9

Pasaron un par de días antes de que Barrett tuviera la oportunidad de discutir a solas de política con Lew Hahn. La expedición al Mar Interior ya había salido para entonces, y en cierto modo eso era una lástima, pues Barrett podría haber usado los servicios de Charley Norton para perforar la armadura de Hahn. Norton era el teórico más dotado de la Estación, un hombre que podía tejer una trama dialéctica con los materiales menos prometedores. Si alguien podía averiguar la profundidad del compromiso revolucionario de Hahn, ese alguien era Norton.

Pero Norton se había ido a dirigir la expedición, y el propio Barrett tuvo que encargarse del interrogatorio. Su marxismo estaba un poco oxidado, y no podía moverse con la habilidad de Charley Norton entre las escuelas leninista, estalinista, trotskista, jruschevista, maoísta, berenkovskista y mgumbwista. Pero sabía lo que tenía que preguntar. Había pasado su buen tiempo en el frente de batalla ideológica, aunque eso quedara ya en un pasado bastante lejano.

Eligió una noche lluviosa en la que Hahn parecía estar bastante sociable. Habían tenido una hora de espectáculo en la Estación, una ingeniosa película generada por ordenador que Sid Hutchett había programado unos días antes. Los de Arriba habían tenido la amabilidad de enviar un modesto ordenador, y Hutchett lo había utilizado para hacer animaciones especificando anchos de línea, sombras de gris y progresiones de unidades maestras. Era un trabajo sencillo pero notablemente ingenioso, y les alegraba las noches aburridas. Podía realizar dibujos animados, imágenes satíricas, entretenimientos eróticos, cualquier cosa.

Después, convencido de que Hahn había bajado un poco la guardia, Barrett se sentó al lado. —Buen espectáculo esta noche, ¿verdad?

—Muy entretenido.

—Es obra de Sid Hutchett. Tipo raro, ese Hutchett. ¿Llegaste a conocerlo antes de que partiera con la expedición al Mar Interior?

—¿El alto de nariz afilada, sin mentón?

—Ése —dijo Barrett—. Un chico listo. Fue el principal técnico informático del Frente Continental de Liberación hasta que lo detuvieron en 2019. Él fue quien programó la falsa emisión en la que el canciller Dantell denunciaba su propio régimen. ¡Dios mío, cómo me gustaría haber estado allí para oírla! ¿La recuerdas?

No estoy seguro. —Hahn frunció el ceño—. ¿Cuántos años hace que ocurrió eso?

—La emisión fue en 2018. ¿Es eso anterior a tu época? Hace sólo once años…

—Entonces yo tenía diecinueve. Supongo que no estaba muy politizado. Podríamos decir que era un chico ingenuo, nada precoz.

—Nos pasó a muchos. Sin embargo, a los diecinueve años ya se es bastante mayor. Supongo que estarías muy ocupado estudiando economía. Hahn sonrió.

—Es cierto. Estaba muy metido en esa ciencia deprimente.

—¿Y nunca oíste la emisión? ¿Tampoco oíste hablar de ella?

—Debo de haberme olvidado.

—El engaño más grande del siglo —dijo Barrett— y tú lo olvidas. El logro máximo del Frente Continental de Liberación. Conoces, por supuesto, el Frente Continental de Liberación.

—Sí, claro.

Hahn parecía incómodo.

—¿A qué grupo dijiste que pertenecías? —A Cruzada Popular por la Libertad.

—No lo conozco. ¿Es uno de los grupos nuevos? —De menos de cinco años. Empezó a funcionar en California en el verano de 2025.

—¿Qué programa tiene?

—Bueno, la línea revolucionaria habitual —dijo Hahn—. Elecciones libres, gobierno representativo, apertura de los archivos policiales, fin de la detención preventiva, restablecimiento del hábeas corpus y de otras libertades civiles.

—¿Y la orientación económica? ¿Puramente marxista o una de las ramas?

—Supongo que ninguna de —las dos cosas. Creíamos en una especie de… bueno, de capitalismo con algunas limitaciones impuestas por el Estado.

—¿Un poco a la derecha del socialismo estatal y un poco a la izquierda del liberalismo? —sugirió Barrett.

—Algo por el estilo.

—Pero ya probaron ese sistema a mediados del siglo xx, y fracasó, ¿verdad? Tuvo su día. Llevó inevitablemente al socialismo total, lo que produjo la violenta reacción compensadora del capitalismo total, y después la caída y el nacimiento del capitalismo sindicalista. Eso nos dio un gobierno que se hacía pasar por libertario mientras reprimía toda las libertades individuales en nombre de la libertad. Entonces, si lo que quería tu grupo era retrasar el reloj económico hasta el año 1955, digamos, sus ideas no debían de tener mucha sustancia.

Hahn parecía aburrido con esa sucesión de abstracciones.

