Beth se sentó en su cama del laboratorio y se quedó mirando con fijeza el mensaje que Norman le había dado:
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó; se apartó el espeso cabello oscuro que le caía sobre la cara-. ¿Cómo es posible?
– Todo encaja a la perfección -repuso Norman-. Piensa sólo en esto: ¿Cuándo empezaron los mensajes? Después de que Harry salió de la esfera. ¿Cuándo aparecieron, por vez primera, los calamares y los demás animales? Después de que Harry salió de la esfera.
– Sí, pero…
– Al principio hubo pocos calamares; pero después, cuando los íbamos a comer, de repente aparecieron también camarones, justo a tiempo para la cena. ¿Por qué? Porque a Harry no le gustan los calamares.
Beth no decía nada, se limitaba a escuchar.
– ¿Y quién fue el que, cuando era pequeño, se aterrorizó con el calamar gigante de Veinte mil leguas de viaje submarino?
– Harry -contestó Beth-. Recuerdo que él lo dijo.
Norman prosiguió de un tirón:
– ¿Y cuándo aparece Jerry en la pantalla? Cuando Harry está presente. No en otro momento. ¿Y cuándo nos contesta Jerry si le hablamos? Tan sólo en los momentos en que Harry se encuentra en la sala y puede oír lo que estamos diciendo. ¿Y por qué Jerry no nos lee la mente? Porque Harry no puede hacerlo. ¿Y recuerdas cómo Barnes insistía en preguntar el nombre, y Harry no se lo preguntaba? ¿Por qué? Porque tenía miedo de que la pantalla dijera «Harry», no «Jerry».
– Y el tripulante…
– Exacto. El tripulante negro aparece justo en el momento en que Harry está soñando que lo rescatan. Un tripulante negro aparece para rescatarnos.
Beth fruncía el entrecejo, pensativa.
– ¿Y con respecto al calamar gigante?
– Bueno, pues a la mitad del ataque del calamar, Harry se golpeó la cabeza y quedó inconsciente. De inmediato, el calamar desapareció. Y no regresó hasta que Harry despertó de su siesta y te dijo que se haría cargo de la consola.
– ¡Dios mío! -exclamó Beth.
– Sí-dijo Norman-. Eso explica muchas cosas.
Beth permaneció en silencio durante un rato, mirando con fijeza el mensaje.
– Pero ¿cómo lo está haciendo? -preguntó al fin.
– Dudo de que lo esté haciendo. De forma consciente, por lo menos. -Norman había estado meditando respecto a ello-. Supongamos que algo le ocurrió a Harry cuando entró en la esfera, que adquirió alguna especie de poder mientras estaba allí dentro.
– ¿Qué clase de poder?
– El poder de hacer que las cosas ocurran nada más que con pensar en ellas. El poder de hacer que sus pensamientos se vuelvan reales.
Beth frunció el entrecejo y repitió:
– Hacer que sus pensamientos se hagan realidad…
– No es tan extraño -continuó Norman-. Piensa en esto: si fueras escultora, primero tendrías una idea y luego la reproducirías en piedra o en madera, para que se convirtiera en real. La idea viene primero, después sigue la ejecución, añadiendo un esfuerzo para crear una realidad que refleje tus pensamientos previos. Ese es para nosotros el proceso por el que hacemos el mundo: imaginamos algo y después tratamos de que ese algo ocurra. En algunas ocasiones, el modo de hacer que una cosa tenga lugar es inconsciente, como en el caso en que un tipo, por pura casualidad, llega inesperadamente a su casa a la hora del almuerzo y sorprende a su esposa en la cama con otro hombre. El marido no lo planeó. Eso es algo que, simplemente, ocurre porque sí.
– O la esposa que sorprende al marido en la cama, con otra mujer -apuntó Beth.
– Sí, por supuesto. El punto importante es que nos las arreglamos para hacer que las cosas sucedan continuamente, sin que pensemos demasiado en ellas. Cuando te hablo, no pienso en todas y cada una de las palabras que pronuncio: tan sólo pretendo decir algo, y me sale bien expresado.
– Sí…
– De esa manera podemos generar creaciones complicadas, como oraciones gramaticales, sin esfuerzo. Pero no podemos generar otras creaciones complicadas, como la escultura, sin esfuerzo. Aceptamos que tenemos que hacer algo, además de tener ideas.
– Y lo hacemos -dijo Beth.
– Pues Harry no lo hace. Harry ha ido un paso más allá. Ya no necesita tallar la estatua: se limita a tener la idea, y las cosas ocurren por sí mismas. Harry manifiesta cosas.
– ¿Harry imagina un aterrador calamar y, de repente, tenemos un aterrador calamar al otro lado de nuestra ventana?
– Exactamente. Y cuando Harry pierde su estado consciente el calamar desaparece.
– ¿Y obtuvo su poder de la esfera?
– Sí.
Beth frunció el entrecejo y preguntó:
– ¿Por qué está haciendo esto? ¿Está tratando de matarnos?
Norman hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No. Creo que las circunstancias lo superaron.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Pues hemos tomado en cuenta numerosas ideas, relativas a que esa esfera podría ser de otra civilización. Ted imaginaba que era un trofeo o un mensaje; lo vio como un obsequio. Harry pensaba que tenía algo en su interior; la vio como un recipiente. Pero yo me pregunto si no podría ser una mina.
– ¿Quieres decir un artefacto explosivo?
– No exactamente… Pero sí una defensa, o un test. Una civilización de otro planeta podría sembrar estas cosas por toda la galaxia, y cualquier ser inteligente que las recogiera llegaría a experimentar el poder de la esfera, que consiste en que cualquier cosa que pienses se vuelve realidad. Si tienes pensamientos positivos, obtienes deliciosos camarones para la cena. Si tienes pensamientos negativos, te encuentras con monstruos que intentan matarte. El proceso es el mismo; se trata únicamente de una cuestión de tema.
– ¿Así, del mismo modo en que una mina terrestre vuela si la pisas, esta esfera destruye a la gente si tiene pensamientos negativos?
– O si, simplemente, esa gente no controla su fase consciente. Porque si dominas tu fase consciente, la esfera no produce ningún efecto en particular; pero si no la dominas, se deshace de ti.
– ¿Cómo es posible controlar un pensamiento negativo? -preguntó Beth, que de repente se mostró muy excitada-. ¿Cómo le puedes decir a alguien: «no pienses en un calamar gigante»? En el preciso momento en que se lo dices, esa persona, en el propio proceso de no pensar en el calamar, automáticamente piensa en él.
– Es posible controlar los pensamientos -afirmó Norman.
– Quizá lo sea para un yogui, o alguien por el estilo.
– Para cualquier persona. Es posible desviar la atención de los pensamientos indeseables. ¿Cómo hace la gente para dejar de fumar? ¿Cómo hace, cualquiera de nosotros, para cambiar de opinión sobre algo, en cualquier momento? Mediante el control de nuestros pensamientos.
– Sigo sin entender por qué Harry está haciendo esto.
– ¿Recuerdas tu idea de que la esfera nos podría dar un golpe bajo? ¿La manera en que el virus del sida golpea nuestro sistema inmunológico? El virus del sida nos ataca en un terreno en el que no estamos preparados para defendernos. Así, en cierto sentido, procede la esfera, porque damos por sentado que podemos pensar lo que queramos sin padecer las consecuencias. «Palos y rocas pueden romper mi boca, pero las palabras que se digan nunca me tocan.» Tenemos dichos como ése, que hacen hincapié en este hecho esencial. Pero ahora, de repente, una palabra es tan real como un palo, y nos puede herir de la misma manera. Nuestros pensamientos se manifiestan, lo cual es algo maravilloso; pero todos nuestros pensamientos se manifiestan, tanto los buenos como los malos. Y sencillamente no estamos preparados para controlarlos, porque nunca hasta ahora tuvimos necesidad de hacerlo.
– Cuando era niña -dijo Beth- estuve enojada con mi madre, y cuando ella enfermó de cáncer yo me sentía terriblemente culpable…
– Sí. Los chicos tienen tendencia a pensar de esa manera. Todos los chicos creen que sus pensamientos tienen poder. Pero, con paciencia, les enseñamos que eso es erróneo, aunque siempre existió otra tradición, la de creer en los pensamientos. La Biblia dice: «No desearás la mujer de tu prójimo», lo que interpretamos como una prohibición del acto del adulterio. Pero eso no es lo que, en realidad, dice la Biblia; lo que nos está diciendo es que el pensamiento del adulterio está tan prohibido como el acto en sí.
– ¿Y Harry?
– ¿Sabes algo sobre psicología jungiana?
– Nunca tuve la impresión de que eso viniera al caso.
– Pues viene al caso ahora -dijo Norman-. Jung se distanció de Freud a comienzos de siglo, y desarrolló su propia psicología. Jung sospechaba que en la psique humana existía una estructura subyacente que se reflejaba en una analogía, también subyacente, con nuestros mitos y arquetipos. Una de las ideas de Jung era que todos nosotros tenemos un lado oscuro en nuestra personalidad, al que llamaba las «sombras». Las sombras contienen todos los aspectos que rechazamos en nuestra personalidad: las partes odiosas, las partes sádicas, todo eso. Jung opinaba que la gente tenía la obligación de familiarizarse con su «lado sombra». Pero muy pocas personas lo hacen: todos preferimos pensar que somos buenos tipos, y que nunca experimentamos el deseo de matar, mutilar, violar o saquear.
– Sí…
– Según Jung, si no admites la existencia de tu «lado sombra», ese lado te dominará.
– ¿Y lo que estamos viendo es el «lado sombra» de Harry?
– En cierto sentido, sí. Harry necesita presentarse como el Señor Negro Arrogante Sabelotodo -dijo Norman.
– Y por cierto que lo hace.
– Por eso, si tiene miedo de estar aquí abajo, encerrado (¿y quién no lo tiene?), él no puede admitir sus miedos. Aunque los experimenta de todos modos, lo admita o no. Y, de esa manera, su lado de sombra justifica esos miedos… creando cosas que prueban que los miedos de Harry son explicables.
– ¿El calamar existe para justificar sus miedos?
– Algo así.
– No sé.
Beth se tendió hacia atrás en su asiento y alzó la cabeza: la luz le iluminó de lleno en los altos pómulos. Casi parecía una modelo, elegante, atractiva y fuerte.
– Soy zoóloga, Norman -dijo-. Quiero tocar las cosas y tenerlas en la mano, y ver que son reales. Todas estas teorías sobre manifestaciones son nada más que…, son sólo… psicológicas.
– El mundo de la mente es tan real, y obedece a reglas tan rigurosas, como el mundo de la realidad externa -defendió Norman.
– Sí, estoy segura de que tienes razón, pero… -se encogió de hombros- no me satisface mucho.
– Conoces todo lo que ha ocurrido desde que llegamos aquí abajo. Dame otra explicación de ello.
– No puedo -admitió Beth-. Lo estuve intentando durante todo el tiempo que estuviste hablando. No puedo. -Dobló el papel que tenía en las manos y meditó un momento-. ¿Sabes, Norman? Creo que hiciste una brillante serie de deducciones. Brillantísima. Ahora te veo desde una perspectiva diferente.
Norman sonrió con placer, ya que durante la mayor parte del tiempo que había estado en el habitáculo se había sentido como la quinta rueda del carro, como una persona innecesaria para el grupo. Ahora, alguien le estaba reconociendo su contribución, y él se sentía complacido.
– Gracias, Beth.
Ella lo miró con sus grandes ojos límpidos y dulces, y le dijo:
– Eres un hombre muy atractivo, Norman. No me había dado cuenta hasta ahora.
Con aire distraído Beth se tocó el pecho, cubierto por el ajustado mono. Sus manos apretaron la tela, que contorneó los duros pezones.
De repente se puso de pie y abrazó con fuerza a Norman; sus cuerpos quedaron muy Juntos.
– Tenemos que mantenernos unidos en este asunto -murmuró-. Tenemos que mantenernos juntos, tú y yo.
– Sí, lo estamos.
– Porque si lo que estás diciendo es cierto, entonces Harry es un hombre muy peligroso.
– Sí.
– El mero hecho de que vaya andando por ahí, totalmente consciente, lo hace peligroso.
– Sí.
– ¿Qué haremos respecto a él?
– Eh, vosotros -dijo Harry, que estaba subiendo la escalera y se acercaba a ellos-. ¿Es una fiesta privada, o se puede unir el que quiera?
– Por supuesto que puedes unirte. Sube, Harry -invitó Norman, y se alejó de Beth.
– ¿Os he interrumpido? -preguntó Harry.
– No, no.
– No quiero interferirme en la vida sexual de nadie.
– ¡Oh, Harry! -exclamó Beth.
Se alejó de Norman y se sentó ante la mesa del laboratorio.
– Bueno, pues la verdad es que parece que estáis alterados por alguna causa.
– ¿De veras? -inquirió Norman.
– Sí, en especial Beth. Creo que se vuelve más hermosa cada día que pasa aquí abajo.
– Yo también me he fijado en eso -reconoció Norman, sonriendo.
– No me cabe duda de que te has fijado. Una mujer enamorada… Eres un tipo de suerte. -Harry se volvió hacia Beth-. ¿Por qué me estás mirando así, tan fija?
– No te estoy mirando fija -replicó Beth.
– Y tú también lo estás haciendo.
– Harry, tampoco yo te estoy mirando con fijeza.
– Me doy cuenta de cuándo alguien me mira fijamente, ¡por amor de Dios!
– Harry… -dijo Norman.
– Sólo quiero saber por qué me miráis de esa manera. Como si fuera un delincuente, o algo por el estilo.
– No te vuelvas paranoico, Harry.
– Acurrucados aquí arriba, secreteando…
– No estábamos secreteando.
– Sí lo estabais. -Harry recorrió la habitación con la mirada-. Así que ahora se trata de dos personas blancas y una negra ¿no es así?
– ¡Oh, Harry…!
– No soy estúpido, ¿sabéis? Algo pasa entre vosotros dos. Me doy cuenta.
– Harry -dijo Norman-, no está pasando nada…
Y en ese momento oyeron un zumbido intermitente, en tono bajo, insistente, que prevenía de la consola de comunicaciones que estaba en el piso de abajo. Los tres científicos intercambiaron una mirada y bajaron para ver qué ocurría.
Con lentitud, en la pantalla de la consola estaban apareciendo grupos de letras.
CQX VDX MOP LEI VRW TGK PIU YQA
– ¿Es Jerry? -preguntó Norman.
– No lo creo -respondió Harry-. No creo que vuelva a la comunicación en código.
– ¿Eso es un código?
– Yo diría que sí, sin lugar a duda.
– ¿Por qué es tan lento? -inquirió Beth.
Cada nueva letra aparecía con un intervalo de varios segundos.
– No sé -repuso el matemático.
– ¿De dónde viene?
Harry frunció el entrecejo:
– No sé, pero la velocidad de transmisión es la característica más interesante. La lentitud. Interesante.
Norman y Beth aguardaron a que Harry lo resolviera. Norman pensó: «¿Cómo podríamos lograr algo sin Harry? Lo necesitamos. Es, al mismo tiempo, la inteligencia más importante con que contamos aquí abajo. También la más peligrosa. Pero lo necesitamos.»
CQX VDX MOP LKI XX VRW TGR PIU YQA
– Interesante -comentó Harry-, Las letras están llegando cada cinco segundos, más o menos. Por eso opino que, con cierta seguridad, podemos saber de dónde viene este código: de Wisconsin.
Norman quedó atónito.
– ¿Wisconsin?
– Sí. Ésta es una transmisión de la Armada. Puede estar dirigida a nosotros, o no, pero viene de Wisconsin.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque es el único sitio del mundo desde el que podría venir. ¿Conoces algo del ELF? ¿No? Bueno, es más o menos así: se pueden enviar ondas de radio por el aire, las cuales, como tú sabes, se desplazan muy bien. Pero a través del agua no se pueden enviar esas ondas muy lejos, porque el agua es un medio malo, por lo que, incluso para recorrer una distancia corta, se necesita una señal poderosísima.
– Sí…
– Pero la capacidad de penetración es función de la longitud de onda. Una onda normal de radio es corta, radio de onda corta, todo eso que ya sabes. La longitud de las ondas es diminuta, miles o millones de pequeñas zonas; pero también se pueden hacer ELF [ [27]], ondas de frecuencia extremadamente baja, que son largas; cada onda puede tener, a lo mejor, seis metros de largo. Y una vez generadas, esas ondas recorren una gran distancia, miles de kilómetros, a través del agua, sin problemas. El único inconveniente es que, puesto que esas ondas son largas, también son lentas. Ésa es la causa de que nos llegue un carácter cada cinco segundos. La Armada necesitaba una manera de comunicarse con los submarinos que tenía sumergidos, por lo que construyeron una gran antena ELF en Wisconsin para que envíe estas ondas largas. Y eso es lo que estamos recibiendo.
– ¿Y el código?
– Tiene que ser un código de compresión: agrupamientos de tres letras, representativos de una sección larga de mensaje predefinido. De ese modo, mandar un mensaje no requiere tanto tiempo. Porque si se enviara expresado en texto normal, necesitaría horas para llegar.
CQX VDX MOP LKI XXC VRW TGK YQA IYT EEQ FVC ZNB TMK EXE MMN OPW GEW
Dejaron de aparecer letras.
– Parece que eso es todo -comentó Harry.
– ¿Cómo lo desciframos? -preguntó Beth.
– Si suponemos que es una transmisión de la Armada -dijo Harry-, no lo descifraremos.
– Quizá haya por aquí, en alguna parte, un manual de claves -sugirió Beth.
– Limítate a esperar -le aconsejó Harry.
La pantalla se desplazó y fue transcribiendo los grupos de uno en uno.
2340 HORAS 7-07 JEFE CINCCOMPAC A BARNES HAB-8 PROF.
– Es un mensaje para Barnes -dijo Harry. Los tres científicos miraban mientras iba apareciendo la traducción de los demás grupos de letras.
NAVES SUPERFICIE DE APOYO ZARPARON NANDI Y VIPATI HACIA SU SITIO TEA 1600 7-08 RETIRADA PROFUNDIDAD PUESTA AUTOMÁTICA A CERO CONFIRME BUENA SUERTE SPAULDING FIN.
– ¿Significa eso lo que yo creo? -preguntó Beth.
– Sí -respondió Harry-. Ya viene la caballería.
– ¡Vamos, adelante! -exclamó la bióloga, y aplaudió.
– La tormenta tiene que estar amainando. Han enviado las naves de superficie y estarán aquí en poco más de dieciséis horas.
– ¿Y «puesta automática a cero»?
Enseguida tuvieron la respuesta. Todas las pantallas del habitáculo parpadearon, y en la esquina superior derecha de cada una de ellas apareció un pequeño recuadro con números: 16:20:00. Los dígitos corrían hacia atrás.
– Están contando por nosotros.
– ¿Hay alguna clase de proceso regresivo que se espera que sigamos para abandonar el habitáculo? -preguntó la mujer.
Norman observaba los números: estaban corriendo hacia atrás exactamente igual a como lo habían hecho en el submarino. Entonces, el psicólogo planteó:
– ¿Qué pasará con el submarino?
– ¿Y a quién le importa el submarino? -replicó Harry.
– Creo que debemos conservarlo -opinó, y miró su reloj-. Nos quedan otras cuatro horas, antes de tener que volver a ponerlo a cero.
– Hay tiempo de sobra.
– Sí.
En su fuero interno, Norman estaba tratando de determinar si podrían sobrevivir dieciséis horas más.
– ¡Bueno, ésta es una gran noticia! ¿Por qué estáis tan alicaídos vosotros dos? -les reprochó Harry.
– Me preguntaba, nada más, si lo lograríamos -dijo Norman.
– ¿Y por qué no habríamos de lograrlo? -preguntó Harry.
– Antes, Jerry podría hacer algo -comentó Beth.
Norman sintió un súbito acceso de indignación contra Beth. ¿No se daba cuenta de que, al decir eso, estaba poniendo la idea en la mente de Harry?
– No podremos sobrevivir a otro ataque al habitáculo -prosiguió Beth.
«¡Cállate, Beth! ¡Estás haciendo sugerencias!», pensó Norman.
– ¿Un ataque al habitáculo? -dijo el matemático.
– Harry, creo que tú y yo deberíamos volver a conversar con Jerry -terció Norman con presteza.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– Quiero ver si puedo razonar con él.
– No sé si podrás razonar con él -dijo Harry.
– Intentémoslo, de todos modos -propuso Norman, y hubo un rápido intercambio de miradas entre él y Beth-. Vale la pena probar.
Norman sabía que, en realidad, no le estaría hablando a Jerry: le estaría hablando a una parte de Harry. A una parte subconsciente, una parte en sombras. ¿Cómo debería desarrollar el diálogo? ¿Qué palabras tendría que emplear?
Se sentó frente a la pantalla del monitor y pensó que era muy poco lo que conocía de Harry. Sabía que había crecido en Filadelfia, como un muchacho delgado, introvertido, dolorosamente tímido; que fue un prodigio para las matemáticas, y que sus dones fueron denigrados por su familia y sus amigos. En una ocasión, Harry había dicho que, cuando él se interesaba por las matemáticas, sus conocidos solamente se interesaban por jugar al baloncesto. Aun ahora, Harry odiaba todos los juegos, todos los deportes. Cuando joven fue humillado y despreciado, y a pesar de haber tenido al fin el merecido reconocimiento a su capacidad, Norman sospechaba que ese reconocimiento había llegado demasiado tarde: el daño estaba ya hecho. No llegó a tiempo de evitar que se forjara una personalidad arrogante y jactanciosa.
ESTOY AQUÍ. NO TENGAS MIEDO.
– Jerry.
SÍ, NORMAN.
– Tengo que pedirte una cosa.
PUEDES HACERLO.
– Jerry, muchas de nuestras entidades se han ido y nuestro habitáculo está debilitado.
SÉ ESO. HAZ TU PETICIÓN.
– Por favor, ¿podrías dejar de producir manifestaciones?
NO.
– ¿Por qué no?
NO ES MI DESEO DETENERME.
«Bueno -pensó Norman-, por lo menos fuimos directamente al grano. No hubo pérdida de tiempo.»
– Jerry, sé que estuviste aislado largo tiempo, durante muchos siglos, y que durante todo ese tiempo te sentiste solo, que sufrías porque a nadie le importabas. Te faltaba alguien que quisiera jugar contigo y compartir lo que te interesaba.
SÍ, ESO ES VERDAD.
– Y ahora, por fin, puedes manifestar, y disfrutas con ello. Te gusta demostrarnos lo que eres capaz de hacer, para impresionarnos.
ESO ES VERDAD.
– Pretendes que te prestemos atención.
SÍ, ME GUSTA.
– Y da resultado: te prestamos atención.
SÍ, LO SÉ.
– Pero estas manifestaciones nos hacen daño, Jerry.
NO ME IMPORTA.
– Y nos sorprenden, también.
ME ALEGRA.
– Nos sorprenden, Jerry, porque tú sólo estás practicando un juego con nosotros.
NO ME GUSTAN LOS JUEGOS. NO PRACTICO JUEGOS.
– Sí. Esto es un juego para ti, Jerry. Es un deporte.
NO, NO LO ES.
– Sí, lo es -insistió Norman-. Es un deporte estúpido.
Harry, que estaba detrás de Norman, dijo:
– ¿Por qué lo contradices de esa manera? Podría enfurecerse. No creo que a Jerry le guste que le contradigan.
«Estoy seguro de que no te gusta», pensó Norman, pero continuó:
– Bueno, tengo que decirle a Jerry la verdad sobre su propia conducta, pues no está haciendo nada que resulte interesante.
¿OH? ¿NO RESULTA INTERESANTE?
– No. Eres malcriado y petulante, Jerry.
¿TE ATREVES A HABLARME DE ESA MANERA?
– Sí. Porque estás actuando de un modo estúpido.
– ¡Caramba! -dijo Harry-. Abstente de enojarlo.
ME SERÁ MUY FÁCIL HACER QUE LAMENTES TUS PALABRAS.
Norman se daba cuenta de que el vocabulario y la sintaxis de Jerry eran ahora impecables: había abandonado todo el fingimiento de ingenuidad, de dificultad expresiva propia de un ser humano. A medida que se desarrollaba la conversación, Norman se sentía más fuerte, más confiado. Ya sabía a quién le hablaba. No se hallaba conversando con ningún extra-terrestre; no había nada desconocido: le estaba hablando a la parte infantil de otro ser humano.
TENGO MÁS PODER DEL QUE PUEDES IMAGINAR.
– Sé que tienes poder, Jerry -admitió Norman-, pero eso carece de importancia.
De pronto, Harry se excitó:
– ¡Norman, por el amor de Dios, vas a conseguir que nos mate a todos!
ESCUCHA A HARRY. ÉL ES INTELIGENTE.
– No, Jerry -dijo Norman-. Harry no es inteligente. Sólo está asustado.
HARRY NO ESTÁ ASUSTADO. NO LO ESTÁ EN ABSOLUTO.
Norman decidió dejar pasar esa respuesta de Jerry.
– Te estoy hablando a ti, Jerry. Nada más que a ti. Tú eres quien está realizando juegos.
LOS JUEGOS SON ESTÚPIDOS.
– Sí, lo son, Jerry. No son dignos de ti.
LOS JUEGOS NO REVISTEN INTERÉS PARA NINGUNA PERSONA INTELIGENTE.
– Entonces, detente, Jerry. Deten las manifestaciones.
PUEDO DETENERME CUANDO YO LO QUIERA.
– No estoy seguro de que puedas.
SÍ. YO PUEDO.
– Entonces, demuéstramelo. Deten este deporte de las manifestaciones.
Se produjo una larga pausa. Aguardaron la reacción.
NORMAN, TUS ARTIMAÑAS DE MANIPULACIÓN SON PUERILES Y OBVIAS HASTA EL GRADO DEL TEDIO. NO ESTOY INTERESADO EN HABLAR MÁS CONTIGO. HARÉ LO QUE ME PLAZCA Y MANIFESTARÉ CUANTO DESEE.
– Nuestro habitáculo no puede soportar más manifestaciones.
NO ME INTERESA.
– Si vuelves a dañar nuestro habitáculo, Harry morirá.
– Yo y todos los demás, ¡por el amor de Dios! -replicó Harry.
NO ME IMPORTA, NORMAN.
– ¿Por qué quieres matarnos, Jerry?
