– Una vez -dice Juliette Lewis-, le escribí una serie de preguntas a alguien para llegar a conocerlo mejor… -dice-. Y aquellas preguntas dicen más de mí que cualquier cosa que pudiera escribir en un diario.
Juliette dice esto en un sofá de anticuario en una casa de alquiler de Hollywood Hills, una casa muy blanca y vertical, muy parecida al museo Getty -supermoderna pero llena de los muebles de anticuario suyos-, una casa que tiene alquilada con su marido, Steve Berra, hasta que puedan mudarse a su nueva casa cerca de Studio City. Sostiene una lista escrita a mano que acaba de encontrar y se pone a leérmela:
– «¿Alguna vez le has clavado a alguien de forma intencionada un objeto afilado o lo has usado para rajarles?».
Lee:
– «¿Te gustan los espárragos?».
Lee:
– «¿Tienes segundo nombre?».
Ella bebe chai. No ve la televisión. Le encanta jugar a las cartas, al «rey en la esquina» o «los reyes a la esquina». Usa ese papel higiénico nuevo tan pijo, Cottonelle, que te hace sentir que estás usando un jersey de cachemir. En el sótano tiene la cabeza cortada de Steve, una réplica muy realista que sobró de un vídeo de skateboard y fabricada por el mismo equipo que hizo el vientre embarazado de Juliette para la película Semestre infernal.
Juliette Lewis sigue leyendo la lista:
– «¿Te decepcionan los gatos como mascotas o bien admiras su independencia?».
Durante las últimas veinticuatro horas me ha hablado de su familia, de su padre (Geoffrey Lewis), de su carrera, del rollo de la cienciología, de casarse y de escribir canciones. Lo de las canciones es importante para ella porque, después de años de seguir un guión, por fin pronuncia sus propias palabras.
La madre de Juliette, Glenis Batley, dice:
– Muy bien, he aquí la gran historia.
Me lo dice mientras desayunamos en Los Ángeles. Glenis bebe mucho café, tiene el pelo rojo y muy abundante y sigue siendo la misma mujer encantadora que se ve posando en una vieja fotografía que Juliette tiene enmarcada en casa.
Glenis dice:
– Me quedé embarazada y estaba siguiendo una dieta increíble que era absolutamente natural, pero no quería a nadie conmigo cuando me llegara el momento. Cuando me di cuenta de que las contracciones eran cada cinco minutos llamé, me pusieron con un médico que yo no quería y este me dijo que venía enseguida. Y me dijo: «Pase lo que pase, no empuje». Así que fui y me tumbé, y entonces llegó la siguiente contracción y me vino un ansia irrefrenable de empujar, y pensé: «No pasa nada por un solo empujoncito». Así es como nació. Y era muy ruidosa. En fin, que estaba yo cogiendo a aquel bebé y a punto estuvo de caérseme, y fue entonces cuando se dio cuenta de que yo no sabía lo que estaba haciendo, así que se echó a llorar. Y estaba amaneciendo, y las palomas nos arrullaban, y hasta aquel momento no supe que se iba a llamar… ¡Juliette!
Y dice:
– Decidí escribirlo a la francesa porque la tragedia es un coñazo.
Juliette sigue leyendo su lista:
– «¿Alguna vez le has roto la nariz a un tipo?».
Sigue leyendo:
– «¿Dirías que has ganado más peleas de las que has perdido?».
En su cocina, moliendo granos de café, Juliette dice:
– Cuando estaba creciendo, lo que más me influyó fueron los musicales. Como Fama. Ese era mi sueño. Cómo me habría gustado estar en una escuela donde se cantara y bailara. O sea, Fama, y Flashdance, y Grease. ¿Has visto alguna vez la película Hair? A mí me hizo llorar. Ese musical me mata.
Dice:
– Antes que nada iba a ser cantante. Antes de ser actriz quería cantar. Y siempre pensé que actuar sería una actividad secundaria. Siempre pensé en los musicales. En cantar y bailar. Y todavía quiero cantar, así que he escrito canciones con un amigo mío que es músico. Lo más divertido de todo es que las letras son mías.
»La única forma que tuve de meterme fue que mi padre me presentara a una pequeña agencia. Introducirme. El gran problema para los actores que empiezan es conseguir agente. Los agentes quieren que tengas carnet del sindicato de actores, pero no se puede conseguir un carnet del sindicato a menos que tengas un agente que te consiga trabajo. Es una situación sin salida. Así que mi padre me llevó a la oficina de un agente, pero aun así tuve que hacer una audición. Hice una lectura y algo tuvieron que ver en mí.
»Si me hubieras conocido cuando era más joven, yo era muy callada. Una vez salí en televisión y la gente le preguntaba a mi agente: “¿Está bien? Parece muy triste”. Era un rollo típico de adolescente. Solamente porque no sonrío a todo el mundo y les pregunto cómo están, ¿tengo que estar triste?
Sentada en un sofá de anticuario, Juliette sigue leyendo su lista:
– «¿Hubo una época en que te sentiste desconcertado por el funcionamiento de tu pene?».
Y sigue leyendo:
– «¿Te pareces más a tu padre o a tu madre?».
La grabadora avanza sin parar, escuchándolo todo.
Y ella dice:
– Ya a los dieciocho años les dije: «¿Dónde está el libro oculto de normas que dice que tienen que maquillarme?». Porque tenían una butaca y un montón de maquillaje. «¿No podemos sacar la foto y ya está?» Es por eso por lo que en todas las revistas donde aparecía antes no salía maquillada ni tampoco sin maquillar. Estaba a medio camino, y lo que me identificaba era lo que ellos llamaban la «chica alternativa» o la «chica rara», porque no me convertía en vampiresa en cuanto ellos daban una palmada.
»Cuando era más joven tenían un armario lleno de ropa que nunca me ponía… Tenían una persona de maquillaje… ¿Y se suponía que yo tenía que representarme a mí misma? Era un rollo muy raro. Yo siempre había querido ser como mis predecesores masculinos, como Brando o como De Niro. Coges a un hombre y te limitas a documentarlo para tu película.
»Lo que uno exuda, su sexualidad, es parte de uno mismo. Así que un atractivo sexual prefabricado que incluya la boca abierta y brillo de labios y colores vivos, es ese atractivo sexual del porno americano que no tiene nada que ver con el sexo. Son como muñecas inflables. Yo podría hacerlo sin problemas. No es que no pueda. Es que nunca ha sido mi objetivo.
»Ahora me he dado cuenta de que lo que una hace es vender cosas -dice Juliette-. Así que te conviertes básicamente en un perchero.
Sigue leyendo:
– «¿Has salido con alguna mujer mayor a la que consideraras una mujer mayor, y qué te ha enseñado?».
»“¿Cuál es la primera imagen que tienes del cuerpo femenino?”.
Pregunta:
– «¿Hay un bajón del factor respeto cuando una mujer tiene implantes de pecho?».
Dice Juliette:
– Tuve dos sueños con De Niro cuando estaba trabajando con él. Creo que todo se debió a mi expectación por una escena. Porque aquella era, en mi cabeza, la gran escena. En un sueño, estábamos bajo el agua en una piscina y salimos a coger aire. El se sumergía y yo me sumergía y los dos buceábamos el uno frente al otro de forma deliberada, tal como jugarían en una piscina un chico y una chica que se gustaran. Como un flirteo. Pero me desperté de aquel sueño y resultó que ahora él me gustaba.
»En aquella escena, el pequeño tango entre nuestros personajes, lo único que yo sabía era que se me iba a acercar y me iba a decir: “Danielle, ¿puedo rodearte con el brazo?”. Según el guión, entonces me besaba, pero lo único que dijo Scorsese fue: “Bob va a hacer algo. Tú déjate llevar por la escena”.
»Antes de aquella escena yo sabía que íbamos a filmar la parte del beso. Acababa de comer. Había comido siluro o algo parecido y me estaba preguntando si tenía que enjuagarme la boca. Pero no quise hacerlo, porque si lo hacía él se daría cuenta de que yo había pensado en ello. No quería dar la impresión de que estaba pensando en el beso. Era una putada si lo hacía, y otra putada si no lo hacía. Así que no lo hice. No me enjuagué. Llegué al plato y Bob se puso a mi lado y olí a enjuague bucal. Y en aquel preciso momento caí en la cuenta, y me sentí como una niña porque pensé: “Está siendo profesional. Está siendo considerado conmigo. Está siendo cortés”. Pero para entonces ya era demasiado tarde para volver a la caravana. No sé si lo ofendí o no.
»La que se ve en la película es la primera toma que hicimos. La repetimos una vez. Él me pone el pulgar en los labios. Es muy intenso porque estamos casi pegados el uno al otro y yo lo estoy mirando fijamente. Él intenta meterle el pulgar en la boca y ella se aparta. Él insiste y por fin ella se lo permite. Después de hacerlo la gente no paraba de hablar de la sexualidad y del despertar a la sexualidad de aquella edad, pero yo nunca lo vi de aquella manera. Tal como yo lo vi, antes de hacer lo del pulgar él la estaba escuchando, la estaba tomando en serio de una forma en que sus padres eran incapaces, y luego hizo aquella cosa sexual. Pero lo que ves en mis ojos, después de que ella le chupe el pulgar y él lo saque, es una mirada que dice algo así como: “¿Lo he hecho bien? ¿Te ha gustado?”. Un deseo de complacer.
Y me dice:
– Su pulgar estaba muy limpio.
Ella sigue leyendo:
– «¿Ibas a colonias de verano? (Porque algunos de mis mejores recuerdos de infancia son de las colonias de verano)».
Y sigue leyendo:
– «¿Te gustan las montañas rusas?».
Dice Steve Berra:
– Hace mucho tiempo yo estaba de gira, haciendo skateboard, y me compré Kalifornia en una gasolinera. Recuerdo haber intentado imitar una risa que ella soltaba en una de las escenas. Y es que me dejó flipado. Una simple risita que el personaje de Adele soltaba. Era tan natural y verdadera, y recuerdo haber pasado diez minutos intentando reír como se había reído ella. No la conocía de nada. No conseguía imaginar por qué demonios aquella persona era tan buena.
Tienen puesta una copia en vídeo de la película en su sala de estar y Juliette se dedica a reírse y a señalar todas las líneas de diálogo que improvisó en el rodaje.
Dice Juliette:
– En el guión, mi pequeño personaje, Adele, tenía alguna frase dispersa en alguna escena. Así que me reuní con Dominic Sena y me quedé ñipada con su energía y su visión de la película. Era un tipo muy entusiasta. Así que básicamente me dejó crear el personaje. El noventa por ciento de lo que hago en esa película me lo inventé sobre la marcha. Fue un momento crucial para mí en materia de interpretación, porque tenía que llegar a la mesa con algo, inventar cosas de verdad. Para mí fue mi primer personaje oficial. Aquel pequeño personaje de Adele.
Sigue leyendo:
– «¿Qué te imaginas que le pasa a uno después de que el cuerpo muere? ¿Crees que eres un espíritu con un cuerpo o simplemente un cerebro?».
Y luego:
– «La siguiente pregunta es: ¿cómo explicas que Mozart escribiera sinfonías a los siete años? (Porque yo creo que es un ejemplo perfecto de que el talento creativo lo genera el espíritu)».
Dice Juliette:
– Cuando tienes oportunidad de trabajar con buenos actores, simplemente se crea un universo alternativo de realidad fingida. Es lo inexplicable. Yo creo que es magia. Es pura fe. Mi truco para sentirme segura es la cámara. Conozco el universo de la cámara. Solamente está captando lo que hay aquí. Tengo cierta seguridad o certeza de que puedo ejecutar cosas en este espacio. Es la realidad condensada de la cámara.
»A veces quieres hacer un aparte y decir: “Por cierto, público, cuando rodamos esta escena en realidad eran las tres de la mañana. Estábamos a temperaturas bajo cero en la calle. Y a pesar de ello, yo di todo lo que veis”. Antes de que saliera El cabo del miedo, hice una película que se titulaba Aquella noche. Una historia de amor ambientada en mil novecientos sesenta y dos. Un tipo de los barrios bajos, muy atractivo, muy dulce. Se suponía que yo tenía que conocerlo en plena noche en un muelle de Atlantic City. Hacía un frío de muerte, pero se suponía que era verano. Ya sabes, una de esas noches calurosas. Entretanto, yo estaba amoratada de frío. Me castañeteaban los dientes. Así que tuve que hacer un esfuerzo para que no me temblara la boca, y además, llevaba un vestido de verano. Tenía que abrigarme con una parka hasta que viniera alguien y me dijera: “Vale, ya puedes ponerte”. Entonces me quitaba la parka y me tenía que decir a mí misma: “Caray, qué enamorada estoy…”.
»Cuando estaba trabajando en Abierto hasta el amanecer, la película de vampiros en la que trabajé con George Clooney, George me dijo: “Coño, todos mis amigos me preguntan: ‘Oooh, así que estás trabajando con Juliette. ¿Es verdad que es tan psicótica? ¿Es verdad que es tan apasionada?’”. Y yo no soy nada apasionada, al contrario. Tal vez de joven fuera un poco huraña. Eso a lo mejor puedo admitirlo. La verdad es que mi trabajo no es nada duro. Me meto en él y salgo. Cuando la cámara está rodando, estoy metida. Cuando se apaga, salgo y ya está.
Y dice:
– Cuando la gente se pregunta cómo eres capaz de hacer lo que haces, necesita una explicación. Y les sirve decir: «Vale, lo que te pasa es que estás un poco loca y por eso puedes ser tan apasionada en la pantalla». Necesitan una explicación, pero mi explicación es, simplemente, magia.
Sigue leyendo su lista:
– «¿Alguna vez te ha desconcertado y asustado la anatomía femenina? (Porque a mí sí, y soy la dueña)».
Mientras pasamos en coche por delante del Centro de Celebridades de la Cienciología, me dice:
– Lo importante en la cienciología, el gran lema es: «Lo que es real para ti, es real para ti». Así que no hay dogma. No es más que una filosofía religiosa aplicada. Y dan cursillos, como el «Curso de éxito a través de la comunicación». Tienen cosas que puedes aplicar a tu vida, pero nada de falsedades, nada de rollos robóticos. Puedes ver si funciona o si no. Si funciona, funciona. Es algo que me ha ayudado mucho.
Sigue leyendo la lista:
– «¿Alguna vez has estado atrapado en un desastre natural?».
Sigue leyendo:
– «¿Alguna vez has tenido unas sandalias Birkenstock?».
Delante de la puerta de su dormitorio, mirando una foto enmarcada tamaño póster de ella y Woody Harrelson sacada de la portada de Newsweek, Juliette dice:
– Con Asesinos natos me he dado cuenta con el tiempo de que la película es una sátira y que mi personaje es una caricatura, aunque yo lo llené de emociones humanas verdaderas. Pero para mí es un poco afectada. Es boba. Es demasiado exagerada para ser real. Simplemente le tuve que poner un poco de energía, como en toda esa secuencia inicial en que está gritando: «¿Todavía te parezco sexy?». Tengo mucha voz, así que puedo subir el volumen, pero cuando cortamos me sentí boba. Todo el mundo debió de pensar «Oooh, qué chiflada está», pero no lo estaba. Para mí aquella actuación fue bastante afectada.
Sobre la forma en que la gente reaccionó a la película, Juliette dice:
– Se puede intentar homogeneizarlo todo, pero siempre quedará gente que son bombas, gente lista para explotar. ¿Y por qué pasa eso? Creo que desde los años cincuenta, el incremento de drogas psiquiátricas ha aumentado de forma arrolladora… Lo he investigado. Llegué a hablar en algunas reuniones del Senado, pero la verdad es que es un problema demasiado grande para ellos, considerando que hay seis millones de niños mayores de seis años que toman Ritalin. Así que prefieren fingir que no lo ven. Se limitan a decir: «¿Podríais hacer películas menos violentas?».
»Tienes a aquel tío famoso, el Hijo de Sam, el asesino, que dijo que la razón por la que mataba era porque cuando el perro ladraba le estaba transmitiendo mensajes. Que era el demonio el que hablaba por boca del perro. Muy bien, ¿entonces qué, encerramos a todos los perros? ¿Por lo que dice un criminal?
