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Barrett no sabía con certeza el momento exacto, pero en algún punto del camino todos habían dejado de verse como contrarrevolucionarios y se consideraban revolucionarios por derecho propio. El cambio semántico se había producido a principios de los noventa, y había sido gradual. Durante los primeros años después de los disturbios de 1984–1985, los revolucionarios, con justicia, habían sido los sindicalistas, pues habían derrocado un establishment de más de dos siglos. Por lo tanto, los conspiradores antisindicalistas clandestinos eran forzosamente contrarrevolucionarios: Pero después de un tiempo la revolución sindicalista se había institucionalizado. Había dejado de ser una revolución para transformarse a su vez en un establishment.

Así que ahora Barrett era un revolucionario. Y la meta del movimiento clandestino se había capitalizado de manera sutil en La Revolución. La Revolución iba a llegar cualquier día, cualquier mes, cualquier año… Sólo hacía falta más planificación. Entonces transmitirían La Palabra y por toda la nación se levantarían los revolucionarios.

No cuestionaba la verdad de esas proposiciones. Aún no. Hacía su trabajo, y mientras pasaban los días esperaba confiado la caída de los sindicalistas, cada vez más afianzados y seguros.

La Revolución era la única carrera de Barrett. Con facilidad, sin arrepentirse, había dejado la universidad antes de terminar los estudios. De todos modos, la universidad estaba dominada por los sindicalistas, y la dosis diaria de propaganda lo ofendía. Entonces había ido a ver a Pleyel, y Pleyel le había dado un trabajo. Oficialmente, Pleyel dirigía una agencia de empleo; eso era, al menos, la tapadera. En un pequeño despacho en el centro de Manhattan, seleccionaba los candidatos para la clandestinidad mientras trabajaba de manera legal parte del tiempo. Janet era su secretaria; Hawksbill aparecía de vez en cuando a programar el ordenador de la agencia; Barrett fue contratado como subdirector: El salario era bajo, pero le permitía comer regularmente y pagar el alquiler del pequeño apartamento que compartía con Janet. Durante treinta horas a la semana se ocupaba de actividades de la agencia de empleo en apariencia inocentes, liberando a Pleyel, que entonces se dedicaba a otro tipo de trabajo más delicado.

A Barrett le agradaba la clandestinidad. Le ponía en contacto con personas, y eso le gustaba. Por la oficina pasaba todo tipo de neoyorquinos desocupados, algunos de ellos radicales buscando la clandestinidad, otros simplemente buscando trabajo, y Barrett hacía por ellos todo lo que podía. No sé daban cuenta de que era poco más que un adolescente, y algunos de ellos incluso lo tenían por modelo y guía. Eso lo ponía un poco incómodo, pero les ayudaba cuanto podía.

El trabajo clandestino seguía a un ritmo constante en aquellos años.

Barrett sabía que esa frase, «el trabajo clandestino», era una abstracción casi vacía de contenido. ¿En qué consistía tal trabajo? En la interminable planificación de un levantamiento que se iba aplazando día a día. En llamadas telefónicas transcontinentales en una jerga que ocultaba intrigas subversivas. En la publicación subrepticia de propaganda antisindicalista. En la osada distribución de libros de historia no censurados. En la organización de mítines de protesta. Una serie infinita de pequeñas acciones que en el fondo de poco servían. Pero Barrett, en pleno arrebato de entusiasmo juvenil, estaba dispuesto a ser paciente. Algún día, se decía, encajarían todas las piezas dispersas. Algún día llegaría La Revolución.

En nombre del movimiento viajaba por todo el país. Con los sindicalistas la economía se había reactivado, y los aeropuertos eran otra vez sitios muy concurridos; Barrett llegó a conocerlos muy bien. Pasó la mayor parte del verano de 1991 en Alburquerque, Nuevo México, trabajando con un grupo de revolucionarios que en el viejo orden ~de cosas hubieran sido calificados de derechistas extremistas. A Barrett le costaba digerir buena parte de su filosofía, pero el grupo odiaba tanto a los sindicalistas como él, y compartía su amor por la Revolución de 1776 y por todo el simbolismo que la acompañaba. Ese verano estuvo varias veces a punto de ser arrestado.