VOSOTROS NO DEBERÍAIS ESTAR AQUÍ, EN PRIMER LUGAR. VOSOTROS NO PERTENECÉIS A ESTE SITIO. SOIS SERES ARROGANTES QUE OS ENTROMETÉIS EN CUALQUIER PARTE DEL MUNDO. HABÉIS ASUMIDO UN GRAN RIESGO ESTÚPIDO Y AHORA TENÉIS QUE PAGAR EL PRECIO. SOIS UNA ESPECIE SIN SENTIMIENTOS, INDIFERENTE ANTE EL SUFRIMIENTO AJENO, NO SENTÍS AMOR POR VUESTROS SEMEJANTES.
– Eso no es cierto, Jerry.
NO ME VUELVAS A CONTRADECIR, NORMAN.
– Lo siento, pero el ser sin sentimiento e indiferente ante el sufrimiento ajeno eres tú, Jerry. No te importa hacernos daño. No te importa la situación en que estamos. Tú eres el indiferente ante el sufrimiento ajeno, Jerry. No nosotros. Tú.
SUFICIENTE.
– No te va a hablar más -advirtió Harry-. Está furiosísimo.
Y en ese momento, en la pantalla leyeron:
OS VOY A MATAR A TODOS VOSOTROS.
Norman estaba sudando; se secó la frente, se dio vuelta y se alejó de las palabras escritas en la pantalla.
– No creo que puedas hablar con este tipo -dijo Beth-. No me parece que puedas razonar con él.
– No debiste hacer que se enfadase -le recriminó Harry con tono suplicante-. ¿Por qué lo has irritado de ese modo?
– Tuve que decirle la verdad.
– Pero fuiste muy duro con él, y ahora se halla enojadísimo.
– No importa, Harry, ya nos atacó antes, y no estaba enojado -dijo Beth.
– Quieres decir Jerry -le corrigió Norman-. Jerry nos atacó.
– Sí, es cierto, Jerry.
– Cometiste un terrible error, Beth -dijo Harry.
– Tienes razón, Harry. Lo siento.
El matemático la estaba mirando de manera extraña. Norman pensó: «Harry no deja pasar una, y no va a permitir que se escape ésta.»
– No sé cómo has podido confundirte así -comentó Harry.
– Lo sé. Fue un lapsus. Una estupidez.
– Lo siento -se disculpó Beth-. De verdad lo siento.
– No te preocupes -la tranquilizó Harry-. No tiene importancia.
Hubo una repentina lasitud en el modo de actuar de Harry, una total indiferencia en el tono de su voz.
«Bueno, bueno», pensó Norman. Harry bostezó y se desperezó.
– De pronto me siento muy cansado. Creo que dormiré una siesta -dijo, y se dirigió a la cabina de las literas.
– Hemos de hacer algo -planteó Beth-. Es evidente que no podemos disuadirlo.
– Tienes razón -reconoció Norman-. No podemos.
Beth golpeó suavemente la pantalla con la yema de los dedos.
Las palabras seguían refulgiendo: OS VOY A MATAR A TODOS VOSOTROS.
– ¿Crees que habla en serio?
– Sí.
Beth se puso de pie y apretó los puños.
– Lo que equivale a decir que es él o nosotros.
La insinuación flotaba en el aire, implícita.
– Con respecto a este proceso de manifestación de Harry -dijo Beth-, ¿crees que él tiene que estar completamente inconsciente para evitar que se produzca?
– Sí.
– O muerto.
– Sí.
Él ya había pensado en eso. Le parecía algo tan inverosímil, un giro de los acontecimientos tan improbable en su vida… Sin embargo, se encontraba allí, a trescientos metros bajo el agua, meditando sobre la posibilidad de asesinar a un ser humano. Porque eso era lo que estaba haciendo.
– Odiaría tener que matarlo -declaró Beth.
– Yo también.
– Lo que quiero decir es que ni siquiera sabría cómo empezar a hacerlo.
– Tal vez no tengamos que matarlo -dijo Norman.
– Claro. Tal vez no nos veamos obligados a hacerlo, si él no inicia una nueva agresión. -Sacudió la cabeza como para alejar un mal pensamiento-. Oh, demonios, Norman, ¿a quién estamos engañando? Este habitáculo no puede soportar otro ataque. Tenemos que matar a Harry. Lo que sucede es que no quiero aceptar esa evidencia.
– Yo tampoco.
– Podríamos conseguir uno de esos disparadores neumáticos de lanzas explosivas y hacer que ocurra un desgraciado accidente. Y después, esperar que nos llegue la hora de estar listos, para que la Armada venga y nos saque de aquí.
– No quiero hacer eso.
– Ni yo -dijo Beth-. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
– No es necesario matarlo -explicó Norman-. Bastará con dejarlo inconsciente.
Fue a buscar el botiquín de primeros auxilios y empezó a revolver entre los medicamentos.
– ¿Crees que ahí puede haber algo? -preguntó Beth.
– Quizá. Un anestésico, no sé.
– ¿Eso daría resultado?
– Creo que cualquier cosa que lo deje inconsciente servirá.
– Espero que estés en lo cierto -dijo Beth-, porque si Harry empieza a soñar y después manifiesta los monstruos con los que soñó, eso sería terrible.
– Sí. Pero la anestesia produce un estado total de inconsciencia, sin sueños. -Norman estaba mirando las etiquetas de los frascos-. ¿Sabes lo que son estas cosas?
– No -respondió Beth-, pero está todo en el ordenador.
– Se sentó frente a la consola-. Léeme los nombres y los buscare.
– Difenil paraleno.
Beth apretó varias teclas y estudió la pantalla llena de texto.
– Es, eehh…, parece como… Es algo para quemaduras.
– «Hidrocloruro de efedrina.»
– Es… Conjeturo que es para el vértigo de movimiento.
– Valdomet.
– Para úlceras.
– Sintag.
– Producto análogo al opio sintético. Su efecto es muy breve.
– ¿Produce inconsciencia? -preguntó Norman.
– No. Según parece, no. De todos modos, sólo dura unos cuantos minutos.
– Tarazine.
– Tranquilizante. Produce somnolencia.
– Bien.
Norman puso la botella a un lado.
– Y también puede ocasionar la generación de ideas excéntricas.
– No -rechazó Norman, y puso la botella en su lugar; no necesitaban en absoluto que hubiera generación de ideas excéntricas-. ¿Riordan?
– Antihistamínico. Para las mordeduras.
– ¿Oxalamina?
– Antibiótico.
– ¿Cloramfenicol?
– Otro antibiótico.
– Maldición. -Se estaban acabando las botellas-. ¿Parasolutrina?
– Es un soporífero. Produce sueño.
– ¿O sea, un medicamento para dormir?
– No es… dice que se puede administrar combinado con tricloruro de paracina y utilizarlo corno anestésico.
– Tricloruro de paracina… Sí. Aquí lo tengo.
Beth estaba leyendo lo que decía la pantalla:
– Veinte centímetros cúbicos de parasolutrina, combinados con seis centímetros cúbicos de paracina, administrados en forma intramuscular, producen un sueño profundo, apto para los procedimientos de cirugía de emergencia… No hay efectos colaterales cardíacos… Al paciente se le puede despertar, pero con dificultad… Se suprime la actividad REM [ [28]]…
– ¿Cuánto dura?
– De tres a seis horas.
– ¿Y cuánto tarda en producir efecto?
Beth frunció el entrecejo:
– No lo dice. «Después de haberse inducido la profundidad adecuada de anestesia, se pueden comenzar los procedimientos quirúrgicos, incluso los extensos…» Pero no menciona cuánto tiempo tarda.
– ¡Demonios! -exclamó Norman.
– Es probable que sea rápido.
– ¿Y qué pasará si no lo es? ¿Qué puede suceder si tarda veinte minutos? ¿Y se puede combatir? ¿Se puede rechazar?
Beth meneó la cabeza.
– Aquí no dice nada al respecto.
Al final se decidieron por una mezcla de parasolutrina, paracina, dulcinea y sintag, el opiáceo. Con los líquidos transparentes, Norman llenó una jeringa tan grande que parecía apropiada para caballos.
– ¿Piensas que le podría causar la muerte? -preguntó Beth.
– No lo sé. ¿Tenemos alternativa?
– No -reconoció Beth-. Hemos de hacerlo. ¿Alguna vez has puesto una inyección?
Norman negó con la cabeza.
– ¿Y tú?
– Nada más que a algunos animales de laboratorio.
– ¿Dónde se la clavo?
– En el hombro -sugirió Beth-, mientras está dormido.
Norman levantó la jeringa hacia la luz e hizo salir unas gotas al aire.
– Muy bien.
– Mejor voy contigo -decidió Beth- y lo mantengo acostado.
– No -dijo Norman-. Si se despierta y nos ve llegar a los dos, sospechará. Recuerda que tú ya no duermes en las literas.
– Pero ¿qué pasará si se pone violento?
– Creo que podré manejármelas.
– Está bien. Lo que tú digas.
Las luces que iluminaban el corredor del Cilindro C daban la impresión de ser más brillantes de lo habitual. Norman oía el ruido de sus pasos amortiguado por las alfombras; oía el zumbido constante de los purificadores de aire y de los calefactores de ambiente. Sentía el peso de la jeringa que llevaba ocultándola. Llegó a la puerta del dormitorio.
Delante de la entrada del mamparo había dos mujeres, dos tripulantes pertenecientes a la Armada. Cuando Norman se acercó se pusieron en posición de firmes con un movimiento seco y preciso.
– ¡Doctor Johnson, señor!
Norman se detuvo. Las mujeres eran de buen ver, negras y de aspecto musculoso.
– Descanso -ordenó Norman, con una sonrisa.
Pero las mujeres no se relajaron.
– ¡Lo sentimos, señor! ¡Tenemos órdenes, señor!
– Entiendo -dijo Norman-. Pues continúen, entonces.
Y empezó a caminar frente a ellas, para entrar en la sección dormitorio.
– ¡Disculpe usted, doctor Johnson, señor!
Aproximaron sus cuerpos, para impedirle el paso.
– ¿Qué pasa? -preguntó Norman, con la mayor inocencia que pudo fingir.
– ¡Esta zona está prohibida para todo el personal, señor!
– Pero quiero ir a dormir.
– ¡Lo lamentamos mucho, doctor Johnson, señor! ¡Nadie puede perturbar al doctor Adams mientras él duerme, señor!
– No voy a perturbar al doctor Adams.
– ¡Lo sentimos, doctor Johnson, señor! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?
– ¿En la mano?
– ¡Sí! ¡Lleva algo en la mano, señor!
Aquel modo de expresarse, cortante y en ráfagas, como las de una ametralladora, siempre interrumpido por el «¡señor!» al final, estaba sacando a Norman de sus casillas. Las volvió a mirar: los almidonados uniformes cubrían músculos poderosos. Norman no creyó poder abrirse paso por la fuerza. Más allá de la puerta vio a Harry, acostado de espaldas y roncando: era un momento perfecto para aplicarle la inyección.
– ¡Doctor Johnson! ¿Podemos ver lo que lleva en la mano, señor?
– ¡No, maldición, no pueden!
– ¡Muy bien, señor!
Norman dio media vuelta y regresó al Cilindro D.
– Lo vi todo -dijo Beth, señalando el monitor con un gesto de la cabeza.
Norman miró el monitor y vio a las dos mujeres en el corredor. Después observó el otro monitor que estaba al lado, y que mostraba la esfera.
– ¡La esfera se ha modificado! -exclamó Norman.
No había la menor duda de que las estrías espiraladas de la puerta estaban alteradas: el patrón era más complejo y se había desplazado hacia arriba. Norman se hallaba segurísimo de que había cambiado.
– Creo que tienes razón -admitió Beth.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– Podemos pasar las cintas más tarde. De momento, lo mejor será que nos encarguemos de esas dos.
– ¿Cómo? -preguntó Norman.
– Muy sencillo -contestó Beth cerrando los puños-. En el Cilindro B tenemos cinco puntas de lanza explosivas. Iré allí, sacaré dos y haré volar a los ángeles de la guarda. Tú entras corriendo y le pinchas.
La fría resolución de Beth habría resultado estremecedora, de no haber mediado el hecho de que la mujer estaba tan hermosa. Ahora sus rasgos poseían una refinada distinción. A cada minuto que transcurría, Beth parecía volverse más elegante.
– ¿Los lanzadores automáticos están en el B? -preguntó Norman.
– Claro que sí: mira el monitor. -Beth apretó un botón-. ¡Demonios!
En el Cilindro B faltaban los lanzadores neumáticos de dardos.
– Creo que el hijo de puta protegió sus flancos -dijo Norman-. ¡El bueno de Harry!
Beth miró a Norman con gesto meditativo.
– Norman, ¿te encuentras bien?
– Por supuesto. ¿Por qué?
– Hay un espejo en el botiquín de primeros auxilios. Ve a mirarte.
Norman abrió la caja blanca y se miró en el espejo. Quedó horrorizado por lo que contempló: no era que esperara verse bien; estaba acostumbrado al regordete contorno de su rostro, así como a su gruesa barba gris, cuando se afeitaba los fines de semana.
Pero la cara que lo miraba fijamente desde el espejo era enjuta, con una barba tosca y negra como el azabache. Debajo de los ojos, brillantes como ascuas e inyectados en sangre, había ojeras oscuras. El cabello era largo, lacio y pringoso, y le colgaba sobre la frente.
Norman tenía el aspecto de un hombre peligroso.
– Parezco el doctor Jekyll -dijo-. O, mejor aún, el señor Hyde.
– Sí. Así es.
– Tú te estás volviendo más hermosa -le dijo a Beth-, pero yo soy el hombre que se comportó de manera despreciable con Jerry. Por eso me estoy volviendo más despreciable.
– ¿Crees que Harry está haciendo esto?
– Eso creo -dijo Norman, y agregó para sí: «Espero que sea así.»
– ¿Te sientes diferente, Norman?
– No, me siento exactamente igual que antes. Lo único terrible es mi aspecto.
– Sí. Tu aspecto infunde un poco de miedo.
– Estoy seguro de ello.
– ¿Te encuentras bien de verdad?
– Beth…
– De acuerdo -dijo Beth, dio media vuelta y volvió a mirar los monitores-. Se me ocurre una última idea: vayamos los dos al cilindro A y pongámonos los trajes; luego, entremos en el Cilindro B y cerremos el paso de oxígeno en el resto del habitáculo; Harry quedará inconsciente y sus guardias desaparecerán, y nosotros podremos entrar en el dormitorio y aplicarle la inyección. ¿Qué opinas?
– Vale la pena intentarlo.
Norman dejó la jeringa, y ambos se dirigieron hacia el Cilindro A.
En el C, pasaron frente a las dos guardias, que, una vez más, con un movimiento rápido y cortante se pusieron en posición de firme.
– ¡Doctora Halpern, señor!
– ¡Doctor Johnson, señor!
– Continúen -dijo Beth.
– ¡Sí, señor! ¿Podemos preguntar adonde van, señor?
– Recorrido rutinario de inspección -respondió Beth.
Hubo un silencio.
– ¡Muy bien, señor!
Les permitieron pasar. Beth y Norman penetraron en el Cilindro B, con su impresionante despliegue de tuberías y maquinaria. Norman lanzó una rápida mirada nerviosa, pues no le gustaba entrometerse en los sistemas para mantenimiento de la vida, pero no se le ocurría qué otra cosa podían hacer.
En el Cilindro A quedaban tres trajes. Norman tendió la mano hacia el suyo.
– ¿Sabes lo que estás haciendo? -preguntó.
– Sí -dijo Beth-. Confía en mí.
La mujer deslizó un pie dentro del traje y empezó a correr el cierre automático.
Y en ese mismo instante las alarmas empezaron a sonar por todo el habitáculo y las luces rojas volvieron a destellar. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, Norman supo que eran las alarmas periféricas.
Estaba comenzando otro ataque.
Volvieron corriendo por el pasillo de conexión y fueron derechos del Cilindro B al D. Mientras pasaban, Norman se dio cuenta de que las marineras habían desaparecido. En el D las alarmas estaban sonando con tono metálico, en tanto que las pantallas de los sensores periféricos refulgían en color rojo brillante. Norman echó un vistazo a los monitores de televisión.
VOY PARA ALLÁ.
Los termosensores internos están activados. Es cierto: Jerry está viniendo.
Sintieron un golpe sordo y Norman se dio vuelta para mirar por la portilla: el calamar verde ya estaba en el exterior, y sus enormes brazos provistos de ventosas empezaban a enroscarse en torno de la base del habitáculo. Uno de los grandes brazos se adhirió a la portilla, y las ventosas se distorsionaron por la presión sobre el vidrio.
AQUÍ ESTOY.
– ¡Harrryyy! -gritó Beth.
Hubo una tenue sacudida cuando los brazos del calamar aferraron el habitáculo, y se oyó el lento y agonizante crujido del metal.
Harry entró corriendo en la sala.
– ¿Qué pasa?
– ¡Tú sabes qué pasa! -gritó Beth.
– ¡No, no! ¿Qué pasa?
– ¡Es el calamar, Harry!
– ¡Oh, Dios mío, no! -gimió Harry.
El habitáculo se estremeció con suma violencia. Las luces de la sala parpadearon y se extinguieron. Ahora sólo había una iluminación color rojo incandescente que provenía de las lámparas de emergencia.
Norman se volvió hacia Harry:
– Deténlo, Harry.
– ¿De qué estáis hablando? -aulló Harry en tono quejumbroso.
– Tú sabes de qué estoy hablando, Harry.
– ¡No lo sé!
– Sí lo sabes, Harry. Eres tú -dijo Norman-. Tú estás haciendo esto.
– ¡No! ¡Estás equivocado! ¡No soy yo! ¡Juro que no soy yo!
– Sí, Harry -insistió Norman-. Y, si no lo detienes, todos moriremos.
El habitáculo volvió a agitarse. Uno de los calefactores del techo explotó, lo que produjo una lluvia de fragmentos de vidrio y alambre calientes.
– Vamos, Harry…
– ¡No, no!
– Tenemos poco tiempo. Tú sabes lo que estás haciendo.
– El habitáculo no puede resistir mucho más -dijo Beth.
– ¡No puedo ser yo!
– Sí, Harry. Hazle frente. Hazle frente ahora.
Mientras hablaba, Norman no dejaba de buscar la jeringa. La había dejado en algún sitio de esa habitación, pero los papeles resbalaban de las mesas, los monitores se estrellaban contra el suelo… Alrededor de Norman imperaba el caos…
El habitáculo volvió a estremecerse con violencia y, desde otro cilindro, llegó una tremenda explosión. Nuevas alarmas empezaron a ulular y se oyó una vibración rugiente, que Norman reconoció de inmediato: agua, sometida a gran presión, que se precipitaba hacia el interior del habitáculo.
– ¡Inundación en C! -gritó Beth, leyendo las consolas.
Se fue corriendo por el pasillo, y Norman oyó el sonido metálico de las puertas de los mamparos, cuando Beth las cerraba. La sala se llenó de una bruma salobre.
Norman empujó a Harry contra la pared:
– ¡Harry, enfréntate a ello y deténlo!
– No puedo ser yo, no puedo ser yo -gemía Harry. El choque de otra sacudida les hizo tambalearse.
– ¡No puedo ser yo! -chilló Harry-. ¡No tiene nada que ver conmigo!
En ese momento Harry aulló y su cuerpo se retorció. Norman vio que Beth retiraba la jeringa del hombro de Harry; la punta de la aguja estaba cubierta de sangre.
– ¡Qué estáis haciendo! -chilló Harry, pero ya sus ojos estaban vidriosos y vacíos de expresión. Se tambaleó al producirse el siguiente golpe contra el habitáculo y cayó al suelo de rodillas, como un borracho-. No -dijo en voz baja-. No…
Y se desplomó boca abajo sobre la alfombra. De inmediato, cesó la tortura del metal. Las alarmas se apagaron. Todo quedó envuelto en un terrible silencio, excepto por el suave gorgoteo de agua, que provenía de algún lugar del interior del habitáculo.
Beth se desplazó con presteza y fue leyendo una pantalla tras otra.
– Interiores apagados. Periféricos apagados. Todo apagado. ¡Todo está bien! ¡No hay lecturas!
Norman corrió hacia la portilla: el calamar había desaparecido. El fondo marino estaba desierto.
– ¡Informe de daños! -gritó Beth-. ¡Energía principal, muerta! ¡Cilindro E, muerto! ¡Cilindro C, muerto! ¡Cilindro B…!
Norman giró sobre los talones y miró a Beth. Si habían perdido el Cilindro B se quedaban sin los sistemas de mantenimiento de la vida, y era indudable que morirían.
– El Cilindro B resiste -y su cuerpo se aflojó-. Estamos bien, Norman…
El biólogo se desplomó sobre la alfombra, exhausto. De pronto, sintió todo el esfuerzo y la tensión en cada punto de su cuerpo.
Todo había terminado. La crisis había sido superada. A pesar de lo ocurrido, iban a estar bien. Norman sintió que sus músculos se relajaban.
Todo había terminado.
La sangre había dejado de manar de la nariz rota de Harry, el cual tenía ya una respiración más regular y fácil. Norman levantó la bolsa de hielo para observar la tumefacta cara y ajustó el flujo del goteo intravenoso en el brazo de Harry. Después de varios intentos infructuosos, Beth había puesto en acción la sonda. Le estaban suministrando una mezcla anestésica. El aliento de Harry tenía olor amargo, como a estaño, pero, en todos los demás aspectos, estaba bien. Bien inconsciente.
La radio chirrió:
– Estoy en el submarino -dijo Beth-. Subo a bordo ahora.
A través de la portilla, Norman le echó un vistazo a DH-7, y vio a Beth subiendo al interior de la cúpula, al lado del submarino. Iba a oprimir el botón de «Retardo». Era la última vez que sería necesario hacer ese viaje. Norman se volvió de nuevo hacia Harry.
El ordenador carecía de información relativa al efecto que producía mantener a una persona dormida durante doce horas consecutivas, pero eso era lo que Beth y Norman tendrían que hacer. Harry lograría sobrevivir, o no.
«Al igual que todos nosotros», pensó Norman. Miró de soslayo el reloj que aparecía en los monitores: señalaba las 12.30 horas y contaban hacia atrás. Norman cubrió a Harry con una manta y se dirigió a la consola.
La esfera seguía allí, con su patrón de estrías modificado. A causa de tanta agitación, Norman casi había olvidado la fascinación inicial que le produjo la esfera. ¿De dónde había venido? ¿Qué significaba? Aunque ahora entendía lo que significaba. ¿Cómo la había llamado Beth…? Enzima mental. Una enzima es algo que hace posibles las reacciones químicas, sin tener participación real en esas reacciones. Nuestro cuerpo necesita llevar a cabo reacciones químicas, pero nuestra temperatura es demasiado baja como para que la mayoría de esas reacciones se produzca sin problemas. Por eso tenemos, enzimas, para ayudar al desarrollo del proceso, para acelerarlo. Las enzimas hacen que todo eso sea posible. Y Beth había denominado a la esfera «enzima mental».
«Muy sagaz», pensó Norman. Beth era una mujer sagaz. Su carácter impulsivo había resultado ser justamente lo que se necesitaba. Con Harry inconsciente, Beth seguía pareciendo hermosa, y a Norman le alivió constatar que sus propios rasgos habían regresado a la regor-deta normalidad. Vio su familiar imagen reflejada en la pantalla, mientras observaba la esfera que aparecía en el monitor.
Esa esfera.
Al estar Harry inconsciente, Norman se preguntaba si alguna vez llegarían a saber, con exactitud, qué había ocurrido. Recordaba las luces, que parecían luciérnagas. ¿Y qué había dicho Harry? Algo sobre espuma. La espuma…
Norman oyó un zumbido y miró por la portilla: el submarino se estaba desplazando.
Liberado de sus amarras, el minisubmarino amarillo planeaba sobre el lecho marino, iluminándolo con sus reflectores. Norman apretó el botón del intercomunicador:
– ¿Beth? ¡Beth!
– Estoy aquí, Norman.
– ¿Qué estás haciendo?
– No pierdas la calma.
– ¿Qué estás haciendo en el submarino?
– Es nada más que una precaución, Norman.
– ¿Te vas?
Beth rió por el intercomunicador. Era una risa alegre y relajada.
– No, Norman. No tienes que perder la calma.
– Dime lo que estás haciendo.
– Es un secreto.
– Vamos, Beth.
«Eso era lo único que faltaba -pensó Norman-, que Beth pierda la chaveta ahora.» Volvió a pensar en el carácter impulsivo de la mujer, que instantes atrás había admirado. Ya no lo admiraba.
– ¿Beth?
– Te hablaré después -dijo ella.
El submarino se puso de perfil, y Norman vio varias cajas rojas en sus brazos tenaza. No pudo leer lo que estaba escrito en ellas, pues tenían un texto; pero, a esa distancia, Norman no podía leerlo.
El submarino había virado y estaba yendo directamente hacia el DH-8. Las luces del habitáculo brillaban sobre la pequeña nave, que se acercó más. Y entonces se encendieron las alarmas de los sensores, con su sonido metálico, y las luces rojas destellaron.
Norman odiaba esas alarmas, y pensaba en eso mientras recorría la consola con la vista, mirando los botones. ¿Cómo demonios se apagaban? Miró a Harry; pero éste seguía inconsciente.
– ¿Beth? ¿Estás ahí? Activaste las condenadas alarmas.
– Aprieta F-8.
¿Qué diablos era F-8? Miró por toda la consola hasta que, al final, vio una hilera de teclas, numeradas de F-l a F-20; apretó F-8 y las alarmas se detuvieron. El submarino estaba ya muy cerca, y sus reflectores lanzaban luz a través de las portillas. En la elevada burbuja se podía ver a Beth con claridad, pues su rostro estaba iluminado por las luces del tablero de instrumentos. Después el submarino descendió y desapareció de la visual.
Norman fue a la portilla y miró hacia fuera: el Deepstar III se hallaba apoyado sobre el fondo del mar, depositando más cajas con sus tenazas. Ahora podía leer lo que estaba impreso en ellas: precaución: no fumar. no usar equipo electrónico. explosivos tevac.
– ¡Beth! ¿Qué demonios estás haciendo?
– Después, Norman.
Por su voz, Beth parecía normal. ¿Se estaría volviendo loca? «No -pensó Norman-, no se está volviendo loca. Su voz suena natural. Estoy seguro de que está bien.»
