Durante mucho tiempo el horizonte había sido una monótona y lisa línea azul que separaba al océano Pacífico del cielo. El helicóptero de la Armada avanzaba con suma rapidez, volando bajo, cerca de las olas. A pesar del ruido y de la molesta vibración de las palas, Norman Johnson se quedó dormido. Se hallaba cansado, pues durante más de catorce horas había estado viajando en diversas aeronaves militares, y no era ésa la clase de actividad que acostumbraba hacer un licenciado en psicología, de cincuenta y tres años.
No tenía idea de cuánto tiempo había dormido. Cuando despertó vio que el horizonte seguía siendo plano; hacia adelante aparecían semicírculos blancos de atolones coralinos. A través del intercomunicador, preguntó:
– ¿Qué es esto?
– Las islas de Ninihina y Tafahi -repuso el piloto-. En teoría forman parte de Tonga, pero están deshabitadas. ¿Ha dormido bien?
– No del todo mal.
Norman observó las islas a medida que pasaban con rapidez: una curva de arena blanca, unas cuantas palmeras, y luego todo desaparecía. La planicie del océano, una vez más.
– ¿De dónde lo trajeron a usted? -preguntó el piloto.
– De San Diego -dijo Norman-. Salí ayer.
– ¿De modo que llegó vía Honolulú-Guam-Pago?
– Así es.
– Un largo viaje -comentó el piloto-. ¿Qué clase de trabajo hace usted, señor?
– Soy psicólogo -respondió Norman.
– Un «exprimesesos», ¿eh? -bromeó el piloto con una amplia sonrisa-. ¿Por qué no? Han convocado prácticamente a todos.
– ¿Qué quiere decir?
– Durante los dos últimos días hemos estado trasladando gente desde Guam: físicos, biólogos, matemáticos, lo que a usted se le ocurra. A todos los llevamos en avión hasta dejarlos en medio de ninguna parte, en el océano Pacífico.
– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Norman.
El piloto lo miró de soslayo; detrás de sus gafas oscuras, sus ojos eran inescrutables.
– No nos dicen nada, señor. ¿Y qué le dijeron a usted?
– Me explicaron que se había estrellado un avión -dijo Norman.
– Ajá. ¿Suelen llamarlo cuando se estrella un avión?
– Me llaman, sí.
Hacía ya una década que Norman Johnson integraba uno de los equipos de la FAA [ [1]] que acudían al sitio donde había caído un avión. Dichos equipos estaban constituidos por expertos a quienes se avisaba enseguida para que investigaran los desastres de aeronaves civiles. La primera vez que lo llamaron fue cuando ocurrió el accidente de United Airlines, en San Diego, en 1976; después, le hicieron ir a Chicago, en 1978, y a Dallas, en 1982. En todos los casos el proceso era el mismo: la precipitada llamada telefónica, la frenética preparación del equipaje y la ausencia durante una semana o más. Esta vez su esposa, Ellen, se sintió muy fastidiada porque le habían hecho salir el primero de julio, lo que significaba que se perdería el asado que preparaban para el día cuatro. También estaba el hecho de que Tim regresaba tras haber terminado el segundo año de la facultad, en Chicago, y continuaría luego su viaje para hacerse cargo de un empleo de verano que había conseguido en Cascadas. Y Amy, que tenía dieciséis años, acababa de volver de Andover. Amy y Ellen no se llevaban muy bien, si Norman no se encontraba allí para actuar como mediador. (El Volvo estaba haciendo ruidos otra vez.) Y era posible que Norman se perdiera el cumpleaños de su madre, la semana siguiente.
– ¿Qué accidente de avión es éste? -había preguntado Ellen-. No oí que hubiera habido accidente alguno.
Mientras Norman hacía la maleta, ella encendió la radio: en ningún momento dieron noticias sobre un accidente de aviación.
Cuando el automóvil se detuvo frente a su casa, Norman había quedado sorprendido al ver que era un sedán de la Armada y que el conductor llevaba uniforme.
– Nunca habían enviado un automóvil de la Armada -observó Ellen, mientras descendía, detrás de Norman, los escalones que llevaban a la puerta principal de la casa-. ¿Se trata de un accidente militar?
– No lo sé -respondió él.
– ¿Cuándo estarás de regreso?
La besó y le dijo:
– Te llamaré. Lo prometo.
Pero no la había llamado; porque, a pesar de que todos se mostraban muy amables, lo habían mantenido lejos de los teléfonos.
Primero, en el Campo Hickham, en Honolulú; después, en el Apostadero de la Aviación Naval, en Guam, donde llegó a las dos y pasó media hora en una habitación que olía a gasolina de avión, con la vista clavada, como un estúpido, en un número del American Journal of Psychology que había llevado consigo antes de iniciar el vuelo. Llegó a Pago-Pago cuando empezaba a amanecer, y le hicieron entrar apresuradamente en el gran helicóptero Sea Knight que, de inmediato, despegó de la fría pista y enfiló hacia el oeste, sobre palmeras y tejados rojizos en dirección al Pacífico.
Norman había volado en el helicóptero durante dos horas, durmiendo parte del tiempo. Ahora, Ellen, Tim y Amy y el cumpleaños de su madre parecían estar muy lejos.
– ¿Dónde nos hallamos con exactitud?
– Entre Samoa y Fidji, en el Pacífico Sur -respondió el piloto.
– ¿Puede mostrarme el mapa?
– Sabe que no debo hacerlo, señor. De todos modos, el mapa no mostraría mucho, pues en este preciso momento nos encontramos a más de trescientos veinte kilómetros de cualquier parte, señor.
Norman observó con fijeza el horizonte, que todavía era azul, monótono y liso. «No me resulta difícil creerlo», pensó. Bostezó.
– ¿No se aburre mirando eso?
– A decir verdad, no, señor -contestó el piloto-. Estoy contentísimo de verlo así, plano; por lo menos tenemos buen tiempo. Y no va a durar. Se está formando un ciclón en las islas Almirantazgo, y dentro de unos días girará hacia estos lugares.
– ¿Qué ocurre en ese caso?
– Todo el mundo sale como alma que lleva el diablo. Las condiciones meteorológicas pueden ser muy duras en esta parte del mundo, señor. Soy de Florida y, cuando era niño, presencié algunos huracanes, pero seguramente usted nunca vio algo como un ciclón en el Pacífico, señor.
Norman asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto nos falta aún?
– Llegaremos de un momento a otro, señor.
Después de dos horas de monotonía, divisar aquel grupo de barcos les pareció de un interés excepcional. Había más de una docena de naves de diversos tipos dispuestas, más o menos, en círculos concéntricos. En el perímetro exterior, Norman contó ocho destructores grises de la Armada; más cerca del centro, había buques grandes, que tenían cascos dobles muy amplios, y parecían diques de carena flotantes; después, barcos cerrados, difíciles de clasificar, provistos de cubiertas llanas para helicópteros. Y en el centro, en medio de todo lo gris, dos barcos blancos, cada uno con una plataforma plana y una claraboya.
El piloto catalogó los barcos:
– Los destructores están en el exterior, con objeto de dar protección; más adentro, los ALV, que quiere decir Apoyo Lejano para Vehículos, son para los robots; después vienen los AAM, Abastecimiento y Apoyo para la Misión, y los BIEO, en el centro.
– ¿BIEO?
– Barcos de Investigación y Exploración Oceánicas. -El piloto señaló las naves blancas-: El John Hawes, a babor, y el William Arthur, a estribor. Nos posaremos en el Hawes.
El piloto describió un círculo alrededor de la formación de naves, y Norman pudo ver lanchas que iban y venían veloces entre los barcos y dejaban estelas blancas sobre el azul intenso del agua.
– ¿Y todo esto porque cayó un avión?
– Bueno -dijo el piloto con una amplia sonrisa-, nunca mencioné ningún accidente de avión. Le agradeceré que revise su cinturón de seguridad: estamos a punto de descender.
La claraboya roja se hizo más grande y se deslizó por debajo al posarse el helicóptero. Norman estaba manipulando con torpeza la hebilla de su cinturón de seguridad, cuando un oficial uniformado de la Armada corrió hacia ellos y abrió la portezuela:
– ¿El doctor Johnson? ¿Norman Johnson?
– Así es.
– ¿Trae equipaje, señor?
– Sólo esto.
Norman buscó detrás de él y sacó su bolso. El oficial lo cogió.
– ¿Instrumentos científicos o cosas así?
– No. Eso es todo.
– Por aquí, señor. Mantenga la cabeza baja, sígame y no pase por la parte posterior del helicóptero, señor.
Norman bajó de la cabina, agachándose por debajo de las palas. Siguió al oficial y ambos salieron de la plataforma de aterrizaje y bajaron una estrecha escalera. El pasamanos metálico estaba caliente al tacto. Detrás de Norman, el helicóptero despegó y el piloto le hizo un ademán de despedida. Una vez que el aparato se hubo alejado, notó que el aire del Pacífico estaba inmóvil y era brutalmente cálido.
– ¿Ha tenido un buen viaje, señor?
– Excelente.
– ¿Necesita ir, señor?
– Acabo de llegar -repuso Norman.
– Quiero decir: ¿necesita usar el excusado?
– No -dijo Norman.
– Bien. No use los baños porque están todos tapados.
– Muy bien.
– Las cañerías se hallan estropeadas desde anoche. Estamos trabajando en el problema y esperamos resolverlo pronto. -Escrutó a Norman-. En estos momentos tenemos muchas mujeres a bordo, señor.
– Entiendo.
– Hay un inodoro químico, si lo necesita, señor.
– De momento no, gracias.
– En ese caso, el capitán Barnes quiere verlo de inmediato, señor.
– Me gustaría llamar a mi familia.
– Le puede mencionar eso al capitán Barnes, señor.
Con la cabeza agachada, pasaron por una puerta, alejándose del calor del sol, y entraron en un corredor iluminado con lámparas fluorescentes. Allí se estaba mucho más fresco.
– Últimamente el acondicionador de aire no falla -informó el oficial-. Eso es algo, por lo menos.
– ¿Falla a menudo?
– Nada más que cuando hace calor.
Cruzaron otra puerta y penetraron en un gran taller: paredes metálicas, bastidores para herramientas, sopletes de acetileno que despedían chispas cuando los operarios se inclinaban sobre pontones metálicos y piezas de intrincadas maquinarias, y cables que se extendían por el suelo como serpientes.
– Aquí hacemos las reparaciones de los VOR -explicó el oficial, gritando por encima del estrépito-. La mayor parte del trabajo pesado se realiza en las barcazas transbordadoras. En este sitio tan sólo hacemos algo de lo electrónico. Vamos por aquí, señor.
Atravesaron otra puerta, recorrieron otro pasillo y desembocaron en una amplia sala, de techo bajo, atestada de monitores de televisión. En la semioscuridad poblada de sombras, una media docena de técnicos se hallaban sentados frente a la pantalla en color. Norman se detuvo para mirar.
– Aquí es donde hacemos el seguimiento de los VOR -dijo el oficial-. En un momento dado, llegamos a tener tres o cuatro robots en el fondo. Amén de los MSB [ [2]] y los BC [ [3]], naturalmente.
Norman oía la crepitación y el siseo de las comunicaciones de radio, débiles fragmentos de palabras que no podía distinguir. En una de las pantallas vio a un buzo que caminaba por el fondo del mar; se hallaba iluminado por una fuerte luz artificial y llevaba un tipo de vestimenta que Norman nunca había visto: un traje de gruesa tela azul y un casco de color amarillo brillante y de forma extraña.
Norman señaló la pantalla:
– ¿A qué profundidad está ese buzo?
– No sé. Trescientos, cuatrocientos metros, algo así.
– ¿Y qué encontraron?
– Hasta ahora nada más que la gran aleta de titanio. -El oficial echó un rápido vistazo en derredor-. Ahora no se capta en ningún monitor. Bill, ¿puede mostrarle la aleta al doctor Johnson?
