El estridente sonido de una alarma y el centelleo de luces rojas despertaron a Norman. Rodó sobre sí mismo y saltó de la litera. Se puso los zapatos aislantes y la chaquetilla con calefacción, y corrió hacia la puerta, donde chocó con Beth. La alarma ululaba por todo el habitáculo.
– ¿Qué ocurre? -gritó Norman por encima del ruido.
– ¡No lo sé!
Beth estaba pálida y asustada. Norman la empujó a un lado y siguió su camino. En el Cilindro B, entre todas las cañerías y consolas, un brillante cartel parpadeaba: «emergencia en sistemas mantenimiento vida.» Norman buscó a Alice Fletcher con la mirada, pero la corpulenta ingeniera no estaba ahí.
Se apresuró a regresar al Cilindro C y volvió a pasar junto a Beth.
– ¿Ya sabes lo que es? -gritó Beth.
– ¡Es mantenimiento de vida! ¿Dónde está Fletcher? ¿Dónde está Barnes?
– ¡No lo sé! ¡Los estoy buscando!
– ¡No hay nadie en el B! -gritó Norman y, a trompicones, subió los peldaños que llevaban al Cilindro D. Tina y Alice Fletcher se hallaban allí, trabajando detrás de las consolas de los ordenadores, cuyos paneles posteriores habían quitado, lo que dejaba al descubierto alambres y series de microprocesadores. Las luces de la habitación centelleaban en rojo, y en todas las pantallas se encendía y apagaba: «EMERGENCIA EN SISTEMAS MANTENIMIENTO VIDA.»
– ¿Qué pasa? -gritó Norman.
Con un movimiento de la mano, Fletcher le indicó que no la molestara de ningún modo.
– ¡Dígamelo!
Norman se volvió y vio a Harry, sentado en el rincón, cerca de la sección de monitores de Jane Edmunds, como si fuera un zombi; tenía un cuaderno y un lápiz sobre las rodillas, y parecía ajeno a las sirenas y a las luces que se encendían y apagaban delante de sus ojos.
– ¡Harry!
No reaccionó. Norman se volvió otra vez hacia las dos mujeres:
– ¡Por el amor de Dios! ¿Me van a decir qué sucede? -gritó.
En ese momento las sirenas cesaron y las pantallas quedaron en blanco. Hubo un silencio, sólo interrumpido por una suave música clásica.
– Lamento lo ocurrido -dijo Tina.
– Fue una falsa alarma -explicó Alice.
– ¡Jesús! -exclamó Norman; se dejó caer en una silla e hizo una profunda inspiración.
– ¿Estaba durmiendo?
Asintió con la cabeza.
– Lo siento. Se activó sola.
– ¡Jesús!
– Si vuelve a ocurrir debe usted verificar la placa de su pecho -dijo Fletcher, señalando la que llevaba en el suyo-. Eso es lo primero que se debe hacer. Como ve, todas las placas están normales ahora.
– ¡Jesús!
– Tómalo con calma, Norman -le aconsejó Harry-. Cuando el psiquiatra se vuelve loco, es mala señal.
– Soy psicólogo.
– Como sea.
– Nuestra alarma por ordenador tiene muchos sensores periféricos, doctor Johnson. En ocasiones se activa sola. Y no hay mucho que podamos hacer al respecto -explicó Tina.
Norman asintió con la cabeza y entró en el Cilindro E para ir al comedor. Levy había hecho una tarta de fresas, que nadie había probado debido al accidente de Jane Edmunds. Norman estaba seguro de que la tarta todavía estaría ahí; pero al no encontrarla se sintió frustrado; abrió las puertas de la alacena y las cerró con violencia, dio patadas en la puerta de la nevera.
«Tómalo con calma -pensó-. No fue más que una falsa alarma.»
Pero Norman no podía superar la sensación de que estaba atrapado, atascado en un maldito pulmón gigantesco, mientras las cosas se iban desmoronando poco a poco alrededor. El peor momento había sido cuando Barnes los reunió para darles instrucciones, cuando regresó después de haber enviado el cuerpo de Jane Edmunds a la superficie.
El capitán consideró que era el momento de pronunciar un breve discurso, decir algunas palabras para levantar el ánimo.
– Sé que todos están perturbados por lo de Jane Edmunds -había dicho-; pero lo que le sucedió fue un accidente. Quizá cometió un error de juicio al salir y meterse entre las medusas. Quizá no. El hecho es que, aun en las mejores circunstancias, se producen accidentes, y el mar profundo es un ambiente cruel.
Mientras lo escuchaba, Norman pensó: «Está escribiendo su informe. Les está explicando lo ocurrido a sus superiores.»
– Ahora -continuó Barnes- insto a todos a mantener la calma. Han pasado dieciséis horas desde que el temporal se abatió sobre el mar abierto. Acabamos de enviar un globo sensor a la superficie, pero antes de que pudiéramos tomar lecturas el cable se cortó, lo que sugiere que las olas de superficie todavía tienen nueve metros de alto, o más, y que el temporal sigue castigando con toda su fuerza. El satélite meteorológico estima que nos aguarda una tormenta de sesenta horas, en el lugar donde deberíamos emerger, por lo que todavía tendremos que permanecer aquí abajo dos días más. No hay mucho que podamos hacer al respecto; tan sólo tenemos que mantener la calma. No olviden que, aun cuando lleguen a la zona de contacto aire-mar, no podrán levantar la escotilla y empezar a respirar; tendrán que pasar otros cuatro días más en una cámara hiperbárica, en la superficie, para la descompresión.
Eso fue lo primero que Norman había oído respecto al tema: que aun después de que dejaran ese pulmón artificial tendrían que disponerse a pasar cuatro días más en otro.
– Creí que lo sabía -había dicho Barnes-. Ese es el PON [ [21]] para ambientes saturados. Se puede permanecer aquí abajo el tiempo que se quiera, pero cuando se regresa hay que pasar un período de cuatro días de descompresión. Y, créame, este habitáculo es mucho más agradable que la cámara de descompresión. Así que disfrute esto mientras pueda.
«Disfrute esto mientras pueda», pensó Norman. ¡Jesús! La tarta de fresas ayudaría. De todos modos, ¿dónde diablos estaba Rose Levy?
Retornó al Cilindro D.
– ¿Dónde está Rose Levy?
– No sé -respondió Tina-. Por ahí. Durmiendo, quizá.
– Nadie podría dormir durante esa alarma -objetó Norman.
– ¿La ha buscado en el comedor?
– De allí vengo. ¿Dónde se encuentra Barnes?
– Volvió a la nave, con Ted. Están poniendo más sensores alrededor de la esfera.
– Les dije que era una pérdida de tiempo -dijo Harry.
– ¿Así que nadie sabe dónde se halla Rose Levy? -preguntó Norman.
Alice Fletcher acababa de volver a los paneles de los ordenadores.
– Doctor -dijo-, ¿es usted una de esas personas que necesitan saber en todo momento dónde está toda la gente?
– No -dijo Norman-. Por supuesto que no.
– ¿Entonces, por qué tanto lío con Levy, señor?
– Sólo quería saber dónde estaba la tarta de fresas.
– Liquidada -repuso Fletcher en el acto-. El capitán y yo regresamos de cumplir con el funeral, nos sentamos y nos la comimos toda. Así de simple.
– Quizá Rose haga más -le consoló Harry.
Norman encontró a Beth en su laboratorio, en el nivel superior del Cilindro D. Entró justo a tiempo para verla tomar una pastilla.
– ¿Qué era eso?
– Valium, por Dios.
– ¿Dónde lo conseguiste?
– Mira -dijo Beth-, no me largues una perorata de psicólogo sobre eso…
– Tan sólo preguntaba.
Beth señaló una caja blanca, enclavada en la pared de la esquina del laboratorio.
– Hay un botiquín de primeros auxilios en cada uno de los cilindros. Es bastante completo.
Norman fue hacia la caja y abrió la tapa con un movimiento seco. Había compartimientos bien demarcados que contenían medicamentos, jeringuillas y vendas. Beth tenía razón al decir que era bastante completo: antibióticos, sedantes, tranquilizantes, hasta anestésicos quirúrgicos. Norman no reconoció todos los nombres que aparecían en los frascos, pero las drogas psicoactivas eran fuertes.
– Con las cosas que hay en este botiquín podrías librar una guerra…
– Sí, bueno… La Armada…
– Hay todo lo que se necesita para efectuar cirugía mayor. -Norman reparó en una tarjeta que había en el interior del botiquín, y leyó: «asistmed código 103»-. ¿Tienes alguna idea acerca de lo que quiere decir eso?
Beth asintió con la cabeza.
– Es un código de ordenador. Lo traje desde la memoria.
– ¿Y qué?
– Las noticias no son buenas.
Norman se sentó ante la terminal del laboratorio de Beth y preguntó:
– ¿Así está bien?
Tecleó 103. La pantalla respondió:
AGENTE HIPERBÁRICO SATURADO COMPLICACIONES MÉDICAS (GRAVES – FATALES)
1.01 Embolia pulmonar.
1.02 Síndrome nervioso por alta presión.
1.03 Necrosis ósea aséptica.
1.04 Toxicidad del oxígeno.
1.05 Síndrome de esfuerzo térmico.
1.06 Seudomoniasis generalizada.
1.07 Infarto cerebral.
Elegir Una:
– No elijas ninguna -aconsejó Beth-. Leer los detalles sólo servirá para inquietarte. Limítate a considerarlo de este modo: estamos en un ambiente muy peligroso. Barnes no se molestó en darnos todos los detalles cruentos. ¿Sabes por qué la Armada tiene una regla que dispone que se debe sacar a la gente al cabo de setenta y dos horas? Porque después de ese tiempo aumenta el riesgo de padecer la llamada «necrosis ósea aséptica». Nadie puede explicar la causa, pero el ambiente sometido a presión produce la destrucción de los huesos de piernas y caderas. ¿Y sabes por qué, cuando caminamos por él, este habitáculo se ajusta de modo constante? No se debe a que sea alta tecnología llamativa pero superficial. Se debe a que la atmósfera de helio hace que sea muy volátil el control del calor corporal; rápidamente te puedes sobrecalentar y, con la misma rapidez, enfriarte, hasta un nivel letal. Puede ocurrir con tanta velocidad que no te des cuenta hasta que es demasiado tarde. Entonces te caes muerto. Y el «síndrome nervioso por alta presión» consiste en convulsiones súbitas, parálisis y muerte si el índice de bióxido de carbono de la atmósfera cae a un nivel muy bajo. Para eso están las placas del pecho, para saber con seguridad que tenemos suficiente CO2 en el aire. Ese es el único motivo por el que llevamos las placas. Agradable, ¿eh?
Norman apagó la pantalla con un movimiento seco y quedó inmóvil en su asiento.
– Bueno, volviendo al punto de partida: ahora no hay mucho que podamos hacer al respecto.
– Es lo que dijo Barnes.
Beth empezó a empujar elementos de su equipo sobre la mesa de trabajo. Reacomodaba las cosas con movimientos nerviosos.
– Qué pena que no tengamos una muestra de esas medusas -comentó Norman.
– Sí; pero, a decir verdad, no sé muy bien cuál sería la utilidad de tenerla. -Frunció el entrecejo y movió algunos de los papeles que había sobre la mesa-. Norman, aquí abajo no estoy pensando con mucha claridad.
– ¿Qué quieres decir?
– Después del accidente volví aquí arriba para releer mis notas, para repasar cosas. Y revisé los camarones. ¿Recuerdas que te dije que carecían de estómago? Bueno, pues sí lo tienen. Había hecho una mala disección, fuera del plano sagital medio y, sencillamente, no llegué a exponer las estructuras de la línea media. Pero están ahí, ya lo creo: los camarones son normales. Y en cuanto a los calamares, resulta que el único que disequé tenía una pequeña anomalía: una branquia atrofiada, pero tenía una. Los demás calamares son todos normales, como cabía esperar. Yo estaba equivocada, procedí con demasiada precipitación. Y eso realmente me molesta.
– ¿Esa es la razón de que tomaras el Valium?
Ella asintió en silencio.
– Odio ser chapucera.
– Nadie te está criticando.
– Si Harry o Ted repasaran mis investigaciones y descubrieran que cometí esos estúpidos errores…
– No es tan grave cometer un error.
– Ya los puedo oír: «Como todas las mujeres, no es lo bastante atenta; está demasiado ansiosa por hacer un descubrimiento; trata de probarse a sí misma y saca conclusiones con excesiva rapidez. Como todas las mujeres…»
– Nadie te está criticando, Beth.
– Yo lo estoy haciendo.
– Tú y nadie más -dijo Norman-. Creo que tendrías que darte un respiro.
Beth miró con fijeza las cosas que había en la mesa, y luego dijo:
– No puedo.
Algo en el tono con que pronunció esas palabras conmovió a Norman.
– Entiendo. -Y un recuerdo irrumpió en su memoria-. Voy a contarte algo. Cuando era niño fui un día a la playa con mi hermano menor, Tim. Ya murió; pero, en aquel entonces, tenía alrededor de seis años y todavía no sabía nadar. Mi madre me había dicho que lo vigilara con cuidado. No obstante, cuando llegué a la playa vi que estaban allí todos mis amigos, dejándose llevar por las olas hacia la costa. Yo no quería que mi hermano me molestara. Fue un momento difícil, porque yo quería meterme en el mar y mi hermano tenía que quedarse cerca de la orilla. Como quiera que fuese, en cierto momento él salió del agua gritando de un modo atroz, dando chillidos a más no poder, y dando tirones a algo que tenía en el lado derecho. Resulta que le había picado una medusa, la cual estaba todavía agarrada a su cuerpo, colgada del costado. Después, mi hermano se desplomó en la playa. La madre de uno de los chicos corrió hasta donde estaba Timmy; lo levantó y lo llevó al hospital antes de que yo hubiera salido del agua siquiera. Yo no sabía adonde habían llevado a mi hermano, de modo que tardé en llegar al hospital; mi madre ya estaba allí. Tim se hallaba en estado de shock porque la dosis de veneno fue muy alta para su pequeño cuerpo. De todas maneras nadie me hizo ningún reproche, pues de nada habría servido que yo hubiera estado sentado a su lado en la playa, vigilándolo; igual le habría picado la medusa. Sin embargo, como yo no había estado sentado donde debía estar, me culpé durante años, hasta mucho tiempo después de que mi hermano se pusiera bien. Cada vez que le veía esas cicatrices en el costado, experimentaba un terrible sentimiento de culpa. Pero uno lo supera, no eres responsable de todo lo que ocurre en el mundo. De ningún modo.
Se produjo un silencio. Desde algún lugar del habitáculo llegaba un suave golpeteo rítmico, una especie de martilleo. Y el omnipresente zumbido de los purificadores de aire.
Beth contemplaba a Norman.
– Ver morir a Jane Edmunds tiene que haber sido muy duro para ti.
– Es extraño -dijo Norman-. Pero hasta este instante no había relacionado los dos hechos.
– Lo bloqueaste, supongo. ¿Quieres un Valium?
Norman sonrió.
– No.
– Pareces a punto de llorar.
– No. Estoy bien. -Se puso de pie y se estiró. Fue hasta el botiquín, cerró la tapa blanca y regresó junto a Beth.
– ¿Qué opinas de los mensajes que estamos recibiendo? -preguntó ella.
– No tengo la menor idea -dijo Norman, y volvió a sentarse-. En realidad, sí tuve una idea loca. ¿Crees que los mensajes y estos animales que estamos viendo pueden hallarse relacionados?
– ¿Porqué?
– No había pensado en ello hasta que empezamos a recibir mensajes en espiral. Harry dice que se debe a que la cosa, el famoso eso, cree que pensamos en términos de espirales. Pero es igualmente probable que eso piense de esa manera y, en consecuencia, suponga que también lo hacemos nosotros. La esfera es redonda, ¿no? Y todos esos animales que estuvimos viendo tienen simetría radial: medusas, calamares.
– Sería una buena idea -admitió Beth-, si no fuera por el hecho de que los calamares no tienen simetría radial. Los pulpos sí la tienen y, al igual que los pulpos, los calamares tienen un grupo circular de tentáculos; pero los calamares tienen simetría bilateral, en la que hay un lado izquierdo que coincide con uno derecho, como ocurre con nosotros. Y, además, están los camarones.
– Es cierto, los camarones. -Norman se había olvidado de los camarones.
– No llego a ver una conexión entre la esfera y los animales -confesó Beth.
Otra vez oyeron el golpeteo, suave, rítmico. Sentado en su silla, Norman se dio cuenta de que podía sentir el golpeteo también, en forma de leves choques.
– ¿Qué es lo que se oye?
– No lo sé. Suena como si viniera desde fuera.
Norman había empezado a caminar hacia la portilla, cuando el intercomunicador chirrió y se oyó la voz de Barnes:
– Atiendan: todo el personal a Comunicaciones. Todo el personal a Comunicaciones. El doctor Adams descifró el código.
Harry no les dijo de inmediato el contenido del mensaje. Recreándose en su triunfo, insistió en recorrer el proceso de descifrado, paso por paso. Primero, explicó, había pensado que los mensajes podrían expresar alguna constante universal o alguna ley física, enunciada como una forma de abrir el diálogo.
– Pero también podría ser alguna representación gráfica, por ejemplo, el código de una imagen, lo que planteaba inmensos problemas. Después de todo, ¿qué es una imagen? Nosotros trazamos imágenes sobre un plano liso, como una hoja de papel, y dentro de la imagen determinamos posiciones mediante lo que denominamos ejes X e Y, horizontal y vertical. Pero otra inteligencia podría ver otras imágenes, tal vez imágenes de más de tres dimensiones, y organizarías de manera diferente. O podría trabajar desde el centro de la ilustración hacia afuera, por ejemplo. Por todo ello, el código podría resultar muy difícil de descifrar. Al principio no progresé mucho.
Más tarde, cuando recibió el mismo mensaje, pero con huecos entre las secuencias de números, Harry empezó a sospechar que el código representaba grupos discretos de información, lo que sugería que eran palabras, no imágenes.
– Ahora bien, los códigos con palabras pertenecen a varios tipos, desde los más sencillos hasta los muy complejos. No había manera de saber, de inmediato, qué método de cifrado se había utilizado. Hasta que, en cierto momento, tuve una súbita percepción intuitiva…
Esperaron con impaciencia que les dijera cuál había sido esa percepción intuitiva.
– ¿Por qué usar un código? -preguntó Harry.
– ¿Cómo que por qué usar un código? -exclamó Norman.
– Por supuesto. Si uno está tratando de comunicarse con alguien, no usa un código, ya que los códigos son una forma de esconder la comunicación. Por lo que, tal vez, esta inteligencia piensa que se está comunicando de modo directo, pero, en realidad, al comunicarse con nosotros está cometiendo algún tipo de error de lógica. Está elaborando un código, sin que sea ésa su intención, lo cual podría significar que el código no intencional fuese un código de sustitución, en el que hay números en lugar de letras. Cuando recibí la separación en palabras empecé a probar y a equiparar números con letras, mediante el análisis de frecuencias de aparición. Por este sistema se descifran códigos teniendo en cuenta el hecho de que, en inglés, la letra más común es la «e», la segunda que aparece con más frecuencia es la «t», y así se continúa [ [22]]. De manera que busqué los números de mayor frecuencia de aparición. Pero me lo impidió el hecho de que incluso una secuencia numérica corta, como dos-tres-dos, podría representar muchas posibilidades del código: dos, tres y dos, veintitrés y dos, dos y treinta y dos, o doscientos treinta y dos. Las secuencias de código más largas presentaban muchas más posibilidades todavía. Entonces -continuó Harry-, cuando me hallaba sentado frente al ordenador, pensando en los mensajes en espiral, miré el teclado y me pregunté qué inferiría una inteligencia extra-terrestre de nuestro teclado, de esas hileras de símbolos en un dispositivo formado por teclas que se aprietan. ¡Cuán confuso le tiene que parecer a otra clase de ser! Miren aquí: las letras de un teclado común y corriente de ordenador van así.
Sostuvo en alto su cuaderno:
1 2 3 4 5 6 7 8 9 0
tab Q W E R T Y U I O P
caps A s D F G H J K L ;
shift Z X C V B N M , ?
– Después imaginé cuál sería el aspecto del teclado dispuesto como una espiral, ya que nuestro ser extra-terrestre parece preferir las espirales. Y empecé a numerar las teclas en círculos concéntricos.
«Necesité un poco de experimentación, puesto que las teclas no se alinean con exactitud, pero, al final, lo logré. Vean esto: los números salen en espiral desde el centro. La G es uno; B, dos; H, tres; Y, cuatro, y así sucesivamente. ¿Se dan cuenta? Es de esta forma. -Escribió con rapidez unos números a lápiz:
1 2 3 4 5 612 711 8 9 0
tab Q W E R13 T5 Y4 U10 I O P
caps A S D14 F6 G1 H3 J9 K L ;
shift Z X C15 V7 B2 N8 M , . ?
– Simplemente se continúa la espiral hacia fuera: M es dieciséis; K es diecisiete, y así se sigue. Por fin, entendí el mensaje.
– ¿Cuál es el mensaje, Harry?
El matemático vaciló:
– Debo confesarles que es extraño.
– ¿Qué quieres decir con «extraño»?
Harry arrancó otra hoja de su anotador amarillo y se la tendió a los demás integrantes del equipo. Norman leyó el breve mensaje, escrito en claras letras mayúsculas.
HOLA, ¿CÓMO ESTÁ USTED? YO ESTOY BIEN. ¿CUÁL ES SU NOMBRE? MI NOMBRE ES JERRY.
– Bueno -dijo Ted, al cabo-, de ningún modo esto representa lo que yo esperaba.
– Parece propio de niños -comentó Beth-. Como si fuese algo extraído de esos viejos libros para enseñar a leer a los chicos.
– Eso es lo que parece.
– Quizá usted lo tradujo mal -sugirió Barnes.
– Le aseguro que no -dijo Harry.
– Pues entonces este extra-terrestre parece un idiota -dijo Barnes.
– Dudo mucho de que lo sea -respondió Ted.
– Por supuesto que tiene que dudarlo -dijo Barnes-. Un extra-terrestre estúpido echaría por tierra toda la teoría que usted construyó. Pero es algo que se debe tener en cuenta, ¿no? Un ser extra-terrestre estúpido… En otros planetas tiene que haberlos.
– Dudo mucho de que alguien que domine una tecnología tan evolucionada como la de esa esfera sea estúpido -dijo Ted.
– Pues entonces usted no se fijó en todos los imbéciles que manejan automóviles para volver a su casa -replicó Barnes-. ¡Jesús! Después de todo este esfuerzo. «¿Cómo está usted? Yo estoy bien.» ¡Jesús!
– No creo que este mensaje entrañe falta de inteligencia, Hal -adujo Norman.
– Todo lo contrario -corroboró Harry-. Opino que el mensaje es muy inteligente.
– Expliqúense -pidió Barnes.
– Es cierto que el contenido parece pueril -reconoció Harry-, pero si se piensa en él resulta ser sumamente lógico, ya que un mensaje sencillo carece de ambigüedad, es amistoso y no infunde miedo. Mandar un mensaje así demuestra mucha sensatez. Creo que se nos está acercando de la misma sencilla manera en que nosotros podríamos acercamos a un perro: le ofrecemos la mano, dejamos que la huela, que se acostumbre a nosotros.
– ¿Está diciendo que ese ser nos trata como si fuésemos perros? -preguntó Barnes.
Norman pensó: «A Barnes todo esto lo sobrepasa. Se muestra irritable porque está asustado; no se siente idóneo. O quizá siente que está excediéndose en su autoridad.»
– No, Hal -dijo Ted-. Ese ser está empezando en un nivel simple, nada más.
– Pues sí que es simple, ya lo creo -dijo Barnes-. ¡Jesús! Nos ponemos en contacto con un ser del espacio exterior y nos dice que se llama Jerry.
– No saquemos conclusiones apresuradas, Hal.
– Quizá tenga un apellido -dijo Barnes, esperanzado-. Quiero decir: ¿mi informe a CincComPac va a decir que, en una expedición en satprof, murió una persona para que podamos conocer a un extra-terrestre llamado Jerry? Podría tener un nombre mejor. Cualquier nombre, menos Jerry. ¿Se lo podemos preguntar?
– ¿El qué? -inquirió Harry.
– Su nombre completo.
– Personalmente, considero que deberíamos mantener conversaciones mucho más importantes…
– Me gustaría tener el nombre completo de ese ser -insistió Barnes-. Para el informe.
– Sea -dijo Ted-. Nombre completo, rango y número de serie.
– Me agradaría recordarle, doctor Fielding, que soy yo quien está al mando aquí.
– Lo primero que tenemos que hacer es ver si nos quiere hablar siquiera. Démosle el primer grupo de números -decidió Harry, y escribió:
00032125252632
Hubo una pausa; después, llegó la respuesta:
00032125252632
– Muy bien -dijo Harry-. Jerry está escuchando.
