7

Lo que Rudiger había pescado estaba exhibido delante del edificio principal a la mañana siguiente cuando Barrett llegó a desayunar. Era evidente que Rudiger había tenido una buena noche de pesca. Casi siempre era así. Rudiger salía al Atlántico tres o cuatro noches por semana si hacía buen tiempo, usando la pequeña lancha que había improvisado hacía unos años con cajones y otros materiales, y llevaba consigo a un equipo de amigos que había adiestrado en el uso de las redes de arrastre. Por lo general volvían con una buena carga de mariscos.

Resultaba irónico que Rudiger, el anarquista, el hombre que creía profundamente en el individualismo y en la abolición de todas las instituciones políticas, dirigiese tan bien a un equipo de pescadores. A Rudiger no le interesaba la labor de equipo como idea abstracta. Pero pronto había descubierto que le costaba manipular las redes solo, y se había puesto a organizar un pequeño microcosmos social. La Estación Hawksbill tenía muchas pequeñas ironías de ese tipo. Los teóricos políticos —Barrett lo sabía muy bien— tienden a tragarse las teorías cuando se ven forzados por cuestiones pragmáticas de supervivencia.

La estrella de la pesca era un cefalópodo de unos cuatro metros de largo, un tubo rígido, verdoso y cónico, del que colgaban unos débiles tentáculos anaranjados, como de calamar, que latían de manera espasmódica. Ahí había abundante carne, pensó Barrett. Gomosa pero buena; si uno se acostumbraba. Alrededor del cefalópodo había expuestos docenas de trilobites que variaban desde los tres centímetros de largo —especiales para cócteles— hasta un metro, con dermatoesqueletos barrocos y complejos. Rudiger pescaba buscando tanto alimento como conocimientos; esos trilobites eran sin duda descartes, representantes de especies que él ya había estudiado, o no los habría dejado allí para que los metiesen en los depósitos de alimentos. Tenía la choza repleta hasta el techo de trilobites, ordenados y clasificados por género y especie. Reunirlos y analizarlos y escribir sobre ellos ayudaba a Rudiger a conservar la cordura, y a nadie en aquel sitio le molestaba ese pasatiempo.

Cerca de la pila de trilobites había algunos grupos de braquiópodos articulados parecidos a veneras torcidas, y un montón de caracoles. Las aguas tibias y poco profundas de la plataforma costera, en llamativo contraste con la tierra yerma, estaban llenas de vida invertebrada. Rudiger también había traído un montículo de algas negras brillantes para las ensaladas. Barrett esperaba que alguien juntara todo aquello y lo llevara al refrigerador de la Estación antes de que se estropease. Allí las bacterias de la descomposición actuaban mucho más despacio que Arriba, pero en unas pocas horas deteriorarían lo que había pescado Rudiger. Barrett renqueó hasta la cocina, donde encontró a tres hombres trabajando. Los hombres lo saludaron con un respetuoso movimiento de cabeza.

—Hay comida delante de la puerta —dijo Barrett—. Rudiger volvió, y descargó todo allí afuera. —Podría habérselo dicho a alguien, ¿verdad? —Quizá no había nadie aquí a quien decírselo cuando llegó. ¿Lo buscarás y lo pondrás a enfriar? —Sí, Jim. Por supuesto.

Ese día Barrett planeaba reclutar a algunos hombres para la expedición anual al Mar Interior. Tradicionalmente, era una caminata que él siempre había dirigido, pero la herida del pie le impedía siquiera pensar en hacer el viaje ese año. Quizá no podría volver a hacerlo nunca más.

Todos los años, más o menos una docena de hombres sanos salían en una amplia expedición de reconocimiento. Describían un enorme arco circular serpenteando hacia el noroeste hasta llegar al Mar Interior, y después doblaban hacia el sur y volvían por la franja de tierra firme hasta la Estación. Uno de los propósitos del viaje era reunir toda la basura temporal que hubiese podido materializarse en las cercanías de la Estación durante el último año. Era imposible saber qué margen de error había existido durante las primeras tentativas de montar la Estación, y la técnica de enviar materiales al pasado de manera dispersa había resultado bastante poco precisa.

