11

Barrett no tuvo ninguna mujer estable después de que arrestaron a Janet. Vivía solo, aunque en su cama había bastante compañía transitoria. De algún modo se sentía culpable de la desaparición de Janet, y no quería que alguna otra chica corriese la misma suerte.

Sabía que esa culpa era injustificada. Janet ya estaba en el movimiento clandestino cuando él se enteró de su existencia, y sin duda la policía la había estado observando durante mucho tiempo. Probablemente la habían detenido porque la consideraban peligrosa y no porque estuvieran tratando de llegar a Barrett. Pero no podía evitar la sensación de responsabilidad, la idea de que pondría en peligro la libertad de cualquier chica que fuera a vivir con él.

Pero no tenía dificultades para encontrar compañeras. Ahora era el virtual líder del grupo de Nueva York, y eso le daba un carisma que para las muchachas era irresistible. Pleyel, más asceta y piadoso, se había retirado al papel de teórico puro. Barrett se encargaba de la rutina diaria de la organización. Barrett despachaba a los mensajeros, coordinaba las actividades de las áreas contiguas y planeaba los golpes. Y, como un pararrayos, se convirtió en el foco de los anhelos de muchos jóvenes de ambos sexos. Para ellos era un famoso héroe dé la revolución, un Viejo Revolucionario. Se estaba convirtiendo en una leyenda. Casi tenía treinta años.

Así que las chicas acudían en tropel a su pequeño apartamento. A veces vivía con una chica hasta dos semanas. Entonces le sugería que ya era hora de que se fuera.

—¿Por qué me echas? —preguntaba la chica de turno—. ¿No te gusto? ¿No te hago feliz, Jim?

Y la respuesta de él era más o menos ésta: —Muñeca, eres maravillosa. Pero si te quedas aquí, uno de estos días la policía vendrá a buscarte. No es la primera vez. Te llevarán y no sabremos más de ti.

—Yo no soy nadie. ¿Para qué les serviría?

—Para acosarme —explicaba Barrett—. Por eso conviene que te vayas. Por favor. Por tu propia seguridad.

Finalmente tenía que echarlas. Y entonces seguían una o dos semanas de soledad monástica, buenas para el alma, pero la ropa sucia empezaba a apilarse y no le vendría mal cambiar las sábanas y compren—, día que la vida monástica tenía sus desventajas, y alguna otra adolescente revolucionaria se mudaba emocionada a su apartamento y se dedicaba a las necesidades terrenales de Barrett durante un tiempo. A él le costaba diferenciarlas en el recuerdo. Por lo general tenían piernas largas y se vestían de la manera más inconformista del momento y la mayoría tenían rostros vulgares y buenos cuerpos. La Revolución tendía a atraer a ese tipo de chicas que no pueden— esperar para quitarse la ropa y probar que sus pechos y muslos y nalgas compensaban las deficiencias del rostro.

Ahora nunca faltaba sangre nueva. De eso se había encargado la psicología de estado policial introducida por el canciller Dantell. Dantell conducía con mano firme la nave del Estado, pero cada vez que sus secuaces iban a golpear en una puerta a medianoche, creaban nuevos revolucionarios. Los temores de Jack Bernstein de que el movimiento clandestino terminara en la impotencia como consecuencia de la sabia benevolencia del gobierno eran infundados. El gobierno no era del todo infalible, y no podía resistir del todo la tentación del totalitarismo; así, el movimiento de resistencia sobrevivía de manera desorganizada y crecía un poco cada año. El gobierno del canciller Arnold había sido más astuto, pero el canciller Arnold estaba muerto.