—Usted tiene que entender que yo no estaba en los consejos ideológicos más altos —dijo.

—¿Eras sólo un economista?

—Exacto.

—¿Qué responsabilidades concretas tenías en el partido?

—Planificaba la conversión final a nuestros sistemas.

—¿Basando tus procedimientos en el liberalismo modificado de Ricardo?

—Sí, en cierto modo.

—¿Y evitando, espero, la tendencia al fascismo que aparecía en el pensamiento de Keynes? —Podríamos decir que sí —dijo Hahn, levantándose y ensayando una sonrisa rápida, vaga—. Mire, Jim, me encantaría seguir discutiendo todo esto con usted en otro momento, pero ahora tengo que irme. Ned Altman me pidió que fuera a ayudarle a hacer una danza para atraer los rayos, con la esperanza de que infunden vida a aquel montón de tierra. Así que si no le molesta…

Hahn se retiró rápidamente.

Barrett estaba más perplejo que nunca. Hahn no había «discutido» nada. Lo único que había hecho era mantener una conversación pobre, débil y evasiva, dejándose llevar de un lado para otro por las preguntas de Barrett. Y había dicho un montón de tonterías. Daba la sensación de que no sabía cuál era la diferencia entre Keynes y Ricardo, y que no le importaba, cosa rara en un supuesto economista. Parecía no saber ni remotamente qué representaba su partido político. No había protestado cuando Barrett le soltó una serie de conceptos doctrinarios deliberadamente estúpidos. Tenía tan poca preparación revolucionaria que desconocía la asombrosa broma de Hutchett once años antes.

Parecía falso de la cabeza a los pies.

¿Cómo era posible, entonces, que le hubieran encontrado suficientes méritos para mandarlo a la Estación Hawksbill? Allí sólo enviaban a los principales activistas y a los más eficaces opositores del gobierno. Sentenciar a un hombre a la Estación Hawksbill era casi como sentenciarlo a muerte, paso que no podía dar a la ligera un gobierno tan preocupado por mostrarse benévolo, respetable y tolerante.

Barrett no entendía por qué estaba allí Hahn. Parecía sinceramente angustiado por ese destierro, y era evidente que había dejado Arriba a una esposa amada, pero no había en él ninguna otra cosa que resultara convincente.

¿Sería, como había sugerido Don Latimer, algún tipo de espía?

Barrett rechazó la idea enseguida. No quería que lo afectara la paranoia de Latimer. No era nada probable que el gobierno enviara a alguien a finales del período cámbrico, en un viaje sin retorno, y sólo para espiar a un grupo de revolucionarios avejentados que nunca podrían volver a crear problemas. Entonces ¿qué estaba haciendo allí Hahn?

Habría que seguir vigilándolo, decidió Barrett. El propio Barrett se encargó de parte de esa vigilancia. Pero se ocupó de conseguir ayuda. Cuando menos, el proyecto de vigilancia de Hahn podría servir como una especie de terapia para los casos psicopáticos ambulatorios, los que eran superficialmente funcionales pero que estaban llenos de miedos y supersticiones. Podrían aprovechar esos miedos y supersticiones y jugar a los detectives, lo que mejoraría su propia imagen y ayudaría a Barrett a comprender el significado de la presencia de Hahn en la Estación.

Al día siguiente, durante el almuerzo, Barrett llevó aparte a Don Latimer.

—Anoche hablé un poco con tu amigo Hahn —dijo Barrett—. Y las cosas que me contó me parecieron un poco raras.

Latimer se animó.

—¿Raras? ¿En qué sentido?

Traté de ver qué sabía de economía y de teoría política. O no sabe nada de ninguna de las dos cosas o cree que soy tan imbécil que no necesita decir nada coherente cuando habla conmigo. En cualquier caso, es raro.

—¡Te dije que era sospechoso!

—Bueno, ahora te creo —dijo Barrett.

—¿Qué vas a hacer?

—Por ahora, nada. Así que vigílalo y trata de descubrir por qué está aquí.

—¿Y si es un espía del gobierno? Barrett negó con la cabeza.

—Tomaremos todas las medidas necesarias para protegernos, Don. Pero lo más importante es no actuar de manera precipitada. Quizá lo estamos malinterpretando, y no quiero hacer nada que vuelva incómoda nuestra convivencia. En un grupo como éste, para mantener la cohesión tenemos que evitar las tensiones antes de que ocurran. Así que no seremos nada duros con Hahn, pero lo tendremos controlado. Quiero que me informes con regularidad, Don. Vigílalo atentamente. Hazte el dormido y obsérvalo. Si fuera posible, echa una mirada a escondidas a esas notas que ha estado tomando, pero hazlo con discreción, sin que sospeche.

Latimer enrojeció de orgullo.

—Puedes contar conmigo, Jim.