Todo el tiempo aparecían materiales nuevos. Su meta era el año –1.000.000.2005 d.C., pero no ¡llegaron hasta unas décadas más tarde. Ahora, en el año –1.000.000.2029 d…C., todavía seguían apareciendo cosas programadas para el primer año de funcionamiento de la Estación. La Estación Hawksbill necesitaba todo el equipo que podía conseguir, y Barrett no perdía ninguna oportunidad para recoger restos de envíos del futuro.

Pero había otro motivo, más sutil, para hacer esas expediciones al Mar Interior. Eran el centro del año, un ritual anual, algo donde fijar las costumbres. La expedición era el rito de primavera del lugar. Los doce hombres más fuertes, al ir a pie a las lejanas costas rocosas del tibio mar que inundaba el corazón de Norteamérica, cumplían lo que más se acercaba en la Estación Hawksbill a una función religiosa, aunque ellos, al llegar al Mar Interior, no hicieran nada más místico que pescar unos pocos trilobites y comerlos.

El viaje también significaba más para Barrett de lo que él mismo había sospechado jamás. Ahora que no podía ir, se daba cuenta. Durante años había dirigido todas las expediciones a través de aquel paisaje invariable, monótono, subiendo por cuestas resbaladizas y bajando hacia el mar, los ojos barriendo siempre el horizonte en busca de signos de . basura temporal. Guiso de trilobites cocinado en fogatas de medianoche lejos de las deprimentes chozas de la Estación Hawksbill. Un arco iris sobre el mar donde algún día estaría Ohio. El atronador crepitar de los relámpagos distantes, el olor penetrante del ozono en la nariz, la gratificante sensación del dolor muscular al final de un día de marcha. La peregrinación era para Barrett el pivote sobre el que giraba el año. Ver las aguas verdigrises del Mar Interior era como llegar a casa.

Pero el año anterior Barrett se había ido a escarbar entre los cantos rodados aflojados por la incansable acción de las olas, aventurándose en un territorio peligroso sin ningún motivo racional que pudiera recordar, y los envejecidos músculos lo habían traicionado. Muchas noches se despertaba sudando y temblando para escapar del sueño en el que revivía el desagradable momento: resbalando y deslizándose, arañando las rocas, una masa de piedra se soltó de alguna parte y le cayó angustiosamente sobre un pie, inmovilizándolo, aplastándolo.

No podía olvidar aquel ruido moliéndole los huesos.

Tampoco olvidaría la marcha de regreso sobre cientos de kilómetros de piedra lisa bajo un sol inmenso, su voluminoso cuerpo sostenido por las formas inclinadas de sus compañeros. Hasta ese momento nunca había sido un carga para nadie. «Dejadme aquí», había dicho, sin verdadera con vicción, y ellos sabían que eso era sólo una manera de disculparse por las molestias que les estaba causando. «No seas tonto», le dijeron, y siguieron llevándolo. Pero para ellos era un gran esfuerzo, y en los momentos en que el dolor le dejaba pensar con claridad se sentía culpable por crearles tantos problemas. Era tan corpulento. Si cualquiera de los otros hubiera sufrido un accidente como ése, no habría costado tanto transportarlo. Pero él era el más grande.

Barrett pensaba que iba a perder el pie. Pero Quesada le había ahorrado la amputación. El pie quedaría en su sitio, pero Barrett no podría apoyarlo en el suelo ni ponerle un peso encima, ni ahora ni nunca. Quizá sería más sencillo que le cortasen ese apéndice muerto; pero Quesada se había opuesto.

