A la luz de la mañana, el submarino Charon V cabeceaba en la superficie del mar, montado en la plataforma de un pontón. Era de color amarillo brillante y parecía un juguete infantil para bañera que se hubiera posado sobre una cubierta de bidones de petróleo.
Una lancha «Zodiac» de goma recogió a Norman; el psicólogo subió a la plataforma y estrechó la mano del timonel, el cual no podía tener más de dieciocho años; era más joven que Tim, el hijo de Norman.
– ¿Listo para partir, señor? -preguntó el muchacho.
– Por supuesto -respondió.
Nunca se había sentido tan dispuesto.
Visto de cerca, el submarino no parecía un juguete: era increíblemente macizo y fuerte. Norman vio una sola portilla, de acrílico curvo, que se mantenía en su sitio mediante pernos grandes como sus puños. El psicólogo los tocó para percibir su resistencia.
El timonel sonrió.
– ¿Quiere patear los neumáticos, señor?
– No; confío en usted.
– La escalerilla está por aquí, señor.
Norman subió los estrechos peldaños, llegó a la parte superior del submarino y vio que la pequeña escotilla circular se abría. Vaciló.
– Siéntese aquí, en el borde -le indicó el timonel-, y deje caer las piernas hacia adentro; después, siga la caída con todo el cuerpo. Puede ser que tenga que contraer un poco los hombros y meter para adentro su… Eso es, señor.
A través de la pequeña escotilla, Norman serpenteó hacia un interior tan bajo, que no se podía permanecer de pie. El submarino se hallaba atestado de diales y maquinaria. Ted ya estaba abajo, en la parte de atrás, encorvado, y sonriendo como un niño.
– ¿No es fantástico?
Norman le envidiaba el fácil entusiasmo, porque él se sentía enclaustrado y un poco nervioso. Por encima de su cabeza, el timonel cerró la pesada escotilla, que retumbó como una campana, y se dejó caer para tomar los controles.
– ¿Están bien?
Los científicos asintieron con la cabeza.
– Lamento lo del panorama -dijo el timonel, echándoles un vistazo por encima del hombro-. Lo que ustedes, caballeros, van a ver más que nada son mis cuartos traseros. Empecemos. ¿Les parece bien escuchar algo de Mozart? -Apretó el botón de un grabador de cinta y sonrió-. Tenemos treinta minutos de descenso hasta el fondo del mar y la música lo hace un poquito más fácil. Si no les gusta Mozart, les podemos ofrecer alguna otra cosa.
– Mozart está bien -aceptó Norman.
– Mozart es maravilloso -manifestó Ted-. Sublime.
– Muy bien, caballeros.
El submarino siseó. Hubo un parloteo en la radio; el timonel habló con suavidad por un micrófono. En la portilla apareció un buzo autónomo, que saludó con la mano; el timonel le correspondió con un movimiento de la suya.
Se produjo un sonido de chapoteo; después, el ruido profundo y prolongado de algo que rodaba, y comenzaron el descenso.
– Como pueden ver, toda la narria desciende -explicó el timonel-. El submarino no es estable en la superficie, por lo que se lleva arriba y abajo deslizándolo por la narria. A unos treinta metros, más o menos, la abandonamos.
A través de la portilla vieron al buzo, de pie, en la cubierta; ahora el agua le llegaba a la cintura; después el agua cubrió la portilla, y del equipo respirador autónomo del buzo salieron burbujas.
– Estamos bajo el agua -dijo el timonel mientras ajustaba varias válvulas que tenía por encima de la cabeza. Oyeron el silbido del aire, que sonaba alarmantemente alto, y otro gorgoteo. Desde la portilla llegaba al submarino una luz de un hermoso color azul.
– Maravilloso -dijo Ted.
– Ahora abandonamos la narria -informó el timonel.
Los motores ronronearon y el submarino se desplazó hacia adelante; el buzo desapareció por uno de los costados. En ese momento, a través de la portilla, solamente se veía agua de un azul uniforme. El timonel dijo algo por radio y encendió el grabador. Se oyó música de Mozart.
– No tienen más que sentarse, caballeros. Descendemos a razón de veinticuatro metros por minuto.
Norman oía el zumbido sordo de los motores eléctricos, pero no había una verdadera sensación de movimiento. Todo lo que ocurría era que el ambiente exterior se volvía cada vez más oscuro.
– ¿Sabes? -dijo Ted-, en realidad somos muy afortunados al habernos tocado este sitio. La mayoría de los lugares que conforman el fondo del Pacífico son tan profundos que podría suceder que nunca llegásemos a posarnos en ellos. El vasto océano Pacífico, que cubre la mitad de la superficie de la Tierra, tiene una profundidad promedio de más de tres mil metros. Sólo existen unos pocos lugares en los que esa profundidad es menor. Uno de ellos es el relativamente pequeño rectángulo delimitado por las Samoa, Nueva Zelanda, Australia y Nueva Guinea, rectángulo que, en realidad, es una gran planicie submarina similar a las del oeste de Norteamérica, con la diferencia de que ésta del Pacífico tiene una profundidad media de seiscientos metros. Eso es lo que estamos haciendo ahora: descendemos a esa llanura.
Ted hablaba con rapidez. ¿Estaña nervioso? Norman no lo podía discernir; lo que sí sentía era cómo latía con fuerza su propio corazón. El exterior estaba oscuro por completo; el panel de instrumentos brillaba con una luz verde. Haciendo un movimiento rápido y leve, el timonel encendió luces interiores rojas.
El descenso continuaba.
– Ciento veinte metros. -El submarino dio un bandazo y luego prosiguió con suavidad-. Éste es el río.
– ¿Qué río? -preguntó Norman.
– Señor, estamos en una corriente de salinidad y temperatura diferentes que se comporta como si fuera un río dentro del océano. Tenemos la costumbre de detenernos en esta zona, señor. El submarino se mete en el río y nos lleva a dar un paseíto.
– Ah, sí -dijo Ted. Introdujo la mano en el bolsillo y le dio al timonel un billete de diez dólares.
Norman echó a Ted una mirada interrogativa.
– ¿No te lo han dicho? Es una antigua tradición: cuando se está descendiendo, siempre se le paga al timonel para atraer la buena suerte.
– No me vendría mal un poco de suerte -comentó Norman. Hurgó con desmaña en su bolsillo y encontró un billete de cinco dólares; pero lo pensó mejor y, en vez de uno de cinco, sacó un billete de veinte dólares.
– Gracias, caballeros, y que tengan una buena estancia en el fondo -dijo el timonel.
Los motores eléctricos volvieron a encenderse.
El descenso continuó. El agua estaba oscura.
– Ciento cincuenta metros dijo el timonel-. Estamos a mitad de camino.
El submarino produjo un fuerte crujido y después varias detonaciones. Norman estaba aterrorizado.
– Ése es el ajuste a la presión. Es normal, no hay problema.
– Ajá -dijo Norman.
Se secó el sudor con la manga de la camisa. Le parecía que el interior del submarino era ahora mucho más pequeño, que las paredes estaban más cerca de su cara.
– En realidad -explicó Ted-, si no recuerdo mal, a esta región del Pacífico se le llama Cuenca Lau, ¿no es así?
– Así es, señor, Cuenca Lau.
– Es una meseta submarina encerrada entre dos cadenas montañosas, la de Fidji del Sur, o Cordillera Lau, al oeste, y la Cordillera Tonga al este.
– Exacto, doctor Fielding.
Norman lanzó una fugaz mirada al tablero de los instrumentos y vio que estaba cubierto de humedad; el timonel tuvo que frotarlo con un paño para poder leer los indicadores. ¿Habría una filtración de agua en el submarino? «No -pensó-, nada más que condensación.» El interior estaba cada vez más frío. «Trata de mantenerte tranquilo», se dijo.
– Doscientos cuarenta metros -informó el timonel.
En esos momentos, afuera ya estaba totalmente negro.
– Esto es muy emocionante -comentó Ted-. ¿Alguna vez hiciste algo así, Norman?
– No.
– Ni yo. Es estremecedor.
A Norman le hubiera gustado que Ted se callara. Pero continuó:
– ¿Sabes? Cuando abramos esa nave extra-terrestre y hagamos nuestro primer contacto con otra forma de vida, va a ser un momento grandioso en la historia de la especie humana. He estado preguntándome qué es lo que deberíamos decir.
– ¿Qué deberíamos decir…?
– Sí. Qué palabras diremos en el umbral, mientras las cámaras estén filmando.
– ¿Habrá cámaras?
– Ah, estoy seguro de que habrá toda clase de documentación. Eso es lo que corresponde, dadas las circunstancias. Así que necesitamos preparar algo para decir una frase memorable, y se me ha ocurrido la siguiente: «Este es el acontecer de un acontecimiento muy importante en la historia de la especie humana.»
– ¿El acontecer de un acontecimiento? -dijo Norman, frunciendo el entrecejo.
– Tienes razón -admitió Ted-. Es chabacana, estoy de acuerdo. Podría ser: «Es un momento decisivo en la historia de la Humanidad.»
Norman negó con la cabeza.
– ¿Qué te parece: «Es una encrucijada en la evolución de la especie humana.»?
– ¿Puede tener encrucijada la evolución?
– No veo por qué no -objetó Ted.
– Porque una encrucijada es un cruce de caminos. ¿La evolución es un camino? No creía que lo fuera, creía que la evolución carecía de dirección.
– Tomas las cosas demasiado al pie de la letra.
– Lectura del fondo -comunicó el timonel-. Doscientos setenta metros.
Redujo la velocidad de descenso, y se oyó el intermitente ping que producía el sonar.
– ¿Te gusta más ésta?: «Es un nuevo umbral en la evolución de la especie humana.»
– Sí, ésa sí. ¿Crees que lo será?
– ¿El qué?
– Un nuevo umbral.
– ¿Por qué no?
– ¿Qué sucederá si abrimos esa nave y en el interior no hay más que un montón de chatarra herrumbrosa y nada que posea un valor esclarecedor?
– Buen argumento -comentó Ted.
– Doscientos ochenta y cinco metros. Luces exteriores encendidas -dijo el timonel.
A través de la portilla vieron manchitas blancas; el timonel les explicó que se trataba de material en suspensión.
– Contacto visual. Tengo el fondo.
– ¡Ah, veamos! -exclamó Ted.
El piloto se hizo a un lado amablemente y los dos científicos miraron; Norman vio una planicie chata, muerta, de un marrón desvaído, que se extendía hasta el límite de las luces. Más allá, sólo negrura.
– Me temo que en este preciso lugar no haya mucho para ver -dijo el timonel.
– Es de lo más lúgubre -dijo Ted, sin la menor pizca de decepción-. Me sorprende. Esperaba ver más seres vivos.
– Bueno, está bastante frío, la temperatura del agua es de… veamos, dos grados Celsius.
– Casi el punto de congelación -apuntó Ted.
– Sí, señor. Veamos si podemos encontrar su nuevo hogar.
Los motores rugieron y el sedimento de lodo se agitó frente a la portilla. El submarino giró y se desplazó hacia el fondo. Durante varios minutos lo único que vieron fue el paisaje marrón. Después aparecieron luces.
– Ahí están.
Había un agrupamiento de luces, ordenadas según un patrón rectangular.
– Ésa es la rejilla -explicó el timonel.
El submarino se elevó y planeó con suavidad sobre la iluminada parrilla, que se extendía unos ochocientos metros. A través de la portilla vieron varios buzos que estaban trabajando dentro de la estructura, y que saludaron al submarino que pasaba. El timonel hizo sonar una bocina de juguete.
– ¿Los buzos pueden oír eso?
– Claro que sí. El agua es una excelente conductora.
– ¡Dios mío! -exclamó Ted.
Justo frente al submarino y sobre el fondo del océano se erguía la gigantesca aleta de titanio. Norman no estaba preparado para esas dimensiones: cuando el submarino viró a babor, la aleta le bloqueó todo el campo visual durante cerca de un minuto. El metal era gris mate y, a excepción de unas manchitas blancas consecuencia de formas de vida marina adheridas, carecía de marcas por completo.
– No hay corrosion -observó Ted.
– No, señor -corroboró el timonel-. Todo el mundo lo ha mencionado. Se cree que se debe a que es una aleación de metal y plástico, pero no me parece que nadie esté seguro del todo.
La aleta dio la impresión de deslizarse hacia popa; el submarino volvió a virar. Directamente al frente, se vieron más luces, dispuestas en hileras verticales; Norman contempló un solo cilindro de acero, pintado de amarillo, con portillas brillantes. Al lado del cilindro había una cúpula metálica baja.
– Ése es DH-7, el habitáculo de los buzos, a babor-dijo el timonel-. Es bastante utilitario. Ustedes estarán en el DH-8, que es mucho más agradable, créanme.
El piloto viró a estribor, y después de un instante de negrura total, vieron otro conjunto de luces. A medida que se acercaban, Norman contó cinco cilindros diferentes, algunos verticales, y otros horizontales, interconectados de modo complejo.
– Ya llegamos: el DH-8, su hogar lejos del hogar -les comunicó el timonel-. Denme un minuto para atracar.
Se oyó un sonido como de campanas producido por el choque del metal contra otro metal; hubo una brusca sacudida y luego los motores se apagaron. Silencio. El aire silbó. El piloto avanzó dando tumbos para abrir la escotilla y, cosa sorprendente, a los tripulantes del submarino les llegó una ráfaga de aire frío.
– La esclusa de aire está cubierta, caballeros -dijo el timonel, y se hizo aun lado.
Norman miró a lo alto, a través de la esclusa, y vio series de lámparas rojas. Trepó para salir del submarino y penetró en un gran cilindro de acero, de dos metros y medio de diámetro, más o menos, que tenía agarraderas todo alrededor, dos estrechos bancos de metal y, por encima de todo ello, las refulgentes lámparas generadoras de calor, si bien no parecían servir de mucho.
Ted trepó a su vez y se sentó en el banco que estaba frente al de Norman. Se hallaban tan próximos, que se tocaban las rodillas. Por debajo de sus pies, el timonel cerró la escotilla, ambos miraron cómo giraba la rueda, oyeron un clac cuando el submarino se soltó de sus amarras y, luego, el zumbido de los motores de la nave al alejarse.
Después, nada.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Norman.
– Nos adaptan a la presión -respondió Ted-. Tienen que pasarnos a una atmósfera de gases exóticos porque aquí abajo no podemos respirar aire.
– ¿Por qué no? -preguntó Norman. Ahora que se encontraba aquí, en el fondo del mar, contemplando las frías paredes de acero del cilindro, deseó haberse mantenido despierto durante la sesión de instrucciones.
– Porque la atmósfera de la Tierra es letal. Uno no se da cuenta, pero el oxígeno es un gas corrosivo; pertenece a la misma familia química que el cloro y el flúor, y el ácido fluorhídrico es el ácido más corrosivo que se conoce. Esa misma cualidad tiene el oxígeno, y es lo que hace que una manzana cortada se vuelva marrón, o que el hierro se oxide. El oxígeno es increíblemente destructor para el cuerpo humano, si se le expone a demasiada cantidad. Sometido a presión, este gas es tóxico… como una venganza. Por eso reducen la cantidad de oxígeno que recibimos. En la superficie, respiramos un veintiuno por ciento de oxígeno; aquí abajo, un dos por ciento. Pero no apreciarás ninguna diferencia…
A través de un megáfono se oyó una voz:
– Ahora empezamos a adaptarlos a la presión.
– ¿Quiénes? -preguntó Norman.
– Barnes -repuso la voz.
Pero no sonaba como la voz de Barnes: era áspera como grave y artificial.
– Tiene que ser laringófono -dijo Ted, y rió. Su voz tenía un tono notablemente más alto-. Es helio, Norman. Emplean helio para adaptarnos a la presión.
– Suenas como el Pato Donald -comentó Norman, y también rió. Su propia voz salía chillona, semejante a la de un personaje de dibujos animados.
– Mira quién habla, Mickey -chilló Ted.
– Nene quede lete y mamadeda -dijo Norman.
Ambos reían, al oírse la voz.
– Acaben ustedes dos -pidió Barnes a través del intercomunicador-. Esto no es una broma.
– Sí, señor capitán -se puso Ted; pero su voz tenía ya un tono tan alto que era casi ininteligible, y los dos hombres volvieron a prorrumpir en carcajadas; sus tintineantes voces, que parecían las de dos colegiales, vibraban dentro del cilindro de acero.
El helio hacía que la voz sonara atiplada y chillona, pero también surtía otros efectos.
– ¿Se están congelando, muchachos? -preguntó Barnes.
Por supuesto que se estaban enfriando. Norman vio que Ted tiritaba, y él mismo tenía piel de gallina en las piernas. Era corno si el viento estuviera soplando a través de la piel… con la diferencia de que no había viento alguno; la liviandad del helio aumentaba la evaporación, lo que hacía que sus cuerpos se enfriaran.
Desde el otro lado del cilindro, Ted dijo algo, pero Norman ya no lo podía entender porque la voz del astrofísico tenía un tono demasiado alto como para ser comprensible; no era más que un débil chillido.
– Cualquiera creería que ahí dentro hay ahora un par de ratas -dijo Barnes, con satisfacción.
Ted giró los ojos hacia el megáfono y dijo algo, pero su voz fue apenas un susurro.
– Si quieren hablar, tomen un laringófono -indicó Barnes-. Los hallarán en la gaveta que hay debajo del asiento.
Norman encontró una gaveta metálica y, al abrirla de golpe, el metal chirrió de forma ruidosa, como una tiza sobre la pizarra. Todos los sonidos que se producían en la cámara eran agudos. Dentro de la gaveta, Norman vio dos almohadillas de plástico negro, cada una unida a una especie de collarín.
– Simplemente deslícenlos sobre el cuello y pongan la almohadilla a la altura de la laringe.
– Muy bien -respondió Ted, y parpadeó, sorprendido: su voz sonaba un poco ronca, pero normal en todos los demás aspectos.
– Estas cosas tienen que alterar la frecuencia de vibración de las cuerdas vocales -dijo Norman.
– ¿Por qué no prestaron ustedes atención a las reuniones de instrucción? -preguntó Barnes-. Esto es, precisamente, lo que hacen los laringófonos. Tienen que llevarlos todo el tiempo que estén aquí. Por lo menos si quieren que alguien les entienda. ¿Todavía sienten frío?
– Sí -contestó Ted.
– Bueno, aguanten un poco. Ya están casi adaptados a la presión.
Después se produjo otro silbido y se abrió una puerta lateral deslizable. Barnes estaba allí de pie, con chaquetillas livianas en el brazo.
– Bienvenidos al DH-8 -dijo.
– Ustedes son los últimos en llegar -comentó Barnes-. Apenas tenemos tiempo para hacer un recorrido rápido, antes de que abramos la nave espacial.
– ¿Ya están listos para abrirla? -preguntó Ted-. Maravilloso. Estaba hablando de eso con Norman. Éste es un momento tan importante, nuestro primer contacto con vida extra-terrestre, que tendríamos que preparar un breve discurso para cuando abramos esa cosmonave.
– Habrá tiempo para pensar en eso -dijo Barnes, echándole un rápido vistazo a Ted-. Primero les mostraré el habitáculo. Por aquí.
Les explicó que el habitáculo DH-8 consistía en cinco cilindros grandes, designados con letras, de la A hasta la E, y que el Cilindro A, en el que estaban en ese momento, era la esclusa de aire. Luego los llevó a un vestuario adyacente; allí había trajes de tela gruesa que colgaban fláccidos, en la pared, junto a cascos amarillos moldeados, del tipo de los que Norman había visto usar a los buzos; los cascos tenían aspecto futurista. Dio varios golpecitos con los nudillos a uno de ellos: era de plástico, y sorprendentemente ligero. Vio el nombre «johnson» esparcido sobre el cristal del visor.
– ¿Vamos a usar estos cascos? -preguntó.
– Exacto -repuso Barnes.
– Entonces, ¿iremos al exterior?
Norman sintió una punzada de alarma.
– En algún momento, iremos. No se preocupe por eso ahora. ¿Siguen sintiendo frío?
Ambos asintieron. Barnes hizo que cambiaran su ropa por monos ajustados de poliéster azul, que se adherían al cuerpo. Ted frunció el entrecejo.
– ¿No crees que nos dan un aspecto bastante ridículo?
– Es posible que no sean el último grito de la moda -dijo Barnes-, pero evitan la pérdida de calor debida al helio.
– El color no es favorecedor -objetó Ted.
– Al cuerno con el color -fue la respuesta de Barnes, quien les entregó luego dos chaquetillas ligeras.
Norman sintió algo pesado en uno de los bolsillos, y extrajo de él una batería eléctrica.
– Las chaquetillas tienen un circuito en su interior, que las calienta mediante electricidad -explicó Barnes-. Son como las mantas eléctricas, que es lo que ustedes van a usar para dormir. Síganme.
Fueron al Cilindro B, que alojaba los sistemas de energía y de sustentación de la vida. A primera vista, el cilindro parecía un gran cuarto de calderas, pues estaba lleno de tuberías multicolores y de ajustes auxiliares utilitarios.
– Aquí es donde generamos todo nuestro calor, energía y aire. -Barnes señaló las características destacadas del lugar-. Generador de CI en ciclo cerrado, de doscientos cuarenta ciento diez; celdas de combustible accionadas por hidrógeno y oxígeno; monitores SED; procesador de líquidos, que funciona con baterías de platacinc. Y allí está la suboficial principal, Fletcher, Alice Fletcher.
Norman vio una figura de huesos grandes, que, con una pesada llave inglesa en la mano, trabajaba entre las cañerías, de espaldas a ellos. Alice Fletcher se volvió, les brindó una amplia sonrisa y los Saludó agitando una mano llena de grasa.
– Parece saber lo que está haciendo -observó Ted con aprobación.
– Así es -dijo Barnes-, aunque todos los sistemas principales de apoyo son superfluos. Fletcher es tan sólo nuestra redundancia final. En realidad, van a darse cuenta de que todo el habitáculo es autorregulable.
Sobre el mono de cada uno, Barnes prendió una pesada placa.
– Llévenlas en todo momento, aun cuando no son más que una precaución, ya que las alarmas se activan de forma automática si las condiciones para el mantenimiento de la vida caen por debajo de un nivel óptimo. Pero eso no va a ocurrir porque hay sensores en cada sala del habitáculo. Ustedes se habituarán al hecho de que el ambiente se ajusta en forma continua ante la presencia de una persona. Las luces se encienden y se apagan, al igual que las lámparas térmicas, y los respiraderos producen un silbido para seguir el rastro de las cosas. Todo es automático, no deben preocuparse. Los sistemas principales son superfluos: podemos perder corriente, podemos perder aire, podemos perder el agua por completo, y estaremos bien durante ciento treinta horas.
Para Norman, ciento treinta horas no parecía ser un período muy largo. Hizo el cálculo mentalmente: algo más de cinco días. Cinco días tampoco parecían ser demasiado tiempo.
Pasaron al cilindro siguiente; las luces se encendieron con un sonido seco cuando los tres hombres entraron. El Cilindro C estaba destinado al alojamiento del personal. Había literas, retretes y duchas «con abundancia de agua caliente, como van a comprobar». Barnes les mostraba el lugar con orgullo, como si se tratara de un hotel.
Todo el alojamiento tenía un grueso aislamiento. El suelo se hallaba acolchado y las paredes y los techos estaban cubiertos con capas de suave espuma de goma, lo que hacía que el interior tuviera el aspecto de un sofá demasiado mullido. No obstante, y a pesar de los colores brillantes y del evidente cuidado que se había tenido al hacer la decoración, a Norman el lugar seguía pareciéndole estrecho y agobiante, pues las portillas eran diminutas y sólo mostraban la negrura del océano que les rodeaba. Y en todos los resquicios que dejaba libre el tapizado veía gruesos pernos y espeso blindaje de acero que servían para recordar dónde se hallaban realmente los ocupantes del cilindro. Norman se sentía como si estuviera dentro de un enorme pulmón de acero… y pensó que esa comparación no estaba muy lejos de la verdad.
Agachando la cabeza, los tres hombres pasaron estrechos mamparos e ingresaron en el Cilindro D, el cual era un pequeño laboratorio con bancos y microscopios en el nivel superior, y una unidad compacta de equipo electrónico en el inferior.
– Ésta es Tina Chan -dijo Barnes, presentándoles una mujer muy serena.
Todos se estrecharon la mano. Norman pensó que Tina Chan mostraba una calma casi antinatural, hasta que se dio cuenta de que la mujer era una de esas personas que casi nunca parpadean.
– Deben ser buenos con Tina -estaba diciendo Barnes- porque ella es nuestro único enlace con el exterior. Se halla a cargo de las operaciones de comunicación y también de los sistemas sensores. De hecho, de toda la parte electrónica.
Tina Chan estaba rodeada por los monitores más voluminosos que Norman había visto en su vida. Tenían el aspecto de los televisores de los años cincuenta. Barnes explicó que algunos equipos no funcionaban bien en la atmósfera de helio, comprendidos los tubos de los televisores; dijo que en los primeros tiempos de los habitáculos submarinos, esos tubos tenían que ser reemplazados casi a diario, pero que ahora estaban revestidos y blindados con sumo detalle, y que ésa era la razón de que fueran tan voluminosos.
Al lado de Tina Chan había otra mujer, Jane Edmunds, a quien Barnes presentó como la archivista de la unidad.
– ¿Qué es una archivista? -preguntó Ted.
– Soy suboficial de primera clase, y trabajo en el procesamiento de datos, señor -aclaró la mujer con formalidad.
Jane Edmunds llevaba gafas y estaba de pie, muy tiesa. A Norman le hacía pensar en una bibliotecaria.
– Procesamiento de datos… -repitió Ted.
– Mi misión consiste en atender las grabaciones digitales, los materiales visuales y las cintas de vídeo, señor. Cada aspecto de este momento histórico se está registrando, y yo mantengo todo bien archivado.
«En realidad, es una bibliotecaria», pensó Norman.
– Ah, excelente -comentó Ted-. Me complace oír eso. ¿Película o cinta?
– Cinta, señor.
– Conozco bien la cámara de vídeo -dijo Ted sonriendo-. ¿En qué tipo de cinta graban? ¿De media pulgada o de tres cuartos?
– Señor, empleamos una imagen producida por exploración de datos, con una resolución de dos mil pixels por cuadro, con polarización lateral, y cada pixel lleva una escala de doce tonos de gris.
– Ah…
– Es un poco mejor que los sistemas comerciales con los que usted puede estar familiarizado, señor.
– Sí, entiendo -dijo Ted; pero se recuperó con facilidad y charló un rato con ella sobre asuntos técnicos.
– Ted, parece estar muy interesado en cómo vamos a registrar esto -observó Barnes, el cual daba la impresión de estar incómodo.
– Sí, así parece.
Norman se preguntó por qué eso molestaba a Barnes. ¿Estaba preocupado por el registro visual o era que pensaba que Ted iba a tratar de robar el espectáculo? ¿Y realmente Ted intentaba robar el espectáculo? ¿Le preocupaba a Barnes que todo eso apareciera como una operación civil?
– No, las luces exteriores son de un gas halógeno contenido en un tubo de cuarzo, con una potencia de ciento cincuenta vatios -decía Jane Edmunds-. Estamos grabando en el equivalente a medio millón de ASA, lo que es bastante. El verdadero problema es que se produce una dispersión de retorno; no cesamos de luchar contra ella.
– Observo que el equipo de apoyo se halla formado, en su totalidad, por mujeres -dijo Norman.
– Sí -confirmó-. Todos los estudios realizados sobre buceo a gran profundidad demuestran que, para las operaciones hechas en inmersión, las mujeres son superiores a los hombres, ya que desde el punto de vista físico tienen menor tamaño y consumen menos alimentos y aire, y en el aspecto fisiológico son más fuertes y poseen mayor resistencia. El hecho es que, desde hace mucho tiempo, la Armada reconoció que todos sus submarinistas deberían ser mujeres.
– Barnes rió-. Pero pruebe a instrumentar esa conclusión. -Echó un vistazo a su reloj-. Será mejor que nos pongamos en marcha. ¿Vamos, Ted?
Reanudaron el recorrido. El cilindro final, el Cilindro E, era más espacioso que los demás. Había allí almacenes de cinta, un televisor y un amplio salón de estar y, en la cubierta de abajo, un comedor y una cocina. La marinera Rose Levy, la cocinera, era una mujer de cara enrojecida y acento sureño; estaba de pie debajo de gigantescos ventiladores de succión. Le preguntó a Norman cuál era su postre favorito.
– ¿Mi postre favorito?
– Sí, doctor Johnson. Me gusta hacerle a todo el mundo su postre favorito, si es que puedo. Y usted, doctor Fielding, ¿tiene preferencia por alguno?
– Por la tarta de lima -repuso Ted-. Me encanta la tarta de lima.
– Puede hacerse, señor -dijo Rose Levy con una gran sonrisa; luego, se volvió hacia Norman-. Todavía no me ha dicho cuál es el suyo, doctor Johnson.
– El pastel de fresas.
– No hay problema, pues en el último transbordador submarino bajaron unas preciosas fresas de Nueva Zelanda. ¿Quizá le gustaría comer el pastel esta noche?
– Me encantaría, Rose -contestó Norman con toda franqueza.
Después, miró por el negro cristal de la portilla. Desde las portillas del Cilindro D podía ver la parrilla rectangular iluminada que se extendía por el fondo del mar a lo largo de la sepultada astronave de ochocientos metros de longitud. Varios buzos, luminosos como luciérnagas, se desplazaban sobre la refulgente superficie de la parrilla.
Norman pensó: «Estoy a trescientos metros por debajo de la superficie del océano y estamos hablando sobre la posibilidad de tomar de postre pastel de fresas.» Pero cuanto más lo pensaba, más sentido le encontraba: la mejor manera de hacer que alguien se sienta cómodo en un ambiente nuevo consiste en ofrecerle comida que le sea familiar.
– Las fresas me producen urticaria -dijo Ted.
– Su tarta la haré con moras -dijo Rose sin inmutarse.
– ¿Y crema batida? -preguntó Ted.
– Bueno, pues…
– No se puede tener todo -argüyó Barnes-. Y una de las cosas que no se pueden tener a treinta atmósferas de una mezcla de gases es crema batida, porque la crema no se puede batir. Pongámonos en marcha.
Beth y Harry estaban aguardando en la pequeña y acolchada sala de conferencias, que se hallaba justo encima del comedor. Ambos llevaban puesto un mono y una chaquetilla provista de calefacción. En el momento en que entraron los tres hombres, Harry estaba meneando la cabeza.
– ¿Os gusta nuestra celda acolchada? -Hizo presión contra las paredes cubiertas de aislante y les produjo leves depresiones-. Es como vivir en una vagina.
– ¿No te gustaría volver al útero, Harry? -preguntó Beth.
– No -respondió Harry-. Ya estuve ahí. Y con una vez fue suficiente.
– Estos monos son bastante malos -comentó Ted, dando tirones del poliéster que se le adhería.
– Realza muy bien tu panza -bromeó Harry.
– Calmémonos -sugirió Barnes.
– Con algunas lentejuelas podrías pasar por Elvis Presley -dijo Harry.
– Elvis Presley está muerto.
– Ahora es tu oportunidad -respondió Harry.
Norman miró en derredor y preguntó:
– ¿Dónde está Levine?
– Levine no lo logró -se apresuró a responder Barnes-. Sintió claustrofobia en el submarino que lo traía y tuvimos que enviarlo de regreso. Esas cosas pasan.
– Entonces, ¿no tenemos biólogo marino?
– Nos arreglaremos sin él.
– Odio este condenado mono -protestó Ted-. Realmente lo odio.
– A Beth le queda muy bien el suyo.
– Sí, a Beth sí.
– Y también hay mucha humedad aquí -se quejó Ted-. ¿Siempre hay tanta humedad?
Norman ya había notado que la humedad era un problema, pues todo lo que tocaban se hallaba un poco mojado, pegajoso y frío. Barnes había previsto el peligro de infecciones y de resfriados leves, y les había entregado frascos de una loción para la piel y gotas para los oídos.
– Creí oírle decir que la tecnología estaba por completo resuelta -dijo Harry.