Hizo algunos apuntes en su anotador y tecleó otra secuencia de números:
0002921 301321 061318210842232
– ¿Qué le dijiste? -preguntó Beth.
– Que somos amigos.
– Olvídese de lo de amigos. Pregúntele el maldito apellido -apremió Barnes.
– Un minuto, por favor. Una cosa cada vez.
– Es posible que Jerry no tenga un apellido -apuntó Ted.
– ¡Maldición! Puede usted estar seguro -dijo Barnes- de que el nombre verdadero de este ser no es Jerry.
Llegó la respuesta:
– Dijo «Sí».
– Sí… ¿qué? -preguntó Barnes.
– Nada más que «sí». Veamos si podemos conseguir que conteste en caracteres alfabéticos. Va a ser más fácil si Jerry usa letras, y no sus códigos numéricos.
– ¿Cómo va a conseguir que use letras?
– Le mostraremos que son la misma cosa -explicó Harry.
Y tecleó:
00032125252632 = HOLA
Después de una breve pausa, en la pantalla apareció:
00032125252632 = HOLA
– No lo entiende -dijo Ted.
– No, no parece darse cuenta. Tratemos con otro par.
Tecleó:
0004212232 = SÍ
Llegó la respuesta:
0004212232 = SÍ
– No hay dudas de que no entiende -insistió Ted.
– Creí que era muy inteligente -dijo Barnes.
– Déle una oportunidad. Después de todo, Jerry está hablando nuestro idioma y no a la recíproca -argumentó Ted.
– A la recíproca. Buena idea. Probemos a la recíproca, veamos si el extra-terrestre deduce la ecuación de esa manera.
Harry tecleó:
0004212232 = SÍ. SÍ = 0004212232
Se produjo una larga pausa; todos tenían los ojos fijos en la pantalla. Nada ocurrió.
– ¿Está pensando?
– ¿Quién puede saber lo que está haciendo?
– ¿Por qué no responde?
– Démosle la oportunidad, Hal, ¿de acuerdo?
Finalmente, llegó la respuesta:
SÍ = 0004212232 2322124000 = ÍS
– Ajá. Piensa que le estamos mostrando imágenes simétricas.
– Es un estúpido -sentenció Barnes-. Lo sabía.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Probemos con una oración más completa -propuso Harry-. Démosle más elementos con qué trabajar.
Harry tecleó:
0004212232 = 0004212232 SÍ = SÍ 0004212232 = SÍ
– Un silogismo -dijo Ted-. Muy bien.
– ¿Un qué? -exclamó Barnes.
– Una proposición lógica -aclaró Ted.
La respuesta llegó:
, =,
– ¿Qué diablos es eso? -preguntó Barnes.
Harry sonrió:
– Creo que está jugando con nosotros.
– ¿Jugando con nosotros? ¿A eso le llama jugar?
– Sí, así le llamo -dijo Harry.
– Lo que usted realmente quiere decir es que nos está poniendo a prueba, está poniendo a prueba el modo en que reaccionamos ante una situación de presión. -Barnes entrecerró los ojos-. Sólo finge ser estúpido.
– Quizá nos esté poniendo a prueba para ver cuán inteligentes somos -sugirió Ted-. Tal vez él piense que somos nosotros los estúpidos, Hal.
– No sea ridículo -dijo Barnes.
– No -dijo Harry-. La cuestión es que Jerry está comportándose como un niño que trata de entablar amistad. Y cuando los niños buscan hacer amigos, empiezan a jugar juntos. Intentemos con algo juguetón.
Harry se sentó ante la consola y tecleó:
La respuesta llegó con rapidez:
,,,
– Sagaz -dijo Harry-. Este tipo es muy sagaz. Rápidamente tecleó:
=, =
Llegó la respuesta:
7 & 7
– ¿Se está divirtiendo? -preguntó Barnes-. Porque lo que es yo, no sé qué diablos está usted haciendo.
– Jerry me entiende a la perfección -dijo Harry.
– Me alegra que alguien lo entienda.
Harry tecleó:
PpP
Llegó la respuesta:
HOLA = 00032125252632
– Muy bien -dijo Harry-. Se está aburriendo. Terminó la hora de los juegos. Pasemos al alfabeto común y corriente.
Harry escribió:
sí
Apareció la respuesta:
0004212232
Harry tecleó:
hola
Se produjo una pausa y después apareció en la pantalla:
ESTOY ENCANTADO DE CONOCERLO. EL PLACER ES ENTERAMENTE MÍO, SE LO ASEGURO
Se produjo un prolongado silencio. Nadie habló.
– Muy bien -dijo Barnes, finalmente-. Vayamos a lo importante.
– Es cortés -opinó Ted-. Es muy amistoso.
– A menos que esté fingiendo.
– ¿Por qué habría de fingir?
– No sea ingenuo -le aconsejó Barnes.
Norman miró las líneas escritas en la pantalla. Había experimentado una reacción diferente de la de los demás: estaba sorprendido de hallar una expresión emocional. ¿Este ser tenía emociones? Probablemente no, según él sospechaba. El lenguaje florido, bastante arcaico, sugería un tono adoptado: Jerry hablaba como el personaje de un novelón romántico.
– Bueno, damas y caballeros -dijo Harry-, por vez primera en la historia de la Humanidad están en contacto directo con un ser de otro planeta. ¿Qué quieren preguntarle?
– El nombre -contestó Barnes sin demora.
– Además del nombre, Hal.
– Hay, por cierto, preguntas más profundas que el nombre -dijo Ted.
– No entiendo por qué no le van a preguntar…
En la pantalla, apareció:
¿ES USTED LA ENTIDAD HECHO EN MÉXICO [ [23]] ?
– ¡Por Dios! ¿De dónde sacó eso?
– A lo mejor en la nave hay cosas fabricadas en México.
– ¿Cuáles?
– Microprocesadores, por ejemplo.
¿ES USTED LA ENTIDAD MADE IN USA?
– El tipo no espera la respuesta.
– ¿Quién dice que es un tipo? -preguntó Beth.
– Oh, Beth.
– Quizá -dijo la mujer-Jerry es la abreviatura de Geraldine.
– Ahora no, Beth.
¿ES USTED LA ENTIDAD MADE IN USA?
SÍ LO SOMOS.
¿QUIÉN ES USTED?
Hubo una larga pausa, y después:
LO SOMOS.
– ¿Somos qué? -dijo Barnes, escrutando la pantalla.
– Hal, tómelo con calma.
Harry tecleó:
SOMOS ENTIDADES DE USA.
¿QUIÉN ES USTED?
¿ENTIDADES = ENTIDAD?
– ¡Qué lástima tan grande que tengamos que hablar en nuestro idioma! -se lamentó Ted-. ¿Cómo le vamos a enseñar los plurales?
Harry tecleó:
NO.
¿ES USTED UNA ENTIDAD DE MUCHO?
– Ya entiendo lo que está preguntando. ¿Cree que podamos ser muchas partes de una sola entidad?
– Pues póngaselo en claro.
NO. SOMOS MUCHAS ENTIDADES SEPARADAS.
– Ahí tienes toda la razón -dijo Beth.
ENTIENDO. ¿HAY UNA SOLA ENTIDAD DE CONTROL?
Ted empezó a reír: -¡Miren lo que pregunta!
– No comprendo -dijo Barnes.
– Está diciendo: «Llévenme ante quien los guía.» [ [24]] Está preguntando quién está al mando.
– Yo estoy al mando -contestó Barnes-. Dígaselo.
Harry tecleó:
Sí. LA ENTIDAD DE CONTROL ES CAPITÁN HARALD C. BARNES.
YO ENTIENDO.
– Con «o» -dijo Barnes, irritado-. Harold, con «o».
– ¿Quiere que lo vuelva a escribir?
– No, no importa. Solamente pregúntele quién es.
¿QUIÉN ES USTED?
YO SOY UNO.
– Bien -dijo Barnes-. Así que solamente hay uno. Pregúntele de dónde viene.
¿DE DÓNDE ES USTED?
SOY DE UN SITIO.
– Pregúntele el nombre -dijo Barnes-. El nombre del sitio.
– Hal, los nombres producen confusión.
– ¡Tenemos que hacer que este tipo nos diga qué se trae entre manos!
¿DÓNDE ESTÁ EL SITIO DEL QUE USTED PROVIENE?
YO ESTOY AQUÍ.
– Ya sabemos eso. Pregúntele de nuevo.
¿DÓNDE ESTÁ EL SITIO DEL QUE USTED EMPEZÓ?
– Esa frase tiene un error de sintaxis. ¿Cómo va a decir «del que usted empezó»? Cuando publiquemos el intercambio de mensajes esa frase parecerá tonta -dijo Ted.
– La arreglaremos para la publicación -respondió Barnes.
– Pero no pueden hacer eso -exclamó Ted, horrorizado-. No pueden alterar esta invalorable interacción científica.
– Eso sucede continuamente. ¿Cómo le llaman ustedes, los civiles? «Retocar los datos.»
Harry estaba tecleando otra vez:
¿DÓNDE ESTÁ EL SITIO DEL QUE USTED EMPEZÓ?
YO EMPECÉ EN CONCIENCIA.
– ¿Conciencia? ¿Eso es un planeta o qué?
¿DONDE ESTÁ CONCIENCIA?
CONCIENCIA ES.
– Nos hace aparecer como idiotas -murmuró Barnes. -Déjenme probar -dijo Ted. Harry se hizo a un lado y Ted tecleó:
¿HIZO USTED UN VIAJE?
SÍ. ¿HIZO USTED UN VIAJE?
Ted volvió a teclear:
SÍ.
YO HICE UN VIAJE. USTED HIZO UN VIAJE. NOSOTROS HACEMOS UN VIAJE JUNTOS. ESTOY CONTENTO.
Norman pensó: «Dice que está contento. Otra expresión de emociones y, esta vez, no parece salida de un libro, la manifestación aparenta ser directa y genuina.» ¿Significaba eso que el extra-terrestre tenía emociones? ¿O tan sólo simulaba tenerlas para parecer juguetón o para hacer que los seres humanos se sintieran cómodos?
– Terminemos con este parloteo -decidió Barnes-. Pregúntele sobre las armas que tenga.
– Dudo de que entienda el concepto de la palabra «armas».
– Todo el mundo entiende el concepto de la palabra «armas» -declaró Barnes-. La defensa es un hecho de la vida.
– Tengo que protestar por esa actitud -dijo Ted-. Los militares siempre suponen que toda la gente es igual que ellos. Es posible que este ser extra-terrestre no tenga el menor concepto sobre lo que son las armas o la defensa. Puede provenir de un mundo en el que la defensa se halle fuera de lugar.
– Ya que usted no me está escuchando -dijo Bames-, lo diré una vez más: la defensa es un hecho de la vida. Y si este Jerry está vivo, tendrá el concepto de defensa.
– ¡Dios mío! -exclamó Ted-. Ahora está usted elevando su idea de la defensa a la categoría de principio universal de la vida: la defensa es un rasgo inevitable de la vida.
– ¿Y usted cree que no lo es? ¿Cómo llama a la membrana celular? ¿Cómo llama al sistema inmunológico? ¿Cómo llama a la piel? ¿Cómo llama a la curación de las heridas? Todo ser vivo tiene que conservar la integridad de sus fronteras físicas: eso es defensa, y sin ella no es posible tener vida. No podemos imaginar un organismo que no tenga un límite para el cuerpo que defiende. Todo ser vivo sabe qué es la defensa, eso se lo puedo asegurar. Ahora, pregúnteselo.
– Yo diría que el capitán tiene razón -dijo Beth.
– Tal vez -admitió Ted-, pero no estoy seguro de que debamos incorporar conceptos que podrían inducir a un estado de paranoia…
– Yo estoy al frente aquí -insistió Barnes. En la pantalla se imprimió:
¿ESTÁ SU VIAJE LEJOS DE DONDE ESTÁ AHORA SU SITIO?
– Dígale que espere un minuto, por favor. Ted tecleó:
POR FAVOR ESPERE. ESTAMOS HABLANDO.
SÍ. YO TAMBIÉN LO ESTOY. ESTOY ENCANTADO DE HABLAR CON MUCHAS ENTIDADES DE MADE IN USA. ESTOY DISFRUTANDO MUCHO ESTO.
Ted volvió a teclear:
GRACIAS.
ESTOY COMPLACIDO DE ESTAR EN CONTACTO CON SUS ENTIDADES. ESTOY FELIZ DE HABLAR CON USTEDES. ESTOY GOZANDO MUCHO ESTO.
– Interrumpamos el contacto directo -ordenó Barnes. En la pantalla se leyó:
POR FAVOR, NO DETENERSE. ESTOY GOZANDO MUCHO ESTO.
Norman pensó: «Apuesto a que quiere hablar con alguien después de trescientos años de aislamiento… ¿O habrá pasado más tiempo aún? ¿Habría estado flotando en el espacio durante miles de años, antes de que lo recogiera la nave espacial?»
Esto le planteaba a Norman toda una serie de interrogantes: si la entidad extra-terrestre tenía emociones y, por cierto, aparentaba tenerlas, entonces existía la posibilidad de que tuviera toda clase de reacciones emocionales aberrantes, entre ellas neurosis y hasta psicosis. Cuando se aisla totalmente a un ser humano, en la mayoría de los casos se revelan muy pronto graves perturbaciones. Esta inteligencia de otro planeta había estado aislada centenares de años. ¿Qué le habría ocurrido durante ese tiempo? ¿Se había vuelto neurótica? ¿Era ése el motivo de que ahora se mostrara infantil y exigente?
NO SE DETENGAN. ESTOY DISFRUTANDO MUCHO ESTO.
– ¡Tenemos que detenernos, por el amor de Dios! -exclamó Barnes.
Ted tecleó:
NOS DETENEMOS AHORA PARA HABLAR ENTRE NUESTRAS ENTIDADES. NO ES NECESARIO DETENERSE. NO ME INTERESA DETENERME.
Norman creyó haber descubierto un tono irritado y petulante. Quizá hasta un tanto imperioso. «No me interesa detenerme»: este ser extra-terrestre sonaba como Luis XIV.
Ted tecleó:
ES NECESARIO PARA NOSOTROS.
YO NO LO DESEO.
ES NECESARIO PARA NOSOTROS, JERRY.
YO ENTIENDO.
La pantalla quedó en blanco.
– Así está mejor -dijo Barnes-. Ahora reagrupémonos y formulemos un plan. ¿Qué queremos preguntarle a este tipo?
– Creo que será mejor que aceptemos que está exhibiendo una reacción emocional a nuestra interacción -dijo Norman.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Beth, interesada.
– Creo que, al tratar con Jerry, necesitamos tener en cuenta el contenido emocional.
– ¿Quieres psicoanalizarlo? -preguntó Ted-. ¿Ponerlo sobre el diván y descubrir por qué tuvo una niñez desdichada?
Con dificultad, Norman reprimió su enojo. «Detrás de ese aspecto exterior de muchacho… hay un muchacho», pensó.
– No, Ted, pero si Jerry tiene emociones, entonces es mejor que tomemos en consideración los aspectos psicológicos de su reacción.
– No pretendo ofenderte -dijo Ted-, pero yo no creo que la psicología tenga mucho que brindar. La psicología no es una ciencia, sino una forma de superstición o religión. Carece, lisa y llanamente, de buenas teorías o de datos fehacientes sobre los que se pueda hablar. Todo es abstracto, y en cuanto a tu insistencia acerca de las emociones puedes decir cualquier cosa sobre ellas y nadie está en condiciones de demostrar que estás equivocado. En mi carácter de astrofísico, no creo que las emociones sean muy importantes. No considero que importen gran cosa.
– Muchos intelectuales estarían de acuerdo contigo -dijo Norman.
– Sí -reconoció Ted-. Y aquí estamos tratando con un intelecto superior, ¿no?
– En general -dijo Norman-, la gente que no está en contacto con sus emociones tiene tendencia a creer que sus emociones carecen de importancia.
– ¿Estás diciendo que no estoy en contacto con mis emociones? -le preguntó Ted.
– Si crees que las emociones no tienen importancia, no lo estás,no.
– ¿Podemos dejar esta polémica para más tarde? -propuso Barnes.
– Nada existe, pero el pensamiento hace que sí exista -dijo Ted.
– ¿Por qué no te limitas a decir lo que tienes en mente -preguntó Norman con furia- y dejas de citar lo que dijeron otros?
– Ahora me estás lanzando un ataque personal -le reprochó Ted.
– Pero al menos no negué la validez de tu campo de investigación -respondió Norman-, aunque podría hacerlo, y sin mucho esfuerzo; pues los astrofísicos tienen tendencia a concentrarse en el Universo remoto, como una forma de evadir la realidad de la vida que llevan. Y puesto que nada de lo que dice la astrofísica se puede siquiera probar de modo concluyente…
– Eso es absolutamente falso -protestó Ted.
– ¡Suficiente! ¡Ya basta! -exclamó Barnes, dando un puñetazo en la mesa.
Se hizo un incómodo silencio.
Norman seguía enojado, pero también estaba turbado: «Ted me irritó -pensó-. Al fin logró irritarme. Y lo hizo de la manera más sencilla posible: atacando mi campo de investigación.» Norman se preguntó por qué lo había conseguido. Durante todos los años pasados en la universidad había tenido que escuchar cómo científicos «concretos» (físicos y químicos) le explicaban, con aire paciente, que la psicología era algo vacío, mientras esos mismos hombres saltaban de un divorcio a otro, o tenían esposas que les engañaban e hijos que se suicidaban o se hallaban en problemas a causa de las drogas. Hacía ya mucho que Norman había dejado de tomar parte en esas polémicas.
Sin embargo, Ted había logrado irritarlo.
– … regresar al asunto entre manos -estaba diciendo Barnes-. La cuestión es: ¿qué le queremos preguntar a ese tipo?
¿QUÉ LE QUEREMOS PREGUNTAR A ESE TIPO?
Clavaron la mirada en la pantalla.
– Huy -exclamó Barnes.
HUY.
– ¿Significa eso lo que yo opino que significa?
¿SIGNIFICA ESO LO QUE YO OPINO QUE SIGNIFICA?
Apoyándose en la consola se impulsó hacia atrás sobre su silla con ruedas, y dijo en voz alta:
– Jerry, ¿puede entender lo que estoy diciendo?
SÍ, TED.
– Grandioso -murmuró Barnes, meneando la cabeza-. Lo que se dice grandioso.
YO TAMBIÉN ESTOY FELIZ.
– Norman -dijo Barnes-, me parece recordar que usted trató esto en su informe, ¿no? Me refiero a la posibilidad de que un ser de otro planeta nos pudiera leer la mente.
– Sí, lo mencioné.
– ¿Y cuáles fueron sus recomendaciones?
– No di recomendaciones. Fue algo que el Departamento de Estado me pidió que incluyera como posibilidad. Tan sólo lo hice por eso.
– ¿En su informe no agregó ninguna recomendación?
– No -dijo Norman-. A decir verdad, en aquel momento pensé que la idea era una broma.
– No lo es -declaró Barnes, y se sentó pesadamente, con la mirada fija en la pantalla-. ¿Qué diablos vamos a hacer ahora?
NO TENGAN MIEDO.
– Para él no es problema decirlo, ya que escucha todo lo que decimos. -Barnes miró la pantalla-. ¿Nos está escuchando ahora, Jerry?
SÍ, HAL.
– ¡Qué complicación! -exclamó Barnes.
– Creo que es un acontecimiento emocionante -dijo Ted.
– Jerry, ¿nos puede leer la mente? -preguntó Harry.
SÍ, NORMAN.
– ¡Madre mía! -se alarmó Barnes-. Puede leernos la mente. «Quizá no -se dijo Norman. Frunció el entrecejo, se concentró y pensó-: Jerry, ¿puedes oírme?»
La pantalla permaneció en blanco.
«Jerry, dígame su nombre.»
La pantalla no varió.
«A lo mejor, con una imagen visual -pensó Norman-. Quizá Jerry pueda recibir una imagen visual. -Norman recorrió su mente, buscando algo para visualizar: optó por una playa tropical; después, una palmera. La imagen de la palmera era clara, pero tal vez Jerry no supiera lo que era una palmera; no tendría significado alguno para él. Norman pensó que debería elegir algo que pudiera estar dentro de la experiencia de Jerry, así que decidió imaginar un planeta con anillos, como Saturno. Frunció el entrecejo y pensó-: Jerry, le voy a enviar una imagen. Dígame lo que ve.»
Concentró la mente en la imagen de Saturno, esa esfera de color amarillo brillante, rodeada por un sistema de anillos inclinados y suspendida en la negrura del espacio. Mantuvo la imagen durante diez segundos y después miró el monitor.
La pantalla no cambió. «¿Está ahí, Jerry?»
La pantalla seguía invariable.
– ¿Está ahí, Jerry? -preguntó Norman, en voz alta.
SÍ, NORMAN. ESTOY AQUÍ.
– No creo que debamos hablar en esta habitación -dijo Barnes-. Quizá si vamos a otro cilindro y hacemos correr el agua…
– ¿Como en las películas de espías?
– Vale la pena intentarlo.
– Creo que somos injustos con Jerry, pues si sentimos que se está entrometiendo en nuestra intimidad, ¿por qué no se lo decimos directamente? ¿Por qué no le pedimos que no se entrometa? -propuso Ted.
NO ES MI DESEO ENTROMETERME.
– Admitámoslo -dijo Barnes-. Este tipo sabe mucho más sobre nosotros, que nosotros acerca de él.
SÍ. SÉ MUCHAS COSAS SOBRE SUS ENTIDADES.
– Jerry -dijo Ted.
SÍ, TED. ESTOY AQUÍ.
– Por favor, déjanos a solas.
NO ES MI DESEO HACERLO. ESTOY FELIZ DE HABLAR CON USTEDES. DISFRUTO HABLAR CON USTEDES. HABLEMOS AHORA. ES MI DESEO.
– Es evidente que no va a atenerse a razones -dijo Barnes. -Jerry -intervino Ted-, usted nos tiene que dejar a solas un rato.
NO. ESO NO ES POSIBLE. NO ESTOY DE ACUERDO. ¡NO!
– Ahora está asomando la oreja el bastardo -murmuró Barnes.
«El rey niño», pensó Norman y dijo: -Déjenme probar.
– Te cedo el lugar. -Jerry -dijo Norman.
SÍ, NORMAN. ESTOY AQUÍ.
– Jerry, para nosotros es muy emocionante hablar contigo.
GRACIAS. YO TAMBIÉN ESTOY EMOCIONADO.
– Jerry, consideramos que eres una entidad fascinante y maravillosa.
Barnes puso los ojos en blanco y meneó la cabeza.
GRACIAS, NORMAN.
– Y deseamos hablar contigo durante muchas, muchas horas, Jerry.
BIEN.
– Y sabemos que posees un gran poder y una gran comprensión de las cosas.
ASÍ ES, NORMAN. SÍ.
– Jerry, sin duda tu gran comprensión te permite saber que nosotros somos entidades que necesitan sostener conversaciones entre ellas, sin que tú nos oigas. La experiencia de conocerte nos exige mucha concentración y tenemos mucho para hablar entre nosotros.
Barnes estaba agitando la cabeza.
YO TAMBIÉN TENGO MUCHO PARA HABLAR. DISFRUTO MUCHO LA CONVERSACIÓN CON TUS ENTIDADES, NORMAN.
– Sí, lo sé, Jerry. Pero, en tu sabiduría, también comprendes que necesitamos hablar a solas.
NO TENGÁIS MIEDO.
– No tenemos miedo, Jerry: nos sentimos incómodos.
NO OS SINTÁIS INCÓMODOS.
– No lo podemos evitar, Jerry… Somos así.
DISFRUTO MUCHO LA CONVERSACIÓN CON TUS ENTIDADES, NORMAN. ESTOY FELIZ. ¿ESTÁS FELIZ TÚ TAMBIÉN?
– Sí, muy feliz, Jerry. Pero, verás, necesitamos…
BIEN. ESTOY CONTENTO.
– … necesitamos hablar a solas. Por favor, no nos escuches por un rato.
¿YO TE OFENDIDO TÚ?
– No, eres muy amistoso y encantador. Pero necesitamos conversar a solas, sin que nos escuches, durante un rato.
YO ENTIENDO QUE TÚ NECESITAS ESO. DESEO QUE TENGAS COMODIDAD CONMIGO, NORMAN. TE CONCEDERÉ LO QUE DESEAS.
– Gracias, Jerry.
– Bueno -dijo entonces Barnes-. ¿Cree que realmente lo va a hacer?
VOLVEREMOS INMEDIATAMENTE DESPUÉS DE UN BREVE CORTE PARA QUE ESCUCHEN ESTOS MENSAJES DE NUESTRO PATROCINADOR.
Y la pantalla quedó en blanco.
Norman no pudo evitar reírse.
– Fascinante -dijo Ted-. Al parecer estuvo captando señales de televisión.
– No se puede hacer eso desde abajo del agua.
– Nosotros no, pero parece que él sí puede.