—Quién sabe —había dicho—. A lo mejor un día nos mandan todo lo necesario para hacer trasplantes. Una pierna amputada no puedo reconstruirla. Una vez que te la cortáramos, lo único que podría hacer es ponerte una prótesis, y aquí no hay ninguna prótesis.

Así que Barrett se había quedado con el pie aplastado. Pero desde el accidente ya no era el mismo. Mientras estaba tendido en la roca reluciente, junto al Mar Interior, había perdido algo más que sangre. Y ahora otra persona tendría que encargarse de dirigir la marcha anual.

¿Quién sería?, se preguntó.

Quesada era el candidato con más posibilidades. Después de Barrett era el hombre más fuerte que había en aquel lugar, en todos los sentidos que importaban. Pero Quesada no podía abandonar sus responsabilidades en la Estación. Quizá vendría muy bien tener a un médico cerca durante el viaje, pero en la Estación era de vital importancia.

Después de meditarlo, Barrett propuso a Charley Norton como jefe de la expedición. Norton era alegre y hablador y se excitaba con demasiada facilidad, pero en el fondo era un hombre sensato, capaz de inspirar respeto. Barrett agregó a Ken Belardi a la lista: alguien con quien Norton pudiera hablar durante las largas y aburridas horas de caminata. Que siguieran discutiendo; un ballet interminable de posturas fijas.

¿Rudiger? Rudiger había sido un gran apoyo durante el viaje del año pasado, después del accidente de Barrett. Él se había hecho cargo de la situación mientras los demás, al ver a su jefe herido, andaban por allí nerviosos y boquiabiertos, mirando hacia el suelo. Pero Barrett no quería dejar que Rudiger se ausentase tanto tiempo de la Estación. Para la expedición necesitaba, por supuesto, hombres capaces, pero no quería reducir la población de la base a inválidos, chiflados y psicóticos.

Así que Rudiger se quedó. Barrett puso en la lista a dos miembros de su equipo de pesca, Dave Burch y Mort Kasten. Después agregó los nombres de Sid Hutchett y Arny Jean-Claude.

Barrett pensó en incluir a Don Latimer en el grupo. Latimer estaba ahora en el límite de la cordura, pero cuando no se perdía en sus meditaciones extrasensoriales era bastante racional, y pondría empeño en la expedición. Por otra parte, Latimer era el compañero de vivienda de Lew Hahn, y Barrett quería allí a Latimer para observar a Hahn de cerca. Estuvo pensando en mandar a los dos, pero descartó la idea. Hahn era todavía alguien desconocido. Resultaba demasiado arriesgado permitirle ese año integrar la expedición al Mar Interior. Pero podría ir en el grupo del año siguiente. Sería una tontería no aprovecharse dei vigor juvenil de Hahn. Cuando aprendiera el funcionamiento de las cosas, sería un jefe ideal para años futuros.

Finalmente, Barrett había escogido a una docena de hombres. Una docena bastaría. Escribió sus nombres con tiza en la pizarra, delante del comedor, y entró a buscar a Charley Norton.

Norton estaba sentado. solo, desayunando. Barrett se sentó en el banco frente a él, y realizó la compleja serie de movimientos que constituían su manera de sentarse sin soltar la muleta.

—¿Elegiste a los hombres? —preguntó Norton. Barrett dijo que sí con la cabeza.

—La lista está ahí afuera.

—¿Yo voy?

—Eres el jefe.

Norton parecía halagado.

—Eso me suena raro, Jim. Es decir, que no seas tú el que manda…

—Este año no hago el viaje, Charley:

—Cuesta acostumbrarse. ¿Quién va?

—Hutchett. Belardi. Burch. Kasten. Jean-Claude. Y algunos más.

—¿Rudiger?

—No, Rudiger no. Tampoco Quesada, Charley: Los necesito aquí.

—Muy bien, Jim. ¿Tienes alguna instrucción especial para nosotros?