– Lo está -respondió Barnes-. Créanme, esto es un lujo en comparación con los habitáculos de diez años atrás.
– Diez años atrás -dijo Harry- dejaron de hacer habitáculos porque la gente seguía muriendo en ellos.
Barnes frunció el entrecejo.
– Eso fue un accidente.
– Hubo dos accidentes -le recordó Harry-, con un total de cuatro personas muertas.
– Eran circunstancias especiales -objetó Barnes- que no tuvieron que ver ni con la tecnología ni con el personal de la Armada.
– Maravilloso -dijo Harry-. ¿Cuánto tiempo dijo que vamos a permanecer aquí abajo?
– Como máximo, setenta y dos horas.
– ¿Está seguro de eso?
– Es el reglamento de la Armada.
– ¿Por qué? -preguntó Norman perplejo.
Barnes agitó la cabeza.
– Nunca -dijo-, nunca pregunte las razones de las reglamentaciones de la Armada.
El intercomunicador hizo un ruido seco, y Tina Chan dijo:
– Capitán Barnes, tenemos una señal de los buzos. Ahora están montando la esclusa de aire. Faltan pocos minutos para la apertura.
El ambiente de la sala cambió de inmediato: la excitación era palpable. Ted se frotó las manos y dijo:
– Supongo que se han dado cuenta de que, aun sin abrir la nave espacial, ya hemos realizado un descubrimiento de suma, de trascendente importancia.
– ¿Sí? ¿Y cuál es? -preguntó Norman.
– Hemos mandado al diablo la hipótesis del suceso único -dijo Ted, echando una rápida mirada a Beth.
– ¿La hipótesis del suceso único? -preguntó Barnes.
– Se refiere al hecho de que los físicos y químicos tienen tendencia a creer en la existencia de vida inteligente extra-terrestre -dijo Beth-, en tanto que los biólogos no. Muchos biólogos opinan que el desarrollo de vida inteligente en la Tierra precisó de tantas etapas peculiares que eso representa un suceso único en el universo, suceso que no puede haberse reproducido jamás en otra parte.
– ¿La inteligencia no surgiría una y otra vez? -inquirió Barnes.
– Pues, apenas si surgió en la Tierra -dijo Beth-. La Tierra tiene cuatro mil quinientos millones de años de antigüedad, y la vida unicelular apareció hace tres mil novecientos millones de años, es decir, apareció casi de inmediato hablando en términos geológicos. Pero la vida siguió siendo unicelular durante los tres mil millones de años siguientes. Después, en el período cámbrico, alrededor de seiscientos millones de años atrás se produjo una explosión de complejas formas de vida. Al cabo de cien millones de años el océano estaba lleno de peces; luego se pobló la tierra firme; a continuación, el aire. Pero, en realidad, no se sabe por qué tuvo lugar la explosión. Y, puesto que dicha explosión no se produjo durante tres mil millones de años, lo más probable es que, en otro planeta, nunca llegue a producirse. Y aun después del cámbrico, la cadena de acontecimientos que condujo hasta el hombre parece ser tan especial, tan incierta, que los biólogos creen que hubiera sido posible que no se produjera jamás. Tan sólo tomemos en cuenta el hecho de que si los dinosaurios no hubiesen sido eliminados, hace sesenta y cinco millones de años, por un cometa o por lo que fuere, entonces los reptiles podrían seguir siendo la forma dominante en la Tierra, y los mamíferos nunca habrían tenido la oportunidad de asumir el control. Sin mamíferos no hay primates, sin primates no hay simios, y sin simios no hay hombre… En la evolución se dan muchos factores aleatorios, existe mucho de suerte. Ésa es la razón por la que los biólogos creen que la vida inteligente podría ser un suceso único en el Universo, un suceso que sólo se dio aquí.
– Excepto que ahora -intervino Ted- sabemos que no es un suceso único, porque ahí afuera hay una enorme nave espacial.
– Personalmente, no podría sentirme más satisfecha -declaró Beth, y se mordió el labio.
– No pareces estar satisfecha -observó Norman.
– Te diré: no puedo evitar sentirme nerviosa. Hace diez años, Bill Jackson, en Stanford, dictó una serie de seminarios sobre vida extra-terrestre. Esto ocurrió inmediatamente después de haber obtenido el premio Nobel de Química. Jackson nos había dividido en dos grupos: uno diseñó la forma de vida extra-terrestre y resolvió todo de manera científica. El otro grupo trató de determinar la forma de vida y comunicarse con ella. Jackson dirigía todos los trabajos y, como científico riguroso que era, no permitía que nadie se dejara llevar por el entusiasmo. En una ocasión le presentamos el boceto del ser que proponíamos, y Jackson nos dijo con mucha dureza: «Muy bien. Pero, ¿dónde está el ano?» Ésa fue su crítica, aunque lo cierto es que muchos animales de la Tierra carecen de ano, pues existen toda clase de mecanismos excretores que no precisan de un orificio especial. Jackson Supuso que el ano era necesario, sin embargo no lo es. Y ahora… -Beth se encogió de hombros-, ¿quién sabe qué habremos de encontrar?
– Lo sabremos, y bien pronto -dijo Ted.
El intercomunicador volvió a sonar:
– Capitán Barnes, los buzos tienen la esclusa de aire montada en su sitio. Ahora, el robot está listo para penetrar en la nave espacial.
– ¿Qué robot? -preguntó Ted.
– No creo en absoluto que eso sea lo adecuado dijo Ted en tono airado-. Bajamos hasta aquí a fin de que fueran seres humanos quienes entraran en esa nave extra-terrestre, y opino que deberíamos hacer aquello para lo que hemos venido: llevar a cabo una entrada con seres humanos.
– De ninguna manera -respondió Barnes-. No podemos correr ese riesgo.
– Tiene que pensar en esto -argüyó Ted- como si fuera un sitio de excavaciones arqueológicas. Es más grandioso que Chichén Itzá, más grandioso que Troya, más grandioso que la tumba de Tutankamón. No cabe duda alguna de que es el campo arqueológico más importante de la historia de la especie humana. ¿Y usted pretende que sea un maldito robot quien abra esa nave? ¿Dónde está su sentido de destino humano?
– ¿Y dónde está su sentido de autoconservación? -preguntó Barnes a su vez.
– Expreso mi profundo desacuerdo, capitán Barnes.
– Queda debidamente registrado -repuso el capitán, y se dio la vuelta para no mirarlo-. Ahora, prosigamos con esto. Tina, dénos la información televisada.
Ted farfullaba, pero se quedó callado cuando dos grandes monitores, situados frente a ellos, se encendieron de repente. En la pantalla de la izquierda vieron la compleja estructura tubular metálica del robot, que dejaba expuestos motores y engranajes. Estaba colocado ante la nave espacial, cuya pared era de metal gris y convexa.
En esa pared había una puerta, que se parecía mucho a la portezuela de un avión de pasajeros. La segunda pantalla brindaba una vista más próxima. Esta imagen provenía de una cámara de vídeo montada en el robot mismo.
– Es bastante similar a la puerta de un avión -comentó Ted.
Norman le echó una rápida mirada a Harry, que sonreía en forma enigmática. Después, miró a Barnes, que no parecía estar sorprendido; Norman se dio cuenta de que Barnes ya sabía lo de la puerta.
– Me pregunto cómo se explica tal paralelismo en el diseño de la puerta -dijo Ted-. La probabilidad de que eso haya ocurrido por casualidad es astronómicamente pequeña. ¡Caramba! ¡Esa puerta es del tamaño y de la forma perfectos para un ser humano!
– Es cierto -reconoció Harry.
– Es increíble -observó Ted-. Absolutamente increíble.
Harry sonrió, pero no dijo nada.
La cámara televisiva del robot se desplazó a izquierda y a derecha, recorriendo el casco de la astronave. Se detuvo sobre la imagen de un panel rectangular, montado a la izquierda de la puerta.
– ¿Pueden abrir ese panel?
– Estamos trabajando en ello, señor.
Con un zumbido constante, la garra del robot se extendió hacia el panel. Pero la zarpa era desmañada: arañaba el metal, en el que dejaba una serie de rasguños centelleantes; no obstante, el panel permanecía cerrado.
– Ridículo dijo Ted-. Es como mirar a un bebé.
La garra prosiguió arañando el panel.
– Eso deberíamos hacerlo nosotros mismos -insistió Ted.
– Usar succión -pidió Barnes.
Otro brazo se extendió, éste provisto con una ventosa de goma.
– Ah, el amigo del fontanero -dijo Ted con desdén.
Mientras observaban, la ventosa se adhirió a la superficie y se aplastó contra ella. Después, con un «clic», se abrió la tapa del panel.
– ¡Por fin!
– No puedo ver…
Aunque la vista del interior del panel era borrosa, pues estaba desenfocada, se podía distinguir lo que parecía ser una serie de protuberancias metálicas redondas de color rojo, amarillo y azul, sobre las cuales había intrincados símbolos en blanco y negro
– Miren: rojo, azul y amarillo. Ésta es una revelación importantísima -dijo Ted.
– ¿Por qué? -preguntó Norman.
– Porque sugiere que los extra-terrestres tienen el mismo equipo sensorial que nosotros. En lo visual, pueden percibir el universo de Ja misma manera, con los mismos colores, utilizando la misma parte del espectro electromagnético. Eso ayudará, de modo incalculable, a establecer contacto con ellos. Y todas esas marcas en blanco y negro… ¡Tiene que ser parte de su escritura! ¡Imaginaos, escritura de seres de otro planeta! -sonrió con entusiasmo-. ¡Éste es un gran momento! Me siento un verdadero privilegiado por estar aquí.
– Foco -pidió Barnes.
– Estamos enfocando ahora, señor.
La imagen se volvió aún más borrosa.
– No, para el otro lado.
– Sí, señor. Nos hallamos enfocando.
La imagen cambió lentamente y se resolvió en un enfoque nítido.
Ahora se veía que, en realidad, las protuberancias que habían visto borrosas eran tres botones de color amarillo, rojo y azul, cada uno de los cuales tenía dos centímetros y medio de diámetro y presentaba bordes moldeados o fresados. También vieron con toda claridad que los símbolos que estaban sobre los botones eran una serie de rótulos nítidamente estarcidos.
De izquierda a derecha, los rótulos rezaban «emergencia lista», «EMERGENCIA BLOQUEADA» y «EMERGENCIA ABIERTA».
En inglés.
Se produjo un instante de silencio, debido al estupor. Y entonces, con mucha suavidad, Harry Adams se echó a reír.
– Eso es inglés dijo Ted, sin apartar los ojos de la pantalla-. Inglés escrito.
– Sí -corroboró Harry-. Ya lo creo que lo es.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó Ted-. ¿Se trata de una broma?
– No -dijo Harry, que se hallaba tranquilo y casi ajeno a la cuestión. -¿Cómo es posible que esta astronave tenga trescientos años de antigüedad y lleve instrucciones en inglés moderno?
– Piensa un poco -le aconsejó Harry.
Ted frunció el entrecejo.
– Quizá esta nave espacial extra-terrestre está, de alguna manera, presentándose ante nosotros de un modo que haga que nos sintamos cómodos.
– Piensa un poco más -dijo Harry.
Se produjo un breve silencio.
– Bueno, si es una astronave extra-terrestre…
– No es una astronave extra-terrestre -dijo Harry. Se produjo otro silencio. Después, Ted planteó:
– Bueno, ¿por qué no nos dices, de una buena vez, lo que es, ya que estás tan seguro de ti mismo?
– Muy bien -admitió Harry-. Es una nave espacial norteamericana.
– ¿Una nave espacial norteamericana? ¿De ochocientos metros de largo? ¿Fabricada con tecnología que no poseemos? ¿Y estuvo sepultada durante trescientos años?
– Por supuesto -dijo Harry-. Fue obvio desde el comienzo. ¿Estoy en lo cierto, capitán Barnes?
– Lo habíamos tomado en cuenta -reconoció Barnes-. El Presidente lo había tomado en cuenta.
– Y ésa es la razón por la que los rusos no fueron informados…
– Exactamente.
Ted se sentía frustradísimo. Cerró los puños, como si quisiera golpear a alguien y miró a cada integrante del grupo.
– Pero ¿cómo lo supiste?
– La primera pista -dijo Harry- provino del estado de la nave en sí: no muestra daño alguno; su aspecto es el que tenía originariamente. Y, sin embargo, cualquier nave espacial que se estrelle en el agua tiene que experimentar daños. Aun a velocidades bajas de entrada, a unos tres mil doscientos kilómetros por hora, digamos, la superficie del agua es tan dura como el hormigón. No importa cuan fuerte sea esta nave, cabría esperar un cierto grado de destrucción a causa del impacto contra el agua. No obstante, la nave está indemne.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que no descendió en el agua.
– No entiendo. Tuvo que haber volado hasta aquí…
– No voló hasta aquí. Llegó aquí.
– ¿Desde dónde?
– Desde el futuro -dijo Harry-. Esta es alguna especie de astronave terrestre que se fabricó, en realidad que se fabricará, en el futuro, y que viajó hacia atrás en el tiempo y apareció bajo nuestro océano hace varios centenares de años.
– ¿Por qué iba a hacer eso la gente del futuro? -gimió Ted. Resultaba evidente que se sentía desilusionado porque lo había privado de su nave espacial, de su gran momento histórico. Se derrumbó sobre una silla y clavó la mirada en la pantalla de los monitores.
– No sé por qué la gente del futuro puede hacer eso contestó Harry-. No estamos allá aún. Quizá fue un accidente, tal vez no tuvieron esa intención.
– Sigamos adelante y ábranla -decidió Barnes.
– Abriendo, señor.
La mano del robot se desplazó hacia adelante, en dirección al botón «abierta», y apretó varias veces. Se produjo un sonido como de campanas al entrechocar los metales, pero nada ocurrió.
– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó Barnes.
– Señor, no logramos hacer presión sobre el botón; el brazo extensor es demasiado grande y no cabe dentro del panel.
– Está bien.
– ¿Intento con la sonda?
– Intente con la sonda.
La garra retrocedió y una delgada sonda de aguja se extendió hacia el botón. La sonda se deslizó hacia adelante, ajustó su posición con delicadeza, tocó el botón, apretó… y resbaló.
– Intentando de nuevo, señor.
Otra vez la sonda apretó el botón; y volvió a resbalar.
– Señor, la superficie es demasiado resbaladiza.
– Sigan tratando de conseguirlo.
– ¿Saben? -dijo Ted, pensativo-, ésta sigue siendo una situación notable. En realidad es más notable que el contacto con seres de Otro planeta. Yo ya estaba casi seguro de que la vida extra-terrestre existe en el universo, pero… ¡el viaje por el tiempo! Con franqueza, en mi condición de astrofísico, tenía mis dudas. Por todo lo que sabemos es imposible, lo contradicen las leyes de la física. Y, sin embargo, ahora tenemos la prueba de que viajar por el tiempo es posible… ¡y que nuestra propia especie lo hará en el futuro! -Ted estaba sonriente con los ojos muy abiertos y feliz otra vez. «Hay que admirarlo», pensó Norman. ¡Era tan maravillosamente indomable!
– Y henos aquí… -continuó Ted- ¡en el umbral de nuestro primer contacto con nuestra especie procedente del futuro! Piensen en esto: ¡vamos a encontrarnos con nosotros mismos que venimos, o vienen, de un tiempo futuro!
La sonda apretó de nuevo; y una vez más, sin éxito.
– Señor, no podemos hacer presión sobre el botón.
– Ya lo veo -dijo Barnes, poniéndose de pie-. Muy bien, apáguelo y sáquenlo de allí. Ted, parece que, después de todo, se va a cumplir su deseo: tendremos que entrar y abrirla de forma manual. Pongámonos los trajes.
En el vestuario del Cilindro A, Norman se puso su traje. Tina y Jane le ayudaron a colocarse bien el casco, y cerraron el cerrojo de resorte del aro que había en el cuello del traje. Norman sintió el gran peso de los tanques de respiración autónoma que tenía a la espalda, y las correas apretadas sobre los hombros. Notó gusto a aire metálico, y hubo un chasquido cuando se activó el intercomunicador de su casco.
Las primeras palabras que oyó fueron:
– ¿Qué opinas de «Estamos en el umbral de una grandiosa oportunidad para la especie humana»?
Norman rió, agradecido porque la voz de Ted había roto la tensión.
– ¿Lo encuentras gracioso? -preguntó Ted, ofendido.
Norman miró al otro lado de la habitación y vio a Ted, enfundado en su traje y con su casco amarillo en el que se leía: «fielding».
– No -respondió Norman-. Es sólo que estoy nervioso.
– Yo también -confesó Beth.
– No hay por qué estarlo -dijo Barnes-. Confíen en mí.
– ¿Cuáles son las tres mentiras más grandes que se dicen en el DH-8? -preguntó Harry, y volvieron a reír.
Se apiñaron en la diminuta esclusa de aire, hubo un entrechocar de cabezas protegidas por cascos, y la escotilla de la izquierda se cerró herméticamente mediante el giro de un volante. Barnes dijo:
– Muy bien, basta respirar en forma normal -abrió la escotilla externa y dejó al descubierto la masa de agua negra, pero el agua no subió al compartimiento-. El habitáculo está bajo presión positiva -dijo Barnes-, así que el nivel del agua no ascenderá. Ahora mírenme y procedan como yo lo hago. No quiero que se desgarren el traje.
Desplazándose con torpeza debido al peso de los tanques, Barnes se puso en cuclillas al lado de la escotilla, se cogió a las agarraderas laterales, se dejó ir y desapareció con un suave chapoteo.
Uno tras otro, se dejaron caer al lecho oceánico. Norman jadeó cuando el agua, a una temperatura muy próxima a la de congelación, le envolvió el traje. De inmediato, el psicólogo oyó el leve zumbido de un minúsculo ventilador, al ponerse en marcha los calefactores eléctricos del traje.
Los pies de Norman tocaron un suave suelo lodoso. En la oscuridad, miró en derredor y vio que estaba debajo del habitáculo. Justo delante, a unos cien metros, se hallaba la refulgente parrilla rectangular. Barnes ya estaba adelantándose a zancadas, inclinándose dentro de la corriente, desplazándose con lentitud, como si caminase sobre la superficie lunar.
– ¿No es fantástico?
– Cálmate, Ted -aconsejó Harry.
Beth dijo:
– En realidad, resulta extraño ver qué poca vida hay aquí abajo. ¿Lo habéis observado? Ni una gorgonia, ni un caracol, ni una esponja, ni un pez solitario. Nada, excepto un vacío suelo marino de color pardo. Éste tiene que ser uno de esos puntos muertos que hay en el Pacífico.
Una luz brillante le llegó a Norman desde atrás, proyectando su propia sombra hacia adelante, sobre el lecho del mar. El psicólogo se dio vuelta y vio a Jane Edmunds, que sostenía una cámara y un foco, encerrados dentro de una voluminosa cobertura impermeable.
– ¿Estamos grabando todo esto?
– Sí, señor.
– Trata de no hacer mal tu papel -bromeó Beth.
– Lo estoy intentando.
Se encontraban ya más próximos a la parrilla. Norman se sintió mejor al ver a los otros buzos que estaban trabajando allí. A la derecha se encontraba la erguida aleta, que se extendía fuera del coral; era una enorme y suave superficie oscura que, al alzarse hacia la superficie, empequeñecía a los buzos que tenía a su lado.
Barnes los guiaba; pasaron la aleta y descendieron por un túnel practicado en el coral. Tenía unos dieciocho metros, era estrecho y estaba recorrido por un rosario de luces. Caminaban en fila india. «La impresión es como la de bajar a una mina», pensó Norman.
– ¿Esto es lo que cortaron los buzos?
– En efecto.
Norman vio una estructura parecida a una caja, de acero acanalado, rodeada por tanques de presión.
– Exclusa adelante. Ya casi llegamos -indicó Barnes-. ¿Están todos bien?
– Hasta ahora, sí -respondió Harry.
Entraron en la exclusa y Barnes cerró la puerta. El aire entró con un siseo intenso. Norman miraba cómo el agua descendía hasta más abajo del visor de su casco; después, hasta la cintura, las rodillas y, finalmente, hasta el suelo. El siseo se detuvo. Todos pasaron por otra puerta y luego la cerraron herméticamente.
Norman se volvió hacia el casco metálico de la astronave. El robot había sido apartado a un lado. Norman tenía la sensación de estar parado al lado de un gran avión de pasajeros: una superficie metálica curva y una portezuela al ras de esa superficie. El color era gris mate, lo que le confería un aspecto desagradable. A su pesar, Norman estaba nervioso; y al escuchar el modo de respirar de los demás, se dio cuenta de que también ellos lo estaban.
– ¿Todo bien? -preguntó Barnes-. ¿Se encuentran todos aquí?
– Esperen la videograbación, por favor -pidió Jane Edmunds.
– Muy bien.
Todos se alinearon al lado de la puerta, pero seguían con los cascos puestos. «Esta imagen no va a ser gran cosa», pensó Norman.
Edmunds: Corre la cinta.
Ted: Querría decir algunas palabras.
Harry: Por Cristo, Ted. ¿Nunca vas a terminar con eso?
Ted: Creo que es importante.
Harry: Adelante, pronuncia tu discurso.
Ted: Hola. Soy Ted Fielding. Aquí, al lado de la puerta de la astronave desconocida que se descubrió…
Barnes: Un momento, Ted. «Aquí, al lado de la puerta de la astronave desconocida» suena como «aquí, en la tumba del soldado desconocido».
Ted: ¿No le agrada?
Barnes: Bueno, creo que produce asociaciones equívocas.
Ted: Supuse que le agradaría.
Beth: ¿Tienen algún inconveniente en que sigamos adelante, por favor?
Ted: Bueno no importa.
Harry: ¿Qué, ahora te vas a poner a hacer pucheritos?
Ted: No importa. Nos arreglaremos sin comentarios sobre este momento histórico.
Harry: Muy bien, excelente. Abrámosla.
Ted: Creo que todos saben cómo me siento. Considero que debimos haber hecho algunos breves comentarios para la posteridad.
Harry: ¡Muy bien, haz tus malditos comentarios!
Ted: Oye, hijo de puta, ya estoy harto de tu actitud de superioridad, de sabelotodo…
Barnes: Detened la cinta, por favor.
Edmunds: Cinta detenida, señor.
Barnes: Dejemos que los ánimos se serenen.
Harry: Considero que toda esta ceremonia es completamente ajena a la cuestión.
Ted: Pues bien, yo considero que no es ajena a la cuestión. Es lo apropiado.
Barnes: Bueno. Yo lo haré. Que ruede la cinta.
Edmunds: Cinta rodando.
Barnes: Les habla el capitán Barnes. Ahora estamos a punto de abrir la tapa de la escotilla. Presentes conmigo, en esta histórica ocasión, se hallan Ted Fielding, Norman Johnson, Beth Halpern y Harry Adams.
Harry: ¿Por qué soy el último?
Barnes: He dicho los nombres de izquierda a derecha, Harry.
Harry: ¿No es extraño que al único negro del grupo se le mencione al final?
Barnes: Harry, les he nombrado de izquierda a derecha, según nos hallábamos situados.
Harry: Y después de la única mujer. Yo soy profesor titular, y Beth solamente es profesora adjunta.
Ted: Sabes, Hal, quizá se nos deba identificar por nuestro título académico completo y por las instituciones a las que pertenecemos…
Harry: ¿Qué tiene de malo el orden alfabético…?
Barnes: ¡Ya es el colmo! ¡Ni pensarlo! No hay vídeo.
Edmunds: Cámara apagada, señor.
Barnes: ¡Por Dios!
Dio la espalda al grupo mientras meneaba la cabeza, cubierta por el casco. Con un movimiento seco, levantó la placa metálica, dejó al descubierto los tres botones y apretó uno: una luz amarilla parpadeó: «lista.»
– Que todo el mundo se mantenga con el aire interno -ordenó Barnes.
Los visitantes continuaron respirando por medio de sus tanques, por si los gases del interior de la nave espacial fuesen tóxicos.
– ¿Todos listos?
– Listos.
Barnes apretó el botón que decía: «abierta.» Centelleó una señal: «ajuste de la atmósfera.» Luego, con un sonido sordo de rodamiento, la puerta se abrió, deslizándose en sentido lateral, exactamente como la de un avión. Durante unos momentos, Norman no vio nada más allá, excepto negrura. Los investigadores avanzaron con cautela, encendieron sus linternas y las enfocaron a través de la puerta abierta: vieron vigas y un conjunto de tubos metálicos.
– Verifique el aire, Beth.
Beth apretó el émbolo de un pequeño monitor de gas que llevaba en la mano, y la pantalla de lectura se encendió.
– Helio, oxígeno, vestigios de CO2 y vapor de agua. Las proporciones son correctas. Es la atmósfera presurizada.
– ¿La nave corrige su propia atmósfera?
– Así parece.
– Bien. De uno en uno.
Barnes fue el primero en quitarse el casco; inhaló el aire.
– Parece bueno. Metálico, produce una ligera comezón, pero está bien.
Hizo unas cuantas inhalaciones profundas, y después asintió con la cabeza. Los demás se quitaron el casco y lo colocaron sobre la cubierta.
– Así está mejor.
– ¿Vamos?
– ¿Por qué no?
Hubo una breve vacilación y entonces Beth pasó rápidamente entre los demás. -Las damas primero.
Los restantes miembros del grupo la siguieron. Norman echó un vistazo hacia atrás y vio todos los cascos amarillos sobre el suelo. Jane Edmunds, sosteniendo la cámara de vídeo contra el ojo, dijo:
– Siga adelante, doctor Johnson.
Norman se dio la vuelta y pasó al interior de la nave espacial.
Se detuvieron en una pasarela de metro y medio de ancho, suspendida en lo alto. Norman dirigió su linterna hacia abajo, y el haz luminoso brilló a través de doce metros de oscuridad antes de llegar al casco inferior. Rodeando a los investigadores, borrosa en la oscuridad, había una densa red de puntales y vigas.
– Es como estar en una refinería de petróleo -comentó Beth.
Dirigió la luz de su linterna hacia una de las viguetas de acero. Escrito sobre ella se leía «AVR-09». Todas las inscripciones estaban en inglés.
– La mayor parte de lo que ven forma parte de la estructura -dijo Barnes-. Armazón de puntales entrecruzados para soportar esfuerzos, lo que confiere un tremendo apoyo a lo largo de todos los ejes. La nave está construida con mucha solidez, como sospechábamos. Ha sido diseñada para soportar esfuerzos deformantes extraordinarios. Es probable que, más adentro, haya otro casco.
Norman recordó que Barnes era también ingeniero en aeronáutica.
– No sólo eso -dijo Harry, dirigiendo su luz sobre el casco exterior-. Miren esto: es una capa de plomo.
– ¿Blindaje contra radiaciones?
– Seguramente. Tiene más de quince centímetros de espesor.
– Así que esta nave está construida para que resista mucha radiación.
– Muchísima -corroboró Harry.
Había una especie de neblina en la nave, y una sensación ligeramente oleosa en el aire. Las vigas metálicas parecían recubiertas con aceite, pero cuando Norman las tocó ninguna grasa se le adhirió a los dedos. Se dio cuenta entonces de que el metal en sí tenía una textura fuera de lo común: era resbaladizo y suave al tacto, casi como el caucho.
– Interesante -comentó Ted-. Es un tipo de material nuevo. Nosotros relacionamos la resistencia con la dureza; pero este metal, si se trata de metal, es tan fuerte como suave. Parece evidente que, desde nuestra época, la tecnología de los materiales avanzó mucho.
– Desde luego -admitió Harry.
– Pues tiene lógica -opinó Ted-. Si se piensa en la Norteamérica de hace cincuenta años, comparada con la de hoy en día uno de los cambios más grandes consiste en la inmensa variedad de materiales plásticos y cerámicos que tenemos ahora, y que en aquel entonces ni siquiera se imaginaban…
Continuó hablando y el eco de sus palabras retumbaba en el cavernoso recinto; pero Norman percibió la tensión de su voz: «Ted está silbando en la oscuridad», pensó.
Se adentraron en la nave. Norman sentía vértigo, al estar tan alto en medio de las tinieblas. Llegaron a una bifurcación de la pasarela. Resultaba difícil ver, con tantas cañerías y puntales, pues era como estar en un bosque de metal.
– ¿Para qué lado?
Barnes tenía una brújula de muñeca que refulgía con luminosidad verde:
– A la derecha.
Siguieron la red de pasarelas durante diez minutos más. Norman pudo ir comprobando que Barnes tenía razón, ya que había un cilindro central construido dentro del externo, y separado de éste por una densa disposición de puntales y soportes: una nave espacial dentro de otra nave espacial.
– ¿Por qué habrán construido la nave de esta manera?
– Habrías de preguntárselo a ellos.
– Las razones tienen que haber sido imperiosas -opinó Barnes- por las exigencias de energía que plantea un doble casco, con tanto blindaje de plomo… Resulta difícil imaginar el motor que se precisaría para hacer que vuele algo tan grande.
Después de tres o cuatro minutos llegaron a la puerta que había en el casco interior; tenía el mismo aspecto que la de fuera.
– ¿Hay que encender otra vez los respiradores?
– No lo sé. ¿Podemos correr el riesgo?
Sin esperar respuesta Beth levantó, con un movimiento seco, el panel de botones, apretó el de «abierta», y al tiempo que se producía un rugido sordo, la puerta se abrió: más oscuridad les aguardaba. Traspusieron la puerta. Norman sintió que el suelo era blando bajo sus pies, y la luz de su linterna mostró una moqueta de un tono café con leche grisáceo.
Los haces de las linternas recorrieron el lugar y les permitieron ver una gran consola color tostado y tres asientos acolchados de respaldo alto. Resultaba evidente que la sala estaba construida para seres humanos.
– Tiene que ser el puente de mando o el sollado.
Pero las pantallas de la consola se hallaban completamente muertas, y no había instrumental de clase alguna. Y los asientos estaban vacíos. En la oscuridad, los científicos movían los haces de luz hacia adelante y hacia atrás.
– Parece un simulador de vuelo, en vez de una verdadera cabina. -No puede ser un simulador.
– Bueno, pues da la impresión de serlo.
Norman pasó la mano sobre el suave contorno de la consola: estaba moldeada con delicadeza y era agradable al tacto. Apretó la superficie y la sintió ceder a la presión; también este material tenía las características del caucho.
– Otro material nuevo.
La linterna de Norman mostró unos pocos artefactos; pegada con cinta adhesiva en el extremo opuesto de la consola, había una ficha de archivo en la que alguien había escrito: «¡vamos, chico, vamos!» Cerca de donde estaba Norman se encontraba una estatuilla plástica de un lindo animal, una especie de ardilla colorada. En la base decía: «Lemontina de la Suerte.» ¡Quién sabe lo que significaba!
– ¿Estos asientos son de cuero?
– Eso parece.
– ¿Dónde estarán los malditos controles?
Norman siguió apretando con un dedo la consola color tostado y, de repente, la superficie adquirió profundidad, y pareció contener instrumentos, pantallas… De alguna manera todo el instrumental estaba dentro de la superficie de la consola, como si fuera una ilusión óptica o un holograma. Norman leyó las referencias que se veían sobre los instrumentos: «Impulsores post»… «Reforzadores de émbolo F3»… «Planeador»… «Tamices»…
– Más tecnología nueva -dijo Ted-. Hace pensar en los cristales líquidos, pero es muy superior. Alguna especie de optoelectrónica evolucionada.
De repente, todas las pantallas de la consola empezaron a brillar con su luz roja, y se oyó un sonido agudo e intermitente. Espantado, Norman dio un salto hacia atrás: el panel de control se estaba poniendo en funcionamiento.
– ¡Todo el mundo alerta!
Un solo relámpago refulgente, de intensa luz blanca, inundó la sala y dejó una desagradable imagen retrospectiva.
– ¡Oh, Dios…!
Otro relámpago… y otro… y después se encendieron las luces del techo, que iluminaron por completo la sala. Norman vio rostros espantados, aterrorizados. Suspiró, y exhaló con lentitud.