Sigue leyendo su lista:
– «¿Cuál era tu expresión favorita en la adolescencia? O la que más se le acercaba:
Mola.
Guay.
Chachi.
Puta madre.
Para flipar».
Dice Juliette:
– No creo que uno tenga que usar su pasado para crear en el presente. Hay varias escuelas de interpretación en las que coges un incidente que te haya resultado doloroso, lo insertas en la película y lo usas. A mí eso me resulta demasiado complicado. Yo me limito a someterme al material. Simplemente tengo que someterme.
»Para mí, las tres cosas más difíciles que hay para un actor son: una, llorar, porque casi nunca lo hago en la vida real. Puede que me vengan lágrimas a los ojos, pero no lloro. Otra es reírse histéricamente, como cuando dicen: “No puede parar de reír”. Y la tercera es cuando te dan una sorpresa o te asustan, las situaciones tipo: “¡Caray, qué susto me has dado!”. Uno tiene que retrotraerse a cosas del tipo: “¿Qué pasa cuando alguien me da un susto?”. Oh, tal vez después del shock inicial te tiemblan las manos, tardas un minuto en volver a respirar con normalidad… Así que te esfuerzas en llegar a esa situación.
»Para llorar, suelo usar la presión que me da el miedo a hacerlo, y la idea de que si no puedo llorar voy a fracasar. Voy a fallarme a mí misma. Voy a fallarle al director. Y voy a fracasar en la película. La gente tiene fe en que yo produzca cosas. La frustración de no poder llorar es lo que hace que salgan las lágrimas.
Dice:
– Estaba haciendo Asesinos natos con Oliver Stone y había una escena con Woody Harrelson en lo alto de una colina en la que estábamos teniendo una discusión. A mí me había venido la regla aquella mañana y no había dormido muy bien. Había dormido una hora más o menos, y a eso se le sumaba el dolor de la cosa femenina, y estábamos discutiendo, y entonces el director cortó.
»Y Woody dice: “¿Quieres repetirla? Yo quiero hacer otra toma”.
»Y Oliver dice: “Sí. ¿Tú qué dices, Juliette? ¿Quieres repetirla?”.
»Y yo digo: “¿Para qué? Si es una mierda. ¿Qué sentido tiene? Doy asco. Ni siquiera sé por qué me dedico a esto. ¡Nunca voy a mejorar! ¡Es una mierda! ¡Es horrible!”.
»Y ellos se me quedan mirando, y Oliver me lleva aparte y me dice: “Juliette, nadie quiere oír que das asco. A nadie le importa que pienses que das asco”. Y aquella fue la última vez que hice algo así. Fue un momento crucial. Lo que hizo Oliver estuvo muy bien. Consiguió que dejara de cometer aquellas estupideces.
Sigue leyendo:
– «¿Alguna vez te has enamorado de un animal hasta el punto de desear que pudiera hablar como tus amigos humanos? (Porque yo podría enamorarme de mis gatos y desear que fuéramos de la misma especie para poder relacionarnos entre nosotros)».
En una fiesta en Westwood, la actriz y guionista Marissa Ribisi mira cómo Juliette y Steve comen pollo y dice:
– Quedan genial juntos. Son como un par de colegas.
Cuando se marchan de la fiesta, bajo la luna llena, cogen sendas galletas de la fortuna y les sale el mismo mensaje: «Se abren ante ti las avenidas de la buena suerte».
Volviendo de la fiesta, Juliette dice:
– Lo único que yo había pensado para la boda era que tuviéramos buenas vistas. Y nos casamos al aire libre sobre un acantilado. Era la primera vez que yo lo veía a él vestido con traje y estaba elegantísimo. El paisaje que tenía ante mí… Yo tenía que recorrer un caminillo que salía de un túnel (porque había un parque, luego un túnel y por fin el acantilado), y a medida que me acercaba lo único que veía era la silueta de un hombre con el sol de fondo. Fue increíble.
Ella dice:
– Yo no paraba de pensar: «¿Tengo que subirme el velo o dejármelo bajado? ¿Velo subido? ¿Velo bajado?». Me encantaba la idea del velo porque dentro del velo una está como en un sueño. Y así es como son los días de boda.
Steve dice:
– Yo no tenía zapatos. No tuve tiempo nada más que de comprar un traje, así que no tenía zapatos para ponerme. Y al final tuve que coger prestados los zapatos de un amigo. Nos los cambiamos en el mismo acantilado. Para las fotos.
Como el vídeo de la sala de estar se ha estropeado, están viendo los vídeos de skateboard de Steve en el televisor del dormitorio, y Juliette dice:
– La primera vez que vi sus vídeos de skateboard se me llenaron los ojos de lágrimas. En primer lugar, la música es preciosa, fue él quien eligió personalmente la música y el piano. Me resulta increíblemente estética la forma en que flota y salta y desafía el universo físico. Porque se supone que eso no se puede hacer. No se puede coger un objeto con ruedas y saltar desde una estructura. Es un desafío. Fue la primera vez que una pareja mía me dejaba así de sobrecogida.
En el piso de arriba, mirando una foto enmarcada de Marilyn Monroe, Juliette dice:
– La gente ha reducido a Marilyn a un símbolo sexual, pero la razón de que tuviera tanto poder fue que alegraba a la gente. Estaba llena de gozo. Cuando sonreía en una foto era como una mezcla de varias cosas. Tenía cuerpo de mujer, una hermosa forma de mujer, pero también tenía aquel resplandor de amor infantil, aquella especie de luz infantil que hacía que la gente también se iluminara. Creo que eso era lo que tenía de especial.
»En la cienciología hay una palabra para eso. Lo que es común a todos los niños es que emiten… que son capaces de alegrar, de transmitir su gozo, eso se llama “theta”. Es lo que es innato a un espíritu. Por eso en cienciología el espíritu se llama “thetán”, y lo que emite es el theta. Es lo que yo llamaría magia.
Leyendo la lista de preguntas que le queda de un romance acabado hace tiempo, me dice:
– «¿Crees que todos somos potencialmente afines a Jesucristo?».
Y dice:
– «¿Tienes esperanzas para la humanidad? Y en caso de que no, ¿cómo eres capaz de seguir honestamente con tu vida siendo consciente de esa falta de esperanza?».
Y hace hincapié:
– Para estas preguntas no hay una respuesta correcta.
posdata: A medio camino de casa de Juliette, el hombre que me estaba llevando en coche recibió una llamada. Al parecer, la tarjeta de crédito de la revista no autorizaba el pago y la persona encargada de avisar al chófer le dijo que «obtuviera el pago del pasajero». La cuenta por medio día de ser llevado en coche eran unos setecientos dólares. La semana anterior, un hotel me había contado la misma historia sobre la tarjeta de crédito de otra revista y habían acabado cargándolo tanto a mi tarjeta de crédito como a la de la revista. Yo estaba muy receloso de que intentaran cobrarme en los dos sitios y dije que ni hablar. El chófer me llamó ladrón. Yo le dije que me dejara bajarme en el siguiente semáforo. Él bloqueó las portezuelas y dijo que no, y además mi bolsa seguía en el maletero. Me puse a llamar a la revista de Nueva York, pero para entonces todo el mundo se había ido a su casa. Nos pasamos las dos horas siguientes conduciendo por Hollywood Hills con las portezuelas bloqueadas y el conductor gritándome que yo era el responsable. Que era un ladrón y que no debería usar un servicio que no podía pagar.
Y yo diciéndole que la revista era la que había hecho todos los arreglos. Y todo el tiempo llamando a la revista, y al mismo tiempo pensando: «¡Hala, estoy secuestrado en una limusina! ¡Cómo mola!».
Al final llamé al 911 y dije que me habían secuestrado. Un minuto más tarde el conductor nos tiró a mí y a mi bolsa a la alcantarilla de delante de la casa de Juliette.
Nunca le conté a ella lo que me había pasado. Me limité a levantarme y llamar al timbre. Es probable que ella y Steve sigan pensando que siempre estoy igual de tembloroso y de sudado.
Resultó que a la tarjeta de la revista no le pasaba nada…
– Yo [Andrew Sullivan] nací en mil novecientos sesenta y tres en un pueblecito muy, pero muy pequeño del sur de Inglaterra, crecí en otro pueblecito no muy lejano en el sur de Inglaterra, gané una beca para ir a Oxford, me licencié, y gané otra beca para cursar el posgrado en Harvard en mil novecientos ochenta y cuatro. Hice un máster en administración pública en la Kennedy School y me di cuenta de que no podía soportar aquella clase de análisis regresivo de las reformas del estado del bienestar, así que me pasé a la filosofía, sobre todo a la filosofía política, y pasé los años siguientes haciendo un doctorado en ciencias políticas, sobre todo teoría política. Mientras hacía el doctorado tuve un empleo que consistía en ir a Washington y hacer de becario en el New Republic, después ese empleo se convirtió en hacer de ayudante de jefe de redacción y por fin acabé como jefe de redacción del New Republic, creo que en mil novecientos noventa y uno. Y eso estuve haciendo hasta mil novecientos noventa y cinco, hasta que puse fin a todo aquello y acabé poniendo un poco de orden en mi vida.
– Yo tenía… Odiaba mi vida familiar. La odiaba. Sentía una hostilidad muy visceral hacia las circunstancias en las que me había tocado crecer, y creo que me distancié de ellos siendo muy joven… Lo pasaba muy mal cuando mis padres se peleaban. Aquello me horrorizaba y me dejó traumatizado… Hasta cierto punto uno se acostumbra a ello. Mi madre era increíblemente franca y directa, y todo resultaba muy… crudo. Mi padre siempre estaba dando portazos y chillando y gritando y emborrachándose y jugando al rugby, y mi madre siempre estaba quejándose y chillando. O sea, aquello no paraba nunca, y creo que una parte de mí simplemente se distanció de todo aquello y empezó a verlo como un espectador deportivo, pero otra parte de mí también estaba extremadamente traumatizada por ello. Pero, bueno, estés traumatizado o no, la familia es el lugar al que perteneces. Aunque sea un trauma horrible, eso es lo que te dicen los psicólogos, y yo creo que tiene mucho sentido. Aunque sea una profunda infelicidad, es tu infelicidad.
– Bueno, tal vez de eso se deduzca que uno busca relaciones que reproduzcan todo aquello…
– Hice la confirmación en la catedral de Arundel, en Sussex. Yo soy de Sussex. Mi familia no. Ellos vienen de alguna ciénaga perdida en Irlanda. Pero Sussex es un condado católico muy inglés y muchos mártires ingleses vienen de allí y eso fue parte de mi identidad de niño.
– El santo de mi confirmación fue santo Tomás Moro… Yo era un chico católico inglés, y supongo que eso me servía para afirmar una identidad muy concreta y una resistencia a Inglaterra y a toda su pompa anticatólica, además del hecho de que Moro siempre me ha fascinado. Es un hombre terriblemente fascinante por todas las razones obvias, por su intento de estar en el mundo y no estarlo. De estar metido hasta el cuello en la política y todavía más metido en su vida espiritual. En él se dan cita toda clase de cuestiones acerca de qué es la integridad y qué es la lealtad.
– La única área que me interesa de veras es la santidad. Me interesa saber qué son los santos. Porque son… no sé qué son, y la verdad es que debería saberlo. Creo que todos deberíamos tener un mejor entendimiento de en qué consiste todo eso, un ser humano que es un ser humano y sin embargo es de alguna forma sagrado, alguien que está en contacto con algo de forma más profunda que el resto de la gente… Y hay varios santos que me fascinan en mayor o menor medida y sobre los cuales me gustaría averiguar más cosas. Uno es san Francisco. Otro es san Juan el Amado…
– Hay algo atractivo en la figura que aguanta a solas, y estoy seguro de que yo me proyecto en eso en cierta medida. En quien resiste y no cede. Uno se pregunta: «¿Por qué no cede? ¿Qué está pasando? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».
– Antes envidiaba a la gente que era seropositiva. Porque sentía que vivían de una forma más intensa que yo todavía no había podido alcanzar. Aquí es donde entra la santidad. La misma definición de santo es alguien que vive como si fuera a morir esa misma noche. Un santo está tan en contacto con la realidad, que es por supuesto nuestra mortalidad, que es capaz de vivir con un nivel distinto de intensidad… Me encontré a mí mismo enamorándome de gente seropositiva… Estoy pensando en un par de personas que creo que tuvieron formas notables de tratar con su enfermedad y de vivir con ella y a quienes la enfermedad les hizo brillar incluso en la hora de su muerte. Todo eso tiene algo especialmente atractivo, igual que nos atraen los mártires y nos fascinan los terroristas suicidas… Ninguna de esa gente quería estar en la situación en la que estaban, pero la estupidez y lo efímero les causaban cierta impaciencia.
– Sin entrar en detalles, acabo de tener una relación muy, muy, muy breve y tempestuosa con alguien con quien me topé en San Francisco. Simplemente me topé con él un sábado por la noche… Nuestra última comunicación fue un e-mail realmente imperioso y agresivo, y luego lo vi y hablé con él y no nos levantamos la voz ni nada. Estuvimos hablando y mis amigos señalaron que se habían dado cuenta de dos cosas. Una es que era obvio que estábamos enfadados, pero también que nuestra relación tenía una intensidad increíble.
»Entre nosotros dos simplemente había algo que soltaba chispas cuando estábamos juntos. Y supongo que eso me gusta. Impide que me aburra.
– Estar casado no quiere decir que uno esté menos solo. Creo que si no se anda con cuidado una relación puede ser la forma más intensa de estar solo… La amistad es lo que realmente resuelve y mitiga la soledad sin comprometer al yo de la forma en que lo compromete el amor, el amor romántico. Y Moro no estaba completamente solo. Tenía a su hija, que estaba muy unida a él, y tenía algunos amigos maravillosos.
– Esa es una pregunta importante: «¿Por qué estás solo?». O sea, todos estamos solos. La soledad es… es la vida. Lo que importa es la calidad de nuestra soledad. El hecho de que sea o no una soledad de calidad. Yo soy una persona solitaria. Siempre lo he sido, desde niño. Supongo que me resulta difícil… me cuesta mucho dejar entrar a alguien.
– Alguien me dijo una vez: «Para la gente hetero eres gay. Para los ingleses eres católico. Católico irlandés. Para los americanos vienes a ser inglés. Para la institución académica eres un periodista. Para los periodistas eres una especie de académico. No paras de desmarcarte de todos los equipos».
– Podría ser una reacción defensiva. O sea, los republicanos no quieren saber nada de mí. Los demócratas tampoco. La gente de derechas me contempla con mucho recelo. También la gente de izquierdas… Me gusta pensar que intento pensar y escribir para mí mismo, y a veces eso quiere decir que cabreas a la gente de forma habitual. La soledad es el ambiente natural para los escritores. Y repito que no es como mis modelos… como Orwell, que fue un héroe para muchos grupos de gente, pero mira, era un tipo muy encerrado en sí mismo. Desconfío mucho de tomarle afecto a la gente.
– Es terrible, en cuanto siento que todo el mundo se muestra de acuerdo conmigo, quiero cambiar de opinión. Soy así… y esta es probablemente la razón de que no se me diera muy bien la parte de ser jefe de redacción relacionada con la gestión: porque me sentía literalmente más cómodo enfrentado a toda mi plantilla que intentando amablemente unirlos. O incluso con mis lectores [del New Republic], siempre pongo, siempre he intentado poner nerviosa a la gente.
»Es obvio que he pensado bastante en esto. No quiero problematizarlo de ninguna manera. Creo que cada uno es como es, pero… precisamente lo que me hace sentirme seguro, creo, es esa falta de seguridad.
– No me interesa ser bien recibido o no serlo. Cuando uno empieza a pensar así está acabado, en mi opinión. La única pregunta que me interesa es si transmito ciertas cosas que estoy intentando transmitir de forma más eficaz a través del medio de la narración ficticia, o bien intentando escribir cosas que sean argumentativas. Como sabes, hoy día hay una división entre los escritos que se atienen a los hechos, escritos biográficos o históricos, y por otro lado la ficción. No existe una gran producción en el género de la escritura política o moral, si exceptuamos los libros políticos puramente efímeros del tipo «yo tengo razón y ellos no» a lo Jim Carville.