Entre la gente nueva que entró en el movimiento durante esos años difíciles de finales de la década de los noventa estaba Bruce Valdosto. Apareció en Nueva York un día de comienzos de 1997; no conocía a nadie y estaba lleno de ira y de odios no canalizados. Venía de Los Ángeles. Su padre tenía allí una taberna, y cuando un cobrador de impuestos lo acosó demasiado, le rompió la cara y lo arrojó a la calle. (El gobierno sindicalista, famoso por su puritanismo, era casi tan duro con los fabricantes y vendedores de bebidas alcohólicas como con los artistas y los escritores.) Ese día, más tarde, el recaudador de impuestos regresó con seis colegas y entre todos, metódicamente, mataron a golpes a Valdosto padre. El hijo, incapaz de detener la matanza, había sido arrestado por interferir en las funciones de los funcionarios del gobierno, y puesto en libertad después de un mes de intensos interrogatorios, cuya traducción era «torturas». Entonces Valdosto inició la hégira transcontinental que lo llevó al apartamento de Jim Barrett, en el sur de Manhattan.

Tenía poco más de diecisiete años. Barrett no lo sabía. Para él, Valdosto era un hombre moreno, de baja estatura y de más o menos su misma edad, con hombros inmensos y torso fuerte y piernas extrañamente desproporcionadas. Tenía el pelo enmarañado y grueso, y los ojos ardientes y feroces de un terrorista nato, pero ni su aspecto ni sus palabras ni sus actos delataban su juventud. Barrett nunca supo si Valdosto había nacido ya así o si había sufrido un envejecimiento acelerado en el crisol del tanque de interrogatorios de Los Ángeles.

—¿Cuándo empieza La Revolución? —quiso saber Valdosto—. ¿Cuándo empieza la matanza?

—No habrá ninguna matanza —dijo Barrett—. El golpe, cuando se produzca, será incruento. —¡Imposible! Tenemos que sacarle la cabeza al enemigo. Zas, como quien mata una serpiente. Barrett le mostró los organigramas de La Revolución: el plan según el cual se detendría al canciller y al Consejo de Síndicos, los oficiales jóvenes del ejército proclamarían la ley marcial y una Corte Suprema organizada anunciaría la reinstauración de la Constitución de 1789. Valdosto miró los gráficos, se hurgó la nariz, se rascó el pecho peludo, cerró los puños y gruñó:

—No. Eso no funcionará nunca. Es imposible pretender dominar un país mediante el arresto de un par de docenas de hombres clave.

—Ocurrió en 1984 —señaló Barrett.

—Eso fue diferente. El gobierno estaba en ruinas. Ese año ni siquiera hubo presidente. Pero ahora tenemos un gobierno de auténticos profesionales. La cabeza de la serpiente es mucho más grande de lo que crees, Barrett. Vas a tener que ir mucho más allá de los síndicos. Vas a tener que meterte con los burócratas: Con los pequeños führérs, con los tiranos de medio pelo que adoran tanto su puesto que harán cualquier cosa para conservarlo. El tipo de sujetos que mataron a mi padre. Hay que acabar con ellos.

—Son miles —dijo Barrett, alarmado—. ¿Y estás diciendo que tendríamos que ejecutar a todos los funcionarios públicos?

—No todos. Pero sí a la mayoría. Limpiar a los que se han ensuciado. Borrón y cuenta nueva.

Lo más aterrador de Valdosto, pensó Barrett, no era su afición a expresar con vehemencia ideas incendiarias, sino que sinceramente creía en ellas y estaba totalmente dispuesto a llevarlas a cabo. A la hora de haber conocido a Valdosto, Barrett se había convencido de que ya debía de haber cometido por lo menos una docena de asesinatos. Después Barrett descubrió que Valdosto no era más que un niño que soñaba con vengar a su padre, aunque nunca perdió la incómoda sensación de que Val carecía de los habituales escrúpulos. Recordó al adolescente Jack Bernstein insistiendo, casi una década antes, en que para derribar al gobierno hacía falta una campaña calculada de crímenes. Y Pleyel, suave como siempre, había comentado: «El asesinato no es un método válido de discurso político.» Hasta donde sabía Barrett, los deseos asesinos de Bernstein nunca habían pasado de la fase teórica; pero allí estaba el joven Valdosto, ofreciéndose como el ángel exterminador para cumplir los sueños revolucionarios de Jack. Era una suerte, se dijo Barrett, que Bernstein no estuviese ya tan metido en las actividades del movimiento clandestino. Con el aliento adecuado, Valdosto podía convertirse en una brigada de terror unipersonal.