– Jesús…
– ¿Cómo diablos ha ocurrido esto? -preguntó Barnes.
– Fui yo -respondió Beth-. Apreté este botón.
– Les pido que no vayan por ahí apretando botones -dijo Barnes con irritación.
– Tenía el rótulo: «Luces sala», y me pareció que encenderlas era lo adecuado.
– Tratemos de trabajar juntos en esto -sugirió Barnes.
– Bueno, por Dios, Hal…
– ¡No toque ningún otro botón, Beth!
Todos los integrantes del equipo se estaban desplazando por la cabina, observando el panel de instrumentos y los asientos. Todos, menos Harry, el cual permanecía de pie en mitad de la sala muy quieto. Preguntó:
– ¿Vio alguien una fecha en alguna parte?
– No hay fechas.
– Tiene que haberlas -dijo Harry, repentinamente tenso-. Y hemos de encontrarlas, porque ésta es, sin lugar a dudas, una cosmonave norteamericana procedente del futuro.
– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Norman.
– ¡Y yo qué diablos sé! -respondió Harry, y se encogió de hombros.
Norman frunció el entrecejo.
– ¿Qué es lo que anda mal, Harry?
– Nada.
– ¿Está seguro?
– Sí, seguro.
«Harry se dio cuenta de algo, y ese algo le preocupa; pero no nos lo dice», pensó Norman.
– Así que éste es el aspecto que tiene una máquina para viajar por el tiempo -comentó Ted.
– No lo sé -dijo Barnes-, pero si piden mi opinión, este tablero de instrumentos parece ser el de una aeronave y también esta sala tiene el aspecto de ser un puente de mando de una nave aérea.
Norman pensaba lo mismo. Todo lo que había en la sala le recordaba una cabina de pilotaje: los tres asientos para piloto, copiloto y navegante; la distribución de los instrumentos… Era una máquina que volaba, Norman estaba seguro de ello. Sin embargo, algo no encajaba…
Se introdujo en uno de los asientos contorneados; el material, parecido al cuero, era casi demasiado confortable. Norman oyó un gorgoteo. ¿Había agua en el interior?
– Espero que no vayas a hacer volar este pichón -bromeó Ted.
– No, no.
– ¿Qué es ese zumbido?
El asiento apresó a Norman, el cual, por un instante, sintió pánico al notar que el asiento se movía y le cubría el cuerpo, le comprimía los hombros y le envolvía las caderas. El tapizado de cuero se le deslizó alrededor de la cabeza, le cubrió los oídos y descendió sobre su frente. Norman se hundía cada vez más, desaparecía dentro del asiento, que parecía estar tragándoselo.
– ¡Oh, Dios…!
Y entonces el asiento se movió hacia adelante como un resorte y se detuvo con brusquedad frente a la consola de control. Y el zumbido cesó.
Después, nada.
– Creo que el asiento piensa que vas a pilotar la nave -dijo Beth.
– Humm -murmuró Norman, tratando de controlar su respiración y su pulso acelerado-. Me gustaría saber qué hay que hacer para salir de aquí.
La única parte de su cuerpo que seguía estando libre eran las manos, de modo que Norman movió los dedos, palpó un panel de botones que vio en uno de los apoyabrazos del asiento y apretó un botón al azar.
El asiento se deslizó hacia atrás, se abrió como si fuera una suave almeja y lo liberó. El psicólogo salió de él y observó la impresión que había dejado su cuerpo, y que lentamente iba desapareciendo mientras el asiento zumbaba y se autorregulaba.
A modo de experimento, Harry hizo presión con los dedos sobre uno de los almohadoncillos de cuero, y oyó otra vez el gorgoteo.
– Está lleno de agua.
– Obedece a una lógica perfecta -dijo Barnes-, ya que el agua es incompresible. Una persona que viaje en un asiento como éste puede soportar enormes fuerzas de aceleración de la gravedad.
– Y la nave misma está construida de manera que pueda soportar grandes esfuerzos de deformación -observó Ted-. ¿Será que el viaje a través del tiempo impone un gran esfuerzo desde el punto de vista estructural?
– Es posible. -Norman se mostró dubitativo-. Pero creo que Barnes tiene razón al afirmar que esta nave fue hecha para volar.
– Quizá sólo lo parezca -dijo Ted-. Después de todo, sabemos cómo viajar por el espacio, pero ignoramos cómo hacerlo por el tiempo. Conocemos que, en realidad, espacio y tiempo son aspectos de una misma cosa, el espacio-tiempo. A lo mejor, viajar por el tiempo exige que se haga de la misma manera que por el espacio. Puede ser que el viaje a través del tiempo y el viaje a través del espacio sean más parecidos de lo que ahora creemos.
– ¿No estamos olvidando algo? -preguntó Beth-. ¿Dónde están los tripulantes? Si es que hubo gente que viajó en este aparato, ya sea a través del tiempo o del espacio, ¿dónde se encuentra esa gente?
– Es probable que en alguna otra parte de la nave.
– No estoy tan seguro -dijo Harry-. Miren el cuerpo de estos asientos: está flamante.
– A lo mejor era una nave nueva.
– No, lo que quiero decir es que permanece intacto. Este cuero no muestra raspones, cortes, alguna salpicadura de café, una mancha… No hay nada que sugiera que alguien haya ocupado estos asientos.
– Quizá no hubo tripulación.
– ¿Para qué iban a poner asientos, si no hubiera tripulación?
– Puede que sacasen a la tripulación en el último momento. Parece que les preocupaba la radiación, porque el casco interno también está blindado con plomo.
– ¿Por qué tendría que haber radiaciones durante un viaje a través del tiempo?
– Yo lo sé -declaró Ted-. Probablemente la nave fue lanzada por accidente. Quizá estaba en la plataforma de lanzamiento y alguien apretó el botón antes de que la tripulación subiera, por lo que la nave despegó vacía.
– ¿Quieres decir que luego alguien exclamó: «¡Huy, me equivoqué de botón!»?
– Un error insignificante -comentó Norman.
Barnes meneó la cabeza:
– No lo acepto. En primer lugar, una nave tan grande como ésta nunca pudo haber sido lanzada desde la Tierra. Tuvo que haber sido fabricada y armada en órbita, y lanzada desde el espacio.
– ¿Qué opinan de esto? -preguntó Beth.
Señaló otra consola que estaba próxima a la parte posterior de la cubierta de mando. Casi pegado a ella, había un cuarto asiento.
El cuerpo envolvía una figura humana.
– No bromees…
– ¿Hay un hombre ahí?
– Miremos.
Beth apretó los botones del apoyabrazos y el asiento se alejó de la consola, emitiendo un zumbido, y se desenvolvió solo. En el asiento había un hombre que tenía los ojos abiertos y miraba fijamente hacia adelante.
– Dios mío, después de todos estos años está perfectamente conservado -comentó Ted.
– Es lo que cabría esperar… -dijo Harry- teniendo en cuenta que se trata de un maniquí.
– Pero es tan real…
– A nuestros descendientes hay que reconocerles que han avanzado -dijo Harry-. Nos llevan medio siglo de ventaja.
Empujó el maniquí hacia adelante y dejó al descubierto un cordón de alimentación situado en la espalda del muñeco, a la altura de la base de las caderas.
– Alambres…
– Alambres no -dijo Ted-. Vidrio. Cables ópticos. Toda esta nave emplea tecnología óptica, y no recurre a la electrónica.
– Sea como sea, el misterio ya está resuelto dijo Harry, mirando al maniquí-. Es evidente que esta nave ha sido construida para ir tripulada, pero se la mandó sin tripulación.
– ¿Por qué?
– Es probable que el viaje que se pretendía hacer fuese demasiado peligroso. Enviaron un vehículo no tripulado antes de enviar uno con tripulación.
– ¿Y adonde lo enviaron? -preguntó Beth.
– Cuando se trata de un viaje a través del tiempo no se envia algo a dónde, se lo envía a cuándo.
– Bien, bien. Entonces, ¿a cuándo lo enviaron?
Harry se encogió de hombros.
– No hay información aún -contestó.
«Otra vez ese apocamiento», se dijo Norman. ¿Qué era lo que Harry pensaba en realidad?
– Bueno, esta nave tiene ochocientos metros de longitud -les recordó Barnes-, de modo que nos queda mucho por ver.
– Me pregunto si tenían una grabadora de vuelo -dijo Norman.
– ¿Quieres decir como la que hay en un avión comercial de pasajeros?
– Sí. Algo para registrar la actividad de la nave durante su viaje.
– Tienen que tenerla -opinó Harry-. Sigan el cable del maniquí hasta su origen; seguro que ahí la van a encontrar. A mí también me gustaría ver esa grabadora. Para ser sincero, diría que es crucial.
Norman estaba mirando la consola y levantó un panel de teclado:
– Miren aquí -dijo-. Acabo de encontrar una fecha.
Todos se apiñaron. En el plástico, debajo del teclado, había una inscripción: «intel, inc. made in usa N.o de serie: 98 004 007 8/5/43.»
– ¿Cinco de agosto del año dos mil cuarenta y tres? [ [13]]
– Así parece.
– De manera que estamos caminando por una nave a la que le faltan cerca de cincuenta años para ser construida…
– Esto me está produciendo dolor de cabeza.
– Observen esto. -Beth había avanzado desde la cubierta de consolas y había entrado en lo que parecía ser la cabina de la tripulación, en la que había veinte literas.
– ¿Una tripulación de veinte personas? Si se necesitaban tres para pilotar esta nave, ¿qué objeto tenían las otras diecisiete?
Nadie poseía respuesta para eso.
A continuación pasaron por una cocina grande, un retrete y una especie de salón de estar. Todo era nuevo y de líneas estilizadas; pero fácil de reconocer.
– Sabe, Hal, esto es muchísimo más confortable que el DH-8.
– Sí, quizá debamos mudarnos aquí.
– De ningún modo -respondió Barnes-. Estamos estudiando esta nave y no vamos a vivir en ella. Nos espera muchísimo trabajo antes de que comencemos a saber de qué se trata realmente.
– Sería más eficaz vivir aquí mientras la exploramos.
– No quieto vivir aquí -declaró Harry-. Me da escalofríos.
– A mí también -concordó Beth.
Llevaban ya una hora a bordo de la nave, y a Norman le dolían los pies. Ésta era otra de las cosas que no habían previsto: que mientras se está explorando una nave espacial del futuro los pies podrían empezar a doler.
Pero Barnes siguió adelante.
Al dejar la cabina de la tripulación penetraron en una amplia zona de estrechas pasarelas que partían de grandes compartimientos herméticamente cerrados, los cuales se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y resultaron ser pañoles de inmenso tamaño. Abrieron uno y descubrieron que estaba lleno de pesados recipientes de plástico, bastante parecidos a los contenedores de carga de los actuales aviones comerciales, pero con la diferencia de que eran varias veces mayores. Los miembros del equipo FDV abrieron uno de los recipientes.
– ¿Qué les parece esto? -dijo Barnes, escudriñando el interior.
– ¿Qué es?
– Comida.
Las porciones de comida estaban envueltas en capas de papel metálico y plástico, como las raciones de la NASA. Ted cogió una.
– ¡Comida que viene del futuro! -dijo, y se lamió los labios.
– ¿Vas a comer eso? -preguntó Harry.
– Ni lo dudes -respondió-. Una vez me bebí una botella de «Dom Pérignon 1897»; pero ésta será la primera vez que coma algo del futuro, del año dos mil cuarenta y tres.
– Pero también tiene trescientos años de antigüedad -objetó Harry.
– Quizá usted desee filmar esta escena: yo, comiendo -agregó Ted.
Jane Edmunds, obediente, se puso la cámara ante el ojo y, con un movimiento rápido, encendió la luz.
– No hagamos eso -indicó Barnes-. Tenemos que llevar a cabo otras tareas.
– Esto tiene interés humano -argüyó Ted.
– Ahora, no -decidió Barnes con firmeza.
Abrió un segundo recipiente y luego un tercero: todos contenían comida. Los científicos fueron hasta el pañol siguiente y abrieron más recipientes.
– Comida. Nada más que comida.
La nave había transportado una enorme cantidad de comida. Aun considerando una tripulación de veinte personas, había alimentos suficientes para un viaje de varios años.
Todos empezaron a sentirse muy cansados, así que fue un alivio cuando Beth descubrió un botón y dijo:
– Me pregunto para qué sirve…
– Beth… -comenzó a decir Barnes.
Pero la pasarela empezó a desplazarse y la banda de caucho a rodar hacia adelante con un leve sonido, continuo y ahogado.
– Beth, le ruego que deje de apretar cada maldito botón que ve.
Pero nadie hizo ninguna objeción porque era un alivio viajar sobre la pasarela móvil. Pasaron delante de docenas de pañoles idénticos y, por último, llegaron a una nueva sección, que se hallaba mucho más adelante. Norman calculó que se encontraban ya a unos cuatrocientos metros de la cabina de la tripulación, instalada hacia la popa, lo cual significaba que se hallaban más o menos a la mitad de la enorme nave espacial.
Descubrieron un compartimiento con equipo para mantenimiento de la vida, y veinte trajes espaciales colgados.
– ¡Eureka! -exclamó Ted-. Por fin las cosas se aclaran. Esta nave fue pensada para viajar a las estrellas.
Los demás hicieron diversos comentarios, estimulados por esa posibilidad. De repente todo adquiría coherencia: el gran tamaño de la nave, la amplitud de su interior, la complejidad de las consolas de control…
– ¡Oh, por Dios! -les interrumpió Harry-. No es posible que haya sido construida para viajar a las estrellas. Resulta evidente que ésta es una nave convencional, si bien de muy grandes dimensiones. Y a las velocidades convencionales, la estrella más cercana está a doscientos cincuenta años de distancia.
– Quizá tenían una nueva tecnología.
– ¿Dónde está? No hay evidencias de ninguna tecnología nueva.
– Bueno, tal vez…
– Contempla los hechos, Ted -le invitó Harry-. A pesar de su enorme tamaño la nave está aprovisionada para unos pocos años, quince o veinte, a lo sumo. ¿A qué distancia podría llegar en ese tiempo? Apenas si saldría del sistema solar. ¿No te parece?
Ted asintió con la cabeza, disgustado.
– Es cierto. La astronave Voyager tardó cinco años en alcanzar Júpiter, y nueve en llegar a Urano. Al cabo de quince años… Quizá se dirigían a Plutón.
– ¿Para qué querría alguien ir a Plutón?
– No sabemos aún, pero…
Las radios graznaron y se oyó la voz de Tina Chan:
– Capitán Barnes, de superficie quieren establecer una comunicación cifrada de seguridad con usted, señor.
– Muy bien -respondió el capitán-. Es hora de volver, de todos modos.
Atravesaron la vasta nave y regresaron al lugar por el que habían entrado.
Sentados en el salón de esparcimiento del DH-8, los integrantes del equipo estaban mirando a los buzos, quienes trabajaban en la rejilla. Barnes se hallaba en el cilindro de al lado, hablando con la superficie. Rose Levy preparaba el almuerzo, o la cena…, una cualquiera de las comidas del día. Todos estaban confundidos respecto de lo que el personal de la Armada llamaba «hora de superficie».
– La hora de superficie no importa aquí abajo -dijo Jane Edmunds, con su perfecto tono de bibliotecaria-. Día o noche es igual; no existe diferencia alguna. Una se acostumbra a eso.
Asintieron vagamente con la cabeza. Norman notó que todos estaban cansados, pues el esfuerzo y la tensión de la exploración habían causado estragos. Beth ya había sido vencida por el sueño; tenía los pies sobre la mesa de café, y los musculosos brazos cruzados sobre el pecho.
Detrás de la portilla, tres pequeños submarinos habían descendido y estaban dando vueltas sobre la rejilla. Varios buzos se encontraban apiñados alrededor de ella, mientras otros se dirigían de vuelta a su habitáculo, el DH-7.
– Parece que está ocurriendo algo -observó Harry.
– ¿Algo relacionado con la llamada de Barnes?
– Podría ser. -Harry seguía estando preocupado, alterado-. ¿Dónde está Tina Chan?
– Tiene que hallarse con Barnes. ¿Por qué?
– Necesito hablar con ella.
– ¿Sobre qué? -preguntó Ted.
– Es personal -repuso Harry.
Ted alzó las cejas, pero no dijo nada más. Harry salió y se dirigió al Cilindro D. Norman y Ted se quedaron solos.
– Es una persona extraña -comentó Ted.
– ¿A ti te lo parece?
– Sabes que lo es, Norman. Y también arrogante. Supongo que se debe a que es negro. Ley de las compensaciones. ¿No crees?
– No sé.
– Yo diría que siempre anda buscando pelea. Parece sentirse molesto por todo lo que concierne a esta expedición -suspiró-. Por supuesto, todos los matemáticos son extraños. Es probable que Harry no tenga vida alguna, quiero decir, vida privada, mujeres y cosas por el estilo. ¿Te dije que me volví a casar?
– Lo leí en alguna parte.
– Es periodista de televisión. Una mujer maravillosa -explicó Ted, y sonrió-. Cuando nos casamos me dio un Corvette, un hermoso Corvette modelo 1958, como regalo de boda. ¿Conoces ese lindo color rojo que tenían los coches de bomberos de los años cincuenta? Bueno, pues así. -Ted se paseó despacio por la habitación y echó un vistazo a Beth-. Todo esto me parece increíblemente emocionante. No me sería posible dormir.
Norman asintió con la cabeza. Le resultaba interesante ver cuan diferentes eran entre sí los miembros del equipo: Ted eternamente optimista, con el burbujeante entusiasmo de un niño; Harry con su actitud glacial y crítica, la mente fría, la mirada fija y sin pestañear; Beth, ni tan intelectual ni tan cerebral; más física y más emocional, y ésa era la razón por la que, a pesar de que todos estaban exhaustos, solamente ella podía dormir.
– Dime, Norman, creo recordar que dijiste que esto iba a ser aterrador.
– Pensé que lo sería.
– Bueno; pues, de toda la gente que pudo haberse equivocado respecto a esta expedición, me alegro de que hayas sido tú.
– Yo también me alegro.
– Lo que no me cabe en la cabeza es por qué elegiste a un hombre como Harry Adams para integrar este equipo. No es que carezca de méritos, pero…
Norman no quería hablar acerca de Harry:
– Ted, ¿recuerdas que cuando estábamos en la nave dijiste que el espacio y el tiempo son aspectos de la misma cosa?
– Espacio-tiempo, sí.
– En realidad, nunca lo entendí.
– ¿Por qué? Es bastante fácil.
– ¿Me lo puedes explicar?
– Por supuesto.
– ¿En lenguaje comprensible?
– ¿Lo que quieres decir es que te lo explique sin recurrir a las matemáticas?
– Sí.
– Bueno, lo intentaré.
Ted frunció el entrecejo, pero Norman sabía que se sentía complacido porque le encantaba dictar cátedra.
El astrofísico se detuvo un instante, y después dijo:
– Muy bien. Veamos por dónde hemos de comenzar. ¿Estás familiarizado con la idea de que la gravedad no es más que geometría?
– No.
– ¿Con la curvatura del espacio y del tiempo?
– No, en realidad no.
– Ah. ¿Y con la teoría general de la relatividad, de Einstein?
– Lo siento -se disculpó Norman.
– No importa. -Sobre la mesa había un frutero; Ted lo vació y puso las frutas sobre la mesa-. Muy bien. Esta mesa es el espacio. Un lindo y plano espacio.
– Está bien -convino Norman.
Ted empezó a continuación a poner las frutas en determinados lugares.
– Esta naranja es el Sol. Y éstos son los planetas, que se desplazan en círculos alrededor del Sol. Así que, en esta mesa, tenemos el sistema solar.
– Muy bien.
– Excelente. Ahora bien, el Sol -dijo Ted, y señaló la naranja que había en el centro de la mesa- es muy grande, por lo que tiene mucha gravedad.
– Exacto.
Ted le dio a Norman la bolita de un cojinete.
– Ésta es una nave espacial. Quiero que la envíes a través del sistema solar, de manera que pase muy cerca del Sol.
Norman tomó la bola y la hizo rodar de modo que pasara cerca de la naranja.
– Ya está.
– Te habrás dado cuenta de que ha rodado en línea recta de un punto a otro de la mesa plana.
– Así es.
– Pero, en la vida real, ¿qué le ocurriría a tu nave espacial cuando pasara cerca del Sol?
– El Sol la absorbería.
– Sí. Decimos que «caería dentro» del Sol. La nave espacial, a partir de una trayectoria recta, describiría una curva hacia dentro y chocaría con el Sol. Pero tu nave no lo hizo.
– No.
– Eso demuestra que la mesa plana no es lo correcto -declaró Ted-. El espacio verdadero no puede ser plano como la mesa.
– ¿No? -preguntó Norman.
– No -dijo Ted; cogió el frutero vacío y puso la naranja en el fondo-. Ahora haz rodar tu bolita en línea recta haciéndola pasar frente al Sol.
Con un movimiento corto y seco, Norman lanzó la bola dentro del frutero; la bolilla describió una curva y descendió por el interior del recipiente recorriendo una trayectoria en espiral hasta que chocó con la naranja.
– Muy bien -exclamó Ted-. La nave espacial chocó con el Sol, tal y como ocurriría en la realidad.
– Pero si le diera suficiente velocidad -argumentó Norman- la bola pasaría de largo por la naranja. Bajaría rodando por la pared del frutero, ascendería por la pared de enfrente y volvería a salir del cuenco.
– Así es -aprobó Ted-. También sucedería en la realidad: si la nave espacial tiene suficiente velocidad, se escapa del campo de gravedad del Sol.
– Entiendo.
– Así que lo que estamos demostrando es que una astronave que, en la realidad, pasa frente al Sol, se comporta como si estuviera penetrando en una región del espacio que es curva alrededor del Sol. El espacio que rodea al Sol es curvo, como este frutero.
– Muy bien…
– Y si tu bolita contara con la velocidad adecuada, no se escaparía del recipiente, sino que se limitaría a recorrer eternamente una espiral sobre la cara interna del borde del frutero. Y eso es lo que están haciendo los planetas: están recorriendo a perpetuidad una trayectoria en espiral dentro del «frutero» producido por el Sol. -Ted volvió a poner la naranja sobre la mesa-. En la realidad hay que imaginar que la mesa está hecha de goma y que los planetas, mientras se apoyan sobre esa goma, le producen depresiones. Y así es el espacio en realidad: el espacio verdadero es curvo… y la curvatura varía en función de la cantidad de gravedad.
– Sí…
– Así pues, al espacio lo curva la gravedad.
– Entendido.
– Y eso quiere decir que puedes representar la gravedad como si fuera nada más que la curvatura del espacio. La Tierra tiene gravedad porque es la misma Tierra la que curva el espacio que tiene alrededor.
– Ya lo comprendo.
– Con la diferencia de que no es tan sencillo -agregó Ted.
Norman suspiró:
– No creí que lo fuera.
Harry volvió a entrar en la habitación y miró las frutas que había sobre la mesa, pero no dijo nada.
– Ahora bien -continuó Ted-, cuando haces rodar tu bolita por el frutero te das cuenta de que no sólo describe una trayectoria espiral descendente sino que, también, va más rápido. ¿Estoy en lo cierto?
– Sí.
– Bien. Pues cuando un objeto va más rápido, el tiempo, en ese objeto, transcurre con más lentitud. Einstein lo demostró a comienzos de este siglo. Lo que esto quiere decir es que puedes pensar que la curvatura del espacio también es representativa de una curvatura del tiempo, y que cuanto más profunda es la curva que se describe en el frutero, más despacio pasa el tiempo.
– Bueno… -comenzó a decir Harry.
– Son términos para un profano -le atajó Ted-. Hay que darle un respiro.
– Sí -dijo Norman-. Dame un respiro.
Ted sostuvo el frutero en alto:
– Ahora, si haces todo esto en forma matemática, lo que descubres es que el frutero curvo no es ni el espacio ni el tiempo sino una combinación de ambos, a la que se denomina espacio-tiempo. Este frutero es espacio-tiempo, y los objetos que en él se desplazan lo están haciendo en espacio-tiempo. No pensamos de esa manera respecto al movimiento, pero eso es lo que realmente ocurre.
– ¿De veras?
– Claro que sí. Piensa en el béisbol.
– Es un juego idiota -comentó Harry-. Odio los deportes.
– ¿Conoces el béisbol? -preguntó Ted a Norman.
– Sí.
– Muy bien. Imagínate que el bateador le hace un tiro horizontal al mediocampista; la bola avanza con una trayectoria casi recta y tarda medio segundo, digamos.
– De acuerdo.
– Imagina ahora que el bateador le hace, a ese mismo medio-campista, un tiro con elevación; esta vez la pelota sube en el aire y pasan seis segundos antes de que el mediocampista la agarre.
– De acuerdo.
– Las trayectorias de ambas pelotas, la del lanzamiento horizontal y la del tiro con elevación, nos parecen diferentes. Pero esas dos pelotas se desplazaron exactamente lo mismo, en el espacio-tiempo.
– No -rechazó Norman.
– Sí -dijo Ted-. Y, en cierto sentido, tú ya lo sabes. Supongamos que te pida que le lances el tiro con elevación al mediocampista, pero que la pelota le llegue en medio segundo, en vez de seis.
– Eso es imposible -dijo Norman.
– ¿Por qué? Tan sólo debes hacer ese tiro por elevación golpeando la pelota con más fuerza.
– Si la golpeo más fuerte irá más alto y necesitará más tiempo para llegar.
– De acuerdo. Entonces lanza un tiro horizontal de modo que la pelota tarda seis segundos en llegar hasta el mismo centro del campo.
– Tampoco puedo hacerlo.
– Es cierto. Por eso, lo que en realidad me estás diciendo es que no puedes hacer que la pelota haga todo lo que deseas. Existe una relación fija que rige la trayectoria de la pelota a través del espacio y del tiempo.
– Por supuesto. Porque existe la gravedad de la Tierra.
– Sí, y ya estuvimos de acuerdo en que la gravedad es la curvatura del espacio-tiempo, como lo es la curvatura del frutero. En la Tierra cualquier pelota de béisbol tiene que desplazarse a lo largo de la misma curva espacio-tiempo, igual que lo hace, a lo largo de nuestro frutero, esta bolita de cojinete. -Ted puso otra vez la naranja en el recipiente-. Mira: aquí está la Tierra -colocó dos dedos en lados opuestos de la naranja-. Aquí está el bateador, y aquí el medio-campista. Ahora haz rodar la bolita de un dedo al otro, y verás que tienes que adaptarte a la curvatura del frutero. O la lanzas con suavidad y la bola rodará cerca de la naranja o bien le das un gran impulso y ascenderá por la pared del frutero y luego caerá nuevamente hacia el otro lado. Pero no puedes hacer que esta bolita haga cualquier cosa que quieras, porque se está desplazando a lo largo de un cuenco curvo. Y eso es lo que la pelota de béisbol hace realmente: se desplaza en un espacio-tiempo curvo.
– En cierto modo, lo entiendo. Pero ¿qué tiene que ver esto con el viaje por el tiempo? -preguntó Norman.
– Bueno, pensamos que el campo de gravedad de la Tierra es poderoso porque cuando nos caemos, por ejemplo, sentimos dolor, pero, en realidad, ese campo es muy débil; casi inexistente. Así, el espacio-tiempo que hay en torno a la Tierra no es demasiado curvo; lo es mucho más alrededor del Sol. Y en otras partes del Universo es muy curvo, lo que produce una especie de trayectoria de montaña rusa, y puede ocasionar toda clase de distorsiones en el tiempo. De hecho, si tomas en cuenta un agujero negro…
Ted se interrumpió de pronto.
– ¿Qué, Ted? ¿Un agujero negro?
– ¡Oh, Dios mío! -murmuró Ted en voz baja.
Harry se subió las gafas sobre el puente de la nariz, y dijo:
– Ted, por única vez en tu vida, podría ser que tuvieras razón.
Los dos hombres empezaron a escribir con entusiasmo.
– No podría ser un agujero Schwartzchild…
– … No, no: tiene que estar rotando…
– … el momento angular aseguraría que…
– … y no te podrías aproximar a la singularidad…
– … No, las fuerzas de la marea…
– … te despedazan…
– Pero si acabas de hundirte por debajo del horizonte de los sucesos…
– ¿Es posible? ¿Tuvieron el coraje de hacerlo?
Los dos científicos se concentraron, sin dejar de hacer cálculos y de mascullar.
– ¿Qué es eso del agujero negro? -preguntó Norman; pero ya no le escuchaban.
En ese momento se oyó la voz de Barnes por el intercomunicador.
– Atención. Habla el capitán Barnes. Quiero que todo el personal esté en la sala de conferencias, ya mismo.
– Estamos en la sala de conferencias -dijo Norman.
– Ya mismo. Ahora.
– Ya estamos, Hal.
– Eso es todo -dijo Barnes, y el intercomunicador emitió el sonido de cierre de transmisión.
– Acabo de hablar, por el cifrador de comunicaciones, con el almirante Spaulding, del CinComPac de Honolulú -dijo Barnes-. Al parecer, Spaulding se enteró de que yo había llevado a civiles a profundidades de saturación para la realización de un proyecto del que él nada sabía… y eso le disgustó mucho.
Hubo un silencio. Todos miraron a Barnes.
– Ha exigido que todos los civiles sean enviados a cubierta de superficie.
«Bien», pensó Norman. Estaba decepcionado por lo que habían encontrado hasta el momento, y no le atraía la perspectiva de pasar otras setenta y dos horas en ese ambiente húmedo que le causaba claustrofobia, mientras investigaban una nave espacial vacía.
– Creí que teníamos autorización expresa del Presidente -dijo Ted.
– La tenemos -confirmó Barnes-; pero está la cuestión de la tormenta.
– ¿Qué tormenta? -preguntó Harry.
– Informan que en la superficie hay vientos de quince nudos y marejadas que vienen del sudeste. Parece un ciclón del Pacífico y se desplaza en dirección a nosotros y nos alcanzará dentro de veinticuatro horas.
– ¿Va a haber tormenta aquí? -preguntó Beth.
– No aquí -puntualizó Barnes-. Aquí abajo no sentiremos nada, pero se va a poner difícil en la superficie. Es posible que todos nuestros buques de apoyo tengan que retirarse y poner proa hacia puertos de Tonga que les den abrigo.
– ¿Así que quedaríamos solos aquí abajo?
– Durante un tiempo entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, sí; aunque eso no sería problema porque somos autosuficientes por completo, pero a Spaulding le pone nervioso la idea de retirar el apoyo de superficie habiendo civiles abajo. Quiero saber qué opinan ustedes. ¿Prefieren irse o permanecer aquí y seguir explorando la nave?
– Permanecer, sin ninguna duda -dijo Ted.
– ¿Beth? -preguntó Norman.
– Vine aquí para investigar una forma desconocida de vida -repuso-. Pero no hay vida en esa nave. No es lo que pensé que sería… lo que tuve la esperanza de que iba a ser. Yo digo que nos vayamos.
– ¿Norman?
– Admitamos las cosas como son: no nos hallamos entrenados para un ambiente saturado, y aquí abajo no estamos lo que se dice cómodos. Yo no lo estoy, al menos. Y tampoco somos los más aptos para evaluar esta nave espacial. En estos momentos la Armada se encontraría en mejores condiciones de hacerlo, con un equipo de ingenieros de la NASA. Mejor que nos vayamos.
– ¿Harry?
– Larguémonos de aquí cuanto antes.
– ¿Por algún motivo en particular? -preguntó Barnes.
– Llamémosle intuición.
– No puedo creer que hayas dicho tal cosa, Harry, justo cuando tenemos esa fabulosa idea nueva respecto a la nave… -protestó Ted.
– Eso no viene al caso ahora -dijo Barnes con tono cortante-. Haré los arreglos con la superficie para que nos saquen al cabo de otras doce horas.
– ¡Maldición! -exclamó Ted.
Pero Norman estaba mirando a Barnes, quien no parecía estar perturbado. «Quiere irse -pensó Norman-. Está buscando una excusa para irse, y nosotros se la estamos proporcionando.»