– Lo siento, señor -dijo el técnico-. La PrinOpComs actual está trabajando al norte de aquí, en el cuadrante siete.
– Ah. El cuadrante siete está a casi ochocientos metros de la aleta -dijo el oficial a Norman-. ¡Qué lástima! Es algo impresionante. Pero la verá más tarde, estoy seguro. Por aquí llegaremos a donde está el capitán Barnes.
Caminaron un rato por el corredor; entonces, el oficial preguntó:
– ¿Conoce usted al capitán, señor?
– No. ¿Por qué?
– Tan sólo deseaba saberlo. Él estaba muy ansioso por conocerle a usted; cada hora llamaba a los técnicos en comunicaciones para que le informaran de cuándo llegaba usted.
– No -respondió Norman-. Nunca lo he visto.
– Es un hombre muy agradable.
– No me cabe duda.
El oficial echó un rápido vistazo por encima del hombro y comentó:
– No sé si sabe que corre un dicho acerca del capitán.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Dicen que perro que ladra, no muerde.
Cruzaron otra puerta, en la que se leía «Comandante del Proyecto». Debajo de esa inscripción había una placa corrediza que rezaba «Cap. Harold C. Barnes, USN». El oficial se hizo a un lado y Norman entró en un camarote dividido por tabiques. Detrás de una pila de legajos se puso de pie un hombre fornido, en mangas de camisa.
El capitán Barnes era uno de esos militares que, por su buen estado físico, hacían que Norman se sintiera gordo y desmañado. Hal Barnes frisaba los cuarenta y cinco años. Tenía erguido porte militar, expresión alerta, cabello corto y vientre plano, y el apretón de manos fue tan firme como el de un político.
– Bienvenido a bordo del Hawes, doctor Johnson. ¿Cómo está usted?
– Cansado -contestó Norman.
– No lo dudo. ¿Vino desde San Diego?
– Sí.
– De modo que han sido unas quince horas. ¿Quiere descansar un rato?
– Me gustaría saber qué está pasando -planteó Norman.
– Es muy comprensible. -Barnes asintió con la cabeza-. ¿Qué le dijeron?
– ¿Quiénes?
– Los hombres que lo recogieron en San Diego, los pilotos que lo trajeron aquí, los hombres de Guam. Quienquiera que sea.
– No me dijeron nada.
– ¿Y se vio con algún reportero, con alguien de la Prensa?
– No, en absoluto.
Barnes sonrió:
– Bien. Me complace oír eso. -Con un movimiento de la mano, le indicó un asiento a Norman; el cual se sentó complacido-. ¿Le apetece tomar un café? -preguntó Barnes.
Cuando se dirigía a una cafetera eléctrica que tenía detrás de su escritorio, se apagaron las luces. La habitación quedó a oscuras, excepto por la claridad que llegaba desde una portilla lateral.
– ¡Maldición! -exclamó Barnes-. ¡Otra vez, no! ¡Emerson! ¡Emerson!
Un alférez entró por una puerta que había al costado del camarote.
– ¡Sí, señor! Estamos trabajando en eso, mi capitán.
– ¿Qué ha sido esta vez?
– Fusibles quemados en Enfermería dos de VOR, señor.
– Creí que habíamos agregado líneas adicionales a Enfermería dos.
– Parece que sí. Pero, de todas maneras, se sobrecargaron, señor.
– ¡Quiero eso reparado ahora, Emerson!
– Esperamos resolverlo pronto, señor.
La puerta se cerró; Barnes volvió a sentarse en su silla. Norman oyó su voz en la oscuridad:
– No es culpa de ellos, en realidad -dijo el capitán-. Estas naves no están construidas para la clase de carga eléctrica que les aplicamos ahora y… ¡ah, vamos!
Las luces se volvieron a encender. Barnes sonrió: -¿Dijo usted que quería café, doctor Johnson?
– Sin azúcar, por favor -pidió Norman.
Barnes le sirvió una taza.
– De todos modos, me alivia saber que no habló con nadie. En mi profesión, doctor Johnson, la seguridad es la preocupación principal…, en especial en algo como esto. Si se corre la voz respecto a este sitio, tendremos toda clase de problemas. Y ahora hay tanta gente que interviene… Demonios, CompacCinc ni siquiera quiso darme destructores, hasta que empecé a hablar sobre el reconocimiento por parte de los submarinos soviéticos: acto seguido conseguí cuatro destructores y después, ocho.
– ¿Reconocimiento por parte de submarinos soviéticos? -preguntó Norman.
– Eso es lo que les dije en Honolulú. -Barnes le dirigió una amplia sonrisa-. Es parte del juego para lograr lo que se necesita en una operación como ésta. En la Armada moderna hay que saber cómo tiene que hacerse la solicitud de equipo. Pero los soviéticos no van a aparecer, por supuesto.
– ¿No lo harán?
Norman percibía que se le escapaban los supuestos que estaban detrás de la conversación, y estaba tratando de recuperar el terreno perdido.
– Es muy poco probable. Claro que saben que nos hallamos aquí; nos descubrieron con sus satélites hace por lo menos dos días, pero estamos emitiendo un flujo continuo de mensajes descifrables, relativos a nuestros ejercicios de Búsqueda y Rescate en el Pacífico Sur. Los ejercicios de B y R tienen poca prioridad para los soviéticos, aun cuando suponen, sin duda alguna, que un avión se estrelló y que es verdad que estamos tratando de recuperar ojivas termonucleares, como hicimos frente al litoral de España en 1968. Pero nos dejarán solos… porque, en el aspecto político, no se quieren implicar en nuestros asuntos termonucleares, pues saben que, hoy en día, tenemos problemas con Nueva Zelanda.
– ¿Es ése el tema de esta cuestión? -preguntó Norman-. ¿Ojivas termonucleares?
– No -dijo Barnes-, gracias a Dios. Si fuese algo termonuclear no faltaría, en la Casa Blanca, quien sintiera que es su deber hacerlo público. Pero este incidente lo mantuvimos alejado del personal de la Casa Blanca. La verdad es que, en este asunto, pasamos por alto hasta al JCS [ [4]]. Todas las informaciones preliminares van directamente del secretario de Defensa al Presidente en persona. -Barnes dio unos golpecitos en el escritorio con los nudillos-. Hasta ahora, todo va bien. Usted es el último en llegar, y ahora que está aquí vamos a encerrarnos a cal y canto: nadie ni nada entrará, nadie ni nada saldrá.
Norman seguía sin entender lo que pasaba.
– Si no hay ojivas nucleares relacionadas con el accidente -preguntó-, entonces, ¿cuál es el motivo del secreto?
– Bueno -respondió Barnes-, ocurre que todavía no contamos con todos los datos.
– ¿El accidente tuvo lugar en el océano?
– Sí. Debajo de donde nos hallamos sentados ahora.
– De modo que no puede haber supervivientes.
– ¿Supervivientes? -Barnes pareció sorprendido-. No, no lo creo.
– Entonces ¿para qué me han llamado?
Barnes se mostró turbado.
– Bueno -explicó Norman-, por lo común me hacen ir al lugar donde hubo un accidente cuando hay alguien que ha logrado salvarse. Ése es el motivo de que hayan incluido un psicólogo en el equipo: para atender los agudos problemas traumáticos de los pasajeros que sobreviven o bien los de sus familiares: angustias, miedos, pesadillas reiterativas. Con frecuencia, la gente que sobrevive a un accidente aéreo experimenta toda clase de culpas y remordimientos, concernientes a por qué sobrevivieron ellos y no los otros. Por ejemplo, una mujer estaba sentada junto a su marido y sus hijos y, súbitamente, todos mueren y ella es la única que queda viva. Esa clase de problemas. -Norman volvió a sentarse en la silla-. Pero, en este caso, el de un avión que se estrella debajo de unos trescientos metros de agua, no puede presentarse ninguno de esos problemas. ¿Por qué estoy aquí?
Barnes lo miraba con fijeza: parecía sentirse incómodo. Desparramó los legajos sobre el escritorio.
– En realidad, éste no es el sitio en el que se estrelló un avión, doctor Johnson.
– ¿Qué es, entonces?
– Es el sitio donde se estrelló una nave espacial.
Se produjo un breve silencio. Norman asintió con la cabeza:
– Entiendo.
– ¿No le sorprende? -preguntó Barnes.
– No -contestó Norman-. A decir verdad, explica muchas cosas: si una nave espacial militar se estrelló en el océano, entiendo por qué no oí nada de ello en la radio, por qué se mantuvo en secreto, por qué me trajeron aquí del modo en que lo hicieron… ¿Cuándo se estrelló?
Barnes vaciló una fracción de segundo antes de responder:
– Según la estimación que hemos podido hacer -dijo-, esta nave espacial se estrelló hace trescientos años.
Se produjo un silencio. Norman oía el zumbido sordo del acondicionador de aire, y, al fondo, de forma más débil, las comunicaciones de radio que tenían lugar en la habitación contigua. Miró la taza de café que tenía en la mano y notó que el borde estaba mellado. Luchaba por asimilar lo que Barnes le estaba diciendo, pero su mente se movía con morosidad, en círculos…
«Trescientos años atrás», pensó. Una nave espacial de trescientos años de antigüedad. Pero si el programa espacial no tenía trescientos años… Apenas si llegaba a los treinta. Entonces, ¿cómo una nave espacial podía tener trescientos años? Era imposible; Barnes tenía que estar equivocado… Pero ¿cómo podría Barnes caer en semejante equivocación? La Armada no enviaría todas esas naves, toda esa gente, a menos que se hallase segura de lo que había allí abajo… una nave espacial de hacía trescientos años.
¿Cómo era posible? No podía ser cierto. Tenía que haber algo más. Norman volvió sobre eso una y otra vez, y no llegó a ninguna parte. Tenía la mente aturdida y conmocionada.
– … absolutamente ninguna duda al respecto -estaba diciendo Barnes-. Podemos estimar la edad, con gran precisión, tomando como referencia el crecimiento del coral. El del Pacífico crece a razón de dos centímetros y medio por año, y el objeto, lo que quiera que sea, está cubierto por una capa de coral de unos cinco metros; eso es mucho coral. Por supuesto, esos pólipos no crecen a una profundidad de trescientos metros, lo que significa que, en algún momento del pasado, la actual meseta submarina se hundió hasta una profundidad mayor. Los geólogos nos dicen que eso ocurrió hace casi un siglo, por lo que podemos suponer que la nave espacial tiene alrededor de trescientos años. No obstante, podríamos estar equivocados, ya que, en verdad, podría ser mucho más antiguo… Podría tener mil años.
Barnes volvió a ordenar los papeles que tenía sobre su escritorio; formó pilas y les emparejó el borde.
– No tengo problema en decirle con toda franqueza, doctor Johnson, que este asunto me aterra, y que ése es el motivo por el que usted se halla aquí.
Norman movió la cabeza.
– Sigo sin entender.
– Lo hemos traído -explicó Barnes- debido a su relación con el proyecto FDV.
– ¿El proyecto FDV? -se sorprendió Norman.
Estuvo a punto de agregar: «Pero si el FDV era una broma.» Aunque al ver lo serio que se mostraba Barnes, se alegró de haberse contenido a tiempo.
Sin embargo, el FDV era una broma. Todo en él había sido una broma, desde el mismísimo comienzo.
