El vuelo 001 de Pan Am dejó atrás el claro de luna y descendió hacia el aeropuerto de Nueva Delhi a través de las nubes y la oscuridad. Mirando el ala, Baedecker sintió que el tirón de la gravedad se mezclaba con la tensión de un viejo piloto obligado a aterrizar como pasajero. Cuando las ruedas rozaron la pista, Baedecker miró el reloj: las 3.47 hora local. Sintió pinchazos de dolor detrás de los ojos al mirar las oscuras siluetas de los depósitos de agua y los edificios más allá de la luz intermitente del ala. El enorme 747 viró bruscamente a la derecha y carreteó hasta detenerse. El gemido de los motores se ahondó y se apagó, dejando a Baedecker con el eco de su fatigado pulso en los oídos. Hacía veinticuatro horas que no dormía.
Incluso antes de que la lenta cola llegara a la salida, Baedecker sintió la vaharada de calor y humedad. Al bajar por la escalerilla al pegajoso asfalto, sintió el tirón de la tremenda, masa del planeta bajo sus pies, aumentada por el peso de los cientos de millones de almas desdichadas que poblaban el sub-continente, e irguió los hombros para combatir el abatimiento.
«Debí haberme hecho la tarjeta de crédito», pensó. En la penumbra, con los demás pasajeros, esperó a que el autobús azul y blanco se acercara por el oscuro pavimento. La terminal era un borrón luminoso en el horizonte. Las nubes reflejaban las luces que parpadeaban más allá de la pista.
No hubiera sido muy difícil. Sólo le habían pedido que se sentara frente a las cámaras y las luces, sonriera y dijera:
«¿Me conocéis? Hace dieciséis años pisé la Luna. Eso no me ayuda cuando quiero reservar un billete de avión o pagar una cena en un café francés.» Dos líneas más de cháchara y el cierre estándar con la inscripción de su nombre en la tarjeta de plástico:
RICHARD E. BAEDECKER.
El edificio de la aduana parecía un enorme depósito. Luces amarillas de sodio colgaban de las vigas de metal, dando un aire grasiento y ceroso a la tez de la gente. Baedecker tenía la camisa pegada al cuerpo. Las colas avanzaban despacio. Baedecker estaba habituado a las impertinencias de los vistas de aduana, pero esos hombrecillos de pelo negro y camisa beige establecían nuevos récords de impertinencia burocrática día a día. Un par de metros delante de él, una mujer india mayor esperaba con sus dos hijas, las tres con saris de algodón barato. Impaciente por sus respuestas, el funcionario que estaba detrás del maltrecho mostrador arrojó las dos maletas baratas al suelo del cobertizo. Telas brillantes y estampadas, sostenes y bragas rasgadas se desparramaron. El vista se volvió hacia otro agente y masculló algo en hindi. Ambos sonrieron con sorna.
De pronto el adormilado Baedecker se percató de que uno de los vistas le hablaba a él.
– ¿Cómo ha dicho?
– He preguntado si es esto todo lo que tiene para declarar. ¿No trae nada más? -El sonsonete del inglés con acento indio sonaba extrañamente familiar para Baedecker. Se lo había escuchado a personal hotelero indio en todo el mundo. Sólo que entonces el tono no revelaba suspicacia ni enfado.
– Sí. Esto es todo. -Baedecker señaló el formulario rosa que había llenado antes de aterrizar.
– ¿Es todo lo que lleva? ¿Una bolsa? -El agente alzó la vieja bolsa negra como si contuviera contrabando o explosivos.
– Es todo.
El hombre frunció el entrecejo y se lo pasó desdeñosamente a otro agente de camisa beige, quien trazó una X sobre la bolsa como si la violencia del movimiento pudiera exorcizar posibles peligros.
– Andando, andando -dijo el primer agente, gesticulando. -Gracias -dijo Baedecker. Cogió la bolsa y salió a la oscuridad.
Sólo se veía negrura. Dos triángulos negros. Ni siquiera las estrellas eran visibles durante el descenso final. Enfundados en los voluminosos trajes de presión, ceñidos por correas y hebillas, solo veían el cielo uniforme y negro. Durante la mayor parte de la secuencia de combustión final y descenso, el módulo de aterrizaje se había invertido y la superficie lunar era invisible. Sólo en los minutos finales Baedecker pudo mirar el resplandor de la trémula superficie lunar.
«Es igual que en las simulaciones», pensó. Tenía que haber algo más. Tenía que sentir algo más. Pero mientras respondía automáticamente a las transmisiones y preguntas de Houston, mientras tecleaba números en el ordenador y le leía cifras a Dave, ese pensamiento indigno volvía una y otra vez. «Es igual que las simulaciones.»
– ¡Señor Baedecker! -Tardó un minuto en registrar el grito. Alguien lo llamaba desde hacía un rato. En un callejón entre la aduana y la terminal, Baedecker miró a su alrededor. Miles de insectos bailaban en el resplandor de los reflectores. Gentes envueltas en túnicas blancas dormían en la acera, acurrucadas contra los oscuros edificios. Hombre morenos de camisa brillante se apoyaban contra los taxis amarillos y negros. Baedecker giró hacia el otro lado cuando la muchacha se le acercó.
– ¡Señor Baedecker! Hola. -La muchacha se detuvo con un simpático gesto de saludo, irguió la cabeza, aspiró una profunda bocanada de aire.