– Sé que sigue escuchando. Sé que lo está haciendo. Jerry, ¿estás ahí? -preguntó Barnes.
La pantalla estaba en blanco.
– ¿Jerry?
Nada ocurrió. La pantalla continuaba vacía.
– Se fue.
– Bueno -dijo Norman-. Acaban de ver el poder de la psicología en acción.
No pudo evitar decirlo: seguía estando muy molesto con Ted.
– Lo siento… -empezó a disculparse Ted.
– Está bien.
– Sin embargo, no creo que para una inteligencia superior las emociones sean verdaderamente importantes.
– No empecemos otra vez con eso -rogó Beth.
– La cuestión es -dijo Norman- que las emociones y el intelecto son completamente independientes. Son como compartimientos del cerebro, separados, o como dos cerebros separados, incluso, y no se comunican entre sí. Ése es el motivo de que la comprensión intelectual sea tan inútil.
– ¿Dices que la comprensión intelectual es inútil? -exclamó Ted.
Por el tono de voz se le notaba horrorizado.
– En muchos casos, sí -declaró Norman-. Si lees un manual sobre cómo andar en bicicleta, ¿sabes cómo hacerlo? No, no lo sabes. Puedes leer todo lo que quieras, pero todavía te será necesario salir y aprender a andar. La parte de tu cerebro que aprende a andar en bicicleta es diferente de la parte del cerebro que lee al respecto.
– ¿Qué tiene que ver esto con Jerry? -preguntó Barnes.
– Sabemos que, en el aspecto emocional -prosiguió Norman-, una persona inteligente es tan susceptible de trastornarse como una persona común. Si Jerry es un ser con emociones auténticas, y no un ser que sólo simule tenerlas, entonces necesitamos tratar con su faz emocional, tanto como con su faz intelectual.
– Mejor para ti -replicó Ted.
– En realidad, no -repuso Norman-. Con franqueza, yo me sentiría mucho más tranquilo si Jerry no fuese más que un intelecto frío y desprovisto de emociones.
– ¿Porqué?
– Porque si Jerry es poderoso, y también es emocional, eso plantea un serio interrogante: ¿qué pasará si Jerry enloquece?
El grupo se separó. Harry, exhausto por el prolongado esfuerzo que le exigió descifrar el código, se fue a dormir de inmediato. Ted fue al Cilindro C con el objeto de grabar en cinta sus observaciones personales sobre Jerry, con miras al libro que proyectaba escribir. Barnes y Fletcher se dirigieron al Cilindro E para planificar la estrategia de combate, en caso de que el extra-terrestre decidiera atacarlos.
Tina se quedó y comenzó a ajustar los monitores, según su manera precisa y metódica de trabajar. Norman y Beth la observaban. Pasó largo rato manipulando un tablero de controles, del que Norman no se había percatado antes; había una serie de pantallas de plasma gaseoso para lectura digital, las cuales refulgían en color rojo intenso.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó Beth.
– Es la DSPE, Disposición de Sensores en el Perímetro Externo. Tenemos sensores activos y pasivos para todas las modalidades (térmica, auditiva, onda de presión) dispuestos en círculos concéntricos alrededor del habitáculo. El capitán Barnes quiere que todos estén puestos a cero y activados.
– ¿Por qué? -preguntó Norman.
– No sé, señor. Son órdenes del capitán Barnes.
Se oyó la voz de Barnes por el intercomunicador.
– Marinera Chan a Cilindro E, de inmediato. Y cierre la línea de comunicaciones de aquí adentro: no quiero que ese Jerry escuche esto.
– Sí, señor.
– Asno paranoico -murmuró Beth.
Tina reunió sus papeles y salió aprisa.
Beth y Norman se sentaron un momento, sin hablar. De pronto oyeron un rítmico golpeteo que parecía llegar desde algún lugar del habitáculo. Luego, el golpeteo cesó, pero enseguida volvieron a oírlo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Beth-. Suena como si proviniera de afuera del habitáculo. -Se dirigió a la portilla, encendió el sistema exterior de intensa iluminación y miró hacia fuera-. ¡Oh, oh! -exclamó.
También Norman fue a mirar.
Extendida por sobre el lecho oceánico vieron una sombra alargada, que se movía hacia adelante y hacia atrás, al compás de cada impacto que retumbaba en el habitáculo. La sombra estaba tan deformada que Norman tardó un instante en darse cuenta de lo que estaba viendo: era la sombra de un brazo y de una mano humanos.
– Capitán Barnes, ¿está usted ahí?
No hubo respuesta. Norman volvió a oprimir el interruptor del intercomunicador.
– Capitán Barnes, ¿me está recibiendo?
Tampoco esta vez hubo respuesta.
– Interrumpió la línea de comunicación -dijo Beth-. No puede oírte.
– ¿Crees que esa persona que está afuera aún vive? -preguntó Norman.
– No sé. Es posible.
– Vamos para allá.
Norman sintió el gusto metálico y seco del aire comprimido dentro de su casco y experimentó el frío entumecedor del agua, cuando se deslizó por la escotilla del suelo del habitáculo y cayó a la oscuridad del blando, lodoso, fondo del mar. Instantes después, Beth bajó justo a su lado.
– ¿Estás bien? -preguntó ella.
– Sí.
– No veo medusas.
– No. Yo tampoco.
Se alejaron de la parte inferior del habitáculo, se dieron vuelta y miraron hacia atrás: las luces los encandilaron con crudeza y desdibujaron el contorno de los cilindros que se alzaban por encima. Norman y Beth podían oír con claridad el rítmico golpeteo, pero todavía no podían localizar de dónde venía. Caminaron por debajo de los puntales hasta el lado opuesto del habitáculo, mirando las luces con los ojos entrecerrados.
– Allá -dijo Beth.
Tres metros por encima de ellos, un cuerpo vestido con un traje azul estaba encajado en una de las ménsulas que sostenían las lámparas. La corriente lo movía y el brillante casco amarillo daba golpes contra la pared del habitáculo.
– ¿Puedes ver quién es? -preguntó Beth.
– No.
Las luces brillaban directamente en la cara de Norman, el cual trepó por uno de los pesados puntales de soporte que anclaban el habitáculo al fondo del mar. La superficie del metal estaba cubierta de resbaladizas algas pardas, y las botas de Norman se deslizaban por los caños, sin poder afianzarse; por fin vio que había peldaños ahuecados en la estructura misma de los puntales; entonces trepó con dificultad.
Ahora los pies del cuerpo oscilaban justo por encima de la cabeza de Norman; y cuando él subió otro escalón, una de las botas del trémulo cuerpo se encajó en la curva que formaba la manguera de aire que iba desde su casco hasta los botellones de mezcla respiratoria que llevaba a la espalda.
Norman extendió el brazo por detrás del casco, tratando de zafarse del cuerpo.
Éste se estremeció y, durante un horrible instante, Norman pensó que todavía estaba vivo. Después, la bota se le quedó en la mano y un pie desnudo, de carne gris y uñas moradas, le pateó la luneta. Por un instante tuvo náuseas, pero había visto demasiados accidentes aéreos como para que esto pudiera afectarle.
Soltó la bota y la observó caer libremente hacia Beth. Después tiró de la pierna del cadáver y sintió que esa pierna tenía una consistencia blanda. El cuerpo se soltó y cayó con suavidad hacia el fondo. Norman lo agarró por el hombro y sintió una vez más la extrema blandura. Dio vuelta al cadáver para verle la cara:
– Es Rose Levy.
El casco de Rose estaba lleno de agua; detrás de la luneta, Norman vio los ojos desorbitados y la boca abierta; el rostro tenía una expresión de horror.
– La tengo -dijo Beth, tirando del cuerpo hacia abajo; después, exclamó-: ¡Jesús!
Norman bajó por el puntal. Beth estaba llevando el cuerpo más allá del habitáculo, hacia la zona iluminada.
– Todo su cuerpo está blando. Es como si tuviera rotos los huesos.
– Lo sé.
Norman se puso bajo la luz, cerca de Beth. Sentía una extraña indiferencia, frialdad y distanciamiento. Él había conocido a esa mujer, que hasta hacía poco estaba viva y ahora se hallaba muerta; pero era como si estuviese viendo todo eso desde muy lejos.
Dio vuelta al cuerpo de Rose Levy. En el costado izquierdo del traje había una larga rasgadura. Norman pudo entrever roja carne mutilada. Se inclinó para revisar el cuerpo.
– ¿Un accidente?
– No lo creo -dijo Beth.
– Aquí. Sostenla. -Norman levantó los bordes de la tela del traje y vio varias rasgaduras separadas que confluían en un punto central-. En realidad está rasgado en forma de estrella. ¿Ves?
– Lo veo, sí -dijo Beth, y retrocedió.
– ¿Qué pudo haber producido esto, Beth?
– Yo no… no estoy segura.
Beth retrocedió aún más. Norman abrió la rasgadura para mirar el cuerpo.
– La carne está macerada.
– ¿Macerada?
– Masticada.
– ¡Jesús!
«Sí, es indudable que está masticada», pensó Norman. Palpó dentro del traje y notó que la herida era muy extraña, pues tenía los bordes serrados y finos. Frente a la luneta de su casco brotaron delgados hilos de sangre de color rojo pálido.
– Regresemos -dijo Beth.
– Resiste.
Norman pellizcó el cuerpo en las piernas, las caderas, los hombros: en todas partes estaba blando como una esponja. De alguna manera había sido aplastado por completo. Notó que los huesos de las piernas estaban quebrados en muchos lugares. ¿Qué podía haber hecho eso? Volvió a la herida.
– No me gusta estar aquí fuera -manifestó Beth, tensa.
– Un segundo, nada más.
En una primera inspección, Norman había pensado que la herida de Levy se debía a algún tipo de mordedura, pero ahora no estaba tan seguro.
– Su piel… -dijo Norman-. Es como si le hubieran pasado una lima gruesa…
Súbitamente, echó la cabeza hacia atrás, sobresaltado cuando algo pequeño y blanco cruzó flotando frente a la luneta. El corazón le latió con violencia ante el pensamiento de que pudiera ser una medusa, pero en ese instante vio que el objeto era perfectamente redondo y casi opaco y que tenía el tamaño aproximado de una pelota de golf. Pasó de largo.
Norman miró a su alrededor y vio que en el agua había delgados filamentos de mucosidad, y muchas de esas esferas blancas.
– ¿Qué son, Beth?
– Huevos.
A través del intercomunicador, Norman la oyó hacer inspiraciones profundas.
– ¡Larguémonos de aquí, Norman! ¡Por favor!
– Nada más que otro segundo.
– ¡No, Norman! ¡Ahora!
En la radio oyeron una alarma. Sonaba distante y aguda y parecía que llegaba desde el interior del habitáculo. Percibieron voces y después, la de Barnes, muy fuerte:
– ¿¡Qué demonios están haciendo!?
– Encontramos a Rose Levy -informó Norman.
– Pues vuelvan de inmediato, ¡maldición! -rugió Barnes-. Los sensores se han activado. No están solos ahí afuera… y lo que sea que haya con ustedes es tremendamente grande.
Norman se sentía torpe y lento.
– ¿Y qué hacemos con el cuerpo de Levy?
– ¡Larguen el cuerpo y métanse otra vez aquí!
«Pero el cuerpo…», pensaba con morosidad. Tenían que hacer algo con el cuerpo. No podían abandonarlo.
– ¿Qué pasa con usted, Norman? -preguntó Barnes.
El psicólogo murmuró algo y sintió vagamente que Beth lo aferraba con fuerza por el brazo y lo conducía de vuelta al habitáculo. Ahora el agua se hallaba invadida por huevos blancos. Las alarmas vibraban en los oídos de Norman y el sonido era muy intenso. En ese instante se dio cuenta de que era una nueva alarma… y ésta estaba sonando dentro de su traje.
Empezó a tiritar; los dientes le castañeteaban de manera incontrolable. Trató de hablar, pero se mordió la lengua y sintió gusto a sangre. Se sentía lerdo y estúpido. Todo estaba ocurriendo a cámara lenta.
A medida que se aproximaban al habitáculo pudo ver que los huevos se estaban adhiriendo a los cilindros, sobre los que formaban masas densas, capas llenas de protuberancias.
– ¡Aprisa! -gritó Barnes-. ¡Aprisa! ¡Está viniendo para acá!
Cuando ya estaban debajo de la esclusa de aire, Norman empezó a sentir intensas corrientes de agua. Allí había algo muy grande. Beth lo empujaba hacia arriba, y por fin su casco emergió de pronto sobre el nivel de agua de la esclusa y Alice Fletcher lo aferró con sus fuertes brazos. Un instante después subieron a Beth y cerraron la escotilla con violencia. Alguien le quitó el casco y Norman oyó la alarma, que zumbaba estridente en sus oídos. Para entonces todo su cuerpo se sacudía a causa de los espasmos, y daba sordos golpes sobre la cubierta. Le quitaron el traje, lo envolvieron en una manta plateada y lo sostuvieron hasta que el temblor fue disminuyendo y al fin cesó. Y, de forma repentina, a pesar de la alarma, Norman se quedó dormido.
– No es su maldito trabajo, ése es el porqué -dijo Barnes-. Usted no tenía autorización para hacer lo que hizo. Ninguna en absoluto.
– Levy podría haber estado viva aún -argumentó Beth, que se enfrentaba con calma a la furia de Barnes.
– Pero no estaba viva y, al ir al exterior, arriesgaron en forma innecesaria la vida de dos miembros civiles de la expedición.
– Fue idea mía, Hal -explicó Norman.
Seguía envuelto en mantas, pero como le habían dado bebidas calientes y le habían hecho descansar, ya se sentía mejor.
– Y en cuanto a usted -dijo Barnes-, tiene suerte de estar vivo.
– Supongo que es así -reconoció Norman-, pero no sé qué ocurrió.
– Esto es lo que ocurrió -respondió Barnes, blandiendo ante sí un pequeño ventilador-: el circulador de su traje hizo cortocircuito y usted experimentó un rápido enfriamiento cerebral debido al helio. Dos minutos más, y habría muerto.
– Fue tan rápido… -comentó Norman-. No me di cuenta…
– Ustedes son unos malditos -dijo Barnes-. Quiero dejar una cosa clara: éste no es un congreso científico; ésta no es la Posada para Vacaciones Submarinas, en la que pueden hacer lo que les plazca. Ésta es una operación militar, y va a ser mejor que obedezcan órdenes militares. ¿Entendido?
– ¿Ésta es una operación militar? -preguntó Ted.
– Lo es ahora -repuso Barnes.
– Espere un momento. ¿Lo fue siempre?
– Lo es ahora.
– No ha respondido a mi pregunta -dijo Ted-. Porque si es una operación militar, creo que necesitamos saberlo. Personalmente, no deseo que se me relacione con…
– Entonces vete -le aconsejó Beth.
– Mire, Ted, ¿sabe cuánto le está costando esto a la Armada? -le preguntó Barnes.
– No, pero no veo…
– Se lo diré: un ambiente con gas saturado, situado a gran profundidad y con pleno apoyo operativo cuesta alrededor de cien mil dólares la hora. Para el momento en que nos larguemos de aquí, el coste total del proyecto será de ochenta a cien millones de dólares. No se consigue que los militares asignen esa clase de presupuesto sin lo que ellos denominan «seria expectativa de beneficio militar». Es así de sencillo: no hay expectativa, no hay dinero. ¿Se da cuenta?
– ¿Como si se tratara de un arma? -preguntó Beth.
– Algo así -repuso Barnes.
– Bueno -dijo Ted-, personalmente nunca me habría unido…
– ¿Es eso cierto? Si usted hubiera hecho el vuelo hasta Tonga y yo le hubiera dicho: «Ted, ahí abajo hay una nave espacial que podría contener vida procedente de otra galaxia, pero es una operación militar», ¿usted habría respondido que lo lamentaba pero que no quería ser incluido? ¿Es eso lo que habría dicho, Ted?
– Pues…
– Entonces es mejor que se calle -le aconsejó Barnes-, porque ya estoy hasta la coronilla de sus poses.
– Atiendan, atiendan… -pidió Beth.
– En lo personal, opino que usted está sumamente nervioso -dijo Ted.
– Y en lo personal, yo opino que usted es un ególatra y un imbécil -replicó Barnes.
– Cálmense todos -aconsejó Harry-. Lo primero que debemos averiguar es por qué Rose Levy fue al exterior. ¿Alguien lo sabe?
– Estaba en un BNC -respondió Tina.
– ¿Un qué?
– Un Bloqueo Necesario del Cronointerruptor -aclaró Barnes-. Es el organigrama de servicio: Levy era el apoyo de Jane Edmunds, y cuando ésta murió fue tarea suya ir al submarino cada doce horas.
– ¿Ir al submarino? ¿Por qué? -preguntó Harry.
Barnes señaló por la portilla:
– ¿Ven el DH-7 por allá? Bueno, al lado del único cilindro hay un hangar en forma de cúpula invertida, y debajo de la cúpula se halla un minisubmarino que dejaron atrás los buzos. En una situación como ésta, las reglamentaciones navales exigen que, cada doce horas, todas las cintas y grabaciones se transfieran al submarino. El vehículo está en Modalidad CDSL (Caída y Desprendimiento Sincronizados del Lastre), que se fija cada doce horas en un temporizador. De ese modo, si alguien no llega allí cada doce horas transfiere las últimas cintas que se grabaron y aprieta el botón amarillo de «Retardo», el submarino, de forma automática, suelta el lastre, inyecta gas en los tanques y va, sin tripulación, hacia la superficie.
– ¿Por qué se hace eso?
– Si ocurriera un desastre aquí abajo, si algo nos sucediese a todos nosotros, por ejemplo, entonces el submarino emergería automáticamente al cabo de doce horas, con todas las cintas acumuladas hasta ese momento. La Armada recuperaría el submarino en la superficie y tendría, por lo menos, un registro parcial de lo que nos sucedió aquí abajo.
– Entiendo. El submarino es nuestra «caja negra».
– Podría llamarlo así. Pero también es la forma de escapar, nuestra única salida de emergencia.
– ¿Así que Levy se dirigía al submarino?
– Sí. Y tuvo que haber llegado, porque el submarino aún está allí.
– Transbordó las cintas, apretó el botón de «Retardo» y murió en el camino de regreso.
– Sí.
– ¿Cómo murió? -preguntó Harry, mirando fijamente a Bames.
– No estamos seguros -contestó el capitán.
– Todo su cuerpo fue aplastado -explicó Norman-. Era como una esponja.
– Hace una hora -le dijo Harry a Barnes-, usted ordenó que los sensores de DSPE se volvieran a cero y se ajustaran. ¿A qué se debió eso?
– En la hora anterior habíamos tenido una lectura extraña.
– ¿Qué clase de lectura?
– Indicaba que había algo ahí afuera. Algo muy grande.
– Pero no activó las alarmas -le recordó Harry.
– No. Ese objeto trascendía los parámetros según los cuales se fijaron las alarmas.
– ¿Quiere decir que era demasiado grande como para activar las alarmas?
– Sí. Después de la primera falsa alarma todas las calibraciones se hicieron según parámetros menores. Las alarmas fueron ajustadas para que pasen por alto cualquier cosa de ese tamaño. Ésa es la razón de que Tina tuviera que reajustar las calibraciones.
– ¿Y qué es lo que hizo que las alarmas se activaran precisamente cuando Beth y Norman estaban allí afuera? -preguntó Harry.
– ¿Tina? -dijo Barnes.
– No sé lo que fue. Alguna clase de animal, supongo. Silencioso… y muy grande.
– ¿Cómo de grande?
Tina meneó la cabeza y dijo:
– Sobre la base de la huella electrónica, doctor Adams, diría que ese animal…, o ese objeto, era casi tan grande como este habitáculo.
Beth deslizó uno de los redondos huevos blancos sobre la platina del microscopio.
– Bueno -dijo mientras observaba por el ocular-, no hay duda de que se trata de un invertebrado marino. Lo interesante es este recubrimiento mucoso.
Lo sondeó con unos fórceps.
– ¿Qué es? -preguntó Norman.
– Alguna especie de material de naturaleza proteínica. Pegajoso.
– No. Lo que quiero saber es de qué es el huevo.
– Todavía no lo sé.
Beth continuó con su examen, pero en ese momento sonó la alarma y las luces rojas volvieron a destellar. Norman sintió un pavor súbito.
– Probablemente sea otra falsa alarma -conjeturó Beth.
– Atención todo el personal -dijo Barnes por el intercomunicador-. Todos a sus puestos de combate.
– ¡Oh, mierda! -exclamó Beth.
La zoóloga se deslizó airosamente por la escalera, como si se tratara del poste por el que bajan los bomberos; Norman la siguió con torpeza, bajando de espaldas. En la sección de Comunicaciones, en el Cilindro D, Norman se encontró con una escena familiar: todo el mundo apiñado alrededor del ordenador y, una vez más, los paneles posteriores habían sido separados. Las luces todavía destellaban y la alarma seguía atronando.
– ¿Qué sucede? -gritó Norman.
– ¡Falla el equipo!
– ¿Qué es lo que falla del equipo?
– ¡No podemos apagar la maldita alarma! -chilló Barnes-. ¡Se encendió, pero no la podemos apagar! Fletcher…
– ¡Trabajando en eso, señor!
La corpulenta ingeniera estaba en cuclillas, detrás de la computadora. Norman vio la ancha curva de la espalda de la mujer.
– ¡Haga que se apague esa condenada cosa!
– ¡Estoy intentándolo, señor!
– ¡Haga que se calle! ¡No puedo oír!
«¿Qué quiere oír?», se preguntó Norman y, en ese instante, Harry entró en la sala, dio un tropezón y chocó con Norman.
– ¡Jesús…!
– ¡Es una emergencia! -vociferaba Barnes-. ¡Esta vez es una emergencia! ¡Marinera Chan! ¡Sonar!
Tina estaba al lado de Barnes, serena como siempre, ajusfando cuadrantes en monitores laterales. Se puso unos auriculares.
En la pantalla del vídeo, Norman veía la esfera: estaba cerrada.
Beth fue hacia una de las portillas y miró de cerca el material blanco que la bloqueaba. Bajo las parpadeantes luces rojas, Barnes giraba como un loco, gritando y maldiciendo en todas direcciones.
Y entonces, de repente, la alarma se detuvo y las luces rojas dejaron de destellar. Todo quedó en silencio. Fletcher se enderezó y suspiró.
– Creí que usted lo había arreglado… -empezó a decir Harry.
– Chissst…
Oyeron el suave y reiterativo sonido de las pulsaciones del sonar. Tina ahuecó las manos sobre los auriculares y frunció el entrecejo, concentrada.
Nadie se movió ni habló. Estaban de pie, tensos, escuchando los sonidos de rebote del sonar.
Barnes les dijo en tono quedo:
– Hace unos minutos nos llegó una señal. Desde el exterior. Algo muy grande.
– No lo recibo ahora, señor -informó Tina.
– Pasar a pasivo.
– A la orden, señor. Pasando a pasivo.
El ruido del sonar cesó. En su lugar se oyó un leve siseo. Tina ajustó el volumen del altavoz.
– ¿Hidrófonos? -preguntó Harry en voz baja.
Barnes asintió con la cabeza:
– Transductores polares de vidrio. Los mejores del mundo.
Todos se esforzaban por escuchar, pero nada oían, salvo el siseo carente de diferenciación, que a Norman le parecía el ruido de arrastre de una cinta magnetofónica, acompañado por un ocasional gorgoteo de agua. Si no hubiera estado tan tenso, el sonido le habría resultado irritante.
– El bastardo es astuto: se las arregló para cegarnos, cubriendo todas nuestras portillas con esa pasta pegajosa -comentó Barnes.
– No es una pasta pegajosa -dijo Beth-. Son huevos.
– Lo que sea ha cubierto cada una de las malditas portillas del habitáculo.
El siseo continuaba, sin modificaciones. Tina hacía girar los mandos del hidrófono. Se oía un suave crujido continuo, como el que produce el celofán al arrugarlo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Ted.
– Peces. Comiendo -respondió Beth.
Barnes asintió con la cabeza; Tina movió la aguja del dial.
– Sintonizando exterior.
Una vez más oyeron el monótono siseo. La tensión del ambiente disminuyó. Norman se sintió cansado y tomó asiento. Harry se sentó a su lado. Norman se percató de que Harry parecía estar más meditabundo que preocupado. Al otro lado de la sala, de pie junto a la puerta de la esclusa, se hallaba Ted. Se mordía el labio y tenía el aspecto de un niño asustado.
Hubo un suave «bip» electrónico, y las líneas que salían en las pantallas de plasma gaseoso dieron un salto.
– Tengo un positivo en los términos periféricos -dijo Tina.
Barnes corroboró con un movimiento de cabeza.
– ¿Dirección?
– Este. Acercándose.
Oyeron un ¡clanc! metálico. Después, otro.
– ¿Qué es eso?
– La parrilla. Está golpeando la parrilla.