Pero, en realidad, no estaba seguro.
El submarino se movía otra vez y sus luces aparecían borrosas por la nube de sedimentos que habían levantado las hélices. La corriente generada arrastró esa nube ante la portilla, lo cual obstaculizó la visión a Norman.
– ¿Beth?
– Todo está bien, Norman. Vuelvo dentro de un ratito.
Cuando el sedimento volvió a caer hacia el fondo, Norman vio el submarino, que se dirigía de nuevo al DH-7. Instantes después atracó debajo de la cúpula. Luego vio que Beth se descolgaba del submarino y lo amarraba a proa y a popa.
– Es muy sencillo -dijo Beth.
– ¿Explosivos? -Norman señaló la pantalla-. Aquí dice: «Los Tevac son, peso por peso, los explosivos convencionales más poderosos que se conocen.» ¿Qué demonios quieres hacer al ponerlos alrededor del habitáculo?
– Ten paciencia.
Beth apoyó una mano sobre su hombro. El contacto era suave y tranquilizador. Al sentir el cuerpo tan cerca, Norman se relajó un poco.
– En primer lugar, debimos haber analizado esto juntos.
– Norman, no voy a correr un albur. Nunca más.
– Pero Harry está inconsciente.
– Podría despertar.
– No lo hará, Beth.
– No estoy dispuesta a correr riesgos. De este modo, si algo empieza a salir de esa esfera, podemos mandar al infierno toda la nave espacial, pues le he puesto explosivos a todo lo largo.
– ¿Pero por qué alrededor del habitáculo?
– Defensa.
– ¿Qué quieres decir?
– Ten fe en mí. Es una defensa.
– Beth, es peligroso tener esos materiales tan cerca de nosotros.
– No están conectados, Norman. Tampoco lo están alrededor de la nave; tengo que salir y conectarlos de forma manual. -Echó un vistazo a las pantallas-. Pensé en aguardar un rato y luego echar una siesta. ¿No estás cansado?
– No -dijo Norman.
– Hace mucho que no duermes, Norman.
– No estoy cansado.
Beth lo contempló con atención y luego le dijo:
– Vigilaré a Harry, si es eso lo que te tiene preocupado.
– Lo que ocurre es que no estoy cansado; nada más, Beth.
– Muy bien. Como te parezca. -Se echó hacia atrás con la mano su abundante cabellera, para despejarse la cara-. Pues yo estoy agotada. Voy a descansar unas horas. -Empezó a subir las escaleras que llevaban a su laboratorio y de pronto se volvió y miró a Norman-. ¿Deseas venir conmigo?
– ¿Qué? -dijo él.
Beth le sonrió de un modo directo, que entrañaba un mensaje implícito y conocido por ambos.
– Ya me has oído, Norman.
– Puede ser que más tarde, Beth.
– Muy bien. Claro que sí.
Subió la escalera, balanceando su cuerpo de forma lenta y sensual, dentro del ajustado mono, que le quedaba bien. Norman tuvo que admitirlo, era una mujer bonita.
En el otro lado del cuarto, Harry roncaba con ritmo regular. Norman revisó la bolsa de hielo, y pensó en Beth. La oía desplazarse por el laboratorio de arriba.
– ¡Norman!
– Dime.
Se acercó hasta la parte baja de la escalera y miró hacia arriba.
– ¿Hay otro de éstos ahí abajo? ¿Uno limpio?
Algo azul cayó en las manos de Norman: era el ceñido mono de Beth.
– Sí. Creo que hay algunos en depósito, en el B.
– Tráeme uno. ¿Quieres, Norman?
– Muy bien.
Mientras iba hacia el Cilindro B, Norman se notó inexplicablemente nervioso. ¿Qué estaba pasando? Por supuesto que sabía con exactitud lo que estaba pasando. Pero…, ¿por qué ahora? Beth estaba desarrollando una poderosa atracción, y Norman desconfiaba: Beth iba siempre al encuentro directo; era una mujer enérgica y brusca, que actuaba sin ambages. La seducción no era su método, en absoluto.
«Es ahora o nunca», pensó, mientras sacaba un mono del armario de almacenamiento. Volvió con él al Cilindro D y empezó a subir la escalera. Desde arriba llegaba una extraña luz azulada.
– ¿Beth?
– Estoy aquí, Norman.
Terminó de subir y la vio tendida de espaldas, desnuda, debajo de una batería de lámparas solares ultravioleta, articuladas, que salían de la pared. Sobre los ojos tenía protectores opacos. Movió el cuerpo en forma seductora.
– ¿Has traído el traje?
– Sí.
– Muchas gracias. Déjalo en cualquier parte, al lado de la mesa.
– Muy bien.
Norman lo plegó y lo dejó sobre la silla.
Beth rodó sobre su espalda, para quedar enfrentada a las lámparas incandescentes. Suspiró y dijo:
– Pensé que sería mejor que incorporase un poco de vitamina D, Norman.
– Sí…
– Quizá tú también debas hacerlo.
– Sí. Tal vez -dijo.
Pero estaba pensando en que no recordaba que en el laboratorio hubiera una batería de lámparas solares. A decir verdad, estaba seguro de que no existía tal batería: había pasado mucho tiempo en ese cuarto, de modo que habría recordado algo así. Volvió a descender las escaleras con rapidez.
También la escalera era nueva, de metal negro anodizado; antes no era así. Ésta era una nueva escalera.
– ¿Norman?
– Un minuto, Beth.
Norman fue hacia la consola y empezó a oprimir teclas. Sabía que existía un archivo, que trataba sobre parámetros del habitáculo, o algo por el estilo. Al final, lo encontró:
PARÁMETROS DE DISEÑO MIPPR HAPPROP-8
5.024A Cilindro A 5.024B Cilindro B 5.024C Cilindro C 5.024D Cilindro D 5.024E Cilindro E
Elegir uno:
Norman eligió Cilindro D, y apareció otra pantalla. Eligió los planes de diseño y obtuvo, una página tras otra, los diagramas arquitectónicos. Los pasó apuñalando las teclas, hasta que llegó a los planos detallados del laboratorio biológico, que estaba en la parte superior del Cilindro D.
En los diagramas aparecía, con toda claridad, una gran batería de lámparas solares, articuladas de modo que pudieran plegarse contra la pared. Tenían que haber estado allí todo el tiempo, pero él nunca se había percatado de que existían. Halló multitud de detalles más en los que no había reparado, como la escotilla de escape, para casos de emergencia, situada en el techo abovedado del laboratorio; y el hecho de que, cerca de la entrada del suelo, hubiera una segunda litera plegada. Y una escalera negra anodizada, para el descenso.
«Eres presa del pánico -pensó-, y eso no tiene nada que ver con lámparas solares ni diagramas arquitectónicos; ni siquiera tiene que ver con el sexo. Eres presa del pánico porque Beth es la única que queda, además de ti, y ella se está comportando de manera extraña.»
En un ángulo de la pantalla, Norman miró cómo el pequeño reloj latía hacia atrás; los segundos pasaban con angustiosa lentitud.
«Doce horas más -pensó-. Sólo tengo que resistir doce horas más y todo cambiará.»
Tenía hambre, pero sabía que no había comida. También estaba cansado, y no tenía ningún lugar donde dormir. Tanto el Cilindro E como el C se hallaban inundados, y no quería ir arriba, donde estaba Beth. Norman se tendió en el suelo del Cilindro D, al lado del sofá en el que estaba Harry. Sentía el frío y la humedad del pavimento. Tardó largo rato en dormirse.
El martilleo, ese aterrador martilleo, junto con las sacudidas del suelo, lo despertaron con brusquedad. Giró sobre sí mismo y se levantó, en instantánea alerta. Vio a Beth, de pie al lado de los monitores.
– ¿Qué es eso? -aulló-. ¿Qué es eso?
– ¿Qué? -preguntó Beth.
Parecía muy tranquila, y le sonrió. Norman miró en derredor: las alarmas no se habían encendido, y tampoco las luces estaban destellando.
– No sé. Creí… -La voz se fue haciendo más débil.
– ¿Pensaste que otra vez estábamos sufriendo un ataque? -le preguntó Beth.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Por qué piensas eso, Norman?
De nuevo ella lo estaba mirando de manera extraña: calculadora, con una fijeza muy directa y fría. Transmitía la suspicacia de la antigua Beth: eres hombre y eres un problema.
– Harry sigue inconsciente, ¿no? Entonces, ¿qué te hizo creer que estábamos siendo atacados?
– No sé. Supongo que estaba soñando.
Beth se encogió de hombros.
– Quizá sentiste la vibración que produje en el suelo al andar por él -dijo-. De cualquier modo, me agrada que hayas decidido dormir.
Esa misma mirada fija y calculadora… Como si hubiese algo mal en él…
– No dormiste lo suficiente, Norman.
– Ninguno de nosotros lo hizo.
– Tú, en particular.
– A lo mejor tienes razón. -Tuvo que admitir que, ahora que había dormido un par de horas, se sentía mejor, sonrió-. ¿Te acabaste todo el café y la tarta rellena?
– No hay ni café ni tarta rellena, Norman.
– Lo sé.
– Entonces, ¿por qué dijiste una cosa así? -preguntó la mujer, con gesto serio.
– Era una broma, Beth.
– Ah.
– Nada más que una broma. Una reflexión humorística sobre la condición en la que nos hallamos…
– Ya entiendo. -Estaba trabajando con las pantallas-. A propósito, ¿qué descubriste, en relación con el globo?
– ¿El globo?
– El globo de superficie. ¿Te acuerdas que hablamos de ello?
Norman negó con la cabeza. No recordaba.
– Antes de que yo fuera al submarino te pregunté los códigos de control para enviar un globo a la superficie, y dijiste que mirarías en el ordenador y verías si podías hallar el modo de hacerlo.
– ¿Eso dije?
– Sí, Norman. Lo dijiste.
Hizo un repaso mental: recordaba cómo él y Beth habían levantado del suelo el cuerpo inerte, y sorprendentemente pesado, de Harry, y lo habían acostado sobre el sofá; recordaba cómo le habían restañado la sangre que le manaba de la nariz, en tanto Beth le colocaba una intubación endovenosa, lo que ella sabía hacer debido a su trabajo con animales de laboratorio. Hasta bromeó diciendo que esperaba que a Harry le fuese mejor que a esos animales de laboratorio que, por lo común, terminaban muertos. Después, Beth se ofreció como voluntaria para ir al minisubmarino, y Norman había dicho que se quedaría con Harry. Eso era todo lo que recordaba.
No tenía ni idea de que hubieran hablado sobre globos de superficie.
– Por supuesto -continuó Beth-, porque las comunicaciones dijeron que se esperaba que confirmáramos haber recibido la transmisión, y eso significa el envío de un globo con radio a la superficie. Y creíamos que, al apaciguarse la tormenta, las condiciones en superficie estarían lo bastante tranquilas como para permitir que el globo ascienda sin cortar el cable. De modo que la cuestión era cómo soltar los globos. Y dijiste que buscarías las instrucciones de control.
– La verdad es que no lo recuerdo. Lo siento.
– Norman, en estas últimas horas que nos restan tenemos que trabajar juntos.
– Pienso lo mismo. Estoy convencido de que debe ser así.
– ¿Cómo te sientes ahora?
– Bien. Muy bien, a decir verdad.
– Eso es bueno. Aguanta un poco, Norman. Sólo son unas pocas horas más.
Lo abrazó. Era un abrazo cálido; pero cuando lo soltó, Norman vio en los ojos de Beth aquella misma mirada fría y calculadora.
Una hora después habían resuelto el modo de soltar el globo. A lo lejos oyeron un chirrido metálico producido por el alambre que se estaba desenrollando del carrete exterior, siguiendo el ascenso del globo inflado, cuando éste se disparó hacia la superficie. Después se produjo una prolongada pausa.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Norman.
– Estamos a trescientos metros de profundidad -explicó Beth-, y el globo tarda en llegar a la superficie.
En ese momento la pantalla cambió y recibieron una lectura de las condiciones imperantes en la superficie del mar: la velocidad del viento había descendido a casi veintiocho kilómetros por hora, las olas llegaban hasta un metro ochenta y la presión barométrica era de 20,9. Había registro de existencia de luz solar.
– Buenas noticias -declaró Beth-: la superficie está bien.
Norman tenía la vista clavada en la pantalla, pensando en el hecho de que se había registrado la presencia de la luz del sol; nunca antes había anhelado ver la luz solar. Era extraño…, parecía algo tan trivial, y ahora la sola idea de contemplar la luz del sol se le antojaba un placer increíble; no podía imaginar una alegría mayor que la de admirar el sol, las nubes y el cielo azul.
– ¿En qué estás pensando?
– Estoy pensando en que no veo el momento de largarme de aquí.
– Yo tampoco -confesó ella-. Pero ya no falta mucho.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
Norman estaba inspeccionando a Harry y, al oír ese sonido, se volvió con brusquedad.
– ¿Qué es eso, Beth?
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Ten calma -le aconsejó ella, sentada frente a la consola-. Sólo estoy analizando cómo operar esta cosa.
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– ¿Qué cosa?
– El sonar de barrido lateral. O sonar de falsa abertura. No sé por qué le llaman de «falsa abertura». ¿Sabes lo que significa «falsa abertura»?
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– No, no lo sé -contestó Norman-. Apágalo, por favor. El sonido era irritante.
– Está señalado como «SFA», lo que, según creo, significa «sonar de falsa abertura», pero también dice «barrido lateral». Es muy confuso.
– ¡Beth, apágalo!
¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!
– Claro, por supuesto -dijo.
– De todas maneras, ¿para qué quieres saber cómo operar eso? -preguntó Norman.
Se sentía irritado, como si Beth, adrede, lo hubiera fastidiado con ese sonido.
– Por las dudas… -repuso ella.
– ¿Por las dudas de qué, por el amor de Dios? Tú misma dijiste que Harry estaba inconsciente, que no se iban a producir más ataques.
– Cálmate, Norman. Quiero estar preparada, eso es todo.
No había podido disuadirla. Beth había insistido en salir y conectar los explosivos colocados alrededor de la nave espacial. Era una idea fija en su mente.
– Pero ¿por qué, Beth? -le había preguntado Norman.
– Porque me sentiré mejor después de hacerlo -había respondido ella.
– Pero no hay motivo alguno para ello.
– Me sentiré mejor si lo hago -había insistido ella y, al final, Norman no la pudo detener.
En ese momento la vio: era una pequeña figura, de cuyo casco surgía una sola luz refulgente, que iba de un cajón de explosivos a otro. Los abría y sacaba conos amarillos grandes que se parecían bastante a los que se utilizan para delimitar carriles cuando se efectúan reparaciones en las carreteras. Interconectaba los conos y, cuando el circuito estaba completo, en la punta de ellos brillaba una lucecita roja.
Norman vio lucecitas rojas a todo lo largo de la nave espacial, y eso hizo que se sintiera inquieto.
Cuando Beth salía, él le había dicho:
– Pero no irás a conectar los explosivos que están cerca del habitáculo.
– No, Norman, no lo haré.
– Prométemelo.
– Ya te lo dije: no lo haré. Sí eso te desagrada, no lo haré.
– Me desagrada.
– Está bien, está bien.
Ahora las luces rojas formaban un rosario que se extendía a lo largo de la astronave, a partir de la cola apenas visible que se erguía desde el fondo coralino. Beth iba cada vez más hacia el norte, hacia los restantes cajones que estaban sin abrir.
Norman miró a Harry, que roncaba con gran sonoridad, pero seguía inconsciente. Norman se paseaba por el Cilindro D como un león enjaulado; después, se dirigió a los monitores.
La pantalla parpadeó.
YA VOY.
– ¡Oh, Dios! -exclamó.
Pero, acto seguido, pensó: «¿Cómo puede estar pasando esto? No puede ser. Harry sigue fuera de combate. ¿Cómo es posible que esto ocurra?»
YA VOY POR VOSOTROS.
– ¡Beth!
En el intercomunicador, la voz de Beth sonó con estridencia:
– Sí, Norman.
– Lárgate de ahí, de inmediato.
NO TENGÁIS MIEDO.
– ¿Qué pasa, Norman? -preguntó Beth.
– Recibo algo en la pantalla.
– Vigila a Harry. Tiene que estar despertándose.
– No, sigue igual. Regresa aquí, Beth.
VOY AHORA.
– Muy bien, Norman, voy hacia allá.
– Rápido, Beth.
Pero no necesitaba decirlo: ya veía la luz del casco de Beth, que subía y bajaba con rapidez, mientras ella corría por el fondo del mar. Se encontraba a noventa metros del habitáculo, por lo menos. A través del intercomunicador, Norman la oía respirar con dificultad.
– ¿Puedes ver algo, Norman?
– No, nada.
Se esforzaba por mirar hacia el horizonte, que era el sitio por el cual siempre había aparecido el calamar. La primera señal siempre había sido un lejano fulgor verde. Ahora no se veía.
Beth jadeaba.
– Puedo sentir algo, Norman. Siento el agua…, una ola grande…, fuerte.
La pantalla destelló:
OS MATARÉ AHORA.
– ¿Ves algo por ahí? -preguntó Beth.
– No. Nada en absoluto.
Vio a Beth, sola sobre el lodoso fondo. Su luz era el único centro de la atención de Norman.
– Lo puedo sentir, Norman. Está cerca. ¡Dios bendito! ¿Qué pasa con las alarmas?
– Nada, Beth.
– ¡Jesús!
Mientras avanzaba apresurada, el sonido de su respiración llegaba como jadeos sibilantes. Beth estaba en buen estado físico, pero no se podía esforzar en esa atmósfera. No le sería posible durante mucho tiempo, pensaba Norman. Ya podía ver que la mujer se estaba desplazando con menor velocidad. La lámpara del casco subía y bajaba con más lentitud.
– ¿Norman?
– Sí, Beth. Estoy aquí.
– Norman, no sé si lo voy a lograr.
– Beth, tú lo puedes lograr. Reduce tu velocidad.
– Está aquí. Lo siento.
– No veo nada, Beth.
Oyó un sonido rápido y entrecortado, como de dos cosas duras que se golpean. En un primer momento pensó que era estática en la línea, pero después se dio cuenta de que eran los dientes de Beth que castañeteaban: la mujer estaba tiritando. Con semejante esfuerzo físico debería haber entrado en calor y, en cambio, se estaba enfriando.
Norman no entendía el porqué.
– … frío, Norman.
– Ve más despacio, Beth.
– No puedo… hablar… cerca…
Contra su voluntad, estaba reduciendo cada vez más la velocidad. Había entrado en la zona iluminada por las luces del habitáculo y ya estaba a menos de nueve metros de la escotilla, pero Norman se daba cuenta de que sus brazos y piernas se movían con lentitud, sin coordinación.
Y entonces pudo ver, por fin, que algo revolvía el lodoso sedimento que había detrás de Beth, en la oscuridad que se hallaba más allá de las luces. Era como un tornado, una nube remolineante de sedimento cenagoso. Norman no podía distinguir qué había dentro de la nube, pero percibía el poder que tenía en su interior.
– Cerca… Nor…
Beth tropezó y cayó. La nube remolineante se desplazó hacia ella.
OS MATARÉ AHORA.
La mujer consiguió ponerse de pie, miró hacia atrás y vio la nube rotatoria que se le aproximaba. En aquella masa lodosa había algo que llenaba a Norman de un horror profundo, de un horror que se remontaba a su niñez. Era el material básico que constituía las pesadillas.
– Normannnnn…
Entonces, el psicólogo empezó a correr, sin saber realmente qué iba a hacer, impulsado por lo que acababa de ver, pensando sólo en que tenía que hacer algo, ponerse en acción. Pasó por el Cilindro B, entró en el A y buscó su traje, pero no disponía de tiempo para ponérselo y, por la escotilla abierta, el agua negra estaba borboteando y remolineando. Vio la mano enguantada de Beth por debajo de la superficie, agitándose con desesperación. Estaba allí, justo debajo de él, y era la única compañera que tenía ahora. Sin pensarlo, saltó hacia el agua negra y se hundió en ella.
La repentina sensación de frío le hizo sentir ganas de gritar; le laceraba los pulmones. Al instante, todo el cuerpo se le quedó insensible y, durante un segundo, experimentó una espantosa parálisis. El agua lo volteó y lo lanzó como si lo hubiera atrapado una gran ola; se hallaba impotente para luchar contra ella. Su cabeza golpeó contra la cara inferior del habitáculo. No podía ver absolutamente nada.
Palpó en derredor, en busca de Beth, estirando los brazos a ciegas en todas direcciones. Los pulmones le ardían. El agua le hacía girar sobre sí mismo en círculos; lo ponía cabeza abajo.
Tocó a Beth; la perdió. El agua seguía haciéndole dar vueltas.
Agarró algo: un brazo. Norman ya estaba perdiendo el sentido del tacto. Se sentía cada vez más lento y más atontado. Por encima de él vio un anillo de luz: la escotilla. Hizo un movimiento de pataleo, pero no tuvo la impresión de desplazarse. El círculo no se acercaba.
Pataleó cada vez más, arrastrando a Beth como un peso muerto. Quizá ella estaba muerta. Los pulmones le quemaban. Era el dolor más intenso que había experimentado en toda su vida. Luchó contra él, y luchó contra el agua furiosa que le hacía dar vueltas sobre sí mismo. Siguió pataleando hacia la luz. Ése era su único pensamiento: patalear hacia la luz, acercarse a la luz, alcanzar la luz, la luz…, la luz…
La luz.
Las imágenes eran confusas: el cuerpo de Beth, envuelto en el traje de buceo, resonaba contra el metal, dentro de la esclusa. La propia rodilla de Norman sangraba sobre el borde de la escotilla, y las gotas de sangre salpicaban el suelo. Las temblorosas manos de Beth se extendían para cogerse el casco, lo hacían girar intentando que se destrabara del traje. Manos que temblaban. Agua en la escotilla, agua que brotaba y succionaba. Luces en los ojos de Norman. Un dolor terrible en alguna parte de su cuerpo. Herrumbre muy cerca de su cara; un borde metálico afilado. Metal frío. Luces en sus ojos, luces que se volvían mortecinas, se extinguían… La negrura.
La sensación de calor era desagradable. En los oídos tenía un rugido sibilante. Alzó la vista y vio a Beth, sin su traje. Norman la veía desproporcionadamente importante y grande. Ella estaba ajusfando el gran calefactor de ambiente; después, lo encendió. La mujer todavía tiritaba, pero estaba encendiendo la calefacción. Norman cerró los ojos: «Lo logramos -pensó-, todavía estamos juntos. Todavía estamos bien. Lo logramos.»
Se relajó.
Sobre el cuerpo sintió una sensación de hormigueo. «Debe de ser por el frío -pensó-. Tiene que ser consecuencia de que el cuerpo está recobrando su temperatura normal.» La sensación de hormigueo, de algo que se arrastraba, no era agradable. Como tampoco lo era el siseo que oía: como un silbido, intermitente.
Mientras yacía sobre la cubierta, algo se le deslizó con suavidad por debajo del mentón. Abrió los ojos y vio un tubo blanco plateado. Entonces se esforzó por ver y descubrió los diminutos ojos redondos y brillantes, la lengua que oscilaba. Era una serpiente.
Una serpiente marina.
Quedó petrificado. Miró hacia abajo, moviendo nada más que los ojos.
Tenía todo el cuerpo cubierto de serpientes marinas.
La sensación de hormigueo provenía de docenas de serpientes que se le enroscaban alrededor de los tobillos, se le deslizaban entre las piernas, sobre el pecho. Percibió el movimiento de algo frío que se le deslizaba sobre la frente; cerró los ojos, horrorizado, el cuerpo de la serpiente se arrastraba por encima de su cara, le bajaba por la nariz, le frotaba los labios; después, se alejó.
Al oír el siseo de los reptiles recordó que Beth había dicho que eran muy venenosos… «Beth -pensó-. ¿Dónde está Beth?»
Norman permanecía inmóvil. Sentía que las serpientes se le enroscaban alrededor del cuello, pasaban sobre sus hombros y se deslizaban entre los dedos de las manos. No quería abrir los ojos. Experimentó un súbito acceso de náuseas. «Dios mío -pensó-, voy a vomitar.»
Notaba serpientes debajo de sus axilas, y otras que le paseaban por las ingles. Súbitamente, empezó a invadirle un sudor frío. Luchó contra las náuseas.
«Beth», pensó. No quería hablar. «Beth…»
No cesaba de oír el siseo y entonces, cuando ya no lo pudo soportar más, abrió los ojos y vio la masa de carne blanca que se enroscaba y retorcía, las diminutas cabezas, las lenguas bífidas que se balanceaban… Volvió a cerrar los ojos.
Sintió que una de las serpientes reptaba sobre la piel desnuda de su pierna, por debajo del mono.
– No te muevas, Norman.
Era Beth. Norman percibió la tensión de su voz. Alzó la vista, pero no podía verla; sólo veía su sombra.
Oyó que exclamaba:
– Oh, Dios, ¿qué hora es?
Y él pensó: «Al diablo con la hora, ¿a quién le importa qué hora es?» Eso no tenía ningún sentido para Norman.
– Tengo que saber qué hora es -estaba diciendo Beth.
Escuchó el sonido de sus pisadas sobre la cubierta. «La hora…»
¡Se estaba alejando! ¡Lo abandonaba…!
Las serpientes se le deslizaban sobre las orejas, debajo de la barbilla, por encima de las ventanillas de la nariz. Los cuerpos de los reptiles estaban húmedos y resbaladizos.
En ese momento percibió otra vez las pisadas de Beth sobre la cubierta, y un sonido metálico cuando la zoóloga levantó la tapa de la escotilla. Abrió los ojos y la vio, inclinada sobre él: cogía las serpientes en grandes puñados y las arrojaba al agua a través de la escotilla. Los reptiles se le retorcían en las manos, se le liaban alrededor de las muñecas, pero Beth se las sacudía y las tiraba a un lado. Algunas no caían en el agua y se enroscaban en la cubierta. Pero la mayor parte ya no estaban sobre el cuerpo de Norman.
Una de las serpientes le reptaba por la pierna, en dirección a la ingle. Norman sintió que se deslizaba con rapidez hacia abajo: ¡Beth estaba tirándole de la cola!
– Con cuidado…
Ya no tenía la serpiente encima. Había salido lanzada sobre su hombro.
– Puedes levantarte, Norman -dijo Beth.