– Hola -dijo Baedecker. No sabía quién era esa joven, pero tuvo una fuerte sensación de déjà vu. ¿Quién diablos lo saludaba en Nueva Delhi a las cuatro y media de la mañana? ¿Alguien de la embajada? No, no sabían que llegaba, y en todo caso no les importaba. Ya no. ¿Bombay Electronics? Difícil. No en Nueva Delhi. Y esa joven rubia era obviamente norteamericana. Siempre torpe para recordar nombres y rostros, Baedecker se sonrojó con culpabilidad y embarazo. Hurgó en la memoria. Nada.
– Soy Maggie Brown -dijo la muchacha, extendiendo la mano. El la estrechó, sorprendido de hallarla tan fresca. Sentía la piel febril. ¿Maggie Brown? Ella se apartó un mechón de pelo que le llegaba hasta los hombros, y Baedecker de nuevo tuvo la sensación de haberla visto antes. Debía de haber trabajado para la NASA, aunque parecía demasiado joven para…
– Soy amiga de Scott -dijo ella con una sonrisa. Tenía boca ancha, y un pequeño orificio entre los dientes frontales. El efecto era curiosamente agradable.
– La amiga de Scott. Desde luego. Hola. -Baedecker le volvió a darla mano y miró en torno otra vez. Varios taxistas se habían acercado para ofrecer sus servicios. Baedecker meneó la cabeza, pero sólo parlotearon más. Baedecker cogió el codo de la joven y se apartó de la turba gesticulante-. ¿Qué haces aquí, en la India? Y en este lugar. -Baedecker señaló la calle angosta y la larga sombra de la terminal. Ahora la recordaba. Joan le había enseñado una foto la última vez que Baedecker estuvo en Boston. Los ojos verdes se le habían grabado en la memoria.
– Hace tres meses que estoy aquí -dijo ella-. Scott rara vez tiene tiempo para verme, pero voy allí cuando está libre. A Poona, quiero decir. Encontré un trabajo de gobernanta… no gobernanta, en realidad, sino una especie de tutora. La familia de un médico. Buena gente. Vive en el sector británico. De todos modos, estaba con Scott la semana pasada, cuando recibió su telegrama.
– Oh -dijo Baedecker. No se le ocurrió otra respuesta en varios segundos. En el cielo trepaba un pequeño reactor-. ¿Scott está allí? Pensaba que lo vería en… Poona.
– Scott está en un retiro, en la granja del Maestro. No regresará hasta el martes. Me pidió que le avisara. Yo estoy visitando a una vieja amiga de la Fundación Educativa de Vieja Delhi.
– ¿El Maestro? ¿Te refieres a ese gurú?
– Así lo llaman todos. De cualquier modo, Scott me pidió que le avisara, y pensé que usted no se quedaría mucho tiempo en Nueva Delhi.
– ¿Y has venido antes de que amanezca para darme este mensaje? -Baedecker miró atentamente a la joven. Mientras se alejaban de los potentes focos, la tez de la muchacha parecía brillar con fulgor propio. Baedecker notó que una luz tenue teñía el cielo hacia el este.
– No hay problema -dijo ella, cogiéndole el brazo-. Mi tren llegó hace pocas horas. No tenía nada que hacer hasta que abrieran las oficinas de la Fundación.
Habían llegado al frente de la terminal. Baedecker notó que estaban en la campiña, a cierta distancia de la ciudad. Veía edificios de apartamentos a lo lejos, pero los ruidos y olores que los rodeaban era campestres. La calzada del aeropuerto conducía a una autopista ancha, pero en las cercanías había caminos de tierra bajo banianos de muchos troncos.
– ¿Cuándo despega su vuelo, señor Baedecker?
– ¿A Bombay? A las ocho y media. Pero no me llames «señor». Llámame Richard, por favor.
– Vale, Richard. ¿Qué tal si damos un paseo y luego vamos a desayunar?
– De acuerdo -dijo Baedecker. En ese momento habría dado cualquier cosa por disponer de una habitación vacía, una cama, tiempo para dormir. ¿Qué hora sería en St. Louis? Su mente fatigada no podía con esa simple aritmética. Siguió a la muchacha que echó a andar por la calzada mojada por la lluvia. Enfrente despuntaba el sol.
Hacía tres días que despuntaba el sol cuando aterrizaron. Los detalles se perfilaban con claridad. Se había planeado de ese modo.
Más tarde Baedecker apenas recordaba el descenso por la escalerilla y el momento en que saltó del módulo lunar. Todos los años de preparación, simulación y expectativas habían conducido a ese instante, esa brusca intersección del momento y el lugar, pero lo que Baedecker recordaba después era una vaga sensación de frustración y urgencia. Llevaban un retraso de veintitrés minutos cuando Dave lo precedió escalerilla abajo. Ponerse los trajes y chequear los cincuenta y un ítems del sistema de soporte vital y la despresurización les había llevado más tiempo que en las simulaciones.
Se desplazaron por la superficie, verificando su equilibrio, recogiendo muestras, tratando de recobrar el tiempo perdido. Baedecker había dedicado muchas horas a idear una frase breve para recitarla cuando pisara el suelo lunar -su «nota al pie de la historia», como la había llamado Joan-, pero Dave hizo una broma al saltar del estribo, Houston pidió un chequeo radial y el momento pasó.
Baedecker tenía dos recuerdos fuertes del resto de la actividad extravehicular. Recordaba la maldita lista que llevaba en la muñeca. No lograron recobrar el tiempo, ni siquiera después de eliminar la tercera muestra de mineral y el segundo chequeo de la memoria de guía del Rover. Había odiado esa lista.