– ¿Golpeándola? Por el ruido parece que la está destrozando. Norman recordó que la parrilla estaba hecha con tubos de siete centímetros y medio.
– ¿Un pez grande? ¿Un tiburón? -aventuró Beth.
Barnes negó con la cabeza.
– No se mueve como un tiburón. Y es demasiado grande.
– Térmicos positivos en el parámetro de entrada directa al ordenador -informó Tina.
– Pasar a activo -ordenó Barnes.
En la sala retumbó el ¡pong! del sonar.
– Dar imagen del blanco.
– SAF sobre blanco, señor.
Se produjo una rápida sucesión de sonidos del sonar: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! Después hubo una pausa, y luego otra vez: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
Norman estaba perplejo. Alice Fletcher se inclinó y le susurró:
– El sonar de abertura falsa produce una imagen detallada a partir de la información que envían emisores del exterior. Eso permite echarle un vistazo al objeto.
Norman sintió olor a licor en el aliento de Alice y pensó: «¿De dónde habrá sacado el licor?»
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Formando imagen. Ochenta metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Hay imagen.
Se volvieron hacia las pantallas y Norman vio una mancha amorfa, con rayas, que no significaba mucho para él.
– ¡Jesús! -exclamó Barnes-. ¡Miren el tamaño que tiene!
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Setenta metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡pong! ¡Pong!
Apareció otra imagen. Ahora la mancha tenía una forma diferente, con las rayas en otra dirección. Los bordes se hallaban más definidos, pero aquello seguía sin significar nada para Norman. Una mancha grande con rayas…
– ¡Jesús! ¡Debe de tener nueve, doce metros de ancho!
– No hay pez en el mundo que posea ese tamaño -dijo Beth. -¿Una ballena?
– No es una ballena.
Norman vio que Harry estaba sudando: el matemático se quitó las gafas y las secó en su mono. Después volvió a ponérselas y las empujó hacia arriba para colocarlas en el puente de la nariz, pero volvieron a deslizarse hacia abajo. Harry lanzó una mirada a Norman y se encogió de hombros.
– Cuarenta y cinco metros, y acercándose -informó Tina.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Veintisiete metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Veintisiete metros.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Conservando posición a veintisiete metros, señor.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Sigue conservando posición.
– Apagar activo.
Una vez más oyeron el siseo de los hidrófonos. Después, un claro chasquido. A Norman le ardían los ojos porque en ellos había entrado sudor. Se secó la frente con la manga del mono. Los demás también transpiraban. La tensión era insoportable. Norman volvió a echar un vistazo al monitor del vídeo: la esfera seguía cerrada.
Se oyó el siseo de los hidrófonos, y luego un suave sonido de fricción, como el que produce una bolsa pesada al ser arrastrada por un suelo de madera. Después, volvió el siseo.
– ¿Quiere que lo vuelva a poner en imagen? -susurró Tina.
– No -contestó Barnes.
Escucharon: más sonido de fricción. Un instante de silencio, seguido por un gorgoteo de agua, muy intenso, muy cercano.
– ¡Dios mío! -susurró Barnes-. Está ahí afuera.
Hubo un golpazo sordo contra el costado del habitáculo.
La pantalla se encendió:
ESTOY AQUÍ.
El primer choque llegó de forma súbita e hizo que todos perdieran el equilibrio, se desplomaran y rodaran por el suelo. En derredor de ellos, todo el habitáculo crujía y los sonidos eran de una intensidad aterradora. A tientas, Norman se puso en pie, y vio que Alice Fletcher tenía la frente ensangrentada. En ese momento se produjo el segundo choque. Norman fue arrojado de costado contra el mamparo. Cuando su cabeza tropezó con él, produjo un sonido metálico. Sintió un dolor agudo, y entonces Barnes aterrizó sobre su cuerpo, gruñendo y maldiciendo. Cuando el psicólogo pugnaba por ponerse en pie, Barnes se dio impulso apoyándole la mano sobre la cara; Norman se volvió a deslizar hasta el suelo y un monitor de televisión se estrelló a su lado despidiendo chispas.
En esos momentos todo el habitáculo se estremecía como un edificio durante un terremoto y los tripulantes se agarraban a consolas, paneles y marcos de puertas, en su intento por mantener el equilibrio. Pero era el ruido lo que a Norman le resultaba más aterrador: la increíble intensidad de los crujidos del metal cuando los cilindros se movían, a pesar de estar amarrados.
El extra-terrestre estaba sacudiendo todo el habitáculo.
Barnes se encontraba en el extremo opuesto de la cabina, tratando de llegar hasta la puerta del mamparo. A lo largo de uno de los brazos tenía una gran herida que sangraba. Daba órdenes a gritos, pero Norman no podía oír otra cosa que no fuera el pavoroso sonido del metal. Vio que Alice Fletcher se abría paso a través del mamparo; después, lo hizo Tina, y luego Barnes logró forzar su entrada, dejando impresa sobre el metal la sanguinolenta huella de su mano.
Norman no alcanzó a ver a Harry; Beth se le acercó tambaleándose, alzando un brazo y gritando:
– ¡Norman! ¡Norman! Tenemos que…
Pero en ese momento cayó de bruces sobre Norman, quien, como consecuencia del topetazo, se precipitó sobre la alfombra, debajo del diván, y se deslizó hacia la fría pared exterior del cilindro; allí se dio cuenta, horrorizado, de que la alfombra estaba mojada. En el habitáculo se estaba filtrando agua del mar.
Norman comprendió que tenía que hacer algo. Pugnó por volver a ponerse en pie y se irguió bajo una fina llovizna sibilante que salía de una de las junturas de la pared. Miró rápidamente en derredor y vio otras filtraciones en el techo y en las paredes.
El lugar estaba a punto de abrirse de un extremo a otro.
Beth se aferró a Norman y gritó:
– ¡Tenemos filtraciones de agua! ¡Dios mío, tenemos filtraciones!
– Lo sé -respondió Norman.
Barnes gritó a través del intercomunicador:
– ¡Presión positiva! ¡Obtener presión positiva!
Justo antes de tropezar con él y de caer contra las consolas del ordenador, Norman vio a Ted en el suelo, con la cara cerca de la pantalla, en la que volvieron a aparecer unas grandes y brillantes letras:
NO TENGA MIEDO.
– ¡Jerry! -gritó Ted-. ¡Deten esto, Jerry! ¡Jerry!
De repente la cara de Harry, con las gafas torcidas, estuvo al lado de la de Ted:
– ¡Ahorra tu aliento! ¡Nos va a matar a todos!
– Jerry no entiende -gritó Ted, mientras caía de espaldas sobre la litera, agitando los brazos.
El terrible desgarramiento del metal prosiguió sin pausa, y arrojaba a Norman de un lado a otro. Continuaba tratando de encontrar dónde asirse, pero tenía las manos mojadas y no lograba asirse a cosa alguna.
– ¡Atiendan todos! -dijo Barnes a través del intercomunicador-. ¡Chan y yo vamos afuera! ¡Fletcher asume el mando!
– ¡No salgan! -gritó Harry-. ¡No vayan al agua!
– Abriendo la esclusa ahora -dijo Barnes, lacónicamente-. Tina, usted me sigue.
– ¡Los va a matar! -gritó Harry; pero en ese momento se vio lanzado hacia Beth.
Norman volvió a caer al suelo y se golpeó la cabeza en una de las patas del diván.
– Estamos fuera -dijo Barnes.
De repente el martilleo cesó. El habitáculo estaba inmóvil. Nadie se movió. Con el agua surgiendo a través de una docena de finas fisuras brumosas, los supervivientes alzaron la vista hacia el altavoz del intercomunicador, y escucharon.
– Alejados de la esclusa -dijo Barnes-. Nuestra situación es buena. Armamento: lanzas J-19, con cabeza explosiva provista de cargas Taglin-50. Le vamos a enseñar un par de cositas a este bastardo.
Silencio.
– Agua… Visibilidad, mala. Visibilidad inferior al metro y medio. Parece estar… revuelto el sedimento del fondo y… muy negro, muy oscuro. Avanzamos a tientas a lo largo de las construcciones.
Silencio.
– Lado norte. Yendo al este ahora. ¿Tina?
Silencio.
– ¿Tina?
– Detrás de usted, señor.
– Muy bien. Ponga su mano sobre mi tanque, de modo que… Bien, muy bien.
Silencio.
Dentro del cilindro, Ted suspiró y dijo en voz baja:
– No creo que deban matarlo…
Norman pensó: «No creo que puedan.»
Nadie más dijo nada; sólo escuchaban la respiración amplificada de Barnes y Tina.
– Ángulo nordeste… Muy bien. Siento corrientes fuertes: agua en movimiento, activa… Hay algo en las proximidades… No puedo ver… Visibilidad inferior al metro y medio. Apenas veo el puntal al que me agarro. Sin embargo, puedo sentir a Jerry. Es grande. Está cerca. ¿Tina?
Silencio.
Un sonido alto y claro de crepitación estática. Después, silencio.
– ¿Tina? ¿Tina?
Silencio.
– He perdido a Tina.
Otro silencio muy prolongado.
– No sé qué… Tina, si me puede oír, quédese donde está; yo desde aquí… Muy bien… El ser se encuentra muy cerca… Lo siento moverse… Este tipo desplaza un montón de agua. Es un verdadero monstruo.
Otra vez silencio.
– Ojalá pudiera ver mejor.
Silencio.
– ¿Tina? ¿Es…?
Y entonces se oyó un golpe apagado, que podría haber sido una explosión. Todos se miraron entre sí, tratando de saber qué significaba; pero el habitáculo empezó enseguida a balancearse y retorcerse otra vez. Norman, que no estaba preparado, salió despedido de lado y pegó en el borde cortante de la puerta del mamparo. El mundo se volvió gris. Vio cómo, contra la pared que tenía a su lado, se golpeaba Harry, cuyas gafas cayeron sobre el pecho de Norman, el cual trató de cogerlas para dárselas a su dueño, pues las necesitaba. Luego, Norman perdió el conocimiento y todo se volvió negro.
Una lluvia caliente cayó sobre su cuerpo, y Norman inhaló vapor de agua.
De pie bajo la ducha, se miró el cuerpo y pensó: «Parezco el superviviente de un accidente de aviación, una de esas personas a las que yo solía ver, y que hacían que me maravillase de que aún estuvieran vivas.»
Le latían los chichones y tenía el pecho en carne viva; las heridas formaban como una especie de enorme banda que le llegaba hasta el abdomen. El muslo izquierdo presentaba un color rojo púrpura, y la mano derecha, que estaba tumefacta, le dolía. En realidad le dolía todo el cuerpo. Norman gimió y alzó la cara hacia el agua de la ducha.
– ¡Eh! ¿Cómo van las cosas por ahí? -le preguntó Harry.
– Bien.
Norman salió de la ducha y Harry entró; el matemático tenía el delgado cuerpo cubierto de magulladuras y raspones. Norman miró hacia donde estaba Ted, que yacía de espaldas sobre una de las literas. Se había dislocado los dos hombros y Beth necesitó media hora para volver a ponérselos en su lugar, después de haberle inyectado morfina al astrofísico.
– ¿Qué tal estás ahora? -le preguntó Norman.
– Muy bien.
Ted tenía una expresión de atontamiento, como si aún se hallara anestesiado. Su entusiasmo había desaparecido. «Padece una lesión más importante que los hombros dislocados -pensó Norman-. En muchos aspectos es un niño ingenuo, de modo que tiene que haber recibido un profundo impacto al descubrir que esta inteligencia artificial era hostil.»
– ¿Te duele mucho? -le preguntó Norman.
– No demasiado.
El psicólogo se sentó con lentitud en su litera y sintió que un ramalazo de dolor le subía por la columna vertebral. «Cincuenta y tres años -pensó-. Debería estar jugando al golf.» Después pensó que debería estar en cualquier lugar del mundo, menos allí. Dio un respingo y, con mucho cuidado, se calzó el zapato en su lesionado pie derecho.
De pronto recordó los dedos del desnudo pie de Rose Levy, la piel color muerte, el pie que le golpeaba la luneta del casco.
– ¿Han encontrado a Barnes? -preguntó Ted.
– No sé nada -repuso Norman-, pero no lo creo.
Terminó de vestirse y bajó al Cilindro D, para lo cual debió pasar por encima de los charcos de agua que había en el corredor. Incluso allí, los muebles estaban empapados; las consolas se hallaban húmedas y las paredes se veían cubiertas por manchones irregulares de blanca espuma de uretano, en aquellos sitios en los que Alice Fletcher había rociado las grietas.
Alice estaba de pie en medio de la sala, con la lata de aerosol en la mano.
– No quedó tan bonito como era -dijo.
– ¿Resistirá?
– Claro que sí, aunque le aseguro que no podremos soportar otro ataque de ésos.
– ¿Y qué hay respecto al equipo electrónico? ¿Funciona?
– Todavía no lo he revisado, pero debería estar bien, ya que todos esos equipos son impermeables.
Norman asintió con la cabeza:
– ¿Alguna señal del capitán Barnes? -preguntó, al tiempo que miraba la sangrienta huella de su mano que había quedado en la pared.
– No, señor. No hay indicio alguno del capitán. -Alice siguió la mirada de Norman hacia la pared-. Limpiaré eso ahora mismo, señor.
– ¿Dónde está Tina?
– Descansando. En el Cilindro E. Norman volvió a asentir con la cabeza. -¿El Cilindro E está más seco que éste, por lo menos?
– Sí-respondió Fletcher-. Es algo curioso: durante el ataque no había nadie en el E, y permaneció completamente seco.
– ¿Se sabe algo de Jerry?
– No, señor. No hay contacto.
Norman encendió una de las consolas del ordenador:
– Jerry, ¿estás ahí?
La pantalla permaneció en blanco.
– ¿Jerry?
Aguardó un momento; después, apagó la consola.
– Mírela ahora -dijo Tina.
Se sentó en la litera y retiró la manta para mostrar su pierna izquierda.
Tenía la herida mucho peor que cuando la rescataron. La habían oído gritar y corrieron por el habitáculo para hacer entrar a la joven a través de la escotilla del Cilindro A. Ahora la pierna izquierda de Tina estaba cruzada en diagonal por una serie de ronchas redondas con el centro tumefacto y morado.
– Se ha hinchado mucho en esta última hora -explicó la joven.
Norman examinó las heridas; se veían zonas inflamadas rodeadas por mordeduras muy pequeñas.
– ¿Recuerda qué sensación tuvo? -le preguntó Norman.
– Una sensación horrible -dijo Tina-. De algo pegajoso, como pegamento, o una sustancia por el estilo. Y después, cada uno de esos sitios redondos me ardía muchísimo.
– ¿Y qué pudo ver de ese ser extra-terrestre?
– Muy poco… Era una cosa larga, en forma de espátula. Parecía una gigantesca hoja de árbol; se acercó y me envolvió el cuerpo.
– ¿Distinguió de qué color era?
– Como amarronado. Realmente no lo pude ver.
Norman se detuvo un instante y luego le preguntó:
– ¿Y el capitán Barnes?
– Durante el desarrollo de la acción quedé separada de él, señor. No sé qué le ocurrió al capitán Barnes.
Tina hablaba con formalidad y su rostro se había convertido en una máscara. Norman pensó: «No nos metamos en esto, por ahora. Si huiste, me da igual.»
– ¿Beth ha visto esas lesiones, Tina?
– Sí, señor. Estuvo aquí hace unos minutos.
– Muy bien. Ahora trate de descansar.
– Señor…
– Dígame, Tina.
– ¿Quién va a preparar el informe, señor?
– No lo sé. No nos preocupemos ahora por los informes. Preocupémonos nada más que por salir con bien de ésta.
– Sí, señor.
Mientras se acercaba al laboratorio de Beth, Norman oyó la voz grabada de Tina que decía:
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Y la de Beth que contestaba:
– Quizá. No lo sé.
– Esto me asusta.
Y después, la voz de Tina otra vez:
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
– Quizá. No lo sé.
En el laboratorio, Beth estaba encorvada sobre la consola, observando la pantalla.
– Todavía con eso, ¿eh? -dijo Norman.
– Sí.
En la grabación Beth estaba terminando de comer su porción de tarta y decía:
– No creo que haya motivos para tener miedo.
– Es lo desconocido -decía Tina.
– Por supuesto -decía Beth en la pantalla-; pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable nada más.
– Famosas palabras postumas -dijo Beth, observándose a sí misma.
– En ese momento sonaban bien -opinó Norman-; servía para mantener calmada a Tina.
En pantalla, Beth le preguntaba a ésta:
– ¿Les tiene miedo a las serpientes?
– Las serpientes no me molestan -decía Tina.
– Bueno, pues yo no las puedo soportar -declaraba Beth.
La bióloga detuvo la cinta y se volvió hacia Norman.
– Parece como si esto hubiera ocurrido hace mucho tiempo, ¿no?
– Estaba pensando precisamente eso -confesó Norman.
– ¿Esto significa que estamos viviendo la vida a pleno?
– Creo que significa que nos hallamos en peligro mortal -repuso Norman-. ¿Por qué estás tan interesada en esta cinta?
– Porque no tengo otra cosa que hacer y, si no me mantengo ocupada, voy a empezar a chillar y organizar una de esas tradicionales escenas femeninas que ya me viste hacer una vez.
– ¿Te vi? No recuerdo ninguna escena.
– Gracias -dijo Beth.
Norman vio que había una manta sobre un diván, en un rincón del laboratorio, y que Beth había quitado una de las lámparas de la mesa de trabajo y la había colgado en la pared, encima del diván.
– ¿Ahora duermes aquí? -pregunto.
– Sí, me gusta el lugar. Aquí arriba, en la parte más alta del cilindro, me siento la reina del averno. -Sonrió-. Algo así como la casita en el árbol de cuando éramos niños. ¿Alguna vez, de pequeño, tuviste una de esas casitas?
– No -respondió Norman-. Nunca la tuve.
– Tampoco yo. Pero así es como imagino que habría sido si hubiera tenido una.
– Parece muy cómoda, Beth.
– ¿Piensas que estoy perdiendo la chaveta?
– No. Me he limitado a comentar que parece cómoda.
– Si crees que estoy perdiendo la chaveta me lo puedes decir.
– Opino que estás muy bien, Beth. ¿Qué piensas respecto a Tina? ¿Has visto las heridas que tiene?
– Sí. -Beth frunció el entrecejo-. Y las vi antes. -Hizo un gesto para señalar algunos huevos blancos que se hallaban sobre la mesa del laboratorio dentro de un recipiente de vidrio.
– ¿Más huevos?
– Cuando Tina regresó los traía adheridos a su traje. Las lesiones de la chica están relacionadas con estos huevos, lo mismo que el olor. ¿Recuerdas el olor que había cuando la sacamos del agua?
Norman lo recordaba muy bien.
Tina tenía un intenso olor a amoníaco, casi era como si la hubieran empapado.
– Según lo que yo sé, solamente existe un animal que huele tanto a amoníaco: el Architeuthis sanctipauli.
– ¿Qué es?
– Una de las especies de calamar gigante.
– ¿Es eso lo que nos atacó?
– Así lo creo, sí.
La zoóloga explicó que era poco lo que se conocía acerca del calamar gigante porque los únicos especímenes que se habían estudiado eran animales muertos que el mar había arrastrado hacia la costa y que, por lo general, se encontraban en avanzado estado de descomposición y hedían a amoníaco. Durante la mayor parte de la historia humana, el calamar gigante fue considerado un monstruo marino mítico, como el kraken, pero en 1861 aparecieron los primeros informes científicos confiables, después de que la tripulación de un buque francés de guerra se las ingenió para remolcar pedazos de uno de esos animales. También cargaron varias ballenas, que mostraban las cicatrices causadas por ventosas gigantescas. Ese testimonio de batallas submarinas demostró que las ballenas luchaban con un animal depredador, y de todos cuantos se tenía conocimiento, sólo el calamar gigante era lo bastante grande como para luchar con una ballena.
– En estos momentos -dijo Beth- se han observado calamares gigantes en todos los principales océanos del mundo. Por lo menos existen tres especies diferentes. Alcanzan un gran tamaño y pueden pesar cuatrocientos cincuenta kilos, o más. La cabeza tiene alrededor de seis metros de largo y posee una corona de ocho brazos, cada uno de los cuales mide cerca de tres metros de longitud y tiene largas hileras de ventosas. En el centro de la corona hay una boca provista de un pico agudo, como el de un loro, pero con la diferencia de que las mandíbulas tienen casi dieciocho centímetros de largo.
– ¿El traje desgarrado de Levy…?
– Sí -corroboró Beth-. El pico está montado en un anillo muscular, por lo que, cuando muerde, puede girar sobre sí mismo en círculo. Y la rádula, la lengua del calamar, tiene una superficie áspera.
– Tina dijo que le pareció ver algo como una hoja de árbol, una hoja marrón.
– El calamar gigante tiene dos tentáculos mucho más largos que los brazos; pueden medir hasta doce metros. Cada uno de esos tentáculos remata en una «mano» sin dedos, una especie de «palma» aplanada que se asemeja mucho a una gran hoja de planta, y es esa «mano» lo que el calamar usa para cazar sus presas. Las ventosas de la «mano» están rodeadas por un pequeño anillo duro de quitina, lo que explica por qué se ven mordeduras circulares alrededor de la herida.
– ¿Cómo combatirías uno de estos calamares?
– Pues, en teoría, aunque los calamares gigantes son muy grandes, no son especialmente fuertes -respondió Beth.
– Adiós teoría -dijo Norman.
Beth asintió con la cabeza y agregó:
– Como es lógico, nadie sabe cuán fuertes son, ya que nunca se encontró un espécimen vivo. Tenemos el dudoso privilegio de ser los primeros.
– ¿Pero es posible matarlo?
– Yo pienso que se podría matar con bastante facilidad, pues el cerebro del calamar está situado por detrás de los ojos y tiene alrededor de treinta y ocho centímetros de diámetro, más o menos el tamaño de un plato grande. De modo que, si se le dispara una carga explosiva a un punto cualquiera de esa zona, es casi seguro que se le desbarataría el sistema nervioso y moriría.
– ¿Crees que Barnes mató al calamar?
Beth se encogió de hombros y dijo:
– No lo sé.
– En una región, ¿hay más de uno?
– No sé.
– ¿Volveremos a ver algún otro?
– No lo sé.
Norman subió al centro de comunicaciones para ver si podía hablar con Jerry; pero éste no respondía. El psicólogo tuvo que haberse adormecido en la silla de la consola, porque de repente se quedó espantado al alzar la vista y ver a un acicalado marinero negro, de uniforme, de pie exactamente detrás de él, mirando las pantallas por encima de su hombro.
– ¿Cómo van las cosas, señor? -preguntó el marinero.
Se le veía muy tranquilo y su uniforme estaba planchado, sin una arruga, y perfectamente almidonado.
Norman sintió que lo invadía una inmensa alegría, ya que la llegada de este hombre al habitáculo no podía significar más que una cosa: que las naves de superficie habían regresado. ¡Los buques habían vuelto y se había hecho descender a los submarinos para recuperar a los ocupantes del habitáculo! ¡Habían ido a salvarlos!
– Marinero -dijo Norman, subiendo y bajando la mano-, me produce una maldita gran satisfacción verlo.
– Gracias, señor.
– ¿Cuándo ha llegado?
– Acabo de hacerlo, señor.
– ¿Los demás ya lo saben?
– ¿Los demás, señor?
– Sí. Quedamos seis. ¿Ya han sido informados de la llegada de ustedes?
– No conozco la respuesta a eso, señor.
En aquel hombre había una insulsez que le resultó extraña. El marinero estaba recorriendo el habitáculo con la mirada, y, durante un instante, Norman vio el ambiente a través de los ojos de ese hombre: el interior empapado, las consolas deshechas, las paredes salpicadas con espuma de uretano. Todo tenía el aspecto de que allí se hubiera librado una guerra.
– Hemos pasado momentos difíciles -dijo Norman.
– Ya lo veo, señor.
– Murieron tres de los nuestros.
– Lamento oír eso, señor.
Nuevamente esa insulsez…, esa neutralidad. ¿Sólo estaba actuando con excesiva corrección? ¿Se hallaba preocupado por una inminente corte marcial? ¿O se trataba de algo diferente?
– ¿De dónde viene usted? -preguntó Norman.
– ¿Venir, señor?
– Sí. ¿De qué nave?
– ¡Ah! Del Sea Hornet, señor.
– ¿Está en la superficie ahora?
– Sí, señor, lo está.
– Bueno, pues vayamos -dijo Norman-. Comunique a los demás que está usted aquí.
– Sí, señor.
Una vez que el marinero se hubo retirado, Norman se puso de pie y gritó:
– ¡Estamos salvados!
– Por lo menos no fue una ilusión óptica -dijo Norman, mirando con fijeza la pantalla-. Ahí está, de cuerpo entero, en el monitor.
– Sí. Ahí está…, pero, ¿adonde se fue? -inquirió Beth.