– Prácticamente normal fue un libro extraño en el sentido de que no creo que fuera un libro raro, pero sí fue un intento de decir que se podía escribir sobre una cuestión como aquella, que está tan envuelta en emociones y psicología, en un estilo racionalista clásico. El modelo del libro fueron todos los polemistas y panfletistas del siglo diecinueve que yo admiro: textos no muy largos y que cualquiera podía leer para generar una discusión, y es que aquella clase de panfletos de finales del diecinueve eran unos libritos estupendos.
– [Prácticamente normal] salió en mil novecientos noventa y cinco, lo cual quiere decir que lo escribí en mil novecientos noventa y cuatro, mientras todavía era redactor jefe, y de hecho escribí una especie de prototipo del argumento en un ensayo para el New Republic en mil novecientos noventa y tres [«Política de la homosexualidad»]. Y entretanto escribí sobre un montón de cosas más y seguí escribiendo como una especie de comentarista americano para la prensa inglesa, lo cual finalmente me iría muy bien y me proporcionaría una plaza de colaborador en el Times, y de esa forma acabé encontrando una forma de pagar el alquiler. Pero después de abandonar el New Republic, he dejado lo de ser jefe de redacción y me he concentrado más en escribir.
– No había exactamente dramatismo, pero sí energía. No creo que hubiera dramatismo manufacturado. Había energía. Y yo también tenía esa misma clase de interacción con mis compañeros de la redacción… Simplemente era un sitio tempestuoso. Mucha gente importante con ideas fuertes haciendo chocar las cabezas. O sea, así es como son esos sitios. Atraen a gente como yo, y la gente como yo no se lleva bien con la gente como yo.
– … Al principio era eso lo que yo quería hacer, cuando era niño. Es la actividad a la que yo creía estar destinado, presentarme a unas elecciones… Y creo que es lo que hago, al menos en parte… Voy por todo el país y hablo. Voy por los institutos, aparezco en los mítines políticos, hablo en fiestas de recaudación de fondos. Y son cosas que hago todo el tiempo… Es interesante, pero creo que lo que intento llevar a cabo es en primer lugar una actividad forense, el mero hecho de diseccionar y señalar la falta de adecuación del argumento del bando opuesto, ya estés oponiéndote a Jerry Falwell o a Pat Buchanan o a quien sea. Pero también desempeñar un rol que sirva de ejemplo, como cuando digo: «Yo también soy gay y estoy aquí». Ese mero hecho ya cambia el debate que tenemos entre manos, precisamente porque en parte estamos tratando de la vergüenza y de la capacidad de resistir la vergüenza y vencerla. Y sobre eso no se puede discutir. Es algo que se tiene que mostrar. La gente presente lo tiene que sentir para poder absorberlo y crecer y hacerlo ellos mismos. Y yo tengo la sensación de que la mitad del tiempo es eso también lo que estoy haciendo. Que por el mero hecho de aparecer ya consigo el noventa y cinco por ciento de lo que hago. Los miras a los ojos… Es gracioso, pero la semana pasada yo estaba en Politically Incorrect con Lou Sheldon, y él dijo: «Yo no creo que sea una enfermedad. Es una disfunción», hablando de la homosexualidad, y lo único que hice yo fue decir: «Eh, estoy aquí. Deje de hablar sobre mí como si yo no existiera…». Ya no se puede hablar del mismo modo sobre nosotros porque estamos presentes. Tienen que tomarnos en serio.
– No sé cuál debería ser mi rol. Es una cuestión que ha sido un quebradero de cabeza para mí. Te asombraría la hostilidad con que me siguen tratando… Creo que en cuanto tuviera un cargo sería literalmente destrozado por la misma gente a la que se supone que represento… El mundo es muy duro… En el mundo gay y lésbico hay una resistencia extrema a esa clase de liderato. Es una comunidad muy quisquillosa. Odio parecer tan vago y confuso, pero es que no lo sé. Creo que estamos avanzando a tientas. Yo estoy avanzando a tientas.
– Me da miedo recaer en la falta de fe en nosotros mismos, recaer en el pensar en nosotros mismos como cosas irrelevantes o superficiales, como gente que no necesita unas vidas emocionales plenas, que no necesita vidas políticas, me da miedo que todo eso pueda regresar. No soy un liberal conformista. No creo que esas cosas sean inevitables. Creo que son opciones, razón por la cual yo era tan partidario de conseguir el matrimonio al menos como premio de consolación, como una especie de legado tangible del sida, y no lo hemos logrado. Los resultados en Hawai y Alaska muestran que nos queda mucho trabajo pendiente en materia de hablar con la gente heterosexual y convencerlos de que esto es la realidad y que lo necesitamos y lo merecemos. Y que hay mucho pendiente en el sentido de decirnos a nosotros mismos que nos lo merecemos. Y de creer que nos lo merecemos. Pero es duro. Es extremadamente duro.
– En muchos sentidos me parece que este libro [Love Undetectable] es un intento real de trazar una línea al final de una determinada parte de mi vida para poder olvidarme y seguir adelante. Y tuve la impresión de que no podría seguir si no lo escribía, así que tuvo un efecto purgante. Probablemente es así también como la gente lo entiende. Me vino como una náusea. Incluso las partes abstractas me salieron como una náusea. Llegué a un punto en que me di cuenta de que no iba a terminarlo porque no tenía nada que decir sobre la amistad, por ejemplo, y entonces [hace un ruido de náusea], en dos semanas escribí la última parte. Solamente tres o cuatro horas al día escribiendo a toda pastilla.
– Uno llega a un punto con estas cosas donde simplemente necesita dormir un montón de horas y despertarse y volver a organizarse la vida antes de pensar en qué es lo siguiente que va a escribir.
– Tengo la sensación de estar diciendo cosas aquí que no debería decir. Supongo que no importa.
Cuando se estudia el minimalismo en el seminario de Tom Spanbauer, el primer relato que se lee es «La cosecha» de Amy Hempel. Luego, «Callejeros» de Mark Richard. Y, después de eso, ya estás perdido.
Si os encantan los libros, si os encanta leer, esta es una línea que tal vez no queráis cruzar.
No estoy de broma. Si pasáis de este punto, casi todos los libros que leáis en adelante os parecerán una mierda. ¿Todos esos gruesos libros en tercera persona donde lo que importa es seguir la trama y están sacados de las páginas del periódico de hoy? Pues bueno, después de Amy Hempel os vais a ahorrar un montón de tiempo y de dinero.
O no. Cada año, en el apartado C de mi declaración de la renta, deduzco más dinero en concepto de ejemplares nuevos de los tres libros de Amy Hempel, Razones para vivir, At the Gates of the Animal Kingdom y Tumble Home. Porque todos los años quiero compartir esos libros. Y lo que sucede es que nunca vuelven. Los libros buenos nunca vuelven. Es por eso por lo que las estanterías de mi despacho están llenas de libros de no ficción demasiado repugnantes para la mayoría de la gente, sobre todo libros de texto sobre autopsias forenses, y de una tonelada de novelas que odio.
El año pasado en un bar de Nueva York, el bar literario KGB en el East Village, Hempel me dijo que su primer libro estaba descatalogado. El único ejemplar que conozco está en una vitrina de la sala de ediciones raras de la Powell ’s, una primera edición en tapa dura que se vende por setenta y cinco dólares, sin firmar.
Tengo una norma sobre conocer a la versión en carne y hueso de la gente cuya obra me encanta. Me reservo esta norma para hablar de ella al final.
A menos que los libros de Hempel se reimpriman, puedo terminar gastando todavía más o haciendo menos amigos. No se puede forzar a la gente a aceptar esos libros, no se puede decir: «Lee esto», ni tampoco «¿Es una cosa mía o a ti también te hizo llorar?».
Una vez le regalé At the Gates of the Animal Kingdom a un amigo y le dije: «Si esto no te encanta, no tenemos nada en común».
Cada frase está elaborada y construida de forma tortuosa. Cada cita y cada broma, todo lo que Hempel escribe con su estilo de humorista, es lo bastante gracioso o profundo como para recordarlo durante años. Igualmente, creo que Hempel debe de haberlas recordado, debe de haberse aferrado a ellas y haberlas guardado para usarlas en el lugar donde más pudieran brillar. Es una metáfora espeluznante del ámbito de la joyería, pero sus relatos están tachonados de incrustaciones cautivadoras. Son como galletas con virutas de chocolate pero sin la «matriz» más sosa de la galleta, hechas únicamente a base de virutas y nueces trituradas.
Y de esa forma, la experiencia de ella se convierte en tu experiencia. Los profesores explican que los estudiantes necesitan tener un avance emocional, un momento de descubrimiento -«¡ajá!»- a fin de retener la información. Fran Lebowitz todavía escribe sobre el momento en que vio por primera vez un reloj y entendió el concepto de dar la hora. La obra de Hempel se compone únicamente de dichos destellos, y cada destello te provoca una punzada de reconocimiento.
En estos mismos momentos, Tom Spanbauer está enseñando a otra remesa de estudiantes y haciendo fotocopias de «La cosecha» a partir de su viejo ejemplar de The Quarterly, la revista que editaba Gordon Lish, el hombre que enseñó el minimalismo a Spanbauer y Hempel y Richard. Y, a través de Tom, también a mí.
Al principio, «La cosecha» parece una lista de la compra llena de detalles. Y al final de las siete páginas uno no tiene ni idea de por qué está llorando. Uno se siente un poco confuso y desorientado. No es más que una simple lista de hechos presentados en primera persona, pero de alguna forma esa lista consigue componer algo más que la suma de sus partes. La mayoría de los hechos son hilarantes, pero en el último momento, cuando la risa te ha desarmado, va y te rompe el corazón.
Ella te rompe el corazón. Por encima de todo. La perversa Amy Hempel. Eso es lo primero que Tom te enseña. Que un buen relato tiene que hacerte reír y un momento después romperte el corazón. Y lo siguiente es que nunca vas a escribir tan bien. Esa parte no la aprendes hasta que has echado a perder un montón de papel y has desperdiciado tu tiempo libre con un bolígrafo en la mano durante años y años. En cualquier horrible momento puedes coger un ejemplar de Amy Hempel y descubrir que tu mejor obra no es más que una imitación barata de la peor de ella.
Para demostrar el minimalismo, los estudiantes se sientan alrededor de la mesa de la cocina de Spanbauer durante diez semanas y diseccionan «La cosecha».
El primer aspecto que se estudia es lo que Tom llama los «caballos». La metáfora es la siguiente: si vas en carromato de Utah a California, usas los mismos caballos para todo el camino. Si en lugar de «caballos» ponéis «motivos recurrentes» o «ideas repetidas», os haréis a la idea. En el minimalismo, un relato es una sinfonía, que crece y crece pero nunca pierde la línea melódica original. Todos los personajes y las escenas, las cosas que parecen distintas, todas ilustran algún aspecto del tema de la historia. En «La cosecha», vemos que todos los detalles son aspectos de la mortalidad y la disolución, desde los donantes de riñón hasta los dedos agarrotados y la serie de televisión Dinastía.
El siguiente aspecto es lo que Tom llama la «lengua quemada». Es una forma de decir algo pero diciéndolo mal, retorciéndolo para hacer que el lector tenga que ir más despacio. Obligando al lector a leer con mayor atención y no solamente ojear una superficie de imágenes abstractas, adverbios que sirvan de atajo y clichés.
En el minimalismo los clichés se llaman «texto recibido».
En «La cosecha» Hempel escribe: «Mis días avanzaban como una cabeza cortada que termina una frase». Ahí tenéis sus «caballos» de la muerte y la disolución, y también la tenéis escribiendo una frase que os hace frenar y adoptar una velocidad más concentrada y atenta.
Oh, y en el minimalismo no hay términos abstractos. Nada de adverbios estúpidos como «somnolientamente», «irritantemente» o «tristemente», por favor. Y nada de medidas, nada de centímetros, metros, grados o edad. La frase «una chica de dieciocho años», ¿qué quiere decir?
En «La cosecha» Hempel escribe: «El año en que aprendí a pronunciar suaré en vez de soirée, un hombre al que apenas conocía de nada estuvo a punto de matarme por accidente».
En lugar de una fría cifra relativa a la edad o a un sistema de medidas, tenemos la imagen de alguien que está ganando en sofisticación, además hay lengua quemada y además se usa el caballo de la mortalidad.
¿Y a qué nos llevan estas cosas?
Otra cosa que se estudia del minimalismo es el «registro de ángel». Esto quiere decir escribir sin hacer juicios. Al lector no se le describe nada como «gordo» o «feliz». Solamente se pueden describir acciones y apariencias de una forma que haga que el juicio aparezca en la mente del lector. Sea lo que sea, uno lo disgrega en forma de detalles que se vuelvan a reunir en la mente del lector.
Amy Hempel hace esto. En lugar de decirnos que el novio de «La cosecha» es un gilipollas, lo vemos sostener un jersey empapado de sangre de su novia y decirle: «Tú estarás bien, pero este jersey está para tirar».
Menos se convierte en más. En lugar del habitual flujo de detalles generales, uno se encuentra con un goteo lento de párrafos de una sola frase, cada uno de los cuales evoca su propia respuesta emocional. En el mejor de los casos, Hempel es una abogada que va presentando su caso, prueba tras prueba. Una prueba detrás de otra. En el peor de los casos, es una maga que engaña a la gente. Pero al leer uno siempre recibe la bala sin esperarla.
Así que ya hemos hablado de los «caballos», de la «lengua quemada» y del «registro de ángel». Ahora nos referiremos a escribir «en el cuerpo».
Hempel enseña que una historia no tiene que ser un flujo constante de bla, bla, bla que intimide al lector para obligarlo a prestar atención. No hay que agarrar al lector de las orejas y hacerle tragar todos y cada uno de los momentos. En cambio, la historia puede ser una sucesión de detalles sabrosos, olorosos y táctiles. Lo que Tom Spanbauer y Gordon Lish llaman «ir a por el cuerpo», darle al lector una reacción física simpática, involucrar al lector a un nivel visceral.
El único problema del palacio de fragmentos de Hempel es lo difícil que resulta citarlo. Sacad cualquier parte de contexto y perderá su poder. El filósofo francés Jacques Derrida compara escribir ficción con un código de software que opera en el hardware de la mente. Con engarzar macros individuales que, combinadas, crean una reacción. Ninguna ficción consigue esto tan bien como la de Hempel, pero todas sus historias son tan tersas, y están tan despojadas de todo lo que no son datos desnudos, que lo único que uno puede hacer es tumbarse en el suelo boca abajo y elogiarla.
Mi norma sobre conocer a la gente es que si me encanta lo que escriben no quiero arriesgarme a verlos tirarse un pedo o hurgarse los dientes. El verano pasado en Nueva York hice una lectura en el Barnes & Noble de Union Square en la que elogié a Hempel y le dije al público que si ella escribiera lo bastante yo me quedaría en casa y me pasaría el día leyendo en la cama. La noche siguiente ella apareció en mi lectura del Village. Yo me bebí media cerveza y estuvimos hablando sobre ventosidades.
Con todo, tengo cierta esperanza de no volver a verla nunca más. Pero me compré aquella primera edición de setenta y cinco dólares.
Es casi medianoche en el desván de Marilyn Manson.
Estamos en lo alto de una escalera de caracol donde el esqueleto de un hombre de más de dos metros de altura, con los huesos ennegrecidos por el paso del tiempo, permanece en cuclillas, con el cráneo humano reemplazado por el cráneo de un carnero. Se trata del retablo de una antigua iglesia satánica en Gran Bretaña, dice Manson. Al lado del esqueleto está la pierna artificial que un hombre se quitó y le dio a Manson después de un concierto. Junto a ella está la peluca con peinado de palurdo de la película La sucia historia de Joe Guarro.
Esto tiene lugar al final de diez años de trabajo. Es un nuevo comienzo. El alfa y el omega de un hombre que ha trabajado más de una década para convertirse en el artista más despreciado y temible del mundo de la música. A modo de salvaguarda. De mecanismo de defensa. O simplemente por aburrimiento.