El otro recuerdo aún se le aparecía en sueños. La gravedad. Un sexto de g. La euforia de botar por la superficie rutilante y rocosa con sólo impulsarse con las botas. Eso despertaba un recuerdo anterior; Baedecker era un niño que aprendía a nadar en el lago Michigan, y su padre lo sostenía mientras él avanzaba pateando la arena del fondo del lago. Qué maravillosa ligereza, la fuerza de los brazos de su padre, el suave vaivén de las verdes olas, la perfecta sincronización de peso y liviandad se encontraban en la pulsación de equilibrio que le brotaba de los talones.
Aún soñaba con eso.
El sol se elevó como un enorme globo naranja de bordes trémulos mientras la luz se refractaba en el aire tibio. Baedecker pensó en las fotos Ektachrome del National Geographic. ¡India! Insectos, pájaros, cabras, pollos y vacas se sumaban al creciente rumor del tráfico de la autopista. Incluso ese sinuoso camino de tierra por donde andaban ya estaba atestado de personas en bicicletas, carretas, camiones con la inscripción de Transporte Público y taxis negros y amarillos que se internaban en la confusión como abejas furibundas.
Baedecker y la joven se detuvieron junto a un edificio pequeño y verde que tanto podía ser una granja como un templo hinduista. Quizá fuera ambas cosas. En el interior sonaban campanas. Un olor a incienso y estiércol salía de un patio interior. Los gallos graznaban y en alguna parte un hombre cantaba en un frágil falsete. Otro hombre -con traje de poliéster azul- detuvo su bicicleta, enfiló hacia el costado del camino y orinó en el patio del templo.
Pasó un crujiente carro tirado por un buey y Baedecker se volvió para mirarlo. La mujer del carro se cubrió la cara con el sari, pero los tres niños que la acompañaban miraron a Baedecker. El hombre del pescante le gritó al fatigado buey y azotó el excoriado flanco con una pértiga. De pronto el rugido de un 747 de Air India ahogó los demás ruidos. Los costados de metal relumbraron en el oro del sol naciente.
– ¿Qué es este olor? -preguntó Baedecker. En medio de esa embestida de olores (tierra mojada, cloacas abiertas, gases de automóviles, pilas de abono, contaminación de la lejana ciudad) surgía un aroma dulce y abrumador que ya parecía haberle impregnado la piel y la ropa.
– Están preparando el desayuno -dijo Maggie Brown-. En todo el país están preparado el desayuno en fogatas abiertas. La mayoría usan estiércol de vaca seco como combustible. Ochocientos millones de personas preparando el desayuno. Gandhi escribió una vez que éste era el aroma eterno de la India.
Baedecker cabeceó. Las nubes del monzón devoraban el sol. Por un segundo los árboles y la hierba cobraron un verdor brillante y postizo, realzado por la fatiga de Baedecker. La jaqueca que lo atormentaba desde Frankfurt se había desplazado desde atrás de los ojos hacia la nuca. Cada paso le retumbaba en la cabeza. Pero el dolor parecía algo distante y sin importancia, percibido a través de una bruma de agotamiento y de mareo de tierra. Formaba parte de la extrañeza: los nuevos olores, la rara cacofonía de sonidos rurales y urbanos, esta atractiva joven a quien el sol le marcaba los pómulos y le encendía los ojos verdes. ¿Qué sería ella para el hijo de Baedecker? ¿Era seria esa relación? Baedecker lamentó no haber hecho más preguntas a Joan, pero había sido una visita incómoda y él estaba ansioso por marcharse.
Baedecker miró a Maggie Brown y comprendió que era machista pensar en ella como en una niña. La joven tenía ese aplomo y esa actitud alerta que Baedecker asociaba con los verdaderos adultos, no con los que se habían limitado a crecer. Baedecker calculó que Maggie Brown rondaba los veinticinco años, con lo cual era varios años mayor que Scott. ¿No había dicho Joan que la amiga de su hijo era graduada y adjunta de cátedra?
– ¿Has venido a la India sólo para visitar a Scott? -preguntó Maggie Brown. Estaban de nuevo en la calzada circular, acercándose al aeropuerto.
– Sí. No -dijo Baedecker-. Es decir, he venido a ver a Scott, pero lo he hecho coincidir con un viaje de negocios.
– ¿No trabajas para el gobierno? -preguntó Maggie-. ¿La gente del espacio?
Baedecker sonrió ante la imagen que evocaba «gente del espacio».
– Hace doce años que no trabajo para ellos -respondió, y le habló de la empresa aeroespacial de St. Louis para la cual trabajaba.
– ¿Así que no tienes nada que ver con el transbordador espacial? -dijo Maggie.
– Muy poco. Pusimos algunos subsistemas a bordo de los transbordadores y a veces alquilamos espacio en ellos. -Baedecker se percató de que había usado el pasado como si hablara de un difunto.
Maggie se detuvo para observar el resplandor dorado del sol sobre los flancos de la torre de control y los edificios terminales de Nueva Delhi. Se caló un mechón rebelde detrás de la oreja y se cruzó de brazos.
– Es difícil creer que han pasado casi dieciocho meses desde que estalló el Challenger -dijo-. Fue espantoso.
– Sí -afirmó Baedecker.
Era irónico que él hubiera estado en Cabo Cañaveral para ese vuelo. Sólo había asistido a un lanzamiento anterior, uno de los primeros vuelos de prueba del Columbia, casi cinco años atrás. En enero de 1986 presenció el desastre del Challenger sólo porque Cole Prescott, el vicepresidente de la empresa de Baedecker, le pidió que acompañara a un cliente que había financiado un subcomponente del paquete experimental Spartan-Halley, que iba en el compartimiento de carga del Challenger.