—Otra cosa. Busca ayuda. Organiza un pequeño equipo para vigilar a Hahn. Ned Altman parece llevarse bien con él; ponlo también a trabajar. Busca otros, algunos de los más enfermos, que necesitan responsabilidades. Ya sabes de quienes hablo. Te pongo al frente dé este proyecto. Recluta a tus hombres y distribuye las tareas. Reúne información y después transmítemela. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Latimer.

Y se pusieron a vigilar al nuevo.

El día siguiente era el quinto que pasaba Lew Hahn en la Estación. Me1 Rudiger necesitaba a otros dos hombres para ir a pescar, en reemplazo de los que habían salido con la expedición al Mar. Interior. «Llévate a Hahn», sugirió Barrett: Rudiger habló con Hahn, a quien pareció gustarle mucho la oferta.

—No entiendo mucho de pesca con redes —dijo—, pero me encantaría ir.

—Te enseñaré todo lo necesario —dijo Rudiger—. En media hora serás un experto pescador. Tienes que recordar que en realidad no buscamos peces. Lo que cae en nuestras redes son montones de invertebrados tontos, a los que no cuesta mucho engañar. Ven conmigo y te enseñaré.

Barrett se quedó un largo rato en el borde del mundo, observando el pequeño bote que cabeceaba sobre las olas del Atlántico. Durante las siguientes dos horas Hahn estaría fuera de la Estación Hawksbill, sin poder volver hasta que lo decidiera Rudiger: Eso daba a Latimer una oportunidad perfecta para estudiar el cuaderno de Hahn. Barrett no sugirió exactamente a Latimer que violara de esa manera la intimidad de su compañero de vivienda, pero sí le hizo saber que Hahn estaría un rato en el mar. Contaba con que Latimer sacara la conclusión apropiada.

Rudiger nunca se alejaba demasiado de la costa —ochocientos, mil metros—, pero a esa distancia las aguas ya eran bastante turbulentas. Las olas venían rodando con miles de kilómetros de energía acumulada, y golpeaban con fuerza contra los colmillos rocosos que servían de rompeolas. La plataforma continental bajaba con suavidad hacia el mar, y por lo tanto las aguas no eran demasiado profundas incluso a cierta distancia de la costa. Rudiger había hecho mediciones hasta una milla mar adentro, y no había encontrado ninguna profundidad superior a los cincuenta metros.

No era que temieran caerse del mundo si se alejaban demasiado por el este. Lo que motivaba su cautela era sencillamente que para hombres avejentados remar una milla usando pequeños remos fabricados con cajas viejas representaba un gran esfuerzo. Arriba no se les había ocurrido mandarles un motor fuera borda.

Mirando hacia el horizonte, Barrett tuvo un extraño pensamiento. Le habían dicho que el equivalente femenino de la Estación Hawksbill estaba instalado a una distancia segura, un par de cientos de millones de años en el futuro. Pero ¿cómo podía tener la certeza de eso? El gobierno de Arriba no difundía comunicados de prensa sobre los campos de prisioneros que tenía en el pasado y, de todos modos, era insensato creer en algo que saliera de una fuente gubernamental, por indirecta que fuera. En tiempos de Barrett, la ciudadanía ni siquiera conocía la existencia de la Estación Hawksbill. Él se había enterado durante los interrogatorios, cuando habían intentado doblegarlo explicándole adónde podían llegar a mandarlo. Después, tal vez adrede, se habían filtrado algunos detalles. La nación descubrió que sí era cierto que a los políticos incorregibles los enviaban al principio de los tiempos; después se aclaró que los hombres iban a una era y las mujeres a otra, pero Barrett no tenía ningún motivo para creerlo.

Por lo que sabía, podía haber otra Estación Hawksbill en alguna parte de ese mismo año, y nadie de los que vivían allí tenía cómo enterarse. Un campó de mujeres del otro lado del Atlántico, digamos, o quizá sólo del otro lado del Mar Interior.

Barrett comprendía que eso no era muy probable. Con todo el pasado a su disposición para desterrar a los activistas políticos, los nerviosos hombres de Arriba no correrían el riesgo de que los dos grupos deportados se juntaran y engendraran una pequeña tribu de subversivos. Tomarían todas las precauciones necesarias para poner entre los hombres y las mujeres una impenetrable barrera de épocas.

Pero era una idea tentadora. De vez en cuando Barrett pensaba si Janet no estaría en esa otra Estación Hawksbill.

Cuando examinaba la idea racionalmente, sabía que era imposible. Janet había sido arrestada en el verano de 1994, y desde entonces nadie había vuelto a tener noticias de ella. Las deportaciones a la Estación Hawksbill no habían empezado hasta 2005. En 1998, la última vez que había hablado con él del tema, el propio Hawksbill no había perfeccionado el proceso de transferencia en el tiempo. Eso significaba que habían pasado por lo menos cuatro años, probablemente más de once, entre el momento de la detención de Janet y el comienzo de los envíos a la era cámbrica.