En 1979, en los días en que declinaba el gobierno de Cárter, Norman Johnson era profesor adjunto de psicología en la Universidad de California en San Diego. Sus investigaciones se dirigían de modo especial a la dinámica de grupo y a las angustias y, en ocasiones, había prestado servicio en los equipos de la FAA en escenarios de desastres aéreos. En aquellos tiempos, los principales problemas de Norman habían sido los de hallar una casa para Ellen y los niños, continuar con sus publicaciones y preguntarse si la UCSD le concedería el nombramiento de profesor titular. Las investigaciones de Norman eran consideradas brillantes, pero la psicología tenía la mala fama de ser proclive a seguir las modas intelectuales, y el interés por el estudio de la angustia estaba decayendo, ya que muchos investigadores habían llegado a considerarla como un trastorno mental de naturaleza puramente bioquímica, al que sólo se podía tratar con terapia farmacológica. Un científico llegó a afirmar: «La angustia ya no es un problema para la psicología. Nada queda por estudiar.» De manera análoga, la dinámica de grupo se tenia por anticuada, una técnica que había conocido su momento de esplendor en las reuniones de creatividad, y en los brainstorming realizados en las empresas a comienzos de la década de los setenta, pero que ahora estaba atrasada, y marchita.
Norman no podía comprenderlo. Él tenía la impresión de que la sociedad norteamericana era, cada vez más, una sociedad en la que la gente trabajaba en grupos, no sola; que el furioso individualismo había sido reemplazado por las interminables reuniones de directivos empresarios y las decisiones tomadas en equipo. A Norman le parecía que, en esta nueva sociedad, la conducta de grupo era más importante, no menos. Y no creía que la angustia, considerada como problema clínico, se pudiera resolver con pildoras. Él creía que una sociedad en la que el medicamento que más se recetaba era el Valium, debía definirse como una sociedad con problemas sin resolver.
Hasta que no llegó la preocupación por las técnicas directivas japonesas, en los años ochenta, el campo de investigación de Norman no logró un nuevo punto de apoyo en la atención académica. Hacia la misma época, se reconoció que la dependencia que producía el Valium era motivo de grave preocupación, y se volvió a considerar todo el tópico de la terapia farmacológica para combatir la angustia. Mientras tanto, Johnson pasó varios años sintiéndose como si sus actividades carecieran de importancia. (Durante casi tres años no se le había aprobado una sola subvención para sus investigaciones.) De modo que, tanto el nombramiento para la cátedra, como hallar una casa, eran problemas muy reales.
Durante la peor etapa de esta época, a fines de 1979, un solemne abogado joven, que provenía del Consejo Nacional de Seguridad de Washington, fue a ver a Norman. El visitante se sentó con una pierna cruzada sobre la otra y daba nerviosos tironcitos a uno de sus calcetines. Le dijo a Norman que había ido para solicitar su ayuda como psicólogo.
Norman contestó que, si podía hacerlo, le ayudaría.
Sin dejar de tirar del calcetín, el abogado manifestó que deseaba hablarle sobre «una grave cuestión de seguridad nacional, a la que hoy se enfrenta nuestro país».
Cuando Norman le preguntó cuál era ese problema, el abogado le respondió:
– Sencillamente, que este país carece, por completo, de preparación para el caso de que se produzca una invasión de seres extra-terrestres. No la tenemos en ningún terreno.
El hecho de que el abogado fuera joven y que, mientras hablaba, mirara su calcetín con fijeza, hizo que Norman pensara, al principio, que el hombre estaba turbado porque lo habían enviado a cumplir una misión descabellada; pero cuando el abogado levantó la mirada, Norman comprendió, para asombro suyo, que hablaba completamente en serio.
– Esta vez nos podría coger con la guardia baja -dijo el abogado-. Me refiero a una invasión extra-terrestre.
Norman tuvo que morderse los labios.
– Es probable que sea cierto -admitió.
– Los del gobierno están preocupados.
– ¿Sí?
– Existe la sensación, en los niveles más altos, de que se deberían trazar planes para una contingencia de ese tipo.
– Usted quiere decir planes para el caso de que se produzca una invasión de seres extra-terrestres…
Norman se las arregló para no reír.
– Quizá «invasión» sea un término demasiado fuerte. Suavicémoslo y hablemos de «contacto». Contacto con seres extra-terrestres.
– Entiendo.
– Usted ya interviene en los equipos que prestan ayuda en los accidentes de aviación civil, doctor Johnson. Sabe cómo funcionan esos grupos de emergencia. Necesitamos de usted para la composición óptima de un equipo destinado a ocuparse de accidentes de aviación que se enfrente con una invasión extra-terrestre.
– Entiendo -dijo Norman mientras se preguntaba cómo podría salir con tacto de esa situación.
Se veía muy claro que la idea era absurda, y Norman sólo podía interpretarla como un desplazamiento: el gobierno, enfrentado a tremendos problemas que no podía resolver, había decidido pensar en alguna otra cosa.
Entonces el abogado tosió, propuso un estudio y nombró una cuantiosa cifra, equivalente a una subvención de dos años para investigaciones.
Norman vio la oportunidad de comprarse la casa, y aceptó.
– Me complace que se halle usted de acuerdo en que el problema es real.
– Ah, sí -dijo Norman.
Se preguntó qué edad tendría aquel chico, y calculó que alrededor de veinticinco años.
– Tan sólo tendremos que conseguirle su pase de seguridad.
– ¿Necesito un pase de seguridad?
– Doctor Johnson -dijo el abogado, cerrando de golpe su maletín-, este proyecto es ultrasecreto.
– No tengo inconveniente -dijo Norman.
Hablaba en serio. Aunque podía imaginar la reacción de sus colegas si alguna vez se enteraban de esto.
Lo que había empezado como una broma, pronto se volvió, lisa y llanamente, una extravagancia: durante el año siguiente, Norman voló cinco veces a Washington, para celebrar reuniones con funcionarios de alto nivel, del Consejo Nacional de Seguridad, por el tema del peligro inminente, incluso apremiante, de una invasión extra-terrestre.
El trabajo que hacía se mantenía en el mayor secreto. A una de las primeras preguntas, respecto a si el proyecto se debería transferir a la DARPA [ [5]] (entidad perteneciente al Pentágono), los funcionarios decidieron que no. Hubo preguntas acerca de si se debía pasar a la NASA y, una vez más, se decidió no hacerlo. Uno de los representantes del gobierno había dicho:
– Ésta no es una cuestión científica, doctor Johnson. Es una cuestión de seguridad nacional. Y no queremos airearla.
A Norman le sorprendía siempre el nivel de los funcionarios con los que se le decía que se reuniera. En cierta ocasión, uno de los subsecretarios de Estado más antiguos empujó a un lado los documentos que tenía sobre el escritorio (estaban relacionados con la crisis más reciente en Oriente Medio) y le preguntó:
– ¿Qué piensa en relación a la posibilidad de que los extra-terrestres nos puedan leer la mente?
– No sé -respondió Norman.
– Bueno, el problema que me planteo es éste: ¿cómo vamos a poder formular una posición oficial de negociación, si nos pueden leer el pensamiento?
– Podría ser uno de los problemas -coincidió Norman echando un furtivo vistazo a su reloj.
– Demonios, ya es bastante grave que los rusos intercepten nuestros cablegramas en clave; sabemos que los japoneses y los israelíes han descifrado todos nuestros códigos, y rezamos para que los rusos no puedan hacerlo todavía. Pero usted entiende lo que quiero decir, dónde radica el gran problema… Me refiero a la lectura de la mente.
– Ah, sí, claro.
– Su informe tendrá que tener eso en cuenta.
Norman prometió que así sería.
Un miembro del personal de la Casa Blanca le dijo:
– Usted comprenderá que el Presidente deseará hablar en persona con esos extra-terrestres: él es así.
– Ya -dijo Norman.
– Y lo que quiero decir es que el valor publicitario que hay aquí, en la aparición ante el público, es incalculable: el Presidente se encuentra con los extra-terrestres en Camp David. ¡Qué importante para los medios de comunicación!
– Importantísimo -volvió a coincidir Norman.
– Por tanto, los extra-terrestres necesitarán que un hombre, que vaya como avanzada, les informe de quién es el Presidente y cuál es el protocolo para hablar con él, pues no se puede permitir que el Presidente de Estados Unidos hable por televisión con gente de otra galaxia, o de donde fuere, sin preparación previa. ¿Cree usted que los extra-terrestres hablen inglés?
– Es dudoso -respondió Norman.
– Así que es posible que alguien necesite aprender el idioma de ellos. ¿No es así?
– Resulta difícil de decir.
– Quizá los extra-terrestres se sientan más cómodos si se encuentran con un hombre de avanzada que pertenezca a una de nuestras minorías étnicas -dijo el hombre de la Casa Blanca-. De todos modos, es una posibilidad. Piénselo.
Norman prometió que lo pensaría.
El enlace con el Pentágono, un general de División, llevó a Norman a almorzar y, durante el café, le preguntó, como de pasada:
– ¿Qué clase de armamento cree usted que pueden tener estos seres?
– No estoy seguro-contestó Norman.
– Bueno, pues ése es el quid de la cuestión, ¿no? ¿Y qué piensa respecto a los puntos vulnerables que puedan tener? Quiero decir si estima que los extra-terrestres son siquiera seres humanos.
– Es cierto. Podrían no serlo.
– A lo mejor son como insectos gigantes. Y nuestros insectos pueden soportar mucha radiación atómica.
– Sí -convino Norman.
– Podríamos ser incapaces de tocar esos seres -planteó el hombre del Pentágono con tono lúgubre; después, se le iluminó el rostro-. Pero dudo de que puedan resistir el impacto directo de un dispositivo nuclear de gran número de megatones. ¿No lo cree usted?
– No -contestó Norman-. No creo que puedan.
– Eso los desintegraría.
– Por supuesto.
– Las leyes de la física…
– Exacto.
– El informe que usted elabore tiene que dejar bien en claro este punto: la vulnerabilidad de los extra-terrestres a un ataque nuclear.
– Sí-dijo Norman.
– No queremos que cunda el pánico -advirtió el hombre del Pentágono-. Sería un disparate hacer que todo el mundo se inquietase. ¿No es cierto? Sé que el JCS se va a tranquilizar cuando se les diga que estos seres son vulnerables a nuestras armas termonucleares.
– Tendré eso presente -prometió Norman.
Después de un tiempo, las reuniones terminaron y lo dejaron tranquilo para escribir su informe. Mientras pasaba revista a las conjeturas que se habían publicado respecto a la vida extra-terrestre, consideró que el general de División del Pentágono no estaba tan equivocado, después de todo: la verdadera cuestión relativa al contacto con seres de otros planetas (si es que había alguna verdadera cuestión) era la referente al pánico. El pánico psicológico. La única experiencia humana importante con seres extra-terrestres había sido la emisión radiofónica hecha por Orson Welles, en 1938, de La guerra de los mundos… y la respuesta humana fue inequívoca: la gente se había aterrorizado.
Norman presentó su informe, titulado Contacto con posibles formas de vida extra-terrestre. El NSC [ [6]] se lo devolvió, con la sugerencia de que modificara el título para que «sonase más técnico», y de que eliminara «cualquier sugerencia de que el contacto con seres de otros planetas sólo era una posibilidad, ya que, en algunos sectores del gobierno, ese contacto se tenía por cierto».
Una vez corregido, el trabajo de Norman fue clasificado como «Ultrasecreto», bajo el título: Recomendaciones para las distintas actuaciones del equipo humano de contacto con formas desconocidas de vida (FDV). Norman consideraba que ese Equipo de Contacto con las FDV exigía personas muy equilibradas. En su informe, el psicólogo había afirmado que…
Barnes abrió una carpeta y dijo:
– No sé si reconocerá esta cita: «Los equipos de contacto que se encuentren con una Forma Desconocida de Vida (FDV) tienen que estar preparados para recibir un serio impacto psicológico. Es casi seguro que se produzcan reacciones de ansiedad extrema. Hay que establecer cuáles son los rasgos de personalidad de quienes son capaces de soportar una angustia extrema, y esos individuos deben ser relacionados para componer con ellos el equipo.