—Lo único que pido es que volváis sanos y salvos. —Barrett agarró una botella de agua y la rodeó con las enormes manos—. Quizá tendríamos que suspenderla esta vez. No tenemos a tantos hombres sanos.

A Norton se le iluminaron los ojos.

—¿Qué estás diciendo, Jim? ¿Suspender el viaje? —¿Por qué no? Sabemos lo que hay entre este sitio y el, mar: nada.

—Pero los objetos…

—Eso puede esperar. En este momento no andamos escasos de materiales.

Jim, nunca te había oído hablar de esa manera. Siempre has sido un gran defensor del viaje. El punto culminante del año, decías. Y ahora…

—No participo en éste, Charley.

Norton calló un momento, pero sus ojos no se apartaron de Barrett.

—De acuerdo —dijo entonces—, no vas. Sé cuánto debes de sufrir por eso. Pero hay aquí otros hombres. Ellos necesitan el viaje. No tienes derecho a suspenderlo sólo porque tú no puedas ir. No es una actividad inútil.

—Lo siento, Charley —dijo Barrett—. No era ésa mi intención. Claro que se hará el viaje. Estaba hablando de más, otra vez.

—Debe de ser duro para ti, Jim.

—Sí. Pero no tanto. ¿Sabes ya por qué ruta irás? —Supongo que por la del noroeste. ¿No es ésa la línea habitual de distribución de la basura para los años impares? Y después hacia el Mar Interior. Seguiremos la costa creo que unos ciento cincuenta kilómetros. Y volveremos por el camino de abajo. —Muy bien —dijo Barrett.

En el ojo de su mente vio la superficie rizada de aquel mar poco profundo que se extendía hacia la distante zona de tierra occidental. Año tras año había ido hasta la orilla de aquel mar y mirado hacia el sitio de donde algún día saldría del agua el Medio Oeste. Todos los años había soñado con un viaje por el corazón continental hasta el otro lado. Pero nunca había encontrado tiempo para organizar ese viaje. Y ahora era demasiado tarde… Demasiado tarde…

De todos modos, así nunca habríamos encontrado nada demasiado interesante, se dijo Barrett. Sólo más de lo mismo. Roca, algas, trilobites. Pero quizá hubiera valido la pena… para ver por última vez una puesta de sol en el Pacífico…

—Reuniré a los hombres después del desayuno —dijo Norton—. Saldremos rápido.

—De acuerdo. Buena suerte, Charley.

—Todo irá bien.

Barrett palmeó a Norton en la espalda, gesto que en el acto le pareció teatral y falso, y salió de allí. Le resultaba de lo más extraño saber que tendría que quedarse mientras los demás se iban de expedición. Era como el reconocimiento de que empezaba a abdicar después de gobernar aquel lugar durante tanto tiempo. Todavía era rey de la Estación Hawksbill, pero su trono estaba destartalado. Ahora era un viejo tullido que andaba renqueando de un lado para otro. Le gustara o no admitirlo, ésa era la historia. Algo que pronto tendría que aceptar.

Después del desayuno, los hombres elegidos para la expedición al Mar Interior se reunieron para seleccionar el equipo y planificar la logística de la ruta. Barrett se cuidó de no intervenir en la reunión. Ahora le tocaba a Charley Norton. Había realizado ocho o diez viajes y sabía bien lo que tenía que hacer, sin necesidad de sugerencias de la jefatura anterior. Barrett no quería interferir, ni dar la sensación de que seguía indirectamente al mando.

Pero una compulsión masoquista lo llevó a hacer una expedición por su cuenta. Si ese año no podía ir a ver las aguas de occidente, lo menos que podía hacer era visitar el Atlántico, en su propio patio trasero.

Barrett se detuvo en la enfermería. Allí apareció Hansen, uno de los camilleros: un hombre calvo y jovial de unos setenta años que había formado parte del grupo anarquista de California. La única formación que tenía Hansen era la de técnico informático. Pero había mostrado cierta habilidad para la medicina, y en ese momento era el principal ayudante de Quesada. Recibió a Barrett con su habitual sonrisa.