En vez de eso se convirtió en el compañero de cuarto de Barrett. El acuerdo fue accidental. Valdosto necesitaba un sitio para pasar la primera noche en la ciudad, y Barrett le ofreció un sofá. Como Val no tenía dinero, no estaba en condiciones de buscar un apartamento, y aunque terminó en la nómina de lo que ahora llamaban el Frente Continental de Liberación, siguió viviendo con Barrett. A Barrett no le importaba. Después de la tercera semana le dijo:

—Olvídate de buscar un sitio para vivir. Puedes seguir quedándote aquí.

Se llevaban muy bien, a pesar de la diferencia de edad y de temperamento. Barrett descubrió que Valdosto le producía un efecto rejuvenecedor. Aunque sólo estaba a punto de cumplir treinta años, Barrett se sentía mayor; a veces se sentía incluso viejo. Llevaba en el movimiento clandestino casi la mitad de su vida, de manera que La Revolución se había transformado para él en una pura abstracción, en reuniones interminables y mensajes secretos y panfletos. A un médico que sólo va curando narices acatarradas le cuesta imaginar que trabaja, paso a paso, hacia un mundo del que desaparecerán las enfermedades; y Barrett, inmerso en los rituales nimios de la burocracia revolucionaria, perdía a menudo de vista la meta principal, o se olvidaba de que existía esa meta. Empezaba a deslizarse hacia la esfera enrarecida habitada por Pleyel y los demás agitadores originales: una esfera donde todo fervor estaba muerto y donde el idealismo se había transmutado en ideología. Valdosto lo rescató de todo eso.

Para Val, La Revolución no tenía nada de abstracto. Para él La Revolución era cuestión de romper cráneos y retorcer pescuezos y bombardear oficinas. Consideraba a los anónimos funcionarios del gobierno sus enemigos especiales, conocía sus nombres y soñaba con los castigos que impondría a cada uno. Su intensidad era contagiosa. Barrett, cuando lograba sustraerse al ansia destructora de Valdosto, empezaba a recordar que había un propósito central, fundamental para su cadena de rutinas diarias. Valdosto le hizo renacer los sueños revolucionarios tan difíciles de sustentar, semana tras semana, durante años y décadas.

Y cuando no estaba pensando en un derramamiento de sangre, Valdosto era un compañero ale—. gre y divertido. Por supuesto, llevaba un tiempo acostumbrarse a él. Casi carecía de inhibiciones y le gustaba andar desnudo por el apartamento, incluso cuando había visitas; la primera vez que salió así fue como una aparición antropoide, increíblemente grotesca, con aquel cuerpo fornido densamente cubierto de pelo grueso enmarañado, las piernas tan enanas que no le costaría tocar el suelo con los nudillos. Y unos días más tarde, cuando tenía una chica en la habitación, los dos salieron desnudos corriendo atropelladamente, persiguiéndose por la sala mientras Barrett, Pleyel y otros dos miraban asombrados. La chica, muy nerviosa, puros muslos blancos y pechos movedizos, se vio finalmente atrapada en un rincón, y Val la levantó de manera triunfal y se la llevó para la consumación.