El lanzamiento del 51-L se desarrollaba normalmente y Baedecker y su cliente se hallaban de pie en los palcos VIP, a cinco kilómetros de la rampa 39-B, protegiéndose los ojos del sol de la mañana, cuando las cosas no funcionaron bien; Baedecker sólo llevaba una ligera chaqueta de algodón, era la mañana más fría que recordaba en el Cabo. A través de los prismáticos vio un destello de hielo en el andamiaje que rodeaba el transbordador.
Baedecker estaba pensando en irse cuanto antes para que no lo retrasara la multitud cuando la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA sonó en el altavoz.
– Altitud cuatro coma tres millas náuticas, distancia del punto de lanzamiento tres millas náuticas. Motores acelerando. Tres motores al ciento cuatro por ciento.
Baedecker evocaba su propio lanzamiento, quince años antes, su tarea de comunicar datos mientras Dave Muldorff «pilotaba» el monstruoso Saturno V, cuando el altavoz lo devolvió al presente con la voz del comandante Dick Scobee.
– Positivo, acelerando.
Baedecker miró hacia el aparcamiento para calcular el congestionamiento de las carreteras y un segundo después su cliente dijo:
– Vaya, esos cohetes forman una gran nube cuando se separan, ¿eh?
Baedecker miró hacia arriba y vio esa estela expansiva que no tenía nada que ver con la separación de las etapas; de inmediato reconoció el mórbido fulgor rojizo que iluminaba el interior de la nube cuando los combustibles hipergólicos se encendieron al escapar del sistema de control de reacción y de los motores de maniobra orbital destruidos. Segundos después los cohetes se desprendieron del cúmulo expansivo de la explosión. Sintiendo náuseas, Baedecker se volvió hacia el piloto Tucker Wilson, un ex colega de tiempos del Apollo que todavía trabajaba en la NASA, y dijo sin esperanzas:
– ¿Abortan la misión?
Tucker sacudió la cabeza. No era un mero regreso al lugar de lanzamiento. Esto era lo que cada uno de ellos temía en silencio durante sus propios lanzamientos. Cuando Baedecker miró de nuevo, los primeros segmentos de la nave destruida iniciaban su larga y triste caída hacia la cripta del mar.
En los meses posteriores al Challenger, a Baedecker le costó creer que alguna vez los americanos hubieran volado al espacio con tanta frecuencia y competencia. Ese largo intervalo de dudas en que no hubo ninguna misión se transformó para Baedecker en la normalidad, confundiéndose en su mente con una agobiante sensación de pesadez, entropía y triunfo de la gravedad, una sensación que lo abrumaba desde que su propio mundo y su familia se habían despedazado meses antes.
– Mi amigo Bruce dice que Scott no salió de su habitación durante dos días después del estallido del Challenger -dijo Maggie Brown. Estaban frente a la terminal aérea de Nueva Delhi.
– ¿De veras? -dijo Baedecker-. Creí que Scott ya no tenía interés en el programa espacial. -Miró hacia el sol naciente repentinamente oscurecido por las nubes. El color se desbordaba del mundo como el agua de un fregadero.
– Él decía que no le importaba -dijo Maggie-. Decía que Chernobyl y el Challenger eran los primeros signos del fin de la era tecnológica. Semanas después se las arregló para venir a la India. ¿Tienes hambre, Richard?
Aún no eran las seis y media de la mañana pero la terminal se estaba llenando de gente. Algunos todavía dormían en los rajados y mugrientos suelos de linóleo. Baedecker se preguntó si eran pasajeros o simplemente personas que buscaban un techo para pasar la noche. Un niño estaba sentado solo en una silla de vinilo negro y lloraba a moco tendido. Se deslizaban lagartos por las paredes.
Maggie lo condujo a una pequeña cafetería del segundo piso, donde camareros somnolientos aguardaban con servilletas sucias colgadas del brazo. Maggie le advirtió que no probara el tocino y pidió una tortilla, tostada con gelatina y té. Baedecker pensó en desayunar pero desechó la idea. En realidad quería un whisky. Pidió café.
No había más clientes en el gran salón, excepto la alborotada tripulación de un avión de Aeroflot que se veía por la ventana. Los rusos chascaban los dedos para llamar a los cansados camareros indios. Baedecker miró al capitán y el hombre le resultó familiar, aunque Baedecker sabía que muchos pilotos soviéticos tenían esas mandíbulas cuadradas y esas cejas marcadas. No obstante, se preguntó si lo habría conocido durante los tres días que había recorrido Moscú y la Ciudad de las Estrellas con el proyecto de prueba Apollo-Soyuz. Se encogió de hombros. No tenía importancia.
– ¿Cómo está Scott? -preguntó.
Maggie Brown lo miró con una expresión de cautela que pareció envolverla como un velo.
– Bien. Dice que nunca se ha encontrado tan bien, pero creo que ha perdido algo de peso.
Baedecker evocó a su corpulento hijo, con corte cepillo y camiseta, queriendo jugar de shortstop en el equipo de la pequeña liga de Houston. Era demasiado lento, y sólo servía para jugar en la parte derecha del campo.
– ¿Cómo va su asma? ¿La humedad la ha hecho resurgir?
– No, el asma está curada -replicó Maggie-. Según Scott, se la curó el Maestro.
Baedecker pestañeó. Hasta hace poco, en su apartamento vacío, se había sorprendido esperando toses, la respiración entrecortada. Recordaba las ocasiones en que había abrazado al chico como si fuera un bebé, acunándolo, mientras ambos se asustaban del gorgoteo de los pulmones.
– ¿Tú eres seguidora de este… del Maestro?
Maggie rió y fue como si el velo se le cayera de los ojos verdes.
– No, no estaría aquí si lo fuera. No les permiten dejar el ashram por más de unas horas.