Se puso en pie de un salto y enseguida, vomitó.
Tenía una atroz jaqueca, pulsante, que hacia que el brillo de las luces del habitáculo le resultara insoportable. Y sentía frío. Beth lo había envuelto en mantas y lo había colocado junto a los grandes calefactores de ambiente del Cilindro D, tan próximo a ellos que el zumbido de los elementos eléctricos le sonaba muy fuerte en los oídos; a pesar de ello, seguía sintiendo frío. En ese momento bajó la vista hacia Beth, que le estaba vendando la rodilla herida.
– ¿Cómo está? -le preguntó.
– Regular contestó ella-. La herida llega hasta el hueso. Pero te vas a poner bien. Sólo es cuestión de esperar unas pocas horas más.
– Sí, yo…, ¡ay!
– Lo siento. Está casi listo.
Beth estaba siguiendo las instrucciones para primeros auxilios que daba el ordenador. Para distraer su mente del dolor, Norman leyó la pantalla:
complicaciones médicas de menor importancia
(no letales)
7.113 Trauma
7.115 Microsueño
7.118 Temblor debido al helio
7.119 Otitis
7.121 Contaminantes tóxicos
7.143 Dolor de cápsula sinovial
Elegir uno:
– Eso es lo que necesito -dijo Norman-: un poco de microsueño o, mejor aún, un poco de macrosueño en serio.
– Sí. Todos lo necesitamos.
En ese instante, un pensamiento acudió a la memoria de Norman.
– Beth, cuando estabas liberándome de las serpientes, ¿por qué necesitabas saber qué hora era en ese momento?
– Las serpientes marinas son diurnas. Muchas serpientes venenosas son, alternativamente, hostiles o pasivas, de acuerdo con ciclos de doce horas, correspondientes al día y a la noche. Durante el día, cuando son inofensivas, se pueden tocar y nunca muerden. En la India, por ejemplo, jamás se ha sabido que la krait rayada haya picado durante el día; hasta los niños juegan con ella. Pero al llegar la noche, ¡cuidado! Por eso yo estaba tratando de establecer en qué momento se encontraban las serpientes marinas, hasta que decidí que ése tenía que ser su ciclo pasivo diurno.
– ¿Cómo se te ocurrió eso?
– Porque tú aún estabas vivo.
Norman comprendió entonces que Beth había usado sus manos desnudas para quitarle las serpientes, a sabiendas de que tampoco le picarían a ella.
– Con las manos llenas de serpientes te parecías a Medusa.
– ¿Quién es? ¿Una estrella del rock?
– No, un personaje mitológico.
– ¿La que mató a los hijos? -preguntó, lanzándole, de soslayo, una mirada suspicaz, siempre alerta ante un insulto encubierto.
– No, ésa era otra. Esa era Medea. Según la mitología, Medusa era una mujer que tenía la cabeza cubierta por serpientes, y que convertía en piedra a los hombres que la miraban directamente. La mató Perseo, quien no la miró directamente, sino que miró su imagen reflejada en el escudo que él había bruñido con esa intención.
– Lo siento, Norman. No es mi campo.
Norman pensó: «Es notable que, en una época, todo occidental instruido sabía quiénes eran estas figuras de la mitología, así como las historias inherentes a ellas; las conocían tan a fondo como la historia de familiares y amigos. Antes, los mitos representaron un conocimiento compartido por toda la especie humana, y actuaban a guisa de mapa del mundo consciente. En cambio ahora una persona bien educada como Beth no posee el menor conocimiento de los mitos.» Era como si los hombres hubiesen decidido que el mapa del mundo consciente de los seres humanos había cambiado. Pero ¿había cambiado en realidad? Norman tuvo un escalofrío. Ella le preguntó:
– ¿Todavía sientes frío, Norman?
– Sí. Pero lo peor es el dolor de cabeza.
– Es probable que estés deshidratado. Veamos si puedo hallar algo para que bebas. -Se dirigió hacia el botiquín de primeros auxilios que estaba en la pared-. ¿Sabes? Lo que hiciste fue un verdadero despliegue de coraje -dijo Beth-. Saltar de esa manera, sin traje… La temperatura del agua está apenas un par de grados por encima del punto de congelación. Fue un acto muy valiente. Estúpido, pero valiente. -Sonrió y agregó-: Me salvaste la vida, Norman.
– No pensé -repuso él-. Simplemente lo hice.
Y después le contó cómo, cuando la vio allí fuera y descubrió la nube giratoria de sedimentos que se le acercaba, experimentó un horror antiguo e infantil, algo que provenía de recuerdos muy lejanos.
– ¿Sabes lo que fue? Me recordó el tornado de El mago de Oz. Cuando era pequeño, ese tornado me había dejado pasmado de terror, y no quise que volviera a ocurrir.
En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, pensó: «Quizá éstos sean nuestros nuevos mitos: Dorothy, Toto y la Bruja Perversa; el capitán Nemo y el calamar gigante…»
– Pues cualquiera que haya sido la razón, me salvaste la vida. Gracias.
– De nada. -Sonrió y agregó-: Lo que te pediría es que no lo vuelvas a hacer.
– No, no volveré a salir.
Beth le ofreció un vasito de papel con una bebida viscosa y dulce.
– ¿Qué es esto?
– Complemento isotónico de glucosa. Bébelo.
Tomó un sorbo, pero la bebida era desagradable por lo empalagosa. Al otro lado de la habitación, en la pantalla de la consola todavía se leía: OS MATARÉ AHORA. Norman miró a Harry, que seguía inconsciente y aún tenía la sonda intravenosa en el brazo.
Harry había estado inconsciente todo el tiempo.
Norman no se había planteado lo que se infería de este hecho. Había llegado la hora de hacerlo. No quería, pero estaba obligado a ello.
– Beth, ¿por qué crees que está ocurriendo todo esto?
– ¿A qué te refieres?
– A las palabras que aparecieron en la pantalla, y a esa otra manifestación que vino a atacarnos.
Beth le dirigió una de esas miradas neutras, insulsas.
– ¿Qué crees tú, Norman?
– No es Harry.
– No, no lo es.
– Entonces, ¿qué está sucediendo?
Se puso de pie y apretó las mantas contra su cuerpo. Flexionó la rodilla vendada; le dolía, pero no demasiado. Avanzó hacia la portilla y miró por la ventana: a lo lejos, alcanzaba a ver el rosario de luces rojas, correspondientes a los explosivos que Beth había colocado y montado. No entendía por qué había hecho eso; se había comportado de un modo muy extraño en relación con ese asunto…
Miró hacia abajo, en dirección a la base del habitáculo, y vio que también allí refulgían luces rojas, justo debajo de la portilla.
Beth había conectado los explosivos que estaban alrededor del habitáculo.
– Beth, ¿qué hiciste?
– ¿Qué hice?
– Has conectado los explosivos en torno al DH-8.
– Sí, Norman -confirmó Beth.
Estaba de pie y lo observaba, muy quieta, muy tranquila.
– Beth, prometiste que no lo harías.
– Lo sé. Tuve que hacerlo.
– ¿Cómo están conectados? ¿Dónde se halla el botón?
– No hay ningún botón: están calibrados con sensores automáticos de vibración.
– ¿Quieres decir que se dispararán de forma automatica?
– Sí, Norman.
– Eso es una locura. Alguien sigue haciendo manifestaciones. ¿Quién lo hace, Beth?
La mujer sonrió lentamente, con una sonrisa felina, morosa, como si, en secreto, se divirtiera a costa de Norman.
– ¿De veras no lo sabes?
Sí, él lo sabía, y el conocimiento le daba escalofríos.
– Tú estás haciendo esas manifestaciones Beth.
– No, Norman -repuso ella sin perder la calma-. Yo no las estoy haciendo: las estás haciendo tú.
Norman se retrotrajo varios años, a los lejanos días de su práctica hospitalaria, cuando había trabajado en el hospital estatal de Borrego. Su jefe de investigación lo había enviado para que elaborara un informe sobre la evolución de un paciente. El hombre frisaba los treinta años, y era agradable y bien educado. Norman habló con él sobre los más diversos temas: la transmisión hidromática del «Oldsmobile», las mejores playas para practicar surf, la reciente campaña presidencial de Adlai Stevenson, la técnica de lanzamiento del jugador de béisbol Whitey Ford; hablaron hasta de la teoría freudiana.
El paciente no podía ser más encantador, si bien fumaba de modo incesante y parecía estar poseído por una tensión subyacente. Al fin, Norman se decidió a preguntarle por qué había sido enviado al hospital.
No recordaba el porqué. Se disculpaba, y parecía sincero al afirmar que no podía recordarlo. Sometido a un interrogatorio reiterado que le hizo Norman, el sujeto empezó a perder encanto y a ganar en irritación. Por último, se volvió amenazador e iracundo, daba puñetazos en la mesa y le exigía a Norman que hablara de cualquier otra cosa.
Entonces, Norman cayó en la cuenta de quién era ese hombre: Alan Whittier, el cual, cuando era adolescente, había asesinado a su madre y a su hermana en la casa rodante que tenían en Palm Desert; luego mató a otras seis personas en una estación de servicio, y a tres más, en la explanada de estacionamiento de un supermercado, hasta que, por último, se había entregado a la policía, sollozante e histérico, presa de la culpa y del remordimiento. Whittier permaneció diez años en un hospital, y durante ese período había atacado con brutalidad a varios asistentes.
Ése era el hombre que Norman tenía frente a sí. Estaba enfurecido, pateaba la mesa y golpeaba la pared con el respaldo de su silla. Se dio vuelta para huir de la sala, pero la puerta que tenía a sus espaldas estaba cerrada con llave: lo habían encerrado, que es lo que siempre hacían durante las entrevistas con los pacientes violentos.
Detrás de Norman, Whittier había levantado la mesa y la había arrojado contra la pared, y estaba a punto de abalanzarse sobre Norman, que se hallaba aterrorizado. En ese momento oyó el ruido de los cerrojos, y enseguida tres enormes asistentes se precipitaron en el interior de la habitación, agarraron a Whittier y se lo llevaron a rastras. El enfermo seguía chillando y maldiciendo.
Norman se apresuró a ir a ver a su jefe y le exigió que le dijera por qué lo había engañado. El jefe le preguntó:
– ¿Sientes que fuiste engañado?
– Sí. Me engañaron.
– ¿Pero no te habían dicho de antemano cómo se llamaba ese paciente? ¿El nombre no te dijo nada?
Norman contestó que, en realidad, no le había prestado atención.
– Será mejor que prestes atención, Norman. Nunca te puedes permitir bajar la guardia en un sitio como ése. Es demasiado peligroso.
Y ahora, al mirar a Beth, que estaba al otro lado de la habitación, Norman pensó: «Presta atención, Norman. No te puedes permitir bajar la guardia, porque te las estás viendo con una persona loca, y no te habías dado cuenta.»
– Veo que no me crees -dijo Beth, todavía muy tranquila-. ¿Te sientes en condiciones de hablar?
– Por supuesto.
– ¿De pensar con lógica?
– Claro que sí -repuso Norman, mientras pensaba: «No soy yo el que está loco.»
– Muy bien. ¿Recuerdas cuando me dijiste lo de Harry? ¿Cómo todas las pruebas lo acusaban a él?
– Sí. Por supuesto.
– Me preguntaste si yo podía pensar en otra explicación, y te respondí que no. Pero sí hay otra explicación, Norman. Algunos puntos que tú, convenientemente, pasaste por alto la primera vez. Como las medusas. ¿Por qué las medusas? Porque fue a tu hermano menor a quien picó una medusa, Norman, y fuiste tú quien se sintió culpable después. ¿Y cuándo habla Jerry? Cuando tú estás presente, Norman. ¿Y cuándo detuvo su ataque el calamar? Cuando tú quedaste inconsciente por un golpe, Norman. No Harry, sino tú.
La voz de Beth sonaba tan serena, tan razonable… Norman hizo un gran esfuerzo por reflexionar sobre lo que estaba diciendo. ¿Sería posible que Beth tuviera razón?
– Trata de verlo desde esta perspectiva: eres un psicólogo que está aquí abajo con un grupo de científicos que tratan con hechos concretos. Nada hay para ti aquí abajo, eso tú mismo lo dijiste. ¿Y no hubo una época de tu vida durante la cual sentiste que, en lo profesional, se te hacía a un lado? ¿No fue ése un período desagradable para ti? ¿No me confesaste una vez que odiabas ese período de tu vida?
– Sí, pero…
– Cuando empiezan a ocurrir todos esos hechos extraños, ya el problema deja de ser algo medible y pesable, y se convierte en un problema psicológico. Te viene de perlas, Norman, pues ése es el campo de conocimiento que dominas. De repente, te conviertes en el centro de atención, ¿no es así?
«No -pensó Norman-, esto no puede ser cierto.»
– Cuando Jerry empieza a comunicarse con nosotros, ¿quién se da cuenta de que tiene emociones? ¿Quién insiste en tratar con las emociones de Jerry? Ninguno de nosotros se interesa por las emociones, Norman: Barnes solamente quiere información sobre armamento; Ted no desea hablar más que de temas científicos; a Harry lo único que le importa es realizar juegos de lógica. Tú eres quien se interesa por las emociones. ¿Y quién manipula a Jerry, aunque en realidad no lo logre? Tú, Norman. Nadie más que tú.
– No puede ser -dijo Norman.
Su mente estaba confundida; se esforzaba por hallar una contradicción, y por fin la halló:
– No puede ser… porque yo no estuve dentro de la esfera.
– Sí estuviste -dijo Beth-. Lo que ocurre es que no lo recuerdas.
Se sentía demolido, apaleado y deshecho. No podía recobrar el equilibrio, pero los puñetazos le seguían llegando.
– Del mismo modo que no recuerdas que te pedí que buscaras los códigos para los globos sonda -le estaba diciendo Beth, con su voz serena-. Y tampoco te acuerdas de que Barnes te preguntó cuáles eran las concentraciones de helio en el Cilindro E.
«¿Qué concentraciones de helio en el Cilindro E? ¿Cuándo me preguntó eso Barnes?»
– Hay muchas cosas que no recuerdas, Norman.
– ¿Cuándo fui a la esfera?
– Antes del primer ataque del calamar. Después de que salió Harry.
– ¡Estaba durmiendo! ¡En mi litera!
– No, Norman, no te encontrabas allí. Alice Fletcher fue a buscarte y te habías ido. No te pudimos encontrar y después apareciste, bostezando.
– No te creo.
– Sé que no me crees. Prefieres que el problema sea de otro. Y eres astuto. Eres diestro en la manipulación psicológica. ¿Recuerdas esos tests que practicabas? Ponías en un avión un grupo de gente, que no estaba al tanto de lo que pasaba, y después les decías que el piloto había sufrido un ataque cardíaco. Y ellos casi morían del susto. Ésa es una manipulación bastante cruel, Norman. Y aquí abajo, cuando empezaron a ocurrir esas cosas extrañas, necesitaste un monstruo. Así que Harry fue el monstruo. Pero Harry no lo era. Tú eres el monstruo, Norman. Esa es la razón por la que había cambiado tu aspecto, el porqué de que te hubieras vuelto feo: porque tú eres el monstruo.
– Pero el mensaje decía: «Mi nombre es Harry.»
– Sí, eso decía. Y, tal como tú mismo señalaste, la persona que lo ocasionó temía que en la pantalla apareciera el verdadero nombre.
– Harry -dijo Norman-. El nombre era Harry.
– ¿Y cuál es tu nombre?
Norman se detuvo un instante. Por alguna razón, la boca no le funcionaba. Su cerebro estaba en blanco.
– Te lo diré yo. Lo busqué. Tu nombre es Norman Harrison Johnson.
«No -pensó Norman-. No es posible que Beth tenga razón.»
– Es difícil de aceptar -continuó ella con su voz lenta, paciente, casi hipnótica-, y lo entiendo. Pero, si lo piensas, te darás cuenta de que deseabas que se llegara a esto. Querías que yo lo resolviera, Norman. ¡Pero vamos, si hace unos pocos minutos hasta me hablaste sobre El mago de Oz! Me ayudaste a encontrar el camino cuando yo no entendía lo que me estabas sugiriendo… o, por lo menos, fue tu inconsciente el que me ayudó. ¿Todavía conservas la calma?
– Por supuesto que conservo la calma.
– Bien. Trata de mantenerte sereno, Norman, y consideremos esto desde un punto de vista lógico. ¿Cooperarás conmigo?
– ¿Qué quieres que haga?
– Quiero ponerte fuera de combate, Norman. Como a Harry.
Norman negó con la cabeza.
– Nada más que durante unas pocas horas.
En ese instante, Beth pareció tomar una decisión: avanzó con rapidez hacia el psicólogo, y éste vio la jeringa que ella tenía en la mano, vio el centelleo de la aguja y torció el cuerpo hacia un lado. La aguja se hundió en la manta. Norman se la quitó y corrió hacia la escalera.
– ¡Norman! ¡Regresa!
Pero ya estaba subiendo la escalera. Vio que Beth corría hacia él con la jeringa, y le lanzó una patada; subió hasta el laboratorio de Beth y cerró violentamente la escotilla sobre su perseguidora.
– ¡Norman!
Beth golpeó la escotilla con los puños. El se paró sobre la tapa de metal, a sabiendas de que Beth nunca la podría levantar con su peso encima. Ella seguía golpeándola.
– ¡Norman Johnson, abrirás esa escotilla en este mismo instante!
– No, Beth, lo siento.
Norman se tomó un respiro. ¿Qué podría hacer Beth? «Nada», pensó. Se encontraba en lugar seguro. No podría alcanzarlo; nada le haría mientras permaneciera allí.
En ese momento vio que, entre sus pies, la traba metálica que había en el centro de la tapa estaba siendo movida desde el otro lado de la escotilla. Beth giraba el volante.
Estaba encerrando a Norman.
Las luces del laboratorio iluminaban la mesa, sobre la que había una fila de especímenes cuidadosamente embotellados: calamares, camarones y huevos de calamar gigante. Norman tocó las botellas distraídamente. Encendió el monitor del laboratorio y apretó varias teclas hasta que en la pantalla apareció Beth, que estaba trabajando en la consola principal del Cilindro D; a un lado vio a Harry, aún inconsciente.
– Norman, ¿me puedes oír?
– Sí, Beth. Te oigo -le respondió en voz alta.
– Norman, estás actuando de forma irresponsable. Eres una amenaza para toda esta expedición.
¿Era cierto eso? Norman no creía ser una amenaza para la expedición. No tenía la sensación de que eso fuese cierto. Pero ¿cuántas veces, en el curso de su vida, se había enfrentado con pacientes que rehusaban reconocer lo que les estaba ocurriendo? Recordó ejemplos triviales: un profesor, compañero suyo de la universidad, tenía terror a los ascensores, pero insistía en que subía siempre por la escalera debido a que era un buen ejercicio. Ese hombre subía hasta quince pisos; pero rechazaba las citas en edificios más altos. Había organizado toda su vida para adaptarla a un problema que no admitía tener. Mantuvo oculto el problema hasta que, al final, sufrió un ataque cardíaco. Recordó el caso de la mujer que, agotada por los años de cuidar a su hija mentalmente perturbada, le dio a ésta un frasco de pastillas para dormir; la madre decía que su hija necesitaba descansar, pero la muchacha se suicidó. Norman también se acordó del marino novato que, un día de fuerte viento, reunió alegremente a toda su familia para dar un paseo hasta Catalina, y todos estuvieron a punto de morir.
Docenas de ejemplos acudieron a su mente. Esta ceguera respecto de uno mismo era corriente en psicología. ¿Imaginaba que él era inmune?
Tres años atrás se había producido un pequeño escándalo, cuando, en el transcurso del fin de semana del Día del Trabajo, uno de los profesores adjuntos del Departamento de Psicología se suicidó, disparándose un tiro en la boca. Ese suceso había merecido titulares como: «profesor se suicida. Sus colegas expresan sorpresa: siempre estaba feliz.»
El decano de la facultad, que se quedó en una situación embarazosa para conseguir fondos para la institución, había regañado a Norman por ese episodio. Pero la verdad, difícil de aceptar, era que la psicología adolecía de serias limitaciones. Aun con conocimiento profesional y con las mejores intenciones, seguía habiendo una enorme cantidad de cosas ignoradas relativas a los amigos más íntimos, los colegas, las esposas y maridos, y los hijos. Y la ignorancia con respecto a nosotros mismos es todavía mayor. La consciencia de sí mismo es la más difícil de lograr. Pocas personas llegan a tenerla… En realidad, quizá nadie llega a tenerla.
– Norman, ¿estás ahí?
– Sí, Beth.
– Creo que eres una buena persona, Norman.
No le contestó; se limitó a observarla en el monitor.
– Pienso que tienes integridad, y que crees que dices la verdad. Éste es un momento difícil para ti: debes hacer frente a tu propia realidad. Sé que ahora tu mente pugna por encontrar excusas, por echarle la culpa a alguna otra persona. No obstante, sé que lo puedes lograr, Norman. Harry no pudo, pero tú puedes. Espero que seas capaz de admitir la dura verdad: que, en tanto permanezcas consciente, la expedición está amenazada.
Norman sintió el gran poder de convicción de Beth, oyó la serena fuerza de su voz. Cuando ella hablaba, era casi como si sus ideas fuesen ropajes que iban envolviendo el cuerpo de Norman, el cual empezaba a ver las cosas a la manera de Beth. Ella estaba tan serena, era tan persuasiva… Tenía que estar en lo cierto. Las ideas de Beth tenían tanto poder… Las ideas de Beth tenían tanto poder…
– Beth, ¿estuviste en la esfera?
– No, Norman. Ésa es tu mente, que trata de evadir la cuestión otra vez. Yo no estuve en la esfera. Tú estuviste.
Con toda honestidad, Norman no podía recordar que hubiera entrado en la esfera. No lo recordaba en absoluto. Cuando Harry entró en ella, después pudo recordarlo. ¿Por qué lo olvidaba Norman? ¿Por qué bloqueaba ese recuerdo?
– Eres psicólogo, Norman -le estaba diciendo Beth-, y por eso no quieres admitir que posees un lado de sombras. Tienes el compromiso profesional de creer en tu propia salud mental. Naturalmente, lo vas a negar.
Norman no pensaba así. Pero ¿cómo resolverlo? ¿Cómo establecer si Beth tenía razón o no la tenía? La mente de Norman no estaba funcionando bien. Su rodilla herida le latía y le producía dolor; por lo menos no había duda respecto a eso: la herida de la rodilla era real.
Era una prueba de realidad.
«Ésa es la manera de resolverlo», pensó. Una prueba de realidad. ¿Cuáles eran las pruebas objetivas de que Norman había ido a la esfera? Se habían grabado cintas de todo lo que acontecía en el habitáculo, de modo que si Norman había entrado en la esfera muchas horas atrás, en alguna parte tenía que haber una cinta que lo mostrara en la esclusa de aire, solo, vistiéndose, deslizándose por la esclusa hacia el mar. Beth debería poder mostrarle esa cinta. ¿Dónde estaba esa cinta?
En el submarino, por supuesto.
La había llevado al submarino. Norman mismo pudo haberlo hecho cuando efectuó su salida hacia allí.
No había pruebas objetivas.
– Norman, ríndete, por favor. Por el bien de todos nosotros.
«Quizá tengan razón», pensó. Beth se mostraba muy segura de sí misma, así que si él estaba eludiendo la verdad, si estaba poniendo la expedición en peligro, entonces tenía que rendirse y admitir que Beth lo pusiera en estado de inconsciencia.
¿Podría confiar en ella para permitirle eso? Tendría que hacerlo. No había otra alternativa.
«Tengo que ser yo -pensó-, tengo que ser yo.» Ese pensamiento le era tan horrible… que le resultaba sospechoso. Se estaba resistiendo con mucha violencia… «y eso no es buena señal», demasiada resistencia.
– ¿Norman?
– Está bien, Beth.
– ¿Lo harás?
– No me apremies. Dame un minuto, ¿quieres?
– Claro, Norman. Por supuesto.
Miró el videograbador que estaba al lado del monitor, y recordó que Beth lo había usado para reproducir la misma cinta, una y otra vez; aquella que mostraba cómo la esfera se había abierto por sí misma. Ahora, esa cásete estaba sobre la mesita que había al lado del video-grabador. Norman la introdujo en la ranura y apretó el botón que encendía el equipo. «¿Por qué molestarme en mirar eso ahora? -pensó-. Solamente estoy demorando las cosas. Estoy ganando tiempo.»
La pantalla parpadeó, y Norman esperó que surgiera la familiar imagen de Beth comiendo tarta, de espaldas al monitor. Pero ésta era una cinta diferente: era una transmisión directa procedente del monitor que mostraba la esfera, la gran bola reluciente que descansaba en la nave.
Norman observó durante unos segundos, pero nada ocurrió. La esfera estaba inmóvil, como siempre. Pulida, perfecta. La contempló un rato más, pero no había nada que ver.
– Norman, si ahora abro la escotilla, ¿bajarás con tranquilidad?
– Sí, Beth.
Suspiró y se echó hacia atrás para apoyarse en el respaldo de la silla. ¿Cuánto tiempo estaría inconsciente? Poco menos de seis horas. No habría problema. Pero, fuere como fuere, Beth tenía razón: él debía entregarse.
– ¿Norman, por qué estás mirando esa cinta?
Rápidamente, Norman observó en torno suyo y se preguntó si en ese cuarto había una cámara de televisión que permitía que Beth lo viera. Sí, había una bien en lo alto, en el techo, junto a la escotilla superior.
– ¿Por qué estás mirando esa cinta, Norman?
– Se hallaba aquí.
– ¿Quién te dijo que podías mirarla?
– Nadie -respondió Norman-. Simplemente estaba aquí.
– Deten la cinta, Norman. Detenía ahora.
La voz de Beth ya no se mostraba serena.
– ¿Qué es lo que pasa, Beth?
– ¡Deten esa condenada cinta, Norman!
Estaba a punto de preguntarle por qué tenía que detenerla, pero en ese momento vio a Beth entrar en la imagen y detenerse junto a la esfera. Cerró los ojos y apretó los puños con fuerza. Las espiraladas estrías de la superficie se separaron y revelaron la negrura interior. La pantalla mostró a Norman que Beth entraba en la esfera.
Luego, la puerta de la esfera se cerró detrás de la bióloga.