—Es muy primitivo —explicó Barrett, avergon=zado. Valdosto pronto abandonó sus travesuras más estrafalarias, pero nunca se sabía qué haría a continuación. Parecía estar sublimando los impulsos terroristas con acrobacias eróticas, y a veces llevaba las mujeres de a dos y de a tres a su habitación; después arrojaba los desechos a Barrett. Los primeros meses fueron un poco frenéticos para Barrett, pero con el tiempo se adaptó al hecho de que siempre, a cualquier hora, encontraría el sitio lleno de mujeres desparramadas, desnudas y exhaustas, y participaba en la diversión con genuino entusiasmo, diciéndose que la vida de un revolucionario no tenía por qué ser austera.

El apartamento de Barrett se convirtió otra vez en centro social del grupo clandestino, como ya lo había sido cuando vivía con Janet. El clima de terror había vuelto a disminuir, y no hacía falta una exagerada cautela; aunque Barrett sabía que lo vigilaban, permitía sin dudar que otros lo visitaran.

Hawksbill apareció algunas veces. Barrett se encontró con él por casualidad en una de sus raras incursiones en círculos sociales no revolucionarios.

Columbia University había reabierto después de una forzada suspensión de las clases durante tres años, y Barrett se encontró viajando a Mornigside Heights una helada noche de primavera del998 para asistir a una fiesta organizada por un hombre que apenas conocía, un profesor de tecnología de la información aplicada llamado Golkin. Por entre la espesa nube de humo vislumbró a Edmond Hawksbill del otro lado de la habitación, y sus miradas se encontraron e intercambiaron remotos saludos con la cabeza, y Barrett empezó a dudar si saludarlo o no, y Hawksbill parecía estar en la misma situación; después de un-rato Barrett pensó, al demonio, sí lo saludo, y empezó a abrirse paso entre la gente.

Se encontraron a medio camino. Barrett no veía al matemático desde hacía casi dos años, y el cambio de aspecto lo asustó. Hawksbill nunca había sido un hombre apuesto, pero ahora parecía como si hubiera sufrido algún tipo de colapso glandular, y los efectos resultaban inquietantes. Estaba totalmente calvo. Sus mejillas, que siempre habían parecido sucias, mal afeitadas, eran de un extraño color rosa. Sus labios y su nariz habían engordado; tenía los ojos perdidos dentro de órbitas carnosas; su barriga era enorme, y todo su cuerpo parecía incrustado dentro de nuevas capas de grasa. Se estrecharon brevemente la mano; la piel de Hawksbill era húmeda, los dedos blandos y fláccidos. Barrett recordó que era sólo nueve años mayor que él, y que por tanto no había cumplido aún los cuarenta años. Parecía un hombre al borde de la tumba.

—¿Qué haces aquí? —dijeron los dos al mismo tiempo.

Barrett le explicó su vaga amistad con Golkin, el anfitrión. Hawksbill contó que acababan de invitarlo a formar parte de la facultad de matemáticas avanzadas de Columbia.

—Creía que no te gustaba enseñar —dijo Barrett. —Es cierto. No me gusta. Me han dado un cargó de investigador. Trabajo para el gobierno. —¿Clasificado?

—¿Existe alguna otra modalidad? —preguntó Hawksbill con una leve sonrisa.

Barrett sintió que el aspecto de aquel hombre le ponía la piel de gallina. Detrás de las gruesas gafas, los ojos de Hawksbill parecían fríos y extraños; algún efecto de la miopía quitaba toda humanidad a aquella mirada, que recordaba a un ser de otro mundo.

—No sabía que aceptabas dinero del gobierno —dijo Barrett con un escalofrío—. Entonces quizá no tendría que hablar contigo. Podría comprometerte.

—¿Quieres decir que le sigues dando duro a La Revolución? —preguntó Hawksbill.

—Sí, le sigo dando duro.

El matemático le regaló una fluida sonrisa. —Suponía que un hombre de tu inteligencia se habría desencantado de todos esos pelmazos inadaptados.

—No soy tan brillante como crees, Ed —dijo Barrett sin levantar la voz—. Ni siquiera tengo un título universitario, ¿recuerdas? Soy lo suficientemente estúpido como para creer que aquello por lo que trabajamos tiene sentido. Tú mismo lo creíste alguna vez. —Todavía lo creo.