—¿Está Quesada? —preguntó Barrett.

—No, lo siento. Doc ha ido a hablar del viaje. Está dando algunos consejos médicos. Pero si es importante, puedo ir a buscarlo…

—No —dijo Barrett—. Sólo quería verificar con su ayuda el inventario de fármacos. No es nada urgente. ¿Te importa si echo un vistazo a los suministros?

—Lo que tú quieras.

Hansen dio un paso atrás, dejando entrar a Barrett en la sala de suministros. Habían quitado la barricada esa mañana. Como no había manera de cerrar con llave la farmacia, Barrett y Quesada habían ideado una compleja barricada que garantizaba una tonelada de ruido si alguien intentaba meterse. Cuando no quedaba nadie en la farmacia, tenían que poner la barricada. Cualquier intruso que apareciese produciría suficiente estruendo como para llamar la atención de alguien. Sólo de esa manera habían logrado protegerse de las incursiones no autorizadas de residentes deprimidos en busca de drogas. No podían permitirse el lujo de gastar fármacos preciosos e insustituibles en aspirantes a suicidas, razonaba Barrett. Si un hombre quería matarse, que se tirara al mar; eso al menos no impondría privaciones a los demás residentes de la Estación.

Barrett miró las hileras de fármacos. Como dependían de la generosidad de Arriba, eran unas, provisiones bastante desequilibradas. Ahora tenían abundancia de tranquilizantes y digestivos, y escasez de calmantes y desinfectantes. Eso hacía que Barrett se sintiese aún más culpable por lo que iba a hacer. El hombre que había impuesto las reglas sobre el robo de fármacos iba a aprovecharse ahora de su posición privilegiada y llevarse uno. Después hablaba de la moral. Pero había conocido a hombres, en su época, que habrían defraudado cosas mucho más sagradas. Y necesitaba la droga, y no quería ponerse a discutir con Quesada. Así era más sencillo. Incorrecto pero más sencillo. Esperó a que Hansen se diera la vuelta. Entonces metió una mano en la vitrina, sacó el delgado tubo gris de un sedante y lo metió rápidamente en el bolsillo.

—Todo parece estar en orden —dijo a Hansen mientras se marchaba de la enfermería—. Dile a Quesada que pasaré por aquí más tarde para hablar con él.

Ahora usaba cada vez con más frecuencia el sedante para aliviar el dolor de las piernas. A Quesada no le gustaba. Decía, sin usar esas palabras, que la droga le estaba creando dependencia. Bueno, al demonio con Quesada. Que intentara caminar por aquellos senderos con una pierna como la suya y ya vería como empezaba a usar fármacos, se dijo Barrett. a Subiendo por la senda oriental, Barrett se detuvo pocos metros después de dejar el edificio. Se metió detrás de un montículo de piedras, se bajó los pantalones y rápidamente se inyectó una dosis de droga en cada muslo, primero en la pierna sana y después en la dañada. Eso le anestesiaría los músculos lo necesario para hacer una caminata larga sin sentir el fuego de la fatiga en las articulaciones. Sabía que pagaría por eso, ocho horas más tarde, cuando desapareciera el efecto del calmante y sintiera todo el impacto del esfuerzo, como si le clavaran un millón de puñales. Pero estaba dispuesto a aceptar el precio.

El camino al mar era largo y solitario. La Estación Hawksbill estaba encaramada en el borde oriental de los Apalaches, a casi trescientos metros por encima del nivel del mar. Durante los primeros seis años, los hombres de la Estación solían ir hasta el océano por una ruta suicida que atravesaba la escarpada cara de las rocas. Barrett había propuesto un proyecto para tallar aquella piedra. Les había llevado diez años hacerlo, pero ahora los escalones anchos y seguros bajaban hasta el Atlántico. El tallado de aquellos escalones en la roca viva había tenido ocupados a muchos hombres durante un largo tiempo, impidiéndoles pensar en los seres amados que habían quedado Arriba, ó refugiarse en la locura, tan fácil en aquel sitio. Barrett lamentaba no poder concebir proyectos parecidos para ocupar a los hombres que en ese momento no tenían nada que hacer.