– Mientras tanto -dijo Barnes- podemos hacer otro viaje, y quizá un par de ellos, a la nave. Descansaremos las próximas dos horas y después volveremos. Esto es todo, por ahora.
– Hay algunas cosas que me gustaría decir…
– Esto es todo, Ted. Ya se hizo la votación. Descansen un poco.
Mientras se dirigían hacia sus literas, Barnes dijo:
– Beth, me gustaría hablar unas palabras con usted, por favor.
– ¿Sobre qué?
– Beth, cuando volvamos a la nave no quiero que a usted se le ocurra apretar cada botón que encuentre.
– Todo lo que hice fue encender las luces, Hal.
– Sí, pero eso no lo sabía cuando…
– Por supuesto que lo sabía. El botón decía «Luces sala». Estaba 'bien claro.
Mientras se alejaban, se oyó que Beth decía:
– No soy uno de sus marineritos de la Armada a quienes puede tener de un lado para otro dándoles órdenes, Hal…
Después, Barnes dijo algo más, y las voces se desvanecieron.
– ¡Maldición! -volvió a exclamar Ted; y dio patadas contra una de las paredes de hierro, que retumbó con sonido a hueco. Camino de las literas, entraron en el Cilindro C.
– No puedo creer que vosotros queráis iros -dijo Ted-. Éste es un descubrimiento emocionante. ¿Cómo podéis abandonarlo? En especial tú, Harry. ¡Piensa tan sólo en las posibilidades matemáticas! La teoría del agujero negro…
– Te diré por qué: quiero irme porque Barnes se quiere ir.
– Barnes no se quiere ir -arguyó Ted-. Pero vamos, si fue él quien lo sometió a votación…
– Sé lo que hizo. Pero Barnes no quiere aparecer ante los ojos de sus superiores como que tomó una decisión equivocada, o como que se está echando atrás. Por eso nos dejó decidir a nosotros. Pero yo te lo aseguro: Barnes se quiere ir.
Norman estaba sorprendido, pues la manida imagen que se poseía de los matemáticos era la de que tenían la cabeza en las nubes, eran distraídos, no prestaban atención… Pero Harry era astuto: nada se le escapaba.
– ¿Por qué quiere irse Barnes? -preguntó Ted.
– Creo que está claro: debido a la tormenta de la superficie -respondió Harry.
– La tormenta todavía no ha llegado hasta aquí -dijo Ted.
– No -admitió Harry-. Pero cuando llegue no sabemos cuánto tiempo va a durar.
– Barnes dijo que de veinticuatro a cuarenta y ocho horas…
– Ni Barnes ni nadie puede predecir cuánto va a durar la tormenta -afirmó Harry-. ¿Qué pasará si dura cinco días?
– Podemos soportar todo ese tiempo. Tenemos aire y suministros para cinco días. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?
– No estoy preocupado -respondió Harry-. Pero creo que Barnes sí lo está.
– ¡En nombre de Cristo! Nada va a salir mal -dijo Ted-. Creo que deberíamos quedarnos.
En ese momento hubo un sonido de chapoteo. Miraron la alfombra que tenían debajo de los pies y vieron que estaba oscura, empapada.
– ¿Qué es esto?
– Diría que es agua -observó Harry.
– ¿Agua salada? -inquirió Ted; se agachó, tocó la mancha mojada y luego se lamió el dedo-. No tiene gusto salado.
Por encima de ellos, una voz dijo:
– Eso se debe a que es orina.
Al mirar hacia lo alto vieron a Alice Fletcher, que estaba de pie en una plataforma, entre una red de tuberías, cerca de la parte curva que constituía la zona superior del cilindro.
– Todo se halla controlado, caballeros. Fue nada más que una pequeña pérdida en el caño para eliminación de desechos líquidos, que va hacia el recirculador de H2O.
– ¿Desechos líquidos? -preguntó Ted meneando la cabeza.
– Fue sólo una pequeña pérdida -insistió Alice-. No hay problema, señor.
La mujer roció uno de los tubos con espuma blanca procedente de un cartucho aspersor; la espuma se endureció sobre la tubería.
– Cuando descubrimos una pérdida la rociamos con uretano, que constituye un cierre hermético perfecto.
– ¿Con cuánta frecuencia se producen estas pérdidas? -preguntó Harry.
– ¿Desechos líquidos? -volvió a preguntar Ted.
– Es difícil decirlo, doctor Adams. Pero no se preocupe. En serio.
– Me encuentro mal -manifestó Ted.
Harry le palmeó la espalda.
– Vamos, vamos, no te va a matar. Vayamos a dormir un poco.
– Creo que voy a vomitar.
Apenas entraron en el dormitorio, Ted corrió al retrete; lo oyeron toser y vomitar.
– Pobre Ted -comentó Harry, moviendo la cabeza.
– ¿Qué es todo este asunto de un agujero negro? -preguntó Norman.
– Un agujero negro -explicó Harry- es una estrella muerta y comprimida. En síntesis, una estrella se puede comparar a una pelota grande de playa. Las explosiones atómicas que se producen en su interior inflan la estrella; pero cuando ésta envejece y se le agota el combustible termonuclear se va aplastando hasta adquirir un tamaño mucho menor. Si se aplasta mucho, se vuelve tan densa y tiene tanta gravedad que sigue comprimiéndose sobre sí misma, hasta que llega a ser muy densa y muy pequeña, con apenas unos pocos kilómetros de diámetro. Entonces, es un agujero negro. No existe en el Universo ninguna otra cosa que sea tan densa como un agujero negro.
– ¿Así que son negros porque están muertos?
– No. Son negros porque atrapan toda la luz. Los agujeros negros tienen tanta gravedad que arrastran todo hacia ellos, como si fueran aspiradoras. Atraen todo el gas y el polvo interestelar y hasta la luz misma. Sencillamente, la absorben.
– ¿Absorben luz? -preguntó Norman, para quien era difícil concebir aquello.
– Sí.
– ¿Sobre qué estabais vosotros haciendo cálculos, tan excitados?
– Ah, es una larga historia, y no son más que conjeturas. -Harry bostezó-. Es probable que no signifique nada, de todos modos. ¿Hablamos luego acerca de eso?
– Bueno -aceptó Norman.
Harry se dio vuelta y se durmió. Ted todavía estaba en el retrete, tosiendo y escupiendo. Norman volvió al Cilindro D, a la consola de Tina.
– ¿Harry logró encontrarla? -le preguntó-. Sé que quería verla.
– Sí señor. Y ahora tengo la información que él me solicitó. ¿Por qué? ¿Usted también quiere hacer su testamento?
Norman frunció el entrecejo.
– El doctor Adams dijo que no había dejado testamento y que deseaba redactar uno. Parecía creer que era bastante urgente. De todos modos lo consulté con la superficie y me dijeron que no se puede hacer debido a cierto problema jurídico relacionado con el hecho de que el testamento debe estar redactado de puño y letra del testador. No se puede transmitir la última voluntad a través de líneas electrónicas.
– Entiendo.
– Lo siento, doctor Johnson. ¿Se lo debo comunicar a los demás?
– No -dijo Norman-. No moleste a los demás. Pronto iremos a la superficie. En cuanto le echemos un último vistazo a la nave.
Esta vez, dentro de la nave espacial se dividieron en grupos: Barnes, Ted y Jane Edmunds pasaron ante los amplios pañoles y siguieron hacia adelante para investigar las partes de la nave que aún permanecían inexploradas. Norman, Beth y Harry permanecieron en lo que ahora llamaban cubierta de vuelo, para buscar la grabadora de vuelo.
Las palabras de despedida de Ted fueron:
– Esto es lo más extraordinario que he hecho en mi vida.
Después se alejó.
Jane Edmunds les dejó un pequeño monitor de vídeo a los que formaban el segundo grupo, para que conocieran el progreso del otro equipo en la sección anterior de la nave. Podían oír a Ted, que hablaba sin cesar a Barnes, para darle sus puntos de vista respecto a las características estructurales del ingenio sumergido. A Ted le parecía que el diseño de los grandes pañoles tenía reminiscencias de las construcciones en piedra de los antiguos habitantes de Micenas en Grecia; en particular, la rampa de la Puerta de los Leones, que estaba en aquella antigua ciudad…
– Ted siempre tiene al alcance de la mano más datos sin relación con lo que se habla que cualquier hombre de los que yo conozco. ¿Podemos bajar el volumen? -propuso Harry.
Al tiempo que bostezaba, Norman apagó el monitor. Estaba cansado, pues las literas del DH-8 eran húmedas; y las mantas eléctricas, pesadas e incómodas. Casi no había podido dormir. Y, por añadidura, Beth había irrumpido en el dormitorio después de su conversación con Barnes.
Ahora seguía estando enojada.
– Maldito Barnes -comentó-. ¿Por qué no dirá las cosas sin rodeos?
– Está haciéndolo lo mejor que puede, como todos los demás -lo defendió Norman.
Beth se dio vuelta con rapidez:
– A veces eres tan psicológico que resultas demasiado comprensivo… Ese hombre es un idiota. Un verdadero idiota.
– Dediquémonos a buscar la grabadora de vuelo. ¿Os parece bien? -sugirió Harry-. Eso es lo que importa ahora.
Harry estaba siguiendo el cable de alimentación que salía de la parte posterior del maniquí y se hundía en el suelo. Levantaba los paneles del pavimento, siguiendo los alambres en dirección a popa.
– Lo siento -dijo Beth-, pero él no le hablaría así a un hombre. Por cierto que no le hablaría así a Ted. Como habréis notado, Ted está acaparando todo el protagonismo del espectáculo, y no veo razón alguna para que se le permita hacerlo…
– ¿Qué tiene que ver Ted con…? -empezó a decir Norman.
– Ese tipo es un parásito, eso es lo que es. Toma las ideas de los demás y las presenta como si fuesen suyas. Hasta su modo de citar frases famosas… es ultrajante.
– ¿Tienes la sensación de que Ted se apropia de las ideas ajenas? -preguntó Norman.
– Pues oye: cuando estábamos en la superficie le dije que deberíamos tener algunas palabras preparadas para cuando abriéramos la cosa ésta, y de repente me encuentro con que Ted está pronunciando frases y poniéndose frente a la cámara.
– Bueno…
– ¿Bueno qué, Norman? No me vengas con bueno, por el amor de Dios. Fue idea mía, y la utilizó sin siquiera decirme «gracias».
– ¿Le comentaste algo al respecto? -preguntó Norman.
– No, no le dije nada. Estoy segura de que no lo recordaría si se lo planteara. Me saldría con: «¿Tú sugeriste eso, Beth? Supongo que es posible que hayas mencionado algo por el estilo, sí…»
– Sigo opinando que deberías hablar con él.
– Norman, no me estás escuchando.
– Si le hablaras, por lo menos no estarías tan enojada ahora.
– Cháchara de psicólogo -dijo Beth, meneando la cabeza-. Mira, Ted hace lo que quiere en esta expedición, pronuncia sus estúpidos discursos y se porta como le da la gana. Pero yo paso primero por la puerta y Barnes me arma un escándalo. ¿Por qué no debería ir yo primero? ¿Qué hay de malo en que una mujer sea la primera, por una vez, en la historia de la ciencia?
– Beth…
– Y después tuve el atrevimiento de encender las luces. ¿Sabes lo que Barnes me dijo sobre eso? Argüyó que pude haber iniciado un cortocircuito y poner en peligro a todos. Declaró que yo no sabía lo que hacía, que yo era impulsiva. Jesús, impulsiva… Cretino militar cavernícola…
– Vuelve a subir el volumen -pidió Harry-. Creo que prefiero oír a Ted.
– Por favor… Todos estamos sometidos a mucha presión, Beth -la calmó Norman-. Nos va a afectar a cada uno de una manera.
Beth le echó a Norman una mirada llameante.
– ¿Estás insinuando que Barnes tenía razón?
– Estoy diciendo que todos estamos sometidos a una gran presión. Incluido él. Incluida tú.
– Jesús, vosotros, los hombres, siempre os mantenéis unidos. ¿Sabes por qué sigo siendo profesora adjunta y no titular?
– ¿Por tu personalidad afable y serena? -intervino Harry.
– Puedo pasar muy bien sin bromas. De veras que sí.
– Beth -dijo Harry-, ¿ves de qué manera se extienden estos cables? Corren hacia ese mamparo de allá. Ve a comprobar si suben por la pared que está al otro lado de la puerta.
– ¿Estás tratando de deshacerte de mí?
– De ser posible…
Beth rió, y la tensión se quebró.
– Muy bien. Iré a mirar al otro lado de la puerta.
Una vez que se hubo ido, Harry comentó:
– Está bastante irritada.
– ¿Conoces el asunto con Ben Stone? -preguntó Norman.
– ¿Cuál?
– Beth hizo su trabajo de licenciatura en el laboratorio de Stone.
– Ah…
Norman le contó que Benjamin Stone era bioquímico en la Universidad de California. Hombre pintoresco y atractivo, Stone tenía reputación de ser un buen investigador que utilizaba a sus alumnos graduados como ayudantes de laboratorio, pero que se apropiaba de los resultados que ellos obtenían y los hacía aparecer como si los hubiera logrado él. En cuanto a explotar el trabajo de los demás, Stone no era un caso aislado en la comunidad académica, pero él actuaba con un poco más de crueldad que sus colegas.
– Además Beth vivía con él.
– Ajá.
– Parece ser que a comienzos de la década de los setenta, Beth realizó una serie de experimentos importantes sobre el aspecto energético de los cuerpos de inclusión ciliar. Por entonces, la pareja tuvo una fuerte discusión y Stone cortó su relación con Beth. Ella abandonó el laboratorio y el bioquímico publicó cinco trabajos, obra de Beth, sin que en ninguno se la mencionara.
– Muy bonito -murmuró Harry-. ¿Así que ahora ella levanta pesas?
– Bueno; se siente maltratada, y yo la comprendo.
– Sí -dijo Harry-, pero la cuestión es que quien con niños se acuesta amanece mojado. No sé si soy claro.
Beth acababa de regresar.
– ¡Jesús! -exclamó-. Eso es lo mismo que decir que la chica que padece una violación siempre es porque la está buscando. ¿Es eso lo que tratas de demostrar?
– No -dijo Harry, que continuaba levantando paneles del suelo, en seguimiento de los alambres de conexión-. Pero a veces hay que preguntarse qué está haciendo la chica en un callejón oscuro, a las tres de la mañana, en un sector malo de la ciudad.
– Se hallaba enamorada de ese hombre.
– Sigue siendo una parte mala de la ciudad.
– Tenía veintidós años.
– ¿Hasta qué edad se es ingenuo?
– Vete al diablo.
Harry meneó la cabeza.
– ¿Ves los alambres, hombrecito?
– Sí, los veo. Entran en una especie de rejilla de vidrio.
– Echemos un vistazo -dijo Norman, mientras iba hacia la siguiente puerta.
El psicólogo había visto ya, en otras ocasiones, grabadoras de vuelo. Eran largos cajones rectangulares de color rojo o anaranjado brillante, que hacían pensar en las cajas de seguridad de los bancos.
– Si esta fuera…
Se detuvo y se quedó contemplando un cubo de vidrio trasparente de unos treinta centímetros de lado, dentro del cual había una intrincada trama de finas líneas azules incandescentes, entre las cuales parpadeaban, de forma intermitente, unas luces también azules. Montados en la parte superior del cubo había dos manómetros y tres émbolos y en la superficie externa, en la cara izquierda, se veían una serie de franjas y rectángulos plateados. El objeto no se parecía a ninguna cosa que Norman hubiese visto hasta entonces.
– Interesante. -Harry escudriñó el interior del cubo-. Algún tipo de memoria optrónica, eso es lo que supongo. No tenemos nada que se le parezca. -El matemático tocó las franjas plateadas del exterior-. No es pintura: es alguna clase de material plástico. Puede que sea legible para alguna máquina.
– ¿Para qué máquina? Desde luego ninguna que tengamos nosotros.
– No. Es probable que para algún tipo de dispositivo robot de recuperación.
– ¿Y los manómetros?
– El cubo está lleno de algún gas sometido a presión. Quizá contenga componentes biológicos para lograr que sea tan compacto. Como quiera que sea, apuesto a que este cristal grande es un dispositivo de memoria.
– ¿Una grabadora de vuelo?
– Su equivalente, sí.
– ¿Cómo tendremos acceso al cubo?
– Observad esto -dijo Beth, al tiempo que regresaba a la cubierta de vuelo; empezó a apretar secciones oprimibles de la consola para ponerla en funcionamiento-. No se lo contéis a Barnes -dijo por encima del hombro.
– ¿Cómo sabes dónde apretar?
– No creo que eso importe -repuso Beth-. Imagino que la consola puede percibir dónde estamos.
– ¿El panel de control sigue los pasos del piloto?
– Algo por el estilo.
Frente a los tres investigadores, una sección de la consola adquirió un brillo incandescente y conformó una pantalla con representación visual en amarillo sobre fondo negro.
RV-LHOOQ DCOMI U.S.S. STAR VOYAGE
Después, nada.
– Ahora nos va a dar la mala noticia -vaticinó Harry.
– ¿Qué mala noticia? -preguntó Norman, a quien intrigaba saber por qué Harry se había quedado atrás para buscar la grabadora de vuelo, en vez de ir con Ted y Barnes a explorar el resto de la nave. ¿Por qué estaba tan interesado en la historia de esta cosmonave?
– Quizá no sea mala -apuntó Harry.
– ¿Por qué piensas que podría serlo?
– Porque si lo consideras desde un punto de vista lógico, algo de importancia vital está faltando en esta nave…
En ese momento la pantalla se llenó de columnas escritas.
SISTEMAS DE LA NAVE SISTEMAS DE PROPULSIÓN
SISTEMAS PARA LA VIDA ADMISIST DE DESECHOS (V9)
SISTEMAS DE DATOS ESTADO OM2 (EXTERIOR)
CABO DE BRIGADAS ESTADO OM3 (INTERIOR)
REGISTROS DE VUELO ESTADO OM4 (PROA)
OPERACIONES CENTRALES ESTADO DV7 (POPA)
CONTROL DE CUBIERTA ESTADO DV7 (RESUM)
INTEGRACIÓN (DIRECTA) ESTADO REGOM (2)
ENSAYO LSS 1.0 LÍNEA A9-11
– ¿Qué se van a servir los caballeros? -preguntó Beth con las manos apoyadas sobre la consola.
– Registro de vuelo -decidió Harry, y se mordió un labio.
RESÚMENES DE DATOS DE VUELO RV-LHOOQ
RDV 01/01/43-12/31/45 RDV 01/01/46-12/31/48 RDV 01/01/49-12/31/51 RDV 01/01/52-12/31/53 RDV 01/01/54-12/31/54 RDV 01/01/55-06/31/55 RDV 07/01/55-17/31/55 RDV 01/01/56-01/31/56 RDV 02/01/56-SUCESO DE ENTRADA RDV SUCESO DE ENTRADA RDV RESUMEN DEL SUCESO DE ENTRADA 8 &6 ¡¡OZ/010/IMPAR-OOO/XXX/X
F$S XXX/X%Í/XXX-X X/X¡X/X
– ¿Qué opinas de eso? -preguntó Norman.
Harry estaba observando la pantalla:
– Como podéis ver, los primeros registros se hacen con intervalos de tres años. Después, en lapsos más breves, un año; luego, seis meses y, por último, un mes. Y, al final de todo eso, surge el asunto del suceso de entrada.
– Así que los registros los hacían en forma cada vez más cuidadosa -concluyó Beth-, a medida que la nave se aproximaba al suceso de entrada, lo que sea que quiera decir eso.
– Tengo una idea bastante buena de lo que era declaró Harry-. Pero no puedo creer que… Empecemos. ¿Qué os parece «resumen del suceso de entrada»?
Beth oprimió varios botones.
En la pantalla apareció un campo de estrellas, y alrededor de los bordes del campo, gran cantidad de números. La imagen tenía tres dimensiones, lo que daba la ilusión de profundidad.
– ¿Holográfica?
– No exactamente. Pero similar.
– Ahí hay varias estrellas de gran magnitud…
– O planetas.
– ¿Qué planetas?
– No lo sé. Esa es tarea para Ted -dijo Harry-. Él es capaz de identificar la imagen. Prosigamos.
Harry tocó la consola y la pantalla cambió.
– Más estrellas.
– Sí, y más números.
Los números que aparecían en el borde de la pantalla eran titilantes y variaban con rapidez.
– Las estrellas no parecen moverse, pero los números están cambiando.
– No, mirad: también las estrellas se están desplazando. Podían ver que todas las estrellas se alejaban del centro de la pantalla, que ahora estaba negra y vacía.
– No hay estrellas en el centro y todo se está yendo… -dijo Harry, meditabundo.
Las estrellas que se hallaban en la parte exterior se desplazaban con mucha rapidez y se precipitaban hacia afuera. El centro negro se estaba expandiendo.
– ¿Por qué el centro está así vacío, Harry? -preguntó Beth.
– No creo que esté vacío.
– Yo no veo nada.
– No; sin embargo no está vacío. Antes de un minuto debemos ver… ¡Ahí!
Un denso enjambre blanco de estrellas apareció de repente en el centro de la pantalla. Mientras los investigadores observaban, el enjambre se extendía.
Norman pensó que era un efecto extraño: todavía existía un discernible anillo exterior que se ensanchaba hacia fuera, con estrellas en la parte externa y en la interna. Daba la impresión de que estuvieran volando a través de un gigantesco anillo negro.
– ¡Dios mío! -dijo Harry suavemente-. ¿Sabéis qué es lo que estáis viendo?
– No -repuso Beth-. ¿Qué es ese enjambre de estrellas en el centro?
– Es otro Universo.
– ¿Seguro?
– Bueno, está bien. Es probable que sea otro Universo. También podría ser una región diferente de nuestro propio Universo. Realmente nadie lo sabe con seguridad.
– ¿Qué es ese aro negro? -preguntó Norman.
– No es un aro: es un agujero negro. Lo que estáis contemplando es el registro que se hizo cuando esta cosmonave pasó a través de un agujero negro y penetró en otro… ¿Alguien está llamando?
Harry se volvió y levantó la cabeza; tenía el cuello tenso. Los tres investigadores se quedaron en silencio, pero nada oyeron.
– ¿Qué quieres decir al mencionar otro Universo…?
– Chissst…
Hubo un breve silencio y luego se oyó una débil voz que gritaba:
– Holaaa…
– ¿Qué es eso? -preguntó Norman, que se esforzaba por escuchar.
La voz era muy queda, pero sonaba igual que si fuese humana; quizá hubiera más de una voz. Provenía de algún lugar del interior de la nave espacial.
– ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Holaaa…
– ¡Oh, por el amor de Dios! -exclamó Beth-. Son ellos, en el monitor.
La zoóloga alzó el volumen del pequeño monitor que Jane Edmunds les había dejado. En la pantalla vieron a Ted y a Barnes que, de pie en alguna de las cabinas de la astronave, seguían gritando:
– Holaaa… Holaaa…
– ¿Les podemos contestar?
– Sí. Aprieta ese botón que hay en el costado.
– Les oímos -dijo Norman.
– ¡Ya era hora, maldición! -exclamó Ted.
– Cierto -dijo Barnes-. Ahora, presten atención.
– ¿Qué estáis haciendo vosotros allá atrásl -preguntó Ted.
– Atiendan -dijo Barnes. Se hizo a un lado y dejó ver un equipo multicolor-. Ya sabernos para qué es esta nave.
– También nosotros -respondió Harry.
– ¿Lo sabemos? -preguntaron al unísono Beth y Norman. Pero Barnes no estaba escuchando.
– Y parece que en sus viajes la astronave ha recogido algo.
– ¿Que ha recogido algo? ¿Qué recogió?
– No lo sé -dijo Barnes-, pero es algo procedente de otro planeta…
La pasarela móvil les hizo pasar frente a innumerables bodegas. Iban hacia la proa de la nave para unirse a Barnes, Ted y Jane Edmunds. Y para ver el descubrimiento que éstos habían hecho: algún organismo que provenía de otro mundo.
– ¿Por qué se le ocurriría a alguien enviar una nave espacial a través de un agujero negro? -preguntó Beth.
– Debido a la gravedad -contestó Harry-. Verás: los agujeros negros tienen tanta gravedad que distorsionan espacio y tiempo de un modo increíble. ¿Recuerdas lo que decía Ted respecto de que los planetas y las estrellas producen hendiduras en la tela del espacio-tiempo? Bueno, pues los agujeros negros producen rasgaduras en esa tela. Y algunos científicos sostienen que es posible volar a través de esas desgarraduras, con lo que se penetra en otro Universo o en otra parte de nuestro Universo… o en otro tiempo.
– ¡En otro tiempo!
– ¡Ésa es la idea! -reveló Harry.
– ¿Ya están viniendo? -Era la voz estridente de Barnes, en el monitor.
– Nos hallamos en camino -repuso Beth, y dirigió una mirada amenazadora a la pantalla.
– No te puede ver -dijo Norman.
– No me importa.
Pasaron frente a más bodegas.
– Estoy impaciente por ver la cara de Ted cuando se lo digamos -confesó Harry.
Por fin, llegaron al final de la pasarela; atravesaron una sección media, constituida por puntales y vigas maestras, y entraron en una gran sala, la que antes habían visto en el monitor, situada en la parte delantera de la nave. Dicha sala era muy amplia, y su techo estaba a casi treinta metros de altura.
Norman pensó que, en ella, se podría poner un edificio de seis pisos. Al mirar hacia lo alto vio que había una capa de neblina, una especie de bruma.
– ¿Qué es eso?
– Una nube -dijo Barnes, meneando la cabeza-. La sala es tan grande que, al parecer, tiene su propio clima. Quizá, en ocasiones, hasta llueve aquí dentro.
La sala estaba llena de maquinarias de inmensas proporciones. Al primer golpe de vista, las máquinas tenían la apariencia de equipos grandísimos para el desplazamiento de tierra y de escombros, pero con la diferencia de que estaban pintados con brillantes colores primarios y relucían de aceite. Después, Norman empezó a percibir algunos detalles: había gigantescas garras prensiles, brazos tremendamente poderosos, ruedas dentadas móviles. Y una exhibición impresionante de baldes y receptáculos.
De repente, Norman se dio cuenta de que lo que estaba mirando era muy parecido a las pinzas y garras montadas en la parte frontal del sumergible Charon V, en el cual él había hecho su viaje al fondo del mar, el día de ayer… ¿O había sido anteayer? ¿O seguía siendo el mismo día? ¿Qué día? ¿Era el 4 de julio? ¿Cuánto tiempo llevaban estando allí abajo?
– Si observan con atención -estaba diciendo Barnes- podrán ver que algunos de estos dispositivos parecer ser armas en gran escala. Otros, como aquel largo brazo extensor y los diversos accesorios para recoger cosas, hacen que esta nave sea, virtualmente, un gigantesco robot.
– Un robot…
– Un robot…
– No bromeen -pidió Beth.
– Creo que, después de todo, habría sido apropiado que un robot abriera esta nave -comentó Ted, meditativo-. Quizá hasta habría encajado.
– Encajado, con ajuste perfecto -dijo Beth.
– Encajado como las cañerías -corroboró Norman.
– ¿Algo así como un contacto íntimo robot-robot, quieres decir? -inquirió Harry-. ¿Una especie de encuentro de tornillos y tuercas?
– ¡Eh! -protestó Ted-. Yo no me burlo de tus comentarios, aunque sean estúpidos.
– No estaba al tanto de que lo fueran -dijo Harry.
– En ocasiones, dices tonterías. Cosas absurdas.
– Chicos -dijo Barnes-, ¿podemos volver al asunto que tenemos entre manos?
– Indícamelo la próxima vez, Ted.
– Lo haré.
– Me agradará saber cuándo digo algo tonto.
– No hay problema.
– Algo que tú consideres que es tonto.
– Se me ha ocurrido una cosa -le dijo Barnes a Norman-: cuando regresemos a la superficie, dejemos a estos dos aquí abajo.
– No es posible que piensen en regresar ahora -replicó Ted.
– Ya hemos votado.
– Pero eso fue antes de que encontráramos el objeto.
– ¿Dónde está ese objeto? -preguntó Harry.
– Por aquí, Harry -dijo Ted con una amplia sonrisa perversa-. Veamos qué es lo que tus legendarios poderes de deducción infieren de esto.
Se adentraron en la sala, caminando entre las gigantescas pinzas y garras. Allí, delicadamente alojada en la garra acolchada de una de las pinzas de agarre, vieron una gran esfera plateada, perfectamente pulida, de unos nueve metros de diámetro. La esfera carecía de marcas o rasgos distintivos de ninguna clase.
Los científicos pasaron alrededor de ella y se vieron reflejados en el bruñido metal. Norman reparo en que una extraña iridiscencia cambiante, con débiles tonalidades irisadas en azul y rojo, centelleaba en él.
– Tiene el aspecto de una enorme bolita de cojinete -opinó Harry.
– Sigue caminando, genio.
En el lado opuesto descubrieron una serie de profundas estrías en espiral, labradas en la superficie. Formaban un intrincado patrón que resultaba sumamente impresionante. En ese momento Norman no podía decir por qué. El dibujo no era geométrico; tampoco era amorfo u orgánico. Resultaba difícil de definir. Norman nunca había visto algo así, y mientras seguía mirándolo se sentía cada vez más seguro de que éste era un patrón que nunca se había hallado en la Tierra. No había sido creado por hombre alguno. Jamás fue concebido por una imaginación humana.
Ted y Barnes se encontraban en lo cierto. Norman estaba seguro de eso.
Aquella esfera era algo que provenía de otro planeta.
Harry contempló la esfera en silencio durante largo rato.
– Estoy seguro de que querrás acudir a nosotros en este asunto -dijo Ted-. En relación a de dónde vino y cosas por el estilo.
– En realidad, sé de dónde vino -dijo, y le habló de la grabación sideral y del agujero negro.
– A decir verdad -explicó Ted-, desde hace algún tiempo sospechaba que esta cosmonave estaba construida para viajar a través de un agujero negro.
– ¿De veras? ¿Cuál fue tu primera pista?
– El espeso blindaje contra las radiaciones.
Harry asintió con la cabeza.
– Es cierto. Es probable que hayas conjeturado el significado de eso antes que yo -dijo, y sonrió-, pero no se lo comunicaste a nadie.
– ¡Eh! -exclamó Ted-. No puede haber dudas al respecto: fui yo quien propuso primero lo del agujero negro.
– ¿De veras?
– Sí. Eso es indiscutible. ¿No recuerdas que, en la sala de conferencias, le estaba dando a Norman una explicación sobre el espacio-tiempo y que empecé a hacer los cálculos para el agujero negro? Después, tú entraste y te uniste. Norman, ¿no lo recuerdas? Yo lo planteé primero.
– Es cierto, tú tuviste la idea -reconoció Norman.
Harry sonrió.
– No me dio impresión de que fuera una propuesta; sino más bien una conjetura.
– O una especulación -dijo Ted-. Harry, estás reescribiendo la historia. Hay testigos.
– Puesto que te hallas mucho más adelantado que todos nosotros -dijo Harry-, ¿qué te parece decirnos cuáles son tus propuestas en cuanto a la naturaleza de este objeto?
– Con mucho gusto -aceptó Ted-. Este objeto es una esfera bruñida, de unos diez metros de diámetro; no es sólida y está compuesta por una aleación metálica densa, de naturaleza aún desconocida. Las marcas cabalísticas que hay en este lado…
– ¿A esas estrías les llamas marcas cabalísticas?
– ¿Te importa dejarme terminar? Las marcas cabalísticas que aparecen en este lado sugieren claramente una ornamentación artística o religiosa, evocadora de una categoría ceremonial, y esto indica que el objeto tiene gran importancia para quienquiera que lo haya fabricado.
– Creo que podemos estar seguros de que eso era cierto.
– Personalmente, abrigo la creencia de que esta esfera tiene el propósito de servir como una forma de contacto con nosotros. Visitantes de otra estrella, de otro sistema solar… Es algo así como un saludo, un mensaje o un trofeo. La evidencia de que existe una forma superior de vida en el Universo.
– Todo lo que dices es precioso… pero no viene al caso -dijo Harry-. ¿Qué es lo que la esfera hace?