Las paredes son rojas, y cuando Manson se sienta en la alfombra negra, barajando las cartas del tarot, dice:
– Es difícil leerse a uno mismo.
En alguna parte, dice, tiene el esqueleto de un niño chino de siete años, desmontado y sellado en bolsas de plástico.
– Creo que lo voy a usar para hacer una araña de luces -dice.
En alguna parte está la botella de absenta que bebe pese al miedo a las lesiones cerebrales.
Aquí en el desván están sus pinturas y el manuscrito inacabado de su nuevo libro, una novela. Saca los diseños de una nueva baraja de cartas del tarot. Él aparece en casi todas las cartas. Manson el Emperador, sentado en una silla de ruedas con piernas protésicas, un rifle en las manos y la bandera norteamericana colgada boca abajo detrás de él. Manson como el Loco decapitado, tirándose de un acantilado, con imágenes granulosas de Jackie Onassis con su vestido rosa y un póster de campaña de JFK de fondo.
– Era cuestión de reinterpretar el tarot -dice-. Reemplacé las espadas por pistolas. Y la Justicia está sopesando la Biblia con el Cerebro.
Y dice:
– Como cada carta tiene tantos símbolos distintos, hay en ellas un elemento de verdadero ritual y magia. Cuando barajas, se supone que les transfieres energía a las cartas. Suena un poco cutre. No es algo a lo que me dedique todo el tiempo. Me gusta mucho más el simbolismo que intentar confiar en la adivinación.
»Creo que una pregunta razonable sería: ¿qué viene a continuación? -dice, a punto de echar las cartas y empezar su lectura-. O más específicamente, ¿cuál es mi siguiente paso?
Manson reparte la primera carta: el Sumo Sacerdote.
– La primera carta que repartes -dice Manson, mirando la carta, que está del revés- representa la sabiduría y la previsión, y el hecho de que la haya sacado del revés podría significar lo contrario, como una ausencia. Puede ser que esté siendo ingenuo sobre algo. Esta carta es, ahora mismo, mi influencia directa.
Esta lectura tiene lugar después de que Rose McGowen se marche de la casa que los dos comparten en Hollywood Hills. Después de que Manson y McGowen jueguen con sus boston terriers, Bug y Fester, y de que ella le enseñe un catálogo con los disfraces de Halloween que quiere comprar por teléfono para los perros. Ella nos habla del «Boston Tea Party», donde cientos de personas hacen desfilar a sus boston terriers por un parque de Los Ángeles. Me cuentan que alquilaron una limusina Cadillac azul pastel de 1975 -la única que se podía alquilar- para viajar a una granja aislada por la nieve en el Medio Oeste y allí compraron dos de aquellos terriers para los padres de Manson.
El coche de ella y su chófer están fuera, esperando. Tiene que coger el primer vuelo de la mañana a Canadá, donde va a hacer una película con Alan Alda. En la cocina, una pantalla muestra imágenes de las distintas cámaras de seguridad, y McGowen cuenta lo distinto que es Alan Alda en persona y lo grande que tiene la nariz. Manson le cuenta que cuando los hombres se hacen mayores, les crecen la nariz, las orejas y el escroto. Su madre, que es enfermera, le habló de viejos a los que las pelotas les colgaban a la altura de las rodillas.
Manson y McGowen se dan un beso de despedida.
– Muchas gracias -dice ella-. Ahora cuando trabaje con Alan Alda me estaré preguntando cómo tendrá el escroto de grande.
En el desván, Manson reparte su segunda carta: la Justicia.
– Esto podría referirse a mi juicio -dice-, mi capacidad de discernir, posiblemente en materia de amistades o negocios. Ahora mismo esto representa mi situación. Me siento un poco ingenuo o inseguro en cuanto a amistades o negocios, lo cual se aplica en concreto a ciertas circunstancias entre mi compañía discográfica y yo. Así que tiene todo el sentido.
El día anterior, en las oficinas de su compañía discográfica en Santa Monica Boulevard, Manson estaba sentado en un sofá de cuero negro, vestido con pantalones de cuero negro, y cada vez que se movía el roce de los cueros emitía una especie de gruñido grave que se parecía asombrosamente a su voz.
– De niño intenté aprender a nadar, pero no podía soportar el agua que me entraba por la nariz. Me da miedo el agua. No me gusta el océano. Tiene algo demasiado infinito que me parece peligroso.
Las paredes son de color azul oscuro y no hay ninguna luz encendida. Manson está sentado en una habitación de color azul oscuro con el aire acondicionado a todo trapo, bebiendo un refresco de cola y con las gafas de sol puestas.
– Supongo que tengo tendencia a vivir en lugares donde no encajo. Crecí en Florida, y tal vez es eso lo que me hizo ser un inadaptado. Eso fue lo que me llevó a que me gustara y me atrajera todo lo que se oponía a mi entorno, porque nunca me gustó la cultura de la playa.
Dice:
– Lo que me gustaba era mirar. Cuando me mudé a Florida y todavía no conocía a nadie, me sentaba a mirar a la gente. Escuchaba sus conversaciones y observaba. Sí uno quiere crear algo que la gente desee escuchar y observar, primero tiene que escuchar a la gente. Esa es la clave.
En casa, en el desván de su casa de cinco pisos, bebiendo una copa de vino tinto, Manson reparte su tercera carta: el Loco.
– La tercera carta representa mis metas -dice con esa voz que suena a cuero frotando contra cuero-. El Loco está a punto de tirarse de un acantilado y es una buena carta. Representa embarcarse en un viaje o dar un gran paso adelante. Esto podría representar la campaña del disco que sale ahora o la nueva gira.
Dice:
– Me dan miedo las salas abarrotadas. No me gusta estar rodeado de mucha gente, pero me siento muy cómodo en el escenario delante de miles de personas. Creo que es una forma de defenderse de esa fobia.
Su voz es grave y suave y desaparece por debajo del susurro del aire acondicionado.
– Sé que es raro, pero soy muy tímido -dice-. Y esa es la ironía de ser un exhibicionista, de estar delante de tanta gente. Y es que en realidad soy muy tímido.
»También me gusta cantar a solas. Cuando canto prefiero que haya cuanta menos gente mejor. Cuando estoy grabando, a veces los obligo a pulsar la tecla de grabar y salir de la sala.
Sobre las giras, dice:
– Las amenazas de muerte hacen que la vida valga la pena, hacen que todo sea excitante. Son el alivio supremo contra el aburrimiento. Estar en medio de todo eso. Yo pensaba: «Sé que para transmitir lo que quiero transmitir voy a tener que llevar las cosas hasta un extremo tal que me situaré en lo más bajo y me convertiré en la persona más despreciada del mundo. Voy a representar todo eso a lo que os oponéis y vosotros no podréis decir nada para hacerme daño ni para hacer sentirme peor. Solamente podré ir hacia arriba». Creo que eso fue lo más gratificante, sentir que nadie podría hacerme daño de ninguna forma. Aparte de matándome. Porque represento lo más bajo. Soy lo peor que puede haber, así que nadie puede decir que yo haya hecho nada que me ha hecho quedar mal, porque ya digo de entrada que soy lo peor. Fue muy liberador no tener que preocuparme de cómo la gente iba a intentar acabar conmigo.
»Si no os gusta mi música, no me importa. Es algo que no me preocupa. Si no os gusta mi aspecto, si no os gusta lo que tengo que decir, todo eso es parte de lo que estoy buscando. Me estáis dando justo lo que pido.
Manson reparte su cuarta carta: la Muerte.
– La cuarta carta es tu pasado lejano -dice-, Y la carta de la Muerte representa en la mayoría de los casos una transición, y es parte de lo que te ha traído hasta donde estás y a como estás ahora. Esto tiene mucho sentido, teniendo en cuenta que acabo de pasar por una transición grandiosa que ha tenido lugar en el curso de los últimos diez años.
Sentado en la sala de color azul oscuro de su discográfica, dice:
– Creo que mi madre tiene en muchos sentidos ese síndrome de Munchausen que hace que la gente intente convencerte de que estás enfermo para poder aferrarse a ti durante más tiempo. Porque cuando yo era joven, mi madre siempre me decía que era alérgico a distintas cosas a las que no era alérgico. Me decía que yo era alérgico a los huevos y al suavizante y a toda clase de cosas extrañas. Forma parte del elemento médico también, porque mi madre es enfermera.
Sus pantalones de cuero negro son tan largos que ocultan unos zapatos negros de suela gruesa.
Dice:
– Recuerdo que se me cerró la uretra, y me tuvieron que meter un taladro por la polla y desbloquearla. Fue lo peor que le podía ocurrir a un niño. Me dijeron que después de pasar la pubertad tenía que volver y hacérmelo otra vez, pero yo les dije: «Ni hablar. Ya no me importa cómo sea mi flujo urinario. Yo no vuelvo».
Su madre todavía guarda su prepucio en una ampolla.
– Cuando yo estaba creciendo, no me llevaba bien con mi padre. El no estaba nunca, y por eso yo no hablaba nunca de él, porque no lo veía. Trabajaba todo el tiempo. Yo no considero que lo que yo hago sea trabajo, pero sí creo haber heredado su determinismo de la adicción al trabajo. Creo que no fue hasta que yo tenía veintitantos cuando me habló de sus experiencias en la guerra de Vietnam. Entonces empezó a hablarme de la gente a la que había matado y a contarme que había estado involucrado en cosas relacionadas con el Agente Naranja.
Dice:
– Mi padre y yo tenemos los dos una especie de trastorno cardíaco, un soplo en el corazón. De niño yo estuve muy enfermo. Tuve neumonía cuatro o cinco veces y siempre estaba en el hospital, siempre flaco, esquelético y listo para que me dieran de guantazos.
Suenan teléfonos en las demás oficinas. Por la calle avanzan cuatro carriles de tráfico.
– Cuando estaba escribiendo el libro [su autobiografía] -dice Manson-, todavía no había llegado a la conclusión de lo mucho que me parezco a mi abuelo. Hasta que llegué al final del libro no me di cuenta. De que de niño yo lo veía como a un monstruo porque tenía ropa de mujer y consoladores y todo eso, y a fin de cuentas resulta que yo me he vuelto mucho peor de lo que era mi abuelo.
»Creo que no le he contado esto a nadie -dice Manson-, pero lo que he descubierto durante el último año es que mi padre y mi abuelo nunca se llevaron bien. Mi padre volvió de la guerra de Vietnam, y como que lo echaron a la calle y le dijeron que tenía que pagar alquiler… Hay algo realmente oscuro en esa historia que nunca me ha gustado. Y el año pasado mi padre me contó que había descubierto que no era su padre verdadero. Y oír aquello fue muy extraño, porque de pronto empezó a tener sentido que lo trataran así de mal y que tuviera una relación familiar tan rara. Resulta verdaderamente extraño pensar que no era mi abuelo de verdad.
Dice:
– Sospecho que hay tantas imágenes de la muerte porque de niño, por el hecho de estar siempre enfermo y de tener tantos parientes enfermos, viví durante mucho tiempo con el miedo a la muerte. Viví con miedo al demonio. Con miedo al fin del mundo. Al Éxtasis, que es un mito cristiano que descubrí que ni siquiera existe en la Biblia. Y me acabé convirtiendo en todo eso. Acabé convirtiéndome en las cosas que temía. Así es como conseguí vencerlas.
En el desván, Manson reparte su quinta carta: el Ahorcado.
– La quinta carta es más bien tu pasado reciente -dice-. También se supone que significa que ha tenido lugar alguna clase de cambio. En este caso, podría querer decir que he aprendido a concentrarme mucho más y que en cierto sentido he descuidado mis amistades y mis relaciones.
Dice:
– Nací en mil novecientos sesenta y nueve, y ese año se ha convertido en el eje central de muchas cosas, sobre todo de este disco, Holy Wood. Es porque mil novecientos sesenta y nueve fue el final de muchas cosas. La cultura cambió por completo, y creo que es muy importante que sea también la fecha de mi nacimiento. El final de los sesenta. El hecho de que Huxley y Kennedy murieran el mismo día. Para mí, aquello abrió una especie de cisma o de portal a lo que iba a pasar después. Empecé a ver paralelismos en todas partes. Altamont fue como el Woodstock del noventa y nueve. Vivo en la misma casa donde vivieron los Stones cuando escribieron «Let It Bleed». Encontré Cocksucker Blues, una película muy poco conocida que hicieron, y aparecen en mi sala de estar escribiendo «Gimme Shelter». Y «Gimme Shelter» fue la canción que acabó siendo emblemática de toda la tragedia de Altamont. Y los asesinatos de Charlie Manson son algo con lo que he estado obsesionado siempre, desde que era niño. Para mí, tuvieron la misma cobertura mediática que Columbine.
»Lo que siempre me ha preocupado es -dice- que está pasando exactamente lo mismo. Nixon salió durante el juicio y dijo que Manson era culpable, porque a Nixon lo estaban culpando de todos los problemas que atravesaba la cultura. Y después salió Clinton y dijo lo mismo: “¿Por qué actúan estos chavales de forma tan violenta? Debe de ser por Marilyn Manson. Debe de ser por esta película. Debe de ser por este videojuego”. Luego el tío mira para otro lado y tira unas cuantas bombas en otro continente para matar a unas cuantas personas. Y encima se pregunta por qué los chavales tienen bombas y se dedican a matar a la gente…
Manson trae unas acuarelas que ha pintado: oscuros, brillantes y coloridos retratos de McGowen que recuerdan a los tests de Rorschach. Acuarelas que pinta… bueno, no tanto con pinturas como con el agua que queda tras limpiar los pinceles. Una de las pinturas muestra las cabezas sonrientes de Eric Harris y Dylan Klebold empaladas en los dedos levantados de una mano que hace el signo de la paz.
– Resulta que ni siquiera eran fans míos -dice-. Un periodista de Denver investigó lo bastante como para descubrir que yo no les gustaba porque era demasiado comercial. A ellos les gustaba un rollo más underground. Me cabreó que los medios se aferraran a una cosa y la hincharan hasta extremos exagerados. Y fue porque soy un blanco fácil. Parezco culpable. Y en aquel momento yo estaba de gira.
Dice:
– La gente siempre me pregunta: «¿Qué les habrías dicho si hubieras podido hablar con ellos?». Y mi respuesta es: «Nada. Habría escuchado». Ahí está el problema. Nadie escuchaba lo que decían. Si hubierais escuchado, os habríais enterado de lo que estaba pasando.
Y dice:
– Resulta extraño que, aunque la música es algo que uno escucha, creo que también te escucha a ti porque no emite juicios. Así es como los chavales encuentran cosas con que identificarse. O los adultos. He ahí un sitio al que puedes ir sin que te juzguen. Sin nadie que te diga en qué tienes que creer.
Manson reparte su sexta carta: la Estrella.
– Esta carta es el futuro -dice-. La Estrella. Esto quiere decir un gran éxito.
Dice:
– Durante mucho tiempo no me podía imaginar a mí mismo llegando a este punto. Nunca miraba más allá porque pensaba que o bien me iba a destruir a mí mismo o bien alguien me iba a matar en el proceso. Así que en cierto modo he ido más allá del sueño. Y da miedo. Es como empezar de nuevo, pero eso es bueno porque es lo que necesitaba. Ha habido muchos pequeños renacimientos por el camino, pero ahora siento que he vuelto a nacer en el mismo sitio donde empecé pero con una interpretación distinta. En cierto modo he vuelto atrás en el tiempo, pero ahora tengo más munición y más conocimientos para afrontar el mundo.
Dice:
– Lo natural sería que me metiera en el mundo del cine, pero realmente tiene que ser poniendo yo las condiciones. Creo que estoy mejor dotado como director que como actor, aunque me gusta actuar. Estoy hablando con Jodorowsky, el tío que hizo El topo y La montaña sagrada. Es un director hispanoamericano que trabajó con Dalí. Ha escrito un guión titulado Abelcaín que es fantástico. Hace como quince años que lo tiene y quiere hacerlo, pero se ha puesto en contacto conmigo porque yo soy la única persona con la que quería trabajar. Y el personaje es muy distinto a lo que la gente conoce de mí, y esa es la única razón por la que me interesa, porque la mayor parte de la gente que viene a mí quiere que interprete distintas versiones de mí mismo. Y eso no es ningún desafío.