Si Janet hubiera estado en una prisión estatal todo ese tiempo, el movimiento clandestino seguramente se habría enterado de alguna manera. Pero nadie había tenido noticias. Por lo tanto, la conclusión lógica era qué el gobierno se había deshecho de ella, con toda probabilidad a los pocos días de su arresto. Era una locura pensar que Janet había llegado viva a 1995, y mucho menos que la habían mantenido incomunicada hasta que Hawksbill terminó su investigación y que después la habían enviado a aquel segmento del pasado.

No, Janet estaba muerta. Pero Barrett, como cualquier otro, se permitía el lujo de algunas ilusiones. Así que a veces tenía la fantasía de que la habían mandado al pasado, y eso lo llevaba a otra fantasía aún más descabellada, según la cual podría encontrarla allí mismo, en esa época. Ahora, calculaba, tendría cerca de setenta años. Hacía treinta y cinco años que no la veía. Trató de imaginarla como una viejecita gorda, y no pudo. Sabía que la Janet que había vivido en su recuerdo todas esas décadas era muy diferente de cualquier Janet que hubiera podido sobrevivir… Mejor ser realista y admitir que estaba muerta, pensó. Mejor no esperar encontrarla, porque el deseo podía cumplirse, y acabar de manera terrible con su sueño.

Pero la idea de una Estación Hawksbill femenina en esa misma época planteaba interesantes posibilidades que podían ser muy útiles. Barretr se preguntó si podía transmitir la idea a los demás de manera convincente. Quizá sí. Quizá con un poco de esfuerzo podría hacerles creer en la existencia de dos estaciones Hawksbill simultáneas en la misma época, separadas no por el tiempo sino apenas por la geografía.

Si creyeran eso, pensó, podría ser su salvación. Los ejemplos de psicosis degenerativa empezaban ahora a multiplicarse. Demasiados hombres llevaban allí demasiado tiempo, y un colapso alimentaba el siguiente. La tensión de vivir en ese mundo baldío y estéril, que no estaba hecho para los seres humanos, iba erosionando a los presos. El destino de Valdosto y Altman y los otros enfermos sería el destino de todos los demás. Los hombres necesitaban proyectos continuos para seguir funcionando, para combatir el aburrimiento mortal. Empezaban a caer en la esquizofrenia, como Valdosto, o se metían en proyectos disparatados, como la novia de Frankenstein de Altman o la búsqueda de la puerta extrasensorial de Latimer.

¿Qué pasaría, pensó Barrett, si pudiera entusiasmarlos con la idea de llegar a otros continentes? Una expedición alrededor del mundo. Quizá podrían construir algún tipo de barco grande. Eso ocuparía a muchos hombres durante un largo tiempo. Y tendrían que inventar algunos instrumentos de navegación: brújulas, sextantes, cronómetros, etcétera. Alguien tendría que improvisar una radio. Por supuesto, los fenicios se las habían arreglado bastante bien sin radios y sin cronómetros, pero en realidad no habían salido al mar abierto. Se habían mantenido cerca de la costa. Pero en ese mundo casi no había costas, y además los presos de la Estación no eran fenicios. Necesitarían ayuda para navegar.

Diseñar y construir el barco y los instrumentos era el tipo de proyecto que podía llevar treinta o cuarenta años. Algo de largo alcance donde centrar nuestras energías, pensó Barrett. Por supuesto, no viviré lo suficiente para ver zarpar ese barco, pero no importa. Es una manera de conjurar el colapso. La verdad es que no me importa lo que pueda haber del otro lado del mar, pero sí me importa, y mucho, lo que le pasa aquí a mi gente. Hemos construido la escalera que lleva al mar, pero ya está terminada…Ahora necesitamos hacer algo más grande. Las manos ociosas propician mentes ociosas… mentes enfermas… Le gustaba la idea que se le había ocurrido. Llevaba semanas preocupado por el deterioro de las condiciones de la Estación, y buscando alguna manera nueva de hacerle frente. Ahora creía que tenía la solución. ¡Un viaje! ¡El arca de Barrett!

Al volver la cabeza vio a Don Latimer y a Ned Altman a sus espaldas.

—¿Cuánto hace que estáis aquí? —preguntó. —Dos minutos —dijo Latimer—. No queríamos interrumpirte. Parecías muy concentrado.

—Estaba soñando —dijo Barrett.

—Tenemos algo para mostrarte —dijo Latimer. Entonces Barrett vio el fajo de papeles que tenía en la mano.

Altman asintió vigorosamente con la cabeza. —Tienes que leerlo. Lo trajimos para que lo leas. —¿Qué es? —preguntó Barrett.

—Las notas de Hahn —dijo Latimer.

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