Durante una hora habían revisado concienzudamente el habitáculo, sin hallar señales del marinero negro. Tampoco había ningún indicio de que hubiese un submarino fuera. No existían pruebas de la presencia de naves de superficie. El balón que se había lanzado mar arriba había registrado vientos de ochenta nudos y olas de nueve metros, antes de que el cable se cortara.
Entonces, ¿de dónde había venido ese hombre? ¿Y adonde se había ido?
Fletcher estaba operando las consolas y de pronto una de las pantallas se llenó de datos.
– ¿Qué opinan de esto? El registro computarizado de buques en servicio activo muestra que no hay ninguna nave llamada Sea Hornet.
– ¿Qué demonios está ocurriendo? -exclamó Norman.
– Quizá el marinero fue una ilusión óptica -apuntó Ted.
– Las ilusiones ópticas no quedan registradas en videocintas -dijo Harry-. Además, yo también lo vi.
– ¿Lo viste? -le preguntó Norman.
– Sí, acababa de despertarme y había soñado que venían a rescatarnos. Estaba todavía acostado en la litera cuando oí pasos y ese hombre entró en la habitación.
– ¿Hablaste con él?
– Sí. Pero me pareció una persona extraña. Sin gracia. Muy sosa.
Norman asintió con la cabeza.
– Se podría decir que algo no era normal en ese hombre.
– Sí, se podría decir.
– Pero ¿de dónde vino? -preguntó.
– Sólo se me ocurre una posibilidad -dijo Ted-: vino de la esfera. O, por lo menos, fue creado por la esfera, por Jerry.
– ¿Para qué iba a hacer eso Jerry? ¿Para espiarnos?
Ted negó con un movimiento de cabeza:
– Estuve pensando mucho en esto, y me parece que Jerry tiene la facultad de crear cosas. Animales. No creo que Jerry sea un calamar gigante, sino que Jerry creó el calamar gigante que nos atacó. No me parece que Jerry nos quiera atacar, sino que, basándome en lo que Beth nos estaba diciendo, supongo que, una vez Jerry lo creó, el calamar atacó el habitáculo creyendo que los cilindros eran su enemigo mortal, la ballena. De manera que el ataque se produjo como consecuencia de la creación.
Todos escucharon a Ted con una clara expresión de desaprobación. Para Norman la explicación era demasiado conveniente en todos sus aspectos.
– Creo que existe otra posibilidad: que Jerry sea hostil.
– No considero que sea así -dijo Ted-. No acepto que Jerry sea hostil.
– Pues se comporta con bastante hostilidad, Ted.
– No pienso que pretenda ser hostil.
– Pretenda lo que pretenda -intervino Fletcher-, es mejor que no suframos otro ataque, porque la estructura del habitáculo no lo puede soportar. Y tampoco los sistemas de mantenimiento de la vida. Después del primer ataque hube de aumentar la presión positiva, con el objeto de tapar las fugas. Para impedir que entrara el agua tuve que incrementar la presión del aire interior, a fin de que fuera mayor que la presión del agua exterior. Eso detuvo las filtraciones, pero significó que el aire escapó en forma de burbujas a través de todas las fisuras. Y una hora de trabajo de reparaciones consumió cerca de dieciséis horas de nuestro aire de reserva.
Hubo una pausa. Todos comprendieron lo que entrañaba esto que acababa de decir Fletcher.
– Para compensar -prosiguió la mujer- reduje la presión interna en tres centímetros de mercurio. En este preciso momento tenemos una presión ligeramente negativa, y con eso estamos bien: el aire nos va a durar. Pero si se produce otro ataque en estas condiciones, quedaremos aplastados como una lata de cerveza vacía.
A Norman no le gustaba lo que estaba escuchando pero, al mismo tiempo, se hallaba impresionado por la eficacia de Fletcher; pensó que la mujer era un recurso que tendrían que utilizar.
– ¿Qué puede sugerirnos para el caso de que haya otro ataque?
– Pues tenemos algo, el SDAV, en el Cilindro B.
– ¿Qué es eso?
– Sistema de Defensa por Alto Voltaje. En B hay una cajita que, en todo momento, electriza la pared metálica de los cilindros para evitar la corrosión electrolítica. Es una carga eléctrica muy leve; uno no se da cuenta de que existe. De todos modos hay otra caja, color verde, conectada a la anterior, y ése es el SDAV. Básicamente es un transformador de bajo amperaje, para instalación, que envía dos millones de voltios por la superficie de los cilindros. Para cualquier animal debe ser sumamente desagradable.
– ¿Por qué no lo usamos antes? -preguntó Beth-. ¿Por qué no lo utilizó Barnes, en vez de arriesgar…?
– Porque la Caja Verde presenta ciertos problemas -dijo Fletcher-. En primer lugar se puede decir que es un concepto teórico. Que yo sepa nunca se empleó en una verdadera situación de trabajo bajo el mar.
– Sí, pero seguramente se la habrá sometido a pruebas.
– Desde luego. Y, en todas ellas inició incendios dentro del habitáculo.
Hubo otra pausa, mientras los presentes reflexionaban acerca de lo que acababan de escuchar. Finalmente, Norman preguntó:
– ¿Incendios peligrosos?
– Mostraban tendencia a quemar la cubierta aislante, el acolchado de la pared.
– ¡Los incendios eliminan el aislamiento!
– En pocos minutos moriríamos por la pérdida del calor.
– ¿Cuál es el peligro de un incendio? El fuego necesita oxígeno que quemar, y aquí abajo sólo tenemos un dos por ciento de oxígeno -observó Beth.
– Eso es cierto, doctora Halpern -reconoció Fletcher-, pero el porcentaje real de oxígeno varía. El habitáculo está construido para enviar impulsos con una frecuencia tan elevada como del sesenta por ciento, durante períodos breves, a razón de cuatro veces por hora. Todo está controlado de forma automática y no se puede contrarrestar. Y si el porcentaje de oxígeno es elevado los incendios se propagan con una rapidez tres veces mayor que en la superficie del mar. Enseguida quedan fuera de control.
Norman recorrió el cilindro con la mirada y descubrió tres extintores de incendios colgados en las paredes. Ahora que lo pensaba, había extintores por todo el habitáculo, pero nunca les prestó atención.
– Y aunque lográramos dominar los incendios, son una maldición para los sistemas -dijo Fletcher-, ya que los purificadores de aire no están hechos para absorber los productos resultantes del monóxido ni el hollín.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Utilizarlos solamente como último recurso -contestó Fletcher-. Ésa es mi recomendación.
Los miembros del grupo se miraron entre sí y asintieron con la cabeza.
– Muy bien -concluyó Norman-. Como último recurso nada más.
– Esperemos que no tenga lugar otro ataque.
«Otro ataque…» Se produjo un largo silencio cuando los circunstantes tomaron en cuenta esa posibilidad. Y, en ese instante, las pantallas de plasma gaseoso de la consola de Tina se activaron de repente y un suave ping continuado llenó la cabina.
– Tenemos un contacto en los térmicos de la periferia -dijo Tina con voz impersonal.
– ¿Dónde? -preguntó Alice Fletcher.
– Norte. Acercándose.
Y en el monitor, todos vieron las palabras:
VOY PARA ALLÁ.
Apagaron todas las luces, tanto las interiores como las exteriores. Norman atisbo por la portilla, esforzando la vista para ver en la oscuridad. Hacía mucho que se sabía que, a esa profundidad, la oscuridad no era absoluta; las aguas del Pacífico, en particular, eran tan claras que, incluso a trescientos metros, algo de luz llegaba al fondo, aunque muy tenue. Jane Edmunds la había comparado con la luz de las estrellas, pero Norman sabía que, en la superficie, se podía ver con la luz estelar.
El psicólogo ahuecó las manos y se las puso a ambos lados de la cara para bloquear la luz procedente de las consolas de Tina. Aguardó a que sus ojos se adaptaran. Detrás de él, Alice Fletcher estaba trabajando con los monitores. En la habitación se oía el siseo de los hidrófonos.
La situación se repetía…
Ted, de pie junto al monitor, decía:
– Jerry, ¿me puedes oír? Jerry, ¿estás escuchando?
Pero no obtenía respuesta.
Beth apareció cuando Norman escrutaba el exterior a través de la portilla.
– ¿Ves algo?
– Todavía no.
Detrás de ellos, Tina dijo:
– Setenta metros y acercándose… Cincuenta y cinco metros. ¿Quieres el sonar?
– Sin sonar -decidió Fletcher-. Nada que nos vuelva interesantes para él.
– ¿No deberíamos, entonces, apagar todo nuestro equipo electrónico?
– Sí. Apágalo.
Las luces de la consola se apagaron. Ahora tan sólo las luces rojas de los calefactores de ambiente brillaban sobre los ocupantes del habitáculo. Todos estaban sentados en la oscuridad, mirando con fijeza hacia el exterior. Norman trató de recordar cuánto tiempo se necesitaba para la adaptación de la visión en la oscuridad, y recordó que serían unos tres minutos.
Empezó a ver formas: el contorno de la parrilla sobre el fondo del mar y, muy difusa, la elevada aleta de la nave espacial que se erguía de pronto sobre el lecho oceánico.
Y en ese instante vio algo más.
Un fulgor verde a lo lejos. En el horizonte.
– Es como un amanecer verde -comentó Beth.
La intensidad del fulgor aumentó y divisaron un objeto amorfo y de color verde, con rayas laterales. «Es exactamente como lo vimos antes. Idéntico», pensó Norman. Todavía no le era posible distinguir los detalles.
– ¿Es un calamar? -preguntó.
– Sí -contestó Beth.
– No puedo verlo…
– Lo estás viendo de frente: el cuerpo se halla delante de nosotros, y los tentáculos, hacia atrás, ocultos en parte por la masa corporal. Ésa es la causa de que no lo distingas.
El calamar se volvía cada vez más grande: era indudable que iba derecho a ellos.
Ted abandonó la portilla y volvió a las consolas.
– Jerry, ¿estás escuchando? ¡¿Jerry?!
– El equipo electrónico está desconectado, doctor Fielding -dijo Fletcher.
– ¡Pues hagamos el intento, tratemos de hablar con él, por el amor de Dios!
– Creo que ya estamos más allá de la etapa de conversaciones, señor.
El calamar era de color verde intenso y poseía una tenue luminosidad.
Ahora Norman podía ver una marcada cresta vertical en el cuerpo. Los móviles tentáculos y brazos se distinguían con claridad. El contorno se hizo más grande. El calamar se desplazaba en sentido lateral.
– Está pasando alrededor de la parrilla.
– Sí -dijo Beth-. Son animales inteligentes: tienen la facultad de aprender de la experiencia. Es probable que no le haya gustado cuando antes golpeó la parrilla, y lo recuerda.
El calamar pasó la aleta de la nave espacial, y los ocupantes del habitáculo pudieron estimar su tamaño. «Es tan grande como una casa», pensó Norman. El monstruo se deslizaba con suavidad por el agua, y se dirigía hacia ellos. A pesar de que el corazón le latía con violencia, Norman tuvo la sensación de temor reverente.
– ¿Jerry? ¡Jerry!
– Ahórrate el esfuerzo, Ted.
– Veintisiete metros -informó Tina-. Sigue acercándose.
A medida que el calamar se aproximaba, Norman pudo contar los brazos, y también vio dos largos tentáculos, que eran líneas refulgentes que se extendían mucho más allá del cuerpo. Los brazos y tentáculos parecían moverse en el agua con laxitud, en tanto que el cuerpo efectuaba rítmicas contracciones musculares. El calamar se autopropulsaba con agua y para nadar no empleaba los brazos.
– Dieciocho metros.
– Dios mío, qué grande es -exclamó Harry.
– ¿Sabes? -dijo Beth-. Somos los primeros seres humanos de la Historia que pueden ver un calamar gigante nadando con entera libertad. Éste debería ser un gran momento.
El gorgoteo y el torrente del agua se oía a través de los hidrófonos, a medida que el calamar se acercaba cada vez más.
– Nueve metros.
Durante un instante el enorme animal giró y quedó de costado, lo que permitió que vieran su perfil: el enorme cuerpo refulgente de nueve metros de largo, el inmenso ojo que no pestañeaba, el círculo de brazos que ondulaban como serpientes malignas y los dos largos tentáculos, cada uno rematado por una sección aplanada y con forma de hoja.
El calamar siguió girando hasta que sus brazos y tentáculos se extendieron en dirección al habitáculo, y entonces todos tuvieron una rápida visión de la boca, el pico masticador de filosos bordes, embutido en una masa muscular verde refulgente.
– ¡Oh, Dios…!
El calamar se desplazó hacia adelante. Entre el fulgor que penetraba por las portillas, los ocupantes del habitáculo podían verse los unos a los otros.
«Está empezando, y esta vez no podremos sobrevivir», pensó Norman.
Hubo un ruido sordo, cuando un tentáculo golpeó el habitáculo.
– ¡Jerry! -aulló Ted; su voz sonó atiplada, deformada por la tensión.
El calamar se detuvo. El cuerpo se desplazó de forma lateral y pudieron ver el enorme ojo que los escrutaba.
– ¡Jerry, escúchame!
El calamar pareció vacilar.
– ¡Me escucha! -gritó Ted. Tomó una linterna que había en una repisa, la encendió y dirigió el haz de luz hacia la portilla; la apagó, y luego volvió a encenderla y apagarla.
El gran cuerpo verde del calamar refulgió; después se oscureció un instante, para después volver a refulgir.
– Está escuchando -dijo Beth.
– Por supuesto que está escuchando: es inteligente.
Ted encendió y apagó la linterna dos veces, en rápida sucesión.
El calamar respondió encendiéndose y apagándose, también dos veces.
– ¿Cómo puede hacer eso? -preguntó Norman.
– Es una especie de célula epidérmica llamada «cromatóforo» -explicó Beth-. El animal puede abrir y cerrar esas células a voluntad e interceptar la luz [ [25]].
Ted encendió y apagó la linterna tres veces.
El calamar hizo lo propio otras tantas veces, con su fulgor verde.
– Puede hacerlo con rapidez -comentó Norman.
– Sí, es rápido.
– Es inteligente -dijo Ted-. Se lo repito: es inteligente y quiere hablar.
Ted hizo un guiño luminoso largo, otro corto y otro corto. El calamar repitió la pauta.
– Ése es mi muchacho -dijo Ted-. Tan sólo continúa hablándome, Jerry.
Ted produjo un patrón luminoso más complejo y el calamar respondió, pero después se desplazó hacia la izquierda.
– Tengo que hacer que siga hablando -dijo Ted.
A medida que el calamar se desplazaba, también lo hacía Ted, quien saltaba de una portilla a otra, encendiendo y apagando su linterna. El gran cefalópodo todavía encendía y apagaba su refulgente cuerpo, a modo de respuesta, pero Norman sentía que ahora tenía otro propósito.
Todos siguieron a Ted, desde el Cilindro D al C. Ted hacía guiños con su linterna. El calamar respondía, pero proseguía desplazándose hacia adelante.
– ¿Qué está haciendo?
– Puede ser que nos esté guiando…
– ¿Porqué?
Fueron al Cilindro B, donde estaba situado el equipo para mantenimiento de la vida, pero no había portillas en ese cilindro. Ted avanzó al A, la esclusa de aire, pero también éste carecía de portillas. Saltó hacia abajo y abrió la escotilla que había en el suelo. Se vieron las oscuras aguas del exterior.
– Con cuidado, Ted.
– Les digo que es inteligente. -El agua que tenía a sus pies brillaba con fulgor verde tenue-. Aquí viene.
Ted encendió y apagó su linterna en el agua. La masa verde respondió con un parpadeo.
– Sigue hablando -dijo Ted-. Y mientras esté hablando…
Con pasmosa celeridad, el tentáculo irrumpió por la escotilla a través de la superficie que separaba el agua del interior del habitáculo, y describió un gran arco alrededor de la esclusa de aire. Norman tuvo la fugaz imagen de un tallo refulgente, grueso como el cuerpo de un hombre, y de una gran hoja fosforescente de casi dos metros de largo, que oscilaban a ciegas frente al propio Norman. Cuando el psicólogo se agachó para protegerse, vio cómo el tentáculo golpeaba a Beth y la lanzaba de lado. Tina estaba gritando, presa del terror. Intensas emanaciones de amoníaco hacían arder los ojos de Norman, hacia quien se agitó ahora el tentáculo. Alzó las manos para protegerse y, al hacerlo, tocó una carne viscosa y fría. El brazo gigantesco le hizo girar y lo lanzó con violencia contra las paredes metálicas de la esclusa. El animal tenía una fuerza increíble.
– ¡Salgan! ¡Todo el mundo fuera, aléjense del metal! -gritaba Alice Fletcher.
Ted pugnaba por subir y alejarse de la escotilla y del brazo que se le enroscaba como una serpiente; casi había alcanzado la puerta, cuando la hoja osciló hacia atrás y lo envolvió, cubriéndole la mayor parte del cuerpo. Ted, con los ojos desorbitados por el horror, lanzó un alarido gutural y empujó la hoja con las manos.
Norman corrió hacia él, pero Harry lo sujetó.
– ¡Déjalo! ¡Nada puedes hacer!
A través de la esclusa, el calamar blandía a Ted por el aire, para un lado y para otro, haciendo que golpeara contra las paredes. La cabeza de Ted colgaba laxa; de la frente le manaba sangre, que caía sobre el tentáculo refulgente. Sin embargo, el calamar seguía agitando el inerte cuerpo de Ted para atrás y para adelante. Con cada golpe, el cilindro resonaba como un gong.
– ¡Fuera! -gritaba Fletcher-. ¡Todo el mundo fuera!
Beth pasó presurosa frente a Norman y Harry, el cual tiró de Norman en el preciso momento en que el segundo tentáculo irrumpía corno una explosión a través de la superficie del agua para coger a Ted como una tenaza.
– ¡Fuera del metal! ¡Maldición, fuera del metal! -gritaba Fletcher.
Todos subieron al Cilindro B, y Fletcher alzó el interruptor de la Caja Verde. Desde los generadores se oyó un ronroneo y cuando dos millones de voltios sacudieron el habitáculo, el fulgor rojo de las hileras de calefactores se amortiguó.
La reacción fue instantánea: al ser golpeado por esa fuerza enorme, el suelo del habitáculo se estremeció, y a Norman le pareció oír un chillido, si bien pudo haber sido el crujido del metal al romperse. Los tentáculos retrocedieron con rapidez y volvieron a sumergirse a través de la esclusa. Los supervivientes tuvieron una última y fugaz visión del cuerpo de Ted cuando era arrastrado hacia las negras aguas. Con un brusco movimiento, Fletcher bajó la palanca de la Caja Verde. Pero las alarmas ya habían empezado a sonar y los tableros de advertencia se habían encendido.
– ¡Fuego! -gritó Fletcher-. ¡Fuego en el Cilindro E!
Alice Fletcher les dio máscaras antigás; a Norman se le resbalaba por la frente y le obstaculizaba la visión. Cuando lograron llegar al Cilindro D, el humo era denso, y todos tosían, tropezaban y se golpeaban contra las consolas.
– Manténganse cerca del suelo -ordenó Tina, dejándose caer sobre las rodillas. Ella abría el camino; Alice se había quedado atrás, en el B.
Delante de ellos, un brillo color rojo furioso delineaba la puerta que, a través del mamparo, conducía al E. Tina cogió un extintor y pasó por la puerta; Norman iba pisándole los talones. Al principio, el psicólogo creyó que todo el cilindro estaba ardiendo, pues feroces llamas lamían el acolchado lateral y densas nubes de humo se elevaban hacia el techo. El calor casi se podía palpar. Tina empezó a rociar espuma blanca, describiendo un círculo con el cilindro del extintor. Norman vio otro y lo agarró; pero el metal estaba tan caliente que tuvo que dejarlo caer al suelo.
– ¡Fuego en D! -dijo Alice Fletcher a través del intercomunicador-. ¡Fuego en D!
«¡Jesús!», pensó Norman, que a pesar de la máscara tosía por efecto del humo acre. Cogió del suelo el extintor y empezó a rociar; de inmediato, el cilindro metálico se enfrió. Tina le gritó algo, pero Norman nada oía, salvo el rugido de las llamas. Tina y él estaban controlando el incendio, pero seguía habiendo un gran foco de fuego cerca de una de las portillas. Norman se volvió y roció el suelo que ardía bajo sus pies.
No estaba preparado para la explosión; el mazazo de la concusión hizo que le dolieran los oídos. Se volvió y descubrió que una manguera se había soltado en la habitación; en ese momento se dio cuenta de que una de las pequeñas portillas había volado, o se había quemado, y que el agua estaba irrumpiendo con fuerza incontrolable.
No divisaba a Tina; después vio que había sido derribada; la mujer consiguió ponerse en pie y le quitó algo a Norman, pero resbaló y volvió a caer en el torrente de agua, que la levantó y la despidió con tanta fuerza contra la pared opuesta, que Norman supo de inmediato que Tina tenía que haber muerto. Cuando bajó la vista la vio flotando boca abajo en el agua, que rápidamente estaba llenando la habitación. La parte posterior de la cabeza de Tina estaba abierta a lo largo, y Norman vio la masa blanquecina de su cerebro.
El psicólogo se volvió y corrió. Cuando cerró violentamente la pesada puerta y giró el volante de la cerradura para trabarla, el agua ya estaba rebasando el reborde del mamparo.
No podía ver absolutamente nada en el D, pues el humo era más denso que antes. Había algunos focos de llamas rojas que parecían mortecinas a través del humo. Oyó el siseo de los extintores. ¿Dónde estaba su propio extintor? Tuvo que haberlo dejado en el E. Como un ciego, avanzó palpando las paredes en busca de otro extintor; el humo le hacía toser, y a pesar de la máscara los ojos y los pulmones le ardían.
Y entonces, con un tremendo gemido del metal, recomenzó el golpeteo del calamar, que se encontraba fuera; el habitáculo era sacudido por los tirones del animal. Norman oyó que Alice Fletcher decía algo por el intercomunicador, pero la voz de la mujer salía con interferencias y no era clara. El golpeteo continuaba, al igual que el horrible retorcimiento del metal, y Norman pensó: «Vamos a morir. Esta vez, vamos a morir.»
No pudo hallar un extintor, pero sus manos tocaron un objeto metálico que había en la pared, y lo palpó en la oscuridad de la humareda; el objeto sobresalía y Norman se estaba preguntando qué sería, cuando dos millones de voltios recorrieron sus brazos y le llegaron al cuerpo. Dio un solo grito y cayó hacia atrás.
Con una perspectiva extraña, angulosa, Norman miraba fijamente una hilera de luces. Al sentarse sintió un dolor agudo, miró en derredor y vio que estaba en el suelo del Cilindro D. En el aire flotaba una tenue neblina de humo; las paredes acolchadas estaban ennegrecidas y en varios lugares aparecían carbonizadas.
«Aquí tiene que haberse producido un incendio», pensó, al contemplar, atónito, los daños. ¿Cuándo había ocurrido? ¿Dónde estaba él en ese momento?
Se incorporó muy despacio, apoyándose en una rodilla, y logró ponerse de pie. Se volvió hacia el Cilindro E pero, por algún motivo, la puerta del mamparo que separaba ese cilindro estaba cerrada. Trató de girar el volante para descorrer el cerrojo, pero se atascaba.
No vio a nadie. ¿Dónde estaban los demás? Entonces recordó algo relativo a Ted: había muerto… El calamar sacudía su cuerpo en la esclusa… Y, en ese momento, Alice Fletcher dijo que retrocedieran y subió al interruptor de corriente…
Empezaba a volverle a la memoria lo ocurrido: el incendio. Había estallado un incendio en el Cilindro E. El había ido allí, junto con Tina, para dominar el fuego. Recordó haber llegado al lugar y ver que las llamas lamían las paredes… Después de eso, no estaba seguro de nada más…
¿Dónde estaban los demás?
Durante un horrible instante pensó que era el único superviviente, pero en ese momento oyó que alguien tosía en el Cilindro C. Avanzó hacia el sonido. No vio a nadie, por lo que fue al B.
Alice Fletcher no se encontraba en él; solamente había una gran franja de sangre sobre las tuberías metálicas, y un zapato de la mujer sobre la alfombra. Eso era todo.
Otra vez la tos, que salía de entre las tuberías.
– ¿Fletcher?
– Un minuto, por favor.
De atrás de los tubos surgió Beth, toda manchada de grasa.
– ¡Qué bien! Estás en pie. Tengo funcionando la mayoría de los sistemas, creo. Gracias a Dios la Armada tenía instrucciones impresas en las cubiertas de los equipos. De todos modos el humo se está disipando y las lecturas de calidad del aire son buenas, no óptimas, pero buenas, y todas las cosas de importancia vital parecen hallarse intactas. Tenemos aire y agua, calor y electricidad. Estoy tratando de descubrir cuánto nos queda de electricidad y de aire.
– ¿Dónde está Fletcher?
– No la puedo hallar por ninguna parte.
Beth señaló el zapato que había en el suelo, y el largo manchón de sangre.