– Malditos seáis los hombres -exclamó Beth con voz tensa y enojada-. Todos vosotros sois iguales: no podéis dejar que alguien esté bien, solo y tranquilo, ninguno de vosotros.
– Me mentiste, Beth.
– ¿Por qué miraste esa cinta? Te rogué que no la miraras. Verla solamente te podría herir, Norman.
Beth ya no estaba enojada; ahora se mostraba suplicante, al borde de las lágrimas. Estaba experimentando rápidos cambios emocionales. Inestable, impredecible.
Y tenía el control del habitáculo.
– Beth…
– Lo siento, Norman. Ya no puedo confiar más en ti.
– Beth…
– Voy a cortar la comunicación, Norman. No voy a escucharte…
– Beth, espera…
– …más. Sé lo peligroso que eres. Vi lo que le hiciste a Harry. Cómo torciste los hechos, de modo que él apareciera como culpable. Sí, todo habría sido culpa de Harry, en el momento en que hubieras terminado. Y ahora quieres que parezca que es culpa de Beth, ¿no? Pues voy a decirte una cosa: no lo podrás hacer, porque he cortado la comunicación contigo, Norman. No voy a oír tus palabras suaves y convincentes. No puedo escuchar tus manipulaciones. Así que no gastes energías.
Norman detuvo la cinta; ahora el monitor mostraba a Beth en vez de la consola, en el cuarto de abajo.
Estaba apretando teclas.
– ¿Beth? -llamó.
La mujer no respondió y continuó trabajando en la consola, refunfuñando para sí:
– Eres un verdadero hijo de puta, Norman, ¿lo sabes? Te sientes tan mal que necesitas que todo el mundo se sienta tan vil como tú.
«Está hablando de sí misma», pensó Norman.
– Te sientes tan poderoso en eso del subconsciente, Norman: lo subconsciente esto, lo subconsciente aquello. ¡Cristo, estoy harta de ti! Probablemente tu subconsciente nos quiere matar a todos, nada más que porque te quieres suicidar y piensas que los demás debemos morir contigo.
Norman sintió que recorría su cuerpo un estremecedor escalofrío: Beth, con su carencia de autoestima, con su profundo odio a sí misma, había penetrado en la esfera, y ahora estaba actuando con el poder que ésta le había conferido, pero sin estabilidad en sus pensamientos. Beth se veía a sí misma como una víctima que luchaba contra su sino, y siempre sin éxito. Beth era la víctima de los hombres, de la organización de la sociedad, de la investigación científica, de la realidad. En ningún caso alcanzaba a ver cómo todo eso se lo había hecho ella a sí misma… «Y puso explosivos alrededor de todo el habitáculo», pensó Norman.
– No te permitiré hacerlo, Norman. Te voy a detener antes de que nos mates a todos.
Cuanto ella decía era inversión de la verdad. Ahora Norman empezaba a ver el patrón de su conducta.
Beth se había dado cuenta de cómo abrir la esfera y había ido allí en secreto, porque siempre había sentido la atracción del poder. Siempre había creído que le faltaba poder, que necesitaba más. Pero como no estaba preparada para manejarlo una vez que lo tuviera, seguía viéndose a sí misma como una víctima, de modo que tenía que negar la posesión del poder y disponer las cosas para ser víctima de ese poder.
Su situación era muy diferente de la de Harry, pues éste había negado sus miedos y, por ese motivo, las imágenes aterradoras se manifestaron por sí mismas. Pero Beth negó su poder y, en consecuencia, hizo que se manifestara una nube remolineante de poder amorfo e incontrolado.
Harry era un matemático que vivía en un mundo consciente de abstracciones, de ecuaciones y de ideas. De manera que un ser concreto, como un calamar, era lo que le causaba miedo. Pero Beth, una zoóloga que todos los días estaba en contacto con animales, seres a los que podía tocar y ver, tuvo que crear una abstracción, un poder al que ella no podía ni tocar ni ver. Un poder abstracto y sin forma que llegaba para atraparla a ella.
Y al objeto de defenderse, había rodeado el habitáculo de explosivos.
«No es gran cosa como defensa», pensó Norman.
A menos que, secretamente, esa persona quisiera matarse.
Norman vio con claridad todo el horror de la situación.
– No vas a salirte con la tuya, Norman. No permitiré que ocurra. No consentiré que me suceda a mí.
Continuaba apretando teclas en la consola. ¿Qué estaba planeando? ¿Qué podría hacerle? Norman tenía que pensar.
De súbito, las luces del laboratorio se apagaron. Un instante después ocurrió lo mismo con el gran calefactor de ambiente, cuyos elementos irradiantes empezaron a enfriarse y a oscurecerse.
Beth había cortado la corriente.
Con el calefactor apagado, ¿cuánto tiempo podría resistir? Norman cogió las mantas de la cama de Beth y se envolvió en ellas. ¿Cuánto tiempo aguantaría sin calor? «Desde luego, no seis horas», pensó con pesimismo.
– Lo siento, Norman, pero debes entender la posición en la que me encuentro: mientras te halles consciente, yo estoy en peligro.
«Quizá una hora -pensó-. Tal vez pueda durar una hora.»
– Lo siento, Norman. Pero me veo obligada a hacerte esto.
Oyó un suave siseo: la alarma de la placa que tenía en el pecho empezó a emitir un sonido intermitente y agudo. Bajó la vista y la miró. Incluso en la oscuridad pudo ver que ahora la placa estaba gris. Supo de inmediato qué era lo que había pasado: Beth había cortado el suministro de aire al laboratorio.
Acurrucado en la oscuridad escuchaba el silbido que, a intervalos regulares, emitía la alarma de su placa, y el siseo del aire que se escapaba. La presión disminuía con rapidez: los oídos se le taponaron, como si se encontrara a bordo de un avión que estuviera despegando.
«Haz algo», pensó, sintiendo que el pánico lo invadía.
Pero no había nada que pudiera hacer: se hallaba encerrado en la cámara superior del Cilindro D y no podía salir. Beth tenía el control de toda la instalación y sabía cómo operar los sistemas para mantenimiento de la vida. Le había cortado la corriente, había quitado la calefacción y ahora interrumpía el acceso de aire. Norman estaba atrapado.
A medida que la presión disminuía, las botellas herméticamente cerradas, que contenían especímenes, explotaban como bombas, y disparaban fragmentos de vidrio por todo el cuarto. Norman se agazapó debajo de las mantas y sentía cómo los cristales rasgaban la tela. Ahora respirar era más difícil. Al principio, Norman había pensado que era la tensión, pero después se dio cuenta de que el aire se volvía menos denso. Pronto perdería el conocimiento.
Haz algo.
Tenía la impresión de que no podía recuperar el aliento.
Haz algo.
Pero en lo único que pensaba era en respirar. Necesitaba aire, le hacía falta oxígeno. Entonces pensó en el botiquín de primeros auxilios. ¿Había oxígeno de emergencia en el botiquín? No estaba seguro. Le parecía recordar… Cuando se levantó explotó otra botella con especímenes, y tuvo que agacharse para esquivar los trozos de vidrio que volaban.
Boqueaba, casi asfixiado; el pecho le subía y le bajaba trabajosamente. Empezaba a ver puntos grises.
Avanzó a tientas en la oscuridad, en busca del botiquín; sus manos se desplazaban a lo largo de la pared. Tocó un cilindro. ¿Oxígeno? No, demasiado grande: tenía que ser el extintor de incendios. ¿Dónde se hallaba el botiquín? Siguió palpando la pared. ¿Dónde?
Sintió la caja metálica, la tapa en la que se hallaba estampada la cruz en relieve. La abrió de un tirón y metió las manos en ella.
Más puntos flotaron ante sus ojos: no le quedaba mucho tiempo.
Sus dedos tocaron frascos pequeños, y blandos paquetes de vendas. No había botellas de aire. ¡Maldición! Los frascos cayeron al suelo, y algo grande y pesado le aterrizó sobre un pie, con un ruido sordo. Norman se inclinó, tocó el pavimento y sintió que un pedazo de cristal le había hecho un corte en un dedo, no le prestó atención. Sus manos se cerraron sobre un frío cilindro de metal; era pequeño, apenas más largo que la palma de la mano. En uno de los extremos había una especie de tubo de unión, una tobera…
Era una lata de aerosol, una maldita lata de algún producto para rociar. La tiró lejos. Oxígeno. ¡Necesitaba oxígeno!
Recordó que junto a la litera… ¿No había oxígeno de emergencia al lado de cada litera del habitáculo? A tientas, buscó el sofá en el que dormía Beth; palpó la pared que estaba por encima de lo que tenía que ser la cabecera. Seguramente había oxígeno allí. Ahora Norman sentía vahídos, comenzaba a dejar de pensar con claridad.
No había oxígeno.
Entonces recordó que no era un lecho común y corriente, que no estaba diseñado para que en él durmiera nadie, así que no habrían puesto oxígeno allí. ¡Maldición! Y, en ese momento, su mano tocó un cilindro metálico sujeto a la pared. En uno de los extremos había algo blando…
Una mascarilla de oxígeno.
Con gran presteza, se puso la máscara sobre la boca y la nariz. Palpó la botella e hizo girar un mando. Oyó un siseo e inhaló aire frío. Sintió una ola de intenso vértigo y después la cabeza se le aclaró. ¡Oxígeno! ¡Ya se sentía bien!
Tanteó la botella para evaluar su tamaño: era un recipiente de emergencia, con apenas unos pocos centenares de centímetros cúbicos. ¿Cuánto duraría? «No mucho», pensó. Algunos minutos. Sólo representaba un alivio temporal.
Haz algo.
Pero no se le ocurría qué hacer. Carecía de opciones. Estaba encerrado en un cuarto.
Recordó lo que solía decir uno de sus profesores, el gordo y viejo Temkin: «Siempre tienen una opción. Siempre hay algo que pueden hacer. Nunca están desprovistos de una posibilidad.»
«Ahora sí lo estoy», pensó. No tenía alternativas. De todos modos, Temkin se refería al tratamiento de pacientes, no al hecho de tener que escapar de cámaras selladas. Su maestro no tenía ninguna experiencia sobre cómo salir de recintos cerrados. Y tampoco la tenía Norman.
El oxígeno lo había aturdido… ¿O era que ya se estaba terminando? Por su mente cruzó un desfile de sus antiguos profesores. ¿Sería esto como ver pasar la propia vida ante los ojos, cuando se está a punto de morir? Los vio a todos: la señora Jefferson, que le había sugerido que sería mejor que estudiara para abogado. El viejo Joe Lamper, que siempre reía y decía: «Todo es sexo. Créanme. Siempre todo se reduce a lo sexual.» El doctor Stein, que sostenía: «No existe ningún paciente que se resista. Mostradme un paciente que se resiste, y os mostraré un terapeuta que se resiste. Si no lográis avanzar con el paciente, pues haced alguna otra cosa, la que sea. Pero haced algo.»
Haced algo.
Stein era partidario de los recursos disparatados. Si no se lograba llegar al paciente, entonces había que comportarse como un loco: vestirse de payaso, patear al sujeto, mojarlo con una pistola de agua, hacer cualquier maldita cosa que al terapeuta se le ocurriera, pero hacer algo.
– Mira -solía decir-. Lo que estás haciendo ahora no da resultado. Así que prueba algo nuevo, no importa lo loco que te parezca.
«Eso estaba bien en aquel entonces», pensó Norman. Le gustaría ver al doctor Stein evaluando este problema. ¿Qué le diría que hiciera?
Abre la puerta. No puedo; ella la atrancó.
Habla con ella. No puedo: no me escucha.
Abre el paso de aire. No puedo; ella controla el sistema.
Consigue el control del sistema. No puedo; lo tiene ella.
Busca ayuda dentro del cuarto. No puedo; no queda nada que sirva.
Entonces, sal. No puedo; yo…
Se detuvo en su cavilación: eso no era cierto. Podía salir rompiendo una portilla o abriendo la escotilla del techo. Pero no había ningún lugar al que pudiera ir, pues no tenía traje de buzo y el agua estaba a la temperatura de congelación; ya se había expuesto a esa agua, durante unos segundos nada más, y casi muere. Si saliera de esa cabina para sumergirse en el océano, casi con seguridad perecería. Era probable que su temperatura corporal bajara hasta límites letales, aun antes de que la cámara llegara a llenarse de agua. Sin duda, moriría.
En su mente vio entonces que el doctor Stein alzaría sus pobladas cejas y que, con una sonrisa burlona, le diría: Y si vas a morir de todos modos, ¿qué tienes que perder?
Norman comenzó a idear un plan: si abría la escotilla del techo podría ir al exterior del cilindro. Una vez fuera, quizá lograra descender hasta el Cilindro A, entrar en él a través de la esclusa de aire y ponerse su traje. Entonces, estaría bien.
Si lograse llegar hasta la esclusa de aire… ¿Cuánto tiempo necesitaría para ello? ¿Treinta segundos? ¿Un minuto? ¿Sería capaz de contener la respiración tanto rato? ¿Podría resistir el frío durante tan largo tiempo?
Morirás, de todos modos.
Y entonces pensó: «Maldito idiota, en tu mano tienes una botella de oxígeno; tienes suficiente aire, si no te quedas aquí, perdiendo tiempo, preocupándote. ¡Adelante, sal!»
«No -pensó-. Hay algo más, algo que estoy olvidando.»
¡Adelante!
Dejó de pensar y empezó a trepar hacia la escotilla situada en el techo del cilindro. Después contuvo la respiración, se afianzó bien, listo para la acometida del agua, giró el volante y abrió la escotilla.
– ¡Norman! ¡Norman! ¿Qué estás haciendo? ¡Norman! Te has vuelto loco… -gritó Beth.
Después, sus palabras se perdieron en el rugido del agua que, a una temperatura glacial, caía dentro del cilindro como una poderosa cascada.
En el instante en que estuvo fuera se dio cuenta de su error: necesitaba pesos, pues su cuerpo boyaba hacia la superficie. Norman tomó una última bocanada de aire, dejó caer la botella de oxígeno y se agarró con desesperación a las frías tuberías de la parte externa del cilindro, a sabiendas de que si se soltaba no habría nada que lo detuviera, ninguna cosa a la que agarrarse en su ascenso hacia la superficie del mar, donde apenas llegara estallaría como un globo.
Sin dejar de agarrarse a las tuberías, se esforzaba para ir hacia abajo, siempre con una mano sobre la otra, en busca del siguiente tubo, de la siguiente protuberancia que le sirviese de asidero. Era como escalar una montaña, pero al revés: si se dejaba ir, «caería» hacia arriba y moriría. Ya tenía las manos entumecidas, y su cuerpo, rígido por el frío, se movía con lentitud. Los pulmones le quemaban.
Le quedaba muy poco tiempo.
Alcanzó la parte inferior del habitáculo, se dio impulso y osciló para quedar debajo del Cilindro D; se estiró hacia arriba y, en la oscuridad, palpó el metal buscando la esclusa… ¡No se encontraba allí! ¡La esclusa de aire no estaba! Entonces se dio cuenta de que se hallaba debajo del Cilindro B. Se desplazó hacia el A, y buscó a tientas la esclusa: estaba cerrada. Tiró con fuerza del volante. Tiró otra vez, pero no logró moverlo.
Estaba aislado en el exterior.
El terror más intenso se apoderó de Norman. Su cuerpo estaba casi paralizado a causa del frío, y él sabía que sólo le quedaban unos segundos antes de perder el conocimiento. Tenía que abrir la escotilla. Le dio puñetazos, golpeó el metal que rodeaba los bordes, sin experimentar ninguna sensación en sus manos ateridas.
En ese instante, el volante empezó a girar por sí mismo y la escotilla se abrió, como impulsada por un resorte. Seguramente existía un botón de emergencia, y Norman temía haberlo…
Irrumpió sobre la superficie del agua, aspiró una bocanada de aire y se volvió a hundir. Emergió otra vez, pero no podía trepar al cilindro porque estaba demasiado entumecido; sus músculos se hallaban congelados y el cuerpo no le respondía.
«Tienes que hacerlo -pensó-. Tienes que hacerlo.» Sus dedos se aferraron al metal, resbalaron y volvieron a agarrarse. «Un empujón -pensó-. Un último empujón.» Lanzó el pecho sobre el reborde metálico y cayó pesadamente sobre la cubierta. Pero estaba tan entumecido que no sentía absolutamente nada. Torció el cuerpo, en un intento por hacer que sus piernas alcanzaran el borde de la escotilla… Y volvió a caer al agua helada.
– ¡No!
Una vez más, la última, se impulsó hacia arriba para alcanzar el borde; llegó a la cubierta y se retorció hasta que pudo apoyar una pierna en equilibrio precario; después levantó la otra pierna, la cual ya no sentía, y entonces se quedó fuera del agua, tendido sobre la cubierta del cilindro.
Estaba tiritando. Trató de ponerse de pie, pero se derrumbó. Todo su cuerpo se sacudía de tal modo, que no podía conservar el equilibrio.
Al otro lado de la esclusa divisó su traje, que colgaba en la pared del cilindro. Vio el casco, con su nombre, johnson, escrito en él. Norman reptó hacia el equipo, mientras su cuerpo se sacudía con violencia. Trató de ponerse en pie. No pudo. Las botas estaban frente a su cara; trató de agarrarlas, pero sus manos no se cerraban. Intentó morder el traje para usar los dientes como punto de apoyo, y los dientes le castañeteaban de modo incontrolable.
El intercomunicador restalló:
– ¡Norman! ¡Sé lo que estás haciendo!
Beth llegaría de un momento a otro. Tenía que ponerse el traje. Lo contempló, a unos centímetros de él, pero sus manos seguían temblando incapaces de sostener nada. Finalmente, vio las presillas de tela que había cerca de la cintura, y que servían para sujetar instrumentos. Enganchó una mano en una presilla y se las arregló para sostenerse. Se estiró hasta ponerse de pie. Metió un pie dentro del traje, y después, el otro.
– ¡Norman!
Extendió los brazos para coger el casco, pero antes de que lograra retirarlo del gancho y se lo dejara caer sobre la cabeza, el casco tamborileó contra la pared. Una vez puesto, lo hizo girar sobre el cuello del traje hasta que oyó el clic que produjo el cierre del resorte.
Todavía tenía mucho frío. ¿Por qué no se calentaba el traje? En ese momento se dio cuenta de que no había corriente, pues la fuente de alimentación estaba en la mochila, se la colgó con un encogimiento de hombros y se tambaleó bajo su peso. Tenía que enganchar el cordón «umbilical» por el que corrían los conductos encargados de transferir oxígeno al interior del traje, y de conservar una temperatura compatible con la vida. Norman tendió la mano hacia atrás, palpó el cordón, lo sostuvo y lo enchufó en el traje, a la altura de la cintura; luego lo conectó…
Oyó un sonido breve y seco.
El ventilador empezó a zumbar con un ruido sordo.
Norman sintió que largas franjas de dolor le recorrían todo el cuerpo. Los elementos eléctricos estaban dando calor pero, sobre su piel helada, ese calor le producía dolor. Sentía como si se le clavaran alfileres y agujas por todo el cuerpo.
Beth estaba hablando por el intercomunicador. La oía pero no entendía lo que decía. Se sentó pesadamente sobre la cubierta, respirando con dificultad.
Sabía que se iba a poner bien, pues el dolor estaba disminuyendo, la cabeza se le estaba despejando y su cuerpo ya no se sacudía con tanta brusquedad. Había estado expuesto a un frío muy intenso, pero no el tiempo suficiente como para que el daño fuese irremediable. Se estaba recuperando con rapidez.
– ¡Nunca vas a lograr agarrarme, Norman! -dijo Beth por el intercomunicador.
Norman consiguió ponerse de pie; se colocó el cinturón de lastre y cerró las hebillas.
– ¡Norman!
No respondió. Ahora sentía que su temperatura había subido por completo, que era normal.
– ¡Norman! ¡Estoy rodeada de explosivos! ¡Si te acercas a mí, aunque sea un poco, te volaré en pedazos! ¡Morirás, Norman! ¡Nunca vas a lograr agarrarme!
Pero Norman no iba a buscar a Beth. Tenía un plan muy distinto. Oyó el siseo de su tanque de aire, cuando la presión se igualó dentro del traje.
Entonces volvió a saltar al agua.
La esfera resplandecía bajo las luces. En su superficie perfectamente pulida, Norman vio su propia imagen reflejada; después contempló cómo esa imagen se deshacía, se fragmentaba al llegar a los surcos espiralados, cuando él rodeó la esfera para situarse ante su parte posterior.
Delante de la puerta.
Pensó que se parecía a una boca, a las fauces de una bestia primitiva, listas para engullirlo. Frente a la esfera, al ver una vez más el patrón extra-terrestre, no humano, de los surcos, Norman se sintió flaquear. De repente, tuvo miedo. No creía poder seguir adelante con lo que pretendía hacer.
«No seas tonto -se dijo-. Harry lo logró. Y Beth también. Y sobrevivieron.»
Examinó los surcos espiralados, como si quisiera recobrar la confianza en sí mismo. Pero no lo logró en absoluto: en el metal no había más que estrías curvas, que reflejaban la luz que caía sobre ellas.
«Muy bien -pensó finalmente-, lo haré. Llegué hasta aquí y, hasta ahora, he sobrevivido a todo. No hay razón para que no lo haga.»
«Sigue adelante y ábrela.»
Pero la esfera no se abrió. Permaneció exactamente igual: una bola reluciente, bruñida, perfecta.
¿Cuál era la finalidad de este objeto? Norman deseaba de modo ferviente descubrir la finalidad de la esfera.
Volvió a pensar en el doctor Stein. ¿Cuál era su expresión favorita? «La comprensión es una táctica dilatoria». Stein solía enfadarse cuando los licenciados en psicología empezaban a examinar las cosas de manera demasiado racional y pronunciaban largas peroratas sobre los pacientes y sus problemas. Stein los interrumpía, sin ocultar su irritación, y les decía:
– ¿A quién le importa? ¿A quién le importa que entendamos la psicodinámica de este caso, o que no lo hagamos? ¿Preferís entender por qué se nada, o saltar al agua y empezar a nadar? Sólo la gente que le teme al agua quiere entender por qué se nada; los demás saltan y se mojan.
«Muy bien -pensó Norman-. Mojémonos.» La esfera no se abrió.
– Ábrete -dijo en voz alta.
La esfera no se abrió.
Norman había pensado en la posibilidad de no lograrlo, porque Ted lo había intentado durante horas. Cuando Harry y Beth entraron no habían pronunciado palabra: tan sólo hicieron algo, dentro de su mente.
Cerró los ojos, concentró la atención y pensó: «Ábrete.»
Levantó los párpados y miró la esfera: seguía cerrada.
«Estoy listo para que te abras -pensó-. Estoy listo ahora.»
Nada ocurrió. La esfera seguía cerrada.
Aunque Norman había tomado en cuenta la posibilidad de que fuera incapaz de abrir la esfera, íntimamente pensaba que, después de todo, dos personas ya lo habían conseguido. ¿Cómo?
Harry, con su mente lógica, había sido el primero en resolver la cuestión. Pero la había resuelto sólo después de ver la cinta de Beth. De modo que Harry había descubierto una pista en la cinta, una pista importante…
Beth también había hecho un repaso de la cinta, la había mirado una y otra vez, hasta que, al final, también ella resolvió el problema. Había algo en la cinta…
«¡Qué lástima que no la tenga aquí!», pensó Norman. Pero la había visto varias veces, así que era probable que pudiera reconstruirla, que lograra reproducirla en su mente. ¿Cómo era? Mentalmente, vio las imágenes: Beth y Tina hablaban; Beth comía su porción de tarta. Después Tina decía algo sobre las cintas guardadas en el submarino. Y Beth respondía no sé qué. Luego Tina se alejaba y salía del cuadro, pero antes había dicho: «¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?» Y Beth había respondido: «Quizá. No lo sé.» Y la esfera se había abierto en ese instante.
– ¿Porqué?
«¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?», había preguntado Tina. Y en respuesta a esa pregunta, Beth tenía que haber imaginado la esfera abierta, en su mente tenía que haber visto una imagen de la esfera abierta…
Se oyó un sonido bajo y profundo, como de algo que rodara; fue una vibración que llenó la sala.
La esfera estaba abierta; la puerta, abierta como en un inmenso bostezo, amplia y negra.
«Eso es -pensó-. Hay que representarse mentalmente que eso ocurre, y ocurre.» Lo que significaba que, si se representaba la puerta de la esfera cerrada…
Con otra rodadura profunda, la esfera estaba cerrada…
o abierta…
La esfera se abrió otra vez.
– Será mejor que no abuse de mi suerte -dijo en voz alta.
La puerta aún estaba abierta. Atisbo el interior, pero sólo vio una negrura profunda, sin matices. «Ahora o nunca», pensó.
Entró en la esfera.
Y la esfera se cerró detrás de Norman.
Todo es oscuridad; pero, a medida que sus ojos se adaptan, ve algo parecido a luciérnagas. Es una espuma danzante, luminosa…, millones de puntos de luz que remolinean alrededor de su cuerpo.
«¿Qué es?», piensa. Todo lo que ve es la espuma. No constituye una estructura, y parece no tener límites. Es un océano embravecido, una espuma reluciente, y muchas facetas. Norman siente que es muy bello, que hay una gran paz. Estar aquí es apacible.
Mueve las manos y coge espuma en el hueco de ellas; sus movimientos hacen que la espuma se arremoline. Pero en ese instante se da cuenta de que las manos se están volviendo transparentes, de que puede ver la centelleante espuma a través de su propia carne. Baja la vista y se mira el cuerpo: piernas, torso, todo él se está volviendo transparente. Él es parte de la espuma. La sensación es muy agradable.
Se hace más ligero, y pronto se ve elevado y flotando en el limitado océano reluciente. Entrelaza las manos sobre la nuca, y flota. Se siente feliz. Se quedaría aquí para siempre.
Adquiere conciencia de que hay algo más en este océano, otra presencia.
– ¿Hay alguien aquí?
– Yo estoy aquí.
Se sobresalta. Se oye tan alto… O parece alto. Después, se pregunta si oyó algo en realidad.
– ¿Alguien ha hablado?
– No.
– ¿Cómo nos estamos comunicando?
– Del mismo modo que todo se comunica con todo lo demás.
– ¿Qué modo es ése?
– ¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
– Es que no conozco la respuesta.
La espuma lo mece con suavidad, pero Norman no recibe respuesta durante un rato, y se pregunta si está otra vez solo.