»No hubo suficiente evaluación de la angustia que se podría generar al ocurrir la confrontación con formas desconocidas de vida. Se desconocen los miedos que puede desencadenar el contacto con una nueva forma de vida, y no se pueden predecir por completo. Pero la consecuencia más probable de ese contacto es el terror absoluto.» -Barnes cerró la carpeta con un movimiento brusco-. ¿Recuerda quién dijo eso?
– Sí -repuso Norman-. Lo recuerdo.
También recordaba por qué lo había dicho.
Como parte de las tareas para el NSC, Norman había dirigido estudios sobre dinámica de grupo referentes a la ansiedad psicológica. Siguiendo los procedimientos de Asch y Milgram, preparó varios ambientes para diversos ensayos; ninguno de los integrantes de los grupos sabía que estaba siendo sometido a una prueba. En uno de los casos, a un grupo de sujetos se le dijo que tomara un ascensor para ir a otro piso, donde participarían de una experiencia. El ascensor quedó detenido entre dos pisos; entonces, mediante un cámara oculta de televisión, se observó a quienes se hallaban dentro.
Hubo muchas variaciones de este tipo de prueba: en ocasiones, al ascensor se le ponía un cartel que decía: «En reparación.» Unas veces, existía comunicación telefónica con un supuesto mecánico; en otras, no. Hubo casos en que se cayó el techo y las luces se apagaron; en otros, el suelo del ascensor estaba hecho de una resina acrílica transparente.
Un experimento consistía en que se hacía subir a los sujetos a un camión, y un «líder experimentado» los llevaba al desierto. Una vez allí, el líder se quedaba sin combustible y, después, sufría un «ataque cardíaco» y dejaba a todos desamparados.
En la versión más grave, a los sujetos se los hacía viajar en un avión privado y, en pleno vuelo, era el piloto quien sufría un «ataque cardíaco».
A pesar de las quejas tradicionales que se producían a causa de tales pruebas (que eran sádicas, que eran artificiales y que, de alguna manera, los sujetos percibían que las situaciones no eran reales), Johnson adquirió considerable información sobre el estrés que en esos grupos causaba la ansiedad.
Descubrió que las reacciones de miedo eran mínimas cuando se trataba de un grupo pequeño (cinco sujetos, o menos); cuando los miembros se conocían bien entre sí; cuando los integrantes del grupo se podían ver los unos a los otros y no estaban aislados; cuando compartían metas comunes definidas y límites fijos de tiempo; cuando en los grupos había gente de diferentes edades y de ambos sexos; y cuando los integrantes presentaban una personalidad con elevado grado de resistencia fóbica, medida a través de los tests de LAS [ [7]] correspondientes a la ansiedad, lo que, a su vez, se relacionaba con la condición atlética.
Con los resultados de estos estudios se elaboraron densas tablas estadísticas, si bien, en esencia, Norman sabía que se había limitado a verificar lo que dictaba el sentido común: si uno quedara atrapado en un ascensor, sería preferible compartir ese problema con unas cuantas personas atléticas y relajadas, a las que uno conociera, y también que las luces se mantuvieran encendidas, y saber que alguien estaba trabajando para librarnos de esa situación. A pesar de ello, se daba cuenta de que los resultados que había obtenido contradecían lo que indicaba la intuición, como ocurría con la composición del grupo. Los integrados sólo por hombres o sólo por mujeres reaccionaban peor al estrés que los grupos mixtos; los conjuntos de personas que tenían más o menos la misma edad se desenvolvían mucho peor que los de gente de diferentes edades. Y quienes actuaban todavía peor eran los grupos preexistentes, los constituidos para el cumplimiento de otro propósito. En un momento dado, Norman había hecho participar a un equipo de baloncesto que luchaba por el campeonato, y ese grupo perdió su control emocional casi apenas comenzada la prueba.
Aunque sus investigaciones eran interesantes, Norman continuaba intranquilo respecto al objetivo subyacente a su trabajo (la invasión extra-terrestre), al que, desde su punto de vista personal, consideraba una conjetura que lindaba con lo absurdo. Norman se sentía turbado por tener que presentar su trabajo; sobre todo después de haberlo reescrito a fin de que pareciese más importante de lo que él sabía que era.
Se sintió aliviado cuando el gobierno de Carter se mostró en desacuerdo con el informe. No fue aprobada ninguna de las recomendaciones que había hecho el doctor Johnson. En el gobierno no estaban de acuerdo con él respecto a que el miedo representara un problema: opinaban que las emociones humanas predominantes serían el asombro y el respeto reverencial. Más aún: en las áreas gubernamentales se prefería que el contacto lo hiciera un equipo numeroso integrado por treinta personas entre las que debía haber tres teólogos, un abogado, un médico, un representante del Departamento de Estado y otro del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, un grupo selecto del poder legislativo, un ingeniero aero-espacial, un exobiólogo, un físico nuclear, un antropólogo cultural y un periodista popular de la televisión, para que coordinara todas las informaciones.
Fuese como fuese, el presidente Cárter no salió reelegido en 1980, y Norman no volvió a oír hablar de su propuesta FDV. No oyó absolutamente nada durante seis años.
Hasta ese momento.
Barnes dijo:
– ¿Se acuerda del equipo FDV que propuso?
– Por supuesto.
Norman había propuesto un equipo integrado por cinco miembros: un astrofísico, un zoólogo, un matemático, un lingüista y un psicólogo. La tarea de este último consistía en controlar la conducta y las actitudes de los integrantes del equipo de trabajo.
– Déme su opinión sobre esto -pidió Barnes, y le tendió una hoja de papel.
EQUIPO PARA INVESTIGACIÓN DE ANOMALÍAS
– -personal de la USN [ [8]] / miembros de apoyo
1. Harold C. Barnes, capitán USN, comandante del proyecto.
2. Jane Edmunds, O.S. USN 1C, técnica en procesamiento de datos.
3. Tina Chan, O.S. USN 1C, técnica en electrónica.
4. Alice Fletcher, O.S. USN, jefe de apoyo habitáculo Satprof.
5. Rose C. Levy, 2C USN, apoyo habitáculo Satprof.
– -miembros civiles del equipo
1. Theodore Fielding, astrofísico y geólogo planetario.
2. Elizabeth Halpern, zoóloga y bioquímica.
3. Harold J. Adams, matemático y especialista en Lógica.
4. Arthur Levine, biólogo marino y bioquímico.
5. Norman Johnson, psicólogo.
Norman leyó la lista:
– Con excepción de Levine, éste es el equipo FDV civil que propuse originariamente. Hasta los entrevisté y los sometí a pruebas, en aquel entonces.
– Exacto.
– Pero usted mismo dijo que no era probable que hubiese supervivientes. Ni que existiese vida dentro de esa nave espacial.
– Sí -reconoció Barnes-. Pero ¿qué pasaría si estuviese equivocado? -El militar echó un vistazo a su reloj-. A las mil cien horas daré instrucciones a los miembros del equipo. Quiero que venga y me diga qué opina de ellos. Después de todo, obedecimos las recomendaciones que usted hizo en su informe sobre FDV.
«Ustedes obedecieron mis recomendaciones -pensó Norman, con una sensación angustiosa-. ¡Dios mío, si yo sólo lo hacía para pagar una casa!»
– Sabía que usted no desaprovecharía la oportunidad de ver sus ideas puestas en práctica -dijo Barnes-. Esa es la razón de que lo haya incluido como psicólogo del grupo, aunque un hombre más joven sería más apropiado.
– Aprecio eso -manifestó Norman.
– Estaba seguro de que lo haría-dijo Barnes, sonriendo con alegría, y le tendió una mano musculosa-. Bienvenido al equipo FDV, doctor Johnson.
Un alférez llevó a Norman hasta su camarote, que era pequeño y gris, más parecido a la celda de una prisión que a cualquier otra cosa. La bolsa que había traído estaba sobre la litera; en un rincón se hallaba una consola y un teclado de ordenador y, al lado, un grueso manual con tapas azules.
Se sentó sobre la dura e incómoda cama, y se reclinó contra una tubería de la pared.
– Hola, Norman -dijo una voz suave-. Me alegra ver que te metieron en esto a la fuerza. Todo este asunto es culpa tuya, ¿no?
En el vano de la puerta había una mujer de pie.
Beth Halpern, la zoóloga del equipo, era un paradigma de contrastes: alta y angulosa, de treinta y seis años, se le podía llamar bella, a pesar de sus rasgos fuertes y de las características casi masculinas de su cuerpo. En los años transcurridos desde que Norman la vio por última vez, Beth parecía haber acentuado aún más sus facetas masculinas. Era levantadora de pesas y también corredora pedestre, de manera que las venas y los músculos le resaltaban en el cuello y los antebrazos. Por debajo de los pantalones cortos asomaban unas poderosas piernas. Llevaba el cabello corto, apenas un poco más largo que el de un hombre. Pero al mismo tiempo usaba joyas y maquillaje, y se movía de modo seductor. Su voz era suave y los ojos grandes y límpidos, en especial cuando hablaba sobre los seres vivos que estudiaba; en esos momentos, Beth se volvía casi maternal. Uno de sus colegas de la Universidad de Chicago se había referido a ella como «madre naturaleza con músculos».
Norman se puso de pie y ella le dio en la mejilla un beso rápido e indiferente.
– Mi cuarto es contiguo al tuyo. Oí que habías llegado. ¿Cuándo entraste?
– Hace una hora. Me parece que todavía soy presa del shock -comentó Norman-. ¿Crees todo esto? ¿Crees que es real?
– Sí, lo creo.
Beth señaló el grueso manual azul que estaba al lado del ordenador.
Norman lo cogió y leyó el título: Reglas que rigen la conducta del personal durante las operaciones militares secretas. Hojeó páginas de denso texto jurídico.
– Viene a decir -resumió Beth- que debes mantener la boca cerrada o pasarás mucho tiempo en una prisión militar. Y nada de llamadas, ni internas ni al exterior. Sí, Norman, creo que tiene que ser real.
– ¿Hay una nave espacial ahí abajo?
– Hay algo ahí abajo. Es muy emocionante. -Beth empezó a hablar con más rapidez-. ¡Vamos! Nada más que para la Biología, las posibilidades producen vértigo. Todo lo que sabemos sobre la vida es resultado de estudiar la que hay en nuestro propio planeta; pero en cierto modo toda la vida que hay en la Tierra es lo mismo: todo ser vivo, desde las algas hasta los seres humanos, está construido, básicamente, según el mismo plan, con el mismo ADN. Ahora tenemos la oportunidad de ponernos en contacto con vida que es por completo diferente. En todos los sentidos. Resulta emocionante. ¡Vaya si lo es!
Norman asintió con la cabeza, aunque en realidad estaba pensando en otra cosa.
– ¿Qué dijiste respecto a que no se pueden hacer llamadas internas ni al exterior? Prometí a Ellen que la llamaría.
– Bueno, traté de llamar a mi hija y me dijeron que los enlaces de comunicación están cortados. No resulta fácil creerlo, porque la Armada tiene más satélites que almirantes; pero juran y perjuran que no hay línea disponible para llamar afuera. Barnes dijo que daría su aprobación a un cablegrama. Eso es todo.
– ¿Qué edad tiene Jennifer ahora? -preguntó Norman.
Se sintió complacido por haber podido rescatar el nombre de la memoria. ¿Cómo se llamaba el marido? Era físico, según recordaba, o algo así. Un hombre de cabello muy rubio, color arena. Tenía barba y usaba corbatas de lazo.
– Nueve. Ahora es lanzadora de la Liga de Menores de Evanston. No es muy buena estudiante, pero es una excelente lanzadora. -En su voz había un matiz de orgullo-. ¿Cómo está tu familia? ¿Ellen?
– Muy bien, y los niños también. Tim se encuentra ya en segundo año de la facultad, en Chicago, y Amy se halla en Andover. ¿Cómo está…?