– No estoy seguro de que haga algo. Creo que tan sólo es. Es lo que es.
– Muy Zen.
– Pues bien, ¿cuál es tu idea?
– Repasemos lo que sabemos -propuso Harry-, por contraposición con lo que imaginamos en un vuelo de la fantasía; ésta es una nave espacial que viene del futuro, construida con toda suerte de materiales y tecnología que aún no hemos creado, aunque los vamos a crear. La nave en la que estamos fue enviada por nuestros descendientes a través de un agujero negro, hacia otro Universo o a otra parte de nuestro Universo.
– Sí.
– Esta nave espacial no está tripulada, pero se encuentra equipada con brazos robots. Se ve claro que fueron diseñados para recoger cosas que la nave pueda encontrar. Por eso, podemos pensar en esta nave como si fuera una enorme versión de la astronave no tripulada Mariner que, en los años setenta, enviamos a Marte para investigar si había vida en aquel planeta. Este vehículo procedente del futuro es mucho más grande y más complicado; pero, en lo esencial, es la misma clase de máquina: es una sonda.
– Sí…
– De modo que la sonda penetró en otro Universo, donde se topa con esta esfera. Cabe suponer que se hallaba flotando en el espacio. O quizá la esfera fue enviada para que se encontrara con la nave.
– Exacto -concedió Ted-. Fue enviada para que se encontrara con la nave. Como si se tratase de un emisario. Eso es lo que creo.
– En cualquier caso, nuestra cosmonave-robot, siguiendo sabe Dios qué criterio que tenga incorporado en su dotación de instrucciones, decide que esta esfera es interesante. De manera automática toma la esfera con esta gran tenaza que vemos aquí, la trae al interior de la nave y se la lleva a casa.
– Con la diferencia de que, al volver a casa, va demasiado lejos: va hacia el pasado.
– El pasado de la nave -dijo Harry-. Nuestro presente.
– Justo.
Barnes bufó con impaciencia.
– Magnífico. Así que este vehículo espacial sale, recoge una esfera plateada de otro planeta, y la trae al regresar. Vayamos al grano. ¿Qué es esta esfera?
Harry se adelantó hacia la esfera y apretó la oreja contra el metal en tanto le daba unos golpes secos con los nudillos. Tocó las estrías y sus manos desaparecieron dentro de las profundas hendiduras. La esfera estaba tan pulida que Norman podía ver la cara distorsionada de Harry reflejada en el metal convexo.
– Sí. Tal como sospechaba, estas marcas cabalísticas, según tú las llamas, no son en modo alguno decorativas. Cumplen un propósito muy distinto: ocultar una pequeña solución de continuidad en la superficie de la esfera. Así pues, representan una puerta.
Harry retrocedió.
– ¿Qué es la esfera?
– Voy a decir lo que creo -anunció Harry-. Pienso que esta esfera es un recipiente hueco, que hay algo en su interior y que ese algo me aterroriza hasta lo indecible.
– No, señor secretario -dijo Barnes en el micrófono-. Estamos absolutamente seguros de que es un artefacto de otro planeta. No parece haber duda alguna al respecto.
Dirigió una mirada a Norman, que estaba sentado en el otro extremo de la sala.
– Sí, señor -continuó Barnes-. Es de lo más emocionante.
Apenas regresaron al habitáculo, Barnes había llamado a Washington. Estaba tratando de demorar el retorno de los científicos a la superficie.
– No, aún no la hemos abierto. Bueno, pues no la pudimos abrir. La puerta tiene una forma extrañísima y está fresada en forma muy fina… No, no se podría meter ninguna cuña en la hendidura.
Volvió a mirar a Norman y puso los ojos en blanco.
– No, eso lo intentamos también. No parece haber controles externos… Tampoco hay mensajes en la parte de afuera… Ni rótulos… Todo lo que puedo decirle es que es una esfera sumamente pulida, con algunas estrías en espiral en uno de los lados… ¡¿Qué?! ¿Abrirla con explosivos?
Norman dio media vuelta y se alejó. Estaba en el Cilindro D, en la sección de comunicaciones operada por Tina Chan. Con su calma habitual, la mujer estaba ajustando una docena de monitores. Norman le dijo:
– Usted parece ser la persona más relajada de aquí.
– Tan sólo inescrutable, señor -repuso sonriendo.
– ¿Eso es todo?
– Tiene que serlo, señor -dijo Tina Chan, mientras ajustaba la ganancia vertical de un monitor cuya imagen giraba; la pantalla mostró la esfera bruñida-. En realidad, siento que el corazón me late con violencia, señor. ¿Qué cree que hay dentro de esa esfera?
– No tengo la menor idea -confesó Norman.
– ¿Considera posible que dentro haya un extra-terrestre? Quiero decir alguna clase de ser vivo.
– Quizá.
– ¿Y estamos tratando de abrirla? A lo mejor debiéramos dejarla como está, con lo que sea que tenga adentro.
– ¿No siente curiosidad? -preguntó Norman.
– No demasiada, señor.
– No veo cómo podría funcionar la voladura -estaba diciendo Barnes por el micrófono-. Sí, tenemos SMTMP [ [14]]. Entiendo. Diferentes tamaños… Pero no creo que puedan abrir esta cosa mediante una explosión. No. Bueno, si la viera, lo comprendería. Es un objeto perfectamente construido. Es perfecto.
Tina ajustó un segundo monitor, de modo que tuvieron dos vistas de la esfera, y pronto habría una tercera. Edmunds estaba situando cámaras para vigilar la esfera. Ésa había sido una de las sugerencias de Harry, quien había dicho: «Sométanla a vigilancia. Tal vez haga algo de cuando en cuando, quizá exhiba cierta actividad.»
En la pantalla, Norman vio la red de cables que habían sido conectados a la esfera. Se contaba con una impresionante exhibición de sensores pasivos: sonido y todo el espectro electromagnético, desde el infrarrojo hasta los rayos gamma y X. Las lecturas de los sensores aparecían en una batería de instrumentos, instalada a la izquierda de los monitores.
Entró Harry.
– ¿Nada todavía?
Tina meneó la cabeza:
– Hasta ahora, nada.
– ¿Ha regresado Ted?
– No -respondió Norman-. Sigue allí.
Ted se había quedado en la bodega con el propósito ostensible de ayudar a Jane Edmunds a montar las cámaras, pero, en verdad, todos sabían que Ted trataría de abrir la esfera. Lo estaban viendo en el segundo monitor, palpando las estrías, tocando, empujando.
Harry sonrió y dijo:
– Le falta recitar una plegaria.
– Harry, ¿recuerdas cuando estábamos en la cubierta de vuelo y dijiste que querías hacer testamento porque se notaba que en esta astronave faltaba algo? -preguntó Norman.
– Ah, eso -dijo Harry-. Olvídalo. No viene al caso ahora.
Barnes estaba diciendo:
– No, señor secretario, llevarla a la superficie sería poco menos que imposible… Bueno, señor, es que, en estos momentos, se encuentra dentro de una bodega que está a más de quinientos metros adentro de la nave, y ésta se halla sepultada bajo nueve metros de coral, y la esfera en sí tiene sus buenos nueve metros de diámetro… Es del tamaño de una casa pequeña…
– Lo que yo me pregunto es qué hay en la casa -dijo Tina. En el monitor, Ted, presa de la mayor frustración, pateó la esfera.
– Ni con una plegaria -volvió a decir Harry-. Nunca logrará que se abra.
En ese momento, entró Beth y preguntó:
– ¿Cómo conseguiremos abrirla?
– ¿Cómo? -Harry contempló, meditativo, la esfera, que refulgía en el monitor, y se produjo un silencio-. Quizá no podamos.
– ¿No la podremos abrir? ¿Nunca?
– Es una de las posibilidades.
– Ted se suicidaría -dijo Norman riendo.
Barnes decía:
– Bueno, señor secretario, si usted tuviera a bien asignar los recursos navales necesarios para llevar a cabo una recuperación en gran escala, desde trescientos metros, podríamos intentarlo dentro de seis meses, contados desde hoy, cuando se nos asegure que en esta región haya, durante un mes, buenas condiciones meteorológicas en la superficie. Sí…, ahora es invierno en el sur del Pacífico, sí.
– Ya puedo imaginarme todo -dijo Beth-. Con grandes gastos, la Armada lleva una misteriosa esfera extra-terrestre a la superficie. La transportan a una instalación estatal ultrasecreta, en Omaha, y convocan a expertos de todas las disciplinas para que intenten abrirla. Pero nadie puede hacerlo.
– Como Excalibur -comentó Norman.
Beth prosiguió:
– Conforme pasa el tiempo van intentándolo con métodos cada vez más poderosos y violentos. Al final tratan de abrirla haciendo estallar un pequeño dispositivo nuclear, y tampoco lo consiguen. Llega un momento en el que ya nadie tiene más ideas. La esfera sigue posada allí. Transcurren décadas. Y nunca logran abrir la esfera. -Agitó la cabeza-. Una gran frustración para la especie humana…
– ¿De verdad crees que puede ocurrir eso? ¿Que nunca seamos capaces de abrirla? -preguntó Norman a Harry.
– Nunca es mucho tiempo -le contestó.
– No, señor -decía ahora Barnes-. Dado este nuevo acontecimiento, permaneceremos abajo hasta el último minuto. El clima de superficie se mantendrá durante seis horas más, por lo menos, señor, a juzgar por los informes de Metsat. Bueno, tengo que depender de ese juicio. Sí, señor. Cada hora. Sí, señor.
Colgó el radioteléfono y se volvió hacia el grupo:
– Muy bien. Tenemos autorización para permanecer aquí abajo de seis a doce horas más, en tanto las condiciones meteorológicas persistan. Tratemos de abrir esa esfera en el tiempo que nos queda.
– Ted está trabajando en eso ahora -informó Harry.
En el monitor de vídeo vieron que Ted golpeaba la esfera con las manos y le gritaba:
– ¡Ábrete! ¡Ábrete, Sésamo! ¡Ábrete, hija de puta!
La esfera no se inmutó.
– En serio -dijo Norman-. Creo que alguien tiene que hacer la pregunta: ¿No deberíamos tomar en cuenta la posibilidad de no abrirla?
– ¿Por qué? -preguntó Barnes-. Escuchen, acabo de largar el teléfono…
– Lo sé -respondió Norman-. Pero quizá debamos pensar esto dos veces.
Con el rabillo del ojo vio que Tina asentía enérgica con la cabeza; Harry parecía ser escéptico, y Beth se frotaba los ojos, soñolienta.
– ¿Tiene usted miedo, o cuenta con algún argumento de peso? -preguntó Barnes.
– Me da la impresión -dijo Harry- de que Norman está a punto de citar material de sus propios trabajos.
– Pues, sí -admitió Norman-. Sí, puse esto en mi informe. En dicho informe, Norman le había llamado «el problema antropomórfico». Básicamente, el problema consistía en que todos los que alguna vez habían pensado o escrito sobre la vida extra-terrestre imaginaron que la vida es, en esencia, humana. Incluso si las formas de vida extra-terrestre no tuvieran aspecto humano, si fueran como un reptil o un insecto grande, o un cristal inteligente, seguirían actuando en forma humana.
– Usted está hablando de las películas -dijo Barnes.
– También estoy hablando de trabajos de investigación. Toda concepción de la vida de otros planetas, ya se deba a un director cinematográfico o a un profesor universitario, ha sido, en lo básico, humana. Siempre se han supuesto valores humanos, comprensión humana, maneras humanas de enfocar un Universo comprensible para los seres humanos, y, por lo general, también un aspecto humano: dos ojos, una nariz, una boca y demás.
– ¿Y qué?
– Eso es a todas luces un desatino -opinó Norman-. En principio porque en el comportamiento humano existe suficiente variación como para hacer que el entendimiento, ya dentro de nuestra propia especie, sea muy dificultoso. Las diferencias entre norteamericanos y japoneses, por poner un ejemplo, son enormes. Los norteamericanos y los japoneses en modo alguno miran el mundo del mismo modo.
– Sí, sí -dijo Barnes con impaciencia-. Todos sabemos que los japoneses son diferentes…
– Y cuando se trata de una nueva forma de vida, las diferencias, literalmente, pueden ser inabarcables. Los valores y la ética que sustente esta nueva forma de vida han de ser por completo diferentes.
– Quiere usted decir que esa forma de vida puede no creer en la bondad ni en el «no matarás» -anticipó Barnes, impaciente.
– No -repuso Norman-. Quiero decir que puede ocurrir que a ese ser no se le pueda matar y que, en consecuencia, puede carecer del concepto de «matar», en primer lugar.
Barnes tuvo un sobresalto.
– ¿Sería posible que se tratara de un ser al que no se le pudiera dar muerte?
Norman asintió con la cabeza:
– Como dijo alguien alguna vez, no se le pueden romper los brazos de un ser que no los tiene.
– ¿Que no se puede matar? ¿Quiere decir que sea inmortal?
– No sé -dijo Norman-. Ese es el quid.
– Lo que yo me planteo, por Cristo, es que a un ser al que no se puede matar… -dijo Barnes-. ¿Cómo lo mataríamos? -Se mordió el labio. No me gustaría abrir esa esfera y liberar un ser al que no se le pudiese dar muerte.
– No habría ascensos por un acto así, Hal -comentó Harry riendo.
Barnes miró los monitores, que brindaban varias vistas de la pulida esfera. Al final, el militar dijo:
– No, eso es ridículo. Ningún ser vivo es inmortal. ¿Estoy en lo cierto, Beth?
– En realidad, no -contestó ella-. Se podría argumentar que algunos seres vivos de nuestro propio planeta son inmortales; por ejemplo, ciertos organismos unicelulares, como las bacterias y las levaduras, tienen, al parecer, capacidad de vivir de modo indefinido.
– Levaduras -resopló Barnes-. No estamos hablando de levaduras.
– Y, prácticamente, a un virus se le podría considerar inmortal.
– ¿Un virus! -Barnes tuvo que sentarse en una silla: no había tomado en cuenta a los virus-. Pero ¿cuál es la probabilidad de que se trate de eso? ¿Harry?
– Creo que las posibilidades van mucho más allá de lo que hayamos mencionado hasta el momento -dijo el interpelado-, pues nos hemos limitado a considerar seres tridimensionales, como los que existen en nuestro Universo de tres dimensiones… o, para ser más precisos, en el Universo que percibimos como constituido por tres dimensiones, porque hay quienes piensan que nuestro Universo tiene nueve u once dimensiones.
Barnes tenía aspecto de estar agotado.
– Pero las otras seis u ocho dimensiones son casi imperceptibles, por eso no las notamos.
Barnes se frotó los ojos.
– Por consiguiente, este ser -prosiguió Harry- puede ser multidimensional, por lo que, en un sentido literal, no existiría, al menos no por completo, en nuestras tres dimensiones conocidas. Para tomar el caso más sencillo: si fuese un ser de cuatro dimensiones…
– Esperen un momento. ¿Por qué ninguno de ustedes mencionó todo esto antes?
– Supusimos que usted lo sabría -dijo Harry.
– ¿Que yo sabía algo acerca de seres de cinco dimensiones a los que no se puede matar? Nadie me dijo nunca una palabra. -Movió la cabeza-. Abrir esa esfera podría resultar peligrosísimo.
– En efecto.
– Lo que tenemos aquí es nada menos que la caja de Pandora.
– Es cierto.
– Bueno -dijo Barnes-. Consideremos las peores probabilidades. ¿Qué es lo peor que podemos encontrar?
Fue Beth quien respondió.
– Creo que está claro: independientemente de que se trate de un ser multidimensional o de un virus o de lo que fuere, al margen de que comparta nuestros valores morales o de que lisa y llanamente no tenga valores morales, el caso peor es que nos dé un golpe bajo.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Eso quiere decir que se comporte de un modo que se interfiera en nuestros mecanismos vitales básicos. Un buen ejemplo es el virus del sida. El motivo por el que el sida es tan peligroso no estriba en que sea un virus nuevo. Obtenemos virus nuevos todos los años…, todas las semanas. Y todos los virus funcionan de la misma manera: atacan las células y transforman la maquinaria de éstas para que elaboren más virus. Lo que hace que el virus del sida sea tan peligroso es que ataca las células específicas que utilizamos para defendernos contra los virus. El sida interfiere nuestro mecanismo básico de defensa. Y no tenemos defensa contra eso.
– Bueno -dijo Barnes-, si esta esfera contiene un ser que pueda interferir nuestros mecanismos básicos, ¿cómo sería ese ser?
– Podría inhalar aire y exhalar gas cianuro -sugirió Beth.
– Podría excretar desechos radiactivos -apuntó Harry.
– Podría perturbar nuestras ondas cerebrales -aventuró Norman-, interferir nuestra capacidad de pensar.
– O simplemente podría perturbar la conducción de impulsos eléctricos cardíacos y hacer que nuestro corazón deje de latir -agregó Beth.
– ¿Y si produjera una vibración sonora que resonase en nuestro sistema óseo y nos hiciera añicos los huesos? -dijo Harry, y sonrió a los otros integrantes del equipo-. De todas las hipótesis, ésta es la que más me gusta.
– Ingenioso -comentó Beth-; pero, como siempre, pensamos en nosotros mismos. Podría ocurrir que ese ser en ningún momento nos hiciera un daño directo.
– Ah -dijo Barnes.
– Simplemente podría exhalar una toxina que matase los cloroplastos, de modo que las plantas ya no pudiesen transformar la luz solar. Entonces, morirían las plantas que existen en la Tierra… y, en consecuencia, también lo haría toda la vida que hay en ella.
– Ah -volvió a decir Barnes.
– Verán -intervino Norman-, al principio pensé que el «problema antropomórfico», el hecho de que sólo podamos concebir la vida extra-terrestre como básicamente humana, representaba falta de imaginación: el Hombre es Hombre y todo lo que conoce es el Hombre, y en todo lo que puede pensar es en lo que él conoce. Sin embargo, como pudieron apreciar, eso no es cierto. Podemos pensar en muchas otras cosas más… pero no lo hacemos. Así que tiene que haber otra razón por la que sólo podemos concebir a los extra-terrestres como seres humanos. Y creo que la respuesta es que, en realidad, somos animales terriblemente débiles, y no nos gusta que se nos recuerde cuán débiles somos, cuán delicados son los equilibrios que se producen dentro de nuestro cuerpo, cuán breve es nuestra permanencia sobre la Tierra y con cuánta facilidad concluye. Así que imaginamos que otras formas de vida deben ser como nosotros, con lo que no tenemos que pensar en la verdadera amenaza, la terrorífica amenaza que pueden representar, sin que siquiera lo intenten.
Se produjo un silencio; luego, Barnes dijo:
– Tampoco debemos olvidar otra posibilidad: podría ser que la esfera encerrara algún extraordinario beneficio para nosotros. Algún maravilloso conocimiento nuevo, alguna idea nueva, una tecnología superior, algo que nos deje atónitos y que mejore las condiciones de vida de la especie humana, algo que supere nuestros sueños más fantásticos.
– Aunque esa posibilidad existe -dijo Harry-, no habría ninguna idea nueva que nos pueda ser de utilidad.
– ¿Por qué? -preguntó Barnes.
– Bueno, digamos que los extra-terrestres están mil años adelantados a nosotros tal como nosotros lo estamos, por ejemplo, en relación a la Europa medieval. Suponga que usted retrocede a esa Europa con un televisor: no habría ningún lugar donde enchufarlo.
Barnes los miró con fijeza durante largo rato.
– Lo siento -dijo-. Esta es una responsabilidad demasiado grande para mí. No puedo tomar la decisión de abrir la esfera. Tengo que llamar a Washington para consultar.
– Ted no va a sentirse feliz -opinó Harry.
– Al diablo con Ted -exclamó Barnes-. Voy a comunicarle esto al Presidente. Y hasta que no recibamos noticias suyas, no quiero que nadie trate de abrir esa esfera.
Barnes propuso un período de descanso de dos horas, y Harry se retiró a su habitación camarote para acostarse. Beth anunció que también ella se iba a dormir, pero se quedó en el puesto de monitores, con Tina Chan y Norman. El lugar de trabajo de Tina tenía cómodos asientos con respaldos altos, y Beth hacía girar uno de ellos, balanceando las piernas hacia atrás y hacia adelante; al tiempo que jugaba con su cabello, haciéndose rulitos al lado de la oreja. Tenía la mirada fija en el vacío espacio.
«Está cansada -pensó Norman-. Todos lo estamos.» Observó a Tina, quien, tensa y alerta, se movía de forma suave, pero continua, para ajustar los monitores, revisar la información de los sensores y cambiar los casetes de vídeo. Como Jane Edmunds, estaba en la nave espacial con Ted, además de atender su propia consola de comunicaciones, Tina tenía que hacerse cargo de las unidades de grabación. Esta mujer, que pertenecía a la Armada, no parecía hallarse tan cansada como los científicos. Claro que no había estado dentro de la astronave; la cual, para ella, era sólo algo que veía en los monitores, un programa de televisión, una abstracción. Tina no se había visto cara a cara con la realidad del nuevo ambiente, con la agotadora lucha mental para entender qué estaba pasando, qué significaba todo aquello.
– Tiene aspecto de cansado, señor -dijo Tina.
– Sí. Todos estamos cansados.
– Es la atmósfera -explicó Tina-. Por respirar helio.
«Está todo dicho sobre las explicaciones psicológicas», pensó Norman.
– La densidad del aire aquí abajo causa efecto en el organismo. Nos encontramos a treinta atmósferas. Si estuviéramos respirando aire normal a esta presión, sería casi tan denso como un líquido. El helio es más ligero; pero es mucho más denso que lo que estamos habituados a respirar. Uno no se da cuenta, pero nada más que respirar, mover los pulmones, cansa.
– Sin embargo, usted no parece cansada.
– Ah, yo estoy acostumbrada. Ya antes estuve en ambientes saturados.
– ¿De veras? ¿Dónde?
– La verdad es que no se lo puedo decir, doctor Johnson.
– ¿Operaciones navales?
La mujer sonrió.
– Se sobrentiende que no debo hablar de eso.
– ¿Es ésa su sonrisa inescrutable?
– Así lo espero, señor. ¿Pero no cree usted que debería intentar dormir?
– Probablemente -asintió Norman.
Tomó en cuenta la idea de irse a dormir; pero la perspectiva de acostarse en su húmeda litera no le resultaba atractiva. De modo que prefirió bajar al comedor, con la esperanza de encontrar alguno de los postres de Rose Levy. Ella no estaba allí, pero había un poco de tarta de coco debajo de una tapa de plástico. El psicólogo buscó un plato, cortó una porción y se la llevó hacia una de las portillas. Pero afuera todo estaba negro; las luces de la parrilla se hallaban apagadas y los buzos se habían retirado. Norman vio luces en las portillas del DH-7, el habitáculo de los buzos, situado a unos pocos metros de distancia. Aquellos hombres estarían preparándose para regresar a la superficie o tal vez ya se hubieran ido.
En la portilla, el psicólogo vio reflejado su propio rostro: se vio cansado y viejo. «Éste no es un lugar para un hombre de cincuenta y tres años», pensó al contemplar su imagen.
Mientras miraba descubrió unas luces que se movían a lo lejos: después un breve relumbrón amarillo; uno de los minisubmarinos se detuvo debajo de un cilindro, el DH-7. Instantes después llegó un segundo submarino, que atracó junto al primero; las luces de éste se apagaron. Un momento después, el segundo submarino zarpó hacia las negras aguas; el primer submarino se quedó atrás.
«¿Qué está sucediendo?», se preguntó Norman, aunque sabía que aquello era algo que no le importaba realmente. Se sentía demasiado cansado. Estaba más interesado en el sabor de la tarta. Miró el plato: la porción de pastel ya no estaba; sólo quedaban algunas migajas.
«Estoy cansado -pensó-. Muy cansado.» Puso los pies sobre la mesa de café, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el frío acolchado de la pared.
Debió de haberse quedado dormido durante un largo rato, porque se despertó desorientado, en medio de la oscuridad. Se sentó y, de inmediato, las luces se encendieron. Entonces vio que todavía estaba en la cocina.
Barnes le había prevenido respecto al modo en que el habitáculo se adaptaba a la presencia de las personas. Según parecía, los sensores de movimiento dejaban de registrar la presencia de la persona cuando ésta se quedaba dormida, y automáticamente, apagaban las luces de la habitación. Después, cuando esa persona se despertaba y se movía, las luces se volvían a encender. Norman se preguntó si las luces permanecerían encendidas cuando la persona roncaba. ¿Quién había diseñado todo aquello? Los ingenieros y planificadores que trabajaron en el habitáculo de la Armada, ¿habrían tomado en cuenta el ronquido? ¿Habría un sensor de ronquidos?
Comería otra ración dulce.
Se puso de pie y se dirigió hacia la mesa de la cocina: ahora faltaban varias porciones de tarta. ¿Se las había comido él? No estaba seguro: no podía recordar.
– Muchas casetes de vídeo -dijo Beth.
Norman se dio vuelta.
– Sí -dijo Tina-. Estamos grabando todo lo que ocurre en este habitáculo; y también en la nave. Tendremos una gran cantidad de material.
Había un monitor montado justo sobre la cabeza de Norman; mostraba a Beth y Tina arriba, delante de la consola de comunicaciones. Ambas estaban comiendo tarta.
«De modo que es ahí adonde fue a parar la tarta de coco», pensó Norman.
– Cada doce horas las cintas se transfieren al submarino -dijo Tina.
– ¿Para qué? -preguntó Beth.
– De ese modo, si algo ocurriera aquí abajo, el submarino ascendería a la superficie de forma automática.
– Ah, grandioso -dijo Beth-. Pero no quiero pensar demasiado en eso. ¿Dónde está el doctor Fielding ahora?
– Desistió de abrir la esfera y fue a la cubierta principal de vuelo. Está con Jane Edmunds -informó Tina.
Norman observó el monitor: la encargada de las comunicaciones había salido del campo visual; y Beth estaba sentada de espaldas al monitor, comiendo dulce de coco. En el monitor que se encontraba detrás de ella, Norman podía ver, con toda claridad, la refulgente esfera. «Monitores que muestran monitores -pensó-. El personal naval que, en última instancia, revise estas grabaciones se va a volver loco.»
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
– Quizá. No lo sé -respondió Beth sin dejar de comer su porción de tarta.
Y, en ese instante, en el monitor que estaba detrás de Beth Norman vio, horrorizado, que la puerta de la esfera se estaba deslizando lentamente. La gran bola metálica se estaba abriendo y revelaba la negrura de su interior.
Tenían que haber pensado que estaba loco, al verlo correr a través de la esclusa hacia el Cilindro D, subir a trompicones las estrechas escaleras, y llegar al nivel superior gritando:
– ¡Está abierta! ¡Está abierta!
Llegó a la consola de comunicaciones en el preciso momento en que Beth se quitaba de los labios las últimas migajas de coco. La mujer soltó el tenedor.
– ¿Qué es lo que está abierto?
– ¡La esfera!
Beth giró sobre la silla y Tina corrió desde el grupo de VCR. Ambas miraron el monitor que se encontraba a la espalda de Beth.
Se produjo un silencio embarazoso.
– Me da la impresión de que está cerrada, Norman.
– Estaba abierta. La vi. -Les explicó lo que había observado en el monitor de la cocina-. Fue hace unos pocos minutos, nada más, y estoy seguro de que la esfera se abrió. Se tiene que haber vuelto a cerrar mientras yo venía hacia aquí.
– ¿Estás seguro?
– El monitor de la cocina es muy pequeño…
– Lo he visto -insistió Norman-. Repitan la grabación, si no me creen.
– Buena idea -reconoció Tina, y fue hacia las grabadoras para volver a pasar la cinta.
Norman estaba respirando pesadamente, tratando de recuperar el aliento. Era la primera vez que hacía un esfuerzo en esa densa atmósfera, y sentía mucho los efectos. «El DH-8 no es un buen lugar para excitarse», pensó.
Beth lo estaba observando:
– ¿Te encuentras bien, Norman?
– Sí, muy bien. Te digo que lo vi. Se abrió. ¿Tina?
– Tardaré un segundo.
Entró Harry bostezando.
– Las camas de este lugar son grandiosas, ¿no? Es como dormir en una bolsa de arroz húmedo, una especie de combinación de cama y ducha fría -suspiró-. Irme de aquí me va a destrozar el corazón.
– Norman cree que la esfera se abrió -dijo Beth.
– ¿Cuándo? -preguntó Harry, y volvió a bostezar.
– Hace pocos segundos.
Harry asintió reflexivo.
– Interesante, interesante. Veo que ahora está cerrada.
– Estamos rebobinando las cintas para volver a verlas.
– Ajá. ¿Queda algo de esa tarta?
«Harry parece muy sereno -pensó Norman-. Éste es un hecho importantísimo, y él no se muestra excitado ni lo más mínimo.» ¿Por qué? ¿Tampoco Harry le creía? ¿Era que aún estaba soñoliento, no del todo despierto… o había algo más?
– Aquí es -dijo Tina.
El monitor mostró líneas distorsionadas y, después, la imagen adquirió nitidez. En la pantalla volvieron a aparecer Tina y Beth, y se oyó el diálogo que habían sostenido:
– … horas. Las cintas se transfieren al submarino.
Beth: -¿Para qué?
Tina: -De ese modo, si algo ocurriera aquí abajo, el submarino ascendería a la superfie deforma automática.
Beth: -Ah, grandioso. Pero no quiero pensar demasiado en eso. ¿Dónde está el doctor Fielding ahora?
Tina: -Desistió de abrir la esfera y fue a la cubierta principal de vuelo. Está con Jane Edmunds.
En la pantalla, Tina salía del campo visual, y Beth se quedaba sola en la silla, comiendo tarta, con la espalda vuelta hacia el monitor. Se oyó la voz de Tina, preguntaba:
– ¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Y Beth, sin dejar de comer, respondía:
– Quizá. No lo sé.
Se produjo una breve pausa y entonces, en el monitor que estaba detrás de Beth, se vio que la puerta de la esfera se abría deslizándose hacia un lado.
– ¡Eh! ¡Sí, se abrió!
– ¡Sigan adelante con la grabación!
En pantalla, Beth no miraba el monitor. Tina, todavía en algún sitio fuera de la pantalla, decía: -Esto me asusta.
Beth: -No creo que haya motivos para tener miedo.
Tina: -Es lo desconocido.
– Por supuesto -decía Beth-, pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable, nada más.
– No sé cómo puede decir eso.
– ¿Le tiene miedo a las serpientes? -preguntaba Beth en pantalla.
Durante todo el transcurso de esta conversación la esfera permaneció abierta.
Mientras observaba, Harry dijo:
– ¡Qué lástima que no podamos ver su interior!
– A lo mejor puedo ayudar en ese aspecto -dijo Tina-. Por mediación del ordenador haré que la imagen se intensifique un poco.
– Casi parece como si hubiera lucecitas -dijo Harry-. Lucecitas móviles dentro de la esfera…
En la pantalla, Tina volvió a entrar en el campo visual:
– Las serpientes no me molestan.
– Bueno, pues yo no las puedo soportar. Son viscosas, frías, repugnantes.
– Ah, Beth -dijo Harry, observando el monitor-. ¿Tienes envidia de la serpiente?
En la pantalla, Beth seguía diciendo:
– Si yo fuese un marciano que llega a la Tierra y me tropezara con una serpiente, una forma de vida extraña y fría, que repta y tiene forma de tubo, no sabría qué pensar de ella. Pero la probabilidad de que tropiece con una víbora venenosa es muy pequeña, pues menos del uno por ciento de las serpientes son venenosas. Así que, en mi calidad de marciano, no me encontraría en peligro como consecuencia de mi descubrimiento de las serpientes: estaría perplejo. Y eso es lo más probable que nos ocurriera con nosotros: estaríamos perplejos. De todos modos no creo que alguna vez lleguemos a conseguir que la esfera se abra, no lo creo.
– Confío en que no -decía Tina.
Detrás de ella, en el monitor, la esfera se cerró.
– ¡Uh! -exclamó Harry-. En total, ¿cuánto tiempo estuvo abierta?