Baedecker murmuró y miró el reloj. Faltaban noventa minutos para que saliera su vuelo a Bombay.
– Se retrasará -dijo Maggie.
– ¿Eh? -preguntó Baedecker, confundido.
– Tu vuelo. Se retrasará. ¿Qué harás hasta el martes?
Baedecker no había pensado en ello. Era jueves por la mañana. Había planeado estar en Bombay esa misma tarde, ver a la gente de electrónica y su estación de tierra el viernes, coger el tren a Poona para visitar a Scott el fin de semana y salir de Bombay el lunes por la tarde.
– No sé -dijo-. Supongo que me quedaré en Bombay un par de días más. ¿Qué tenía de importante ese retiro como para que Scott no pudiera tomarse tiempo libre?
– Nada -dijo Maggie Brown. Bebió el último sorbo de té y dejó la taza con un ademán brusco y furioso-. Es lo mismo de siempre. Conferencias del Maestro. Sesiones de soledad. Danzas.
– ¿Danzas?
– Bueno, algo parecido. Tocan música. El ritmo se acelera cada vez más. Se mueven cada vez más deprisa. Al final caen agotados. Eso purifica el alma.
Baedecker reparó en los silencios de Maggie. Había leído acerca de un ex profesor de filosofía que se había transformado en el más reciente gurú de los chicos ricos de naciones acomodadas. Según Time, los lugareños indios se habían escandalizado al oír hablar de sexo grupal en sus ashrams. Baedecker se había alarmado cuando Joan le dijo que Scott había abandonado la Universidad de Boston para ir al otro confín del mundo. ¿En busca de qué?
– No pareces aprobarlo -le dijo a Maggie Brown.
La joven se encogió de hombros. De pronto se le iluminaron los ojos.
– ¡Oye, tengo una idea! ¿Por qué no vienes a pasear conmigo? He tratado de convencer a Scott de que viera algo más que el ashram de Poona desde que llegué en marzo. ¡Ven conmigo! Será divertido. Puedes conseguir un pase de Air India para viajes internos baratísimo.
Baedecker se quedó desconcertado un instante, pensando en los rumores sobre sexo grupal. Luego vio la avidez infantil de la cara de Maggie y se reprochó sus ocurrencias obscenas. La chica simplemente se sentía sola.
– ¿Adonde pensabas ir? -preguntó. Necesitaba un segundo para formular un rechazo cortés.
– Mañana me iré de Delhi -dijo ella animadamente-. Volaré a Varanasi y luego a Khajuraho, haré una escala en Calcuta, iré a Agra y después regresaré a Poona.
– ¿Qué hay en Agra?
– Sólo el Taj Mahal -dijo Maggie, inclinándose hacia él con una mirada picara-. No puedes ver la India sin ver el Taj Mahal. Está prohibido.
– Lo lamento pero tendrá que ser así -dijo Baedecker-. Mañana tengo una cita en Bombay, y dices que Scott regresará el martes. Necesito regresar a casa a lo sumo una semana después del viernes. Ya estoy alargando demasiado el viaje.
Notó que la había decepcionado.
– Además -añadió-, no sirvo para turista.
La bandera americana le había parecido absurda. Pensaba que le conmovería. Una vez, en Yakarta, después de ausentarse de su país sólo nueve meses, se le saltaron las lágrimas al ver la bandera americana flameando en la popa de un viejo carguero en el puerto. Pero en la Luna -a cuatrocientos mil kilómetros de casa- encontraba ridícula la imagen de la bandera con su alambre rígido extendido para simular una brisa en el vacío.
Baedecker y Dave se cuadraron. Frente al sol, ante la cámara de televisión que habían instalado, saludaron la bandera. Sin darse cuenta ya habían cobrado el hábito de inclinarse hacia adelante en la posición de «simio cansado» típica de la baja gravedad, sobre la que Aldrin les había advertido durante las sesiones de instrucción. Era cómoda y natural, pero quedaba mal en las fotografías.
Habían terminado el saludo y se disponían a hacer otra cosa cuando les habló el presidente Nixon. La improvisada llamada telefónica de Nixon había insertado una experiencia irreal en un mundo surreal. El presidente no tenía pensado lo que iba a decir y empezó a divagar. Cuando parecía que había redondeado la frase y ellos se disponían a responder, Nixon hablaba de nuevo. El tiempo de retraso complicaba la transmisión. Dave se encargó de responder. Baedecker sólo dijo «Gracias, señor presidente» varias veces. Por alguna razón Nixon pensó que querrían conocer el resultado de los partidos de fútbol del día anterior. Baedecker odiaba el fútbol. Se preguntó si esos desvaríos sobre el fútbol representaban la idea de Nixon acerca de cómo hablan los hombres entre ellos.
– Gracias, señor presidente -dijo Baedecker. Y mientras se ponía de cara a esa cámara, esa bandera congelada contra un cielo negro, escuchando las divagaciones del director ejecutivo del país entre chirridos de estática, Baedecker pensaba en el objeto no autorizado que había escondido en el bolsillo de la rodilla derecha.
El vuelo Delhi-Bombay salió con tres horas de retraso. Un viajante británico que vendía helicópteros y estaba sentado junto a Baedecker en la terminal dijo que hacía semanas que el piloto y el ingeniero de vuelo de Air India mantenían una rencilla. Uno de los dos retrasaba el vuelo todos los días.
Una vez en el aire, Baedecker trató de dormitar, pero el chillido incesante de los botones de llamada lo mantuvo despierto. En cuanto despegaron, fue como si todos los ocupantes del avión llamaran a las camareras con sari. Los tres hombres de la fila anterior a Baedecker pedían alborotadamente almohadas y bebidas y chascaban los dedos con modales imperiosos que irritaban a Baedecker, con su prudente temperamento del Medio Oeste.