En el invierno de 1991–1992 viajó todas las semanas a Oregón para coordinar un grupo en Spokane que estaba montando una oficina de propaganda para el noroeste. El viaje de dos horas se convirtió en un esfuerzo tedioso después de un tiempo, pero Barrett siguió con esa rutina, visitando diligentemente a los compañeros de Spokane los miércoles por la noche y después regresando a Nueva York. La primavera siguiente trabajó sobre todo en Nueva Orleans, y pasó ese verano en St. Louis. Pleyel continuaba moviendo los peones de un lado para otro. Su teoría era que había que estar al menos tres pasos por delante de los agentes de policía.

En realidad se producían pocos arrestos importantes. Los sindicalistas habían dejado de tomar en serio al movimiento clandestino, y de vez en cuando detenían a un líder sólo para mantenerse en forma. En general, consideraban a los revolucionarios maniáticos inofensivos, y les permitían ensayar todos los ritos de la conspiración mientras no llegaran al sabotaje o al asesinato. Después de todo, ¿quién podía oponerse al gobierno sindicalista? El país era próspero. La mayoría de la gente volvía a tener empleo regular. Los impuestos eran bajos. El flujo interrumpido de maravillas tecnológicas estaba otra vez en marcha, y cada año se presentaba una maravilla nueva: control climático, transmisión telefónica de imágenes en color, vídeo tridimensional, trasplante de órganos, periódicos por línea de fax, etcétera. Entonces, ¿de qué quejarse? ¿Acaso las cosas habían funcionado mejor con el viejo sistema? Incluso se hablaba de restituir el sistema bipartidista en el año 2000. Las elecciones libres habían vuelto a ponerse de moda en 1990, aunque, por supuesto, el Consejo de Síndicos ejercía el derecho a veto de los candidatos. Ya nadie hablaba de la naturaleza «provisional» de la Constitución de 1985, pues esa constitución parecería encaminada a quedarse, pero el gobierno introducía pequeñas enmiendas para ajustarla más a las pasadas tradiciones nacionales.

Eso desbarató de raíz los planes de los revolucionarios. La sombría predicción de Jack Bernstein se estaba cumpliendo: el gobierno de los sindicalistas era ahora el familiar, querido y tradicional gobierno de turno, y el amplio centro de la nación los aceptaba como si siempre hubieran estado allí. Cada vez había menos insatisfechos. ¿Para qué meterse en un movimiento clandestino si, con paciencia, tendrían un gobierno cada vez más benévolo? Sólo los amargados, los enfadados incurables y los destructores vocacionales estaban dispuestos a meterse en actividades revolucionarias. A finales de 1993 no era el gobierno sindicalista sino el movimiento clandestino lo que parecía estar desvaneciéndose, puesto que el conservadurismo norteamericano se iba reafirmando en medio de tantas transformaciones.

Pero en el último mes de 1993 hubo una transferencia de poder dentro del gobierno. El canciller Arnold, que había gobernado el país durante los ocho años que llevaba en vigor la nueva constitución, murió de un repentino aneurisma de aorta. Tenía sólo cuarenta y nueve años y se hablaba de que lo habían asesinado; pero el hecho era que Arnold había desaparecido, y tras una breve crisis interna los síndicos eligieron a uno del grupo como nuevo canciller. Thomas Dantell de Ohio asumió el poder, y las medidas de seguridad se intensificaron en todos los niveles. Como síndico, Dantell había dirigido la policía nacional, y ahora, con el jefe de policía en el puesto de máxima responsabilidad del gobierno, la simpática tolerancia de los movimientos clandestinos terminó bruscamente. Empezaron los arrestos.

