de tres horas sobre una casa que nos había construido a mi hermano y a mí en lo alto de un árbol. Hablamos de una carnada de pollos que yo estaba criando, de cómo construirles un corral, y de si el cajón para que las gallinas pusieran los huevos tenía que llevar tela metálica en el suelo.
Y él me dijo que no, que los pollos no se cagan en su propio nido.
Hablamos del tiempo y del frío que hacía por las noches. Él me dijo que en el bosque donde él vivía los pavos salvajes acababan de criar, que los pavos macho desplegaban las alas y acogían en su seno a todas sus crías, ya que eran demasiado grandes para que las hembras las protegieran. Para que estuvieran calientes.
Yo le dije que ningún animal macho podía ser tan maternal.
Ahora mi padre ha muerto y mis gallinas tienen sus nidos.
Y ahora parece que tanto él como yo nos equivocábamos.
posdata: El día después de que Holly Watson me llamara para darme la noticia era el día que mi hermano tenía que llegar de Sudáfrica. Venía para encargarse de unos asuntos bancarios y de impuestos. Sin embargo, lo que hicimos fue ir en coche a Idaho para ayudar a identificar un cadáver que la policía decía que podía ser el de nuestro padre. El cuerpo fue encontrado tiroteado, junto al cuerpo de una mujer, en un garaje quemado en las montañas a las afueras de Kendrick (Idaho). Corría el verano de 1999. El verano en que se estrenó la película El club de la lucha. Fuimos a la casa de mi padre en las montañas de Spokane para buscar unas radiografías que mostraran las dos vértebras soldadas en la espalda de mi padre después de que un accidente de tren lo dejara inválido.
La casa de mi padre en las montañas era hermosa, cientos de acres repletos de pavos salvajes y alces y ciervos. En la carretera que llevaba a la casa había un cartel nuevo. Estaba al lado de una roca enorme colocada junto a la carretera. Decía «Roca de Kismet». No teníamos ni idea de qué significaba aquel cartel.
Antes de que mi hermano y yo pudiéramos encontrar las radiografías, la policía llamó para decir que el cadáver era de mi padre. Habían usado las fichas dentales que les habíamos enviado.
En el juicio del hombre que lo había asesinado, Dale Shackleford, salió a la luz que mi padre había contestado un anuncio clasificado puesto por una mujer cuyo ex marido había amenazado con matarla a ella y a cualquier hombre al que encontrara con ella. El epígrafe del anuncio clasificado era «Kismet». Mi padre fue uno de los cinco hombres que respondieron. Y fue el que la mujer eligió.
De acuerdo con los agentes del condado de Latah, Shackleford aseguró que yo lo estaba acosando y enviándole copias de la película El club de la lucha. Aquello fue en enero de 2000, cuando las únicas copias existentes eran las copias para los miembros del jurado de los Oscar.
La mujer muerta cuyo cuerpo fue encontrado junto a mi padre era la mujer que había puesto el anuncio, Donna Fontaine. Estaban solamente en su segunda o tercera cita. Ella y mi padre habían ido a casa de Donna para dar de comer a los animales antes de ir a casa de mi padre, donde él iba a darle una sorpresa con el cartel de «Roca de Kismet». Una especie de hito que tomaba el nombre de su reciente relación.
Su ex marido la estaba esperando y los siguió con el coche hasta la entrada de la casa. Según el veredicto del tribunal, los mató y pegó fuego a sus coches en el garaje. Hacía menos de dos meses que se conocían.
Dale Shackleford ha apelado su sentencia de muerte.