Maggie Brown se había marchado poco después del desayuno. Había garrapateado su itinerario en una servilleta y se lo había metido en el bolsillo del traje.
– Nunca se sabe -dijo-. Tal vez algo te haga cambiar de parecer.
Baedecker había hecho algunas preguntas más sobre Scott antes de que ella se marchara en un taxi negro y amarillo, pero se quedó con la impresión de una joven que erróneamente había seguido al amante a una tierra extraña y ajena y que ya no sabía cómo sentía ni pensaba Scott.
Volaban en un Air Bus francés. Baedecker notó, con ojo profesional, que las alas se flexionaban con mayor latitud que un Boeing y sorprendido se percató del abrupto ángulo de ataque que escogía el piloto indio. Las compañías aéreas americanas no permitirían que sus pilotos maniobraran por temor a alarmar a los pasajeros. Los pasajeros indios no parecían notarlo. El descenso hacia Bombay fue tan rápido que Baedecker recordó un vuelo a Pleiku en un C-130, donde el piloto había tenido que bajar casi verticalmente por temor a los disparos.
Bombay parecía compuesta de chozas con techo de hojalata y fábricas decrépitas. Más tarde, Baedecker llegó a ver edificios modernos y el mar Arábigo. El avión se inclinó en un ángulo de cincuenta grados, una meseta se elevó para recibirlos y aterrizaron. Baedecker cabeceó, una silenciosa felicitación para el piloto.
El viaje en taxi desde el aeropuerto hasta el hotel fue demasiado para el agotado Baedecker. Poco después de las puertas del aeropuerto Santa Cruz de Bombay empezaban las barriadas pobres. Kilómetros cuadrados de chozas con techo de hojalata, vencidas tiendas de lona y callejas estrechas y lodosas se extendían a ambos lados de la autopista. Un caño de agua de seis metros de altura recorría el apiñamiento de chozas como una manguera atravesando un hormiguero. Niños de tez cetrina correteaban sobre el caño o se apoyaban en los flancos herrumbrados. Por todas partes se veía el vertiginoso movimiento de un sinfín de cuerpos.
Hacía mucho calor. El aire húmedo que entraba por las ventanillas abiertas del taxi le pegaba en la cara como un tubo de escape caliente. En ocasiones veía el mar Arábigo a la derecha. En los suburbios un enorme cartel anunciaba «0 días para el monzón», pero las nubes bajas no traían lluvias refrescantes, sólo un reflejo del agobiante calor y una pesadez que le aplastaba los hombros como un yugo.
La ciudad era aún más desconcertante. Cada calle lateral era un tributario de seres humanos de camisa blanca que se derramaban en crecientes y turbulentos arroyos y ríos de población. Miles de diminutos escaparates ofrecían sus mercancías de colores chillones a millones de peatones abarrotados. La cacofonía de bocinas, motores y timbres de bicicleta envolvió a Baedecker en un grueso manto de aislamiento. Carteles gigantescos y chillones promovían a actores de cine de mejillas sonrosadas y actrices de pelo renegrido, labios rojizos y tez purpúrea.
Pronto llegaron a Marine Drive, al Queen's Necklace, y el mar aparecía gris y batiente a la derecha. A la izquierda, Baedecker vio pistas de criquet, crematorios al aire libre y edificios de oficinas. Creyó ver una nube de buitres sobrevolando la Torre del Silencio a la espera de los cadáveres de los parsis, pero las motas continuaron revoloteando en la periferia de su visión cuando Baedecker desvió los ojos.
La oleada de aire acondicionado hizo temblar su piel húmeda dentro del Oberoi Sheraton. Baedecker casi no recordaba ni haberse registrado ni haber seguido al camarero de chaqueta roja hasta su habitación del piso treinta. Las alfombras olían a una especie de ácido fénico y antiséptico; en el ascensor, un grupo de bulliciosos árabes apestaba a almizcle, y por un instante, Baedecker pensó que iba a vomitar. Deslizó un billete de cinco rupias al camarero, que corrió la cortina de la ancha ventana y se fue cerrando la puerta. Los sonidos se amortiguaron y Baedecker arrojó su chaqueta de lino en una silla y se derrumbó sobre la cama. Se durmió en diez segundos.
Habían recorrido con el Rover casi cinco kilómetros, un récord. Cinco kilómetros de barquinazos. Las ruedas mordían el polvo lunar arrojándolo en una trayectoria extraña y chata que fascinaba a Baedecker. El mundo era un vacío brillante. Las sombras de ambos los precedían a los tumbos. Más allá del crujido de la radio y los ruidos internos del traje, Baedecker sentía un silencio frío y absoluto.
La zona de experimentos se hallaba alejada de la zona de aterrizaje, en un paraje llano cerca de un pequeño cráter de impacto llamado Kate en los mapas. Habían avanzado cuesta arriba mientras el pequeño ordenador del Rover memorizaba cada vuelta y recodo. El módulo de descenso era una chispa de oro y plata en el valle que dejaban atrás.
Baedecker desplegó el paquete sísmico mientras Dave tomaba una vista panorámica con la Hasselblad que llevaba montada en el pecho. Baedecker extendió cuidadosamente los cables dorados de diez metros. Dave rebotaba ligeramente después de cada foto, un globo humanoide sujeto a una playa rutilante. Dave transmitió algo a Houston y botó hacia el sur para fotografiar una prominencia rocosa. La Tierra era un escudo azul y blanco en un cielo negro.