—Quizá tengamos que disolvernos por un tiempo —dijo Pleyel en tono sombrío durante la nevosa primavera de 1994—. Se están acercando demasiado. Hasta ahora ha habido siete arrestos importantes, y apuntan ya a la dirección.

—Si nos disolvemos —dijo Barrett—, nunca más podremos reorganizar el movimiento.

—Mejor bajar ahora el perfil y salir del escondite dentro de seis meses o de un año —argumentó Pleyelque exponernos a que nos condenen a todos a veinte años de cárcel por sedición.

El movimiento clandestino discutió el asunto en una sesión formal. Pleyel perdió. Tomó su derrota con tranquilidad y prometió seguir trabajando hasta que se lo llevase la policía. Pero el episodio mostró cómo Barrett iba ascendiendo hacia una posición cada vez más importante en el grupo. Pleyel era todavía el líder, pero parecía demasiado distante, demasiado idealista. En los momentos de verdadera crisis, todo el mundo acudía a Barrett.

Barrett tenía ahora veintiséis años, y sobresalía entre todos los demás tanto en el sentido literal como en el figurado. Enorme, enérgico, incansable, usaba sus ocultas reservas de fuerza física de la manera más directa: él solo había resuelto un desagradable incidente callejero, cuando una docena de bravucones atacaron a tres chicas que distribuían panfletos revolucionarios. Barrett pasaba por allí cuando vio que los panfletos volaban por el aire y que las chicas estaban a punto de sufrir una violación no ideológica, y se puso a repartir cuerpos vivos en todas direcciones, como Sansón entre los filisteos. Pero en condiciones normales trataba de contenerse.

Su relación con Janet duraba desde hacía casi una década, de la que habían vivido juntos los últimos siete años. Ninguno de los dos pensaba legalizar la situación, que en muchos sentidos equivalía a un matrimonio. Se reservaban el derecho a tener aventuras individuales, y de vez en cuando las tenían. En eso Janet había marcado la pauta, y Barrett aprovechaba su libertad cuando se le presentaba la ocasión. Pero en general se sentían unidos por un vínculo más profundo que el que podía crear el certificado de matrimonio que daba el gobierno. Por lo tanto él sufrió mucho cuando arrestaron a Janet un día abrasador del verano de 1994.

Barrett estaba en Boston en ese momento, verificando documentos según los cuales unos informantes del gobierno se habían infiltrado en una célula de Cambridge. Al final de la tarde, cuando iba hacia la estación de metro para volver a Nueva York, sonó el teléfono que llevaba en la oreja izquierda, y la voz aguda de Jack Bernstein dijo:

—¿Dónde estás ahora, Jim?

—Estoy regresando. Iba hacia la estación del metro. ¿Qué ocurre?

—No uses el metro de la calle Cuarenta y dos. Asegúrate de bajar en White Plains. Estaré allí esperándote.

—¿Qué problema hay, Jack? ¿Qué ha sucedido? —Te lo contaré cuando te vea.

—Cuéntamelo ahora.

—Es mejor que no lo haga —dijo Bernstein—. Te veré dentro de una o dos horas.

Se cortó la comunicación. Al subir al metro, Barrett intentó llamar a Bernstein en Nueva York, pero no tuvo respuesta. Llamó a Pleyel y la línea no dio señales de vida. Marcó el número de su casa y Janet no atendió. Atemorizado, Barrett no insistió. Con esas llamadas podía meterse en problemas o creárselos a los demás. Trató de esperar a que pasara el tiempo mientras el metro lo llevaba a trescientos kilómetros por hora por el pasillo BostonNueva York. Era típico de Bernstein llamarlo y tenderle un anzuelo como ése, insinuar sádicamente una espantosa emergencia y después callar los detalles. Jack siempre parecía disfrutar infligiendo pequeñas torturas de ese tipo. Y no maduraba con la edad.