– ¿Y Tina?
Le alarmó la perspectiva de haber quedado atrapado allí abajo, sin que hubiere personal alguno de la Armada.
– Tina estaba contigo -dijo Beth, frunciendo el entrecejo.
– Parece que no lo recuerdo -respondió Norman.
– Probablemente recibiste una tremenda sacudida de corriente eléctrica y eso te habrá producido amnesia retrospectiva. No recuerdas los minutos previos al shock. Tampoco yo pude encontrar a Tina pero, según los sensores de estado, el Cilindro E se halla anegado y clausurado. Tú estabas con ella en el E. No sé por qué se inundó.
– ¿Y Harry?
– También él recibió una sacudida creo. Tuvisteis suerte de que la intensidad de corriente no fuese alta, pues de lo contrario ambos estaríais muertos. Sea como sea, está tendido en el suelo del C, dormido o inconsciente. Quizá desees echarle un vistazo; yo no quise correr el riesgo de moverlo, así que me limité a dejarlo ahí.
– ¿Despertó? ¿Te habló?
– No, pero parece que respira bien. Tiene buen color y eso. De todos modos creí que sería mejor poner en funcionamiento los sistemas para mantenimiento de la vida. -Se limpió la grasa que tenía en la mejilla-. Lo que quiero decir es que ahora tan sólo quedamos nosotros tres, Norman.
– ¿Harry, tú y yo?
– Así es: Harry, tú y yo.
Harry estaba pacíficamente dormido en el suelo, entre las literas. Norman se inclinó sobre él, le levantó un párpado y encendió una linterna ante el ojo de Harry: la pupila se contrajo.
– Esto no puede ser el cielo -dijo Harry.
– ¿Por qué no? -preguntó Norman.
Dirigió el haz de luz sobre la otra pupila, que también se contrajo.
– Porque tú estás aquí, y en el cielo no permiten la entrada a los psicólogos.
Esbozó una sonrisa débil.
– ¿Puedes mover los dedos de los pies? ¿Las manos?
– Puedo mover todo el cuerpo. Vine andando hasta aquí arriba, Norman, desde la parte inferior del C. Estoy bien.
Norman se relajó.
– Me alegra ver que te encuentras en buen estado, Harry.
Y lo decía en serio: le había aterrado el pensamiento de que Harry estuviese herido. Desde el comienzo de la expedición, todos habían dependido del matemático. En ocasiones críticas, él había logrado hacer el descubrimiento sensacional, había brindado el conocimiento que se necesitaba. Y aun ahora, a Norman lo reconfortaba pensar que, si Beth no lograba resolver el funcionamiento de los sistemas para mantenimiento de la vida, Harry sí podría hacerlo.
– Sí, estoy bien -ratificó Harry; volvió a cerrar los ojos y suspiró-. ¿Quiénes hemos quedado?
– Beth, tú y yo.
– ¡Jesús!
– ¿Quieres incorporarte?
– Sí. Me acostaré en la litera. Estoy cansado, Norman. Podría dormir un año entero.
Norman le ayudó a ponerse de pie. Harry se dejó caer en la litera más próxima.
– ¿Te parece bien si duermo un rato?
– Por supuesto.
– Me beneficiará mucho. Estoy cansadísimo, Norman. Podría dormir durante un año seguido.
– Sí, ya lo has dicho…
Se interrumpió. Harry estaba roncando. Norman extendió la mano para quitar algo arrugado que había sobre la almohada, al lado de la cabeza de Harry.
Era la libreta de Ted Fielding.
De repente, Norman se sintió abrumado. Se sentó en su litera, con la libreta en las manos. Por fin, miró un par de páginas, llenas con los garabatos grandes y entusiastas de Ted. De la libreta cayó una fotografía. Le dio la vuelta y vio que era la foto de un Corvette rojo. Un sentimiento de dolor lo dominó; aunque no sabía si estaba llorando por Ted o por sí mismo. Lo que sí le resultaba claro era que uno tras otro todos estaban muriendo allí abajo. Norman se hallaba muy triste y también muy asustado.
Beth estaba ante la consola de comunicaciones del Cilindro D y había encendido todos los monitores.
– Hicieron un trabajo muy bueno en este sitio -dijo-. Todo está marcado, todo tiene instrucciones; hay archivos de ordenador que contienen guías de ayuda. Hasta un idiota lo podría comprender. Yo sólo veo un problema.
– ¿Cuál?
– La cocina estaba en el Cilindro E, y ese cilindro está inundado: no tenemos comida, Norman.
– ¿Nada en absoluto?
– Eso creo.
– ¿Agua?
– Sí, en abundancia; pero nada de comida.
– Bueno, nos podemos arreglar sin comida. ¿Cuánto tiempo tendremos que pasar aquí abajo?
– Me parece que dos días más.
– Podremos lograrlo -dijo Norman, al tiempo que pensaba: «Dos días, Jesús. Dos días más en este sitio.»
– Eso suponiendo que la tormenta amaine en la fecha prevista -agregó Beth-. Estuve tratando de entender cómo se lanza un globo de superficie a fin de saber qué tal andan las cosas ahí arriba. Para mandar un globo, Tina solía teclear un código especial.
– Podremos lograrlo -volvió a decir Norman.
– Ah, claro. Y si las cosas se ponen muy difíciles nos queda la posibilidad de conseguir comida de la nave espacial. Allí abunda mucho.
– ¿Crees que podemos arriesgarnos a salir?
– Tendremos que hacerlo -dijo Beth, echando un rápido vistazo a las pantallas- en algún momento de las tres próximas horas.
– ¿Porqué?
– Por el minisubmarino. Tiene un temporizador automático que lo hará ascender a la superficie, a menos que alguien vaya para allá y oprima el botón.
– ¡Al diablo con el submarino! -exclamó Norman-. Dejemos que se vaya.
– Vamos, no seas tan despreocupado. Ese submarino puede admitir tres personas.
– ¿Quieres decir que los tres nos podríamos largar de aquí en el submarino?
– Sí. Eso es lo que quiero decir.
– ¡Cristo! -exclamó Norman-. Vayamos ahora mismo.
– Hay dos problemas en relación con eso -dijo Beth señalando las pantallas-. Estuve revisando las características técnicas. Primero: el submarino es inestable en la superficie, así que si allí hay olas grandes nos tendrá rebotando de un lado a otro, lo que sería peor que cualquier cosa que hayamos padecido aquí abajo. Y lo segundo es que, al llegar a la superficie, tenemos que conectarnos con una cámara de descompresión. No olvides que todavía nos esperan noventa y seis horas de descompresión.
– ¿Y si no pasáramos por esa etapa de descompresión? -preguntó Norman, mientras pensaba: «Simplemente vayamos a la superficie en el submarino, abramos de una vez la escotilla, y veamos las nubes y el cielo y respiremos un poco del aire normal de la Tierra.»
– Tenemos que nacerlo -dijo Beth-. Tu torrente sanguíneo está saturado de solución de helio gaseoso. En este preciso instante te hallas bajo presión, por lo que no hay ningún problema. Pero si liberamos súbitamente esa presión, el efecto es el mismo que cuando destapas una botella de gaseosa: el helio produce una especie de explosión y se escapa de tu sistema en forma de burbujas. Morirías de modo instantáneo.
– Ah -dijo Norman.
– Noventa y seis horas -insistió Beth-. Ese es el tiempo que se necesita para eliminar el helio que hay en el organismo.
– Ah.
Norman fue a la portilla y miró hacia el DH-7; el minisubmarino estaba a casi noventa metros de distancia.
– ¿Crees que regresará el calamar?
Beth se encogió de hombros y dijo:
– Pregúntaselo a Jerry.
Norman pensó: «Ya no habla más del asunto ese de Geraldine… ¿O será que Beth prefiere pensar que esta malévola identidad es masculina?»
– ¿En qué monitor está?
– En éste.
Beth lo encendió y la pantalla se iluminó.
– Jerry, ¿estás ahí? -dijo Norman.
No hubo respuesta.
Escribió en el teclado:
JERRY, ¿ESTÁS AHÍ?
No se produjo ninguna reacción.
– Te diré algo sobre Jerry -declaró Beth-. En realidad, no puede leer la mente. Cuando le estuvimos hablando antes le envié un pensamiento y no respondió.
– Yo también lo hice -confesó Norman-. Le envié mensajes y también imágenes. En ninguno de los dos casos respondió.
– Si hablamos, él contesta; pero si solamente pensamos, no lo hace -dijo Beth-. De modo que no es tan poderoso. En realidad se comporta como si nos oyera.
– Es cierto -reconoció Norman-. Aunque ahora no parece que nos esté oyendo.
– No. Yo también lo intenté antes.
– Me pregunto por qué no contesta.
– Dijiste que era emocional, así que a lo mejor está enfurruñado.
Norman no lo creía: los reyes niños no se enfurruñan. Son vengativos y caprichosos, pero no se enfurruñan.
– A propósito -sugirió Beth-, quizá te interese mirar estas hojas. -Le tendió una pila de hojas impresas por el ordenador-. Son el registro de todas las interacciones que tuvimos con Jerry.
– Nos pueden dar una pista. -Norman recorrió las hojas sin verdadero entusiasmo. De repente, se sintió cansado.
– De todos modos te mantendrá la mente ocupada.
– Eso es cierto.
– Personalmente -dijo Beth-, me gustaría regresar a la nave.
– ¿Para qué?
– No estoy convencida de que hayamos encontrado todo lo que hay allí.
– El trayecto hasta la nave es largo.
– Lo sé. Pero si el calamar nos deja libres un rato, lo podría intentar.
– ¿Nada más que para mantener tu mente ocupada?
– Lo puedes interpretar así. -Beth echó un vistazo a su reloj-. Norman, me voy a dormir un par de horas. Después echaremos en suerte quién va al submarino.
– De acuerdo.
– Pareces deprimido, Norman.
– Lo estoy.
– Yo también -dijo Beth-. Este lugar da la sensación de ser una tumba… y a mí me enterraron prematuramente.
Beth subió la escalerilla que llevaba a su laboratorio, pero no se fue a dormir porque, al cabo de unos instantes, Norman oyó la voz de Tina grabada en la videocinta, que decía:
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Beth respondía:
– Quizá. No lo sé.
– Esto me asusta.
Se oyó el chirrido del rebobinado, y, después de una breve pausa, otra vez:
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
– Quizá. No lo sé.
– Esto me asusta.
Para Beth, esa grabación se estaba convirtiendo en una obsesión.
Norman fijó la vista en las hojas impresas que tenía sobre las piernas; después, miró la pantalla.
– Jerry, ¿estás ahí?
Jerry no contestó.
Beth le estaba sacudiendo el hombro con suavidad. Norman abrió los ojos.
– Es el momento -dijo ella.
– Muy bien -respondió Norman, y bostezó. ¡Dios, qué cansado estaba!-. ¿Cuánto tiempo queda?
– Media hora.
Beth encendió el sistema sensor desde la consola de comunicaciones y ajustó las calibraciones.
– ¿Sabes cómo operar todas estas cosas? -preguntó el psicólogo-. ¿Los sensores?
– Bastante bien. Lo estuve aprendiendo.
– Entonces yo debo ir al submarino.
Sabía que Beth no estaría de acuerdo, que insistiría en llevar a cabo ella esa fase de actividad, pero Norman quiso hacer el esfuerzo.
– Muy bien -respondió Beth-. Tú vas. Eso es razonable.
Norman ocultó su sorpresa y dijo:
– Yo también opino así.
– Alguien tiene que vigilar el sistema sensor -dijo Beth-. Y te puedo advertir si se acerca el calamar.
– Así es -dijo Norman, y pensó «demonios, habla en serio»-. No creo que esto sea para Harry.
– No, Harry no es muy apto para la actividad física. Y todavía está dormido. Será mejor que lo dejemos dormir.
– Muy bien -dijo Norman.
– Necesitarás ayuda con el traje.
– Ah, es cierto, mi traje. El ventilador de mi traje está roto.
– Fletcher te lo arregló.
– Sinceramente, espero que lo haya hecho bien.
– Quizá deba ir yo, no tú -dijo Beth.
– No, no. Vigila las consolas. Yo iré. De todos modos sólo son unos noventa metros. No puede ser tan difícil llegar.
– Todo está libre ahora -dijo la zoóloga, mientras dirigía una rápida mirada a los monitores.
– Perfecto.
El casco se acomodó en su sitio con un chasquido, y Beth le dio un golpecito en la luneta, al tiempo que le lanzaba una mirada interrogadora para saber si todo estaba bien.
Él asintió con la cabeza y Beth abrió la escotilla del suelo. Norman se despidió moviendo la mano y saltó hacia las aguas negras y heladas. Una vez sobre el lecho marino, permaneció un instante debajo de la escotilla y esperó, para estar seguro de que podía oír su ventilador de flujo circulatorio. Después comenzó a alejarse de la parte inferior del habitáculo, en el cual sólo había unas pocas luces y, desde los cilindros con fugas, Norman pudo ver muchas líneas delgadas de burbujas que subían hacia la superficie.
– ¿Cómo estás? -preguntó Beth por el intercomunicador.
– Bien. ¿Sabes que el lugar está perdiendo aire?
– La apariencia es peor que la realidad -repuso Beth-. Créeme.
Norman llegó al borde del habitáculo y miró los noventa metros de lecho oceánico abierto que lo separaban del DH-7.
– ¿Qué aspecto tiene todo? ¿Sigue estando despejado?
– Sigue despejado -informó Beth.
Norman se puso en marcha. Caminaba lo más rápido que podía, pero sentía como si los pies se estuvieran moviendo en cámara lenta. Pronto se quedó sin aliento, y maldijo en voz alta.
– ¿Qué pasa?
– No puedo ir deprisa.
Norman seguía mirando hacia el norte, esperando ver en cualquier momento el fulgor verde del calamar que se aproximaba. Pero el horizonte permanecía oscuro.
– Lo estás haciendo muy bien, Norman. Sigue estando despejado.
Se hallaba ya a unos cincuenta metros del habitáculo: había hecho la mitad del camino. Podía ver el DH-7, mucho más pequeño que su propio habitáculo, pues constaba de un único cilindro de doce metros de alto, con muy pocas portillas.
A lo largo del cilindro estaban la cúpula invertida y el minisub-marino.
– Ya estás llegando -le animó Beth-. Buen trabajo.
Norman empezó a sentir vahídos, de modo que redujo su velocidad de avance. Ahora, sobre la superficie gris del cilindro, podía ver marcas y leyendas de la Marina; las había de toda clase, escritas con letras mayúsculas.
– Sigue sin haber moros en la costa -dijo Beth-. Te felicito. Parece que lo has logrado.
Norman se metió debajo del cilindro DH-7, alzó la vista hacia la escotilla y vio que estaba cerrada. Giró el volante para descorrer la cerradura, abrió la esclusa y empujó la escotilla. No podía ver mucho del interior, porque la mayoría de las luces estaban apagadas, pero quería echar un vistazo adentro pues podría haber algo, alguna arma, que se pudiera utilizar.
– Primero el submarino -le aconsejó Beth-. Solamente te quedan diez minutos para apretar el botón.
– De acuerdo.
Norman avanzó hacia el submarino. Detrás de las dos hélices vio el nombre: Deepstar HI. Era amarillo, como aquel en el que había descendido, pero la configuración era algo diferente. Norman halló agarraderas en el costado, y se asió a ellas para impulsarse al interior del bolsón de aire encerrado dentro de la cúpula. En la parte superior del submarino había una gran cabina de material acrílico, conformada como una burbuja, para el timonel. Norman encontró la escotilla por detrás de esa burbuja; la abrió y luego se dejó caer en el interior.
– Ya estoy en el submarino.
No hubo respuesta de Beth; era probable que ella no lo pudiera oír, rodeado como estaba por tan gran cantidad de metal. Norman recorrió el interior con la mirada, y pensó: «Estoy mojando el submarino», pero ¿qué tendría que haber hecho? ¿Secarse los zapatos antes de entrar? Sonrió ante ese pensamiento. Halló las cintas sujetas en un compartimiento de popa. Había mucho lugar para más cintas, y bastante espacio para tres personas. Pero Beth tenía razón respecto a lo de viajar a la superficie: el interior del submarino estaba atestado de instrumentos y bordes cortantes, de modo que no sería nada agradable verse sacudido dentro de este vehículo.
¿Dónde estaría el botón de «Retardo»? Norman miró el oscuro panel de instrumentos y vio una sola luz roja, que parpadeaba sobre un botón en el que se leía: «retén de temporizador.» Apretó ese botón.
La luz roja dejó de parpadear y permaneció encendida. La pantalla de un pequeño monitor se encendió; su luz era color ámbar.
PUESTA A CERO DEL TEMPORIZADOR – CONTANDO 12:00:00
En tanto Norman observaba, los números empezaron a correr hacia atrás. Seguramente lo había logrado. La pantalla del monitor se apagó.
Mientras seguía mirando los instrumentos, le surgió una duda: en una emergencia, ¿podría operar este submarino? Se deslizó en el asiento del timonel y contempló los desconcertantes cuadrantes e interruptores. No parecía haber ningún aparato de comando, ni timón ni palanca de control. ¿De qué manera se guiaba ese maldito submarino?
La pantalla del monitor se encendió:
¿Necesita ayuda?
Sí No Cancelar
«Sí -pensó Norman-, necesito ayuda.» Buscó alrededor para ver si había un botón «Sí» cerca de la pantalla, pero no había botón alguno que Norman pudiera ver. Finalmente, se le ocurrió tocar la pantalla y apretó el «Sí».
OPCIONES DE LISTA DE COMPROBACIÓN – DEEPSTAR III (11,5)
Descenso Ascenso
Comunicación secreta Cierre de transmisión
Monitor Cancelación
Norman apretó «ascenso» y en la pantalla apareció un pequeño diagrama del panel de instrumentos. Una sección especial de ese diagrama se encendía y se apagaba. Debajo de la imagen aparecían las palabras:
LISTA DE COMPROBACIÓN PARA ASCENSO – DEEPSTAR III
1. Poner compresores de lastre en: conectado Pasar a etapa siguiente Cancelar
«Así que éste es su modo de funcionar», pensó Norman. Una lista de comprobación detallada paso por paso, almacenada en el ordenador del submarino: todo lo que había que hacer era seguir las instrucciones. Y Norman las podía seguir. Una leve onda de corriente marina hizo que la pequeña nave se moviera y oscilara en torno de su amarra.
Norman tocó «cancelar»; la pantalla quedó en blanco, y luego apareció, en letras titilantes:
Puesta a cero del temporizador – Contando 11:53:04
El contador seguía corriendo hacia atrás. Norman pensó: «¿Realmente estuve aquí siete minutos?» Otra ola submarina, y el submarino volvió a oscilar. Era hora de irse.
Norman avanzó hacia la escotilla, trepó al interior de la cúpula y cerró la escotilla. Se descolgó por el costado del submarino, hasta tocar el fondo del mar. En cuanto salió de debajo del metal obstructor, su radio comenzó a chirriar:
– ¿… ahí? Norman, ¿estás ahí? ¡Responde, por favor!
Era Harry, en la radio.
– Estoy aquí -respondió.
– Norman, por el amor de Dios…
En ese instante, Norman vio el fulgor verdoso y comprendió por qué el submarino se había agitado y balanceado en torno de sus amarras. El calamar estaba apenas a nueve metros, y sus brillantes tentáculos se retorcían como serpientes en dirección a Norman, removiendo el sedimento a medida que se desplazaban por el lecho oceánico.
– Norman, ¿podrías…?
No había tiempo para pensar: Norman dio tres pasos, saltó y se impulsó a través de la escotilla abierta, hasta conseguir meterse en el DH-7.
Cerró de golpe la escotilla, pero el tentáculo plano, en forma de pala, ya estaba introduciéndose. Norman lo pilló con la escotilla, pero el tentáculo no retrocedió.
Era increíblemente fuerte y musculoso; se retorcía sobre sí mismo mientras Norman lo observaba. Las ventosas parecían pequeñas bocas fruncidas que se abrían y cerraban. El psicólogo saltó con fuerza sobre la escotilla, tratando de obligar al tentáculo a retroceder, pero con un rápido impulso muscular, aquél hizo que la escotilla se abriera de forma violenta y lanzara a Norman hacia atrás. La gran mano en forma de hoja logró penetrar en el habitáculo, y Norman percibió el intenso olor a amoníaco.
Trepó hacia lo alto del cilindro. Hubo un chapoteo y, a través de la escotilla, irrumpió el segundo tentáculo. Ahora ambos oscilaban en círculos por debajo de Norman, investigando. El hombre llegó a una portilla, miró hacia afuera y vio el enorme cuerpo del animal, el gigantesco ojo redondo de mirada fija. El psicólogo trepó a gatas, para llegar a lo más alto y alejarse de los tentáculos. La mayor parte del cilindro parecía estar destinada a depósito, pues se hallaba atestado de equipos, cajas y tanques. Muchas de las cajas eran de color rojo intenso, con letreros que advertían: «precaución: no fumar explosivos electrónicos TEVAC.» Mientras subía a trompicones pensaba que allí había una tremenda cantidad de explosivos.
Los tentáculos ascendieron aún más, detrás de él. En alguna parte, en algún sitio frío y lógico de su cerebro, calculó: «El cilindro solamente tiene doce metros de altura, y los tentáculos, como mínimo, doce metros de longitud: no tendré lugar para ocultarme.»
Tropezó y se golpeó una rodilla, pero siguió adelante. Oía el palmoteo de los tentáculos, cuando golpeaban las paredes, en su oscilación ascendente en pos de Norman.
«Un arma -pensó-, tengo que hallar un arma.»
Llegó a la pequeña cocina: una mesa metálica, algunas ollas y sartenes. Tiró apresuradamente de los cajones para abrirlos, en busca de un cuchillo, pero sólo encontró una pequeña cuchilla, que arrojó a un lado con fastidio. Oyó que los tentáculos se acercaban; un instante después, un fuerte golpe lo derribó, y su casco chocó contra el suelo. Apoyándose en brazos y piernas, logró ponerse en pie y esquivar el tentáculo.
Siguió subiendo por el cilindro y llegó a una sección de comunicaciones: equipo de radio, ordenador, un par de monitores. Las serpientes tentaculares estaban detrás de él, retorciéndose como enredaderas de pesadilla. Los ojos le ardían debido a las emanaciones de amoníaco.
Llegó a las literas, que estaban en un estrecho lugar, cerca del extremo superior del cilindro. «No hay sitio donde esconderse -pensó-. No tengo armas, ni refugio alguno.»
Las enormes palas alcanzaron la parte más alta del cilindro y azotaron la superficie superior; después oscilaron hacia los lados. «De un momento a otro me tendrán.» Cogió el colchón de una litera y lo sostuvo en alto, a modo de endeble protección. Los tentáculos avanzaban hacia él, en un vaivén errático. Norman esquivó el primero.
Y entonces, con un ruido sordo, el segundo tentáculo se enroscó a su cuerpo, y aquella masa fría y viscosa lo apretó junto con el colchón. Norman sintió un repugnante y lento abrazo y las docenas de ventosas que se apretaban sobre su cuerpo y le desgarraban la piel. El horror hizo que lanzara un gemido. El segundo tentáculo retrocedió, se agitó como un látigo y luego lo agarró también. Norman quedó atrapado, como si estuviese entre un par de mordazas mecánicas.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó.
Los tentáculos oscilaron para alejarse de la pared, y levantaron su presa muy alto por el aire, en el centro del cilindro. «Es el final», pensó. Pero, en ese instante, sintió que su cuerpo resbalaba hacia abajo, junto con el colchón. Se agarró a los tentáculos para tener un punto de apoyo, y siguió deslizándose hacia abajo, a lo largo de las gigantescas enredaderas hediondas, hasta chocar con la cubierta, cerca de la cocina. Al golpear el suelo, la cabeza produjo un fuerte ruido. Norman rodó sobre la espalda.
Vio que los tentáculos, allá arriba, estrujaban y retorcían el colchón. ¿El calamar se había dado cuenta de lo ocurrido, de que su presa se había zafado?
Miró a su alrededor con desesperación: ¡Un arma, un arma! Era un habitáculo militar: tenía que haber un arma en alguna parte.
Los tentáculos destrozaron el colchón. Fragmentos de relleno blanco se desparramaron por el cilindro. Los tentáculos soltaron el colchón, cuyos pedazos también cayeron. Después, los tentáculos empezaron a balancearse otra vez por el habitáculo.
Buscando.
«Lo sabe -pensó Norman-, sabe que me escapé y que todavía estoy por aquí, en alguna parte. Trata de cazarme.»
Pero ¿cómo lo supo?
Norman se agachó detrás de la cocina, cuando una de las palas se acercó y destrozó ollas y sartenes, barriéndolo todo a su paso, palpando el lugar para descubrir su presa humana. Norman se agachó y encontró una maceta con una planta grande. El tentáculo seguía hurgando, moviéndose sin descanso por el suelo y golpeando las cacerolas. Norman empujó la planta hacia adelante y el tentáculo la agarró, la arrancó de la maceta con suma facilidad y la arrojó con gran violencia por el aire.