– ¿George? Nos divorciamos hace tres años -dijo Beth-. George pasó un año en el CERN, en Ginebra, buscando partículas exóticas, y creo que encontró lo que quería: la mujer es francesa y él afirma que es una excelente cocinera. -Se encogió de hombros-. De todos modos, en mi carrera me va bien. Durante todo el año pasado estuve trabajando con cefalópodos: calamares y pulpos.
– ¿Y fue interesante?
– Sí. Fue muy interesante llegar a conocer la apacible inteligencia de estos seres, de los pulpos, en particular. Produce una sensación extrañísima… No sé si sabes que el pulpo es más astuto que un perro, y sería una mascota muy superior. Se trata de un ser maravilloso, listo, muy emocional… Lo que sucede es que nunca pensamos en ellos de esa manera.
– ¿Aún los comes?
– Ah, Norman -dijo Beth sonriendo-. ¿Todavía relacionas todo con la comida?
– Siempre que es posible -dijo él al tiempo que se daba unas palmadas en el vientre.
– Pues entonces no te va a gustar la comida de este sitio: es terrible. Pero, respondiendo a tu pregunta, he de decirte que no -aclaró ella, haciendo sonar los nudillos-. Nunca podría comer un pulpo, sabiendo lo que sé en la actualidad acerca de ellos…, lo cual me trae algo a la memoria: ¿qué sabes en realidad de Hal Barnes?
– Nada. ¿Por qué?
– Anduve haciendo preguntas, y resulta que Barnes no pertenece a la Armada. Es un ex de la Armada.
– ¿Quieres decir que pasó al retiro?
– Pasó al retiro en mil novecientos ochenta y uno. Primero recibió preparación como ingeniero aeronáutico en el Instituto de Tecnología de California, y después de retirarse trabajó para la «Grumman» durante un tiempo. Luego fue miembro de la Comisión Naval de Ciencias, perteneciente a la Academia Nacional; después, subsecretario adjunto de Defensa, miembro del CAASD, el Consejo para Análisis de la Adquisición de Sistemas de Defensa, y miembro de la Comisión de Ciencias de Defensa, que asesora a los comandantes en jefe de las tres fuerzas y al secretario de Defensa.
– ¿Sobre qué los asesora?
– Sobre adquisición de armas -dijo Beth-. Es un hombre que pertenece al Pentágono y que aconseja al Estado respecto a la compra de armas. Así que…, ¿cómo llegó a estar al frente de este proyecto?
– Ni idea -respondió Norman; sentado en su litera, se quitó cada zapato con el otro pie, y, de pronto, se sintió cansado; Beth estaba apoyada contra el marco de la puerta-. Pareces estar en muy buen estado físico.
«Hasta sus manos se ven fuertes», pensó.
– Tal y como se hallan las cosas, ésa es otra cosa buena -dijo Beth-. Tengo mucha confianza en lo que se avecina. ¿Y con respecto a ti? ¿Crees que te las arreglarás bien?
– ¿Yo? ¿Por qué no habría de hacerlo? -Norman se echó un rápido vistazo a la familiar barriga; Ellen siempre le estaba insistiendo para que hiciera algo al respecto y, de cuando en cuando, él se animaba e iba al gimnasio durante algunos días, pero nunca lograba deshacerse de la panza. En verdad, no le importaba demasiado: tenía cincuenta y tres años y era profesor universitario, ¡qué diablos!, pero en ese instante cayó en la cuenta de lo que había dicho Beth-. ¿Qué quieres decir con eso de que tienes confianza en lo que se avecina? ¿Qué es lo que se avecina?
– Bueno, son sólo rumores por ahora. Pero tu llegada parece confirmarlos.
– ¿Qué rumores?
– Nos envían ahí abajo.
– ¿Dónde es ahí abajo?
– Al fondo del mar. A la nave espacial.
– Pero se encuentra a trescientos metros. La están investigando con robots sumergibles.
– Hoy en día, trescientos metros no representan una profundidad tan grande -dijo Beth-. La tecnología le puede hacer frente. En este mismo instante hay allí buzos de la Armada y, según corre la voz, ellos han montado un habitáculo para que nuestro equipo pueda descender y vivir en el fondo del mar durante una semana, más o menos, y abrir la nave espacial.
Norman experimentó un súbito escalofrío. Cuando trabajaba con la FAA había estado expuesto a toda suerte de horrores. Una vez, en Chicago, en el sitio en el que se había precipitado un avión (cuyos restos estaban diseminados por todo el campo de una finca), había pisado algo esponjoso y lleno de líquido; pensó que era un sapo, pero se trataba de la mano cercenada de un niño, con la palma hacia arriba. En otra ocasión, había visto el cuerpo carbonizado de un hombre, todavía unido a su asiento por el cinturón de seguridad, sólo que el asiento había sido despedido y había caído, con el respaldo deshecho, en el patio trasero de una casa suburbana, al lado de la pequeña piscina de plástico de los niños.
Y en Dallas, Norman se había quedado observando con fijeza a los investigadores técnicos que, subidos a los tejados de las casas de los suburbios, recogían partes de los cuerpos y los metían en bolsas…
Trabajar en un equipo dedicado a desastres aéreos exigía el ejercicio del más extraordinario control psicológico, para evitar ser abrumado por lo que se veía. Pero nunca existía peligro personal alguno, ningún riesgo físico. El único era el de las pesadillas.
Pero ahora, la perspectiva de descender trescientos metros bajo el océano para investigar un naufragio…
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Beth-. Estás pálido.
– No sabía que alguien estuviera hablando de ir allá abajo.
– No son más que rumores -lo tranquilizó Beth-. Descansa un poco, Norman. Creo que lo necesitas.
El equipo FDV se reunió en la sala de instrucciones poco antes de las once. A Norman le interesaba ver el grupo que había elegido seis años antes, reunido ahora por vez primera.
Ted Fielding era macizo y buen mozo, y a los cuarenta años aún tenía el aspecto de un muchacho; se hallaba a sus anchas, con pantalones cortos y una camisa deportiva. Era astrofísico del Laboratorio de Propulsión a Chorro, en Pasadena, y había efectuado importantes trabajos sobre la estratigrafía planetaria de Mercurio y de la Luna, aunque había ganado popularidad por sus estudios sobre los canales Mángala Vallis y Valles Marineris, de Marte. Localizados en el ecuador marciano, estos enormes canales llegaban a los cuatro mil kilómetros de longitud y algo más de cuatro kilómetros de profundidad, lo que representa que son diez veces más largos y el doble de hondos que el Gran Cañón del Colorado. Y Fielding había estado entre los primeros que llegaron a la conclusión de que el planeta cuya composición era más parecida a la de la Tierra, no era en modo alguno Marte, como se había pensado con anterioridad, sino el diminuto Mercurio, con su campo magnético similar al de nuestro planeta.
Fielding tenía un modo de ser abierto, jovial y pomposo. Por pertenecer al JLP[ [9]], había aparecido en televisión toda vez que se hacía un vuelo de circunvalación en una nave espacial y, a causa de ello, el astrofísico gozaba de cierto renombre. No hacía mucho se había vuelto a casar con una locutora que leía el pronóstico meteorológico en un canal de televisión de Los Angeles; tenían un hijo pequeño.
Ted era un viejo partidario de la teoría de que había vida en otros mundos, y también defensor del SETI[ [10]], al que otros científicos consideraban una pérdida de tiempo y de dinero. Dirigió a Norman una amplia sonrisa.
– Siempre supe que esto iba a ocurrir, que tarde o temprano habríamos de obtener pruebas de vida inteligente de otros planetas. Ahora, por fin, las tenemos, Norman. Este es un momento grandioso. Y me complace, de manera especial, la forma.
– ¿La forma de qué?
– Del objeto que hay allá abajo.
– ¿Qué pasa con la forma?
Norman no había oído ningún comentario respecto a ella.
– Estuve en la sala de monitores observando la información televisual que envían los robots. Están empezando a definir la forma del objeto que se encuentra debajo del coral… y no es redonda. No es un platillo volante -dijo Ted-. ¡Gracias a Dios! A lo mejor esto hace que se llame a silencio el grupo de fanáticos de los platillos volantes. -Sonrió-. A quien sabe esperar le llega su recompensa, ¿eh?
– Creo que sí-concedió Norman.
En realidad no sabía bien qué quería decir Fielding, pero Ted tenía tendencia a hacer citas literarias, pues se veía a sí mismo como un hombre del Renacimiento, y las citas al azar, de Rousseau y Lao-tsé eran una manera de recordárselo a su interlocutor. Sin embargo, en Fielding no había maldad alguna. En una ocasión, alguien había dicho que Ted era «un tipo que se conocía todas las marcas registradas», y eso también se hacía extensivo a su manera de hablar. En Ted Fielding había una inocencia, casi una ingenuidad, entrañable y genuina. A Norman le caía simpático.
Pero no estaba tan seguro respecto de Harry Adams, el reservado matemático de Princeton, a quien Norman no había visto durante seis años. Harry era un hombre de color, alto y muy delgado, que usaba gafas con montura metálica y tenía el entrecejo siempre fruncido. Llevaba una camiseta con la leyenda: «Los matemáticos lo hacen en la forma correcta», que era la clase de prenda que se pondría un estudiante y, por cierto, Adams aparentaba tener menos de los treinta años que tenía; resultaba evidente que era el miembro más joven del grupo… y se podía demostrar que el más importante.
Muchos teóricos argumentaban que la comunicación con seres extra-terrestres sería imposible porque los humanos no tendrían nada en común con ellos. Estos pensadores sostenían que así como el cuerpo humano representaba el resultado de muchas y sucesivas evoluciones, lo mismo ocurría con el pensamiento; al igual que pudo haber pasado con nuestro cuerpo, nuestra forma de pensar también pudo haber seguido un cauce diferente, no había nada de inevitable en nuestra manera de mirar el Universo.
Los hombres ya tenían problemas para comunicarse con seres inteligentes del propio planeta, como los delfines, por la sencilla razón de que estos animales viven en un ambiente muy distinto y poseen aparatos sensoriales también muy diferentes.
No obstante estas consideraciones, los hombres y los delfines podrían parecer casi idénticos, comparados con las vastas diferencias que nos separaban de un extra-terrestre, un ser que era el producto de miles de millones de evoluciones divergentes ocurridas en otro ambiente planetario. Sería poquísimo probable que un ser así viera el mundo tal como lo vemos nosotros; de hecho, lisa y llanamente podría suceder que ni siquiera lo viese; tal vez fuera ciego, y conociera el mundo a través de un muy desarrollado sentido del olfato, o de la temperatura o de la presión. Podría no existir manera de comunicarse con un ser así, podría ser que no hubiera una base común de diálogo directa. Según lo planteó uno de esos científicos, «¿cómo se le explicaría el poema de Wordsworth sobre los narcisos a una culebra acuática ciega?».
El conocimiento que era más factible que pudiera ser compartido con los extra-terrestres sería el de las matemáticas. Por eso el matemático del equipo iba a desempeñar un papel decisivo. Norman lo había seleccionado porque, a pesar de su juventud, Adams ya había hecho importantes contribuciones en varios campos diferentes.
– ¿Qué piensas de todo esto, Harry? -preguntó Norman, dejándose caer sobre una silla que tenía a su lado.
– Pienso que está clarísimo -respondió Harry-. Es una pérdida de tiempo.
– ¿Y esa aleta que hallaron bajo el agua?
– No sé lo que es, pero sí sé lo que no es: no es una nave espacial procedente de otra civilización.
Ted, que estaba de pie cerca de ellos, se volvió con gesto de disgusto. Era evidente que Harry y Ted ya habían sostenido esta misma conversación.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Norman.
– Un sencillo cálculo dijo Harry, agitando la mano con desdén-. Trivial, en realidad. ¿Conoces la ecuación de Drake?
Y aunque Norman la conocía ya que era una de las famosas propuestas que figuraban en la bibliografía sobre vida extra-terrestre, pidió:
– Refréscame la memoria.