—¿Así que te opones al gobierno pero trabajas para el gobierno? —preguntó Barrett.

Hawksbill movió los cubitos de hielo del vaso. —¿Te cuesta tanto aceptarlo? El gobierno y yo hemos pactado un matrimonio de conveniencia. Ellos saben, por supuesto, que estoy contaminado por un pasado revolucionario. Y yo sé que ellos son una pandilla de cabrones fascistas. Pero estoy realizando una investigación que sencillamente no podría llevar adelante sin una ayuda financiera de varios millones de dólares anuales, y eso me obliga a buscar subvenciones oficiales. Y el gobierno tiene suficiente interés en el proyecto y confía lo suficiente en mi talento como para apoyarme sin preocuparse por las ideologías. Yo los detesto y ellos desconfían de mí. Hemos llegado a un acuerdo que nos permite trabajar salvando las distancias.

—Orwell llamaba a eso pensamiento contradictorio.

—Ah, no —dijo Hawksbill—. Es Realpolitik, es cinismo, pero no pensamiento contradictorio. Ninguna de las partes se hace ilusiones con la otra. Nos usamos mutuamente, amigo mío. Yo necesito su dinero, ellos necesitan mi cerebro. Pero yo sigo abominando de la filosofía de este gobierno, y ellos lo saben.

—En ese caso —dijo Barrett—, podrías seguir trabajando con nosotros sin poner en peligro tu subvención.

—Supongo que sí.

—Entonces ¿por qué te has alejado del movimiento? Necesitamos tu talento, Ed. No tenemos a nadie con una mente que pueda barajar cincuenta factores simultáneos, y tú lo haces con facilidad. Te hemos echado de menos. ¿Puedo pedirte que vuelvas al grupo?

—No —dijo Hawksbill—. Sirvámonos algo más y te lo explico.

—Muy bien.

Pasaron por todo el ritual de llenarse los vasos. Hawksbill tomó un largo trago. En el borde de la boca le quedaron unas gotas que le bajaron por la barbilla carnosa hasta perderse en los pliegues manchados del cuello. Barrett apartó la mirada, tomando un buen trago de su propio vaso.

—No me he alejado de tu grupo porque tuviera miedo a ser arrestado —dijo entonces Hawksbill—. Ni porque haya dejado de desdeñar a los sindicalistas, ni porque me haya vendido a ellos. No. Me fui, si quieres que te lo diga, por aburrimiento y por desprecio. Decidí que el Frente Continental de Liberación no merecía mis energías.

—Eso es muy fuerte —dijo Barrett.

—¿Sabes por qué? Porque la dirección del movimiento cayó en manos de postergadores simpáticos como tú. ¿Dónde está La Revolución? Vivimos en el año 1998, Jim. Los sindicalistas llevan casi catorce años en el gobierno. No ha habido un solo intento visible de sacarlos del poder.

—Las revoluciones no sé planifican en una semana, Ed.

—Pero, ¿catorce años? ¿Catorce años? Quizá si Jack Bernstein estuviera al frente habría habido alguna acción. Pero Jack se amargó y se fue. Muy bien: Edmond Hawksbill no tiene más que una vida, y quiere vivirla de manera útil. Me cansé de los debates económicos serios y del parlamentarismo procesal. Me dediqué más a mi propia investigación. Me retiré.