Los escalones formaban una sucesión de plataformas bajas que llegaban hasta la orilla del agua. Aquella caminata era agotadora incluso para un hombre sano. Para Barrett en su estado actual era un verdadero suplicio. Tardó cerca de dos horas en descender una distancia que normalmente habría recorrido en menos de una cuarta parte de ese tiempo.

Al llegar al fondo del sendero, se desplomó exhausto en una piedra chata lamida por las olas, y soltó la muleta. Tenía los dedos de la mano izquierda acalambrados y torcidos por el esfuerzo, y todo el cuerpo bañado en sudor. .

El agua del océano parecía gris y algo aceitosa. Barrett no podía explicar la falta de color reinante en el mundo de finales del período cámbrico, con aquel cielo sombrío y aquella tierra sombría y aquel mar sombrío, pero su corazón ansiaba secretamente entrever de nuevo algo de vegetación verde. Echaba de menos la clorofila. Las zonas oscuras lamían la roca, llevando y trayendo una masa flotante de algas.

El mar se extendía hasta el infinito. Barrett no tenía la menor idea de qué porcentaje de Europa estaría sobre las aguas en esa época, si es que había empezado a asomar. En el mejor de los casos, la mayor parte del planeta estaba sumergida; allí, sólo unos pocos cientos de millones de años después de que hubieran brotado las candentes rocas de la primera tierra firme, era probable que no asomaran sobre el agua más que unas pocas franjas de territorio, repartidas aquí y allá.

¿Habrían nacido ya los Himalayas? ¿Las Montañas Rocosas? ¿Los Andes? Barrett conocía el perfil aproximado de la Norteamérica de finales del período cámbrico; pero el resto era un misterio. No era nada fácil llenar las lagunas del conocimiento si la línea de transporte con Arriba funcionaba en una sola dirección; la Estación Hawksbill tenía que conformarse con el imprevisible surtido de material de lectura que mandaban del futuro, y resultaba muy frustrante la poca información que podría proporcionar cualquier texto universitario de geología.

Mientras miraba, un enorme trilobites salió inesperadamente del agua. Tenía cola puntiaguda y medía alrededor de un metro de largo, con caparazón de un lustroso color berenjena y finas espinas amarillas en los bordes. Debajo parecía que tenía un montón de patas. El trilobites se arrastró por la orilla, donde no había arena ni playa, sólo rocas, y avanzó tierra adentro hasta alejarse tres o cuatro metros de las olas.

Que tengas suerte, pensó Barrett. Quizá seas el primero que salió a tierra firme para ver cómo era. El pionero. El precursor.

Se le ocurrió que aquel trilobites aventurero podría ser el antepasado de todas las criaturas terrestres de los eones futuros. Esa idea era un disparate biológico, y Barrett lo sabía. Pero su mente cansada evocó la imagen de una larga procesión evolutiva, con los peces y los anfibios y los reptiles y los mamíferos y el hombre saliendo en una secuencia ininterrumpida de aquella grotesca criatura blindada que se movía describiendo vacilantes círculos cerca de sus pies.

¿Y si te aplastara con un pie?, pensó.

Un movimiento rápido, un crujido de quitina, un desenfrenado pataleo…

… y toda la cadena de la vida se quebraría en el primer eslabón.

Se desharía la evolución. No aparecerían criaturas terrestres. Con la caída brutal de aquel pesado pie, todo el futuro cambiaría instantáneamente, y nunca existiría la raza humana, ni la Estación Hawksbill, ni James Edward Barrett (1968–?). En un solo instante no sólo se vengaría de quienes lo habían condenado a pasar el resto de sus días en aquel sitio yermo, sino que se libraría de la sentencia.