En primavera de 2001, Manson planea publicar su primera novela, titulada Holy Wood, un relato que abarcará sus tres primeros discos. En el desván, sentado en el suelo e inclinado hacia la luz azul de su ordenador portátil, me lee en voz alta el primer capítulo, una historia mágica, surrealista y poética, trufada de detalles y sin ningún parecido con la narrativa tradicional y aburrida. Fascinante, aunque de momento alto secreto.
Reparte su séptima carta: la Suma Sacerdotisa.
– Esta… -dice-, no sé qué pensar de esta.
A la gente que viene a entrevistar a Manson, su publicista les pide que no publiquen el hecho de que se pone de pie cada vez que una mujer entra o sale de la sala. Después de que una lesión de espalda dejara a su padre inválido, Manson les compró a sus padres una casa en California y ahora los mantiene. Cuando se registra en un hotel, usa el nombre de «Patrick Bateman», el asesino en serie de la novela American Psycho de Bret Easton Ellis.
Reparte su octava carta:
– El Mundo -dice-. Colocada aquí de forma adecuada, representa los factores ambientales o externos que pueden neutralizarlo a uno.
Dice:
– Tuve una experiencia enormemente interesante en Dublín. Como es un sitio tan católico, hice una actuación allí dentro de mi gira europea. Tenía una cruz hecha de televisores que estallaban en llamas y luego salía yo, que básicamente estaba desnudo salvo por la ropa interior de cuero. Llevaba el cuerpo pintado como si estuviera quemado. Salí al escenario mientras la cruz estaba en llamas y vi que la gente de la primera fila apartaba la cara y miraba en otra dirección. Así de ofendidos estaban, y es increíble que alguien pudiera estar tan ofendido, que apartaran la cara y miraran para otro lado. Cientos de personas.
Manson reparte su novena carta: la Torre.
– La Torre es una carta muy mala -dice-. Representa la destrucción, pero de la forma en que esto se lee, figura que voy a tener que luchar básicamente contra todo el mundo. Va a ser una lucha revolucionaria y se va a producir alguna clase de destrucción. El hecho de que el resultado final sea el Sol quiere decir que es probable que el destruido no sea yo. Será probablemente la gente que se interponga en mi camino.
Sobre su novela, dice:
– Si coges toda la historia desde el principio ves que es paralela a mi historia, pero está contada con metáforas y distintos símbolos que he pensado que otra gente puede utilizar. Trata sobre ser inocente e ingenuo, en gran medida como estaba Adán en el Paraíso antes de caer en desgracia. Y sobre comprender algo como «Holy Wood» [Madera sagrada], que he usado como metáfora para representar lo que la gente cree que es un mundo perfecto, el ideal con el que todos hemos de compararnos, la forma en que se supone que tenemos que actuar y el aspecto que hemos de tener. Y trata sobre querer, durante toda la vida, formar parte de un mundo que no considera que encajes, al que no le caes bien, que te machaca a cada paso que das, y a pesar de todo tú luchas y luchas y luchas hasta que lo consigues y entonces te das cuenta de que toda la gente que te rodea era la gente que al principio te machacaba. Así que automáticamente odias a todo el mundo que te rodea. Los detestas por hacerte formar parte de este juego en el que no te dabas cuenta de que te estabas metiendo. En cierto sentido has cambiado una celda por otra.
»Esa acaba siendo la revolución -dice-. Ser lo bastante idealista como para creer que puedes cambiar el mundo, y descubrir que lo único que puedes hacer es cambiarte a ti mismo.
McGowen llama desde el aeropuerto y promete llamar otra vez cuando aterrice su avión. Dentro de una semana Manson partirá rumbo a Japón. Dentro de un mes empezará una gira mundial en Mineápolis. La primavera que viene su novela cerrará la década anterior de su vida. Y después de eso volverá a empezar.
– En cierta forma es como… no como una carga pero sí como si me quitara un peso de encima al dejar reposar un proyecto a largo plazo -dice-. Eso me da la libertad para ir a cualquier parte. Me siento en gran medida como hace diez años cuando monté la banda. Siento el mismo impulso, la misma inspiración y el mismo desprecio hacia el mundo que me da ganas de hacer algo que haga pensar a la gente.
»El único miedo que tengo es el miedo a no ser capaz de crear, a no tener inspiración -dice Manson.
»Puede que fracase, y puede que esto no funcione, pero por lo menos soy yo quien elige hacerlo. No es algo que haga porque no me queda más remedio.
Manson reparte su última carta: el Sol.
Los dos boston terriers están encogidos, durmiendo sobre una butaca de terciopelo negro.
Y me dice:
– Este es el resultado final, el Sol, que representa la felicidad y el cumplimiento de grandes ambiciones.
– Volamos desde Miami a Tegucigalpa -dice Michelle Keating-, y luego pasamos cinco días de terror. Había minas antipersona. Había serpientes. Había gente que se moría de hambre. El alcalde de Tegucigalpa se había matado la semana antes en un accidente de helicóptero.
Keating mira las fotografías de un montón de álbumes y dice:
– Fue el huracán Mitch. Yo nunca había imaginado que presenciaría un desastre semejante.
En octubre de 1998 el huracán Mitch arrasó la República de Honduras con vientos de doscientos noventa kilómetros por hora y días enteros de lluvias torrenciales, con sesenta y cinco centímetros cúbicos en un solo día. Murieron 9.071 personas en Centroamérica, 5.657 de ellas en Honduras, donde sigue habiendo 8.058 personas desaparecidas. Un millón cuatrocientas mil personas se quedaron sin casa y el setenta por ciento de las cosechas del país quedaron destruidas.
En los días posteriores a la tormenta la ciudad de Tegucigalpa era una cloaca abierta, atiborrada de barro y de cadáveres. Hubo un brote de malaria. También de dengue. Las ratas transmitían la leptospirosis, que causa fallos hepáticos y renales y la muerte. En aquella ciudad de mineros, situada a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, un tercio de los edificios quedaron destruidos. El alcalde de la ciudad murió mientras inspeccionaba los daños en helicóptero. Los saqueos se generalizaron.
A ese país donde el cincuenta por ciento de los seis millones y medio de personas viven por debajo del nivel de pobreza establecido por las Naciones Unidas y el treinta por ciento de la población está desempleada, fueron Michelle Keating y su golden retriever, Yogi, a ayudar a encontrar a los muertos.
Michelle mira una foto de Yogi sentado en un asiento de la American Airlines, comiéndose un menú de avión que tiene en una bandeja delante.
Refiriéndose a otro voluntario del equipo de búsqueda y rescate, me dice:
– Harry me dijo: «Esta gente tiene hambre y es posible que intenten comerse a tu perro». Volvía a casa en coche de una reunión con él y empecé a decirme: «¡No quiero morir!». Pero sabía que sí quería ir.
Mira varias fotos del cuartel de bomberos de Honduras donde dormían. Habían llegado perros entrenados para el rescate de México, pero no eran de gran ayuda. A las dos de la madrugada se había desmoronado un embalse que había por encima de la ciudad.
– Una ola de doce metros lo había arrasado todo y después se había retirado dejando atrás nada más que un lodazal increíblemente profundo -dice Keating-. Allí donde el agua y el barro habían tocado un cadáver se habían impregnado de su olor. Y era eso lo que estaba confundiendo a los perros mexicanos. Los olores los llamaban desde todas partes.
Mirando las fotos del río Choluteca, crecido y fangoso, dice:
– Había dengue. Había gérmenes. Allí donde uno fuera, olía a cadáver. Y Yogi tampoco pudo librarse, y ya no movía la cola para nada. Había carestía de agua, pero nosotros lo lavábamos todo siempre que podíamos.
En las fotografías aparece gente quitando con palas el barro de las calles a cambio de comida del gobierno. El olor de los muertos era «acre», dice Keating.
– Se notaba en la boca.
Y dice:
– Murieron diez mil personas por todo el país y un buen porcentaje de ellos estaba aquí, en Tegucigalpa, porque también hubo corrimientos de tierra. Primero está la gente que murió ahogada por la ola de doce metros que arrasó la ciudad. Y luego se hundió el campo de fútbol.
Me enseña fotos de salas a oscuras, llenas de barro y muebles rotos. Dice:
– El primer día fuimos a un restaurante chino donde había muerto una familia. El departamento de bomberos tenía que excavar, y lo que nosotros podíamos hacer era ahorrarles un montón de tiempo, y de dolor, porque podíamos señalar exactamente dónde estaban. En el restaurante chino nos pusimos protector labial mentolado debajo de la nariz, mascarillas y cascos con luz porque estaba oscuro. Toda la comida, como el cangrejo, estaba por el suelo, las cloacas se habían desbordado y el barro llegaba hasta las rodillas. Y estaba todo lleno de pañales sucios. Así que Yogi y yo fuimos hasta la cocina y yo pensé: «Madre mía, ¿qué vamos a encontrar?».
En las fotos lleva un casco de minero con una luz montada en la parte de delante y una mascarilla quirúrgica de gasa.
– Toda la ropa y los efectos personales de aquella gente estaban incrustados en el barro -dice-. Su vida entera.
Encontraron los cadáveres aplastados y retorcidos:
– Resultó que estaban debajo de una tarima. Era una tarima del restaurante sobre la que había sillas y mesas y el agua los había arrastrado hasta allí.
Michelle está sentada en el sofá de su sala de estar, con los álbumes de fotos en una mesa delante de ella. Yogi está sentado en el suelo a su lado. Otro golden retriever, Maggie, está sentado en un sillón de fumar al otro lado de la sala. Los dos perros tienen cinco años y medio. Maggie procede de un refugio de animales donde la encontraron, enferma y muerta de hambre, al parecer abandonada por un criador después de que hubiera dado a luz a tantas carnadas que ya no podía parir más.
A Yogi se lo vendió un criador cuando tenía seis meses y no podía caminar.
– Resultó que tenía displasia de las articulaciones del codo -dice-. Y hace un par de años lo llevé a un veterinario de Eugene, que lo operó para que pudiera caminar. El veterinario le recolocó la articulación del codo. Lo que pasaba era que aquella pequeña articulación tenía que funcionar como puntal, pero en cambio estaba recibiendo todo el peso y se estaba fragmentando, y al perro le resultaba muy doloroso.
Mira a la perra que está en el sillón y dice:
– Maggie es más bien del tipo rojizo y pequeño. Debe de pesar unos treinta kilos. Yogi es de los grandes, rubios y peludos. En invierno llega a los cuarenta y cinco kilos. Tiene el típico trasero grande y dorado.
Mira las fotos más antiguas y dice:
– Hace unos ocho años tenía un perro llamado Murphy. Era una mezcla de border collie y pastor australiano, un perro increíble, y pensé: «Es una buena manera de practicar obediencia con él y de paso conocer gente». Yo estaba trabajando en la Hewlett-Packard, en una oficina, así que necesitaba algo distinto.
Y dice:
– Cuanto más lo hacía, más me intrigaban los casos. Empezó como algo centrado en la obediencia del perro y terminó siendo algo por lo que sentía más que pasión.
En las fotos de Honduras, Michelle y Yogi trabajan con otro voluntario, Harry Oakes Jr., y con su perra Valerie, una mezcla de collie de pelo largo, schipperke y kelpie. Oakes y Valerie ayudaron a inspeccionar las ruinas del Tribunal Federal después del atentado de Oklahoma City.
– Cuando Valerie huele un cadáver, o lo que sea que esté buscando, se pone a ladrar. Es muy expresiva. Yogi mueve la cola y se excita mucho, pero apenas ladra. Si es una víctima que ha muerto, se pone a gemir. Baja la cola y reacciona como con preocupación.
Dice:
– Valerie se pone histérica y se echa a llorar. Y si el suelo es de barro y hay alguien enterrado debajo, se pone a cavar. O si es agua, se tira al agua.
Mira las fotos de las casas derruidas y dice:
– Cuando alguien está preocupado o furioso o algo así, libera epinefrina. Cuando tiene lugar un acto violento o una muerte, se produce una emisión más intensa de ese mismo olor. Además de los gases y fluidos que hubiera en el cuerpo cuando murió. Ya te puedes imaginar lo importante que eso debía de ser para la manada cuando estos animales vivían en libertad. Para un animal, ese olor quiere decir: «Aquí ha habido una muerte. Han matado a un miembro de mi manada». Y se angustian especialmente cuando se trata de un humano, porque somos parte de su manada.
Dice:
– Un noventa por ciento del adiestramiento para búsquedas y rescates consiste en que el humano aprenda a reconocer lo que el perro está haciendo de forma natural. Ser capaz de leer a Yogi cuando está preocupado.
»La obediencia les deja claro que tú estás al mando -dice-. Luego les escondes juguetes. Yo todavía lo hago. Y les encanta. Hacen carreras para ver quién lo encuentra primero. Lo siguiente que haces es que alguien sujete al perro mientras tú vas y te escondes. Y así vas planteando situaciones cada vez más complejas. Ellos buscan un rastro. Si no han visto adonde has ido, te pueden oler.
Mira la foto de un grupo de hombres y dice:
– Esta es la brigada de bomberos venezolana. Decíamos que éramos el equipo de rescate panamericano.
Señalando otra foto, dice:
– Esta es la zona que llamábamos el «cementerio de coches».
Refiriéndose a una enorme ladera derrumbada de lodo, dice:
– Este es el campo de fútbol que se hundió.
Sobre otra foto del interior de una casa llena de barro, dice:
– Dentro de esta casa que había sido saqueada las paredes estaban llenas de huellas de manos. Por todas partes donde los saqueadores habían apoyado las manos para mantener el equilibrio.
Formando una amplia cenefa a lo largo de las paredes hay incontables huellas perfectas de manos impresas en barro marrón.
En otras fotos aparecen las salas donde Yogi encontró cuerpos enterrados bajo las paredes caídas, bajo los colchones.
Una foto muestra un vecindario de casas desplomadas por la ladera de un abrupto barranco de lodo.
– Esto es en la colina donde las casas se habían derrumbado -dice-. Había cientos de historias por las cuales la gente no quería marcharse. No querían que los saqueadores se llevaran sus cosas. Una mujer con niños dijo que su marido se había ido a un bar y le había dicho que se quedara allí. Historias trágicas y terribles.
Otra foto muestra a Valerie durmiendo en la parte de atrás de una camioneta. Parece pequeña en comparación con el enorme montón de bolsas de plástico negras que tiene al lado.
Michelle dice:
– Esta es Valerie con las bolsas de transporte de cadáveres, agotada.
Me habla de su primera búsqueda y me cuenta:
– Fue en Kelso, donde había desaparecido la esposa de un tipo. Se rumoreaba que la mujer tonteaba con toda clase de gente que pasaba por su casa. Así que nos dirigimos a su granja, que estaba impecablemente cuidada. Con caballos y pastos y un toro. Los perros emitieron una impresionante alerta de muerte en el establo. Bajaron la cola y se mearon. No paraban de tragar saliva. La reacción natural es defecar, además de mear, gemir y llorar. Creo que es algo que les da náuseas. Yogi se apartó. No quería ni acercarse. Valerie fue hacia allí y se puso a cavar sin dejar de ladrar, y se puso frenética porque estaba intentando comunicar algo: «¡Está aquí!».
»El niño de aquella familia, que tenía unos cuatro años, dijo a su abuela algo así como: “Papá ha puesto a mamá bajo el agua”, luego se lo llevaron y ya nadie consiguió quedarse a solas con él.
En otra foto de Tegucigalpa hay una larga tira de cemento volcada de lado en medio del lecho de un río.
– Esto era un puente -dice Michelle.
En todas las fotos hay paquetitos de manteca rancia tirados por todas partes, diseminados por el agua.
– La búsqueda más profunda, que todavía me provoca un nudo en la garganta, fue la de un niño autista -dice-. El chaval tenía cuatro años y lo tenían encerrado, pero encontró una forma de abrir la puerta mientras su madre estaba planchando en el piso de arriba. En cuanto salió por la puerta se quitó toda la ropa. Se presentó un montón de gente voluntaria para ir en su busca. Y eso no es bueno, porque cada vez que alguien pasa sobre el rastro, el olor se desvía hacia otra parte.