—Lamento que te hayamos aburrido tanto, Ed. —Yo también. Durante un tiempo creí que el país tenía posibilidades de recuperar su libertad. Después me di cuenta de que eso era imposible. —¿Vendrás de todos modos a visitarme? Quizá puedas ayudarnos a arrancar de nuevo —dijo Barrett—. Todo el tiempo se incorporan jóvenes. Hay un tipo de California llamado Valdosto que tiene más fervor que diez de nosotros juntos. Y otra gente. Si vinieras, y nos dieras tu prestigio… Hawksbill se mostró escéptico. Le costaba ocultar su total desdén por el Frente Continental de Liberación. Pero no podía negar que aún apoyaba los ideales que defendía el Frente, así que Barrett se las ingenió para que aceptara hacerle una visita. Hawksbill apareció por el apartamento,la semana siguiente. Había allí una docena de personas, la mayoría muchachas que se sentaron a los pies de Hawksbill y lo miraron con adoración mientras él apretaba el vaso y rezumaba sudor y aburrido sarcasmo. Era, pensó Barrett, como una enorme babosa blanca en el sillón, húmedo, epiceno, repulsivo. Pero el atractivo que tenía para esas chicas era francamente sexual. Barrett notó que Hawksbill se encargaba muy bien de eludir las insinuaciones antes de que hubieran llegado demasiado lejos. A Hawksbill le gustaba ser el foco de sus deseos —Barrett sospechaba que ése era el motivo por el que acudía con tanta frecuencia—, pero no mostraba ningún interés en capitalizar sus oportunidades. Hawksbill consumía grandes cantidades del ron de Barrett y explicaba con lujo de detalles por qué el Frente Continental de Liberación estaba condenado al fracaso. El tacto nunca había sido el punto fuerte de Hawksbill, y a veces su análisis de los defectos del movimiento clandestino eran ferozmente agudos. Durante un tiempo Barrett pensó que era un error exponer ante él a los revolucionarios neófitos, dado que su crudo pesimismo podía llegar a desalentarlos para siempre. Pero Barrett descubrió que ninguno de los jóvenes admiradores de Hawksbill tomaba en serio sus espantosas acusaciones. Adoraban al matemático por su brillo como matemático, y daban por sentado que su pesimismo formaba parte de su excentricidad general, junto con su falta de cuidado y su gordura y su flaccidez. Así que valía la pena correr el riesgo de tener cerca a Hawksbill soltando esas largas peroratas con la esperanza de recuperarlo para el movimiento.

En un momento de descuido, cargado de ron, Hawksbill permitió que Barrett le preguntase sobre la investigación secreta que estaba haciendo para el gobierno.

—Estoy construyendo un transporte temporal —dijo Hawksbill.

—¿Sigues con eso? Creía que lo habías dejado hace mucho tiempo.

—¿Por qué habría de dejarlo? Las ecuaciones ini= ciales de 1983 son válidas, Jim. Toda una generación ha atacado mi trabajo, y nadie le ha encontrado un punto débil. Así que todo es cuestión de llevar la teoría a la práctica.

—Siempre despreciabas el trabajo experimental. Eras un teórico puro.

—Cambié de idea —dijo Hawksbill. Llevé la teoría hasta donde hace falta. —Se inclinó hacia delante y entrelazó pesadamente los dedos rechonchos y rosados sobre la barriga—. La inversión temporal es un hecho consumado en el nivel subatómico, Jim. Los rusos apuntaron en esa dirección hace por lo menos cuarenta años. Mis ecuaciones confirmaron sus extrañas conjeturas. En el laboratorio se puede invertir la senda temporal de un electrón y enviarlo hacia atrás un segundo.

—¿Hablas en serio?

—Eso ya es cosa vieja. El electrón, cuando se lo acelera, altera su carga y se transforma en positrón. Eso estaría bien, pero tiende a buscar un electrón que avanza por su misma senda y se aniquilan mutuamente.

—¿Causando una explosión atómica? —preguntó Barrett.