No hizo nada. El trilobites terminó su lento paseo por las rocas de la orilla y volvió a meterse sano y salvo en el mar.

Entonces la suave voz de Don Latimer dijo: —Te vi ahí sentado, Jim. ¿Te molesta si me quedo contigo?

Barrett se sobresaltó. Giró con rapidez. Latimer había hecho tan poco ruido al bajar que Barrett no lo había oído. Pero se recuperó y ensayó una sonrisa y le indicó a Latimer por señas que se sentara en la piedra de al lado.

—¿Pescando? —preguntó Latimer.

—Sentado aquí. Un viejo tomando el sol. —¿Hiciste todo este maldito viaje para tomar el sol? —Latimer se echó a reír—. No me tomes el pelo. Estás tratando de huir de todo, y quizá hubieras preferido que no te molestara, pero fuiste demasiado educado para echarme. Lo siento. Me iré si…

—No es cierto. Quédate aquí. Podemos conversar, Don.

—Si prefieres que te deje en paz, dímelo con franqueza.

—No prefiero que me dejes en paz —dijo Barrett—. Y de todos modos quería verte. ¿Cómo te llevas con Hahn, tu nuevo compañero de vivienda?

La alta frente de Latimer se arrugó.

—Ha sido extraño —dijo—. Ésa es una de las razones por las que quise venir a hablar contigo cuando te vi. —Se inclinó hacia adelante y miró atentamente los ojos de Barrett—. Jim, dime la verdad: ¿crees que estoy loco?

—¿Qué motivos podría tener para pensarlo? —Toda la cosa extrasensorial. Mi intento de penetrar en otra esfera de la conciencia. Sé que eres duro y escéptico con todo lo que no puedes tener en la mano y medir y apretar. Quizá pienses que toda esa cosa extrasensorial es una tontería.

Barrett se encogió de hombros.

—Si quieres que te diga la verdad, sí. No creo ni remotamente qué vayas a conducirnos a alguna parte, Don. Puedes llamarme materialista si quieres, y reconozco que no sé mucho del tema, pero a mí me parece pura magia negra, y nunca vi que la magia negra sirviera para nada. Creo que es una total pérdida de tiempo que te pases ahí horas tratando de utilizar los poderes extrasensoriales o lo que sean. Pero no, no creo que estés loco. Creo que tienes derecho a tu obsesión, y que haces algo en el fondo inútil de. manera razonablemente equilibrada. ¿Está bien?

—Más que bien. No pido que creas en nada de lo que estoy investigando, pero no quiero que me taches de lunático porque trato de encontrar una puerta extrasensorial para huir de este sitio. Es importante que me consideres cuerdo; de lo contrario, lo que quiero contarte acerca de Hahn no tendrá ningún valor.

—No veo la relación.

—Es esto —dijo Latimer—. A partir del conocimiento de una noche me he formado una opinión sobre Hahn. Es el tipo de opinión que podría haberse formado cualquier paranoico vulgar y corriente, y si crees que estoy chiflado es probable que no tengas en cuenta mis ideas sobre Hahn. Por lo tanto quiero dejar claro que te parece que estoy cuerdo antes de intentar comunicarte la sensación que tengo con él. —No creo que estés chiflado. ¿Qué idea tienes? —Que nos está espiando.

Barrett tuvo que esforzarse para no soltar la salvaje carcajada que, estaba seguro, destrozaría la frágil autoestima de Latimer.

—¿Espiando? —dijo con naturalidad—. Don, no es posible que digas eso. ¿Cómo puede espiar a alguien aquí? Aunque tuviéramos a un espía, ¿cómo haría para informar de sus descubrimientos?

—No lo sé —dijo Latimer—. Pero anoche me hizo un millón de preguntas. Acerca de ti, acerca de Quesada, acerca de enfermos como Valdosto. Quería saber todo.