Barrett, tal como le habían ordenado, salió del metro en la estación suburbana. Se quedó en la salida un largo rato, mirando con cautela en todas direcciones y pensando, no por primera vez, que un hombre de su estatura era demasiado llamativo para tener éxito como revolucionario. Entonces apareció Bernstein, que le tocó un codo y dijo:

—Sígueme. Tengo un coche en el aparcamiento. No digas nada hasta que lleguemos allí. Caminaron muy serios hasta donde estaba el coche. Bernstein tocó con el pulgar el panel de la puerta del conductor y la abrió, haciendo esperar a Barrett un momento antes de abrirle también la puerta. El coche era alquilado, verde y negro, un poco siniestro. Barrett subió y se volvió hacia la figura pálida y delgada que tenía al lado, sintiendo como siempre una especie de repugnancia hacia las mejillas llenas de cicatrices de Bernstein, las cejas pobladas y unidas y la expresión fría y burlona. De no haber sido por Jack Bernstein, Barrett quizá no hubiera entrado nunca en el movimiento clandestino, pero le parecía incomprensible que una persona como ésa hubiera sido su mejor arraigo de la niñez. Ahora su relación era puramente profesional, como revolucionarios que trabajaban juntos por una causa común, aunque no había entre ellos ninguna amistad.

—¿Qué ocurrió? —dijo Barrett.

Bernstein ensayó una sonrisa de calavera. —Detuvieron a Janet esta tarde.

—¿Quién fue? ¿De qué estás hablando?

—La polizei. Allanaron tu apartamento a las tres. Janet estaba allí, y también Nick Morris. Planeaban la operación de Canadá. De repente se abrió la puerta y entraron cuatro de los muchachos de verde. Acusaron a Janet y a Nick de actividades subversivas y se pusieron a registrar la casa.

Barrett cerró los ojos.

—Allí no había nada que pudiera llamar la atención. Hemos sido muy cuidadosos.

—Pero la policía no lo supo hasta que terminó de registrar el apartamento. —Bernstein condujo el coche hasta la autopista que llevaba a Manhattan y activó el sistema de control electrónico. Cuando el ordenador se hizo cargo, Bernstein soltó los instrumentos de conducción, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior y encendió uno sin convidar a Barrett. Cruzó las piernas y se volvió cómodamente hacia él—. Mientras estaban en el apartamento también registraron de manera concienzuda a Janet y a Nick. Nick me lo contó. Hicieron désnudar por completo a Janet y después la revisaron de arriba abajo. ¿Te enteraste de ese incidente en Chicago, el mes pasado, la chica con la bomba suicida en la vagina? Bueno, se aseguraron de que Janet no fuera a volarse de la misma manera. Como hacen siempre: le ataron los tobillos y le separaron las piernas en el suelo, y después…

—Ya sé cómo lo hacen —dijo Barrett controlando las palabras—. No hace falta que me lo describas. —Tenía que hacer un esfuerzo para contenerse. La tentación de agarrar a Bernstein y golpearle la cabeza varias veces contra el parabrisas era fuerte. El canalla me cuenta todo esto adrede para torturarme, pensó Barrett—. Deja las atrocidades y cuéntame qué más ocurrió.

—Acabaron con Janet y desvistieron a Nick y lo examinaron también. Supongo que ésa fue la emoción del año para Nick: primero ver cómo revisaban a Janet y después hacer su propio despliegue. —Barrett arrugó aún más el ceño; Nick Morris era un sujeto pequeño y pudoroso, de dudosa heterosexualidad, para quien aquello tenía que haber sido una experiencia aterradora, y el placer de Bernstein era demasiado evidente—. Después se llevaron a Janet y a Nick a Foley Square para un interrogatorio más riguroso. A eso de las cuatro y treinta soltaron a Nick. Me llamó y yo te llamé a ti.

—¿Y Janet?

—La retuvieron.

—No tienen más pruebas contra ella que contra Nick. Entonces, ¿por qué no la soltaron a ella también?

—No te lo sé decir —dijo Bernstein—. Pero el hecho es que la tienen todavía.

Barrett entrelazó las manos para que no le temblaran.