En las fotos más antiguas, Michelle está trabajando con Rusty, otro golden retriever. Las fotos muestran un denso bosque rodeando un cenagal oscuro de agua estancada.
– Al cabo de una hora de llegar allí, llegamos al cenagal. Aquel era el punto de partida de la búsqueda, porque al niño le gustaba tirar un juguete y recogerlo una y otra vez. Era un pequeño terraplén situado por encima de la ciénaga y rodeado de raíces y árboles.
Dice:
– Para entonces Rust estaba muy angustiado y triste. Aquel era el primer sitio donde el niño se había metido, así que el olor allí no era tan fuerte como cuando nos pusimos a seguir la corriente todavía débil de la ciénaga hasta la parte donde se volvía más y más fuerte. Entonces fue cuando llamamos a los buzos. Había una alcantarilla entre dos partes del cenagal.
Mira las fotos y dice:
– Lo que pasó fue que el cuerpo se había quedado atrapado en aquella alcantarilla y estaba cubierto de barro.
Acaricia a Yogi y dice:
– Se trataba de una zona de agua bastante extensa, y yo iba de un lado a otro, recibiendo alertas de muerte por toda aquella enorme zona pantanosa. Me dedicaba a marcar todos los sitios donde el perro reaccionaba. Toda el agua que había estado en contacto con el cuerpo estaba impregnada de olor a muerte. A veces uno puede triangular y calcular dónde está el cuerpo a partir de las alertas que recibe.
»Fuimos etiquetando y calculando de dónde venía el viento -dice-. Cuál era la temperatura. Quién era yo. Qué hora era. Todo lo poníamos en un mapa. Para intentar averiguar adonde había sido arrastrado el cadáver.
»Oler el aire… En caso de no saber exactamente por dónde entró la persona, sigue habiendo el olor del aire. Hay un cono de olor que va así. -Hace un gesto con las manos en el aire-. Y se puede hacer que el perro avance en zigzag. Es posible que lo haga de forma natural. Debemos conseguir que vayan hacia la fuente del olor.
Sin dejar de acariciar a Yogi, Michelle parpadea y las lágrimas brillan en sus ojos.
– Levanté la vista y lo estaban sacando de la alcantarilla. Es la única víctima que he visto, porque la mayoría de las veces, como en Honduras, vienen a desenterrar los cadáveres después de que nos hayamos ido. Pero me quedé en un profundo estado de shock en cuanto lo vi, y sentí un impulso tremendo de abrazar al pobrecillo.
Dice:
– Fuimos a la casa e hicimos varias entrevistas, y luego entramos para reconfortar a la familia, porque se supone que los perros reconfortan a las familias, y fue como adentrarse en un aura, en una energía, era como algo ambiental, como entrar en la niebla.
»No digerimos aquello como hubiéramos debido -dice Michelle-. Volví a casa, puse a Rusty con los otros dos perros para que jugara y me fui a trabajar. Siempre me ha parecido que tardó demasiado en recuperarse porque no me hice cargo de él, y creo que es porque no sabía cómo digerir aquello. Creo que no entendí lo que estaba pasando, a consecuencia del profundo shock, hasta que fui a Honduras.
»Se supone que tienes que soltarlos para que encuentren a alguien vivo, y eso lo hice. También tienes que asegurarte de que lo lavas todo. Su chaleco. Mi ropa. Todo lo que llevaran puesto. Lavar todo lo que haya en el coche. Todo lo que haya entrado en contacto con el olor a muerte. Una pizca de ese olor y vuelven a deprimirse.
Dice:
– Al volver a casa, el olor impregnó en gran medida el coche, y es que también debería haberlo limpiado.
Ahora Rusty y Murphy, el perro mezcla de collie de pelo largo y pastor de Michelle, ya están muertos, igual que todas las víctimas que encontraron. A Murphy lo sacrificaron cuando tenía catorce años y medio, después de tres años de sufrir problemas de espalda. A Rusty lo sacrificaron cuando empezaron a fallarle los riñones.
Michelle mira fotos de niños, niños que están abrazando a Yogi en una foto detrás de otra, y me cuenta que conoció a una niña en Tegucigalpa. Tenía las piernas cubiertas de infecciones de estafilococos y estaba cogiendo agua de un charco de aguas residuales. Michelle le puso tabletas desinfectantes en el agua. Un periodista le untó las piernas de crema antibiótica.
– Teníamos que ir andando a la mayoría de los sitios porque había barro y todo el mundo que veía a Yogi sonreía -dice-, Y si parábamos en algún sitio se agolpaban a su alrededor y decían en español: «¡Dámelo, dámelo!». Y él estaba entusiasmado. Le encantaba la atención. Sé que entendía lo importante que era el trabajo y yo intentaba explicárselo por el camino: «Esto es muy importante. Estás haciendo cosas buenas por la gente».
En una foto del campo de fútbol hundido, Michelle señala una multitud que está de pie en la otra punta.
– La gente se quedaba de pie al final del campo y se nos quedaba mirando, y un niño pequeño nos dijo «Gracias» en inglés.
Dice:
– Aquellas cosas me dejaban hecha polvo. Era demasiado desgarrador tener contacto humano como aquel.
Mira una foto, sonriendo, y me dice:
– Fuimos a un orfanato para animar a los perros. Un niño corría a esconderse y los perros lo encontraban.
Mira la siguiente foto y dice:
– Esto es una isla. Viajamos dos horas por carreteras llenas de baches y curvas cerradas en la parte de atrás de un volquete para llegar hasta allí. Esta es la parte de atrás del volquete, estaba llena de polvo. Encontramos tres cadáveres.
Acaricia a Yogi y dice:
– Creo que aquello le hizo envejecer. Vio y olió cosas que un cachorro de dos años no tendría que ver nunca.
En otro álbum de fotos Yogi está sentado con unos hombres muy flacos y sonrientes.
– Creo en los Bodhisattvas -dice Michelle-. En el budismo existen seres que están iluminados y que vuelven para ayudar a los demás. Creo que la intención de Yogi al estar conmigo es ayudarme a ser una persona mejor y a hacer cosas. Para mí, ir a Our House habría sido difícil sin él, pero con él me sentí como en casa.
Refiriéndose a la residencia para enfermos desahuciados de sida donde ahora lleva a Yogi, Michelle dice:
– Yo buscaba algo que me llenara y que tuviera sentido, y la gente no paraba de hablarme de Our House. Al principio les pregunté si querían a alguien que hiciera reiki, y me dijeron que no. Luego dije que tenía un perro muy bueno y listo, y entonces me dijeron que me pasara por allí. Y eso es todo. Empezamos a ir todas las semanas.
»Muchos de ellos acaban de perder a su animal de compañía -dice-. A veces ese es el factor de mitigación: “Bueno, como tengo un animal no me puedo mudar a Our House”. Luego el animal se muere y eso les causa mucho dolor. Y todo el mundo que vive allí es un poco como un refugiado. Han perdido por lo menos a un amante. Y en el plano material han perdido su casa.
Michelle rasca las orejas de Yogi y dice:
– Forma parte de su trabajo. Reconfortar a la gente. A eso me refiero con lo del Bodhisattva, a que le interesa ayudar y reconfortar a veces más que su propio bienestar.
Dice:
– El viaje a Honduras fue un momento realmente fundamental para mí. Uno de esos momentos que marcan un hito. En cierto sentido, un punto álgido. Mientras estabas allí nunca te preguntabas cuál era el sentido de tu vida porque resultaba obvio. Podías estar completamente inmerso en él.
Ahora los dos perros están dormidos en sus sillones de fumar en este rancho de color gris de los barrios residenciales. El patio está al otro lado de unas puertas correderas de cristal, salpicado del barro que dejan los perros al correr.
– Antes de ir a Honduras, acababa de terminar la universidad -dice Michelle-, Me había sacado mi máster y había dejado la Hewlett-Packard. Me decía: «Eh, hay todo un mundo multidimensional ahí fuera, mucho más importante que intentar amoldarse a la estúpida cultura de la empresa. ¿Qué sentido tiene eso?». Un día de búsqueda en Honduras, y mientras estuve allí fui muy consciente de ello, tiene cien veces más significado que veinte años en el mundo de la empresa.
»Es hermoso -dice Michelle-. Una parte de mí todavía llora cuando veo trabajar a un perro, sea un perro lazarillo o Yogi en sus mejores momentos. Simplemente me apabulla.
Cierra el álbum de Tegucigalpa, Honduras -las fotos del huracán Mitch-, y lo guarda entre una pila de álbumes.
Y dice:
– Solamente fueron ocho días. Creo que hicimos lo que pudimos.
Es probable que hayan visto a Brian Walker por televisión. Si no, lo habrán oído por la radio. Lo habrán visto charlando con Conan O’Brien, o en Good Morning America. También estuvo una mañana con Howard Stern.
Es aquel tío. Ya saben, el primero que se puso a construir su propio cohete -sí, en el jardín de su casa en Bend (Oregón)-, para lanzarse al espacio exterior.
Se hace llamar el Hombre Cohete.
Ah, sí. Claro. Aquel tío.
Ahora se acuerdan. Oyeron ustedes los detalles en cientos de espacios de televisión y radio, los leyeron en periódicos y revistas. Se enteraron de que su cohete es de fibra de vidrio y que obtiene la energía de una solución de peróxido de hidrógeno al noventa por ciento expuesta a una pantalla recubierta de plata.
– Es como cuando uno mezcla vinagre y bicarbonato -cuenta el Hombre Cohete-. Es una reacción química. El peróxido toca la plata y causa una conversión catalítica que lo convierte en vapor. Luego el vapor se expande. Básicamente, el peróxido se convierte en vapor supercaliente a unos ciento cincuenta grados y se expande hasta multiplicar su volumen por seis.
Una explosión de aire comprimido ayudará al lanzamiento. El cohete subirá ochenta kilómetros en línea recta y luego caerá, controlado por un paracaídas.
Es el rico inventor de juguetes. Comprometido con la hermosa mujer rusa a la que conoció por internet y con la que estuvo saliendo mientras se entrenaba con cosmonautas rusos.
Sí, por supuesto que han oído hablar de él y de su proyecto RUSH, que quiere decir Rapid Up Super High [Sube Rápido y Súper Alto]. El tío solo tiene estudios hasta la secundaria. Probablemente lo hayan oído en el programa de radio de Art Bell y luego le hayan enviado un e-mail. Si lo han hecho, habrán obtenido respuesta. El Hombre Cohete ha respondido miles de los e-mails de ustedes. E-mails en que le pedían consejo sobre sus inventos. Donde le contaban cómo les encantan sus juguetes a los hijos de ustedes. Y lo más asombroso es que él les ha respondido. Tal vez incluso les haya enviado un juguete.
Es su héroe. O bien piensan que es un fraude y un bocazas.
Sí, aquel tipo. ¿Qué fue de él?
Oh, sigue ahí. Bueno, sí y no.
Si le enviaron un e-mail -a www.rocketguy.com- lo más probable es que todavía lo tenga en el ordenador. Si le enviaron un e-mail, son ustedes una pequeña parte del problema.
Es diciembre de 2001 y el Hombre Cohete está en su taller, trabajando en el elevador hidráulico del camión que tiene que llevar su cohete hasta el lugar del lanzamiento. Fuera la temperatura está por debajo de los cero grados y en el desierto alto la nieve le llega a uno a los tobillos. Los doce acres donde vive Brian Walker, tan cerca del centro del pueblo que solamente da tiempo a escuchar una canción en el estéreo del coche, son en su mayor parte pinos y roca volcánica. Vive en una enorme cabaña de troncos. Un poco más allá colina abajo están su garaje y los edificios de sus talleres. Junto a los mismos está su «Jardín Espacial», un montón de equipamiento que ha construido para entrenarse para su viaje a la atmósfera.
Se pueden ver prototipos de misiles, de cápsulas y de cohetes, de colores rojo brillante y amarillo, de espuma y de fibra de vidrio. En su taller, las paredes blancas están cubiertas de prototipos de juguetes que ha inventado. Brian Walker es un tipo corpulento y barbudo, mientras que su ayudante a tiempo parcial, Dave Engeman, es un tipo pequeño y bien afeitado, y entre la nieve, los juguetes, los pinos y la cabaña de troncos, los dos hombres dan la impresión de estar en un taller en algún sitio cercano al polo norte. Más como si fueran elfos que astronautas.
Si se lo piden, el Hombre Cohete bajará de la pared y demostrará el funcionamiento de los juguetes que nunca pudo vender.
– Intentar construir juguetes hoy es duro -dice-. La Administración para la Seguridad de los Productos de Consumo es increíblemente quisquillosa sobre los malos usos que se pueden dar a las cosas. En los viejos tiempos se podían construir juguetes con los que era posible perder un ojo o un dedo si los usabas mal.
Hay una camilla con techo de lona que diseñó para el ejército. Hay un kart del tamaño de una maleta. Te enseña los fracasos, cientos de prototipos de plástico y madera almacenados en cajas, y dice:
– Quiero crear una línea que se llame «Juguetes para un Futuro Mejor». Y estarán diseñados para que si el coeficiente intelectual de un niño no alcanza un nivel determinado, no sobreviva al juguete. Así que a una edad temprana ya se va depurando la reserva genética. Los niños estúpidos no son ni de lejos tan peligrosos como los adultos estúpidos, así que es mejor eliminarlos antes de que crezcan. Sé que parece una idea cruel, pero es una expectativa razonable.
Se ríe y dice:
– Claro que es una broma. Igual que la línea de juguetes que quería hacer para niños ciegos y que se llamaba «Juguetes Fuera de mi Vista».
En el extremo inferior del camión lanzacohetes está instalando un tanque de acero. De ese tanque salen cuatro largos tubos que entran dentro del cohete. En el lanzamiento, el aire a alta presión procedente del tanque subirá por los cuatro tubos y dará al cohete el empuje inicial.
– La explosión de aire le da el empuje -dice Brian-. Si tengo un motor de propulsión de seis toneladas y un cohete de media tonelada con cuatro toneladas y media de combustible, entonces tengo un peso de despegue de cinco toneladas y seis toneladas de empuje. Si el aire a presión me da un impulso adicional, entonces consigo un peso equivalente a cero, así que las seis toneladas de empuje se destinan de inmediato al empuje. De esa forma despego del suelo con una actitud más positiva y un lanzamiento mucho más estable.
En resumidas cuentas, el funcionamiento científico de un cohete. Por lo menos en el primer vuelo de prueba. Dentro del cohete no hay controles, así que no hay posibilidad de error humano. Así de fácil.
– No soy un científico espacial -dice Brian-. Todo lo que hago es de dominio público. Uso información cosechada durante cincuenta años de programa espacial. Mi cohete viene a ser un juguete gigante. Es un juguete que ha tomado esteroides.
Dice:
– En cuanto uno abre la válvula del motor, hay que liberar el aire. Quiero el motor a toda máquina antes de liberar la presión del aire. Si por alguna razón el motor no se encendiera en el momento del lanzamiento, me haría subir quince metros y luego bajaría otra vez. El paracaídas no ayudaría a parar la caída, y el peso sería tan grande que no me permitiría desprenderme de la cápsula del tanque de combustible. En el momento en que se abre la válvula reguladora del motor, sale el aire comprimido.
Peróxido de hidrógeno que se convierte en vapor… Aire a presión… Es igual que uno de los juguetes de Brian, el Lanzacohetes Pop-It, que se puede comprar en Target y en Disneyland… Y Brian en persona va de pie en el morro del cohete de nueve metros.
– Cuando despegue, ¡buuum! Allá voy -dice-. Y cuando llegue al apogeo, al punto más alto, el cono del morro se suelta y sale un paracaídas. Luego, mientras desciendo, dos portezuelas se abren y hay un resorte debajo del asiento que me catapultará al exterior. Y me tiro con el paracaídas en caída libre.
Así de fácil.