– ¿Está usted ahí?
– Sí.
– Creí que se había ido.
– No hay donde ir.
– ¿Quiere decir que está aprisionado dentro de esta esfera?
– No.
– ¿Me responderá a una pregunta? ¿Quién es usted?
– Yo no soy un quién.
– ¿Es usted Dios?
– Dios es una palabra.
– Quiero decir, ¿es usted un ser superior, o una conciencia superior?
– ¿Superior a qué?
– Superior a mí, supongo.
– ¿En qué altura estás?
– Bastante bajo. Por lo menos eso es lo que imagino.
– Bueno, eso es cosa tuya.
Mientras flota dentro de la espuma, a Norman lo perturba la posibilidad de que Dios se esté burlando de él.
– ¿Está bromeando conmigo?
– ¿Por qué me preguntas, si ya conoces la respuesta?
– ¿Estoy hablando con Dios?
– No estás hablando en absoluto.
– Usted toma lo que digo en sentido literal. ¿Se debe eso a que proviene de otro planeta?
– No.
– ¿Es usted de otro planeta?
– No.
– ¿Es usted de otra civilización?
– No.
– ¿De dónde es usted?
– ¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
Norman piensa que, en otro momento, esa contestación reiterativa lo habría irritado; pero ahora no tiene emociones. No hay juicios: sencillamente está recibiendo información.
– Pero esta esfera viene de otra civilización.
– Sí.
– Y quizá de otro tiempo.
– Sí.
– ¿Y no es usted parte de esta esfera?
– Lo soy ahora.
– Si es así, ¿de dónde es usted?
– ¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
La espuma lo lleva de un lado para otro con delicadeza, meciéndolo de modo apaciguante.
– ¿Está usted ahí?
– No hay donde ir.
– Temo que no sé mucho sobre religión. Soy psicólogo, de modo que me ocupo de cómo piensa la gente. En mi preparación profesional nunca aprendí mucho sobre religión.
– Ah, entiendo.
– La psicología no tiene mucho que ver con la religión.
– Por supuesto.
– ¿Así que coincide conmigo?
– Coincido contigo.
– Eso es reconfortante.
– Yo no veo por qué.
– ¿Quién es yo?
– ¿Quién es, por cierto?
Mecido por la espuma, siente una profunda paz, a pesar de las dificultades de la conversación.
– Estoy preocupado.
– Dime.
– Estoy preocupado porque usted habla como Jerry.
– Eso era de esperar.
– Pero Jerry era, en realidad, Harry.
– Sí.
– ¿Así que usted también es Harry?
– No. Por supuesto que no.
– ¿Quién es usted?
– Yo no soy un quién.
– ¿Entonces, por qué habla de modo similar a Jerry o Harry?
– Porque surgimos de la misma fuente.
– No comprendo.
– Cuando miras en el espejo, ¿qué ves?
– Me veo a mí mismo.
– Ya entiendo.
– ¿No es lo normal?
– Es cosa tuya.
– No comprendo.
– Lo que ves es cosa tuya.
– Eso ya lo sé. Todo el mundo sabe eso. Es una perogrullada de psicología, una frase hecha.
– Ya veo.
– ¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?
– ¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?
– Encuentro que es difícil hablar con usted. ¿Me dará el poder?
– ¿Qué poder?
– El poder que les concedió a Harry y a Beth. El poder de hacer que ocurran cosas mediante el empleo de la imaginación. ¿Me lo va a conceder?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque ya lo tienes.
– No siento que lo tenga.
– Lo sé.
– Entonces, ¿cómo es que tengo el poder?
– ¿Cómo entraste aquí?
– Imaginé que la puerta se abría.
– Sí.
Se mecía en la espuma, aguardando una respuesta, pero no hubo respuesta: sólo un delicado movimiento de la espuma, una atemporalidad pacífica, y una sensación de adormecimiento.
Después de haber transcurrido cierto tiempo, Norman piensa:
– Lo siento, pero desearía que usted se limitara a explicar y que dejara de hablar con acertijos.
– En vuestro planeta tenéis un animal llamado oso. Es un animal grande, en ocasiones más grande que vosotros; es inteligente, tiene ingenio y posee también un cerebro tan grande como el vuestro. Pero el oso difiere de vosotros en un solo aspecto importante: no puede realizar la actividad mental que denomináis «imaginar»; no puede elaborar imágenes mentales de cómo podría ser la realidad, no puede hacerse la representación mental de lo que llaman «lo pasado» y de lo que llaman «lo futuro». Esta capacidad especial, la de imaginar, es la que hizo que vuestra especie sea lo grandiosa que es. Ninguna otra cosa: no es su naturaleza de simio, ni la capacidad de usar herramientas, ni el lenguaje, ni la violencia, ni el cuidado que prestan a los miembros jóvenes de su especie, ni sus agrupamientos sociales. No es ninguna de estas cosas, todas las cuales se hallan en otros animales. Vuestra grandeza estriba en la imaginación.
La capacidad de imaginar es la parte más grande de lo que vosotros denomináis «inteligencia». Creéis que la capacidad de imaginar no es más que una etapa útil en el camino para conseguir la resolución de un problema, o para hacer que algo ocurra. Pero imaginario es lo que hace que ese algo ocurra.
Éste es el don de vuestra especie, y éste es el peligro, porque vosotros no os preocupáis por controlar lo que genera vuestra imaginación: imagináis cosas maravillosas y cosas terribles, y no asumís la responsabilidad de esa elección. Se dice que en vuestro interior tenéis tanto el poder del bien como el poder del mal, el ángel y el demonio, pero, en honor a la verdad, dentro de vosotros no bay más que una cosa: la capacidad de imaginar.
Espero que hayáis disfrutado de este discurso, que tengo planeado pronunciar en la próxima asamblea de la Asociación Norteamericana de Psicólogos y Asistentes Sociales, que se reúne en marzo en Houston. Opino que este discurso tendrá una muy buena acogida.
– ¿Qué? -piensa Norman, pasmado.
– ¿A quién creías que le estabas hablando? ¿A Dios?
– ¿Quién es?
– Tú, por supuesto.
– Pero usted es alguien diferente de mí, alguien aparte. Usted no es yo.
– Sí, lo soy. Tú me imaginaste.
– Dígame más.
– No hay más.
Tenía la mejilla apoyada sobre un frío metal. Rodó sobre la espalda y miró la superficie pulida de la esfera, que se curvaba por encima de él. Los surcos espiralados de la puerta habían vuelto a cambiar.
Norman se puso de pie. Se sentía relajado y en paz, como si hubiera estado durmiendo durante largas horas. Igual que si despertara de un maravilloso sueño. Lo recordaba todo con mucha claridad.
Se desplazó por la nave, regresó a la cubierta de vuelo y, después, bajó por el pasadizo de las luces ultravioleta. Llegó a la sala que tenía los tubos en la pared.
Estaban llenos: había un tripulante en cada uno.
Era tal como lo había pensado: Beth había manifestado una sola tripulante, una solitaria mujer, a modo de advertencia para Harry y Norman. Ahora era Norman el que tenía el control, y encontró la sala poblada.
«No está mal.»
Miró la sala y pensó: «Que desaparezcan uno tras otro.»
De uno en uno, los miembros de la tripulación que se hallaban en los tubos se desvanecieron ante sus ojos; todos desaparecieron.
«Que vuelvan, a razón de uno cada vez.»
Rápidamente, los miembros de la tripulación volvieron a materializarse dentro de los tubos.
«Todos hombres.»
Las mujeres se convirtieron en hombres.
«Todos mujeres.»
Fueron mujeres en su totalidad.
Tenía el poder.
– Norman…
A través de los altavoces, la voz de Beth se oía por toda la astronave vacía.
– ¿Dónde estás, Norman? Sé que te encuentras en alguna parte. Te puedo sentir, Norman.
El psicólogo se estaba desplazando por la cocina; pasó frente a las latas vacías de coca-cola que estaban sobre la mesa; después cruzó la pesada puerta y penetró en la cubierta de vuelo; allí contempló el rostro de Beth en todas las pantallas de la consola. Parecía verlo, con su imagen repetida una docena de veces.
– Norman, sé dónde has estado. Estuviste dentro de la esfera, ¿no es así?
Con la palma de la mano, Norman apretó las consolas, en un intento por apagar las pantallas. Pero no lo consiguió: las imágenes permanecieron.
– Norman. Respóndeme, Norman.
Dejó atrás la cubierta de vuelo y fue hacia la esclusa de aire.
– De nada servirá, Norman. Yo estoy al mando ahora. ¿Me oyes?
En la esclusa escuchó un clic cuando su casco quedó correctamente unido al traje. El aire que procedía de los tanques era frío y seco. Percibió el sonido uniforme de su propia respiración.
Oyó la voz de Beth en el intercomunicador de su casco.
– Norman, ¿por qué no me hablas? ¿Tienes miedo, Norman?
La constante repetición de su nombre lo irritaba. Apretó los botones para abrir la esclusa. El agua que surgía del suelo subía con rapidez e inundaba la cabina.
– Ah, estás ahí, Norman. Ahora te veo.
Beth empezó a reír con una risa alta y quebrada.
Norman se volvió y vio la cámara de televisión montada en el robot, todavía dentro de la esclusa. Le dio un violento empellón y la hizo enfocar hacia otro lado.
– Eso de nada servirá, Norman.
Estaba otra vez fuera de la nave espacial, de pie al lado de la esclusa. Los explosivos Tevac formaban hileras de puntos rojos refulgentes que se extendían en forma de líneas erráticas, como si fuesen una pista de aterrizaje diseñada por algún ingeniero demente.
– Norman. ¿Por qué no me respondes, Norman?
Beth era inestable, variable. Se notaba en su voz. Tenía que privarla de sus armas, desconectar los explosivos…, si era capaz de hacerlo.
«Que los explosivos se apaguen y se desconecten», pensó. De inmediato, todas las luces rojas se apagaron. «No está mal», se dijo, complacido.
Un instante después, las luces rojas parpadearon y volvieron a encenderse.
– No lo lograrás, Norman -dijo Beth, riendo-. No podrás conmigo. Puedo combatir.
Sabía que ella tenía razón: estaban teniendo una disputa, una confrontación de voluntades, en la que encendían y apagaban los explosivos. Pero esa disputa nunca se llegaría a resolver de esa manera. Norman tendría que hacer algo más directo.
Avanzó hacia el explosivo Tevac más cercano, y cuando estuvo al lado vio que el cono era más grande de lo que él había pensado: tenía un metro veinte de altura y estaba rematado por una luz roja.
– Te puedo ver, Norman. Veo lo que estás haciendo.
En el cono había algo escrito en letras amarillas sobre la superficie gris. Norman se inclinó para leerlas, y aunque la luneta de su casco estaba ligeramente empañada, podía distinguir las palabras.
PELIGRO – EXPLOSIVOS TEVAC
EXCLUSIVAMENTE PARA USO EN CONSTRUCCIONES/DEMOLICIONES DE LA USN
SECUENCIA REGRESIVA DE DETONACIÓN 20:00
CONSULTAR MANUAL USN/VV/512-A
SOLAMENTE PERSONAL AUTORIZADO
PELIGRO – EXPLOSIVOS TEVAC
Había más texto debajo del anterior, pero estaba escrito en letras muy pequeñas y Norman no lo pudo leer.
– ¡Norman! ¿Qué estás haciendo con mis explosivos, Norman?
El psicólogo no contestó. Miró la conexión de los cables: un alambre fino entraba en la base del cono, y un segundo alambre salía de allí. Este segundo alambre se extendía por el fondo lodoso hasta llegar al cono siguiente, en el que también había dos alambres, uno de entrada y otro de salida.
– Lárgate de ahí, Norman. Me estás poniendo nerviosa.
Un alambre de entrada y un alambre de salida.
¡Beth había conectado los conos en serie, como si fueran las bombillitas de un árbol de Navidad! Con sólo arrancar uno de los alambres, Norman desconectaría toda la línea de explosivos. Extendió la mano enguantada y agarró el alambre.
– ¡Norman! ¡No toques ese cable, Norman!
– Tómalo con calma, Beth.
Sus dedos se cerraron alrededor del hilo. Norman sintió el revestimiento plástico blando, y lo apretó con fuerza.
– Norman, si tiras de ese alambre dispararás los explosivos. Te lo juro: nos volará a ti, a mí, a Harry y a todo el infierno, Norman.
El no creía que eso fuera cierto. Beth estaba mintiendo. Había perdido el control, era peligrosa y volvía a decir embustes.
Llevó la mano hacia atrás y sintió que el cable se ponía tenso.
– No lo hagas, Norman…
Ahora el hilo estaba tirante en su mano.
– Te voy a dejar sin actividad, Beth.
– Por el amor de Dios, Norman. ¡Créeme! ¡Nos matarás a todos!
Norman vacilaba. ¿Estaría Beth diciendo la verdad? ¿Sabía cómo conectar explosivos? Miró el gran cono gris que tenía a sus pies y que le llegaba hasta la cintura. ¿Qué se sentiría si el cono estallara? ¿Llegaría él a sentir algo?
– Al diablo con todo -dijo en voz alta.
Y tiró del alambre que salía del cono.
El chillido de la alarma que sonó dentro de su casco le hizo saltar. En la parte superior de la luneta había una pequeña pantalla de cristal líquido que parpadeaba con rapidez: emergencia… emergencia…
– ¡Oh, Norman! ¡Maldita sea! Buena la hiciste.
Apenas si oía la voz de Beth sobre el zumbido de la alarma. Las luces rojas de los conos centelleaban a todo lo largo de la nave espacial. Norman se preparó para la explosión.
Pero en ese momento la alarma fue interrumpida por una voz masculina, profunda y retumbante, que dijo:
– Atención, por favor. Atención, por favor. Todo el personal de construcción debe abandonar de inmediato la zona de explosión. Se acaban de activar explosivos Tevac. La cuenta regresiva comenzará… ahora. La marca es veinte, y contando.
En el cono, una pantalla se encendió súbitamente y mostró, en rojo, los números 20:00. Después, empezó a contar hacia atrás: 19:59… 19:58…
La misma representación visual se repitió en la pantalla de cristal líquido que había en la parte superior del casco de Norman.
Tardó unos segundos en hacer que las piezas encajaran. Con la mirada fija en el cono, leyó las letras amarillas una vez más: exclusivamente PARA USO EN CONSTRUCCIONES/DEMOLICIONES DE LA USN.
¡Por supuesto! Los explosivos Tevac no eran armas, sino que estaban hechos para ser usados en construcciones y demoliciones, y tenían cronómetros de seguridad incorporados, con una demora programada de veinte minutos, antes de que estallaran, para permitir que los operarios se alejasen.
«Tengo veinte minutos para huir de aquí», pensó Norman. Disponía de tiempo más que suficiente.
Se dio vuelta y empezó a dar rápidas zancadas en dirección al DH-7 y al submarino.
Caminaba con ritmo parejo, continuo. No tenía que esforzarse, y respiraba normalmente. Estaba cómodo dentro de su traje. Todos los sistemas funcionaban sin problema alguno.
Estaba yéndose de ese lugar…
– Norman, por favor…
Ahora Beth le estaba implorando: otro cambio que mostraba lo inconstante que era su carácter. No le hizo caso y siguió su marcha hacia el submarino. La profunda voz grabada decía:
– Atención, por favor. Todo el personal de la Armada debe abandonar la zona de explosión. Diecinueve minutos, y contando.
Norman experimentaba una enorme sensación de seguridad, de poder. Ya no albergaba más ilusiones. No tenía preguntas para plantearse. Sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que salvarse a sí mismo.
– No puedo creer que estés haciendo esto, Norman. No puedo creer que nos estés abandonando.
«Pues créelo», pensó. Después de todo, ¿qué opción tenía? Beth había perdido el control y era peligrosa. Ya se había hecho muy tarde para salvarla. Además, sería una locura acercarse a ella. Tenía tendencias homicidas: ya había intentado matarlo, y casi lo consiguió.
Y Harry había estado drogado durante trece horas, de modo que era probable que ya se encontrase clínicamente muerto. No existía razón alguna para que Norman se quedara. No había nada que pudiera hacer.
El submarino amarillo estaba ya cerca. Podía ver los accesorios que tenía en el exterior.
– Norman…, por favor… Te necesito.
«Lo siento -pensó-. Me largo de aquí.»
Rodeó el submarino, por debajo de las dos hélices gemelas, y vio el nombre pintado en el casco curvo: Deepstar III. Trepó por los escalones hechos en el metal, y llegó al interior de la cúpula.
– Norman…
Ahora Norman ya no mantenía contacto con el intercomunicador: estaba librado a sí mismo. Abrió la escotilla y trepó al interior de la pequeña nave. Se destrabó el casco y se lo quitó.
– Atención, por favor: dieciocho minutos, y contando.
Norman se sentó en el acolchado asiento del timonel y miró los controles. Los instrumentos centellearon al encenderse y la pantalla que Norman tenía frente a él se iluminó:
DEEPSTAR III – MÓDULO DE COMANDO
¿Necesita ayuda?
Sí No Cancelar
Apretó «Sí» y aguardó a que apareciera la pantalla siguiente.
Era muy lamentable lo ocurrido con Harry y Beth; le daba pena dejarlos, pero ambos, cada uno a su manera, habían fracasado en la exploración de su yo interior, con lo cual se volvieron vulnerables a la esfera y al poder que ella tenía. Era un clásico error científico: el llamado «triunfo del pensamiento racional sobre el pensamiento irracional». Los científicos se negaban a admitir su lado irracional; rehusaban considerarlo importante; sólo trataban con lo racional. Todo poseía un sentido para un científico y, si carecía de él, se desdeñaba en virtud de lo que Einstein denominaba lo «meramente personal».
«Lo meramente personal…», pensó Norman, y sintió una oleada de desprecio. La gente se mataba entre sí por motivos que eran «meramente personales».
DEEPSTAR III – OPCIONES DE LISTA DE COMPROBACIÓN
Descenso Ascenso Afianzar Detención Monitor Cancelación
Norman apretó «Ascenso». La pantalla cambió, y mostró el diagrama del panel de instrumentos, en el que se veía el punto centelleante. Aguardó la instrucción siguiente.
Norman pensó que los científicos se negaban a habérselas con lo irracional; pero el lado irracional no desaparecería por el hecho de que una persona se negara a aceptarlo. La irracionalidad no se atrofia por la falta de uso: por el contrario, al no prestársele atención, el lado irracional del hombre aumenta su poder y su alcance.
Y quejarse de ello no ayudaba tampoco. En los suplementos periodísticos dominicales esos científicos alzaban las manos al cielo y gimoteaban por la innata capacidad destructiva del hombre y su propensión a la violencia. Pero eso no era tratar con el lado irracional. Eso no era más que una admisión formal de que los científicos de marras se daban por vencidos ante ese lado irracional.
La imagen volvió a cambiar:
DEEPSTAR III – COMPROBACIÓN PARA ASCENSO
1. Poner los lanzadores de lastre en «Encendido» Pasar al paso siguiente Cancelar
Norman apretó varias teclas del panel para ajustar los lanzadores de lastre, y aguardó a que apareciera la siguiente imagen.
Después de todo, ¿cómo se enfrentaban los científicos a sus propias investigaciones? Todos ellos estaban de acuerdo: «La investigación científica no se puede detener. Si no construimos la bomba, otro lo hará.» Pero de esa manera, muy pronto la bomba estuvo en manos de nueva gente, que dijo: «Si no usamos la bomba, otro lo hará.»
Una vez que se llegó a ese punto, los científicos afirmaron que esa gente era terrible, que era irracional e irresponsable. Los científicos sostenían que ellos estaban bien, pero que esa otra gente era un verdadero problema.
Sin embargo, lo cierto era que la responsabilidad empezaba con cada ser humano, y con las opciones que elegía. Toda persona tenía alguna opción.
«Bueno -pensó Norman-, ya no hay nada que pueda hacer por Harry ni por Beth.» Él tenía que salvarse a sí mismo.
Cuando los generadores se encendieron, oyó un zumbido profundo y la pulsación de las hélices. En la pantalla apareció:
DEEPSTAR III – INSTRUMENTOS DE TIMONEL ACTIVO
«Ahí vamos», pensó, al tiempo que, seguro de sí mismo, apoyaba las manos sobre los controles. Sintió que el submarino le respondía.
– Atención, por favor. Diecisiete minutos, y contando.
El sedimento lodoso se agitó en torno de la cabina plástica, cuando las hélices embragaron y el pequeño submarino se deslizó desde debajo de la cúpula. Norman pensó que era exactamente como manejar un coche. No le pareció nada extraordinario.
El submarino describió un arco lento, se alejó del DH-7 y enfiló hacia el DH-8. Se desplazaba a seis metros del fondo: altura suficiente para que las hélices estuvieran apartadas del fango.
Quedaban diecisiete minutos. A una velocidad máxima de ascenso de un metro noventa y ocho centímetros por segundo (hizo el cálculo mental rápidamente y sin esfuerzo), llegaría a la superficie al cabo de dos minutos y medio.
Disponía de tiempo más que suficiente.
Hizo que el submarino se acercara al DH-8. Los poderosos reflectores externos del habitáculo emitían ahora una luz pálida y amarillenta; la energía eléctrica debía de estar disminuyendo. Pudo ver el daño que habían sufrido los cilindros: columnas de burbujas surgían de los debilitados Cilindros A y B; contempló las abolladuras del D y el agujero, parecido a una gran boca abierta del E, totalmente inundado. El habitáculo se hallaba abatido, y estaba muriendo.
¿Por qué Norman se había acercado tanto? Entornó los ojos y miró las portillas. En ese momento se dio cuenta de que tenía la esperanza de poder ver a Harry y a Beth, por última vez. Quería ver a Harry, aún inconsciente. Quería ver a Beth, de pie detrás de la portilla, agitando los puños hacia él, presa de una ira maniática. Norman quería la confirmación de que era correcto abandonar a sus dos compañeros.
Pero sólo vio la luz amarillenta, cada vez más mortecina, del interior del habitáculo. Estaba decepcionado.
– Norman.
– Sí, Beth.
Al responderle, se sintió reconfortado. Tenía las manos sobre los controles del submarino, listo para iniciar el ascenso. Ya no había nada que Beth pudiera hacerle.
– Norman, realmente eres un hijo de puta.
– Tú trataste de matarme, Beth.
– No quería matarte, pero no tenía alternativa, Norman.
– Bueno, ahora yo tampoco tengo alternativa.
Mientras hablaba sabía que tenía razón, que era mejor que sobreviviera una persona. Una era mejor que ninguna.
– ¿Nos vas a dejar, sin más?
– Así es, Beth.
Sus manos se movieron hasta el dial de velocidad de ascenso: lo puso en un metro noventa y ocho centímetros. Estaba listo para iniciar el ascenso.
– ¿Vas a escapar como si tal cosa?
– Lo siento, Beth.
– Tienes que estar muy asustado, Norman.
– No estoy asustado en absoluto.
Y en verdad, mientras ajustaba los controles y se preparaba para el ascenso, se sentía fuerte y seguro de sí mismo. Se sentía mejor de lo que se había sentido en días.
– Norman -pidió ella-. Por favor, ayúdanos. Por favor.
Esas palabras de Beth le resonaron en algún nivel profundo, y le despertaron sentimientos de protección, de competencia profesional, de simple emoción humana. Durante un instante se sintió confundido con su fuerza y su convicción debilitadas. Pero después recobró el dominio de sí mismo y meneó la cabeza en un gesto de negación. La fuerza volvió a fluir por su cuerpo.
– Lo lamento, Beth. Es muy tarde para eso.
Y apretó el botón «Ascender»; se oyó el rugido que produjeron los tanques de lastre al soltar su carga, y el Deepstar III se bamboleó. El habitáculo se deslizó por debajo del submarino y se alejó. Norman comenzó el ascenso hacia la superficie, trescientos metros más arriba.
Rodeado de agua negra, Norman no tenía sensación de desplazamiento, salvo por las lecturas que aparecían en el panel de instrumentos, iluminado por una brillante luz verde.
Empezó a repasar mentalmente los acontecimientos, como si ya estuviese enfrentado a una indagación de la Armada. ¿Había hecho lo correcto al abandonar a sus compañeros? No cabía la menor duda de que sí. La esfera era un objeto que venía de otro planeta y que podía conferir a una persona el poder de manifestar los pensamientos. Hasta ahí, todo bien, excepto por el hecho de que los seres humanos tenían un desdoblamiento en el cerebro, en sus procesos mentales; casi se podía decir que los hombres tenían dos cerebros. El cerebro consciente podía ser controlado conscientemente, y no creaba problemas. Pero cuando el cerebro subconsciente, salvaje y abandonado, manifestaba sus impulsos, era peligroso y destructivo.
El problema de la gente como Harry y como Beth era que, literalmente, no estaban equilibrados; su cerebro consciente estaba super-desarrollado, pero nunca se habían molestado en explorar su cerebro subconsciente. Ésa era la diferencia entre Norman y ellos: por su condición de psicólogo, había tenido contacto con su yo subconsciente, el cual no le reservaba sorpresas.
Ese era el motivo por el que Harry y Beth habían manifestado monstruos, pero no Norman. Él conocía su subconsciente. Ningún monstruo lo esperaba.
No. Eso no es exacto.
Sintió un sobresalto por ese pensamiento repentino, por el modo súbito en que se presentó. ¿Estaba realmente equivocado? Lo meditó bien y consideró, una vez más, que había hecho lo correcto: Beth y Harry estaban en peligro debido a los productos de su subconsciente; pero él, no. Norman se conocía a sí mismo: ellos, no.
No se conocen los miedos que puede desencadenar el contacto con una nueva forma de vida, y no se pueden predecir por completo. Pero la consecuencia más probable de ese contacto es el terror absoluto.
Las aseveraciones que había hecho en su propio informe volvieron súbitamente a su mente. ¿Qué lo había hecho pensar en ellas ahora? Habían transcurrido años desde que escribió ese informe.
«Sometida a circunstancias de terror extremo, la gente toma decisiones en forma inadecuada.»
Sin embargo, Norman no estaba asustado. Lejos de ello, se sentía fuerte y seguro de sí mismo; tenía un plan y lo estaba llevando a cabo. ¿Qué le habría hecho pensar en ese informe? En su momento se torturó para elaborarlo, había pensado mucho cada frase…
¿Por qué le venía a la mente ahora? Eso lo preocupaba.