– Treinta y tres segundos coma cuatro -respondió Tina.
Detuvo la cinta y preguntó:
– ¿Alguien la quiere ver de nuevo?
Se la veía pálida.
– En este preciso momento, no -dijo Harry. Tamborileó con los dedos sobre el apoyabrazos de su asiento, con la mirada fija, pensativo.
Nadie pronunció una palabra. Todos aguardaban pacientemente a que Harry hablara. Norman percibió de qué modo el grupo se subordinaba al matemático. «Harry es la persona que nos resuelve siempre las cosas -pensó-. Lo necesitamos, dependemos de él.»
– Muy bien -dijo Harry por fin-. Aún no es posible sacar conclusiones. Carecemos de datos suficientes. La cuestión es si la esfera estaba respondiendo a algo de su ambiente inmediato, o si simplemente se abrió obedeciendo a razones propias. ¿Dónde está Ted?
– Ted abandonó la esfera y fue a la cubierta de vuelo.
– Ya estoy de regreso -dijo el aludido, con una amplia sonrisa-. Y tengo algunas novedades sensacionales.
– También nosotros -le comunicó Beth.
– Eso puede esperar -argüyó Ted.
– Pero…
– Sé adónde fue esta nave -dijo Ted, excitado-. Estuve en cubierta, analizando los resúmenes de los datos de vuelo, y observando los campos siderales, y sé dónde está situado el agujero negro.
– Ted -le atajó Beth-, la esfera se abrió.
– ¿Se abrió? ¿Cuándo?
– Hace unos minutos. Después, se volvió a cerrar.
– ¿Qué indicaron los monitores?
– No hay peligro biológico. Parece ser segura.
Ted miró la pantalla.
– ¿Y qué demonios estamos haciendo aquí?
En ese momento entró Barnes.
El período de descanso de dos horas terminó. ¿Todo el mundo listo para retornar a la nave y echar un último vistazo?
– Decir solamente que estamos listos para exponer las cosas con suma delicadeza -dijo Harry.
Llegaron hasta donde estaba la esfera, bruñida, silenciosa, cerrada. Los investigadores la rodearon y contemplaron sus distorsionadas imágenes reflejadas en el metal. Nadie hablaba. Se limitaron a caminar alrededor de la esfera.
Al final, Ted dijo:
– Tengo la impresión de que éste es un test para medir el coeficiente intelectual, y que no lo estoy aprobando.
– ¿Quieres decir algo así como el Mensaje Davies? -preguntó Harry.
– Ah, eso -corroboró Ted.
Norman sabía a qué se referían. El Mensaje Davies era uno de los episodios que los promotores del SETI deseaban olvidar. En 1979 había tenido lugar en Roma una importante reunión de los científicos que integraban el SETI (Búsqueda de Inteligencia Extra-terrestre) [ [15]]. Básicamente, dicho organismo solicitaba que se efectuara una investigación radioastronómica del cosmos. Durante la reunión los científicos trataron de decidir qué clase de mensaje se debía usar.
Emerson Davies, un físico de Cambridge, Gran Bretaña, ideó un mensaje basado en constantes físicas fijas, como la longitud de onda que emite el hidrógeno y que cabía suponer que eran las mismas en todo el Universo. Davies dispuso estas constantes en forma de ilustración binaria.
Como Davies pensó que ésta sería exactamente la clase de mensaje que podría enviar una inteligencia de otro planeta, supuso que sería fácil de resolver para la gente que tomaba parte en el SETI. De modo que entregó una copia de esa gráfica a cada uno de los asistentes al congreso.
Nadie pudo interpretarla.
Cuando Davies la explicó, todos estuvieron de acuerdo en que era una idea ingeniosa y un mensaje perfecto para ser enviado por seres de otro planeta. Pero quedó de manifiesto el hecho de que ninguno de los científicos había sido capaz de captar ese mensaje perfecto.
Una de las personas que había tratado de resolverlo, sin éxito, había sido Ted.
– Bueno, no nos esforzamos demasiado -argumentó-. En el congreso había muchos asuntos por tratar. Y no te teníamos allí, Harry.
– Lo único que querías era un viaje gratis a Roma -dijo éste.
– ¿Es mi imaginación, o las marcas de la puerta se han modificado? -preguntó Beth.
Norman observó: a primera vista, las profundas estrías parecían ser las mismas, pero quizá el diseño fuese diferente. De ser así, el cambio era casi imperceptible.
– Podemos compararlo con las antiguas grabaciones de vídeo -dijo Barnes.
– A mí me parece igual -declaró Ted-. De todos modos es metal; dudo de que pueda cambiar.
– Lo que llamamos «metal» no es más que líquido que fluye con lentitud a temperatura ambiente -puntualizó Harry-. Es posible que este metal esté cambiando.
– Lo dudo -manifestó Ted.
– Se supone que los expertos son ustedes. Sabemos que esta cosa se puede abrir; ya estuvo abierta. ¿Cómo lograremos que lo haga de nuevo? -dijo Barnes.
– Lo estamos intentando, Hal.
– No da la impresión de que hagan ninguna cosa.
De tanto en tanto le echaban un vistazo a Harry, pero el matemático se limitaba a contemplar la esfera; tenía una mano en la barbilla y, con aire reflexivo, se golpeaba suavemente el labio inferior con un dedo.
– ¿Harry?
No respondió.
Ted se acercó a la esfera y la golpeó con la palma de la mano; el objeto emitió un sonido apagado, pero nada ocurrió. Ted la aporreó con el puño, después de lo cual dio un respingo de dolor y se frotó la mano.
– No creo que podamos forzar el acceso a la esfera. Me parece que es ella la que nos tiene que permitir el ingreso -dijo Norman.
Por un momento nadie pronunció una palabra.
– Mi equipo campeón, cuidadosamente seleccionado -les dijo Barnes, punzante-. Y todo lo que pueden hacer es quedarse inmóviles y contemplar la esfera.
– ¿Qué quiere que hagamos, Hal? ¿Tirarle una bomba atómica?
– Si no consiguen abrirla, habrá gente que lo intentará. -Barnes miró su reloj-. Mientras tanto, ¿tienen alguna otra idea brillante?
Nadie la tenía.
– Muy bien -decidió-. Nuestro tiempo ha terminado. Volvamos al habitáculo y preparémonos para ser transportados a la superficie.
Estaban en el Cilindro C. Norman sacó de debajo de su litera el pequeño bolso provisto por la Armada. Fue al baño a buscar sus elementos para afeitarse, cogió su libreta y su par adicional de calcetines y metió todo en el bolso; luego corrió la cremallera y lo cerró.
– Estoy listo.
– Yo también -dijo Ted, que se sentía desdichado y que no quería partir-. Supongo que ya no lo podemos demorar más. El clima está empeorando. Del DH-7 sacaron ya a todos los buzos, y ahora sólo quedamos nosotros.
Norman sonrió ante la perspectiva de estar otra vez en la superficie.
– Nunca imaginé que aguardaría con gusto el momento de ver el color gris naval reglamentario de un barco; pero así es. ¿Dónde están los demás?
– Beth ya recogió sus cosas. Creo que está con Barnes, en comunicaciones. Harry también, supongo. -Ted dio unos tirones de su mono-. Te diré una cosa: me sentiré contento de ver este traje por última vez.
Salieron del camarote y se dirigieron hacia comunicaciones. En el angosto corredor se cruzaron con Alice Fletcher, que iba hacia el Cilindro B.
– ¿Lista para partir? -le preguntó Norman.
– Sí, señor, todo está pronto para la batalla -respondió, pero sus rasgos estaban tensos y parecía tener mucha prisa y estar sometida a una gran presión.
– ¿No va usted en sentido contrario? -preguntó Norman.
– Tan sólo estoy revisando los diesel de reserva.
«¿Los diesel de reserva? ¿Para qué revisar los motores de reserva ahora que nos estamos yendo?», se preguntó Norman.
– Es probable que Jane Edmunds haya dejado encendido algo que no debía -sugirió Ted, moviendo la cabeza.
En la consola de comunicaciones el ambiente era lúgubre. Barnes estaba hablando por el micrófono con las naves de superficie.
– Dígalo otra vez -pidió-. Quiero oír quién autorizó eso.
Miraron a Tina y alguien le preguntó:
– ¿Cómo está el clima en la superficie?
– Parece que empeora con rapidez.
Barnes giró sobre sí mismo:
– ¡¿Por qué no hablan más bajo, idiotas?!
Norman dejó caer su bolsa en el suelo. Beth estaba sentada al lado de las portillas; se la veía cansada y se frotaba los ojos. Tina apagaba uno a uno los monitores cuando súbitamente se detuvo.
– ¡Miren!
En un monitor se veía la pulida esfera.
Harry estaba parado junto a ella.
– ¿Qué está haciendo ahí?
– ¿No vino con nosotros?
– Creía que sí.
– No me di cuenta. Supuse que había venido.
– ¡Maldición! Creí haberles dicho… -comenzó a barbotar Barnes, pero se detuvo y miró con fijeza la pantalla.
En ella, Harry se volvió hacia la cámara de televisión, hizo una breve reverencia y dijo:
– Damas y caballeros, atención, por favor. Creo que lo que van a ver les resultará interesante.
Harry se volvió para enfrentarse a la esfera. Se quedó inmóvil, con los brazos caídos a los costados, relajados. Ni se movió ni habló. Cerró los ojos e hizo una inspiración profunda.
La puerta que daba acceso a la esfera se abrió.
– No está mal, ¿eh? -dijo Harry, con una amplia y repentina sonrisa.
Después, penetró en la esfera y la puerta se cerró detrás de él.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. La voz de Barnes se alzaba por encima de todas las demás, intentando hacerles callar; pero nadie le prestaba atención. De pronto las luces del habitáculo se apagaron y quedaron inmersos en la oscuridad.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ted.
La única luz mortecina que llegaba a través de las portillas era la de los reflectores de la parrilla. Luego, también esa luz se apagó.
– No hay corriente…
– Traté de decírselo -dijo Barnes.
Se produjo un chirrido, las luces parpadearon y después se volvieron a encender.
– Tenemos corriente interna; ahora están funcionando nuestros diesel.
– ¿Porqué?
– ¡Miren! -exclamó Ted, señalando hacia afuera de la portilla. En el exterior vieron lo que parecía una enorme serpiente plateada que se sacudía. Entonces, Norman se dio cuenta de que era el cable que los conectaba con la superficie, que se deslizaba hacia atrás y hacia adelante, frente a ellos. A medida que iba tocando el fondo del mar, se iba enroscando y formando grandes anillos.
– ¡Se soltaron de nosotros!
– Así es -ratificó Barnes-. Arriba están sufriendo los efectos de vientos huracanados y ya no pueden conservar los cables para suministro de energía y para comunicaciones; y tampoco pueden usar los submarinos. Hicieron subir a todos los buzos, pero los submarinos no pueden regresar por nosotros. Durante algunos días, por lo menos, hasta que el mar se calme.
– ¿Entonces estamos varados aquí abajo?
– En efecto.
– ¿Por cuánto tiempo?
– Varios días -respondió Barnes.
– ¿Cuánto?
– Quizá una semana.
– Dios mío -exclamó Beth.
Ted lanzó su bolsa sobre el sofá y dijo:
– ¡Qué fantástica suerte hemos tenido!
Beth se giró para mirarlo.
– ¡¿Te has vuelto loco?!
– Mantengamos la calma -pidió Barnes-. Todo está bajo control. Esta no es más que una demora temporal. No hay motivo para alarmarse.
Norman no estaba alarmado, pero de pronto se sintió exhausto. Beth, en cambio, se había puesto de mal humor; estaba enojada pues consideraba que había sido engañada. Ted se mostraba excitado y ya estaba planeando otra expedición a la nave espacial, para lo cual organizaba al equipo, junto con Jane Edmunds.
Pero Norman sólo se sentía cansado. Los párpados le pesaban y llegó a pensar que iba a quedarse dormido allí mismo, de pie, frente a los monitores. Se excusó de modo apresurado, regresó a su camarote y se tendió en la litera; no le importó que los cobertores estuviesen pegajosos, que la almohada se hallase fría, y tampoco le importó que los motores diesel ronronearan y vibraran en el cilindro de al lado. «Ésta es una reacción muy fuerte de escapismo», pensó. Y después se quedó dormido.
Norman se bajó de la litera y buscó su reloj de pulsera, pero como allí abajo había perdido el hábito de usarlo, no tenía idea de qué hora era ni de cuánto tiempo había dormido. Miró por la portilla y no vio más que agua negra. Las luces de la parrilla seguían apagadas. Volvió a tenderse de espaldas y miró los caños grises que tenía justo por encima de la cabeza: parecían estar más bajos que antes, como si se hubieran acercado mientras dormía. Todo daba la impresión de ser más estrecho, más opresivo, más asfixiante.
«Varios días más de esto -pensó-. ¡Dios!»
Tenía la esperanza de que la Armada se lo notificara a su familia ya que, después de tantos días, Ellen empezaría a preocuparse. Norman la imaginó, llamando primero a la FAA y después a la Armada, tratando de saber qué había pasado. Naturalmente, nadie sabría absolutamente nada, porque el proyecto era ultrasecreto. Ellen estaría enloquecida.
Después dejó de pensar en Ellen. «Es más fácil preocuparse por los seres queridos que por uno mismo», pensó. Pero no había razón para inquietarse. Ellen estaría bien. Y lo mismo le ocurriría a él. No era más que cuestión de esperar. Conservar la calma y aguardar a que pasara la tormenta.
Al ir a ducharse se preguntó si seguirían teniendo agua caliente, ya que el habitáculo estaba funcionando con energía de emergencia. La tenían, y Norman se sintió menos tenso después de haberse duchado. Le resultaba extraño hallarse a trescientos metros bajo el agua y gozar los efectos sedantes de una ducha caliente.
Se vistió y se dirigió hacia el Cilindro C. Oyó que la voz de Tina decía: -¿… Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Y Beth respondía: -Quizá. No lo sé.
– Esto me asusta.
– No creo que haya motivo para tener miedo.
– Es lo desconocido -decía Tina.
Cuando Norman entró, encontró a Beth pasando la videocinta, viéndose a sí misma y a Tina.
– Por supuesto -decía Beth en la cinta-, pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable, nada más.
– No sé cómo puede decir eso -decía Tina.
– ¿Les tiene miedo a las serpientes? -preguntaba Beth en la pantalla.
Beth apagó el videorreproductor.
– Solamente estaba tratando de ver si podía dilucidar qué había ocurrido -dijo.
– ¿Tuviste suerte? -preguntó Norman.
– Hasta ahora, no. -En el monitor adyacente podían ver la esfera: continuaba cerrada.
– ¿Harry todavía está dentro? -inquirió Norman.
– Sí -respondió Beth.
– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
Beth miró hacia arriba, por encima de las consolas.
– Poco más de una hora.
– ¿Sólo he dormido una hora?
– Sí.
– Me estoy muriendo de hambre -confesó Norman.
Bajó a la cocina para comer algo. La tarta de coco se había terminado, y el psicólogo estaba buscando alguna otra cosa cuando apareció Beth:
– No sé qué hacer, Norman -dijo ella.
– ¿Respecto a qué?
– Nos están mintiendo.
– ¿Quién nos está mintiendo?
– Barnes. La Armada. Todo el mundo. Todo esto es una tramoya, Norman.
– Vamos, Beth. No empecemos ahora con ideas de conspiraciones. Tenemos bastante para preocuparnos, sin…
– Voy a hacerte ver algo -dijo Beth.
Condujo a Norman otra vez arriba; allí, con movimientos secos, rápidos, activó una consola y apretó varias teclas.
– Empecé a reunir todas las piezas del rompecabezas cuando Barnes hablaba por teléfono -explicó-. Él estaba conversando con alguien en el preciso instante en que el cable empezó a enroscarse… Pero el hecho es que ese cable tiene trescientos metros de largo, Norman; así que en superficie tienen que haber cortado las comunicaciones varios minutos antes de desprenderlo.
– Es probable, sí.
– Entonces, ¿con quién estuvo hablando Barnes hasta el último minuto? Con nadie.
– Beth…
– Mira -dijo la zoóloga, señalando la pantalla:
RESUMEN COM DH-SURCOM/1: 0910 BARNES A SURCOM/1:
PERSONAL CIVIL Y DE ARMADA VOTÓ. AUNQUE SE LES INFORMÓ SOBRE RIESGOS, TODO EL PERSONAL OPTA POR PERMANECER LECHO OCEÁNICO MIENTRAS DURE TORMENTA, PARA CONTINUAR INVESTIGACIÓN DE ESFERA EXTRA-TERRESTRE Y NAVE ESPACIAL CONCOMITANTE.
BARNES, USN.
– Es una broma -dijo Norman-. Creí que Barnes deseaba irse.
– Lo deseaba; pero cambió de opinión cuando vio ese último compartimiento y no se molestó en decírnoslo. Me gustaría matar a ese bastardo. Tú sabes de qué se trata. ¿No es así, Norman?
Él asintió con la cabeza: -Espera encontrar una nueva arma.
– Exacto. Barnes pertenece al Pentágono, y quiere encontrar una nueva arma.
– Pero no es probable que la esfera…
– No se trata de la esfera -dijo Beth-. En realidad, a Barnes no le importa la esfera. Lo que le interesa es la «nave espacial concomitante». Porque, según la teoría de las congruencias, es la nave espacial lo que tiene probabilidades de rendir dividendos. No la esfera.
La teoría de las congruencias era un asunto enojoso para quienes pensaban en la vida extra-terrestre. Dicho en forma simple, los astrónomos y físicos que consideraban la posibilidad de contacto con vida extra-terrestre imaginaban que de tal contacto se derivarían maravillosos beneficios para la especie humana. Pero otros pensadores, filósofos e historiadores no preveían beneficio alguno derivado de tal contacto.
Los astrónomos, por ejemplo, creían que si se lograba establecer comunicación con habitantes de otros mundos, la Humanidad experimentaría una conmoción tal, que cesarían las guerras en la Tierra y empezaría una nueva era de cooperación pacífica entre las naciones.
Pero los historiadores pensaban que eso era un disparate, y se basaban en el hecho de que, cuando los europeos descubrieron el Nuevo Mundo, descubrimiento que, de manera análoga, también hizo añicos el concepto que en ese momento se tenía del mundo, no detuvieron sus incesantes luchas. Ocurrió todo lo contrario: lucharon con más ardor todavía. Los europeos sencillamente hicieron del Nuevo Mundo una extensión de las animosidades preexistentes. El Nuevo Mundo se convirtió en otro sitio para luchar, y por el que luchar.
Los astrónomos, por su parte, también imaginaban que cuando los humanos se encontraran con seres de otros planetas, se produciría un intercambio de información y tecnología, lo que le brindaría a la Humanidad un maravilloso progreso.
Los historiadores de la ciencia pensaban que eso también era una necedad: señalaban que lo que denominábamos «Ciencia» consistía, en realidad, en una concepción bastante arbitraria del Universo, y que no era probable que tal concepción fuera compartida por seres extra-terrestres. Nuestras ideas sobre la Ciencia son las ideas de seres parecidos a los simios, en quienes predomina el sentido de la vista y a los que les gustaba alterar su ambiente físico; pero si los extra-terrestres fuesen ciegos y se comunicaran a través de olores, podrían haber desarrollado una ciencia muy diferente, que describen un Universo muy distinto. Y podrían haber elegido opciones dispares, en relación con los senderos que habría de explorar su ciencia. Por ejemplo, esos seres tal vez se hubiesen desentendido por completo del mundo físico y desarrollado, en cambio, una compleja ciencia de la mente. En otras palabras, era posible que hubiesen hecho exactamente lo opuesto a lo que hizo la Ciencia de la Tierra. Era posible que la tecnología de los habitantes de otro planeta fuera puramente mental, sin ninguna intervención de la parte física.
Este problema era el nudo de la teoría de las congruencias, la cual afirmaba que, a menos que los extra-terrestres fuesen seres notablemente similares a nosotros, no era probable que se produjera un intercambio de informaciones. Naturalmente, Barnes conocía esta teoría, por lo que sabía que de una esfera procedente de otro planeta no era probable que se pudiera extraer ninguna tecnología útil; pero sí era probable que se la pudiera extraer de la nave espacial en sí, ya que ésta había sido construida por hombres y en este caso la congruencia era elevada.
Y Barnes les había mentido para mantenerlos en el fondo del mar, a fin de hacer que la investigación continuara.
– ¿Qué debemos hacer con este bastardo? -preguntó Beth.
– Nada, por el momento -dijo Norman.
– ¿No quieres enfrentarte a él? Pues yo sí.
– No serviría de nada -le advirtió Norman-. A Ted no le importará y todo el personal de la Armada está obedeciendo órdenes. De todos modos, aun cuando se hubiera dispuesto que partiéramos según lo planeado, ¿te habrías ido abandonando a Harry en la esfera?
– No -admitió Beth.
– Pues entonces todo esto no es más que una discusión académica…
– Por Dios, Norman…
– Ya sé. Pero ahora estamos aquí y, durante los próximos dos días, no existe una maldita cosa que podamos hacer al respecto. Afrontemos la realidad lo mejor que podamos, y señalemos con el dedo más tarde.
– ¡Ya lo creo que voy a señalar con el dedo!
– Está bien. Pero no ahora, Beth.
– Muy bien. No ahora -repitió Beth con un suspiro. Y volvió a irse arriba.
Una vez solo, Norman se quedó mirando fijamente la consola. Ya se había fijado la tarea que tenía que cumplir: mantener a todo el mundo en calma durante los próximos días.
Nunca había estudiado el sistema para procesamiento electrónico de datos. Empezó a oprimir botones y muy pronto encontró un archivo rotulado: biog equipo contacto FDV.
Miembros Civiles del Equipo:
1. Theodore Fielding, astrofísico/geólogo planetario.
2. Elizabeth Halpern, zoóloga/bioquímica.
3. Harold J. Adams, matemático/especialista en lógica.
4. Arthur Levine, biólogo marino/bioquímico.
5. John F. Thompson. Psicólogo.
Elegir uno:
Norman se quedó contemplando la lista, pues no podía creer lo que veía.
Conocía a John Thompson, joven y entusiasta psicólogo de Yale. Había alcanzado renombre mundial por sus investigaciones sobre la psicología de los pueblos primitivos; y, durante el año anterior, había estado en algún lugar de Nueva Guinea, estudiando las tribus nativas.
Norman apretó otros botones.
PSICÓLOGO EQUIPO FDV: OPCIONES EN FUNCIÓN DE CLASIFICACIÓN
1. John F. Thompson, Yale: aprobado.
2. William L. Hartz, UCB: aprobado.
3. Jeremy White, UT: aprobado (supeditado a certificación de Seguridad).
4. Norman Johnson, SDU: rechazado (edad).
Norman los conocía a todos: Bill Hartz, de Berkeley, estaba seriamente enfermo de cáncer. Jeremy White había ido a Hanoi durante la guerra de Vietnam, y nunca obtendría el visto bueno de Seguridad. Sólo quedaba él, Norman.
Ahora entendía por qué había sido el último en ser llamado. Ahora entendía el por qué de los exámenes especiales. Sintió una oleada de intensa ira contra Barnes, contra todo el sistema que lo había llevado allí abajo a pesar de su edad, sin la menor preocupación por su seguridad. A los cincuenta y tres años, Norman Johnson no tenía por qué hallarse a trescientos metros bajo el agua, en un ambiente constituido por un gas exótico sometido a presión… y la Armada lo sabía.
«Es un ultraje», pensó. Tenía ganas de ir arriba y poner a Barnes de vuelta y media, y en términos que no dejaran lugar a ninguna ambigüedad. «Ese mentiroso hijo de puta…»
Aferró los brazos de su asiento y se recordó a sí mismo lo que le había dicho a Beth: fuera lo que fuera lo ocurrido hasta ese momento, ninguno de los científicos podía hacer nada al respecto. Por cierto que él pondría a Barnes de vuelta y media, se prometió a sí mismo que lo haría; pero sólo cuando estuvieran de regreso en la superficie. Hasta entonces, de nada serviría crear problemas.
Meneó la cabeza y lanzó una maldición.
Después, apagó la consola.
Las horas transcurrieron con lentitud. Harry seguía en la esfera.
Tina hizo pasar la intensificación que, en un intento por ver detalles del interior, le había dado la imagen de la videocinta, en la que se veía la esfera abierta.
– Por desgracia, en el habitáculo contamos con limitada potencia de procesamiento de datos -dijo-. Si pudiéramos conectar un cable con la superficie, yo haría un verdadero trabajo de intensificación, pero tal como están las cosas…
Se encogió de hombros.
La joven mostró a los investigadores una serie de fotogramas ampliados, con imágenes «congeladas» de la esfera abierta. Las imágenes pasaban unas tras otras, con intervalos de un segundo mientras la cinta producía un sonido seco e intermitente al saltar cada fotograma. La calidad era mala y aparecía una carga estática intermitente que producía interferencias con forma de dientes de sierra.
– Las únicas estructuras internas que podemos ver en la negrura -dijo Tina, señalando la abertura- son estas numerosas fuentes puntiformes de luz. Parecen desplazarse de un fotograma a otro.
– Es como si la esfera estuviera llena de luciérnagas -observó Beth.
– Salvo que estas luces son mucho más mortecinas que las de las luciérnagas, y no parpadean. Son muy numerosas y dan la impresión de moverse juntas, siguiendo patrones ondulantes…
– ¿Una especie de enjambre de luciérnagas?
– Algo por el estilo.
La cinta se terminó y la pantalla quedó a oscuras.
– ¿Eso es todo? -preguntó Ted.
– Temo que sí, doctor Fielding.
– Pobre Harry -murmuró Ted, con tristeza.
De todo el grupo, era el único que mostraba su inquietud por Harry. Siguió mirando fijamente en el monitor la esfera cerrada mientras insistía:
– ¿Cómo lo hizo? Espero que se encuentre bien.
Lo repitió tantas veces que al final, Beth dijo:
– Creo que sabemos cuáles son tus sentimientos, Ted.
– Estoy muy preocupado por él.
– También yo. Todos lo estamos.
– ¿Piensas que estoy celoso, Beth? ¿Es eso lo que quieres decir?
– ¿Por qué habría de pensar eso, Ted?
Norman cambió de tema, pues consideraba que era crucial evitar los choques entre los miembros del grupo. Le hizo a Ted algunas preguntas sobre el análisis que el astrofísico había hecho de los datos de vuelo, a bordo de la nave espacial.
– Es muy interesante -repuso Ted, entusiasmado por hablar de su tópico-. El detallado examen que hice de las primeras imágenes de los datos de vuelo me convenció de que esas imágenes muestran tres planetas: Urano, Neptuno y Plutón, y, al fondo, muy pequeño, el Sol. Por consiguiente, las fotografías fueron tomadas desde un punto que está mas allá de la órbita de Plutón. Esto sugiere que el agujero negro no se halla muy alejado de nuestro propio sistema solar.
– ¿Es posible? -preguntó Norman.
– Ah, por supuesto. En verdad, durante los últimos diez años, algunos astrofísicos pensaron que existe un agujero negro, no muy grande, pero agujero negro al fin, justo en el exterior de nuestro sistema solar.
– No lo sabía.
– Ah, sí. De hecho, algunos de nosotros hemos sostenido que, si fuese lo bastante pequeño, dentro de unos pocos años podríamos salir al espacio y capturar ese agujero negro; podríamos traerlo, ponerlo en órbita alrededor de la Tierra, y emplear la energía que genera para alimentar todo el planeta.
– ¿Cazadores de agujeros negros? -comentó Barnes sonriendo.
– En teoría, no existe razón alguna por la que no se pueda hacer. Entonces, piensen nada más que en esto: todo el planeta se emanciparía de su dependencia de los combustibles fósiles… Se alteraría el sistema de vida de la Humanidad.
– Es probable que también constituya un arma tremenda -conjeturó Barnes.
– Un agujero negro, incluso de lo más diminuto, sería demasiado poderoso para utilizarlo como arma.
– ¿Así que usted piensa que esta astronave salió para capturar un agujero negro?
– Lo dudo -contestó Ted-. Esta nave espacial está construida con tanta solidez, está tan protegida contra las radiaciones, que sospecho que tenía el propósito de pasar a través de un agujero negro. Y es lo que hizo.
– ¿Y por eso la nave viajó hacia atrás en el tiempo? -preguntó Norman.
– No estoy seguro -repuso Ted-. Verán: un agujero negro se encuentra, en realidad, en el borde del Universo. Lo que ocurre allí no está claro para nadie que viva en el momento presente. Pero algunos científicos piensan que no se «va a través del agujero», sino que ocurre algo así como que se roza y se avanza a saltos, como sucede con un guijarro que salta sobre la superficie del agua, cuando se arroja al ras, y lo que consigue es rebotar hacia un tiempo, un espacio, o un Universo diferente.
– ¿Así que la nave rebotó?
– Sí, y es posible que más de una vez. Y cuando rebotó de vuelta a la Tierra, hizo una entrada corta y llegó a esta época, unos pocos siglos antes de haber partido.
– ¿Y fue en uno de sus rebotes cuando recogió eso? -preguntó Beth, señalando el monitor.
Todos miraron la pantalla: la esfera seguía cerrada, pero tendido a su lado, con los brazos y las piernas extendidos en una posición extraña, estaba Harry Adams.
Durante un instante pensaron que se encontraba muerto. Después, Harry levantó la cabeza y lanzó un quejido.
Norman escribió en su libreta: El sujeto es un matemático negro de treinta y tres años, que pasó tres horas dentro de una esfera de origen desconocido. En el momento de recuperarlo, fuera de la esfera, el sujeto se hallaba en estado de estupor y no reaccionaba a estímulos: no sabía cuál era su nombre, ni dónde estaba ni qué año era. Fue traído de vueha al habitáculo y durmió durante una media hora; después despertó de repente y se quejó de tener dolor de cabeza.
– ¡Oh, Dios!
Harry estaba sentado en su litera, sosteniéndose la cabeza entre las manos y gimiendo.
– ¿Te duele? -preguntó Norman.
– De una manera brutal. Machacante.
– ¿Algo más?
– Tengo sed. ¡Dios! -Se lamió los labios-. Estoy muy sediento.
Extremada sed, escribió Norman.
Rose Levy, la cocinera, apareció con un vaso de limonada. Norman le pasó el vaso a Harry, el cual se lo bebió de un solo trago, y lo devolvió.
– Más.
– Mejor traiga una jarra -sugirió Norman.
Levy salió y Norman se volvió hacia Harry, que todavía se sostenía la cabeza y gemía.
– Tengo que hacerte una pregunta.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Cuál es tu nombre?
– Norman, no necesito que me psicoanalicen en este preciso instante.
– Tan sólo dime tu nombre.
– Harry Adams, por el amor de Dios. ¿Qué te pasa? ¡Oh, mi cabeza!
– Antes no lo recordabas… -dijo Norman-. Cuando te encontramos.
– ¿Cuando me encontraron? -preguntó Harry.
Parecía estar otra vez confuso.
Norman asintió con la cabeza.
– ¿Te acuerdas de cuando te hallamos?
– Tiene que haber sido… afuera.
– ¿Afuera?
Harry miró hacia arriba, súbitamente furioso, y con los ojos relampagueantes de ira:
– ¡Afuera de la esfera, remaldito idiota! ¿De qué crees que estoy hablando?
– Tómalo con calma, Harry.
– ¡Tus preguntas me están volviendo loco!
– Muy bien, muy bien. Tranquilo.
Norman hizo más anotaciones: Emocionalmente inestable. Furia e irritabilidad.
– ¿Tienes que hacer tanto ruido?
Norman alzó la vista, perplejo.
– Tu lápiz -dijo Harry-. Suena como las cataratas del Niágara.
Norman dejó de escribir. Tenía que ser una jaqueca, o algo similar. Harry se sostenía la cabeza con las manos, con delicadeza, como si su cráneo estuviera hecho de cristal.
– ¿Por qué no pueden darme una aspirina, en el nombre de Dios?
– No queremos darte ningún medicamento durante algún tiempo porque, en el caso de que te hayas lastimado, tenemos que saber dónde está el dolor.