—No lo creo. —Hawksbill sonrió—. Se produce una liberación de energía, pero es sólo un rayo gamma. Bueno, al menos hemos logrado prolongar la vida de nuestro positrón, que viaja hacia atrás unos mil millones de veces más que antes, aunque eso no llega a ser ni siquiera un segundo. Sin embargo, si podemos enviar un solo electrón un solo segundo hacia atrás, sabemos que no hay ningún impedimento teórico para enviar un elefante un billón de años hacia atrás. Sólo hay dificultades técnicas. Tenemos que aprender a aumentar la masa de transmisión. Tenemos que resolver la inversión de la carga; de lo contrario sólo mandaríamos bombas de antimateria a nuestro propio pasado, y destruiríamos nuestros laboratorios. También tenemos que averiguar qué hace a un ser viviente la inversión de la carga. Pero ésas son trivialidades. En cinco, diez o veinte años las habremos resuelto. Lo que cuenta es la teoría. La teoría es sólida. —Hawksbill soltó un fuerte eructo—. Mi vaso vuelve a estar vacío, Jim.

Barrett se lo llenó.

—¿Por qué quiere el gobierno financiar tu investigación sobre la máquina del tiempo?

—¿Quién sabe? Lo único que me importa es el hecho de que autorizan mis gastos. No me toca a mí pensar por qué. Yo hago mi trabajo y espero que todo sea para un buen fin.

—Increíble —dijo Barrett en voz baja.

—¿Una máquina del tiempo? No, no es increíble. No lo es si estudias mis ecuaciones.

—No digo que la máquina del tiempo sea increíble, Ed. No si tú dices que puede construirse. Lo que me parece increíble es que estés dispuesto a dejar que el gobierno se apodere de ella. ¿No te das cuenta del poder que les das, la posibilidad de ir y venir por el tiempo a su antojo y eliminar a los abuelos de la gente que les crea problemas? Revisar el pasado para…

—0h —dijo Hawksbill—, nadie podrá ir y venir por el tiempo. Las ecuaciones sólo se refieren al viaje hacia atrás. Ni siquiera me he planteado el movimiento hacia adelante. De todos modos, no creo que sea posible. La entropía es la entropía, y no se la puede invertir, al menos en el sentido que yo empleo. El viaje por el tiempo será en una sola dirección, tal como nos ocurre hoy a todos los pobres mortales. Sólo cambiará de sentido, eso es todo.

A Barrett, gran parte de lo que Hawksbill decía acerca de la máquina del tiempo le resultaba incomprensible, y lo demás insoportable por la petulancia. Pero se quedó con la incómoda sensación de que el matemático estaba al borde del éxito, que en pocos años se habría perfeccionado un proceso para invertir el flujo del tiempo y que estaría en manos del gobierno. Bueno, pensó, el mundo había sobrevivido a Albert Einstein. Había sobrevivido a J. Robert Oppenheimer. De alguna manera también sobreviviría a Edmond Hawksbill.

Quería saber más acerca de la investigación de Hawksbill. Pero justo entonces llegó Jack Bernstein, y Hawksbill, recordando tardíamente que su trabajo era secreto, cambió bruscamente de tema.

Bernstein, como Hawksbill, se había alejado bastante del movimiento clandestino en los últimos años. A efectos prácticos se había retirado después de la ola de arrestos del verano de 1994. Durante los cuatro años siguientes Barrett lo había visto quizá una docena de veces. Sus encuentros eran fríos y distantes. Barrett empezaba a pensar que aquellas tardes, cuando los dos tenían quince años y discutían furiosamente sobre cualquier tema de interés intelectual entre las paredes cubiertas de libros del pequeño dormitorio de Jack, eran producto de su imaginación. Las caminatas por la nieve, la colaboración para las tareas del colegio, los primeros tiempos compartidos en el movimiento clandestino, ¿habrían, ocurrido de verdad? El pasado, para Barrett, se estaba desprendiendo y cayendo como una piel muerta, y su amistad juvenil con Jack Bernstein era lo primero que había perdido.