Estará viajando a velocidad Mach 4 cuando al motor principal se le acabe el combustible. Su cápsula se separará del tanque de combustible y se deslizará durante cuatro minutos y medio, hasta que llegue a la altura máxima a unos seis minutos del lanzamiento.
– La fase de aceleración es de nueve segundos -dice-. Y el vuelo entero tiene que durar unos quince minutos desde el despegue hasta tocar tierra.
Unas aletas hechas de espuma de poliestireno moldeado ayudarán a estabilizar el cohete, luego se soltarán en dos fases, haciéndose más y más pequeñas a medida que el cohete gane velocidad. Su primer cohete tripulado de prueba viajará a cuatro mil quinientos kilómetros en línea recta y luego bajarán también en línea recta, más o menos.
– Tampoco voy a dejar caer muchas cosas -dice-. Voy a soltar ocho piezas de las aletas, que caerán revoloteando como hojas. Y el tanque de combustible. Y tengo planeado recuperar el tanque de combustible para la posteridad, porque pienso exponer mi cápsula y el tanque y el cohete entero en el museo Smithsonian o en algún otro museo importante de la aviación y el espacio. Hablé con la gente del Smithsonian y me dijeron que sí, que si construyo y lanzo mi propio cohete privado, y si es el primero, seguro que me lo exponen.
Ese es el plan, quince minutos de fama y luego directo a los libros de historia.
Y todo esto tendrá lugar en el desierto de Black Rock, en Nevada, donde tiene lugar el festival anual Burning Man. El único lugar donde cabe el cuarto de millón de personas que Brian espera que asistan.
Este ha sido el sueño de Brian Walker desde que tenía nueve años. Su padre lo llevó a su primera exhibición aérea cuando tenía doce años. Dos semanas después de cumplir dieciséis años tuvo su primera experiencia con el paracaidismo de caída libre. En 1974, cuando tenía dieciocho años, el aire lo arrastró a la cola del avión mientras hacía un salto con línea estática.
Se congeló, las manos se le quedaron pegadas al ala y el avión tuvo que aterrizar con él todavía allí. Tardó diecisiete años en volver a tirarse.
Sobre su educación, Brian cuenta:
– Soy disléxico, tengo TDAH, y la escuela fue una tortura para mí. Fui dos trimestres a la universidad, para estudiar ingeniería y en mayor o menor medida para apaciguar a mi padre. Hice dos trimestres de la licenciatura de ingeniería mecánica en el Instituto de Tecnología de Oregón y decidí: «Esto no es lo que quiero». Las fiestas casi acabaron conmigo. Lo único que podía hacer para mantener la cordura era estar tan colocado como pudiera.
Es propenso a las verrugas plantares y usa un soldador de plasma para quemárselas.
– Va genial para quitar verrugas -dice-, Pero te deja un cratercito en el pie. Aprieto y suelto el gatillo tan deprisa como puedo y el soldador me envía una ráfaga de plasma que vaporiza la piel. Duele como un demonio.
Para Brian, dormir cinco horas es un lujo. A pesar de las nuevas almohadas y de una colcha de plumón, sufre insomnio, igual que su padre. No tiene otros hobbies que inventar cosas. No usa el nombre del Señor en vano y dice que un concierto de Britney Spears no es más que un espectáculo erótico. No aprueba los libros de Harry Potter por la brujería. No tiene animales domésticos, al menos no ahora en 2001, pero sí tuvo una ardilla voladora llamada Benny que murió de aneurisma después de nueve años. Después tuvo un petauro y lo explica así:
– Es el equivalente marsupial de una ardilla voladora.
Si hiciera una adaptación cinematográfica de su vida, dice que pondría de protagonista a Mel Gibson o a Heath Ledger.
– Cuando era chaval -dice- no estaba muy puesto en deportes. Me daba la impresión de que me consideraban menos hombre porque no sabía nada de estadísticas sobre jugadores. La verdad es que estoy bastante harto y considero que los deportes se han elevado de forma artificial a un nivel de importancia que no deberían tener. Parece que están intentando que el análisis de los partidos y los jugadores se convierta en un arte y en un estilo de vida. Cualquier bar de América en el que entres tiene una pantalla que lo único que pone son deportes y programas sobre deportes. Y yo tengo que ser sincero: nunca he visto un partido de baloncesto en el que viera nada nuevo, y la verdad es que he visto unos cuantos. Y me preocupa un poco el hecho de que si uno no es un fanático recalcitrante de los deportes y conoce todos los aspectos del juego, de alguna forma no es un hombre de verdad.
En un bar de deportes, a la hora del almuerzo, deja de hablar para mirar un gráfico informático en televisión que muestra una bomba de pulso electromagnético explotando sobre una ciudad. Se pide una hamburguesa Big Bad Bob con una rodaja extra de cebolla cruda. Hasta en diciembre bebe agua con hielo. Creció en el distrito de Parkrose de Portland (Oregón).
A la hora del almuerzo se queja de que los astronautas americanos se pasan toda la vida entrenando y ganando rodaje a costa del contribuyente y luego hacen fortuna gracias a la fama que les ha reportado su experiencia. Después, de cómo la opinión pública se ha cebado con los ciudadanos ricos norteamericanos que pagan para ir en misiones espaciales rusas. Y de que el sueño de los viajes espaciales se tiene que abrir a gente que no quiera una carrera militar de por vida.
Le gustaría sustituir el impuesto sobre la renta por un impuesto sobre las ventas nacionales.
En este momento, en 2001, Brian tiene cuarenta y cinco años y está comprometido para casarse con una mujer que se llama «llena» (no es su nombre de verdad, por la razón que entenderán ustedes más adelante), una rusa a la que conoció a través de una página web llamada «Relaciones internacionales».
Se trata del mismo Hombre Cohete al que ustedes conocen. Prefiere los caramelos Altoids de canela a los normales. Ha volado en cazas MiG rusos y se ha tragado su propio vómito mientras experimentaba momentos de gravedad cero a bordo del avión Cometa del Vómito que se usa para entrenar a los cosmonautas. No se ha casado nunca pero ahora está listo.
– Mi meta -te cuenta- es encontrar a una mujer que sea capaz de disfrutar de la vida sin necesidad de pensar que tiene que salir y demostrar algo. Esto, por desgracia, es lo que muchas mujeres de nuestra cultura creen que tienen que hacer. El movimiento feminista de finales de los sesenta y principios de los setenta convenció a las mujeres de que la maternidad y el quedarse en casa se traducía en una existencia solitaria y carente de importancia. De que no eran nadie si no tenían una carrera.
Mientras se come su hamburguesa, dice:
– Una de mis misiones en la vida es hacer todo lo que pueda para promover las relaciones entre Estados Unidos y Rusia. La guerra fría se ha acabado. No le deis más vueltas. Esa gente no es nuestro enemigo. Los rusos son gente que quiere ser como nosotros. Les encanta América y les encanta lo que representamos. Creo que casarme con una rusa hará que sea inevitable que me encuentre representando ese rol público.
Después del almuerzo mira su buzón y se encuentra un cheque de 55,06 dólares de una entrevista en una emisora de radio de Escocia. El único dinero que asegura haber ganado durante toda la avalancha de publicidad del Hombre Cohete.
– Quería ponerme un nombre -recuerda-, Pero no quería que me llamaran «Hombre del Espacio». Me parecía demasiado formal. Y demasiado usado ya. «Hombre Cohete» suena mucho más amigable. Es como el apodo de un vecino. Del hombre de la calle. Y a la gente se le quedó lo de «Hombre Cohete».
Fue en una entrevista para un periódico de Florida cuando nació el Hombre Cohete, una celebridad mediática internacional que daba dos o tres entrevistas al día. Recibía tantas llamadas telefónicas que su buzón de mensajes llegó al límite de capacidad después del primer centenar. Su página web llegó a tener 380.000 visitas en una hora.
– De todas las entrevistas de radio que he hecho, solamente ha habido dos o tres, tal vez una docena, en que los presentadores hayan intentado dejarme en ridículo -dice-. Ni siquiera Howard Stern intentó burlarse de mí cuando estuve media hora hablando con él. No me quiso dejar como un chiflado. Hizo un par de referencias a si ahora estaba follando más a menudo, pero no convirtió el asunto en un pene gigante, un rollo sexual ni un símbolo fálico.
Y, sin embargo, todo lo que sube tiene que bajar.
Y hasta el Hombre Cohete lo dice: el aterrizaje puede ser muy jodido.
Brian e llena se conocieron en persona en abril de 2001. Dos meses más tarde pasaron otras dos semanas juntos y se comprometieron. En julio de 2002 llena y su hijo de ocho años, Alexi, llegaron a América con visado de compromiso marital.
– Me negaba a creer que pudiera cometer un error tan grande -dice Brian-. Nos escribimos un total de mil ciento cincuenta y cinco e-mails en un período de un año y medio. Yo tenía tantas ganas de creerla que estuve dispuesto a correr el riesgo, pero en cuanto nos casamos, el quince de octubre de dos mil dos, las cosas empezaron a empeorar.
Ilena tenía quince años menos que Brian y dejaba atrás un apartamento de setenta metros cuadrados que compartía con otras siete personas en Rusia. Brian le instaló una piscina para su hijo. Aceptó pagarle cirugía ocular por valor de cuatro mil dólares y ortodoncia por valor de doce mil. Cambió su BMW descapotable biplaza por un sedán. Y, aun así, se peleaban. Ella se negaba a hablar inglés a la hora de la cena o a levantarse antes de las ocho de la mañana.
Brian le trajo un ordenador a casa para que ella lo usara mientras Alexi se pasaba el día en la escuela. Seis semanas más tarde le preguntó por su navegación en internet…
– Las peores páginas web eran de bestialismo y sexo con animales -dice-. Se dedicaba a pasar una hora o una hora y media, varias veces por semana, visitando aquellas páginas. Solo pasaron seis semanas desde que traje el ordenador hasta que se marchó. A mí me dejó completamente abatido pensar que aquella mujer a la que yo había querido tanto como para traerla de Rusia y casarme con ella pudiera ser tan perversa. No estamos hablando de porno normal. Hablamos de cosas que le hacen a uno vomitar.
Después de seis semanas de casados ella había puesto anuncios en la red en secreto para buscar a otro hombre, a ser posible un artista de pelo largo y rubio que viviera en un loft en la ciudad, prácticamente lo contrario de Brian, que era moreno, barbudo y vivía en una cabaña de troncos.
– Ilena es una mujer hermosa, pero no tiene alma -dice-. Estoy convencido de que lo único que le importaba era el pasaje hasta aquí. Y nada más.
En la mente de Brian Walker, el proyecto RUSH estaba conectado con ser el Hombre Cohete y con estar casado con Ilena.
– Yo pensaba, a mi manera, que sería una forma maravillosa de unir al mundo -dice-. De demostrar la cooperación y la conexión entre antiguos enemigos. Hablábamos de escribir un libro entre los dos. Podríamos escribir libros infantiles en inglés y en ruso. Yo veía que de todas aquellas oportunidades podría crecer un gran árbol, pero todo se fue al garete.
La primera vez que habló con ella sobre sus navegaciones por internet, Ilena hizo la maleta, cogió a su hijo y se fue a vivir con un vecino, un ruso con el que ha estado viviendo desde entonces.
Brian dice:
– He recibido e-mails de un montón de tipos y sus historias eran casi idénticas. Eran tipos que creían que había amor, pero en cuanto sus mujeres conseguían el permiso de residencia desaparecían. Ilena ni siquiera esperó tanto. Se marchó dos meses después de que nos casáramos. Ni siquiera pudo fingir durante el suficiente tiempo como para legalizar su situación.
Entonces fue cuando todo se hundió. Brian se pasó ocho semanas sin comer. Perdió veintidós kilos, se afeitó la barba y ya no pudo soportar seguir trabajando en el cohete.
– Llevo tanto tiempo trabajando tan duro… -dice-. Es como volver a antes de empezar el proyecto del cohete, a los quince años de fracasos miserables. Construí un submarino, pero nunca pude hacer dinero con él. Tuve éxito en una parte, pero fracasé en otra. Lo mismo pasó con mi camilla o con mis otros cientos de inventos. Estuve trabajando sin parar durante meses seguidos y años seguidos. Luego empecé a triunfar en la industria juguetera y en lugar de ampliar el negocio me metí en este proyecto, y en estos momentos no lo puedo ni soportar.
Otro shock le llegó en forma del Premio X, un premio de diez millones de dólares para el primer grupo privado que ponga un cohete en la atmósfera. Y de la repentina competencia que ahora le ha salido al Hombre Cohete en forma de equipos con gran preparación y abundantes recursos de todo el mundo.
Hasta la atención mediática se ha convertido en un obstáculo. A su puerta han llegado unas dos mil personas pidiendo ir en el cohete.
– Me cuesta muchísimo decir que no -dice-. Lo que me ha retrasado más durante los últimos tres años es mi deseo de satisfacer las peticiones de la gente. Ya sea en los medios de comunicación. Ya sea leyendo y contestando e-mails o invitando a gente a ver las instalaciones. O participando en actos de recaudación de fondos para escuelas. Voy mucho a dar charlas por las escuelas.
Ha sido toda una experiencia. Dinero. Fama. Amor. Y todo antes de que el cohete llegue siquiera a la rampa de lanzamiento.
Saltamos ahora a julio de 2003, y, día a día, Brian Walker está regresando al mundo. Un amigo le presentó a una mujer, norteamericana, agente inmobiliaria y de su misma edad. Se llama Laura y ya tiene su voz en el mensaje del contestador. Se han tirado juntos en caída libre. Incluso hablan de casarse otra vez, cuando el divorcio de Brian sea efectivo.
Y sigue recibiendo cartas, cientos de cartas de niños, de padres y de maestros a los que les encantan sus juguetes.
Y allí en Bend (Oregón), el trabajo continúa en el Jardín Espacial. Está la centrifugadora donde Brian se entrena para soportar la fuerza gravitatoria. Está la torre donde pone a prueba los motores del cohete. Dentro de un par de meses planea lanzarse a cinco kilómetros de altura en un cohete de prueba. Planea terminar la cúpula geodésica que ha empezado. Y el observatorio que ha construido sobre la misma. Dentro de la cúpula, el cohete espera, pintado con dos tonos distintos, azul claro y azul oscuro. Listo ya y montado en el camión que estaba preparando en diciembre de 2001. Cuando todo parecía posible. El amor. La fama. La familia.
En cierto modo, todo sigue siendo posible.
En lugar de instrumentos de navegación dentro del cohete quiere un monitor de vídeo de pantalla plana conectado a cámaras exteriores. O llevar visores de vídeo.
Quiere construir un trineo para cohetes montado en una rampa que salga de un costado de la cúpula.
Quiere diseñar una especie de nave planeadora que pueda ser catapultada de ciudad a ciudad.
Está construyendo un kart que funciona con dos motores a reacción.
Y en cuanto al motor a reacción que ha comprado en e-Bay y ha arreglado para que su emisión a novecientos grados funda la nieve de la entrada para coches…
– Cuando esta cosa cobre vida, las pelotas te van a subir hasta el estómago -dice-. Verlo en funcionamiento es casi aterrador.
Y hay que buscar empresas patrocinadoras.
– Me encantaría que me patrocinara Viagra -dice Brian Walker-. Porque el cohete es un símbolo perfecto para el Viagra -dice Brian Walker-, Mucho mejor que un coche de carreras.
Queda mucho trabajo por hacer.
Sigue necesitando destilar las cuatro toneladas y media de peróxido de hidrógeno. Y contestar muchos e-mails. En la cabaña de troncos le espera su traje espacial hecho en la Unión Soviética.
El mundo entero espera.
Sí, tendrán ustedes noticias del Hombre Cohete.
Muchas noticias.
Si él no es el primer individuo que va por su cuenta al espacio, entonces quiere ser el pionero de la caída libre a grandes altitudes desde cohetes. Quiere lanzar el turismo espacial, que permitirá a la gente orbitar la Tierra en una estación, parecida a un crucero, y bajar desde el cielo para visitar cualquier lugar, como un puerto. Planea escribir un libro que explique su éxito como inventor. Está diseñando un cañón de fibra de carbono que disparará globos llenos de mil doscientos litros de agua para apagar incendios forestales a ocho kilómetros de distancia.