Harry suspiró con irritación y sacó una hoja de papel.
– Es una ecuación para un cálculo de probabilidades.
Escribió:
p=fp nh fl fi fc
– Esto quiere decir -continuó- que la probabilidad de que en cualquier sistema cuyo centro sea una estrella se desarrolle vida inteligente es función de la probabilidad de que esa estrella tenga planetas, de la cantidad de planetas habitables, de la probabilidad de que formas simples de vida se desarrollen en un planeta habitable, de la probabilidad de que las formas inteligentes de vida se desarrollen a partir de las simples, y de la probabilidad de que esas formas inteligentes de vida intenten establecer una comunicación interestelar dentro de cinco mil millones de años. Eso es todo lo que dice la ecuación.
– Ya -murmuró Norman.
– Pero la cuestión es que no tenemos pruebas -continuó Harry-. Tenemos que hacer conjeturas sobre cada una de estas probabilidades, sin salvarnos de ninguna. Y es muy fácil conjeturar en un solo sentido, como hace Ted, y llegar a la conclusión de que es probable que haya miles de civilizaciones inteligentes. Es igualmente fácil conjeturar, como hago yo, que es probable que haya nada más que una sola civilización: la nuestra. -Alejó de sí el papel-. Y, en ese caso, sea lo que sea lo que está allá abajo, no proviene de una civilización extra-terrestre, por lo que todos estamos malgastando nuestro tiempo aquí.
– Entonces, ¿qué es lo que hay allá abajo? -volvió a preguntar Norman.
– Es una absurda expresión de esperanza romántica -dijo Adams mientras se subía las gafas que se habían deslizado por la nariz.
En el matemático había una vehemencia que preocupaba a Norman. Seis años atrás, Harry Adams todavía era un chico de la calle, cuyo oscuro talento lo había llevado, en un solo paso, de un hogar deshecho de los barrios bajos de Filadelfia, hasta los cuidados prados verdes de Princeton. En aquel entonces, Adams era juguetón, estaba contento por el giro que había dado su suerte. ¿Por qué lo veía tan agrio ahora?
Adams era un teórico extraordinariamente dotado; su reputación era firme por sus estudios sobre las funciones de densidad probabilística pertenecientes a la mecánica cuántica, que estaban más allá de la comprensión de Norman, aunque Adams las había resuelto cuando tenía diecisiete años. Pero lo que sí podía entender Norman era a Adams mismo, y éste ahora parecía tenso y crítico, incómodo en el grupo. O quizá eso tenía que ver con la presencia del matemático. A Norman le había preocupado cómo se integraría Harry, ya que había sido un niño prodigio.
En realidad, solamente existían dos clases de niños prodigio: los matemáticos y los músicos. Algunos psicólogos sostenían que sólo había una clase, porque la música tenía una estrechísima relación con las matemáticas. Aunque existían niños precoces muy dotados en otras áreas, como la literatura, la pintura y el atletismo, los únicos campos en los que un chico podía situarse al mismo nivel que un adulto eran los de las matemáticas y la música. Desde el punto de vista psicológico, estos niños eran complejos: a menudo solitarios, aislados de sus pares, y hasta de su familia, como consecuencia de los dones que tenían, por los cuales eran tanto admirados como envidiados. Con frecuencia, las aptitudes de trato social se hallaban atrasadas, lo que hacía que las interacciones con un grupo fuesen incómodas. Y era probable que, por su condición de niño procedente de un barrio bajo, los problemas de Harry se hubieran visto aumentados. En una ocasión le había contado a Norman que, cuando él estaba aprendiendo las transformaciones de Fourier, los demás chicos aprendían a copular. Así que, a lo mejor, ahora Harry se estaba sintiendo incómodo en el grupo.
Pero parecía haber algo más… Daba la impresión de hallarse casi iracundo.
– Esperen un poco -dijo Adams-. Dentro de una semana van a tener que reconocer que todo esto no fue otra cosa que una tremenda falsa alarma. Nada más.
«Eso es lo que tú esperas», pensó Norman y, una vez más, se preguntó por qué.
– Bueno, yo creo que es emocionante -opinó Beth Halpern sonriendo con jovialidad-. En lo que a mí concierne, aun la más remota posibilidad de hallar una nueva forma de vida resulta emocionante.
– Es cierto -dijo Ted-. Después de todo, Harry, existen más cosas entre el cielo y la Tierra de las que puede soñar tu filosofía.
Norman miró al último miembro del equipo, Arthur Levine, el biólogo marino, que estaba en el otro extremo de la sala. Se trataba de la única persona a la que Norman no conocía. Era un hombre regordete, pálido e inquieto, sumido en sus propios pensamientos. Norman estaba a punto de preguntarle qué pensaba, cuando el capitán Barnes entró dando zancadas y con una pila de carpetas debajo del brazo.
– Bienvenidos a en medio de ninguna parte -dijo-, y ni siquiera pueden ir al baño. -Todos rieron con nerviosismo-. Les pido disculpas por haberles tenido esperando, pero no disponemos de mucho tiempo, así que vayamos derechos al grano. Si apagan las luces, podremos empezar.
La primera diapositiva mostraba un barco de gran tamaño, con una complicada superestructura en la popa.
– El Rose Sealady -dijo Barnes-. Es un buque tendedor de cables submarinos, contratado por Transpac Communications para establecer una línea telefónica submarina desde Honolulú hasta Sidney, Australia. El Rose zarpó de Hawai el veintinueve de mayo de este año y, para el dieciséis de junio, ya había alcanzado la parte occidental de las Samoa, en medio del Pacífico. Estaba tendiendo un nuevo cable de fibra óptica, que tiene una capacidad de conducción de veinte mil transmisiones telefónicas simultáneas y está cubierto por un denso entretejido de metal y plástico, de una excepcional resistencia a las roturas. El barco ya había tendido más de cuarenta y seis mil millas náuticas de cable, a través del Pacífico, sin que se produjeran contratiempos de ninguna índole. La siguiente.
Era un mapa del Pacífico, con un gran punto rojo.
– A las diez de la noche del diecisiete de junio la nave estaba situada aquí, a mitad de camino entre Pago Pago, en la Samoa norteamericana, y Viti Levu, en las Fidji, cuando un tremendo tirón hizo que la nave se estremeciera. Sonaron las alarmas y la tripulación se dio cuenta de que el cable se había desgarrado y roto por efecto del choque contra un obstáculo sumergido. De inmediato consultaron las cartas de navegación en busca de un escollo submarino, pero no hallaron obstáculo alguno. La tripulación izó el cable suelto, lo cual requirió varias horas, ya que, en el momento del accidente, había más de un kilómetro de cable arriado detrás del barco. Cuando examinaron el extremo cortado vieron que estaba limpiamente seccionado o, para decirlo con las palabras de un tripulante, «como si hubiera sido cortado con unas enormes tijeras». La siguiente.
Ésta mostraba una sección del cable de fibra, sostenido ante la cámara por la curtida mano de un marinero.
– Como pueden apreciar, la naturaleza de la rotura sugiere la existencia de alguna clase de obstrucción artificial. El Rose salió a todo vapor hacia el norte, de vuelta al escenario del hecho. La siguiente.
En esta diapositiva, se veía una serie de líneas blanquinegras desgarradas, con una región de picos pequeños.
– Éste es el barrido de sonar que el barco hizo originariamente. Si no saben leer barridos sonáricos les será difícil interpretarlo; pero aquí pueden ver la delgada obstrucción, en forma de filo de cuchillo, lo que es compatible con la idea de que un barco o un avión hundidos hayan producido el corte del cable.
»La compañía fletadora, la Transpac Communications, notificó lo ocurrido a la Armada y nos solicitó cualquier información que tuviésemos sobre esa obstrucción. Esto es un trámite de rutina: siempre que se produce la rotura de un cable submarino se le notifica a la Armada, por si tenemos conocimiento de algún obstáculo. Si se trata de un buque hundido que contiene explosivos, la compañía que tiende el cable necesita saberlo antes de comenzar las reparaciones. Pero, en este caso, la obstrucción no figuraba en los archivos de la Armada… y la Armada se interesó en el asunto. De inmediato destacamos la nave exploradora que teníamos más próxima al sitio del incidente, el Ocean Explorer, que salió de Melbourne y llegó al lugar el veintiuno de junio de este año. La razón del interés de la Armada era la posibilidad de que esa obstrucción fuera un submarino atómico chino, de la clase «Uujan», equipado con misiles SY-2, pues sabíamos que los chinos habían perdido uno de ese tipo, más o menos en esta zona, en mayo de mil novecientos ochenta y cuatro. El Ocean Explorer barrió el fondo del mar en ese lugar, para lo cual utilizó un complejo sonar de emisión lateral, que produjo esta imagen del fondo.
La imagen en colores tenía tal claridad que parecía tridimensional.
– Como pueden ver, el fondo del mar aparece plano, con excepción de esta sola aleta triangular, que sobresale unos ochenta y cuatro metros sobre el suelo oceánico. La ven aquí -dijo Barnes, señalando-. Ahora bien: la dimensión de esta aleta es mayor que la de cualquier aeronave conocida, ya sea de Estados Unidos o de la Unión Soviética. Todo esto resultó muy enigmático al principio. La siguiente.
Vieron un robot sumergible al que hacían descender, mediante una grúa, por el costado de un barco. El robot consistía en una serie de tubos horizontales, con cámaras y luces alojadas en el centro.
– Antes del veinticuatro de junio, la Armada había emplazado el transporte de VOD Neptune IV, y el Vehículo Operado a Distancia Scorpion, que ustedes ven aquí; se hizo descender para que fotografiara el ala. La imagen que devolvió mostraba, con claridad, algún tipo de plano de control. Aquí está.
En el grupo se oyeron murmullos: la imagen en colores, iluminada con crudeza, mostraba un fondo coralino plano, del que sobresalía una afilada aleta gris, de bordes agudos y apariencia aeronáutica y, sin duda alguna, artificial.
– Ustedes notarán que, en esta región, el fondo del mar consiste en masas achaparradas de coral muerto. El ala, o la aleta, desaparece dentro del coral, lo que sugiere que el resto de la nave podría estar sepultado debajo de ese coral. Se practicó una exploración del fondo con SLS[ [11]] de resolución ultraalta para determinar cuál era la forma de lo que había debajo del coral. La siguiente.
Apareció otra imagen sonárica en colores, compuesta por puntos finos en vez de líneas.
– Como pueden ver, la aleta parece estar unida a un objeto cilindrico sepultado debajo del coral. El objeto tiene un diámetro de cincuenta y siete metros y se extiende en una longitud de ochocientos veintiséis metros con veinte centímetros, hacia el oeste, antes de ahusarse y rematar en una punta.
Hubo más murmullos en el grupo de espectadores.
– Así es -continuó Barnes-: ese objeto cilindrico tiene media milla marina de largo. Su forma es semejante a la de un cohete o una nave espacial, y por cierto que se le parece; pero, desde el principio, tuvimos el cuidado de referirnos a este objeto como «la anomalía».
Norman echó un vistazo a Ted, quien sonreía mientras miraba la pantalla. Pero al lado de Ted, en la oscuridad, Harry Adams frunció el entrecejo y se empujó las gafas hacia el puente de la nariz.
Después, la luz del proyector se apagó y la sala quedó sumida en la oscuridad. Se oyeron protestas y Norman escuchó que Barnes decía:
– ¡Maldita sea, otra vez, no!
Alguien se apresuró para llegar a la puerta y entonces hubo un rectángulo de luz.
Beth se inclinó hacia Norman y dijo:
– Aquí se les corta la corriente todo el tiempo. Reconfortante, ¿eh?