¿Dónde está Pleyel?

—En Baltimore. Lo llamé y le dije que se quedara allí hasta que bajase la temperatura.

—Pero a mí me invitaste a regresar.

—Alguien tiene que hacerse cargo —dijo Bernstein—. No voy a ser yo, así que tienes que ser tú. No te preocupes, no corres verdadero peligro. Tengo un contacto en un sitio importante; se fijó en los datos que poseen y me dijo que sólo había orden de arresto para Janet. Quise asegurarme más, y me arriesgué mandando a Bill Klein a tu apartamento; Bill dice que no han vuelto a buscarte en las dos últimas horas. Por lo tanto no hay moros en la costa.

—¡Pero Janet!

—Cosas que pasan —dijo Bernstein—. Riesgos que corremos.

La risa seca y silenciosa de aquel hombrecito era demasiado audible. Hacía meses que Bernstein daba la impresión de estar retirándose del movimiento, faltando a reuniones, rechazando con pesar misiones fuera de la ciudad. Parecía lejano, distanciado, apenas interesado en el movimiento clandestino. Barrett no había hablado con él durante tres semanas. Pero de repente ésta ba otra vez en circulación, metido de lleno en la red de comunicación del movimiento.

¿Por qué? ¿Para cacarear de alegría ante el arresto de Janet?

El coche entró en Manhattan a doscientos kilómetros por hora. Bernstein retomó los mandos manuales al cruzar la calle Ciento veinticinco, atravesó el East River Tunnel y salió al paso elevado vehicular de la calle Catorce. Unos minutos más tarde estaban en el edificio donde habían vivido Barrett y Janet. Bernstein llamó al hombre que había dejado vigilando dentro del apartamento.

—Ya no hay moros en la costa —le dijo a Barrett después de un rato.

Subieron. El apartamento estaba como lo había dejado la policía, y era un espectáculo desagradable. Habían sido muy minuciosos. Habían abierto todos los cajones, habían sacado todos los libros; de los estantes, habían echado un vistazo a todas las cintas. Por supuesto, sin encontrar nada, dado que Barrett era inflexible en cuanto a no dejar entrar propaganda revolucionaria en su apartamento, pero durante el registro los policías habían logrado poner las sucias manos en cuanta cosa tenían en el lugar. La ropa interior de Janet estaba esparcida por el suelo de manera patética; Barrett fulminó a Bernstein con la mirada cuando lo vio observando con voracidad las ligeras prendas. Las visitas no habían sido ni suaves ni cuidadosas con el contenido del apartamento. Barrett se preguntó cuántas cosas faltarían, pero en ese momento no tenía ánimos para hacer el inventario. Se sentía como si un cirujano le hubiera abierto el cuerpo, le hubiera quitado todos los órganos y los hubiera desparramado por el suelo.

Barrett se agachó y levantó un libro con el lomo roto. Lo cerró con cuidado y lo puso en un estante. Después apoyó la mano en el estante y se inclinó hacia adelante, esperando a que se pasaran un poco la rabia y el miedo.

—Llama a tu contacto en ese lugar importante, Jack —dijo después de un rato—. Hay que sacarla como sea.

—No puedo hacer nada por ti.

Barrett se volvió de repente. Agarró a Bernstein de los hombros. Los dedos se clavaron, y sintió los huesos afilados debajo de la carne escasa. La sangre abandonó la cara de Bernstein, y los estigmas del acné se le encendieron como faros. Barrett lo sacudió con furia; la cabeza de Bernstein se bamboleó sobre el cuello delgado.

—¿Qué es eso de que no puedes hacer nada por mí? ¡La puedes encontrar! ¡La puedes sacar! —Jim… Jim, basta…

—¡Tú y tus contactos! ¡Maldita sea, han arrestado a Janet! ¿Eso no significa nada para ti? Bernstein arañó débilmente las muñecas de Barrett, tratando de sacárselas de los hombros. Barrett recuperó pronto la calma y lo soltó. Sin aliento, con el rostro encendido, Bernstein retrocedió y se acomodó la ropa. Se pasó un pañuelo por la frente. Parecía muy asustado, pero en aquellos ojos brillaba un hosco resentimiento.