Dentro de su cúpula geodésica de catorce metros de ancho, Brian Walker habla de las luces halógenas rojas, verdes y amarillas que planea instalar. Habla de sus otros sueños. De ser el «Hombre Teletransporte» y teletransportarse al instante a Rusia. O de ser el «Viajero del Tiempo».
De momento dice:
– La única cosa razonable que creo poder hacer es lanzarme al espacio. No puedo viajar en el tiempo. No puedo tele- transportarme.
Dentro de la cúpula fría y oscura, lejos del sol del desierto, a solas con su cohete, dice:
– Quiero tener una iluminación y unos efectos especiales extraordinarios, y quiero tener altavoces que reverberen para poder llevar a cabo unas presentaciones fantásticas.
Fíjense en que, tal como lo explica el Hombre Cohete, la meta -el viaje espacial, el viaje en el tiempo y el teletransporte- no es la verdadera recompensa. Es lo que uno descubre por el camino. Igual que llevar a un hombre a la Luna nos dejó las sartenes de teflón.
– Y quiero -dice Brian Walker- hacer mi propio rollo al estilo de Made in USA de John Landis. ¿Y te acuerdas del programa de la tele Túnel del tiempo?
Dice:
– Quiero hacer Túnel del tiempo 2001, protagonizada por el «Hombre Tiempo», y las misiones del Hombre Tiempo consisten en viajar al pasado para tirarse a chatis importantes de la historia y poder diseminar sus genes genéticos en el futuro. Así que viaja a Egipto para hacérselo con Cleopatra, pero nada más llegar se gira y está a punto de ser aplastado por una cuadriga y lo tienen que transportar de vuelta al futuro. Después se va a Francia para montárselo con María Antonieta y se materializa en la guillotina justo cuando está bajando la cuchilla. Así que el pobre tío viaja en el tiempo y llega siempre a un punto donde le falta un segundo para morir. Y al final resulta que el pobre tío nunca puede hacer nada…
En la universidad nos hicieron leer una vez sobre una gente a la que les enseñaron fotografías de enfermedades de las encías. Se trataba de fotografías de encías podridas y deformes y de dientes manchados, y la idea era ver cómo esas imágenes afectaban a la forma en que la gente cuidaba sus dientes.
A un grupo le enseñaron fotografías de bocas solamente un poco podridas. Al segundo grupo le enseñaron fotos de encías moderadamente podridas. Al tercer grupo le enseñaron bocas horriblemente ennegrecidas, con las encías descarnadas, en carne viva y sangrantes, y los dientes de color marrón o caídos.
El primer grupo de estudio siguió cuidándose la boca como siempre. El segundo grupo empezó a cepillarse y pasarse el hilo dental un poco más. El tercer grupo simplemente renunció. Dejaron de cepillarse y de pasarse hilo dental y se limitaron a esperar que los dientes se les volvieran negros.
A ese efecto el estudio lo llamó «narcotización».
Cuando el problema parece demasiado grande, cuando nos enseñan demasiada realidad, tendemos a cerrarnos en banda. Nos resignamos. No hacemos nada porque el desastre parece inevitable. Estamos atrapados. Eso es la narcotización.
En una cultura donde la gente tiene demasiado miedo para afrontar las enfermedades de las encías, ¿cómo se puede conseguir que afronten las demás cosas? Como la polución o la igualdad de derechos. ¿Y cómo se consigue que luchen?
Eso es lo que usted, señor Ira Levin, hace a la maravilla. Hechiza a la gente.
Sus libros no son tanto relatos de terror como fábulas con moraleja. Escribe usted una versión inteligente y actualizada de la clase de leyendas tradicionales que las culturas han usado siempre -como los poemas infantiles y las vidrieras- para enseñarle alguna idea básica a la gente. Sus libros, entre ellos El hijo de Rosemary, Las poseídas de Stepford y La astilla, cogen algunos de los asuntos más espinosos de nuestra cultura y nos hechizan para que afrontemos el problema. Como forma de ocio. Convierte usted esa clase de terapia en diversión. En nuestras pausas para el almuerzo, mientras esperamos el autobús o tumbados en la cama, usted hace que afrontemos esos Grandes Problemas y que los combatamos.
Lo terrorífico es que se trata de cuestiones que el público norteamericano está a años luz de afrontar, pero en cada uno -en cada libro- usted nos prepara para una batalla que parece ver próxima. Y, hasta ahora, nunca se ha equivocado.
En El hijo de Rosemary, publicado en 1967, la batalla es por el derecho de una mujer a controlar su cuerpo. El derecho a una buena asistencia sanitaria. Y el derecho a elegir el aborto. Y a la mujer la controlan su religión, su marido, su mejor amigo y su tocólogo.
Y consiguió usted que eso lo leyera la gente, y que pagara para leerlo, años antes del movimiento sanitario feminista. De la Boston Women ’s Health Cooperative. Del eslogan «Nuestros cuerpos, nosotras». Y de los grupos de concienciación donde las mujeres se sentaban con espéculos y linternas para observar los cambios en el cuello del útero de sus compañeras.
Les enseñó usted a las mujeres exactamente lo que no tenían que ser. Lo que no tenían que hacer. No os sentéis en vuestro apartamento cosiendo cojines para las repisas de las ventanas y evitando hacer preguntas. Asumid responsabilidades. Si el Diablo se dedica a violaros con cita previa, no dudéis en interrumpir el embarazo. Y sí, es una tontería. El Diablo… Y el hecho es que tiene una erección enorme. Y Rosemary está atada, con Jackie Kennedy sujetándole los brazos extendidos, a bordo de un yate durante una tormenta en el mar. ¿Qué diría Carl Jung sobre esa escena? En todo caso, es lo que nos permite implicarnos. El hecho de que podemos fingir que es todo una fantasía. Que no es real y que el aborto no está sobre la mesa. De que podemos sentir el placer de Rosemary, su terror y su rabia.
¿Acaso previo usted que ahora, en un siniestro eco treinta años más tarde, la reacción conservadora al aborto le da al feto el derecho legal a nacer en muchos estados? En los tribunales, las mujeres se han convertido en simples «anfitrionas de gestación» o «portadoras de gestación» y están obligadas mediante acciones legales a llevar dentro y parir niños que ellas no quieren. Los fetos se han convertido en símbolos que los enemigos del aborto pasean en sus manifestaciones. Igual que los vecinos de Rosemary paseaban a su hijo en su cuna cubierta de paños negros.
Otro aspecto gracioso y siniestro es que nuestro cuerpo no sabe que todo eso no es real. Estamos tan metidos en la historia que tenemos una experiencia catártica. Una aventura horrible por poderes. Igual que Rosemary, aprendemos. No vamos a cometer el mismo error. No. Se acabaron los médicos autoritarios. Se acabaron los maridos sórdidos. Se acabó el emborracharse y que el demonio te pase por la piedra.
Y solamente por si acaso, hagamos que el aborto sea una opción válida y legal. Caso cerrado.
Señor Levin, su talento para contar una historia importante y amenazante mediante una metáfora tal vez venga de su experiencia como guionista para series de la «época dorada» de la televisión como Lights Out y The United States Steel Hour. Se trataba de la televisión de los cincuenta y los sesenta, donde había que enmascarar o disfrazar la mayoría de las cuestiones para evitar ofender a un público conservador y a los patrocinadores todavía más conservadores de los programas. En una época previa a la «ficción transgresora» representada por The Monkey Wrench Gang, American Psycho o Trainspotting, en la que el autor puede subirse a una tarima y hablar a gritos de cuestiones sociales, en esa época empezó usted su carrera, en la modalidad más pública posible de escritura, cuando la máscara, la metáfora y el disfraz lo eran todo.
El buen teatro y el comentario social tenían que casar adecuadamente con los anuncios de jabón y cigarrillos.
Y lo importante es que funcionaba. Y sigue funcionando. La fábula libera un problema de su época concreta y la hace importante para la gente de años venideros. La fábula acaba por convertirse en el problema, en insuflarle su humor y en darle a la gente una nueva libertad para reírse de lo que antes les asustaba. Su mejor ejemplo de esto es Las poseídas de Stepford.
Publicado en 1972, el libro presenta a una mujer con una familia y una carrera incipiente como fotógrafa profesional. Acaba de mudarse fuera de la ciudad, al pueblo rural de Stepford. Allí todas las mujeres parecen entregadas en exclusiva a servir a sus maridos y a sus familias. Son todas físicamente impecables, guapas y de pechos grandes. Limpian y cocinan. Y, bueno, eso es todo. Mientras leemos el libro, seguimos a Joanna Eberhart y a sus dos amigas a medida que renuncian una por una a sus ambiciones personales y se resignan a cocinar y limpiar.
Lo más horripilante es que los maridos de Stepford están matando a sus mujeres. Trabajando en grupo, los hombres están sustituyendo a sus mujeres por robots encantadores y eficaces que hacen todo lo que se les pide.
Y lo más horripilante todavía es que usted escribió esto más de una década antes de que el resto de la cultura norteamericana percibiera la «reacción» de los hombres a la liberación femenina. No fue hasta el libro galardonado con el Pulitzer Reacción, de Susan Faludi, cuando alguien además de usted tuvo en cuenta la idea de que los hombres pudieran organizarse y luchar para mantener a las mujeres en sus roles femeninos tradicionales.
Y sí, Reacción es un libro excelente, y presenta su tesis describiendo cómo los diseñadores de moda masculinos visten a las mujeres, y cómo los antiabortistas desprecian a las mujeres y las consideran simples vehículos de un feto no nato, pero el mensaje de sus páginas es tan… estridente. Carece de encanto. La señorita Faludi señala un problema y presenta las pruebas, pero al terminar el libro no nos deja ninguna sensación de resolución. Ni de libertad. Ni de transformación personal.
Y, peor todavía: igual que en la ficción transgresora, donde el autor puede despotricar ruidosamente sobre los problemas, desencadena la narcotización. El mensaje se vuelve tan obvio e implacable que la gente deja de oírlo.
Pero en Las poseídas de Stepford, caramba, nos reímos con Bobbie y Joanna. Nos reímos un montón durante toda la primera mitad del libro. Entonces Charmaine desaparece. Y luego la pobre Bobbie. Y por fin Joanna. Y el ciclo del horror se completa. Hemos visto lo que pasa cuando una se hace la tonta y niega la realidad hasta que es demasiado tarde. Ahora vemos a todas esas afables amas de casa que preparan masa para tartas en sus cocinas limpias y soleadas como seres contaminados, manipulados y controlados. Como mujeres de Stepford.
Esa tonta y descabellada metáfora suya de los robots es tan… exagerada. Pero por descabellada que parezca, ha sustituido a todas las pesadas diatribas dogmáticas sobre el trabajo doméstico como actividad denigrante y bla, bla, bla. Su metáfora de los «robots femeninos Disney esclavas sexuales y amas de casa» es todavía mejor que su metáfora del «Diablo de polla enorme que viola con cita previa».
Nos deja usted con el mensaje exacto y claro: trabajo doméstico = muerte. Una fábula moderna, sencilla y memorable. No dejéis que nadie os convierta en mujeres de Stepford. Además de ser esposas tenéis que desarrollar vuestras carreras.
En cada libro crea usted una metáfora que nos permite afrontar un Gran Problema sin sentirnos tan amenazados que renunciemos a la esperanza y nos retiremos. Primero nos hechiza usted con su sentido del humor y después nos asusta con el peor de los escenarios posibles. Nos enseña usted a alguien que queda atrapado y que se niega a admitirlo y a afrontar el peligro hasta que es demasiado tarde.
Puede que no esté usted de acuerdo, pero incluso en La astilla, publicada en 1991, el personaje principal se niega a abrir los ojos hasta que es demasiado tarde.
Diez años antes de que el resto del mundo se sintonizara a la «telerrealidad» y a las webcams ocultas en los salones de rayos UVA, los vestuarios y los lavabos públicos, de nuevo predice usted la batalla por la intimidad tras la llegada de las nuevas tecnologías de transmisión y de vídeo. En La astilla, Kay Norris se muda a un encantador apartamento en el piso veinte de un edificio alto y angosto de Manhattan, la «astilla» del título. Se enamora de un hombre más joven, también inquilino del edificio, sin saber que en realidad es el propietario del mismo. Y que ha instalado cámaras ocultas en todos los apartamentos para poder vigilar a los inquilinos como forma de diversión.
El secreto más oscuro del «rascacielos del terror» es que cuando la gente descubre que sus teléfonos están pinchados y que sus apartamentos son objeto de espionaje, el joven propietario del edificio los asesina. Incluso graba los asesinatos y guarda las cintas.
Igual que Rosemary Woodhouse y Joanna Eberhart, Kay cree que su apartamento es un estupendo nuevo comienzo. A pesar de que a su alrededor los demás inquilinos no paran de morir, se aferra a su rechazo y se distrae con su historia de amor. En una interesante evolución a partir de Rosemary (que no tenía carrera) y pasando por Joanna (que sacaba unas cuantas fotos), a Kay Norris la consume su trabajo como editora. No ha estado nunca casada. Y no la acaba destruyendo la realidad que no consigue admitir.
Pero solamente porque la salva su gato. No es que sea mérito de ella.
Diez años antes de que los estados se dieran cuenta de que no tenían leyes que prohibieran a la gente meter una cámara en una maleta, mezclarse con una multitud y filmar desde abajo las faldas de las mujeres, hace una década, usted intentó avisarnos. De que era posible. De que la tecnología había dejado atrás a la ley y de que esas cosas iban a pasar. Entonces creó usted una fábula para llamarnos la atención e inocularnos contra el miedo mediante la creación de una metáfora y de un personaje que sirviera como modelo de conducta incorrecta.
¿Acaso no era Platón el que transmitía sus argumentos contando un relato que contenía un error evidente y dejando que fuera el oyente quien lo descubriera? Fuera quien fuese, ese método adjudica al lector el momento del descubrimiento, el momento emocional del «¡ajá!». Y los expertos en educación dicen que, a menos que al momento del caos le siga el alivio emocional del descubrimiento, no recordamos nada. Y así es como usted, señor Ira Levin, nos obliga a recordar los errores cometidos por sus personajes.
Oh, señor Ira Levin, ¿cómo lo hace? Usted nos enseña el futuro. Y nos ayuda a afrontar ese terrorífico nuevo mundo. Nos lleva usted en un recorrido acelerado por el peor de los mundos posibles y nos permite vivir en él.
En la terapia llamada de «inmersión», el psicólogo obliga al paciente a soportar una versión exagerada de su peor miedo. Lo sobrecarga emocionalmente. Una persona que tenga miedo a las arañas puede ser encerrada en una habitación llena de arañas. Una persona que tenga miedo a las serpientes puede verse obligada a manejar serpientes. La idea es que el contacto y la familiaridad mitiguen el terror que el paciente siente hacia algo que han tenido demasiado miedo para explorar. La experiencia real, la realidad del contacto con las serpientes y de su conducta, destruye el miedo contradiciendo la expectativa del paciente.
¿Se trata de eso, señor Levin? ¿Es eso lo que usted se propone?
¿O lo que hace usted no es más que consolación? Enseñarnos lo peor para que nuestras vidas parezcan mejores por comparación. No importa lo manipulador que parezca nuestro médico, por lo menos nosotros no vamos a dar a luz a un niño diabólico. No importa lo aburridos que sean los barrios residenciales, por lo menos nosotros no estamos muertos y hemos sido reemplazados por un robot.
Su colega Stephen King dijo una vez que las novelas de terror nos dan una oportunidad de ensayar nuestra propia muerte. El escritor de terror es como uno de aquellos «comedores de pecados» del folclore galés, puesto que absorbe los defectos de una cultura, los difumina y deja al lector con menos miedo a morir. Usted, señor Levin, es casi lo contrario. Usted saca a la luz nuestros defectos de forma grandiosa, divertida y temible. Esos problemas que nos da miedo admitir.
Y, al escribir, consigue que haya menos cosas que temer en la vida.
Y eso da mucho miedo, señor Levin. Pero no miedo en un sentido malo. Miedo en un sentido bueno. En un sentido genial.