– El dolor, Norman, está en mi cabeza. ¡Está en mi remaldita cabeza! Ahora, ¿por qué no me dan una aspirina?
– Barnes dijo que no lo hiciéramos.
– ¿Barnes está aquí todavía?
– Todos estamos aquí todavía.
Harry alzó la vista con lentitud.
– Pero se dijo que subirían a la superficie.
– Lo sé.
– ¿Por qué no os habéis ido?
– El clima empeoró mucho y no nos pudieron enviar los submarinos.
– Pues deberíais marcharos. No tendríais que estar aquí, Norman.
Rose Levy llegó con más limonada. Mientras bebía, Harry miró a la mujer.
– ¿También usted sigue aquí?
– Sí, doctor Adams.
– En total, ¿cuánta gente hay aquí abajo?
– Somos nueve, señor -respondió Rose.
– ¡Jesús! -Harry devolvió el vaso y Rose lo volvió a llenar-. Todos ustedes deberían irse. Deberían abandonar este sitio.
– Harry -dijo Norman-, no nos podemos ir.
– Tenéis que iros.
Norman se sentó en la litera que estaba frente a la de Harry, lo observó mientras éste bebía. El matemático tenía manifestaciones, bastante típicas, de shock emocional: irritabilidad, flujo nervioso maníaco de ideas, temor inexplicable por la seguridad de los demás… todo eso era característico de quienes, a consecuencia de accidentes graves, como un accidente automovilístico de importancia o la caída de un avión, sufrían un shock emocional. Al producirse un hecho de este tipo, el cerebro lucha por asimilarlo; por darle sentido, por rearmar el mundo mental, aun cuando, en torno de éste, el mundo físico estuviese hecho añicos. La mente entra en una especie de marcha forzada y trata presurosamente de rearmar las cosas, de hacer que vuelvan a estar como deben, de restablecer el equilibrio.
Sin embargo, ése es un período confuso, en el que todo gira como un remolino.
Tan sólo había que esperar que pasara.
Harry terminó la limonada y devolvió el vaso.
– ¿Más? -preguntó Levy.
– No, ya está bien. El dolor de cabeza se me ha calmado.
«Quizá fuese deshidratación», pensó Norman,… ¿Y por qué iba a estar Harry deshidratado tras haber pasado tres horas en la esfera?
– Harry…
– Dime una cosa, Norman, ¿tengo aspecto diferente?
– No.
– ¿Te parezco el mismo?
– Sí. Yo creo que sí.
– ¿Estás seguro?
Harry se incorporó de un salto, se dirigió a un espejo colocado en la pared y se estudió el rostro.
– ¿Qué aspecto crees tener? -preguntó Norman.
– No sé. Diferente.
– ¿Diferente en qué sentido?
– ¡No lo sé…! -Harry dio un fuerte golpe sobre la pared acolchada, al lado del espejo, y la imagen que aparecía en éste vibró; se dio vuelta, volvió a sentarse en la litera y suspiró-. Tan sólo diferente.
– Harry…
– ¿Qué?
– ¿Recuerdas lo que pasó?
– Por supuesto.
– ¿Qué pasó?
– Entré.
Norman aguardó, pero Harry no agregó más: se limitó a fijar la vista en el suelo alfombrado.
– ¿Recuerdas haber abierto la puerta?
Harry permaneció en silencio.
– ¿Cómo abriste la puerta, Harry?
Harry alzó la vista hacia Norman:
– Se daba por hecho que todos ustedes partirían, que regresarían a la superficie. No esperaba que permanecieran aquí.
– ¿Cómo abriste la puerta, Harry?
Se produjo un prolongado silencio.
– La abrí -dijo luego el matemático.
Se sentó, con la espalda bien recta, las manos a los costados. Parecía estar recordando, reviviendo lo sucedido.
– ¿Y después?
– Entré.
– ¿Y qué pasó dentro?
– Era hermoso…
– ¿Qué es lo que era hermoso?
– La espuma -dijo Harry.
Y en ese instante volvió a quedar en silencio, con la mirada vacía y fija en un punto del espacio.
– ¿La espuma? -lo incitó Norman.
– El mar. La espuma. Hermoso…
¿Estaría hablando de las luces?, se preguntó Norman. ¿Del conjunto de luces que remolineaban?
– ¿Qué es lo que era hermoso, Harry?
– Vamos, no te burles -dijo el matemático-. Prométeme que no vas a burlarte.
– No me burlaré.
– ¿Crees que se me ve igual?
– Sí, lo creo.
– ¿No cambié en absoluto?
– No. Al menos en nada que yo pueda apreciar. ¿Crees tú que cambiaste?
– No sé. Quizá… Yo…
– ¿Ocurrió algo en la esfera que te cambió?
– No entiendes lo de la esfera.
– Entonces, explícamelo -pidió Norman.
– Nada ocurrió en la esfera.
– Estuviste en ella durante tres horas…
– Nada ocurrió. Dentro de la esfera, nunca ocurre nada. Siempre es lo mismo… dentro de la esfera.
– ¿Qué es lo que siempre es lo mismo? ¿La espuma?
– La espuma siempre es diferente. La esfera siempre es la misma.
– No entiendo -dijo Norman.
– Sé que no entiendes -dijo Harry, y movió la cabeza-. ¿Qué puedo hacer?
– Dime algo más.
– No hay nada mas.
– Entonces, dímelo todo de nuevo.
– No serviría -dijo Harry-. ¿Piensas que os iréis pronto?
– Barnes dijo que no nos iríamos hasta dentro de varios días.
– Creo que deberíais marcharos cuanto antes. Habla con los demás. Convéncelos de que tienen que irse.
– ¿Por qué, Harry?
– No puede ser… No lo sé.
Harry se frotó los ojos y se recostó sobre la litera.
– Tendrás que disculparme -dijo-; pero estoy muy cansado. Quizá podamos continuar con esto en alguna otra ocasión. Habla con los demás, Norman. Haz que se vayan. Es… peligroso permanecer aquí.
Se acostó del todo y cerró los ojos.
– Está durmiendo -informó Norman a los demás-. Se encuentra en estado de shock emocional. Se muestra confuso, pero, en apariencia, no hay daños.
– ¿Qué te dijo con respecto a lo que pasó allí adentro? -preguntó Ted.
– Se halla muy alterado -repuso Norman-, pero se esta recuperando. Cuando lo hallé, en el primer momento, ni siquiera recordaba su nombre. Ahora, sí. También recuerda mi nombre, y dónde está. Sabe que entró en la esfera, y creo que también se acuerda de lo que sucedió dentro de ella… aunque no lo dice.
– Grandioso -comentó Ted.
– Mencionó el mar, y la espuma, pero no dejó claro lo que quería decir con eso.
– Miren afuera -dijo Tina, señalando las portillas.
Norman tuvo una visión inmediata de luces, de miles de luces que llenaron la negrura del océano, y su primera reacción fue la de un terror irracional: las luces de la esfera venían para atraparlos. Pero entonces se dio cuenta de que cada una de las luces tenía forma, y que se desplazaban agitándose con movimientos serpenteantes.
Los investigadores apretaron la cara contra las portillas, para mirar.
– Calamares -declaró Beth, por fin-. Calamares bioluminiscentes.
– Varios millones.
– Menos -dijo la zoóloga-. Calculo que hay medio millón como máximo rodeando todo el habitáculo.
– Hermoso.
– El tamaño del cardumen es asombroso -opinó Ted.
– Impresionante, pero nada fuera de lo común -dijo Beth-. La fecundidad del mar es muy grande, en comparación con la de tierra firme. El mar es el lugar en el que comenzó la vida, y en el que apareció por vez primera la intensa competencia entre los animales. Una de las respuestas a la competencia es producir ingentes cantidades de crías. Muchos animales marinos lo hacen. Tenemos tendencia a creer que los animales salieron de la tierra para dar un paso hacia adelante en la evolución de la vida. Pero la verdad es que los primeros seres fueron arrojados fuera del océano, estaban simplemente tratando de alejarse de la competencia. Pueden ustedes imaginar que cuando los primeros peces-anfibios treparon por la playa, asomaron la cabeza para mirar la tierra y vieron esta vasta extensión seca, sin competencia en absoluto, tuvo que parecerles la Tierra Prometida… -Beth se interrumpió de repente y se volvió hacia Barnes-. ¡Pronto! ¿Dónde guardan las redes para especímenes?
– No quiero que vaya afuera.
– Tengo que hacerlo -respondió Beth-. Estos calamares tienen seis tentáculos.
– ¿Y qué hay con eso?
– No se conoce ninguna especie de calamar que tenga seis tentáculos; se trata de una especie no catalogada. Tengo que ir a recoger muestras.
Barnes le indicó dónde estaban el vestuario y los equipos, y Beth salió. Norman miró con renovado interés el cardumen de calamares.
Los animales tenían cerca de treinta centímetros de largo y parecían transparentes.
Los grandes ojos se destacaban con claridad en el cuerpo, que refulgía con un tono azul pálido.
Al cabo de pocos minutos, Beth apareció en el exterior; estaba en medio del cardumen y movía su red de un lado a otro para atrapar algunos ejemplares. Furiosos, varios calamares descargaron chorros de tinta.
– Son encantadores -dijo Ted-. ¿Saben? El desarrollo de la tinta del calamar es una muy interesante…
– ¿Qué les parecería que preparara calamares para la cena? -preguntó Rose Levy.
– Diablos, no -respondió Barnes-. Si es una especie no estudiada no la vamos a comer. Lo que menos falta hace es que todos enfermen debido a una intoxicación por la comida.
– Muy sensato -reconoció Ted-. Nunca me gustó el calamar, de todos modos. Tiene un interesante mecanismo de propulsión pero su textura es gomosa.
En ese instante se produjo un zumbido y uno de los monitores se encendió solo. Mientras los investigadores miraban, la pantalla se llenó rápidamente de números:
0003212525263203262930132104261037183016061
808213229033005182204261013083016213716040
83016211822033013130432000321252526320326
293013210426103718301606180821322903300518
220426101308301623711604083016211822033013
1304320003212525263203262932104261037183016
0618082132290330051822042610130830162137
16040830162118220330131304320003212525263
203262930132104261037183016061808213229033
005182204261013083016213716040830162118220
3301313043200032125252632032629301321042610
3718301606180821322903300518220426101308
301621371604083162118220330131304320003212
525263203262930132104261037183016061808213
229033005182204261013083016213716040830162
– ¿De dónde viene eso? -preguntó Ted-. ¿De la superficie?
Barnes negó con la cabeza.
– Hemos cortado el contacto directo con la superficie.
– ¿Entonces lo están transmitiendo bajo el agua, de alguna manera?
– No -repuso Tina-. Es demasiado rápido para ser una transmisión subacuática.
– ¿Hay otra consola en el habitáculo? ¿No? ¿Puede ser del DH-7?
– El DH-7 está vacío ahora. Los buzos se fueron.
– En tal caso, ¿de dónde viene eso?
– A mí me parece aleatorio -dijo Barnes.
Tina asintió con la cabeza:
– Puede ser una descarga procedente de una memoria intermedia temporal que estuviera en alguna parte del sistema cuando nos pasamos a alimentación interna producida por los diesel…
– Es probable que sea eso -admitió Barnes-. Una descarga de una memoria intermedia, cuando se hizo el cambio de fuente de alimentación.
– Creo que debería conservarse -sugirió Ted, sin dejar de contemplar la pantalla-, por si acaso resulta ser un mensaje.
– ¿Un mensaje de dónde?
– De la esfera.
– ¡Diablos! -exclamó Barnes-. No puede ser un mensaje.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque no hay modo de que se pueda transmitir un mensaje: no estamos conectados con nada. Y, por supuesto, tampoco con la esfera. Tiene que ser un volcado de memoria, cuyo origen está en algún lugar de nuestro propio sistema de procesamiento electrónico de datos.
– ¿Cuánta memoria tenemos?
– Una buena cantidad. Diez gigas [ [16]], más o menos.
– Puede ser que el helio esté afectando los microprocesadores -conjeturó Tina-. Quizá sea un efecto de la saturación.
– Así y todo, sigo creyendo que se debería conservar -insistió Ted.
Norman no había dejado de observar la pantalla, y aunque él no era matemático, había visto muchísimas estadísticas en su vida, al buscar patrones en los datos. Eso era algo para lo cual el cerebro humano tenía capacidad natural: el hallazgo de patrones en el material visual. Norman no lo podía reconocer con absoluta certeza, pero tenía la sensación de que en este conjunto de números había un patrón.
– Tengo la sensación de que estos números no están puestos al azar -dijo.
– Entonces, conservémoslos -decidió Barnes.
Tina se adelantó hacia la consola, pero cuando sus manos tocaron las teclas, la pantalla quedó en blanco.
– Eso fue todo en cuanto a los números -dijo Barnes-. Se fueron. ¡Qué lástima que no tuviéramos a Harry para que los mirara con nosotros!
– Sí -reconoció Ted, con tono lúgubre-. ¡Qué lástima!
– Échale un vistazo a este calamar-pidió Beth-. Aún vive.
Norman y Beth estaban en el pequeño laboratorio biológico situado cerca de la parte superior del Cilindro D. Desde su llegada ninguno de los miembros del equipo había estado en ese laboratorio porque nadie encontró ningún organismo vivo. Ahora, con las luces apagadas, el psicólogo y la bióloga observaban cómo el calamar se desplazaba dentro de un recipiente de vidrio.
El espécimen tenía aspecto delicado. El fulgor azul se concentraba en franjas situadas a lo largo del dorso y de los costados.
– Sí -dijo Beth-, las estructuras bioluminiscentes parecen estar localizadas en la zona dorsal. Son bacterias, claro.
– ¿Qué son bacterias?
– Las zonas bioluminiscentes. Los calamares no pueden producir luz por sí mismos. Los seres que la generan son bacterias. Así que los animales bioluminiscentes que hay en el mar incorporaron estas bacterias a su cuerpo. Lo que estás viendo son bacterias que refulgen a través de la piel.
– ¿Así que es como una infección?
– Sí, en cierto sentido.
Los grandes ojos del calamar miraban con fijeza, y sus tentáculos se movían.
– Y puedes ver todos los órganos internos -indicó Beth-. El cerebro está oculto detrás del ojo. Esa bolsa es la glándula digestiva; por detrás de ella está el estómago, y debajo de éste, el corazón. ¿Lo ves latir? Ese órgano grande que se encuentra delante es la gónada [ [17]] y, bajando desde el estómago, hay una especie de embudo desde el cual el calamar despide la tinta y se propulsa a sí mismo.
– ¿De verdad es una nueva especie? -preguntó Norman.
Beth suspiró y dijo:
– No lo sé. En el aspecto interno es típico, pero el hecho de que tenga menos tentáculos lo acreditarían como una especie nueva, sí.
– ¿Le vas a llamar Calamarus bethus?
– Architeuthis bethis -rectificó Beth sonriendo-. Suena como si fuera un problema dental. Architeuthis bethis significa que se necesita un tratamiento de conducto.
– ¿Qué le parece, doctora Halpern? -inquirió Rose Levy, metiendo la cabeza entre los dos investigadores-. Tengo algunos buenos tomates y pimientos y sería una pena desperdiciarlos. ¿Realmente son venenosos los calamares?
– Lo dudo. Nunca se ha sabido que los calamares lo sean. Adelante -le dijo a Rose-, creo que comerlos es una buena idea.
Cuando Rose se hubo ido, Norman dijo:
– Creí que habías dejado de comer estas cosas.
– Nada más que pulpos -precisó Beth-. El pulpo es bello e inteligente. Los calamares, en cambio, son bastante… antipáticos.
– Antipáticos…
– Bueno, se comen unos a otros y son un tanto asquerosos… -Beth alzó una ceja-. ¿Otra vez me estás psicoanalizando?
– No. Es nada más que curiosidad.
– Como zoóloga se da por hecho que debo ser objetiva -explicó Beth-, pero tengo sentimientos respecto a los animales, como le ocurre a cualquier persona; siento un cálido afecto por los pulpos. Son inteligentes, ¿sabes? Una vez tuve uno en un tanque de investigación. Aprendió a matar cucarachas y a emplearlas como cebo para atrapar cangrejos. El cangrejo, curioso, se acercaba a la cucaracha muerta, y entonces el pulpo salía de su escondrijo y se abalanzaba sobre él.
»Es un ser muy inteligente, pero la principal limitación de su conducta es su período de vida; vive nada más que tres años; y no es tiempo suficiente como para desarrollar algo tan complicado como una cultura o una civilización. A lo mejor, si los pulpos vivieran tanto como nosotros habrían conquistado el mundo hace ya mucho tiempo. Pero los calamares son diferentes. No albergo ningún sentimiento hacia ellos, con la salvedad de que me gusta comérmelos.
– Bueno -dijo Norman sonriendo-, por lo menos has encontrado al fin alguna forma de vida aquí abajo.
– Es extraño, ¿sabes? -comentó Beth-. ¿Recuerdas qué estéril se veía todo ahí afuera? No había nada sobre el fondo del mar…
– Claro que sí. Muy llamativo.
– Pues cuando fui a pescar estos calamares di la vuelta por el costado del habitáculo y vi que sobre el fondo hay toda clase de gorgonias de bellos colores: azules, púrpura y amarillas. Algunas son bastante grandes.
– ¿Crees que aparecieron de pronto?
– No. Tienen que haber estado siempre en ese lugar, pero nunca fuimos para allá. Tendré que investigarlo más tarde. Me gustaría saber por qué están localizadas en ese sitio en particular, al lado del habitáculo.
Norman fue hasta la portilla; había encendido las luces exteriores del habitáculo y la iluminación le permitió ver, en el fondo del mar, muchas gorgonias grandes, de color púrpura, rosa y azul que oscilaban suavemente por la acción de la corriente del mar. Estos pólipos se extendían más allá de la zona exterior iluminada y se adentraban en la oscuridad.
– En cierto sentido -continuó Beth- es tranquilizador que estemos tan en lo profundo, porque la mayor parte de la vida oceánica se encuentra en los primeros treinta metros de agua; pero aun así, este habitáculo está situado en el ambiente marino más variado y abundante del mundo.
Los científicos que habían hecho el recuento de especies dejaron establecido que el sur del Pacífico tenía más especies de coral y esponjas que cualquier otro mar de la Tierra.
– Por eso estoy contenta de que finalmente hayamos encontrado vida -manifestó Beth, y mirando hacia las estanterías llenas de sustancias químicas y reactivos, agregó-: Y estoy contenta, sobre todo, de poder ponerme a trabajar en algo.
Harry se hallaba en el comedor comiendo huevos revueltos con tocino. Los demás investigadores no dejaban de observarlo, aliviados al ver que el matemático se encontraba bien. Le contaron las novedades; Harry los escuchaba con interés, hasta que mencionaron que se había acercado un gran cardumen de calamares.
– ¿Calamares?
Alzó la vista bruscamente y casi dejó caer el tenedor.
– Sí, montones -corroboró Rose Levy-. Estoy cocinando unos cuantos para la cena.
– ¿Todavía están ahí? -preguntó Harry.
– No, ya se han ido.
El matemático se relajó y aflojó los hombros.
– ¿Pasa algo, Harry? -preguntó Norman.
– Odio los calamares -respondió-. No los puedo tolerar.
– Para mí su gusto es insípido dijo Ted.
– Terrible -declaró Harry, asintiendo con la cabeza. Reanudó su comida y la tensión pasó.
Entonces Tina gritó desde el Cilindro D,
– ¡Los tengo otra vez! ¡Estoy recibiendo los números de nuevo!
00032125252632 032629 301321 04261037 18 3016 06180 82132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 083016 21 1822 033013130432 00032125252632 032629 301321 O 4261037 18 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 08 30162137 1604 08301621 1822 033013130432 000321252 52632 032629 301321 04261037 18 3016 0618082132 290 33005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 03 3013130432 00032125252632 032629 301321 04261037 1 8 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 033013130432 00032125252632 032 629 301321 04261037 18 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 033013130432 0003212525252632 032629 301321 04261037 18 3016 06 18082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 083 01621 1822 033013130432 0003212525632 032629 301321
– ¿Esto es lo que se recibió antes? -preguntó Harry.
– Así parece, salvo que el espacio entre números es diferente.
– Eso se debe a que esto, sin lugar a dudas, no es algo que salga al azar -explicó Harry-. Es una sola secuencia, repetida una y otra vez.
00032125252632 032629 301321 04261037 18 3016 06180 82132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 083016 21 1822 033013130432 00032125252632 032629 301321 O 4261037 18 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 08 30162137 1604 08301621 1822 033013130432 000321252 52632 032629 301321 04261037 18 3016 0618082132 290 33005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 03 3013130432 00032125252632 032629 301321 04261037 1 8 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 033013130432 00032125252632 032 629 301321 04261037 18 3016 0618082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 033013130432 0003212525252632 032629 301321 04261037 18 3016 06 18082132 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 083 01621 1822 033013130432 0003212525632 032629 301321
– El doctor Adams tiene razón -reconoció Tina.
– Fantástico -se admiró Barnes-. Es increíble que usted lo haya visto a la primera ojeada.
Impaciente, Ted tamborileó sobre la consola con los dedos.
– Elemental, estimado Barnes -dijo Harry-. Esa parte es fácil. Lo difícil es saber qué quiere decir.
– Seguramente es un mensaje -opinó Ted.
– Parece posible que lo sea -admitió Harry-, pero también podría ser alguna especie de descarga de información generada desde dentro del ordenador, o el resultado de un error de programación, o un fallo de funcionamiento del equipo debido a un problema con el voltaje. Podríamos pasarnos horas traduciéndolo nada más que para descubrir que dice «Copyright Acme Computer Systems, Silicon Valley», o algo parecido.
– Bueno… -dijo Ted.
– Lo más probable es que esta serie de números se origine en el interior del ordenador en sí -advirtió Harry-; pero permítanme realizar el intento.
Tina hizo que el equipo imprimiera lo que se veía en la pantalla del monitor, y le entregó la copia a Harry.
– También a mí me gustaría probar -se apresuró a decir Ted.
– Por supuesto, doctor Fielding -respondió Tina, e imprimió una segunda hoja.
– Si es un mensaje -dijo Harry- hay muchas posibilidades de que se trate de un sencillo código de sustitución, como el código ASCII [ [18]]. Significaría una gran ayuda poder ejecutar un programa descifrador en el ordenador. ¿Alguien puede programar este ordenador?
Todos negaron con la cabeza.
– ¿Usted tampoco puede hacerlo? -preguntó Barnes.
– No. Y supongo que no hay forma de transmitirle esto a la superficie. A las computadoras descifradoras de códigos que tiene la NASA en Washington les bastarían unos quince segundos para hacerlo.
Barnes movió la cabeza:
– No hay contacto. Yo ni siquiera pondría un cable de radio unido a un globo, pues el último informe meteorológico dice que en superficie hay olas de doce metros que arrancarían el cable de inmediato.
– ¿De modo que estamos aislados?
– Así es. Estamos aislados.
– Creo que hay que volver al viejo método del lápiz y el papel. Siempre lo digo: las herramientas tradicionales son las mejores…, en especial cuando no hay otra cosa -declaró Harry, y salió de la habitación.
– Yo diría que de muy buen humor -agregó Norman.
– Quizá un poquito demasiado bueno -observó Ted-. ¿Tal vez un poco maníaco?
– No -dijo Norman-. Es nada más que buen humor.
– Creí que Harry estaba algo eufórico -dijo Ted.
– Dejemos que permanezca así -bufó Barnes-, si eso le ayuda a descifrar este código.
– Yo voy a intentarlo también -le recordó Ted.
– De acuerdo -aceptó Barnes-. Inténtelo usted también.
– Te digo que esta confianza que han puesto en Harry es una equivocación. -Ted caminaba de un extremo al otro de la estancia y miraba a Norman de soslayo-. Harry es un maníaco y está descuidando cosas. Cosas obvias.
– ¿Cuáles, por ejemplo?
– Pues el hecho de que no hay posibilidad alguna de que los números impresos sean únicamente una descarga de memoria del ordenador.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por el procesador -respondió Ted Fielding-. El procesador es un chip [ [19]] 68090, lo que significa que cualquier vuelco de memoria estaría en hexa.
– ¿Qué significa hexa? -preguntó Norman.
– Existen muchas maneras para representar los números -dijo Ted-. El microprocesador 68090 utiliza la representación de base dieciséis, llamada «hexadecimal». La hexa es completamente diferente de la representación decimal común y corriente. Tiene un aspecto distinto.
– Pero el mensaje usaba número desde cero hasta nueve -dijo Norman.
– Eso es exactamente lo que estoy diciendo, y demuestra que no provino del ordenador. Tengo la absoluta convicción de que es un mensaje de la esfera. Más aún: aunque Harry piensa que es un código de sustitución, yo opino que es una representación visual directa.
– ¿Quieres decir una imagen?
– Sí -admitió Ted-. ¡Y creo que es la imagen de ese ser! -El astrofísico buscó entre varias hojas de papel-. Empecé con esto:
001110101110011100111010100000 111101011101
11110110110101 100110101010100101 100101111010000 11010010100010101100000 111011111110101 1001010110 1001101010101101
1000111101000010101100101 10000100 1000111101000010101 1001010110 111111011011101100100000
001110101110011100111010100000 111101011101 11110110110101 100110101010100101 10010 1111010000 11010010100010101100000 111011111110101 1001010110 1001101010101101
1000111101000010101100101 10000100 1000111101000010101 1001010110 111111011011101100100000 001110101110011100111010100000 111101011101
11110110110101 100110101010100101 10010
1111010000 11010010100010101100000 111011111110101 1001010110 1001101010101101 1000111101000010101100101 10000100
– Aquí he traducido el mensaje al sistema binario. Puedes percibir, en forma inmediata, el patrón visual, ¿no?
– En realidad, no -confesó Norman.
– Pues es bastante sugerente -dijo Ted-. Te diré algo: todos estos años pasados en el JPL mirando imágenes de los planetas hicieron que desarrollara un ojo clínico para estas cosas. Así que el paso siguiente que di fue regresar al mensaje originario y llenar los espacios. Y obtuve esto:
•00032125252632• •032629• •301321• •04261037- •18 •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0318082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301521• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321 • •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •03301313043 •00032125252632• •032629• •301321• •04261037• •18•
– Ajá… -dijo Norman.
– Estoy de acuerdo: no se parece a nada -reconoció Ted-. Pero variando el ancho de pantalla, se obtiene esto:
• •00032125252632• •032629• •301321 • •04261037• •18• •3016• •0618082132• •29033005•
• 1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621• •1822• •033013130432• •00032125252632• •032629• •301321 • •04261037•
• 18• •3016• •0618082132• •29033005• •1822• •04261013• •0830162137• •1604• •08301621•
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– ¿Y qué? -murmuró Norman.
– No me digas que no ves el patrón.
– No, no lo veo.
– Míralo con los ojos entrecerrados.
Norman miró entrecerrando los ojos.
– Lo siento.
– Pues resulta obvio que es una imagen del extra-terrestre -dijo Ted-. Mira: ese es el torso vertical, tres piernas, dos brazos. No hay cabeza, por lo que cabe suponer que la cabeza de ese ser está situada dentro del torso mismo. Estoy seguro de que ves eso, Norman.
– Ted.
– Esta vez Harry no entendió en absoluto el verdadero significado. ¡El mensaje no es una simple imagen: es un autorretrato!
– Ted…
El científico se relajó y suspiró:
– Me vas a decir que estoy esforzándome demasiado.
– No quisiera apagar tu entusiasmo… -se disculpó Norman.
– ¿Pero no lo ves al extra-terrestre?
– No, la verdad es que no.
– ¡Demonios! -Ted tiró los papeles a un lado-. Odio a ese hijo de puta. Es tan arrogante, me saca de tal modo de mis casillas… y encima de todo, ¡es joven!
– Tienes cuarenta años -le recordó Norman-. Yo no diría que eso es pertenecer a otra generación.
– Para la física, lo es -declaró Ted-. En ocasiones, los biólogos pueden hacer investigaciones importantes a edad avanzada. Darwin tenía cincuenta años cuando publicó El origen de las especies. Y los químicos, a veces, hacen buenos trabajos cuando ya no son jóvenes. Pero en física, si no lograste algo a los treinta y cinco, es muy probable que nunca lo logres.
– Pero tú eres una personalidad respetada en tu campo.
Ted negó con la cabeza.
– Nunca he llevado a cabo un trabajo fundamental. Analicé datos, llegué a algunas conclusiones interesantes, pero nunca nada fundamental. Esta expedición es mi oportunidad de hacer algo importante…, de conseguir que… mi nombre figure en los libros.
Ahora Norman tenía una impresión diferente del entusiasmo y de la energía de Ted, de ese modo de ser implacablemente juvenil. Ted no presentaba retraso emocional: estaba sometido a una pulsión. Y se aferraba a su juventud porque experimentaba la sensación de que el tiempo se le estaba escapando y él todavía no había logrado nada. La situación no era odiosa. Era triste.
– Bueno -le animó Norman-, la expedición no ha terminado aún.
– No -reconoció Ted, con el rostro iluminado de repente-. Tienes razón. Tienes toda la razón. Hay más experiencias maravillosas aguardándonos. Estoy seguro de que las hay. Y llegarán. ¿No es cierto?
– Sí, Ted -vaticinó Norman-. Llegarán.
– ¡Maldita sea, nada funciona! -Con un ademán, Beth abarcó la mesa de su laboratorio-. ¡Ni uno solo de los productos químicos o de los reactivos que hay aquí vale un comino!
– ¿Qué intentó hacer? -preguntó Barnes con calma.
– Zenker-Formol, H y E, y los demás colorantes. Extracciones proteolíticas, descomposiciones enzimáticas. Lo que se le ocurra. No hay ninguna cosa que sirva. ¿Sabe lo que creo? Que quienquiera que haya abastecido este laboratorio lo llenó de productos caducados.
– No -dijo Barnes-. Es la atmósfera.
Y le explicó que el ambiente en el que se hallaban contenía nada más que un dos por ciento de oxígeno y un uno por ciento de bióxido de carbono, pero nada de nitrógeno.
– Las reacciones químicas son impredecibles -manifestó-. Alguna vez le tendría que echar un vistazo al recetario de Rose Levy. Nunca en su vida habrá visto usted algo así. Cuando ella termina de prepararla, la comida tiene un aspecto normal, pero créame que en modo alguno la prepara de manera normal.
– ¿Y el laboratorio?
– El laboratorio fue abastecido sin que se conociera la profundidad a la que íbamos a permanecer. Si nos encontrásemos más cerca de la superficie estaríamos respirando aire comprimido, y todas las reacciones químicas que usted intenta hacer se producirían… solo que de un modo muy rápido. Pero con el helio las reacciones son impredecibles. Y si no se producen, bueno…
Barnes se encogió de hombros.
– ¿Qué esperan que yo haga? -preguntó Beth.
– Lo mejor que pueda -contestó Barnes-. Lo mismo que todos nosotros.
– Pues lo único que puedo hacer son análisis anatómicos gruesos. Todo esto es inútil.
– Entonces haga la anatomía gruesa.
– Si al menos tuviera más capacidad en el laboratorio…
– Hay lo que hay -dijo Barnes-. Acéptelo, y siga adelante.
Ted entró en la estancia.
– Será mejor que echen un vistazo afuera -dijo, señalando las portillas-. Tenemos más visitantes.
Los calamares se habían ido. Por un momento, Norman no vio nada, salvo el agua y el sedimento blanco en suspensión, que era visible por acción de las luces.
– Miren hacia abajo. Hacia el lecho oceánico.
El fondo estaba vivo. Literalmente vivo: reptaba, serpenteaba y palpitaba, hasta donde las luces permitían ver.
– ¿Qué es eso?
– Son camarones. Un enorme cardumen de camarones -dijo Beth, y salió corriendo a buscar su red.
– Ahora sí, eso es lo que tendríamos que estar comiendo -comentó Ted-. Me encantan los camarones. Y éstos parecen tener el tamaño perfecto: un poco más pequeños que los langostinos. Tienen que estar deliciosos. Recuerdo que una vez, en Portugal, mi segunda esposa y yo comimos los langostinos más fabulosos…
Norman se sentía un poco inquieto:
– ¿Qué están haciendo aquí?