Esa distracción permitió a Norman arrastrarse a gatas hacia adelante.
«Un arma -pensaba Norman-. Un arma.»
Miró hacia abajo, hacia donde había caído el colchón, y vio alineadas en la pared, cerca de la escotilla del fondo, una serie de barras verticales plateadas: ¡disparadores neumáticos de lanzas! No entendía cómo no los había visto cuando corría hacia lo alto. Las lanzas se hallaban rematadas por un bulbo parecido a una granada de mano. ¿Serían puntas explosivas? Empezó a descender por la escalerilla.
También los tentáculos se estaban deslizando hacia abajo, siguiendo a su presa. ¿Cómo sabía el calamar dónde estaba él? Y en ese momento, cuando pasó frente a una portilla, vio afuera el ojo, y pensó: «¡Puede verme! ¡Por el amor de Dios! Debo mantenerme alejado de las portillas.»
No pensaba con claridad. ¡Todo ocurría con tanta rapidez! Pasó reptando frente a las cajas con explosivos que había en el pañol, al tiempo que pensaba: «Será mejor que no yerre ahora.» Luego, se lanzó y aterrizó, con un sonoro ruido metálico, sobre la cubierta en la que estaba la esclusa de aire.
Los tentáculos descendían a lo largo del cilindro, retorciéndose sobre sí mismos, en pos de su presa. Norman tiró de uno de los disparadores neumáticos, pero estaba unido a la pared mediante una banda de goma. Dio un tirón del disparador, en un intento por arrancarlo.
Los tentáculos continuaban acercándose.
Norman hizo que la goma diera de sí; pero el arma no se soltaba. ¿Qué ocurría con esas agarraderas de presión?
Los tentáculos se aproximaban. Descendían con rapidez.
Entonces, Norman se dio cuenta de que las agarraderas tenían cierres de seguridad, y de que había que tirar del arma en sentido lateral, no hacia fuera. Así lo hizo y, súbitamente, la goma se abrió. El disparador neumático estaba en sus manos. Se dio vuelta y el tentáculo lo derribó de un golpe; giró con rapidez sobre la espalda y vio la gran palma plana, llena de ventosas, que iba derecha hacia él. Le envolvió el casco. Todo se volvió negro y Norman disparó.
Experimentó un tremendo dolor en el pecho y en el abdomen. Durante un instante tuvo la horrorosa idea de que se había disparado a sí mismo. Después jadeó y se dio cuenta de que sólo era efecto de la contusión. El pecho le ardía, pero el calamar lo había soltado.
Seguía sin poder ver. Se arrancó la palma que le cubría el rostro, la cual cayó pesadamente sobre la cubierta, retorciéndose como una serpiente; la había seccionado del tentáculo del calamar. Las paredes estaban salpicadas de sangre. Uno de los tentáculos aún se movía, el otro era un muñón sangriento y desgarrado; ambos retrocedieron por la escotilla y se deslizaron al agua.
Norman corrió hacia la portilla el calamar se alejaba con rapidez y el fulgor verde iba esfumándose. ¡Lo había logrado: había derrotado al calamar!
Lo consiguió.
– ¿Cuántos trajiste? -preguntó Harry, girando el disparador.
– Cinco -dijo Norman-. No pude cargar con mas.
– ¿Pero funcionó?
Estaba examinando la bulbosa punta explosiva.
– Sí, funcionó: le volé todo el tentáculo.
– Vi que el calamar se alejaba y me imaginé que le tenías que haber hecho algo.
– ¿Dónde está Beth?
– No sé. Falta su traje. Es posible que haya ido a la nave.
– ¿Que haya ido a la nave?
Norman frunció el entrecejo.
– Lo único que sé es que, cuando desperté, se había marchado. Descubrí que estabas en el habitáculo y después vi el calamar. Traté de comunicarme contigo por radio, pero supongo que el metal bloqueó la transmisión.
– ¿Beth se fue?
Norman estaba empezando a enfadarse, ya que se había acordado que Beth permaneciera en la consola de comunicaciones, vigilando los sensores, mientras él estuviese afuera. ¿Era posible que se hubiese ido a la nave?
– Falta su traje -repitió Harry.
– ¡Hija de puta! -exclamó Norman.
De repente, se puso furiosísimo. Dio patadas a la consola.
– Cuidado con eso -le advirtió Harry.
– ¡Maldición!
– Tómalo con calma. Vamos, tranquilízate, Norman.
– ¿Qué demonios piensa esa mujer que está haciendo?
– Por favor, siéntate, Norman. -Harry lo condujo a una silla-. Todos estamos cansados.
– ¡Estás en lo malditamente cierto, al decir que estamos cansados!
– Calma, Norman, calma… Recuerda tu presión arterial.
– ¡Mi presión arterial está bien!
– No; no creo que ahora esté bien -opinó Harry-. Estás morado.
– ¿Cómo pudo dejarme salir y marcharse luego como si tal cosa?
– Peor aún: ella también salió.
– Pero no se cuidó de vigilarme.
En ese preciso instante se dio cuenta de por qué estaba tan enfadado: porque tenía miedo. Allí abajo sólo quedaban tres de ellos, y se necesitaban entre sí, dependían unos de otros. Pero Beth no era de fiar, y eso hacía que él sintiera miedo. Y que estuviera furioso.
– ¿Me podéis oír? -La voz de Beth se oyó por el intercomunicador-. ¿Alguien me oye?
Norman cogió el micrófono, pero Harry se lo arrebató: -Yo lo haré -dijo-. Si, Beth, te oímos.
– Estoy en la nave -dijo Beth. Su voz sonaba mal a causa de la estática-. He descubierto otro compartimiento a popa, detrás de las literas de la tripulación. Es bastante interesante.
«Bastante interesante-pensó Norman-. ¡Jesús! Bastante interesante.» Le arrancó el micrófono a Harry y dijo:
– ¡Beth! ¿Qué demonios estás haciendo ahí?
– Ah, hola, Norman. Volviste bien, ¿eh?
– A duras penas.
– ¿Tuviste problemas?
Por la voz, Beth parecía indiferente.
– Sí, los tuve.
– ¿Estás bien? Pareces enfadado.
– Ya lo creo. Estoy furioso. Beth, ¿por qué saliste cuando yo estaba fuera?
– Harry dijo que tomaría mi lugar.
– ¿Que Harry dijo…? -Miró a Harry, el cual hacía gestos negativos con la cabeza.
– Se ofreció para hacerse cargo de la consola en mi lugar. Me dio el visto bueno para ir a la nave. Como el calamar no estaba en las cercanías, parecía un buen momento para salir.
Norman tapó el micrófono con la mano:
– No recuerdo eso -dijo Harry.
– ¿Hablaste con ella?
– No tengo ni idea de haber hablado con ella.
– Pregúntaselo, Norman, y él te lo confirmará -continuó Beth.
– Dice que nunca dijo eso.
– Pues entonces está borracho -sentenció Beth-. ¿Crees que iba a abandonarte cuando estabas fuera? ¡Dios santo! -Hubo una pausa-. Jamás haría eso, Norman.
– Lo juro -dijo Harry a Norman-. En ningún momento conversé con Beth. No hablé con ella, en absoluto. Te expliqué que, cuando desperté, se había ido. No se hallaba nadie aquí. Y afirmaría que Beth siempre tuvo la intención de visitar la nave.
Norman recordó con cuánta prontitud Beth estuvo de acuerdo en permitir que fuera él al submarino, hasta el punto de haber quedado sorprendido. «Tal vez Harry tenga razón -pensó-. Quizá Beth lo había estado planeando todo el tiempo.»
– ¿Sabes lo que creo? -dijo Harry-. Que se está volviendo loca.
A través del intercomunicador, Beth preguntó:
– ¿Ya habéis aclarado la confusión?
– Sí, Beth -respondió Norman.
– Me alegro -manifestó Beth-, porque aquí, en la nave espacial, he hecho un descubrimiento.
– ¿De qué se trata?
– Encontré a la tripulación.
– Habéis venido los dos -dijo Beth.
Estaba sentada frente a una consola en la confortable cubierta de vuelo, color canela, de la nave espacial.
– Sí -dijo Norman.
Beth presentaba buen aspecto. Casi podría decirse que mejor que nunca. Más fuerte, más fresca. «A decir verdad, está muy hermosa», pensó Norman.
– Harry creyó que el calamar no volvería -dijo.
– ¿El calamar estuvo por aquí?
Norman le resumió lo ocurrido, el ataque de que había sido objeto.
– ¡Jesús! Lo siento, Norman. Nunca habría salido, de haber tenido la menor sospecha de lo que iba a pasar.
Norman pensó que Beth no daba la impresión de hallarse a punto de perder la razón. Parecía coherente y sincera.
– De todos modos, lo herí, y Harry pensó que ese gigantesco animal no regresaría.
– Y logramos ponernos de acuerdo acerca de quién debería quedarse en la retaguardia, por lo que decidimos salir los dos.
– Bueno, venid por aquí -les indicó Beth.
Los guió hacia popa, a través de la cabina de la tripulación; pasaron las veinte literas de los tripulantes y el gran comedor. Norman se detuvo en el comedor, y lo mismo hizo Harry.
– Tengo hambre -confesó Harry.
– Comed algo -dijo Beth-. Yo ya lo he hecho. Hay una especie de barras de fruta seca, o algo por el estilo, bastante sabrosas.
La zoóloga abrió un armario del comedor, sacó barras envueltas en papel metálico y entregó una a cada uno de los científicos. Norman arrancó el papel y vio una cosa que parecía chocolate. La notó seca.
– ¿Hay algo para beber?
– Por supuesto. -Beth abrió la puerta de una nevera-. ¿Queréis coca-cola dietética?
– Estás bromeando…
– El dibujo de la lata es diferente, y me temo que esté tibia, pero no hay duda de que es coca-cola dietética.
– Voy a comprar acciones en esa compañía -dijo Harry-, ahora que sabemos que va a seguir existiendo dentro de cincuenta años. -Leyó el rótulo: «Bebida oficial de la Expedición Viajero a las Estrellas.»
– Sí, es una promoción publicitaria.
Harry giró la lata y vio que el otro lado estaba impreso en japonés.
– ¿Qué querrá decir esto?
– Quiere decir que no debes comprar esas acciones, a pesar de todo -repuso Beth.
Norman bebió la coca-cola con una vaga sensación de inquietud: el comedor parecía sutilmente modificado desde la última vez que él lo había visto. No estaba seguro; en aquel momento sólo le había dedicado una breve mirada, pero, por lo común, tenía buena memoria para la disposición de los elementos de una habitación. Su esposa siempre bromeaba al respecto, diciéndole que no se perdería en ninguna cocina.
– No recuerdo que hubiera una nevera en el comedor.
– En realidad, tampoco yo me percaté -coincidió Beth.
– A decir verdad -continuó Norman-, toda esta sala me parece diferente. La veo más grande y…, no sé…, distinta.
– Se debe a que tienes hambre -comentó Harry sonriendo.
– Puede ser -admitió Norman.
Era posible que Harry tuviera razón. En la década de los sesenta se habían llevado a cabo varios estudios sobre la percepción visual, los cuales demostraron que la interpretación variaba en función de la predisposición de los sujetos sometidos a las pruebas. Por ejemplo: cuando se les mostró una serie de diapositivas borrosas, los que estaban hambrientos vieron comida en todas ellas.
Pero esta habitación sí presentaba un aspecto diferente, de verdad. Norman no recordaba, por ejemplo, que la puerta que llevaba al comedor estuviera a la izquierda, como ahora. La recordaba situada en el centro de la pared que separaba el comedor de la cabina de las literas.
– Por aquí -dijo Beth, guiándolos aún más hacia popa-. En realidad lo que me intrigó fue la nevera. Una cosa es almacenar gran cantidad de alimentos en una nave de prueba a la que se envía a través de un agujero negro, y otra molestarse en abastecer un frigorífico. ¿Para qué? Eso me hizo pensar que, después de todo, podría haber una tripulación.
Entraron en un corto túnel de paredes de vidrio. Sobre los tres científicos brillaban luces color púrpura intenso.
– Ultravioleta -dijo Beth-. No sé para qué es.
– ¿Desinfección?
– Quiza.
– Tal vez tenga como objeto mantener el tostado solar en la piel -sugirió Harry-. Vitamina D.
Después llegaron a una sala grande que no tenía parangón con cosa alguna que Norman hubiese visto antes: el suelo refulgía en color púrpura; toda la habitación estaba bañada por una luz ultravioleta que venía desde abajo. Montada en las cuatro paredes había una serie de anchos tubos de vidrio; dentro de cada uno se hallaba un estrecho colchón plateado. Todos los tubos parecían desocupados.
– Por aquí -indicó Beth.
Escudriñaron a través de uno de los tubos: otrora, la desnuda mujer había sido hermosa, eso aún se notaba. Su piel era color moreno oscuro y se veía surcada por profundas arrugas; el cuerpo estaba marchito.
– ¿Momificada? -preguntó Harry.
Beth asintió con un gesto de cabeza.
– Es la mejor suposición que se me ocurre. No abrí el tubo porque tuve en cuenta el riesgo de infección.
– ¿Qué era esta sala? -preguntó Harry, mirando en derredor.
– Tiene que ser algún tipo de cámara de hibernación, pues cada tubo está conectado, en forma independiente, con un sistema mantenedor de vida, fuente de alimentación eléctrica, purificadores de aire, calefactores y demás, situados en la sala de al lado.
Harry contó los tubos.
– Hay veinte tubos.
– Y veinte literas -agregó Norman.
– Entonces, ¿dónde están todos los demás?
– No lo sé -dijo Beth.
– ¿Esta mujer es la única que queda?
– Así parece. No encontré a nadie más.
– Me pregunto cómo murieron -dijo Harry.
– ¿Fuiste adonde está la esfera? -le preguntó Norman a Beth.
– No. ¿Por qué?
– Nada más que por curiosidad.
– ¿Te planteas si la tripulación murió después de que recogieran la esfera?
– Sí.
– No creo que la esfera sea agresiva ni peligrosa en ningún sentido -declaró Beth-. Es posible que la tripulación haya muerto por causas naturales durante el transcurso del viaje. Esta mujer, por ejemplo, está tan bien conservada, que no se puede menos que pensar en la radiación. Quizá recibió una dosis grande de radiación. En torno de un agujero negro hay niveles tremendos de radiación.
– ¿Imaginas que la tripulación murió al pasar a través del agujero negro y que, a posteriori, la nave espacial, bajo control automático, recogió la esfera?
– Es posible.
– Es bastante atractiva -comentó Harry, observando a través del vidrio-. ¡Vaya, vaya! Los periodistas se volverían locos con esto, ¿no? Erótica mujer del futuro hallada desnuda y momificada. Vean reportaje filmado en nuestra edición de las veintitrés.
– Es alta -dijo Norman-. Debe de medir más de un metro ochenta.
– Una amazona -corroboró Harry-. Con las tetas grandes.
– Ya es suficiente -pidió Beth.
– ¿Qué pasa? ¿Te ofendes en nombre de ella? -preguntó Harry.
– No creo que haya necesidad de hacer ese tipo de comentarios.
– En realidad, Beth -agregó Harry-, se parece un poco a ti. Beth frunció el entrecejo.
– Lo digo en serio. ¿La has mirado bien?
– No seas ridículo.
Norman la contempló a través del cristal, protegiendo su mano del reflejo de los tubos púrpura de luz ultravioleta, situados en el suelo. En verdad, la mujer momificada se parecía a Beth; era más joven, más alta y más fuerte, pero, de todos modos, se parecía a ella.
– Harry tiene razón.
– Quizá eres tú, procedente del futuro -sugirió Harry.
– No. Es evidente que esa mujer es veinteañera.
– Quizá sea tu nieta.
– Nada probable -dijo Beth.
– Nunca se sabe -replicó Harry-. ¿Jennifer se parece a ti?
– En realidad, no. Pero está en esa edad desmañada… Desde luego, no se parece a esa mujer… Y yo tampoco.
A Norman le impresionó la convicción con que Beth negó cualquier semejanza o relación con la mujer momificada.
– Beth -dijo-, ¿qué supones que ocurrió aquí? ¿Por qué es esta mujer la única que queda?
– Creo que era importante para la expedición -repuso ella-. Tal vez la capitana o la subcapitana. Los demás eran hombres, en su mayoría, e hicieron algo necio, no sé qué, algo contra lo que ella los previno y, como resultado, todos ellos murieron. Esta mujer fue la única que quedó viva en esta nave espacial. Y la pilotó de regreso a la base. Pero algo le fue mal, algo que no pudo evitar, y murió.
– ¿Qué le fue mal?
– No sé. Algo.
«Fascinante», pensó Norman. En verdad, nunca antes lo había considerado así, pero aquella sala, y en realidad toda esta nave espacial, era un enorme Rorschach. O, con más precisión, un TAT (Thematic Apperception Test), un test psicológico, de percepción temática, consistente en una serie de imágenes ambiguas. Se pide a los sujetos digan lo que, según ellos, muestran esas imágenes. Dado que las láminas no ofrecen un argumento claro, son los sujetos quienes elaboraban ese argumento… y los argumentos dicen mucho más sobre quienes los narran que sobre las imágenes.
Ahora Beth les estaba narrando su fantasía sobre esta sala: que una mujer había estado a cargo de la expedición, que los hombres no le habían hecho caso y que habían muerto, y que sólo la mujer había quedado viva.
Eso no decía mucho sobre la nave espacial, pero sí decía muchísimo sobre Beth.
– Lo tengo -exclamó Harry-. Lo que quieres decir es que fue ella quien cometió el error y pilotó la nave de vuelta, pero demasiado lejos en el pasado. Una típica mujer al volante.
– ¿Tienes que burlarte de todo?
– ¿Y tú tienes que tomarlo todo con tanta seriedad?
– Esto es serio -objetó Beth.
– Te narraré un cuento diferente -dijo Harry-. Esta mujer cometió un grave error. Tenía que hacer algo, y se olvidó de hacerlo o lo hizo mal. La pusieron en hibernación. Como resultado de su error, el resto de la tripulación murió y la mujer jamás despertó de la hibernación, nunca se dio cuenta de lo que había hecho, porque no era consciente de lo que estaba pasando.
– Estoy segura de que prefieres esa historia -dijo Beth-. Es acorde con el típico desprecio que siente hacia las mujeres el varón negro.
– Tranquilidad -recomendó Norman.
– Te sientes agraviado por el poder femenino.
– ¿Qué poder? ¿A levantar pesas le llamas «poder»? Eso no es más que fuerza… y proviene de una sensación de debilidad, no de poder.
– Eres una comadreja esmirriada -murmuró Beth.
– ¿Qué vas a hacer, pegarme? ¿Es ésa tu idea del poder?
– Sé lo que es el poder -dijo Beth, mirándolo con ferocidad.
– Calma, calma -rogó el psicólogo-. No sigamos con esto.
– ¿Qué opinas, Norman? ¿También tú tienes un relato sobre el tema? -le preguntó Harry.
– No. No lo tengo.
– Oh, vamos -dijo Harry-. Apuesto a que sí lo tienes.
– No -repitió Norman-. Y no voy a mediar entre vosotros dos. Tenemos que estar todos juntos en esto; tenemos que trabajar en equipo mientras permanezcamos aquí abajo.
– Es Harry quien se propone desunirnos -acusó Beth-. Desde el comienzo de este viaje trató de crear problemas con todo el mundo, con sus comentarios maliciosos.
– ¿Qué comentarios maliciosos?
– Sabes muy bien a qué me refiero.
Norman se dispuso a salir de la sala.
– ¿Adonde vas?
– El público os abandona.
– ¿Porqué?
– Porque sois bastante aburridos.
– ¿Ah, sí? -replicó Beth-. ¿De modo que el Señor Psicólogo Indiferente decide que somos aburridos?
– Así es -admitió Norman, mientras seguía andando por el túnel de vidrio, sin mirar atrás.
– ¿Quién crees que eres? ¿Te parece que puedes juzgar a los demás? -le gritó Beth.
Norman continuó su camino.
– ¡Te estoy hablando a ti! ¡No te atrevas a irte cuando te estoy hablando!
Norman entró otra vez en el comedor, y empezó a abrir cajones buscando barras de fruta seca. Otra vez tenía hambre, y la búsqueda hizo que dejara de pensar en sus compañeros. Debía admitir que estaba alterado por el modo en que se desarrollaban las cosas. Encontró una barra, rompió el papel metálico y se la comió.
Estaba alterado, pero no sorprendido, pues ya hacía mucho que, en estudios que realizó sobre mecánica de grupo, había comprobado la veracidad del antiguo dicho: «Tres son una multitud.» En una situación de extrema tensión, los grupos de tres personas eran siempre inestables. A menos que cada uno de los integrantes tuviese responsabilidades claramente definidas, el grupo mostraba tendencia a producir lealtades fluctuantes, de dos contra uno. Eso era lo que estaba sucediendo ahora.
Terminó la barra y se apresuró a comer otra. ¿Cuánto tiempo tendrían que estar allí abajo? Por lo menos treinta y seis horas más. Norman buscó un sitio en el que llevar algunas barras de fruta seca, pero su mono de poliéster carecía de bolsillos.
Beth y Harry entraron en el comedor, muy mortificados.
– ¿Queréis una barra de fruta seca? -pregunto.
– Queremos disculparnos -manifestó Beth.
– ¿Porqué?
– Por comportarnos como niños -respondió Harry.
– Estoy turbada -explicó Beth-. Me siento muy mal por haber perdido los estribos de esa manera. Me he conducido como una idiota.
Beth había dejado caer la cabeza y miraba fijamente el suelo.
«Es interesante la manera en que cambia -pensó Norman-, y pasa de una agresiva confianza en sí misma, a lo diametralmente opuesto, la humildad de la culpa. Nada intermedio.»
– No le demos más importancia de la debida -contestó Norman-. Todos estamos cansados.
– Me siento muy mal -insistió Beth-. De verdad. Tengo la sensación de haberos fallado a los dos. No debería estar aquí, en primer lugar. No merezco hallarme en este grupo.
– Beth, toma una de estas barras y deja de sentir pena por ti misma -le sugirió Norman.
– Sí -convino Harry-. Creo que te prefiero cuando te encuentras enfadada.
– Estoy asqueada de estas barras de fruta seca -dijo Beth-. Antes de que llegarais me comí once.
– Pues haz la docena completa -propuso Norman-, y regresaremos al habitáculo.
Mientras caminaban por el lecho oceánico, estaban tensos y no dejaban de vigilar para ver si se acercaba el calamar. Pero a Norman lo reconfortaba el hecho de estar armados. Y había algo más: sentía una especie de confianza interior, que le surgía de su reciente enfrentamiento con el calamar.
– Sostienes ese lanzador neumático como si supieras qué hacer con él -comentó Beth.
– Sí. Así lo creo.
Toda su vida, Norman había sido un académico, un investigador universitario, y nunca había pensado en sí mismo como un hombre de acción. Por lo menos no se sabía capaz de una acción que fuese más allá de un ocasional partido de golf. Ahora, al sostener el lanzador neumático listo para disparar, descubría que la sensación le agradaba.
Mientras caminaba se percató de la profusión de gorgonias que había en el tramo que iba de la nave espacial al habitáculo, hasta el punto de que los tres científicos se veían obligados a caminar dando rodeos. Algunos de esos celentéreos alcanzaban una altura de un metro veinte a un metro cincuenta. A la luz de las linternas presentaban brillantes colores púrpura y azul. Norman estaba completamente seguro de que las gorgonias no estaban allí abajo cuando llegaron por primera vez al lugar.
Ahora no sólo había coloridas gorgonias, sino también cardúmenes de peces grandes, la mayoría de color negro con una banda rojiza a lo largo del lomo. Beth dijo que la presencia de ese tipo de peces era normal en aquella región del Pacífico.
«Todo está cambiando -pensó Norman-, todo está cambiando alrededor de nosotros.» Pero no estaba seguro de eso. A decir verdad, allí abajo Norman no confiaba en su memoria: existían demasiadas cosas que le alteraban las percepciones: la atmósfera de alta presión, las lesiones que había sufrido, así como la tensión y el miedo persistentes con los que vivía.
Algo pálido atrajo su mirada, y al dirigir la linterna hacia el lecho del mar, vio una línea blanca que se retorcía sobre sí misma, provista de una larga cola, delgada y con bandas negras. En el primer momento Norman pensó que era una anguila, pero enseguida descubrió la diminuta cabeza y también la boca.
– Quietos -ordenó Beth, poniendo la mano sobre el brazo de Norman.
– ¿Qué es?
– Una serpiente marina.
– ¿Son peligrosas?
– Por lo común, no.
– ¿Venenosas? -preguntó Harry.
– Muy venenosas.
La serpiente se mantuvo cerca del fondo, como si buscase comida. No prestó atención a los científicos, y a Norman le resultó muy agradable observarla, en especial cuando se alejaba de ellos.