– Atención, por favor. Dieciséis minutos, y contando.
Norman recorrió los indicadores que tenía frente a él: estaba a doscientos setenta metros y ascendía con rapidez. Ya no había posibilidad de regresar.
¿Por qué habría de pensar siquiera en regresar? ¿Por qué se le ocurría esa idea?
A medida que ascendía en silencio a través de las negras aguas sentía, cada vez con mayor intensidad, una especie de escisión dentro de su ser, una división interior casi esquizofrénica. Algo estaba mal, podía sentirlo. Había algo que no había tomado en cuenta.
Pero ¿qué pudo haber pasado por alto? «Nada -pensó-, porque, a diferencia de Beth y Harry, yo soy por completo consciente, me hallo al tanto de todo lo que está ocurriendo dentro de mí.»
Pero Norman no lo creía de verdad, porque la consciencia plena de uno mismo podía ser una meta a la que aspirara la filosofía, pero no era asequible en la realidad. La consciencia era como un guijarro que producía pequeñas ondas en la superficie de lo subconsciente y, a medida que se ampliaba la consciencia, seguía habiendo más subconsciente allá afuera; siempre había más, sólo que se hallaba fuera de alcance. Incluso para un psicólogo humanista.
Stein, su antiguo profesor, había dicho: «Siempre tienes tu sombra.»
¿Qué estaba haciendo ahora el lado en sombras de Norman? ¿Qué ocurría en las zonas subconscientes, en las partes de su propio cerebro que él negaba?
«Nada. Sigue ascendiendo.»
Se agitaba, incómodo, en el asiento del timonel. Tenía tantos deseos de llegar a la superficie, experimentaba tal convicción…
«Odio a Beth. Odio a Harry. Odio preocuparme por esa gente, interesarme por ella. No quiero pensar más. No es responsabilidad mía. Quiero salvarme yo. Los odio. Los odio.»
Estaba perturbado. Perturbado por sus propios pensamientos, por la vehemencia de esos pensamientos.
«Tengo que regresar», pensó.
«Si regreso, moriré.»
Pero alguna otra parte de su ser se estaba volviendo más fuerte a cada instante. Lo que Beth había dicho era verdad: era Norman quien decía continuamente que tenían que mantenerse unidos, trabajar unidos. ¿Cómo era capaz de abandonarlos ahora? No podía. Eso iba contra todo aquello en lo que creía, contra todo lo que consideraba importante y humano.
Tenía que regresar.
«Tengo miedo de regresar.»
«Por fin -pensó-. Ahí está.» Era un miedo tan intenso, que Norman había negado su existencia; un miedo que lo había llevado a dar una interpretación racional al hecho de abandonar a sus compañeros.
Ajustó los controles y detuvo el ascenso. Cuando comenzó a bajar otra vez, vio que las manos le temblaban.
El submarino se posó otra vez sobre el fondo, al lado del habitáculo. Norman entró en la esclusa del aire e inundó la cámara. Instantes después se descolgó por el costado y caminó hacia el habitáculo. Los conos de los explosivos Tevac, con sus destellantes luces rojas, tenían un aspecto extrañamente festivo.
– Atención, por favor. Catorce minutos, y contando.
Norman estimó el tiempo que necesitaría: un minuto para meterse en el habitáculo. Cinco, quizá seis, para ponerles los trajes a Beth y a Harry. Otros cuatro minutos para llegar al submarino y subirlos. Dos o tres minutos para efectuar el ascenso.
Muy cerca del límite.
Pasó por debajo de los grandes pilones de soporte, situados debajo del habitáculo.
– Así que has vuelto, Norman -dijo Beth a través del intercomunicador.
– Sí, Beth.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó ella, y empezó a llorar.
Norman estaba debajo del Cilindro A y la oyó sollozar a través del intercomunicador. Encontró la tapa de la escotilla y giró el volante para abrirla, pero estaba trabada.
– Beth, abre la escotilla.
Se la oía llorar por el intercomunicador, pero no respondió.
– Beth, ¿me oyes? Abre la escotilla.
Lloraba como una niña y sollozaba de modo histérico.
– Norman -suplicó-, por favor, ayúdame. Por favor.
– Estoy tratando de ayudarte, Beth. Abre la escotilla.
– No puedo.
– ¿Qué quieres decir con eso de que no puedes?
– De nada servirá.
– Beth, vamos, no hables así.
– No lo puedo hacer, Norman.
– Claro que puedes. Abre la escotilla, Beth.
– No debiste haber venido, Norman.
No había tiempo para esto, ahora.
– Beth, recobra tu ánimo. Abre la escotilla.
– No, Norman. No puedo.
Y empezó a llorar otra vez.
Probó con todas las escotillas, una tras otra: Cilindro B, trabada; Cilindro C, trabada; Cilindro D, trabada.
– Atención, por favor. Trece minutos, y contando.
Estaba junto al Cilindro E, que se había inundado durante un ataque anterior. Norman vio la rasgadura de bordes irregulares, abierta como una boca que bosteza, en la superficie externa del cilindro. El agujero era lo bastante grande como para que Norman entrara por él, pero los bordes eran cortantes, y si se desgarraba el traje…
Consideró que resultaba demasiado peligroso. Se metió debajo del Cilindro E. ¿Tendría escotilla?
Encontró una y giró el volante; se abrió con facilidad. Empujó hacia arriba la tapa circular y la oyó golpear, con ruido metálico, contra la pared interior.
– ¿Norman? ¿Eres tú?
Norman se izó al interior del Cilindro E. Estaba jadeando, como consecuencia del esfuerzo; sus manos y rodillas ya estaban sobre la cubierta del Cilindro E. Cerró la escotilla y la volvió a trabar; después se tomó un instante para recuperar el aliento.
– Atención, por favor. Doce minutos, y contando.
«Jesús -pensó-. ¿Ya?»
Algo blanco que pasó flotando frente a su luneta lo asustó. Se echó hacia atrás y se dio cuenta de que era una caja de copos de maíz. Cuando la tocó el cartón se le desintegró en las manos y los copos cayeron como una nieve amarilla.
Estaba en la cocina. Más allá del fogón vio otra escotilla, que conducía al Cilindro D. El D no estaba inundado, lo que quería decir que, de alguna manera, Norman tenía que restituir la presión en el E.
Alzó la vista y, en lo alto del mamparo, vio una escotilla que conducía al salón de estar en el que se abría la gran rasgadura de bordes filosos e irregulares. Trepó con rapidez. Necesitaba hallar algún tanque de gas. El salón estaba a oscuras, salvo por un reflejo que provenía de los reflectores exteriores y que se filtraba a través de la rasgadura. Cojines y trozos de acolchado flotando en el agua. Algo lo tocó. Giró sobre sí mismo y vio una cabellera oscura que tremolaba alrededor de un rostro y, cuando el cabello se apartó, Norman vio que parte del rostro faltaba, arrancado de modo grotesco.
Tina.
Norman sintió escalofríos. Alejó el cuerpo de un empujón y el cadáver flotó hacia el mar abierto; después, derivó hacia la superficie.
– Atención, por favor. Once minutos, y contando.
«Todo está sucediendo demasiado rápido», pensó. Apenas si quedaba tiempo. Necesitaba estar dentro del habitáculo ya mismo.
No había tanques en el salón de estar. Volvió a descolgarse a la cocina y cerró la escotilla de arriba. Miró el fogón y el horno. Abrió la puerta del horno y una ráfaga de gas burbujeó: aire atrapado.
No podía creer lo que veía, pero el gas seguía saliendo. Del horno abierto proseguía surgiendo un hilillo de burbujas.
Un hilillo continuo.
¿Qué había dicho Barnes respecto a cocinar bajo presión? Había algo fuera de lo común, en relación con eso. Norman no lo podía recordar con exactitud. ¿Usaban gas? Sí, pero también necesitaban más oxígeno. Eso quería decir…
Tiró del fogón para separarlo de la pared. Gruñó por el esfuerzo. En ese momento encontró lo que buscaba: una rechoncha botella de propano y dos grandes tanques azules.
Tanques de oxígeno.
Giró las válvulas en estrella, sus dedos enguantados se movían con desmaña. El gas empezó a salir con un rugido. Las burbujas ascendían velozmente hacia el techo, donde el gas quedaba atrapado: la gran burbuja de aire se estaba formando.
Abrió el segundo tanque de oxígeno. El nivel de agua descendía con rapidez; ahora le llegaba a la cintura, y pronto le llegó a las rodillas. Después se detuvo: los tanques tenían que estar vacíos. No importaba, el nivel ya era suficientemente bajo.
– Atención, por favor. Diez minutos, y contando.
Norman abrió la puerta del mamparo que conducía al Cilindro D y entró para dirigirse al habitáculo.
La luz era mortecina. Un extraño moho, verde y viscoso, cubría las paredes.
Harry yacía inconsciente sobre el sofá, con la intubación endovenosa todavía puesta en el brazo. Norman sacó la aguja de un tirón, lo que hizo salir un chorro de sangre. Sacudió a Harry, para tratar de reanimarlo.
Los párpados del matemático se agitaron con rapidez pero, aparte de eso, no reaccionaba. Norman lo levantó, lo cargó sobre un hombro y se lo llevó.
Por el intercomunicador oyó que Beth seguía llorando:
– Norman, no debiste haber venido.
– ¿Dónde estás, Beth?
En los monitores leyó:
SECUENCIA DE DETONACIÓN 09:32.
Cuenta regresiva. Los números parecían moverse con demasiada rapidez.
– Coge a Harry y vete, Norman. Marchaos los dos. Dejadme aquí.
– Dime dónde estás, Beth.
Norman estaba desplazándose desde el Cilindro D al C, pero no veía a Beth por ninguna parte. Harry era un peso muerto que llevaba al hombro, lo que le dificultaba el paso por las puertas de los mamparos.
– De nada va a servir, Norman.
– Vamos, Beth…
– Sé que soy mala, Norman. Sé que eso no se puede remediar.
– Beth…
La estaba oyendo a través de la radio del casco, por lo que no podía localizar de dónde venía el sonido; pero no se podía arriesgar a quitarse el casco.
– Merezco morir, Norman.
– Acaba con eso, Beth.
ATENCIÓN, POR FAVOR. NUEVE MINUTOS, Y CONTANDO.
Sonó una nueva alarma, era un sonido agudo e intermitente que se volvía más alto y más intenso a medida que pasaban los segundos.
Norman estaba en el Cilindro B, un dédalo de tuberías y equipos. El otrora limpio y multicolor cilindro mostraba ahora todas sus superficies cubiertas por un moho viscoso. De algunos sitios pendían hebras de fibra llenas de musgo. El cilindro tenía el aspecto de un pantano en medio de la jungla.
– Beth…
Ahora estaba callada. «Tiene que hallarse en este cuarto», pensó Norman. El Cilindro B siempre había sido el sitio favorito de Beth, el lugar desde el que se controlaba el habitáculo. Puso a Harry sobre la cubierta, apoyado contra una pared; pero como ésta se hallaba muy resbaladiza, Harry se deslizó hacia abajo y se golpeó la cabeza. Tosió y abrió los ojos.
– ¡Jesús! ¿Norman?
Norman alzó la mano para indicar a Harry que debía permanecer callado.
– Beth… -llamó.
No hubo respuesta. Norman avanzó entre las viscosas tuberías.
– ¿Beth?
– Déjame, Norman.
– No puedo hacer eso. Te llevaré a ti también.
– No, yo me quedo, Norman.
– Beth, no hay tiempo que perder.
– Me quedo, Norman. Merezco quedarme.
Entonces la vio: estaba acurrucada en la parte de atrás, metida entre las tuberías, llorando como una niña. En la mano tenía uno de los disparadores neumáticos, armado con una lanza de punta explosiva. Lo miro a través de sus lágrimas.
– Oh, Norman -dijo-. Nos ibas a abandonar…
– Lo siento. Estaba equivocado.
Empezó a caminar hacia ella, con las manos tendidas. Beth alzó el disparador.
– No, tenías razón. Tú tenías razón. Quiero que te vayas, ahora.
Por encima de la cabeza de Beth, Norman vio un monitor encendido; los números corrían hacia atrás inexorablemente: 08: 27… 08:26…
Norman pensó: «Puedo alterar esto. Deseo que los números dejen de avanzar.»
Los números no se detuvieron.
– No puedes combatir conmigo, Norman -dijo Beth, siempre acurrucada en el rincón. Sus ojos ardían con furiosa energía.
– Ya lo veo.
– Queda poco tiempo, Norman. Vete.
Sostuvo el arma y la apuntó con firmeza hacia él. Norman tuvo la súbita sensación de lo absurdo que era todo aquello, de que había vuelto para rescatar a alguien que no quería ser rescatado. ¿Qué podía hacer ahora? Beth estaba encajada ahí atrás, lejos de su alcance; no podía prestarle ayuda. Apenas si quedaba tiempo para que él se fuera, por no mencionar a Harry…
Harry… ¿Dónde estaba Harry ahora?
«Quiero que Harry me ayude.»
Pero se preguntaba si lograrían escapar; los números seguían yendo hacia atrás. En ese momento quedaban algo más de ocho minutos…
– Volví por ti, Beth.
– Vete. Vete ahora, Norman.
– Pero, Beth…
– ¡No, Norman! ¡Hablo en serio! ¿Por qué no te vas?
Y entonces comenzó a sentir sospechas; empezó a mirar en derredor. Y en ese instante, Harry se paró detrás de ella y le dio en la cabeza un golpe con la gran llave inglesa que tenía en la mano; se oyó un repugnante ruido sordo, y Beth cayó.
– ¿La maté? -preguntó Harry.
La profunda voz masculina dijo:
ATENCIÓN, POR FAVOR. OCHO MINUTOS, Y CONTANDO.
Norman se concentró en el reloj que marchaba hacia atrás: «Detente. Deten la cuenta regresiva.»
Pero cuando volvió a mirar, el reloj seguía yendo para atrás. Oía la alarma… ¿Estaría la alarma interfiriendo su concentración? Volvió a intentarlo.
«Detente ahora. La cuenta regresiva se detiene. La cuenta regresiva se detuvo.»
– Olvídalo -dijo Harry-. No funcionará.
– Pero debería funcionar -repuso Norman.
– No -dijo Harry-, porque Beth no está inconsciente del todo.
En el suelo, a los pies de ellos, Beth gimió y movió una pierna.
– Sigue teniendo la capacidad de controlarlo de alguna manera -dijo Norman-. Beth es muy fuerte.
– ¿Le podemos poner una inyección?
Norman negó con la cabeza. No había tiempo para volver por la jeringuilla. De todos modos, si le administraban la inyección y no servía, sería tiempo desperdiciado.
– ¿La golpeo otra vez? -propuso Harry-. ¿Más fuerte? ¿La mato?
– No -dijo Norman.
– Matarla es la única alternativa…
– No -repitió Norman, mientras pensaba: «No te matamos a ti, Harry, cuando tuvimos la oportunidad.»
– Si no la matamos, nada puedes hacer en cuanto al cronómetro -dijo Harry-. Así que lo mejor será que nos larguemos de aquí cuanto antes.
Y ambos corrieron hacia la esclusa de aire.
– ¿Cuánto tiempo queda? -preguntó Harry.
Estaban en la esclusa de aire del Cilindro A, tratando de ponerle el traje a Beth, la cual gemía; en la parte posterior de la cabeza la sangre le había apegotado el cabello. Forcejeaba un poco, lo que hacía más difícil vestirla.
– ¡Jesús! Beth… ¿Cuánto tiempo hay, Norman?
– Siete minutos y medio, quizá menos.
Las piernas ya estaban dentro; rápidamente le introdujeron los brazos en las mangas, le cerraron el cierre automático del pecho y abrieron el paso de aire. Norman ayudó a Harry a ponerse su traje.
ATENCIÓN, POR FAVOR. SIETE MINUTOS, Y CONTANDO.
– ¿Cuánto calculas que se necesita para llegar a la superficie? -preguntó Harry.
– Dos minutos y medio, una vez que nos hayamos metido en el submarino.
– Espléndido.
Norman acomodó el casco de Harry, hasta que se trabó con un ruido seco.
– Vamos.
Harry descendió al agua y Norman bajó el cuerpo exánime de Beth, que pesaba mucho, por el tanque y los lastres.
– ¡Vamos! -le apremió Harry.
Norman se zambulló.
Una vez llegados al submarino, Norman trepó hasta la escotilla, pero su peso hacía que la pequeña nave, que no estaba amarrada, se meciera de manera incontrolable. Harry, de pie en el fondo, trató de empujar a Beth hacia Norman, pero la mujer continuaba doblándose por la cintura. Al querer agarrarla, Norman cayó del submarino y resbaló hasta el fondo del mar.
ATENCIÓN, POR FAVOR. SEIS MINUTOS, Y CONTANDO.
– ¡Aprisa, Norman! ¡Seis minutos!
– Lo he oído, maldita sea.
Se puso de pie y volvió a trepar al minisubmarino, pero ahora su traje estaba cubierto de lodo y los guantes, resbaladizos. Harry estaba contando:
– Cinco veintinueve… Cinco veintiocho… Cinco veintisiete…
Norman agarró el brazo de Beth, pero ella se escurrió de nuevo.
– ¡Maldición, Norman! ¡Agárrala por arriba!
– ¡Lo estoy intentando!
– Ahí va otra vez.
ATENCIÓN, POR FAVOR. CINCO MINUTOS, Y CONTANDO.
Ahora la alarma tenía un sonido muy agudo. Para oírse entre sí, Norman y Harry tenían que gritar más alto que el zumbido.
– Harry, dame a Beth.
– Bien, tómala…
– No alcanzo…
– Aquí…
Por fin Norman pudo asir la manguera de Beth, justo por detrás del casco. Se preguntaba si resistiría el tirón, pero tenía que correr el riesgo; agarrando la manguera, izó a Beth hasta que quedó de espaldas sobre la parte superior del submarino. Después la fue bajando lentamente por la escalerilla.
– Cuatro veintinueve… Cuatro veintiocho…
Norman tenía dificultades para mantener el equilibrio. Metió una pierna de Beth en la escotilla; pero la otra rodilla se había doblado y se atascó en el reborde; Norman no podía conseguir bajar a Beth. Cada vez que se inclinaba hacia adelante para extenderle la pierna, todo el submarino se inclinaba, y Norman empezaba a perder el equilibrio de nuevo.
– Cuatro dieciséis… Cuatro quince…
– ¡Déjate de contar y haz algo!
Harry apretó su cuerpo contra el costado del submarino, para contrarrestar el balanceo con su peso. Norman se inclinó hacia adelante y enderezó la rodilla de Beth, que se deslizó con facilidad por la escotilla abierta. Norman se metió después de ella. Era una esclusa de aire diseñada para que pasara una sola persona cada vez; pero como Beth estaba inconsciente, no podía operar los controles.
Norman tendría que hacerlo por ella.
ATENCIÓN, POR FAVOR. CUATRO MINUTOS, Y CONTANDO.
Norman estaba atascado en la esclusa, con su cuerpo apretado contra el de Beth, pecho contra pecho; el casco de ella golpeaba contra el de él. Con dificultad, tiró de la escotilla para cerrarla sobre su cabeza. Expulsó el agua mediante una furiosa irrupción de aire comprimido. Ahora, al no estar sostenido por el agua, el cuerpo de Beth se combaba pesadamente contra el del psicólogo.
Norman pasó los brazos alrededor de la mujer para alcanzar la escotilla interna, pero el cuerpo de ella le bloqueaba el camino. Trató de girarla y ponerla de costado; en aquel reducido espacio, Norman no podía conseguir ningún punto de apoyo en el cuerpo de Beth, que era un peso muerto. Trató de apartarlo hacia otro costado de la esclusa para intentar llegar a la escotilla.
En ese momento el submarino se empezó a ladear: Harry estaba trepando por el costado.
– ¿Qué diablos pasa ahí?
– ¡Harry! ¿Por qué no te callas?
– Bueno, ¿a qué se debe tanta demora?
La mano de Norman se cerró sobre el asidero del cerrojo interior. Le dio un empellón hacia abajo, pero la puerta no se movió, pues las bisagras estaban colocadas para que se abriesen hacia dentro. Norman no podía, estando Beth con él en el interior de la esclusa; el cuerpo de la mujer impedía el movimiento de la puerta.
– Harry, tenemos un problema.
– Jesucristo… Tres minutos treinta.
Empezó a sudar. Realmente tenían problemas ahora.
– Harry, tengo que pasártela a ti y entrar solo.
– ¡Por Dios, Norman…!
Inundó la esclusa de aire y, una vez más, abrió la escotilla exterior. El equilibrio de Harry, que estaba subido encima del submarino, era precario. Aferró a Beth por el tubo de aire y tiró de ella hacia arriba.
Norman extendió el brazo para cerrar la escotilla.
– Harry, ¿puedes hacer que los pies de Beth no me estorben el paso?
– Estoy tratando de mantenerme en equilibrio aquí.
– ¿No ves que sus pies están bloqueando…?
Con irritación, Norman empujó los pies de Beth a un lado. La escotilla se cerró y retumbó con sonido metálico. El aire pasó rugiendo al lado de Norman. La escotilla recuperó presión.
ATENCIÓN, POR FAVOR. DOS MINUTOS, Y CONTANDO.
Estaba en el interior del submarino, cuyo tablero de instrumentos emitía un fulgor verde.
Abrió la escotilla interior.
– ¿Norman?
– Inténtalo y bájala -dijo Norman-. Hazlo lo más rápido que puedas.
Pero estaba pensando que se hallaban en un terrible peligro: se necesitaban treinta segundos, por lo menos, para conseguir que Beth pasara por la escotilla, y treinta segundos más para que bajara Harry. Un minuto en total.
– Ella ya está dentro. Púrgalo.
Norman se abalanzó a la purga de aire y expulsó el agua de la esclusa.
– ¿Cómo lo hiciste tan rápido, Harry?
– Siguiendo el procedimiento que la naturaleza tiene para hacer que la gente pase por sitios estrechos -contestó Harry.
Norman no llegó a preguntar qué quería decir eso, pues al abrir la escotilla vio que Harry había empujado a Beth de cabeza a través de la esclusa. La cogió por los hombros y la dejó caer sobre el suelo del submarino; luego cerró de un golpe la escotilla. Instantes después oyó el rugido del aire que irrumpía, cuando Harry purgó también la esclusa.
La escotilla del submarino produjo un ruido metálico. Harry entró y dijo:
– ¡Cristo, un minuto cuarenta! ¿Sabes cómo manejar esta cosa?
– Sí.
Norman se instaló en el asiento y puso las manos sobre los controles.
Oyeron el ruido de las hélices y sintieron su sorda vibración. El submarino cabeceó y se separó del fondo del mar.
– Un minuto treinta segundos. ¿Cuánto dijiste que se tardaba en llegar a la superficie?
– Dos minutos y medio -respondió Norman.
Ajustó la velocidad de ascenso y la puso más allá de uno con noventa y ocho; la llevó hasta el valor máximo del dial.
Oyeron el silbido agudo del aire cuando se vaciaron los tanques de lastre. El submarino se elevó con brusquedad; después, empezó a subir rápidamente.
– ¿Esto es lo más deprisa que puede ir?
– Sí.
– ¡Jesús!
– Tómalo con tranquilidad, Harry.
Al mirar hacia abajo pudieron ver el habitáculo con sus luces. Y después las largas líneas de explosivos dispuestas alrededor de la nave espacial. Superaron la altura de la enhiesta aleta y la dejaron atrás. Ahora sólo podían contemplar las negras aguas.
– Un minuto veinte.
– Doscientos setenta metros -dijo Norman.
Había muy poca sensación de desplazamiento. Sólo el constante cambio de los cuadrantes del panel de instrumentos indicaba a los tripulantes que se estaban moviendo.
– No es lo bastante rápido -dijo Harry-. Allá abajo hay una tremenda cantidad de explosivos.
«Sí es lo bastante rápido», pensó Norman para corregir lo dicho por Harry.
– La onda expansiva nos aplastará como a una lata de sardinas -predijo Harry, meneando la cabeza.
«La onda expansiva no nos hará daño.»
Doscientos cuarenta metros.
– Cuarenta segundos -dijo Harry-. Creo que nunca lo vamos a lograr.
– Lo lograremos.
Estaban a doscientos diez metros, y subían con rapidez. Ahora el agua tenía un tenue color azul: era la luz solar, que se filtraba hacia las profundidades.
– Treinta segundos -contó Harry-. ¿Dónde estamos? Veintinueve… veintiocho…
– Ciento ochenta y seis metros -dijo Norman-…ciento ochenta y tres…
Miraron hacia abajo, por el costado del submarino: apenas podían distinguir el habitáculo, reducido a tenues puntitos de luz muy por debajo de donde estaban los tres científicos.
Beth tosió.
– Es muy tarde ya -dijo Harry-. Desde el principio supe que nunca lo lograríamos.
– Sí, lo lograremos -rectificó Norman.
– Diez segundos -apremió Harry-. Nueve… ocho… ¡Agárrate fuerte!
Norman atrajo a Beth hacia su pecho, cuando la explosión agitó el submarino, lo hizo girar como un juguete y lo puso con la proa para abajo; después lo volvió a su posición normal y lo levantó.
– ¡Mamá! -gritó Harry; pero seguían subiendo, todo había salido bien-. ¡Lo logramos!
– Sesenta metros -dijo Norman. Ahora el agua que los rodeaba era de un azul claro. Norman apretó varios botones y redujo la velocidad de ascenso, pues en ese momento estaban subiendo con demasiada rapidez.
Harry gritaba y daba palmadas en la espalda a su compañero.
– ¡Lo logramos! ¡Maldita sea, Norman, hijo de puta, lo logramos! ¡Sobrevivimos! ¡Nunca pensé que podríamos hacerlo! ¡Sobrevivimos!
Norman tenía problemas para ver los instrumentos, debido a las lágrimas que le nublaban la vista.
Y entonces tuvo que entrecerrar los ojos, ya que la brillante luz del sol invadió la abovedada cabina transparente, cuando el submarino emergió; vieron un mar en calma, el cielo azul y nubes algodonosas.
– ¿Ves eso? -gritó Harry en los oídos de Norman-. ¿Ves eso? ¡Es un remaldito día estupendo!