—Pedazo de bruto —dijo en voz baja—, no vuelvas a tocarme así nunca más.

—Lo siento, Jack. Estoy muy tenso. En este momento podrían estar torturando a Janet… golpeándola… haciendo cola para violarla, incluso…

—No podemos hacer nada. Está en manos de ellos. No tenemos ningún canal oficial para protestar, y tampoco extraoficial. La interrogarán y tal vez después la suelten. Todo eso escapa a nuestro control.

—No. La encontraremos como sea, y la liberaremos.

Jim, no has analizado el problema. Cada miembro individual de este grupo es prescindible. No podemos arriesgar a los nuestros para poner en libertad a Janet. A menos que tú quieras considerarte alguien privilegiado que puede arriesgar la vida o la libertad de sus camaradas sólo para recuperar a alguien con quien tiene una relación sentimental, aunque la utilidad de esa persona para la organización haya acabado…

—Me das asco —dijo Barrett.

Pero sabía que a Bernstein no le faltaba razón. Nunca habían arrestado a nadie del entorno más inmediato, pero Barrett sabía muy bien cuáles eran los pasos que seguían a esos arrestos. Era inútil pensar que se podía forzar al gobierno a soltar a un prisionero. Había una docena de campamentos dispersos por el país donde los interrogaban, y en ese momento Janet podía estar tanto en Kentucky como en Dakota del Norte o en Nevada, enfrentando una incierta condena a prisión basada en una acusación imprecisa. Por otra parte, también podía estar libre y camino a casa. El funcionamiento de los gobiernos totalitarios se basa en la arbitrariedad, y si de algo se podía calificar a ese gobierno era de arbitrario. Janet había desaparecido, y nada podía— hacer él por remediarlo: todo dependía de la misteriosa misericordia del gobierno.

—Quizá tendrías que tomar algo —sugirió Bernstein—. Tranquilizarte un poco. Así no puedes pensar, Jim.

Barrett dijo que sí con la cabeza. Fue al mueblebar. Tenían allí una pequeña reserva, un par de botellas de whisky escocés, un poco de ginebra y ron blanco para los daiquiris que tanto le gustaban a Janet. Pero el mueble-bar estaba vacío. Las visitas lo habían limpiado. Barrett se quedó mirando los estantes desnudos durante mucho tiempo, viendo cómo bailaban las motas de polvo allí dentro.

—Desaparecieron las bebidas alcohólicas —dijo finalmente—. Es lógico. Vamos, salgamos de aquí. No puedo ver más este lugar.

—¿Adónde vas?

—A la oficina de Pleyel.

—Pueden tener vigilantes apostados allí, preparados para arrestar a cualquiera que aparezca —dijo Bernstein.

—Pues me arrestarán. ¿Para qué engañarnos? Pueden arrestar a quien quieran, si así lo desean. ¿Me acompañarás?

Bernstein dijo que no con la cabeza.

—Creo que no. Eres tú quien manda, Jim. Haz lo que te parezca. Seguiremos en contacto.

—Sí.

—Y te aconsejaría que fueras menos impulsivo si quieres seguir en libertad mucho tiempo más. Salieron. Barrett caminó hasta la oficina de empleo, observó con atención el edificio desde la calle, novio nada raro y entró. La oficina estaba intacta. Se encerró en ella y empezó a llamar a los jefes de célula de otros distritos: Jersey City, Greenwich, Nyack, Suffern. Todos informaron de lo mismo: un inequívoco plan repentino de arrestos simultáneos, no necesariamente de líderes máximos. Dos o tres miembros de cada célula habían sido detenidos a media tarde. Algunos habían sido interrogados y liberados ilesos; otros seguían presos. Nadie sabía muy bien dónde estaban estos últimos, aunque Valkenburg, del grupo de Greenwich, se había enterado por una fuente no identificada que los prisioneros estaban siendo distribuidos en cuatro campamentos del sur y el sudoeste. No sabía nada en concreto de Janet. Nadie lo sabía. Todos parecían muy afectados.