—¿Y qué tiene eso de raro? Es la curiosidad normal de un hombre que trata de adaptarse al medio. Jim, tomaba notas. Lo vi cuando creía que yo estaba dormido. Se quedó dos horas escribiendo todas mis respuestas en una libreta.

Barrett frunció el ceño.

—Quizá Hahn vaya a escribir una novela sobre nosotros.

—Hablo en serio —dijo Latimer. Se llevó una mano tensa al oído—. Preguntas… notas. Y es escurridizo. ¡Trata de que diga algo sobre sí mismo!

—Lo hice. No me enteré de mucho.

—¿Sabes por qué lo mandaron aquí?

—No.

—Yo tampoco —dijo Latimer—. Crímenes políticos, me contó, pero fue muy impreciso. Daba la impresión de no saber casi nada sobre el actual gobierno, y menos cuál era su postura ante él. No detecto unas condiciones filosóficas apasionadas en el señor Hahn. Y tú y yo sabemos muy bien que la Estación Hawksbill es el basurero de los revolucionarios y los agitadores y los subversivos y gente por el estilo, y que nunca hemos tenido ningún otro tipo de prisionero.

—Admito que Hahn es un misterio —dijo Barrett con serenidad—. Pero ¿para quién podría estar espiando? Si es un funcionario del gobierno, no tiene cómo mandar sus informes. Está varado aquí para siempre, lo mismo que los demás.

—Quizá lo enviaron para vigilarnos, para asegurarse de que no estábamos ideando alguna manera de fugarnos. Quizá es un voluntario que aceptó renunciar a su vida en el siglo xxi para venir aquí y frustrar lo que estuviéramos tramando. Una persona entregada, un voluntario mártir de la sociedad. Supongo que conocerás ese tipo de personalidad. —Sí, pero…

—Quizá teman que hayamos inventado el viaje temporal hacia el futuro. O que nos hayamos convertido en una amenaza para la ordenada cronología del mundo. Cualquier cosa. Así que Hahn aparece aquí entre nosotros para vigilar y bloquear toda actividad peligrosa antes de que se transforme en algo realmente problemático. Por ejemplo, mis propias investigaciones extrasensoriales, Jim.

Barrett sintió una fría punzada de alarma. Ahora veía lo cerca que andaba Latimer de la paranoia: en media docena de tranquilas frases, Latimer había pasado de la expresión racional de algunas sospechas justificadas al fastidioso miedo de que los hombres de Arriba fueran a cerrarle el camino que él estaba tan cerca de perfeccionar.

—No creo que tengas que preocuparte, Don —dijo sin levantar la voz—. Hahn parece un tipo raro, pero no está aquí para crearnos problemas. La gente de Arriba ya nos ha hecho todo el mal que podía. Si no revocaron las ecuaciones de Hawksbill, no hay manera de que podamos molestar a nadie, nunca. Entonces, ¿para qué perder a un hombre enviándolo a espiarnos?

—¿Lo vigilarás de todos modos? —preguntó Latimer. —Sabes que sí. Y no dudes en avisarme si Hahn hace alguna otra cosa fuera de lo común. Tú estás en mejor posición que nadie para darse cuenta.

—Me mantendré alerta, Jim. No podemos tolerar que los de Arriba nos manden espías. —Latimer se levantó y miró a Barrett con una sonrisa que casi parecía anular la paranoia—. Ahora te dejaré seguir tomando el sol —dijo.

Latimer echó a andar cuesta arriba. Barrett lo miró hasta que casi había llegado a la cima, un punto apenas visible contra el fondo rocoso. Después de un largo rato Barrett agarró la muleta y logró ponerse de pie. Se quedó mirando las olas, hundiendo la punta de la muleta en el agua para asustar a un par de seres diminutos que venían por el fondo. Finalmente dio media vuelta e inició el largo y lento ascenso de regreso a la Estación.

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