Instantes después, volvió la luz, y Barnes prosiguió:
– El veinticinco de junio, un vehículo SCARAB, que se controla a distancia, cortó un trozo de aleta de cola y lo trajo a la superficie. Se analizó y se descubrió que era de una aleación de titanio, dentro de un panal de resina epóxica. La tecnología necesaria para efectuar la adhesión de esos materiales metálico-plásticos es, hasta este momento, desconocida en la Tierra. Los expertos confirmaron que la aleta no pudo tener su origen en este planeta…, si bien dentro de diez o veinte años es probable que sepamos cómo fabricarla.
Harry Adams gruñó, se inclinó hacia adelante e hizo una anotación en su libreta.
– Mientras tanto -siguió explicando Barnes- se utilizaron otras naves robots para colocar cargas sísmicas en el lecho marino; los análisis sísmicos demostraron que la anomalía sepultada era de metal, que era hueca y que tenía una estructura interna compleja. Después de dos semanas de estudio intensivo llegamos a la conclusión de que la anomalía era alguna clase de nave espacial. La verificación final llegó el veintisiete de junio, por parte de los geólogos: las muestras testigo que habían extraído del fondo marino indicaban que el lecho oceánico había sido mucho menos profundo en el pasado, quizá de no más de veinticuatro o veintisiete metros de profundidad. Esto explicaría la presencia del coral, que cubría la nave con un espesor promedio de nueve metros. Los geólogos afirmaron que, por consiguiente, la nave había estado en nuestro planeta durante trescientos años, como mínimo, y tal vez desde mucho antes: quinientos y hasta cinco mil años.
»Aunque a regañadientes, la Armada llegó a la conclusión de que, en verdad, habíamos encontrado una nave espacial procedente de otra civilización. La decisión del Presidente, dada a conocer ante una asamblea especial del Consejo Nacional de Seguridad, fue que se debía abrir la nave espacial. De modo que, a partir del veintinueve de junio, se convocó a los miembros del equipo FDV. El día primero de julio, el habitáculo submarino DH-7 fue bajado hasta su emplazamiento previsto, cerca del sitio en el que estaba la nave espacial. El DH-7 albergaba nueve buzos de la Armada, quienes trabajaron en un ambiente saturado con gas exótico. Esos buzos procedieron a efectuar tareas preliminares de perforación… Y creo que lo dicho les pone al tanto de las novedades -concluyó Barnes-. ¿Preguntas?
– ¿Se ha llegado a conocer la estructura interna de la nave espacial? -inquirió Ted.
– Por el momento, no. La nave parece estar construida de tal manera que las ondas de choque se transmiten alrededor de la coraza exterior, que es tremendamente fuerte y está bien diseñada, lo cual impide que las cargas sísmicas brinden una imagen clara del interior de la nave.
– ¿Y si se emplean en este caso técnicas pasivas para ver lo que hay dentro?
– Lo hemos intentado -respondió Barnes-. Análisis gravimétrico, negativo. Termografía, negativa. Trazado de correspondencias de resistividad, negativo. Magnetómetros protónicos de precisión, negativos.
– ¿Dispositivos de escucha?
– Desde el día uno tuvimos hidrófonos en el fondo del mar, pero no se registran sonidos procedentes de la nave…, por lo menos hasta ahora.
– ¿Y qué sucedería con otros procedimientos de inspección a distancia?
– La mayoría de ellos entrañan el empleo de radiaciones, y no nos atrevemos a irradiar la nave en estos momentos.
Harry dijo:
– Capitán Barnes, observo que la aleta no parece haber experimentado daños, y que el casco da la impresión de ser un cilindro perfecto. ¿Cree usted que este objeto se estrelló en el océano?
– Sí -respondió Barnes, quien daba la impresión de estar inquieto.
– ¿Así que este objeto soportó un impacto contra el agua, a elevada velocidad, y no sufrió ni un raspón ni una abolladura?
– Bueno, es de una extraordinaria fortaleza.
Harry asintió con la cabeza.
– Ya lo creo que tiene que serlo…
– ¿Qué están haciendo, exactamente, los buzos que ahora se encuentran allí abajo? -preguntó Beth.
– Buscan la «puerta de calle» -sonrió Barnes-. Por el momento tuvimos que volver a los procedimientos arqueológicos clásicos: estamos cavando zanjas exploratorias en el coral, en busca de algún tipo de entrada o escotilla. Confiamos en hallarla dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. Una vez que la hayamos descubierto, entraremos. ¿Alguna otra pregunta?
– Sí -dijo Ted-. ¿Cuál fue la reacción de los rusos ante este descubrimiento?
– No se lo hemos dicho a los rusos -respondió Barnes.
– ¿No se lo han dicho?
– No, no lo hicimos.
– Pero éste es un acontecimiento increíble, un hecho sin precedentes en la historia de la Humanidad. No sólo en la historia de Norteamérica. No cabe duda de que deberíamos compartirlo con todas las naciones del mundo. Esta es la clase de descubrimiento que podría unir a la totalidad de la especie humana.
– Tendría usted que hablar con el Presidente dijo Barnes-. Desconozco las razones que hay detrás de ella, pero ésa fue la decisión que él tomó. ¿Alguna otra pregunta?
Nadie dijo nada; pero todos los miembros del equipo intercambiaron miradas.
– Entonces, supongo que eso es todo -concluyó Barnes.
Las luces se encendieron y se oyó el ruido de las sillas cuando los asistentes se pusieron de pie y se desperezaron. En ese momento, Harry Adams dijo:
– Capitán Barnes, debo manifestarle que me siento muy ofendido por esta reunión informativa.
Barnes quedó sorprendido.
– ¿Qué quiere decir, Harry?
Los demás se detuvieron y miraron a Adams, que permanecía sentado en su silla, con una expresión de irritación:
– ¿Fue decisión suya revelarnos la noticia con delicadeza?
– ¿Qué noticia?
– La noticia relativa a la puerta.
Barnes rió con nerviosismo.
– Harry, les acabo de decir que los buzos están cavando zanjas exploratorias en busca de la puerta…
– Yo diría que desde hace tres días, es decir, desde que empezaron a traernos en avión, ustedes ya tienen idea de dónde está la puerta. Es más: yo diría que en estos momentos ya lo saben con exactitud. ¿Me equivoco?
Barnes no dijo una palabra; sólo mantuvo en el rostro una sonrisa congelada.
«¡Por Dios! -pensó Norman, mirando a Barnes-, Harry tiene razón.» Se sabía que Harry poseía un cerebro tremendamente lógico, de una capacidad deductiva sorprendente y fría; pero Norman nunca lo había visto en acción.
– Sí -dijo al fin Barnes-, tiene razón.
– ¿Conocen la situación de la puerta?
– La conocemos, sí.
Hubo un momento de silencio y entonces Ted exclamó:
– ¡Pero esto es fantástico! ¡Es de lo más fantástico! ¿Cuándo descenderemos para entrar en la nave espacial?
– Mañana -dijo Barnes, sin quitar la vista de Harry, el cual, a su vez, lo miraba con fijeza-. Los minisubmarinos los bajarán de dos en dos, mañana por la mañana.
– ¡Esto es emocionante! -se entusiasmó Ted-. ¡Fantástico! ¡Increíble!
– Así que -dijo Barnes, todavía observando a Harry- todos ustedes deberían tratar de dormir… si es que pueden.
– «Sueño inocente, sueño que entreteje la desmadejada seda de la cautela» -recitó Ted, el cual no dejaba de moverse en su silla, presa de gran excitación.
– Durante lo que resta del día vendrán oficiales técnicos y de suministros, para medirlos y equiparles a ustedes. Si hubiera otras preguntas -dijo Barnes- pueden verme en mi oficina.
Salió de la habitación y la reunión se disolvió. Cuando los demás salieron en fila, Norman se quedó atrás, con Harry Adams, que no se había movido de su asiento y observaba al técnico, mientras éste enrollaba la pantalla portátil.
– Lo que acabamos de ver fue todo una representación -dijo Norman.
– ¿Sí? No veo por qué.
– Dedujiste que Barnes nos estaba ocultando lo de la puerta.
– Y hay mucho más que no nos confiesa -dijo Adams con tono frío-. No nos revela ninguna cosa importante.
– ¿Por ejemplo?
– El hecho -manifestó Harry, poniéndose por fin de pie- de que el capitán Barnes sabe muy bien por qué el Presidente decidió mantener esto en secreto.
– ¿Lo sabe?
– El Presidente no tenía alternativa, dadas las circunstancias.
– ¿Qué circunstancias?
– Él sabe que el objeto que está ahí abajo no es una nave espacial extra-terrestre.
– Entonces, ¿qué es?
– Creo que está bastante claro.
– Para mí, no -confesó Norman.
Adams sonrió por primera vez. Fue una sonrisa leve, despojada de buen humor.
– No lo creerías si te lo dijera -contestó.
Y salió de la sala.
Arthur Levine, el biólogo marino, era el único miembro de la expedición a quien Norman Johnson no había conocido antes. «Ésta es una de las cosas para las que no habíamos hecho planes», pensó Norman. Él supuso que cualquier contacto que se produjera con una forma desconocida de vida tendría lugar en tierra; no había tomado en cuenta la posibilidad más obvia: que si una nave espacial descendiera al azar en algún lugar del planeta, lo más probable era que lo hiciese en el agua, ya que cubre el setenta por ciento del globo. Al echar una mirada retrospectiva, resultaba evidente que el equipo FDV necesitaría un biólogo marino.
Norman se preguntó qué más resultaría obvio al echar una mirada retrospectiva.
Encontró a Levine inclinado sobre la barandilla de babor. El biólogo provenía del Instituto Oceanógrafico de Woods Hole, en Massachusetts.
La mano de Levine estaba húmeda cuando Norman se la estrechó. El biólogo parecía hallarse incomodísimo y, al fin, admitió que se encontraba mareado.
– ¿Mareado en el océano? ¿Un biólogo marino? -preguntó Norman.
– Yo trabajo en el laboratorio -repuso Levine-. En casa. En tierra firme. Donde las cosas no están moviéndose todo el tiempo. ¿Por qué se sonríe?
– Lo siento -manifestó Norman.
– ¿Considera gracioso que un biólogo marino se maree en el mar?
– Me parece incongruente.
– Muchos de nosotros nos mareamos -informó Levine, y contempló el mar con fijeza-. Mire ahí -prosiguió-, miles de kilómetros de superficie lisa. Nada.
– Es el océano.
– Me da escalofríos -dijo Levine.
– ¿Qué piensa usted? -preguntó Barnes, ya de nuevo en su oficina.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el equipo, ¡Cristo!
– Es el mismo equipo que elegí, pero seis años después. Básicamente es un buen grupo, formado por gente muy capaz, desde luego.
– Quiero saber quién se va a desquiciar.
– ¿Por qué habrían de hacerlo? -preguntó Norman.
Contempló a Barnes y vio la delgada línea de sudor que el marino tenía sobre el labio superior: el comandante mismo estaba sometido a muchas presiones.
– ¿A trescientos metros de profundidad? -planteó Barnes-. ¿Viviendo y trabajando en un pequeño habitáculo? Tenga presente que no voy a entrar con buzos militares, que fueron entrenados y que saben conservar el control de sí mismos. ¡Por Dios, voy a llevar a unos cuantos científicos! Y necesito que todos tengan una historia clínica limpia. Quiero estar seguro de que nadie se volverá loco.
– Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, capitán, pero los psicólogos no pueden predecir eso con mucha exactitud. Me refiero a quién puede sufrir trastornos.
– ¿Aun cuando eso se deba al miedo?
– Por el motivo que fuere.
Barnes frunció el entrecejo.
– Creía que el miedo era su especialidad.
– La ansiedad es uno de los aspectos que me interesa investigar y, en función de los perfiles de personalidad, le puedo revelar quién es propenso a padecer una ansiedad aguda, en una situación de gran tensión emocional. Pero no puedo predecir quién, sometido a esa tensión, va a experimentar un colapso mental y quién no lo hará.