Cuando Norman despertó vio un brillante rayo de luz que penetraba a través de la única portilla y hacía relucir el inodoro químico que estaba en el rincón de la cámara de descompresión. Tendido en su litera recorrió con la vista el compartimiento, un cilindro horizontal de quince metros de largo. Había literas, una mesa y sillas de metal, situadas en el centro del cilindro, y un inodoro detrás de un pequeño tabique. Harry roncaba, acostado en la litera que estaba encima de la de Norman. Del otro lado de la cámara, Beth dormía, con un brazo cruzado sobre la cara. En tono débil, Norman oía a lo lejos el murmullo de hombres que gritaban.
Bostezó y, con una oscilación de las piernas, se bajó de la litera. Tenía el cuerpo dolorido, pero, por lo demás, se sentía muy bien. Caminó hasta la luminosa portilla y miró hacia fuera con los ojos entornados, debido al brillante sol del Pacífico.
En la cubierta posterior del buque de investigación John Hawes vio la plataforma blanca para helicópteros, pesados cables enrollados y la armazón tubular metálica de un robot submarino.
La tripulación estaba haciendo descender un segundo robot por el costado de la nave, tarea que era acompañada por griterío, maldiciones y agitación de manos. Le llegaban lejanas las voces de esos hombres, a través de las espesas paredes de acero de la cámara de descompresión.
Cerca del recinto, un musculoso marinero llevaba rodando un gran tanque verde en el que decía «Oxígeno», para ponerlo al lado de una docena de tanques más que había sobre la cubierta. El equipo médico de tres hombres, que supervisaba la cámara de descompresión, jugaba a los naipes.
Al mirar a través del vidrio de la portilla, que tenía casi ocho centímetros de espesor, Norman se sentía como si estuviese atisbando un mundo en miniatura con el que tuviera poca relación, una especie de terrario poblado por especímenes interesantes y exóticos. Este nuevo mundo le era tan ajeno como el oscuro mundo del océano le había parecido una vez, al verlo desde el interior del habitáculo.
Observó que los miembros del equipo ponían ostentosamente sus naipes sobre un cajón de madera para embalaje; los vio reír y gesticular mientras se desarrollaba el juego. Esos hombres nunca echaban un vistazo en dirección a Norman; no miraban la cámara de descompresión. No los entendía. ¿Acaso no tenían que estar prestando atención a la descompresión? Le daban la impresión de ser muy jóvenes e inexpertos. Concentrados en su juego de cartas, parecían ajenos a la enorme cámara metálica que tenían al lado, indiferentes a los tres supervivientes que había dentro de ella…, e indiferentes también al significado más importante de la misión: las noticias que estos supervivientes habían traído de regreso a la superficie. A aquellos alegres jugadores de naipes de la Armada parecía importarles un comino la misión de Norman. Aunque quizá no estaban al tanto.
El psicólogo se alejó de la portilla y se sentó a la mesa. Le latía la rodilla y la piel estaba tumefacta alrededor del blanco vendaje. Cuando fueron transferidos del submarino a la cámara de descompresión lo había atendido un médico naval. Los sacaron del mini-submarino Deepstar III en una campana de inmersión con presión interior, y desde allí fueron trasladados a la cámara grande que estaba sobre la cubierta del barco. (La Armada le llamaba CDS, cámara de descompresión en superficie.)
Allí debían pasar cuatro días. Norman no sabía bien cuánto tiempo llevaban en la CDS, pues todos se habían ido a dormir enseguida, y no había reloj en la cámara. La esfera del reloj de Norman estaba destrozada, aunque él no recordaba cuándo se había roto.
En la mesa que tenía frente a él, alguien había hecho raspones para escribir «U.S.N. engaña». Norman pasó los dedos sobre las estrías y recordó las que había en la esfera plateada. Pero ahora él, Harry y Beth estaban en manos de la Armada.
Y pensó: «¿Qué vamos a decir?»
– ¿Qué vamos a decir? -preguntó Beth.
Habían transcurrido varias horas. Beth y Harry habían despertado, y ahora los tres estaban sentados alrededor de la raspada mesa de metal. Ninguno de ellos hizo en ningún momento intento alguno por hablar con el personal de fuera. Norman pensaba que era como si los tres compartieran un acuerdo tácito de permanecer aislados un tiempo más.
– Creo que tendremos que decirles todo -opinó Harry.
– No considero que debamos hacerlo -se opuso Norman, sorprendido por la fuerza de su convicción y por la firmeza de su propia voz.
– Coincido con él -declaró Beth-. No estoy segura de que el mundo esté preparado para la esfera. Yo no lo estaba.
Miró a Norman con vergüenza. Él le puso la mano sobre el hombro.
– Lo que decís es razonable -dijo Harry-; pero vedlo desde el punto de vista de la Armada. Montó una operación grande y costosa; seis personas murieron y dos habitáculos fueron destruidos. Van a querer respuestas… y van a seguir haciendo preguntas hasta que las obtengan.
– Podemos negarnos a hablar -sugirió Beth.
– No importará demasiado -dijo Harry-. Recordad que la Armada tiene todas las cintas de vídeo.
– Es cierto, las cintas -reconoció Norman.
Se había olvidado de las cintas que habían traído en el submarino. Docenas de cintas de vídeo que documentaban todo lo que había ocurrido en el habitáculo mientras estuvieron bajo el mar. Habían grabado el calamar, las muertes, la esfera… Habían grabado todo lo ocurrido.
– Debimos haber destruido esas cintas -se lamentó Beth.
– Quizá así debió ser -admitió Harry-. Pero ahora es demasiado tarde. No podemos impedir que la Armada obtenga las respuestas que desea.
Norman suspiró: Harry tenía razón. Una vez que se hubo llegado a este punto, comprendió que no había manera de ocultar lo sucedido, ni de evitar que la Armada descubriera la existencia de la esfera y el poder que ésta transmitía. Ese poder representaría una especie de arma final: la facultad de vencer a los enemigos, nada más que con imaginar que eso había ocurrido. Era aterrador por lo que entrañaba, y no había absolutamente nada que los tres científicos pudieran hacer al respecto. A menos que…
– Creo que podemos impedirles que se enteren -dijo Norman.
– ¿Cómo? -preguntó Harry.
– Todavía tenemos el poder, ¿no?
– Supongo que sí.
– Y ese poder -dijo Norman- consiste en la facultad de hacer que ocurra cualquier cosa, con sólo pensar en ella.
– Sí…
– Entonces, es posible evitar que la Armada se entere, ya que podemos decidir olvidar todo el asunto.
Harry frunció el entrecejo.
– Ésa es una cuestión interesante: si tenemos el poder de olvidar el poder.
– Creo que deberíamos olvidarlo -propuso Beth-. Esa esfera es demasiado peligrosa.
Quedaron en silencio, sopesando lo que entrañaba olvidar la esfera. Porque olvidar no solamente evitaría que la Armada llegase a saber nada sobre la esfera, sino que también borraría todo conocimiento relativo a la esfera, incluyendo el que tenían los tres científicos. Hacerla desaparecer de la consciencia humana, como si nunca hubiese existido… Eliminarla de la percepción de la especie, para siempre.
– Es una decisión difícil -objetó Harry-. Después de todo lo que hemos pasado, simplemente olvidarlo…
– Es precisamente por todo lo que hemos pasado, Harry -argüyó Beth-. Enfrentémonos a ello: nosotros mismos no fuimos capaces de manejarlo muy bien.
Norman se dio cuenta de que ahora Beth hablaba sin rencor, que había desaparecido su mordacidad combativa de antes.
– Me temo que es así -dijo Norman-. La esfera se construyó para someter a prueba a cualquier forma de vida inteligente que pudiera encontrar, y nosotros fracasamos en esa prueba.
– ¿Crees que la esfera fue hecha para eso? -preguntó Harry-. Yo no pienso lo mismo.
– ¿Para qué fue creada, entonces?
– Pues enfócalo así: imagina que fueras una bacteria inteligente que flota en el espacio, y te encontraras con uno de nuestros satélites de comunicaciones puesto en órbita alrededor de la Tierra. Pensarías: «¡Qué objeto extraño! Es de otro planeta. Explorémoslo.» Supongamos que lo abres y que te arrastras por su interior: encontrarías que es muy interesante estar allí dentro, con montones de cosas enormes que te harían devanarte los sesos. Pero, con el tiempo, podrías meterte en una de las células de combustible y el hidrógeno te mataría. Y tu último pensamiento sería: «Es obvio que este dispositivo de otro planeta fue construido para someter a prueba la inteligencia de las bacterias, y para matarnos si damos un paso en falso.» -Harry continuó-: Ahora bien: eso sería correcto desde el punto de vista de la bacteria que está muriendo. Pero no lo sería, en modo alguno, desde el punto de vista de los seres que fabricaron el satélite, pues desde nuestro sistema de referencia el satélite de comunicaciones nada tiene que ver con bacterias inteligentes. Ni siquiera sabemos que existan bacterias inteligentes ahí fuera. Tan sólo estamos tratando de comunicarnos, y hemos elaborado lo que consideramos que es un dispositivo bastante común y corriente para ese efecto.
– ¿Quieres decir que la esfera podría no ser ni un mensaje, ni un trofeo, ni una trampa, en absoluto?
– Así es -dijo Harry-. Es posible que la esfera no guarde ninguna relación con la búsqueda de otras formas de vida, ni con someter a prueba a seres vivos, según imaginamos que pueden tener lugar esas actividades. Tal vez sea sólo un accidente que la esfera ocasione esos profundos cambios en nosotros.
– Pero ¿por qué construiría alguien una máquina así? -preguntó Norman.
– Esa es la misma pregunta que una bacteria inteligente formularía respecto a un satélite de comunicaciones: ¿por qué alguien construiría una cosa así?
– En tal caso -sugirió Beth-, a lo mejor no es una máquina: la esfera puede ser una forma de vida. Puede estar viva.
– Es posible -admitió Harry, asintiendo con la cabeza.
– ¿Y si es así, si la esfera está viva, tenemos la obligación de mantenerla viva? -preguntó Beth.
– No sabemos si está viva.
Norman volvió a sentarse y dijo:
– Todas estas especulaciones son interesantes, pero cuando se va al fondo de la cuestión vemos que, en realidad, no sabemos nada de la esfera. En verdad, ni siquiera deberíamos estar llamándole la esfera: es probable que tan sólo la debamos llamar «esfera», porque no sabemos lo que es. Ignoramos de dónde vino. Desconocemos si es algo vivo o si está muerta. No tenemos ni idea de cómo llegó al interior de esa nave espacial. Nada sabemos de ella; salvo lo que imaginamos… y lo que imaginamos dice más sobre nosotros que sobre la esfera.
– Exacto -aprobó Harry.
– Literalmente, es una especie de espejo para nosotros -agregó Norman.
– Y existe otra posibilidad -dijo Harry-: es posible que no sea de otro planeta en absoluto. Puede haber sido elaborada por seres humanos.
Esa idea sorprendió a Norman. Harry explicó:
– Reflexionemos: una nave procedente de nuestro propio futuro pasó a través de un agujero negro y entró en otro Universo, o en otra parte de nuestro Universo. No podemos imaginar lo que ocurriría como resultado de eso. Pero supongamos que se produjo una distorsión de importancia en el tiempo. Supongamos que esa nave, que partió con una tripulación humana en el año 2043, realmente estuvo en tránsito durante miles y miles de años. ¿No podría ser que la tripulación humana hubiese inventado la esfera durante ese tiempo?
– No lo estimo probable -dijo Beth.
– Bueno, pues meditémoslo un instante -propuso Harry con suavidad.
Norman observó que Harry ya no se comportaba con arrogancia.
«Los tres nos hallamos juntos en esto -pensó Norman-. Y estamos trabajando unidos como nunca lo habíamos hecho.» Durante todo el tiempo que estuvieron bajo el mar se llevaron mal, pero ahora alcanzaban acuerdos sin discusiones. Colaboraban. Formaban un equipo.
– Existe un verdadero problema respecto al futuro -estaba diciendo Harry-, y no lo admitimos; damos por sentado que podemos ver lo futuro mejor de lo que en realidad es. Leonardo da Vinci trató de hacer un helicóptero hace quinientos años, y Julio Verne predijo un submarino hace cien. A partir de ejemplos como éstos, nos inclinamos a creer que el futuro es predecible, cuando en realidad no es así. Porque ni Leonardo ni Julio Verne pudieron haber imaginado jamás un ordenador, por ejemplo; porque el concepto mismo de ordenador entraña demasiados conocimientos que, en la época en que vivieron esos hombres, resultaban inconcebibles. Era una información que llegó de la nada, tiempo después. Y nosotros no somos más eruditos que ellos, sentados aquí ahora: no habríamos podido suponer que los hombres enviaran una nave a través de un agujero negro, pues hasta hace unos pocos años ni siquiera sospechábamos la existencia de los agujeros negros, y menos aún podemos predecir qué es lo que los hombres lograrán dentro de miles de años.
– Suponiendo que la esfera haya sido hecha por seres humanos.
– Sí. Suponiendo eso.
– ¿Y si no fuera así? ¿Y si realmente se trata de una nave procedente de una civilización extra-terrestre? ¿Tenemos justificación para borrar todo conocimiento humano sobre esta forma de vida extra-terrestre?
– No lo sé -dijo Harry moviendo la cabeza-. Si decidimos olvidar la esfera…
– … entonces habrá desaparecido -completó Norman.
Beth clavó la mirada en la mesa y por fin dijo:
– Ojalá pudiéramos consultar con alguien.
– No hay nadie a quien consultar -sentenció Norman.
– Pero ¿podemos olvidarla realmente? ¿Dará resultado? -preguntó Beth.
Se produjo un prolongado silencio.
– Sí -dijo Harry al fin-. No cabe duda al respecto. Y creo que ya contamos con pruebas de que podemos olvidarnos de la esfera. Eso resuelve un problema lógico que me molestó desde el comienzo, cuando exploramos la nave por primera vez, porque algo muy importante faltaba en esa nave.
– ¿Sí? ¿El qué?
– Un indicio cualquiera de que los constructores de la nave supieran que el viaje a través de un agujero negro era posible.
– No te entiendo -confesó Norman.
– Bueno -dijo Harry-, nosotros tres ya hemos visto una nave espacial que pasó a través de un agujero negro. Hemos caminado por ella. De modo que sabemos que un viaje así es posible.
– Sí…
– No obstante, dentro de cincuenta años los seres humanos van a construir una nave de modo experimental, aparentemente sin tener conocimiento de que esa nave ya fue encontrada medio siglo antes, en el pasado de esos seres humanos. En la nave no hay señal alguna de que los constructores sepan de esa existencia anterior.
– Quizá se trate de una de esas paradojas del tiempo -dijo Beth-. Como no puedes retroceder en el tiempo y encontrarte contigo mismo en el pasado…
Harry negó con la cabeza.
– No creo que sea una paradoja. Creo que todo el conocimiento referido a esa nave se va a perder.
– Lo que quieres decir es que vamos a olvidarla.
– Sí -dijo Harry-. Y, con franqueza, opino que es la mejor solución. Durante mucho tiempo, mientras nos hallábamos allí abajo, supuse que ninguno de nosotros lograría volver con vida. Ésa fue la única explicación que se me ocurrió. Y ése fue el motivo por el que quise hacer mi testamento…
– Pero si decidimos olvidar…
– Exacto -dijo Harry-. Si decidimos olvidar, eso producirá el mismo resultado.
– El conocimiento se habrá perdido para siempre -dijo Norman en voz baja.
Se dio cuenta de que estaba dudando. Ahora que habían llegado a esa decisión se sentía remiso a seguir adelante. Pasó los dedos sobre las raspaduras hechas en la mesa; tocaba la superficie como si ésta le pudiera brindar una respuesta vital en aquel momento.
«En cierto sentido -pensó-, no estamos integrados más que por recuerdos. Nuestra personalidad se estructura a partir de recuerdos, nuestra vida está organizada en torno a recuerdos, nuestras culturas se erigen sobre los cimientos de los recuerdos compartidos, a los que denominamos "historia" y "ciencia". Y desistir de un recuerdo, desistir del conocimiento, desistir de lo pasado…»
– No es fácil -reconoció Harry meneando la cabeza.
– No -ratificó Norman-. No lo es.
En verdad lo encontraba tan difícil que se preguntaba si estaba experimentando una característica humana tan fundamental como el deseo sexual: sencillamente no podía renunciar a este conocimiento; la información le parecía tan importante, las inferencias, tan fascinantes… Todo su ser se rebelaba a la idea de olvidar.
– Bueno -concluyó Harry-, creo que tenemos que hacerlo.
– Estaba pensando en Ted -dijo Beth-. Y en Barnes, y en los demás… Somos los únicos que saben cómo murieron, para qué dieron su vida. Y si olvidamos…
– Cuando olvidemos -rectificó Norman con firmeza.
– Beth acaba de exponer un punto esencial -dijo Harry-. Si olvidamos, ¿cómo nos arreglaremos con todos los detalles, con todos los cabos que quedarán sueltos?
– No creo que sea problema -dijo Norman-. El subconsciente tiene un enorme poder creativo, como ya hemos visto. Los detalles se arreglarán de forma subconsciente. Es igual a lo que ocurre cuando nos vestimos por la mañana. En el momento de vestirnos no vamos pensando en cada detalle, en el cinturón, los calcetines y demás prendas. Simplemente tomamos una decisión básica general relativa a qué apariencia debemos tener, y, después, nos vestimos.
– Aun así -arguyó Harry-, considero que será mejor que tomemos la decisión general, porque todos tenemos el poder y, si imaginamos relatos diferentes, generaremos confusión.
– Muy bien -dijo Norman-. Coincidamos en lo que ocurrió. ¿Por qué vinimos aquí?
– Yo creía que se trataba de la caída de un avión.
– Yo también.
– Muy bien. Decidamos que fue por la caída de un avión.
– Excelente. ¿Y qué pasó?
– La Armada envió gente al fondo del mar para investigar el accidente, y hubo un problema…
– Espera un momento, ¿qué clase de problema?
– ¿El calamar?
– No. Mejor un problema técnico.
– ¿Algo relacionado con la tormenta?
– ¿Los sistemas de mantenimiento de la vida fallaron durante la tormenta?
– Sí, está bien. Los sistemas para mantenimiento de la vida fallaron durante la tormenta.
– ¿Y varias personas murieron como consecuencia de eso?
– Un momento. No vayamos tan rápido. ¿Qué hizo que fallaran los sistemas para mantenimiento de la vida?
– En el habitáculo se produjo una filtración, y el agua de mar corroyó los cartuchos depuradores que había en el Cilindro B, lo que hizo que se liberara un gas tóxico.
– ¿Pudo haber pasado eso? -preguntó Norman.
– Sí, fácilmente.
– Y varias personas murieron como consecuencia de ese accidente.
– Muy bien.
– Pero nosotros sobrevivimos.
– Sí.
– ¿Por qué? -preguntó Norman.
– ¿Estábamos en el otro cilindro?
Norman negó con la cabeza y dijo:
– El otro cilindro también fue destruido.
– Quizá fue destruido después, con explosivos.
– Demasiado complicado -objetó Norman-. Hagámoslo sencillo: fue un accidente que se produjo de forma súbita e inesperada. En el habitáculo, la mayor parte del personal murió, pero nosotros no porque…
– ¿… estábamos en el submarino?
– De acuerdo -dijo Norman-. Estábamos en el submarino cuando los sistemas fallaron, de modo que nosotros sobrevivimos y los demás, no.
– ¿Por qué estábamos en el submarino?
– Nos hallábamos trasladando las videocintas, siguiendo el cronograma establecido.
– ¿Y con respecto a las cintas? -preguntó Harry-. ¿Qué van a mostrar?
– Las cintas confirmarán nuestro relato -dijo Norman-. Todo será coherente con el relato, incluyendo al personal de la Armada, que nos envió allá abajo, en primer lugar, e incluyéndonos a nosotros: no recordamos otra cosa que no sea este relato.
– ¿Y ya no tendremos más el poder? -preguntó Beth, frunciendo el entrecejo.
– No -les respondió Norman-. Ya no lo tendremos
– Muy bien -dijo Harry.
Beth se mordía los labios; parecía necesitar más tiempo para decidirse, pero al final asintió con la cabeza y repitió:
– Muy bien.
Norman hizo una profunda inspiración y miró a Beth y a Harry:
– ¿Estamos listos para olvidar la esfera, así como el hecho de que una vez tuvimos el poder de hacer que las cosas ocurran, sólo con pensar en ellas?
Asintieron con la cabeza.
De repente, Beth se mostró inquieta, y se revolvió en su silla.
– Pero ¿de qué modo lo tenemos que hacer?
– Solamente lo haremos -dijo Norman-, cierra los ojos y te dices que lo olvidas.
– ¿Pero estáis seguros de que debemos hacer esto? ¿Absolutamente seguros? -preguntó Beth, que continuaba excitada y se movía con nerviosismo.
– Sí, Beth. Tú limítate… a desistir del poder.
– Entonces, todos tenemos que hacerlo juntos -estableció ella-. Al mismo tiempo.
– Muy bien -aprobó Harry-. Cuando cuente tres. Cerraron los ojos.
– Uno…
Con los ojos cerrados, Norman pensó: «De todos modos, la gente siempre olvida que tiene poder.»
– Dos…
Entonces, Norman concentró su mente: con súbita intensidad, volvió a ver la esfera, brillante como una estrella, perfecta y pulida, y pensó: «Quiero olvidar que la he visto.»
Y en la visión de su mente la esfera de desvaneció.
– Tres -dijo Harry.
– ¿Tres qué? -preguntó Norman.
Los ojos le dolían y le ardían; se los frotó con el pulgar y el índice, y después los abrió. Beth y Harry también estaban sentados alrededor de la mesa en la cámara de descompresión. Todos tenían aspecto de hallarse cansados y deprimidos. «Pero eso es lo que cabía esperar -pensó Norman-, teniendo en cuenta por todo lo que hemos pasado.»
– ¿Tres qué? -volvió a preguntar Norman.
– Oh, solamente estaba pensando en voz alta: sólo quedamos tres -dijo Harry.
Beth suspiró. Norman vio lágrimas en sus ojos. La mujer hurgó en su bolsillo, sacó un pañuelo de papel y se sonó la nariz.
– No podéis culparos -dijo Norman-. Fue un accidente. No había nada que pudiéramos hacer.
– Lo sé -contestó Harry-. Pero esa gente que se asfixiaba, mientras estábamos en el submarino… sigo oyendo sus alaridos… ¡Dios, ojalá nunca hubiera pasado!
Se produjo el silencio. Beth volvió a sonarse la nariz.
Norman también deseaba que jamás hubiese ocurrido. Pero el deseo no iba a cambiar nada ahora.
– Lo sé -dijo Beth.
– Poseo gran experiencia respecto al trauma que ocasionan los accidentes -dijo Norman-. Lo único que tienes que hacer es repetirte que no tienes motivo alguno para sentirte culpable. Lo que ocurrió, ocurrió; algunas personas murieron, y a ti no te tocó. No es culpa de nadie; no es más que una de esas cosas que suceden. Fue un accidente.
– Eso ya lo sé -dijo Harry-; pero sigo sintiéndome mal.
– Continúa repitiéndote que es una de esas cosas que pasan. No dejes de pensarlo -le aconsejó Norman; se levantó de la mesa y pensó «debemos alimentarnos, tenemos que pedir comida»-. Voy a pedir algo para comer.
– No tengo hambre -manifestó Beth.
– Ya lo sé, pero debemos comer de todos modos.
Norman fue hacia la portilla. Un solícito marino lo vio de inmediato y apretó el intercomunicador.
– ¿Puedo hacer algo por usted, doctor Johnson?
– Sí -contestó Norman-. Necesitamos comer algo.
– De inmediato, señor.
Norman vio compasión en el rostro de los miembros del equipo de la Armada que los atendía. Aquellos hombres mayores entendían el golpe que tenía que representar aquello para los tres supervivientes.
– Doctor Johnson, ¿está su gente lista para hablar ahora?
– ¿Hablar?
– Sí, señor. Los expertos de inteligencia estuvieron revisando las videocintas del submarino y tienen algunas preguntas que formular a ustedes.
– ¿Sobre qué? -preguntó Norman sin mucho interés.
– Bueno, pues cuando fueron transferidos a la CDS, el doctor Adams mencionó algo sobre un calamar.
– ¿Ah, sí?
– Sí, señor. Pero no parece haber ningún calamar grabado en las cintas.
– No recuerdo ningún calamar -dijo Norman, perplejo. Se volvió hacia Harry-: ¿Recuerdas algo acerca de un calamar, Harry?
El matemático frunció el entrecejo.
– ¿Un calamar? No tengo ni idea.
Norman volvió a mirar al marino y le preguntó:
– ¿Qué muestran las videocintas?
– Bueno, las cintas llegan justo hasta el momento en que el aire del habitáculo…, ya sabe, el accidente…
– Sí -dijo Norman-. Recuerdo el accidente.
– Basándonos en las cintas, creemos saber lo que sucedió: al parecer se produjo una filtración en una de las paredes y los cilindros depuradores se mojaron. Se volvieron inoperantes y la atmósfera se contaminó.
– Entiendo.
– Tuvo que haber ocurrido de forma muy repentina, señor.
– Sí -respondió Johnson-. Así fue.
– Entonces, ¿están listos ahora para hablar con alguien?
– Creo que sí.
Norman se apartó de la portilla. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y tocó un trozo de papel. Sacó una foto y la contempló con curiosidad.
Era la fotografía de un Corvette rojo. Norman se preguntó de dónde habría salido aquella foto. Era probable que fuese el coche de alguna otra persona, de alguien que había usado la chaqueta antes que él. Probablemente alguno de los marinos que habían muerto en el desastre ocurrido bajo el agua.
Norman sintió un escalofrío, hizo una bola con la foto y la arrojó al cesto de los papeles: no necesitaba recordatorios. Recordaba ese desastre demasiado bien. Sabía que no lo olvidaría mientras viviera.
Volvió a echar un vistazo a Beth y a Harry, quienes parecían cansados. Beth tenía la mirada perdida, como si estuviera preocupada por sus propios asuntos; pero su rostro estaba sereno; a pesar de los sufrimientos padecidos durante el tiempo que estuvieron bajo el mar, Norman pensaba que Beth parecía casi bella.
– ¿Sabes, Beth? -le dijo-. Estás encantadora.
Beth no pareció oírlo, pero después se volvió lentamente hacia él.
– Bueno, gracias, Norman -repuso.
Y sonrió.