Barrett pasó la noche en un sofá en la oficina de Pleyel. Por la mañana volvió al apartamento e inició la aburrida tarea de limpiarlo, con la esperanza de que apareciese Janet. La imaginaba todo el tiempo allí detenida, una chica regordeta, de ojos oscuros y pelo negro prematuramente veteado de mechones blancos, retorciéndose y contorsionándose con desesperación mientras los interrogadores hacían su trabajo, exigiendo nombres, fechas, metas. Sabía cómo interrogaban a las mujeres. En su manera de actuar siempre había un componente de humillación sexual; su teoría, sin duda acertada, era que una mujer desnuda interrogada por seis o siete hombres probablemente no ofrecería mucha resistencia. Janet era dura, pero ¿cuántos pellizcos y pinchazos y miradas lascivas podría soportar? Los interrogadores no tenían que usar atizadores candentes ni pinzas ni el potro para sacar información. Bastaba con transformar a la persona torturada en un simple pedazo de carne para que se le quebrase la voluntad.

En realidad, Janet no podía contarles nada que no supieran ya. El movimiento clandestino poco tenía de organización secreta, a pesar de las contraseñas y de la apariencia. La policía ya conocía los nombres, las fechas, las metas. Esos arrestos eran sólo para destrozarles el estado de ánimo, la astuta manera que tenía el gobierno de comunicar a sus adversarios que no engañaban a nadie. Arbitrariedad: ésa era la esencia. Desconcierta al enemigo. Arresta, interroga, encarcela, ejecuta incluso, pero siempre de manera amable, impersonal, sin mostrar ningún afán de venganza. Sin duda un ordenador del gobierno había sugerido detener ese día a x miembros del movimiento clandestino, como jugada estratégica en la lucha subterránea permanente. Y así se había hecho. Y así había desaparecido Janet.

No la soltaron ese día. Ni el siguiente.

Pleyel regresó de Baltimore con cara de preocupación. Había estado trabajando en el problema desde allí. Se había enterado de que el primer día se habían llevado a Janet a Louisville para interrogarla, la habían transferido a Bismarck el segundo día y a Santa Fe el tercero. Después se acababa la pista. Eso también formaba parte de la campaña de guerra psicológica del gobierno: traslada a los prisioneros de un lado para otro, llévalos de aquí para allí, desconciértalos a todos con el juego. ¿Dónde estaba ella? Nadie lo sabía. De algún modo, la vida continuaba. Celebraron en Detroit un mitin planeado desde hacía mucho tiempo; la policía del régimen estuvo observando de manera benévola, tolerando el acto con aire de suficiencia pero dispuesta a reprimirlo si se ponía violento. Distribuyeron nuevos panfletos en Los Ángeles, Evansville, Atlanta y Boise. Diez días después de la desaparición de Janet, Barrett dejó el apartamento y se fue a vivir a otro, a una calle de distancia.

Era como si el mar la hubiera arrebatado y engullido.

Durante un tiempo, Barrett tuvo la esperanza de que— la soltaran, o que por lo menos su red de información le pudiera decir dónde la tenían detenida. Pero no llegaba ninguna noticia. Con su es— ` tilo impersonalmente arbitrario, el gobierno había escogido a un grupo de víctimas ese día. Quizá estaban muertas, quizá estaban sólo escondidas en el nivel inferior de alguna mazmorra de máxima seguridad. No importaba. Habían desaparecido.

Barrett no la vio nunca más. Nunca supo qué le habían hecho.

El dolor se transformó en pena, y con el tiempo, para su sorpresa, hasta la pena desapareció, y el ` trabajo del movimiento clandestino siguió su curso, una lucha incesante por una meta cada vez más lejana.

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