«Ahora», pensó Baedecker. Se apoyó en una rodilla, pero la posición le resultó incómoda a causa del traje y tuvo que apoyar ambas rodillas en el polvo para asegurar la punta del último filamento sísmico. Dave seguía alejándose. Baedecker abrió la cremallera del bolsillo de la rodilla derecha y extrajo los dos objetos. Le costó abrir el saco de plástico con los gruesos guantes, pero logró arrojar el contenido en la palma sucia de polvo. Apoyó la pequeña fotografía de color contra una piedra, a un metro del filamento sensor. Las sombras la ocultaban y Dave no repararía en ella a menos que estuviera al lado. Sostuvo el otro objeto -una medalla de San Cristóbal- un instante, titubeando. Se agachó, apoyó el metal en el suelo gris. Lo arrojó en el saco y se apresuró a guardarlo en el bolsillo antes de que Dave regresara. Baedecker se sentía extraño, de rodillas en el suelo lunar, suplicando, su enorme sombra extendida ante él como un paño negro. La pequeña fotografía le devolvió la mirada. Joan vestía una blusa roja y pantalones azules. Ladeaba la cabeza hacia Baedecker, que sonreía directamente a la cámara. Ambos apoyaban una mano en los hombros de Scott. El niño de siete años abría la boca en una sonrisa. Llevaba una camisa blanca para la fotografía, pero bajo el cuello abierto sobresalía la camiseta azul del Centro Espacial Kennedy que el niño había llevado casi todos los días del verano anterior.
Baedecker miró de soslayo la figura distante de Dave, y cuando estaba a punto de levantarse sintió una presencia a sus espaldas. La piel se le humedeció dentro del traje. Se levantó y giró despacio.
El Rover estaba aparcado cinco metros a sus espaldas. La cámara de televisión, controlada desde una consola de Houston, estaba montada sobre un puntal cerca de la rueda frontal derecha. La cámara apuntaba directamente hacia Baedecker. Se inclinó hacia atrás para seguirlo mientras él se levantaba.
Baedecker miró la pequeña caja con cables a través del resplandor y la distancia. El círculo negro de la lente lo miró a través del silencio.
La ancha antena parabólica trazaba un perfil cortante en el cielo del monzón.
– Impresionante, ¿eh? -dijo Sirsikar. Baedecker cabeceó y miró colina abajo. Pequeños labrantíos de menos de una hectárea corrían a lo largo del estrecho camino. Las casas eran pilas de bálago sobre estacas toscas. En el trayecto desde Bombay hasta la estación receptora, Sirsikar y Shah le habían señalado los sitios de interés.
– Muy bonita granja -había comentado Shah, señalando un edificio de piedra más pequeño que el garaje de la vieja casa de Baedecker en Houston-. Era un conversor de metano, sabes.
Baedecker observaba a los hombres apoyados en sus chatos arados de piedra, detrás de sus cansados bueyes. Las puntas hendían el suelo cuarteado. Un hombre se apoyaba en el arado con sus dos hijos para que la cuña de madera se hundiera más en la tierra seca.
– Ahora tenemos tres -continuó Sirsikar-. Sólo el Nataraja es sincrónico. El Sarasvati y el Lakshmi están encima del horizonte durante treinta de los noventa minutos de tránsito, y la estación de Bombay recibe las transmisiones en tiempo real.
Baedecker miró de soslayo al menudo científico.
– ¿Ponéis nombres de dioses a los satélites? -preguntó.
Shah se movió incómodo pero Sirsikar sonrió.
– ¡Desde luego!
Baedecker, reclutado durante los vuelos Mercury, entrenado durante Gemini, designado piloto en una misión Apollo, volvió los ojos hacia la simetría de acero de la enorme antena.
– Nosotros hacíamos lo mismo -dijo.
PAPÁ. ESTARÉ EN RETIRO HASTA SÁBADO 27 JUNIO. REGRESARÉ POONA. Si ESTÁS ALLÍ, NOS VEMOS. SCOTT.
Baedecker releyó el telegrama, lo arrugó y lo arrojó a la papelera. Caminó hasta la ancha ventana y miró el reflejo de las luces del Queen's Necklace en las encrespadas aguas de la bahía. Al cabo de un rato se volvió y bajó a recepción para enviar un telegrama a St. Louis, informando a su empresa que se tomaría sus vacaciones ahora a pesar de todo.
– Sabía que vendrías -dijo Maggie Brown. Bajaron del barco turístico y Baedecker retrocedió ante el embate de mendigos y buhoneros. De nuevo sospechó que había cometido un error al no aceptar la tarjeta de crédito. El dinero le habría venido bien.
– ¿Sospechabas que Scott se quedaría en el retiro? -preguntó Baedecker.
– No, no me sorprende, pero no lo sospechaba. Simplemente tuve la corazonada de que te vería de nuevo.
A orillas del Ganges, compartieron otro amanecer. Las multitudes ya llenaban los enormes escalones que descendían al río. Las mujeres se levantaban del agua color café, el algodón húmedo pegado a las figuras flacas. Los cuencos de arcilla marrón reflejaban el color de la piel. Las esvásticas adornaban un templo con frontis de mármol. Baedecker oía el palmoteo de las mujeres de la casta de las lavanderas azotando la ropa contra las rocas. El humo del incienso y de la pira funeraria se mezclaba con el aire húmedo de la mañana.
– El letrero dice Benarés -dijo Baedecker mientras seguían al pequeño grupo-. El billete era para Varanasi. ¿Cuál es el hombre?