Bernstein ahora era duro y frío, un hombre pequeño y enjuto que bien podría estar tallado en piedra. Nunca se había casado. Desde que había abandonado el movimiento clandestino ejercía la abogacía; tenía un apartamento en la parte alta de la ciudad, y dedicaba gran parte de su tiempo a viajar por asuntos de negocios. Barrett no entendía por qué Bernstein había empezado a visitarlo de nuevo. Por motivos sentimentales no era, seguramente. Tampoco mostraba el menor interés por las espasmódicas actividades del Frente Continental de Liberación. Quizá lo que le atraía era la figura de Hawksbill, pensó Barrett. Costaba imaginar a una persona tan glacial y reservada como Jack idolatrando a alguien, pero quizá no había superado su admiración adolescente por Hawksbill.

Llegaba, se sentaba, bebía, de vez en cuando hablaba. Hablaba como si cada palabra le costara una libra de carne. Sus labios parecían cerrarse como tijeras entre las sílabas. Sus ojos, pequeños y enrojecidos, parpadeaban como si sufrieran un dolor contenido. Bernstein ponía muy incómodo a Barrett. Siempre había creído que Jack era un hombre atormentado por los demonios, pero ahora esos demonios parecían demasiado cerca de la superficie, demasiado capaces de prorrumpir y atacar a transeúntes inocentes.

Y Barrett sentía el cosquilleo de la burla sorda de Jack. Como ex revolucionario, Bernstein parecía compartir la idea de Hawksbill de que el Frente era inútil y sus miembros unos ilusos. Sonriendo casi a escondidas, Bernstein parecía estar juzgando el grupo al que había dedicado tantos años de su propia vida. Pero sólo una vez dejó aflorar su desprecio. Pleyel entró en la habitación, una figura maravillosa, con una larga barba blanca, absorta en los cálculos para el próximo milenio. Saludó a Bernstein con la cabeza, como si hubiera olvidado quién era. —Buenas noches, camarada —dijo Bernstein—. ¿Cómo va La Revolución?

—Nuestros planes están madurando —dijo Pleyel con voz suave.

—Sí. Sí. Es una excelente estrategia, camarada. Espera pacientemente hasta que los sindicalistas mueran a la décima generación. ¡Después ataca, ataca con dureza!

Pleyel parecía desconcertado. Sonrió y se marchó a consultar algo con Valdosto, obviamente sin registrar el amargo sarcasmo de Bernstein. Barrett estaba molesto.

Jack, si buscas un blanco, úsame a mí. Bernstein soltó una risa áspera.

—Tú eres demasiado grande, Jim. Contigo no podría errar el tiro, y entonces no sería deporte. Además, es cruel disparar a una presa fácil.

Esa noche —a finales de noviembre de 1998— fue la última vez que Bernstein acudió al apartamento de Barrett. Hawksbill hizo una sola visita más, tres meses más tarde.

—¿Sabes algo de Jack? —le preguntó Barrett. —Ahora se hace llamar Jacob. Jacob Bernstein. —Siempre detestó ese nombre. Lo guardaba en secreto.

Hawksbill parpadeó de manera afable.

—Allá él. Cuando lo reconocí y lo llamé Jack, me explicó que se llamaba Jacob. Lo hizo de una manera bastante brusca.

—Yo no he vuelto a verlo desde aquella noche de noviembre. ¿Qué está haciendo?

—¿De veras no te has enterado?

—No —dijo Barrett—. ¿Es algo que yo deba saber? —Supongo que sí —dijo Hawksbill, ahogando una risita—. Jacob tiene un nuevo trabajo, y es probable que no vuelva a visitar socialmente a los líderes del Frente. Quizá les haga visitas profesionales, pero no sociales.

—¿Qué tipo de trabajo tiene? —dijo Barrett controlando la voz.

Hawksbill parecía disfrutar diciéndolo.

—Ahora es interrogador. Para la policía del régimen. Un trabajo que se acomoda muy bien a su personalidad, ¿no te parece? Seguramente va a tener mucho éxito.

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