– Entonces ¿para qué sirve usted? -dijo Barnes con irritación, y lanzó un suspiro-. Lo lamento. ¿Quiere, al menos, entrevistarlos o someterlos a algunos tests?
– No existen esos tests -contestó Norman-. Al menos ninguno que sirva para algo.
Barnes volvió a suspirar.
– ¿Y qué opina de Levine?
– Se marea en el mar.
– No hay movimiento alguno bajo el agua, así que eso no es problema. Pero ¿qué piensa de él como persona?
– Yo me preocuparía -repuso Norman.
– Tomaré debida nota de este comentario. ¿Y cuál es su opinión sobre Harry Adams? ¿Es arrogante?
– Sí; pero es probable que eso resulte conveniente. Estudios realizados demostraron que las personas que revelaban mayor eficacia para enfrentarse con las presiones eran de las que desagradaban a los demás, personas a las que se describía como arrogantes, seguras de sí mismas, irritantes.
– Puede que sea así-admitió Barnes-. Pero ¿qué pasó con el famoso trabajo de investigación de Adams? Hace unos años, él fue uno de los principales partidarios del SETI; y ahora, cuando encontramos algo, de pronto se vuelve muy negativo. ¿Recuerda usted ese trabajo de Adams?
Norman no lo recordaba y estaba a punto de decirlo, cuando entró un alférez.
– Capitán Barnes, aquí está el perfeccionamiento visual que usted quería.
– Bien -dijo Barnes, miró de soslayo una fotografía y la puso sobre el escritorio-. ¿Qué pasa con el clima?
– No hay cambios, señor. Los informes de satélite confirman que tenemos cuarenta y ocho más menos doce sobre nuestro emplazamiento.
– ¡Diablos! -exclamó Barnes.
– ¿Hay problemas? -preguntó Norman.
– El clima se nos está poniendo malo -dijo Barnes-. Es posible que tengamos que abandonar nuestro apoyo de superficie.
– ¿Eso significa que usted cancelará la inmersión?
– No. Bajaremos mañana, como se planeó.
– ¿Por qué Harry cree que lo que hay allá abajo no es una nave espacial? -preguntó Norman.
Barnes frunció el entrecejo y empujó unos papeles que tenía sobre la mesa.
– Voy a decirle algo: Harry es un teórico y las teorías son nada más que eso, teorías. Yo trato con hechos concretos, y el hecho es que allá abajo tenemos una maldita cosa muy antigua y muy extraña. Y quiero saber qué es.
– Pero si no es una nave espacial extra-terrestre, ¿qué es?
– Esperemos hasta llegar allá abajo, ¿le parece? -Barnes echó un vistazo a su reloj-. En estos momentos el segundo habitáculo ya debe de haber sido anclado en el lecho marino. Empezaremos a bajarlos a ustedes dentro de quince horas, y hasta entonces, tenemos mucho que hacer.
– No se mueva… así, doctor Johnson. -Norman estaba de pie, desnudo, y sintió que las dos puntas metálicas de un calibrador de compás le pinchaban la parte posterior de los brazos, justo por encima del codo-. Un poco más…, muy bien. Ahora se puede meter en el tanque.
El joven médico naval se hizo a un lado y Norman subió la escalerilla del tanque metálico, que estaba lleno de agua hasta el borde. Cuando Norman se sumergió, el agua se derramó por los costados del recipiente.
– ¿Para qué es todo esto? -preguntó Norman.
– Lo siento, doctor Johnson, pero si usted quisiera sumergirse por completo…
– ¿Qué…?
– Es nada más que un momento, señor…
Norman tomó aire, hundió la cabeza en el agua y volvió a emerger.
– Ya está bien. Puede salir-dijo el militar, y le tendió una toalla.
– ¿Para qué es todo esto? -volvió a preguntar Norman, mientras bajaba por la escalerilla.
– Contenido adiposo total del cuerpo -dijo el militar-. Tenemos que conocerlo, para calcular sus estads sat.
– ¿Mis estads sat?
– Sus estadísticas de saturación. -El médico hizo unas marcas en la planilla que tenía consigo-. ¡Dios mío! Usted se sale de la gráfica.
– ¿A qué se debe eso?
– ¿Hace mucho ejercicio, doctor Johnson?
– Algo.
Ahora Norman se estaba poniendo a la defensiva. Y la toalla era demasiado pequeña para envolverle la cintura. ¿Por qué la Armada usaba toallas tan raquíticas?
– ¿Bebe?
– Un poco.
Norman ya estaba claramente a la defensiva: no había duda al respecto.
– ¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que consumió una bebida alcohólica, señor?
– No sé. Hace dos o tres días. -Tenía problemas para retroceder en los recuerdos hasta San Diego; ¡le parecía tan lejano!-. ¿Por qué?
– Está bien, doctor Johnson. ¿Tiene problemas con las articulaciones, las caderas o las rodillas?
– No. ¿Por qué?
– ¿Episodios de síncope, desmayos, pérdida fugaz de la visión?
– No…
– ¿Podría sentarse allí, señor?
El militar señaló un banquillo que estaba al lado de un dispositivo electrónico adosado a la pared.
– A decir verdad, me gustaría que me dieran algunas respuestas -dijo Norman.
– Tan sólo mire muy fijo el punto verde, con los ojos completamente abiertos…
Norman sintió una breve ráfaga de aire en los ojos y parpadeó de forma instintiva. Con un chasquido, salió del dispositivo una tira impresa de papel. El militar la arrancó y le echó un vistazo.
– Muy bien, doctor Johnson. Si quisiera venir por aquí…
– Le agradecería que me diese alguna información -pidió Norman-. Me gustaría saber qué pasa.
– Entiendo, señor, pero tengo que acabar su examen a tiempo para su siguiente sesión de instrucciones, que tendrá lugar a las mil setecientas horas.
Norman estaba tendido boca arriba, y varios técnicos le clavaron agujas en ambos brazos y otras en la pierna y en la ingle. El imprevisto dolor le hizo gritar.
– Esto es lo peor de todo, señor -explicó el militar, mientras guardaba las jeringuillas en un recipiente con hielo-. Trate de mantener este algodón apretado contra el pinchazo, aquí…
Un broche le apretaba las fosas nasales, y tenía una boquilla de aire entre los dientes.
– Esto es para medir su CO2 dijo el militar-. Tan sólo espire. Así. Haga una profunda inspiración, ahora espire…
Norman espiró y miró el diafragma de goma que, al inflarse, hacía que una aguja subiera por una escala.
– Vuelva a intentarlo, señor. Estoy seguro de que puede hacerlo mejor.
Norman no pensaba lo mismo, pero de todos modos repitió la prueba.
Entró otro militar, que traía en la mano una hoja de papel cubierta de cifras.
– Aquí está su RS -dijo.
El primer militar frunció el entrecejo.
– ¿Barnes ha visto esto?
– Sí.
– ¿Y qué ha dicho?
– Que estaba bien, que se continuara.
– Excelente. Él es el patrón. -Se volvió hacia Norman-. Intentemos con una sola inspiración grande, doctor Johnson, si le parece bien…
Las agujas metálicas de los calibradores de compás le tocaron el mentón y la frente, y una cinta le rodeó la cabeza. Ahora los calibradores tomaban medidas desde la oreja hasta el mentón.
– ¿Para qué es esto? -preguntó Norman.
– Para proveerlo de un casco de inmersión, señor.
– ¿No bastaría con ponérmelo para probarlo?
– Éste es el método que seguimos aquí, señor.
La cena consistió en macarrones con queso, que estaban quemados por abajo. Norman los apartó a un lado después de comer un poco.
El militar apareció en la puerta.
– Hora de la reunión informativa de las mil setecientas horas, señor.
– No voy a ir a ninguna parte -declaró Norman- hasta que me den algunas respuestas. ¿Qué demonios es todo esto que me están haciendo?
– Examen rutinario de satprof, señor. Las disposiciones de la Armada exigen que se haga antes de que un hombre descienda al fondo del mar.
– ¿Y por qué estoy fuera de la gráfica?
– ¿Cómo dice, señor?
– Usted comentó que yo estaba fuera de la gráfica.
– Ah, eso. Usted es un poco más pesado que lo que indican las tablas de la Armada, señor.
– ¿Hay algún problema con mi peso?
– No creo que lo haya, señor.
– Y los otros exámenes, ¿qué mostraron?
– Señor, tiene usted muy buena salud, considerando su edad y su estilo de vida.
– ¿Y qué hay respecto a la inmersión? -preguntó Norman, esperando, en parte, no estar en condiciones de hacerla.
– ¿Respecto a ir allá abajo? Hablé con el capitán Barnes. No habrá problema alguno, señor. Ahora, si me hiciera el favor de venir por aquí a la sesión de instrucciones, señor…
Los demás miembros estaban sentados con indolencia; todos tenían una tacita para café, hecha de espuma de estireno. Norman se sintió contento de ver a los otros integrantes del equipo. Se dejó caer en una silla, al lado de Harry.
– ¡Jesús! ¿Te hicieron el maldito examen médico?
– Sí -respondió el matemático-. Me lo hicieron ayer.
– Me pincharon la pierna con una aguja larga -explicó Norman.
– ¿De veras? A mí no me hicieron eso.
– ¿Y qué te pareció respirar con ese broche en la nariz?
– Tampoco me hicieron eso -dijo Harry-. Parece que recibiste una especie de tratamiento especial.
Norman estaba pensando lo mismo, y no le agradaron las conclusiones a las que llegó. Se sintió cansado de repente.
– Muy bien, tenemos muchas cosas que tratar y tan sólo tres horas para hacerlo -dijo un hombre enérgico que apagó las luces al tiempo que entraba en la sala. Norman ni siquiera había podido verlo bien, y ahora era una voz en la oscuridad-. Como saben, la ley de Dalton rige las presiones parciales de mezcla de gases o, tal como se representa aquí, en forma algebraica…
Apareció el primero de los gráficos:
PPa = Ptot X % VOLa.
– Ahora pasemos revista a cómo se podría hacer el cálculo de la presión parcial, en valor absoluto expresado en atmósferas, que es el procedimiento que empleamos con más frecuencia…
Las palabras carecían de sentido para Norman. Trató de prestar atención, pero a medida que los gráficos seguían apareciendo y la voz zumbaba en forma monótona, sus párpados se volvían cada vez más pesados y terminó por quedarse dormido.
– … se les llevará abajo en el submarino y, una vez que estén en el módulo-hábitat, se les someterá a una presión de treinta y tres atmósferas. En ese momento haremos que cambien a una mezcla de gases, ya que, más allá de las dieciocho atmósferas, no es posible respirar la atmósfera de la Tierra…
Norman dejó de escuchar, pues lo único que lograban estos detalles técnicos era aterrorizarlo. Volvió a quedarse dormido; pero se despertaba de tanto en tanto.
– … pues el carácter tóxico del oxígeno sólo se hace presente cuando el PO2 va más allá de cero coma siete ATA durante períodos prolongados…
»La narcosis causada por el nitrógeno, en la que éste se comporta como anestésico, se produce en atmósferas compuestas por mezclas de gases, si, en el tenor de DSD, el valor de las presiones superiores llega más allá de uno coma cinco ATA…
»… en general, es preferible el circuito abierto de demanda, pero ustedes usarán un circuito semicerrado, con fluctuaciones de inspiración comprendidas entre seiscientos ocho y setecientos sesenta milímetros…
Norman volvió a dormirse.
Cuando terminó la sesión regresaron andando a sus camarotes.
– ¿Me perdí algo? -preguntó Norman.
– En verdad, no. -Harry se encogió de hombros-. Tan sólo un montón de física.
Norman llegó a su diminuto cuarto gris y se metió en la litera. En la pared brillaba un reloj que marcaba: 23:00. Norman tardó un rato en entender que eso quería decir «11 p.m.» [ [12]] «Dentro de nueve horas -pensó- comenzaré a descender.» Después, se durmió.