– No sé. ¿Qué suelen hacer los camarones? ¿Emigran?
– Y yo qué sé -replicó Barnes-. Siempre los compro congelados porque mi esposa odia pelarlos.
Norman seguía inquieto, aunque no sabía por qué. Ahora podía ver con toda claridad que el fondo del mar estaba cubierto de camarones. Pululaban por todas partes. ¿Por qué tenía que molestarle eso?
Norman se apartó de la portilla con la esperanza de que si miraba alguna otra cosa, la sensación de vaga desazón se le fuera. Pero no ocurrió así, sino que se le quedó, como un nudito tenso, en lo más profundo del estómago. Aquella sensación no le gustaba en absoluto.
– Harry…
– Ah, hola, Norman. Oí la agitación. Hay montones de camarones ahí afuera, ¿no?
Harry se sentó en su litera. Sobre las rodillas estaba el formulario de ordenador en el que aparecían los números; en las manos tenía un lápiz y un bloc de notas con las páginas cubiertas de cálculos, tachaduras, símbolos y flechas.
– Harry, ¿qué está sucediendo? -preguntó Norman.
– No tengo la más remota idea.
– Simplemente me preguntaba por qué, de repente, encontramos vida aquí abajo: calamares, camarones…, cuando antes no había nada. Nada en absoluto.
– Ah, eso. Creo que el motivo está bastante claro.
– ¿Sí?
– Por supuesto. ¿Qué hay de diferente entre entonces y ahora?
– Que estuviste dentro de la esfera.
– No, no. Quiero decir qué hay de diferente en el ambiente exterior.
Norman frunció el entrecejo, pues no llegaba a comprender a dónde quería ir a parar Harry.
– Bueno, pues mira fuera -le aconsejó el matemático-. ¿Qué podías ver antes que no puedes ver ahora?
– ¿La parrilla?
– Ajá. La parrilla y los buzos. Mucha actividad… y mucha electricidad. Creo que eso ahuyentó a la fauna natural de la zona. No olvides que estamos en el sur del Pacífico, de modo que este lugar tendría que hervir de vida.
– ¿Y ahora que los buzos se han ido, los animales regresan?
– Es lo que yo supongo.
– ¿Ésa es la única causa? -inquirió Norman, frunciendo el entrecejo.
– ¿Por qué me lo preguntas a mí? Pregúntaselo a Beth; ella te dará una respuesta definitiva. Pero yo sé que los animales son sensibles a toda clase de estímulos, incluso a los que nosotros no percibimos; así que no puedes pretender que, a través de cables submarinos, se hagan pasar Dios sabe cuántos millones de voltios para encender una rejilla de ochocientos metros, en un ambiente que nunca antes vio luz, y que eso no acarree alguna consecuencia.
En el razonamiento de Harry existía algo que produjo escozor en el fondo de la mente de Norman. Había algo que él ya sabía, en relación a todo este asunto; pero en ese momento no lograba comprender qué era.
– Harry…
– Sí, Norman. Te veo un poco preocupado… Por mi parte debo decirte que este código de sustitución es un verdadero problema, y no estoy seguro de poder descifrarlo. La dificultad consiste en que, si se trata de una sustittición de letras, se pueden necesitar dos dígitos para describir una sola letra, porque en el alfabeto hay veintiséis letras [ [20]], suponiendo que no se incluyan los signos de puntuación, que aquí tanto pueden haberlos incluido como haberlos dejado fuera. Por eso, cuando veo un dos al lado de un tres, no sé si se trata de la letra dos seguida de la letra, tres, o si es la letra veintitrés. Trabajar con las permutaciones me está llevando mucho tiempo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Harry…
– Sí, Norman…
– ¿Qué pasó dentro de la esfera?
– ¿Es eso lo que te tiene preocupado?
– ¿Qué te hace pensar que yo esté preocupado por algo?
– Tu cara -declaró Harry-, eso es lo que me hace pensar que estás preocupado.
– Quizá lo esté -admitió Norman-. Pero respecto a la esfera…
– ¿Sabes? Estuve pensando mucho en esa esfera.
– ¿Y qué?
– Es de lo más asombroso; pero la verdad es que no recuerdo qué ocurrió.
– Harry…
– Me siento bien, me siento cada vez mejor, lo juro por Dios. Recuperé las energías y ya no me duele la cabeza. Al principio recordaba todo lo concerniente a esa esfera y lo que había dentro de ella. Pero cada minuto que pasa, ese recuerdo parece desvanecerse. Igual que se desvanece un sueño… Lo recuerdas cuando te despiertas, pero una hora después ha desaparecido.
– Harry…
– Recuerdo que era maravilloso y bello. Me acuerdo de unas luces que remolineaban… Pero eso es todo.
– ¿Cómo conseguiste que la puerta se abriese?
– Oh, eso lo tuve muy claro todo el tiempo. Recuerdo que lo había resuelto, que sabía qué hacer con exactitud.
– ¿Qué hiciste?
– Estoy seguro de que me va a volver a la memoria.
– ¿No recuerdas cómo abriste la puerta?
– No. Solamente recuerdo esa súbita percepción, esa certeza respecto de cómo se hacía. Pero no puedo recordar los detalles. ¿Por qué, hay alguien más que es indudable que desea entrar? Ted, probablemente.
– Estoy seguro de que a Ted le gustaría entrar…
– No creo que sea una buena idea. Con franqueza, no creo que Ted deba entrar. Piensa cuánto aburrirá con sus discursos, después de que salga. «Visité una esfera extra-terrestre», por Ted Fielding. Sería una narración inacabable.
Y lanzó una risita aguda y nerviosa.
«Ted tiene razón -pensó Norman-. Harry es, indudablemente, un maníaco.» En él se observaba un talante vivo, excesivamente jovial; su característico sarcasmo había desaparecido y había sido reemplazado por un modo de ser muy vivaz, abierto, alegre. Y una especie de risueña indiferencia ante todo, un desequilibrio en su modo de considerar la importancia de las cosas: había dicho que no podía descifrar el código, había dicho que no podía recordar qué había ocurrido dentro de la esfera, ni cómo la había abierto… y no parecía creer que eso tuviera importancia.
– Harry, no bien saliste de la esfera parecías estar preocupado.
– ¿De veras? Tenía un feroz dolor de cabeza, eso sí lo recuerdo.
– Repetías que debíamos ir a la superficie.
– ¿Eso decía?
– Sí. ¿Por qué lo decías?
– Sólo Dios lo sabe. Estaba muy confundido.
– También dijiste que era peligroso que nosotros permaneciéramos aquí.
Harry sonrió:
– Norman, no Puedes tomar eso demasiado en serio: yo no sabía si iba o si venia.
– Harry, necesitamos que recuerdes esas cosas. Si te empiezan a volver a la memoria, ¿me lo dirás?
– Pues claro, Norman. Sin dudarlo. Puedes contar conmigo. Te lo diré de inmediato.
– No -dijo Beth-. Nada de eso tiene lógica. En primer lugar, los peces pasan por alto las zonas en las que nunca habían encontrado seres humanos, a menos que éstos los capturen o los pesquen, y los buzos no lo hicieron. En segundo lugar, si los buzos agitaron el fondo, eso, en realidad, habrá soltado sustancias alimenticias, lo que haría que acudiesen más animales. Tercero, a muchas especies las atraen las corrientes eléctricas, por lo que, en todo caso, tanto los camarones como otros animales tendrían que haber sido atraídos antes por la electricidad, y no ahora, cuando la energía está cortada.
La zoóloga estaba examinando los camarones bajo el microscopio.
– ¿Cómo está?
– ¿Harry?
– Sí.
– No lo sé.
– ¿Se encuentra bien?
– No sé. Creo que sí.
Sin dejar de mirar por el ocular del microscopio, Beth preguntó:
– ¿Te dijo algo respecto de lo que pasó dentro de la esfera?
– Todavía no.
Beth ajustó el microscopio y meneó la cabeza con fastidio.
– ¡Que me parta un rayo!
– ¿Qué pasa? -preguntó Norman.
– Placas dorsales extranumerarias.
– ¿Y eso qué significa?
– Que es otra especie nueva.
– ¿Camaronis bethus? Estás haciendo una gran cantidad de descubrimientos, y con mucha facilidad, Beth.
– Ajá… Asimismo revisé las gorgonias porque parecían tener un patrón no común de crecimiento radial, y también son una nueva especie.
– Eso es grandioso, Beth.
La mujer se volvió y lo miró.
– No, no es grandioso, Norman. Es terrorífico. -Encendió una lámpara de mucha intensidad y, con un bisturí, abrió en canal uno de los camarones-. Es lo que había pensado.
– ¿Qué pasa?
– Norman, durante varios días no vimos vida aquí abajo y, de repente, encontramos tres especies nuevas. Eso no es normal.
– No sabemos qué es lo normal a trescientos metros de profundidad.
– Yo te aseguro que no es normal.
– Pero, Beth, tú misma dijiste que, simplemente, no habíamos advertido antes las gorgonias. Y en cuanto a los calamares y los camarones, ¿no podría ser que estén emigrando, que se hallen de paso por esta región, o algo por el estilo? Barnes dijo que nunca antes habían preparado científicos para que vivieran a tanta profundidad en un sitio determinado del lecho oceánico. A lo mejor estas migraciones son normales, y lo que ocurre es que nosotros ignoramos que se producen.
– No lo creo -insistió Beth-. Cuando salí para capturar estos camarones tuve la sensación de que su comportamiento no era típico. En primer lugar, estaban demasiado juntos; en el fondo del mar los camarones conservan entre sí una distancia característica de alrededor de un metro veinte. Éstos se hallaban aglomerados. Además, se desplazaban como si se estuviesen alimentando, pero aquí abajo no hay nada que se pueda comer.
– Nada que conozcamos nosotros.
– Pues bien, estos camarones no pueden haber estado alimentándose. -Beth señaló el animal abierto que estaba sobre la mesa del laboratorio-. No tienen estómago.
– ¿Estás bromeando?
– Mira tú mismo.
Norman miró, pero ese camarón diseccionado no significaba mucho para él; era apenas una masa de carne rosada. El corte que Beth le había hecho lo había abierto en diagonal; no era una incisión realizada con limpieza; los bordes aparecían desiguales. «Beth está cansada -pensó Norman-, no trabaja con eficacia. Necesitamos dormir. Necesitamos salir de aquí.»
– El aspecto exterior es perfecto, salvo por un apéndice caudal de más -continuó Beth-. Pero, en la estructura interna, todo está revuelto. Es absolutamente imposible que estos animales puedan vivir. No hay estómago; no hay aparato reproductor. Este animal es como una mala imitación de un camarón.
– Sin embargo, viven -observó Norman.
– Sí, viven. -Beth no parecía contenta por ese hecho. Y la estructura interna de los calamares parecía normal… Pero, en realidad, no lo era. Cuando diseccioné uno de ellos descubrí que carecía de varias estructuras importantes. Existe un plexo nervioso, llamado «ganglio estrellado», que faltaba en éste.
– Bueno…
– Y no había branquias, Norman. Los calamares poseen una larga estructura branquial para efectuar el intercambio de gases. Este calamar no la tenía… No tenía manera de respirar, Norman.
– Tuvo que disponer de algún medio para respirar.
– Te digo que no. Aquí abajo estamos viendo animales de existencia imposible. De repente aparecen animales que no pueden existir.
Beth se apartó de la lámpara y Norman vio que estaba a punto de llorar; las manos le temblaban y de pronto las dejó caer sobre el regazo.
– Estás muy preocupada -dijo Norman.
– ¿Tú no? -Beth escrutó el rostro del psicólogo-. Norman, todo esto comenzó cuando Harry salió de la esfera. ¿No es así?
– Me parece que sí.
– Harry salió de la esfera y ahora tenemos formas increíbles de vida marina. Esto no me gusta. Ojalá pudiéramos largarnos de aquí. En verdad que lo deseo. -El labio inferior le temblaba.
Norman la abrazó con fuerza y le dijo en tono dulce:
– No podemos salir de aquí.
– Lo sé -dijo Beth, y a su vez se abrazó fuerte a Norman y empezó a llorar, con el rostro apretado contra el hombro del psicólogo.
– Todo está bien…
– Odio ponerme así -dijo Beth-. Odio esta sensación.
– Lo sé…
– Y odio este lugar. Y todo lo que le concierne. Odio a Barnes, odio las peroratas de Ted y los estúpidos postres de Rose. Ojalá yo no estuviera aquí.
– Lo sé…
Durante unos instantes dio unos ruidosos sorbetones; después empujó a Norman con sus fuertes brazos y lo alejó. Se dio la vuelta y se secó los ojos.
– Ya estoy bien -dijo-. Gracias.
– Claro -repuso él.
Beth permaneció mirando hacia el otro lado, de espaldas a Norman.
– ¿Dónde están los malditos pañuelos de papel? -Halló uno y se sonó la nariz-. No les vayas a contar nada a los demás…
– Por supuesto que no.
Sonó un timbre y el sonido sobresaltó a Beth.
– ¡Jesús! ¿Qué es eso?
– Creo que se trata de la cena -dijo Norman.
– No sé cómo pueden comer esas cosas -comentó Harry señalando los calamares.
– Son deliciosos -declaró Norman-. Calamares a la plancha.
No bien se hubo sentado a la mesa, Norman se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Y comer lo hacía sentirse mejor, pues el hecho de sentarse ante una mesa, con un cuchillo y un tenedor en las manos, le daba una reconfortante sensación de normalidad, hasta el punto de que casi le resultaba posible olvidar dónde se hallaba.
– En especial, me gustan fritos -dijo Tina.
– Calamari fritos -dijo Barnes-. Maravillosos. Son mis favoritos.
– A mí también me gustan fritos -corroboró Jane Edmunds, la cual estaba sentada muy tiesa y tomaba su comida con movimientos precisos.
Norman observó que, entre bocado y bocado, la mujer apoyaba el tenedor en la mesa.
– ¿Por qué no han frito los calamares? -preguntó Norman.
– Aquí abajo no se pueden hacer frituras en sartén o freidora -explicó Barnes- porque el aceite caliente forma una suspensión y se pega a los filtros de aire. Pero la comida a la plancha sale muy bien.
– Bueno, no sé cómo están los calamares, pero los camarones me parecen riquísimos -dijo Ted-. ¿No es así? -le preguntó a Harry, que también estaba comiendo camarones.
– Los camarones están excepcionales -respondió-. Deliciosos.
– ¿Saben cómo me siento? -preguntó Ted-. Como el Capitán Nemo. ¿Recuerdan que vivía bajo las aguas de la generosidad del mar?
– Veinte mil leguas de viaje submarino -precisó Barnes.
– James Mason -recordó Ted-. ¿Recuerdas cómo tocaba el órgano? Du-du-du, da da dadaaaaa… Era la Tocata y fuga en re menor, de Bach.
– Y Kirk Douglas.
– Kirk Douglas estaba magnífico.
– ¿Se acuerdan de cuando luchó con el calamar gigante?
– Eso fue grandioso.
– Kirk Douglas tenía un hacha, ¿recuerdan?
– Sí, y le cortó uno de los tentáculos al calamar.
– Esa película me produjo un miedo tremendo -dijo Harry-. La vi cuando era chico y me asusté muchísimo.
– A mí no me dio miedo -declaró Ted.
– Eras mayor -contestó Harry.
– No tan mayor.
– Sí, lo eras. Para un niño era terrorífica. Es probable que ésa sea la razón por la que ahora no me gustan los calamares.
– No te gustan los calamares -razonó Ted- porque son gomosos y repugnantes.
– Esa película hizo que yo quisiera alistarme en la Armada -rememoró Barnes.
– Me lo imagino -dijo Ted-. ¡Era tan romántica y emocionante! Se trataba de una visión real de las maravillas de la ciencia aplicada. ¿Quién hacía el papel del profesor?
– ¿El profesor?
– Sí. ¿No recuerdas que había un profesor?
– Recuerdo vagamente a un profesor. Un tipo viejo.
– Norman, ¿recuerdas quién era el profesor?
– No, no lo recuerdo.
– ¿Estás ahí sentadito y vigilándonos Norman? -preguntó Ted.
– ¿Qué quieres decir?
– Te pregunto si estás analizándonos para ver si nos estamos volviendo chiflados.
– Sí -dijo Norman sonriendo-. Eso estoy haciendo.
– ¿Qué tal nos portamos? -inquirió Ted.
– Yo diría que es muy significativo que un grupo de científicos no pueda recordar quién hizo el papel de profesor universitario en una película que a todos ellos les encantó.
– Bueno, Kirk Douglas era el héroe, ése es el porqué. El científico no era el héroe.
– ¿Franchot Tone? ¿Claude Rains? -preguntó Barnes.
– No, no lo creo. ¿Fritz… no sé qué?
– ¿Fritz Weaber?
Oyeron una crepitación y un siseo y después los sonidos de un órgano que tocaba la Tocata y fuga en re menor.
– Grandioso -comentó Ted-. No sabía que aquí abajo tuviésemos música.
Jane Edmunds regresó a la mesa y dijo:
– Hay una gran colección de cintas, Ted.
– No sé si esto es lo más adecuado para la cena -opinó Barnes.
– Me gusta -aprobó Ted-. Ahora sólo nos falta una ensalada de algas… ¿No era eso lo que servía el Capitán Nemo?
– ¿Quizá algo más ligero? -preguntó.
– ¿Más ligero que las algas marinas?
– Más ligero que Bach.
– ¿Cómo se llamaba el submarino? -preguntó Ted.
– Nautilus -apuntó Jane.
– Oh, cierto. Nautilus.
– Ése fue también el nombre del primer submarino atómico, que se botó en mil novecientos cincuenta y cuatro -dijo Jane, y brindó a Ted una amplia sonrisa.
– Cierto -reconoció éste-. Cierto.
«Ted encontró la horma de su zapato en cuanto a trivialidades irrelevantes», pensó Norman.
Jane fue hasta la portilla y exclamó:
– ¡Oh, más visitantes!
– ¿Y ahora qué son? -preguntó Harry, y se apresuró a alzar la vista.
«¿Asustado? -pensó Norman-. No, tan sólo vivaz, maníaco. Interesado.»
– Son hermosas -estaba diciendo Jane-. Se trata de alguna clase de medusas pequeñas. Están alrededor de todo el habitáculo. Deberíamos filmarlas. ¿Qué piensa, doctor Fielding? ¿Deberíamos salir a filmarlas?
– Pienso que, por ahora, solamente voy a comer -respondió Ted con tono algo severo.
Dio la impresión de que Jane Edmunds se sintió lastimada, como si le hubieran dado un golpe. «Tendré que vigilar esto», pensó Norman. Jane se volvió y salió del comedor. Los demás echaron un vistazo hacia la portilla, pero nadie abandonó la mesa.
– ¿Alguna vez han comido medusa? -preguntó Ted-. Me han dicho que es un bocado exquisito.
– Algunas son venenosas -observó Beth-. Tienen toxinas en los tentáculos.
– ¿Los chinos no comen medusas? -preguntó Harry.
– Sí -contestó Tina-. Y hacen también sopa. Mi abuela solía hacerla en Honolulú.
– ¿Usted es de Honolulú?
– Mozart estaría mejor para acompañar la cena -opinó Barnes-. O Beethoven. Algo con cuerda. Esta música de órgano es lúgubre.
– Dramática -agregó Ted, mientras tocaba teclas imaginarias en el aire, siguiendo el ritmo de la música y balanceando su cuerpo como hacía James Mason.
– Tenebrosa -prosiguió Barnes.
En ese momento se oyó la voz de Jane a través del intercomunicador.
– ¡Oh! Deberían ver esto. Es bellísimo.
– ¿Dónde está Jane Edmunds?
– Tiene que estar en el exterior -dijo Barnes, y fue hacia una de las portillas.
– Es como nieve rosada -comentó Jane.
Todos se pusieron de pie y se dirigieron a la portilla.
Jane Edmunds estaba fuera, con la cámara de vídeo. Apenas si podían verla entre la densa nube de medusas. Los celentéreos eran pequeños, del tamaño de un dedal, y de un delicado color de rosa refulgente. En verdad, era como una nevada.
Algunas medusas se acercaron mucho a la portilla, y todos pudieron verlas bien.
– No tienen tentáculos -observó Harry-. No son más que pequeñas bolsas pulsantes.
– Ése es el modo en que se mueven -corroboró Beth-. Las contracciones musculares despiden el agua.
– Como los calamares -dijo Ted.
– No tan desarrollados, pero sí en cuanto a la idea general.
– Son pegajosas -dijo Jane por el intercomunicador-. Se están adhiriendo a mi traje.
– Ese color sonrosado es fantástico -opinó Ted-. Se ve como la nieve durante la puesta del sol.
– Muy poético.
– Eso es lo que pensé.
– Y que lo digas.
– Se me están pegando a la máscara también -informó Jane-. Tengo que desprenderlas a tirones. Dejan una huella untuosa…
Se interrumpió de repente, pero seguían oyendo su respiración.
– ¿Alcanzan a verla? -preguntó Ted.
– No muy bien. Está allí, hacia la izquierda.
Por el intercomunicador, Jane dijo:
– Parecen estar calientes…, siento calor en los brazos y las piernas.
– Eso no me gusta -dijo Barnes, y se volvió hacia Tina-. Dígale que salga de ahí.
Tina corrió a la consola de comunicaciones.
Norman ya casi no veía a Jane. Apenas alcanzaba a divisar una forma oscura que agitaba los brazos…
Por el intercomunicador, Jane estaba diciendo:
– La untuosidad en la máscara… no se va… Parecen estar Corroyendo el plástico… y mis brazos… la tela está…
Se oyó la voz deTina:
– ¡Jane, Jane, sal de ahí!
– De inmediato -gritó Barnes-. ¡Dígale que de inmediato!
La respiración de Edmunds llegaba en forma de jadeos desiguales.
– Las marcas pegajosas… No puedo ver muy bien… Siento… dolor…, me arden los brazos…, me duele…, están carcomiendo a través…
– Jane, vuelve. Jane…, ¿me estás recibiendo? Jane…
– Se ha caído -dijo Harry-. Miren, se la puede ver allí caída…
– Tenemos que salvarla -exclamó Ted, y se puso en pie de un salto.
– Que nadie se mueva -ordenó Barnes.
– Pero ella está…
– Nadie más va allá afuera, ¿entendido?
La respiración de Jane era agitada… Tosía, jadeaba…
– No puedo…, no puedo… ¡Oh, Dios…!
Jane empezó a gritar.
Era un grito agudo y continuo, sólo interrumpido por los jadeos irregulares que hacía para tratar de respirar. Ya no podían verla a través del enjambre de medusas. Los investigadores se miraron entre sí y luego miraron a Barnes, cuyo rostro era una máscara rígida; escuchaba los alaridos de Jane con las mandíbulas apretadas.
Y entonces, de pronto, se hizo el silencio.
Una hora después, las medusas desaparecieron en forma tan misteriosa como habían llegado. Pudieron ver el cuerpo de Jane Edmunds; yacía en el fondo del mar, y la corriente lo mecía suavemente. En su traje se veían pequeños rasgones.
Observaron por las portillas cómo Barnes y la suboficial principal Alice Fletcher cruzaban el fondo bajo las fuertes luces; ambos llevaban tanques adicionales de aire. Cogieron el cuerpo de Jane Edmunds, cuya cabeza, encerrada en el casco, colgaba laxamente hacia atrás; la luz daba un tono mate a la máscara plástica.
Nadie hablaba. Norman percibió que hasta Harry había perdido su afectación maníaca: permanecía sentado, inmóvil, con la vista clavada en lo que ocurría fuera de la portilla.
En el exterior, Barnes y Alice Fletcher sostenían el cuerpo. Se produjo entonces una gran erupción de burbujas plateadas que ascendieron con rapidez hacia la superficie.
– ¿Qué están haciendo?
– Le están inflando el traje.
– ¿Para qué? ¿No la van a traer? -preguntó Ted.
– No pueden traerla -respondió Tina-. No se tomaron medidas para conservar restos mortales en el habitáculo.
– ¿Lo que quiere decir que no previeron que alguien muriera?
– Así es. No lo hicieron.
Ahora, de los agujeros del traje salían muchas delgadas columnas de burbujas que iban hacia la superficie. El traje de Jane Edmunds estaba hinchado, como abotagado. Bames lo soltó y se alejó flotando con lentitud, como si lo lanzaran hacia arriba las burbujas plateadas que fluían sin solución de continuidad.
– ¿Irá hasta la superficie?
– Sí, porque el gas se expande en forma continua, a medida que disminuye la presión exterior.
– ¿Y después, qué?
– Tiburones -dijo Beth-. Probablemente…
Al cabo de unos instantes el cuerpo desapareció en la oscuridad, más allá del alcance de las luces. Barnes y Alice Fletcher aún lo contemplaban, con sus cascos inclinados hacia arriba, en dirección a la superficie. Alice se persignó. Después, caminando trabajosamente, regresaron al habitáculo.
Desde alguna parte llegó el sonido de una campanilla. Tina entró en el Cilindro D. Instantes después, gritó:
– ¡Doctor Adams! ¡Más números!
Harry se incorporó y entró en el cilindro contiguo. Los demás lo siguieron. Ya nadie quería seguir mirando a través de la portilla.
Norman observó atento la pantalla. Estaba perplejo. Harry, en cambio, palmoteo encantado:
– Excelente -dijo-. Esto es útilísimo.
– ¿De veras?
– Por supuesto. Ahora tengo una posibilidad para pelear.
– ¿Quieres decir para descifrar el código?
– Sí, claro.
– ¿Porqué?
– ¿Recuerdas la secuencia numérica originaria? Ésta es la misma secuencia.
– ¿De veras?
– Claro -dijo Harry-. La diferencia es que está expresada en sistema binario.
– Binario -murmuró Ted, dándole un suave codazo a Norman-. ¿No te dije que el sistema binario era importante?
– Lo que es importante es que esto establece la separación de las letras individuales en la secuencia originaria -precisó Harry.
– He aquí una copia de la secuencia primitiva -dijo Tina, tendiéndole una hoja de papel.
00032125252632 032629 301321 04261037 18 3016 06180821 32 29033005 1822 04261013 0830162137 1604 08301621 1822 O 33013130432
– Bien -dijo Harry-. Ahora pueden ver mi problema inmediato. Miren la palabra cero-cero-cero-tres-dos-uno, y demás. La pregunta es ésta: ¿Cómo descompongo esa palabra en letras individuales? No lo podía resolver, pero ahora lo sé.
– ¿Cómo?
– Pues resulta evidente que la secuencia es tres, veintiuno, veinticinco, veinticinco…
Norman no entendía.
– Pero ¿cómo lo sabes?
– Mira -dijo Harry con impaciencia-, es muy sencillo, Norman. Es una espiral que se lee desde dentro hacia fuera. Simplemente nos está dando los números en…
Súbitamente, la pantalla volvió a cambiar.
– Ahí está. ¿Esto te resulta más claro?
Norman frunció el entrecejo.
– Mira, es exactamente lo mismo -explicó Harry-. ¿Ves? ¿Desde el centro hacia fuera: cero-cero-tres-veintiuno-veinticinco-veintiséis. Eso hizo una espiral que se desplaza hacia fuera, a partir del centro.
– ¿Eso?
– Quizá eso lamente lo que le ocurrió a Jane Edmunds -dijo Harry.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Norman, escrutando a Harry con curiosidad.
– Porque es obvio que eso se está esforzando mucho por comunicarse con nosotros -contestó Harry-. Está intentando cosas diferentes.
– ¿Quién es eso?
– Eso puede no ser un quién -advirtió el matemático.
La pantalla quedó en blanco y apareció otro patrón.
– Muy bien -aprobó Harry-. Esto es muy bueno.
– ¿De dónde viene esto?
– Evidentemente de la nave.
– Pero no estamos conectados con la nave. ¿Cómo se las arregla para encender nuestro ordenador e imprimir los mensajes?
– No lo sabemos.
– ¿Y no deberíamos saberlo? -preguntó Beth.
– No estamos obligados -dijo Ted.
– ¿Y no deberíamos intentar saberlo?
– Verán, si la tecnología es muy evolucionada, al observador ingenuo le da la impresión de ser magia. No hay duda al respecto. Tomemos, por ejemplo, un famoso científico de nuestro pasado: Aristóteles, Leonardo da Vinci, Isaac Newton incluso. Si les mostráramos un televisor en color Sony común y corriente, ese científico saldría corriendo, lanzando alaridos y gritando que es brujería. No lo entendería en absoluto.
– Pero el quid -apuntó Ted- es que tampoco se lo podríamos explicar. Al menos no podríamos hacerlo con facilidad. Isaac Newton no podría entender la televisión, si primero no estudiaba nuestra física durante un par de años. Tendría que aprender todos los conceptos subyacentes: electromagnetismo, ondas, física de las partículas. Todas estas ideas serían nuevas para él, un nuevo concepto de la naturaleza. Mientras, respecto a Newton, el televisor sería algo mágico, para nosotros es algo de todos los días. Es la televisión.
– ¿Estás diciendo que somos como Isaac Newton en nuestra época?
Ted se encogió de hombros:
– Estamos recibiendo una comunicación y no sabemos cómo es emitida.
– Y no deberíamos molestarnos en tratar de descubrirlo.
– Creo que tenemos que aceptar esa eventualidad: que es posible que no lo entendamos -dijo Ted.
Norman observó con cuánta energía se enzarzaban en esta discusión y en lo poco que hacían. «Son intelectuales -pensó Norman-, y su defensa característica es la transformación de todo en tema de análisis intelectual.» Conversaciones. Ideas. Abstracciones. Conceptos. Era una forma de tomar distancia de la sensación de tristeza, de miedo, de estar atrapados. Norman entendía el impulso porque también él hubiera querido alejarse de esas sensaciones.
Harry frunció el entrecejo ante la imagen de la espiral.
– Podemos no entender cómo, pero es obvio qué es lo que eso está haciendo: está tratando de comunicarse, está probando con diferentes presentaciones. El hecho de que lo intente con espirales puede ser significativo, pues quizá crea que pensamos en espiral o que escribimos en espiral.
– Exacto -aprobó Beth-. ¿Quién sabe qué clase de seres de otro mundo somos?
– Si está tratando de comunicarse con nosotros, ¿por qué no estamos nosotros tratando de comunicarnos con él?
Harry chasqueó los dedos.
– ¡Buena idea! -dijo, y se dirigió al teclado-. Existe un primer paso elemental: simplemente le devolveremos el mensaje originario. Empezaremos con el primer grupo a partir de los ceros dobles.
– Quiero dejar bien en claro -dijo Ted- que la sugerencia de intentar la comunicación con el extra-terrestre provino de mí.
– Está claro, Ted -reconoció Barnes.
– ¿Harry?
– Sí, Ted -le tranquilizó Harry-. No te preocupes: es tu idea.
Sentado en el teclado, el matemático escribió:
00032125252632
Los números aparecieron en la pantalla. Hubo una pausa. Todos escuchaban el zumbido de los ventiladores del habitáculo, el ruido distante del generador diesel. Todos tenían los ojos fijos en la pantalla.
Ésta se puso en blanco y después imprimió:
0001132121051808012232
– Ahora probaré con el segundo grupo -anunció Harry.
Parecía tranquilo, pero sus dedos seguían cometiendo errores en el teclado. Tardó unos instantes antes de poder escribir:
032629
La respuesta llegó de inmediato.
0015260805180810213
– Bueno, parece que acabamos de abrir nuestra línea de comunicación.
– Sí-dijo Beth-. Lástima que ninguno entienda lo que está diciendo el otro.
– Es de suponer que eso sabe lo que está diciendo -observó Ted-, pero nosotros seguimos en la oscuridad.
– Quizá podamos conseguir que eso se explique.
– ¿Qué es este eso al que ustedes se refieren continuamente? -preguntó Barnes con impaciencia.
Harry suspiró y se subió las gafas.
– Creo que no hay dudas al respecto: eso es algo que antes se hallaba en el interior de la esfera y que ahora se escapó y está libre para actuar. Eso es lo que es eso.