– Me da escalofríos -confesó Beth.
– ¿Sabes de qué clase es? -preguntó Norman.
– Puede ser una de Belcher. Todas las serpientes marinas del Pacífico son venenosas, pero la de Belcher lo es más que ninguna. De hecho, algunos investigadores creen que es el reptil más letal del mundo, ya que su veneno es cien veces más poderoso que el de la cobra real o el de la serpiente tigre negra.
– De modo que si te pica…
– Dos minutos, como máximo.
Observaron que la serpiente se alejaba escurriéndose entre las gorgonias. Después, desapareció.
– Por lo general, las serpientes marinas no son agresivas -explicó Beth-. Algunos buzos hasta las tocan, juegan con ellas; pero yo nunca lo haría. ¡Dios, víboras!
– ¿Por qué son tan venenosas? ¿Para inmovilizar a la presa?
– ¿Sabes? Es muy interesante -repuso Beth-. Los seres más tóxicos del mundo son, todos, habitantes del mar. En comparación, el veneno de los animales terrícolas no es nada, y aun entre éstos, el veneno más letal proviene de un anfibio, un sapo, el Bufotene marfensis. En el mar hay peces venenosos, como el pez erizo, que es un bocado exquisito en el Japón; hay moluscos venenosos, como el cono estrellado, el Alaverdis lotensis. En una ocasión, yo estaba en un barco, en Guam, y una mujer sacó del agua un cono estrellado. Las valvas son muy bellas, pero la mujer no sabía que hay que mantener los dedos lejos del borde. El animal hizo sobresalir su espina ponzoñosa y picó a la mujer en la palma; ella dio tres pasos, antes de caer presa de las convulsiones, y murió al cabo de una hora. También hay plantas venenosas, esponjas venenosas, corales venenosos. Y además, las serpientes. Hasta las más débiles de las marinas son letales.
– ¡Qué agradable! -exclamó Harry.
– Bueno, pero tienes que reconocer que el mar es un ambiente en el que hay vida desde mucho antes que en la Tierra. En los océanos la vida tiene tres mil millones y medio de años, mucho más que en la tierra firme. Los métodos de competencia y defensa han alcanzado, por ello, un desarrollo superior.
– ¿Quieres decir que, dentro de algunos miles de millones de años, también en tierra firme existirán animales así de ponzoñosos?
– Si llegamos tan lejos en el tiempo…
– Limitémonos a regresar -sugirió Harry.
Ahora el habitáculo estaba muy cerca: podían ver las columnas de burbujas que surgían de las fisuras.
– Está perdiendo como un miserable -dijo Harry.
– Creo que tenemos aire suficiente.
– Voy a comprobarlo.
– Como quieras -aceptó Beth-, pero yo hice un trabajo concienzudo.
Norman pensó que estaba a punto de iniciarse una nueva discusión, pero Beth y Harry abandonaron la cuestión. Los tres supervivientes llegaron hasta la escotilla y, a través de ella, treparon al DH-8.
– ¿Jerry?
Norman concentró la mirada en la pantalla de la consola. Permanecía en blanco, salvo por un cursor que parpadeaba.
– Jerry… ¿Estás ahí?
La pantalla siguió en blanco.
– Me pregunto por qué no sabemos nada de ti, Jerry -dijo Norman.
La pantalla seguía sin animarse.
– ¿Estás aplicando un poco de psicología? -inquirió Beth, que estaba revisando los controles de los sensores exteriores y repasando los gráficos-. Yo creo que con quien deberías usar tu psicología es con Harry.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es que no me parece muy bien que Harry ande toqueteando nuestros sistemas para mantenimiento de la vida. No creo que sea una persona estable.
– ¿Estable?
– Eso es un truco de psicólogo, ¿no? Repetir la última frase de una oración. Es un modo de hacer que la otra persona siga hablando.
– ¿Hablando? -dijo Norman, sonriéndole.
– Muy bien. A lo mejor estoy un poco estresada. Pero te digo en serio que antes de que yo saliera hacia la nave, Harry entró en esta habitación y dijo que ocuparía mi lugar en la consola. Le expliqué que estabas en el submarino, pero que no había ningún calamar a la vista, y que yo quería ir a la nave. Me contestó que estaba bien y que él se haría cargo. Así que salí. Y ahora no recuerda nada de eso. ¿No te parece bastante extraño?
– ¿Extraño? -dijo Norman.
– Basta ya. Habla con seriedad.
– ¿Seriedad?
– ¿Estás tratando de evitar esta conversación? Ya me di cuenta de cómo te escurres de aquello de lo que no deseas hablar. A todo el mundo lo mantienes dentro de un carril; diriges la conversación para alejarla de los tópicos peliagudos. Pero creo que deberías prestar atención a lo que estoy diciendo, Norman. Hay algún problema con Harry.
– Estoy escuchándote muy atento, Beth.
– ¿Y qué?
– Yo no estaba presente cuando ocurrió ese episodio; así que, en realidad, no sé lo que pasó. Por lo que ahora veo, Harry tiene la apariencia de siempre: arrogante, desdeñoso y muy inteligente, inteligentísimo.
– ¿Así que no crees que esté medio chiflado?
– No más que nosotros.
– ¡Jesús! ¿Qué tengo que hacer para convencerte? Sostuve una larga conversación con ese hombre, y ahora él lo niega. ¿Crees que eso es normal? ¿Crees que podemos confiar en una persona así?
– Beth, yo no estaba presente.
– ¿Quieres decir que la loca podría ser yo?
– Yo no estaba presente.
– ¿Piensas que puedo ser yo la que se está volviendo chiflada, y que digo que hubo una conversación cuando, en realidad, no la hubo?
– Beth…
– Te lo digo, Norman: hay un problema con Harry y tú no lo quieres aceptar.
Oyeron pasos que se aproximaban.
– Voy a mi laboratorio -dijo Beth-. Tú piensa en lo que acabo de decir.
Estaba subiendo la escalerilla, cuando Harry entró.
– ¿Sabes que Beth hizo un excelente trabajo con los sistemas de mantenimiento de la vida? Todo parece estar muy bien. Con las velocidades actuales de consumo tenemos aire para cincuenta y dos horas más. Eso debe de ser más que suficiente… ¿Estás hablando con Jerry?
– ¿Qué?
Harry señaló la pantalla.
HOLA, NORMAN.
– No sé cuándo regresó. Hasta hace un momento no conversaba.
– Pues lo está haciendo ahora.
HOLA, HARRY.
– ¿Cómo van tus cosas, Jerry? -preguntó el matemático.
EXCELENTE, GRACIAS. ¿CÓMO ESTÁS? TENGO TANTOS DESEOS DE HABLAR CON TUS ENTIDADES. ¿DÓNDE ESTÁ LA ENTIDAD DE CONTROL HARALD C. BARNES?
– ¿No lo sabes?
NO SIENTO AHORA LA PRESENCIA DE ESA ENTIDAD.
– Él, bueno…, se fue.
COMPRENDO. NO ERA AMISTOSO. NO DISFRUTABA LA CHARLA CONMIGO.
«¿Qué nos está diciendo? ¿Jerry se deshizo de Barnes porque pensaba que no era amigable?», pensó Norman.
– Jerry -dijo Norman-, ¿qué le ocurrió a la entidad de control?
NO ERA AMISTOSO. NO ME GUSTABA.
– Sí, pero ¿qué le ocurrió?
AHORA LA ENTIDAD NO ES.
– ¿Y las demás entidades?
Y LAS DEMÁS ENTIDADES NO DISFRUTABAN CHARLANDO CONMIGO.
– ¿Crees que está diciendo que se deshizo de ellos? -preguntó Harry.
NO ESTOY CONTENTO DE HABLAR CON ESAS ENTIDADES.
– ¿Así que eliminó a todo el personal de la Armada? -comentó Harry.
Norman estaba pensando que eso no era del todo correcto, porque también había eliminado a Ted, y éste estaba tratando de comunicarse con él y con el calamar. ¿Estaba el calamar relacionado con Jerry? ¿Cómo podría preguntárselo?
– Jerry…
SÍ, NORMAN. ESTOY AQUÍ.
– Conversemos.
BIEN. ESO ME GUSTA MUCHO.
– Háblanos sobre el calamar, Jerry.
LA ENTIDAD CALAMAR ES UNA MANIFESTACIÓN.
– ¿De dónde vino?
¿TE GUSTA? PUEDO MANIFESTARLO MÁS PARA TI.
– No, no. No hagas eso -se apresuró a decir Norman.
¿NO OS GUSTA?
– Sí, sí. Nos gusta, Jerry.
¿ES ESO CIERTO?
– Sí, es cierto. Nos gusta. En serio que nos gusta.
BIEN. ME COMPLACE QUE OS GUSTE. ES UNA ENTIDAD MUY IMPRESIONANTE. DE GRAN TAMAÑO.
– Sí, lo es -dijo Norman, secándose nerviosamente el sudor de la frente.
«Jesús -pensó-, esto es como hablarle a un niño que tiene en la mano un arma cargada.»
ME ES DIFÍCIL MANIFESTAR ESTA ENTIDAD GRANDE. ME COMPLACE QUE OS AGRADE.
– Es muy impresionante -reconoció Norman-; pero no necesitas repetir esa entidad para nosotros.
¿DESEAS UNA NUEVA ENTIDAD MANISFESTADA PARA TI?
– No, Jerry. Ahora no deseo nada, gracias.
MANIFESTAR ES FELIZ PARA MÍ.
– Sí, no me cabe duda de que lo es.
ESTOY DISFRUTANDO MANIFESTAR PARA TI, NORMAN. Y TAMBIÉN PARA TI, HARRY.
– Gracias, Jerry.
ESTOY DISFRUTANDO TAMBIÉN DE VUESTRAS MANIFESTACIONES.
«¿Nuestras manifestaciones?», pensó Norman, mirando de soslayo a Harry. Al parecer, Jerry pensaba que la gente que había en el habitáculo estaba manifestando algo, en respuesta a sus manifestaciones. Lo consideraba como un intercambio de alguna clase.
SÍ. ESTOY DISFRUTANDO DE VUESTRAS MANIFESTACIONES.
– Habíanos sobre nuestras manifestaciones, Jerry -le pidió Norman.
LAS MANIFESTACIONES SON PEQUEÑAS Y NO SE EXTIENDEN MÁS ALLÁ DE LAS ENTIDADES DE USTEDES, PERO LAS MANIFESTACIONES SON NUEVAS PARA MÍ. SON FELICES PARA MÍ.
– ¿De qué está hablando? -dijo Harry.
TUS MANIFESTACIONES, HARRY.
– ¿Qué manifestaciones, por el amor de Dios?
– No te alteres -le aconsejó Norman-. Conserva la calma.
ESTOY GUSTANDO DE ÉSA, HARRY. HAZ OTRA.
«¿Está leyendo las emociones? ¿Considera nuestras emociones como manifestaciones?», se preguntó Norman. Pero eso no tenía lógica: Jerry no les podía leer la mente; ya habían establecido bien eso. Aunque lo mejor sería comprobarlo. «Jerry, ¿me puedes oír?», pensó Norman.
ESTOY GUSTANDO DE HARRY. SUS MANIFESTACIONES SON ROJAS. ESTÁN GRACIDAS.
– ¿Gracidas?
GRACIDAS = ¿HENCHIDAS DE GRACIA?
– Entiendo -dijo Harry-. Cree que son divertidas.
DIVERTIDAS = ¿HENCHIDAS DE DIVERSIÓN?
– No exactamente -respondió Norman-. Nosotros, entidades, tenemos el concepto de…
Se interrumpió. ¿Cómo iba a explicarle lo que significaba «divertido»? ¿Que era una broma, además?
Comenzó de nuevo:
– Nosotros, entidades, tenemos el concepto de una situación que ocasiona incomodidad, y a esa situación la llamamos «humorada».
¿HUMO ORADA?
– No. Es una sola palabra.
Norman se la deletreó.
ENTIENDO. SUS MANIFESTACIONES SON HUMORADAS. LA ENTIDAD CALAMAR HACE MUCHAS MANIFESTACIONES HUMORADAS DE USTEDES.
– No lo creo -dijo Harry.
YO SÍ LO CREO.
«Y eso prácticamente lo resumía todo», pensó Norman, sentado ante la consola. De alguna manera tenía que hacerle comprender a Jerry la gravedad de sus actos.
– Jerry -le explicó-, tus manifestaciones dañan nuestras entidades. Algunas de nuestras entidades ya se han ido.
SÍ, LO SÉ.
– Si continúas con tus manifestaciones…
Sí. ME ESTÁ GUSTANDO MANIFESTAR. ES UNA HUMORADA PARA USTEDES.
– Entonces, muy pronto todas nuestras entidades se habrán ido. Y no quedará nadie que hable contigo.
YO NO DESEO ESO.
– Lo sé. Pero muchas entidades ya se han ido.
TRAELAS DE VUELTA.
– No podemos hacer eso. Se han ido para siempre. ¿por qué?
«Es igual que un niño -pensó Norman-. Procede exactamente como lo hace un niño. Cuando se le dice a un chico que no puede hacer lo que él quiere, que no puede jugar del modo que él desea, rehusa aceptarlo.»
– No tenemos el poder para traerlos de vuelta, Jerry.
YO DESEO QUE TRAIGAN DE VUELTA A LAS OTRAS ENTIDADES AHORA.
– Cree que nos negamos a jugar -dijo Harry.
TRAED DE VUELTA A LA ENTIDAD TED.
– No podemos, Jerry. Lo haríamos si pudiéramos -contestó Norman.
ME ESTÁ GUSTANDO LA ENTIDAD TED. ES UNA GRAN HUMORADA.
– Sí -dijo Norman-. A Ted también le gustabas tú. Estaba tratando de hablar contigo.
Sí. ME ESTÁN GUSTANDO LAS MANIFESTACIONES DE ÉL. TRAED DE VUELTA A TED.
– No podemos.
Se produjo una larga pausa.
¿YO ESTOY OFENDIDO A VOSOTROS?
– No, en absoluto.
NOSOTROS SOMOS AMIGOS, NORMAN Y HARRY.
– Sí, lo somos.
ENTONCES TRAED DE VUELTA LAS ENTIDADES.
– Sencillamente se resiste a entender -dijo Harry-. ¡Jerry, por el amor de Dios, no lo podemos hacer!
ERES UNA HUMORADA HARRY. HAZLO OTRA VEZ.
«No cabe duda de que está tomando las reacciones emocionales intensas como una especie de manifestación», pensó Norman. ¿Era ésta la idea que Jerry tenía de cómo jugar? ¿Provocar a la otra parte y después divertirse con las reacciones de ella? ¿Le encantaba ver las emociones activas que desencadenaba el calamar? ¿Era ése su concepto de juego?
HARRY, HAZLO DE VUELTA. HARRY, HAZLO DE VUELTA.
– ¡Vamos, hombre! -repuso Harry, furioso-. ¡Deja ya de darme la lata!
GRACIAS. ME ESTÁ GUSTANDO ESO. ESO FUE ROJO TAMBIÉN, AHORA POR FAVOR VOSOTROS TRAERÉIS DE VUELTA A LAS ENTIDADES QUE SE FUERON.
Norman tuvo una idea.
– Jerry -propuso-, si es tu deseo que las entidades vuelvan, ¿por qué no las traes tú de regreso?
NO ME COMPLACE HACER ESO.
– Pero podrías hacerlo, si quisieras.
YO PUEDO HACER CUALQUIER COSA.
– Sí, por supuesto. Por eso mismo, ¿por qué no traes de vuelta a las entidades que quieras?
NO. NO ESTOY FELIZ DE HACER ESO.
– ¿Por qué no? -preguntó Harry.
VAMOS HOMBRE, DEJA DE DARME LA LATA.
– No tuvimos intención de ofenderte, Jerry -dijo Norman con rapidez.
No hubo respuesta en la pantalla.
– ¿Jerry?
La pantalla siguió muda.
– Volvió a irse -dijo Harry, y meneó la cabeza-. Sólo Dios sabe lo que hará este pequeño bastardo.
Norman subió al laboratorio para ver a Beth, pero la zoóloga estaba durmiendo en su camastro, acurrucada en posición fetal. Así dormida, parecía muy hermosa. Resultaba extraño que, después de todo el tiempo transcurrido allí abajo, Beth estuviera tan resplandeciente. Era como si la rudeza de sus rasgos hubiera desaparecido: la nariz ya no parecía ser tan afilada, y la línea de la boca era más suave y más llena. Norman le miró los brazos, antes musculosos y con venas hinchadas; ahora se veían más delicados, más femeninos.
«¿Quién sabe? Después de tantas horas aquí abajo, uno ya no puede juzgar absolutamente nada», pensó Norman. Volvió a descender por la escalerilla y se dirigió a su litera. Harry ya estaba en la suya, dando fuertes ronquidos.
Norman decidió darse una ducha. Y cuando se metió bajo la lluvia, vio con asombro que las heridas y las magulladuras de su cuerpo habían desaparecido. «Bueno, no por completo», pensó, mientras se contemplaba las manchas amarillas y moradas que aún quedaban. Las heridas habían cicatrizado en cuestión de horas. A modo de experimentación, movió los miembros y se dio cuenta de que tampoco sentía dolor. ¿Por qué? ¿Qué había pasado? Durante un instante pensó que todo era un sueño, una pesadilla pero, tras reflexionar un momento, llegó a la conclusión de que se debía a la atmósfera. Los cortes y magulladuras se curan con mayor rapidez en un ambiente sometido a presión elevada. No era ningún misterio: nada más que un efecto atmosférico.
Se secó lo mejor que pudo con la toalla empapada, y después volvió a su litera. Harry seguía roncando, con más intensidad que nunca.
Norman se tendió de espaldas y miró fijamente las rojas espiras del calefactor del techo, que producían un zumbido sordo. Tuvo una idea y se levantó. Quitó el laringófono de Harry de la base de su cuello y se lo corrió hacia un lado. De inmediato los ronquidos se convirtieron en un suave siseo de tono agudo.
«Mucho mejor», pensó Norman. Volvió a acostarse y apoyó la cabeza sobre la almohada húmeda; casi de inmediato se quedó dormido. Despertó sin tener noción del tiempo transcurrido. Tal vez sólo habían pasado unos pocos segundos, pero se sentía despejado. Se desperezó y bostezó. Luego salió de la cama.
Harry todavía dormía. Norman le volvió a acomodar el laringófono y los ronquidos se reanudaron.
Entró en el Cilindro D y fue a la consola. En la pantalla se hallaban aún las palabras:
VAMOS HOMBRE, DEJA DE DARME LA LATA.
– ¿Jerry? dijo Norman-. ¿Estás ahí, Jerry?
La pantalla no respondió. Jerry no estaba. Norman miró la pila de hojas impresas por el ordenador que había a un lado. «Tendría que revisar estos papeles», pensó. Había algo relacionado con Jerry que preocupaba a Norman; no podía determinar con precisión qué era. Aunque se imaginara al extra-terrestre como un rey niño malcriado, su conducta carecía de lógica. No tenía sentido. Y eso incluía el último mensaje.
VAMOS HOMBRE, DEJA DE DARME LA LATA.
¿Lenguaje callejero? ¿O sólo estaba imitando a Harry? Fuera como fuese, no era el modo normal de comunicarse que tenía Jerry. Por lo común, este ser no seguía las reglas gramaticales y tenía tendencia a dejar espacios dentro de una misma palabra, cuando hablaba sobre entidades y percepción de las cosas. Pero, de tanto en tanto, de repente empezaba a hablar con lenguaje informal. Norman miró las hojas.
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Ése era un ejemplo. ¿De dónde había salido aquello? Parecía dicho por un locutor de la televisión. Entonces, ¿por qué Jerry no hablaba siempre como un locutor? ¿Qué era lo que producía el cambio?
Y también estaba el problema del calamar: si a Jerry le gustaba asustarlos, si gozaba golpeándoles la jaula y viéndolos saltar, ¿por qué usar un calamar? ¿Cuál era el origen de la idea? ¿Y por qué el calamar, exclusivamente? Jerry parecía disfrutar manifestando diferentes cosas. ¿Entonces, por qué no había generado el calamar gigante en una ocasión, grandes tiburones blancos en otra, y así sucesivamente? ¿Acaso eso no representaría un desafío mas importante para las facultades de Jerry?
Asimismo estaba el problema de Ted. En el momento en que murió, Ted estaba jugando con Jerry. Si a éste le gustaba tanto jugar, ¿por qué lo eliminó? No tenía ningún sentido.
¿O sí lo tenía?
Norman suspiró. El problema radicaba en que todo eran suposiciones: estaba suponiendo que el extra-terrestre seguía procesos lógicos similares a los que seguía él mismo. Pero eso podría no ser así. En principio, Jerry podría funcionar con un índice mucho más rápido de metabolismo y, en consecuencia, tener una noción diferente del tiempo. Los niños jugaban con un juguete hasta que se cansaban de él; después, lo cambiaban por otro. Las horas que le parecían tan dolo-rosamente largas a Norman podrían constituir nada más que unos segundos en la percepción de Jerry; podría ser que simplemente hubiera estado jugando con el calamar unos segundos, hasta que lo abandonó por otro juguete.
Los chicos también tenían una idea vaga sobre la rotura de los objetos, y si Jerry no sabía lo que era la muerte, entonces no le importó matar a Ted, porque pensó que la muerte no representaba más que un suceso temporal, una manifestación «humorística» hecha por Ted. Jerry podría no darse cuenta de que, en realidad, estaba rompiendo sus juguetes.
Y ahora que lo pensaba, también era cierto que Jerry sí había manifestado cosas diferentes… si se admitía que las medusas, los camarones, las gorgonias y ahora las serpientes marinas eran manifestaciones suyas. ¿Lo eran? ¿O solamente eran componentes normales del ambiente? ¿Había alguna manera de darse cuenta?
De repente, Norman recordó al marinero de la Armada. No debía olvidarse del marinero. ¿De dónde había salido? ¿Ese marinero era otra de las manifestaciones de Jerry? ¿Podría Jerry manifestar sus compañeros de juego a voluntad? En ese caso, realmente no le importaría matarlos a todos ellos.
«Creo que está claro -pensó Norman- que a Jerry no le importa matarnos. No quiere más que jugar, y no conoce su propia fuerza.»
Sin embargo, había algo más. Norman recorrió las hojas de texto impreso por el ordenador. Su instinto le decía que en todo aquello había un ordenamiento subyacente. Algo que él no llegaba a percibir con claridad, una cierta conexión que no alcanzaba a establecer.
Mientras pensaba acerca de eso, seguía volviendo a una pregunta en particular:
– ¿Por qué un calamar? ¿Por qué un calamar?
De pronto recordó que, durante la conversación que mantuvieron en la cena, habían estado hablando de los calamares. Seguramente Jerry logró oírlos y consideró que un calamar sería un objeto provocativo para manifestar…, y desde luego acertó.
Norman hojeó los papeles y se topó con el primer mensaje que Harry había descifrado.
HOLA. ¿CÓMO ESTÁ USTED? YO ESTOY BIEN. ¿CUÁL ES SU NOMBRE? MI NOMBRE ES JERRY.
Ése era un lugar tan bueno como el mejor para empezar. Norman pensó que descifrarlo había sido una hazaña de Harry, pues si el matemático no hubiese tenido éxito con eso, ni siquiera habrían logrado empezar a conversar con Jerry.
Norman se sentó frente a la consola y contempló el teclado. Harry había dicho que el teclado era una espiral: la letra G correspondía al número uno, B al número dos, y así sucesivamente. Fue muy sagaz al resolver eso; a Norman nunca se le habría ocurrido, ni en un millón de años.
Empezó a tratar de encontrar las letras de la primera secuencia:
Harry había dicho que 00 señalaba el comienzo del mensaje, y 03, era H. Ydespués 21, era E; 25 era L, y 25 otra L y, justo por encima de eso, 26 era 0… [ [26]]
HOLA.
Sí, todo encajaba. Siguió traduciendo: 032629 era cómo.
¿CÓMO ESTÁ USTED?
Todo iba bien hasta ahora. Norman experimentaba un gran placer, casi como si lo estuviera descifrando por primera vez. Luego venía 18: eso era yo…
YO ESTOY BIEN.
Se movía con más presteza, y anotaba las letras.
¿CUÁL ES SU NOMBRE?
Ahora, 1604 era mi… mi nombre es… Pero, en ese momento, encontró un error en una de las letras. ¿Sería posible? Norman continuó y halló un segundo error, después escribió el mensaje y se quedó mirándolo fijamente, presa de una creciente emoción.
MI NOMBRE ES HARRY.
– ¡Dios Santo! -exclamó.
Volvió a revisar el mensaje, pero no había errores. Ninguno cometido por él, al menos. El mensaje era clarísimo:
HOLA. ¿CÓMO ESTÁ USTED? YO ESTOY BIEN. ¿CUÁL ES SU NOMBRE? MI NOMBRE ES HARRY.