– Varanasi era el nombre original. Todos la llaman Benarés. Pero querían olvidarlo porque los ingleses la llamaban así. Ya sabes, un nombre de esclavos. Malcolm X. Muhammad Ali. -Maggie calló y echó a trotar mientras el guía les gritaba que no abandonaran las estrechas callejuelas. En un momento dado la calle se volvió tan estrecha que Baedecker tendió la mano y tocó la pared opuesta con los dedos. La gente se abría paso a codazos y empujones, gritaba, cedía el paso a las ubicuas vacas que merodeaban en libertad. Un vendedor insistente los siguió varías manzanas, ensordeciéndolos con su flauta tallada a mano. Baedecker le guiñó el ojo a Maggie, le dio diez rupias al chico y se guardó el instrumento en el bolsillo de la cadera.
Entraron en un edificio abandonado. En el interior, hombres aburridos alumbraban con velas una maltrecha escalera. Tendieron la mano cuando pasó Baedecker. En el tercer piso un pequeño balcón permitía ver por encima de la pared del templo. Apenas si se veía un chapitel laminado de oro.
– Este es el lugar más sagrado del mundo -dijo el guía. Su tez tenía el color y la textura de un guante de catcher bien aceitado-. Más sagrado que La Meca. Más sagrado que Jerusalén. Más sagrado que Belén o Sarnath. Es el más sagrado de los templos, y todos los hinduistas, tras bañarse en el santo Ganges, desean visitarlo antes de morir.
Hubo cabeceos y murmullos. Nubes de mosquitos les bailaban frente a las caras sudadas. Cuando bajaban la escalera, los hombres con las velas les cerraron el paso y fueron mucho más insistentes con sus manos tendidas y sus voces agudas.
Mientras regresaban al hotel en un triciclo, Maggie se volvió hacia Baedecker con cara seria.
– ¿Crees en eso? ¿Lugares de poder?
– ¿A qué te refieres?
– No lugares sagrados, sino lugares que son muy especiales. Un lugar que tiene su propio poder.
– No aquí -dijo Baedecker, señalando el triste espectáculo de pobreza y decadencia.
– No, no aquí -convino Maggie Brown-. Pero yo he encontrado un par de sitios.
– Háblame de ellos -dijo Baedecker a voz en cuello, por encima del ruido del tráfico y los timbres de las bicicletas.
Maggie bajó los ojos y se puso el pelo detrás de la oreja en un gesto que Baedecker ya encontraba familiar.
– Hay un lugar en el oeste de Dakota del Sur, cerca de donde viven mis abuelos -dijo ella-. Un cono volcánico al norte de las Colinas Negras, en el linde de la pradera. Se llama Monte del Oso. Yo lo escalaba cuando era pequeña, mientras mi abuelo y Memo me esperaban abajo. Años después supe que era un sitio sagrado para los sioux. Pero aun antes de eso, cuando me erguía allí para mirar la pradera, sabía que era especial.
Baedecker cabeceó.
– Los lugares altos producen ese efecto -dijo-. Hay un sitio que me gusta visitar, una pequeña universidad cristiana, en el margen del Mississippi que da sobre Illinois, cerca de St. Louis. El campus está a la derecha, sobre los acantilados del río. Hay una pequeña capilla cerca del borde, y puedes caminar por las salientes y ver hasta Missouri.
– ¿Eres cristiano?
La pregunta y la expresión eran tan graves que Baedecker se echó a reír.
– No, no soy religioso. No soy nada. -De pronto se recordó arrodillado en el polvo lunar, recordó la bendición de la cruda luz del sol.
El triciclo se había atascado en el tráfico, detrás de varios camiones. Se puso a rugir para pasar por la derecha, y Maggie tuvo que gritar para seguir hablando.
– Bien, yo creo que es algo más que el panorama. Creo que algunos lugares poseen un poder propio.
Baedecker sonrió.
– Quizá tengas razón.
Ella se volvió hacia él, una sonrisa en los ojos verdes.
– Y quizá me equivoque. Podría estar diciendo tonterías. Este país transforma a cualquiera en místico. Pero a veces creo que pasamos la vida entera en una peregrinación para encontrar lugares así.
Baedecker miró hacia otro lado y no dijo nada.
La Luna era un enorme y brillante arenero y Baedecker era la única persona allí presente. Había llevado el Rover a cien metros del módulo de descenso y lo había aparcado de modo que pudiera transmitir imágenes del despegue. Desabrochó el cinturón de seguridad y levantó el asiento con un brazo, la facilidad se había vuelto una segunda naturaleza en baja gravedad. Sus huellas aparecían por doquier en el polvo profundo. Las marcas de las llantas giraban, se entrecruzaban y enfilaban hacia las resplandecientes y blancas tierras altas del norte. Alrededor de la nave el polvo estaba pisoteado y apisonado como nieve alrededor de una cabaña.
Baedecker botó alrededor del Rover. El pequeño vehículo estaba sucio y maltrecho. Dos de los ligeros guardabarros se habían desprendido, y Dave los había reemplazado con mapas de plástico para protegerse de la polvareda. El cable de la cámara se había enmarañado varias veces y tuvo que desenredarlo. Ahora había sucedido de nuevo. Baedecker botó grácilmente hacia el frente del Rover, liberó el cable de un tirón y limpió la lente. Dave ya había regresado al módulo lunar.
– Bien, Houston, todo parece correcto. Me iré de aquí. ¿Cómo se ve?
– Magnífico, Dick. Podemos ver el Discovery y esperamos ver vuestro despegue.
Baedecker examinó la cámara con ojos críticos mientras el aparato giraba a izquierda y derecha. Podía imaginar la imagen que enviaba. Su polvoriento traje espacial sería un resplandor blanco interrumpido por correas, hebillas y la oscura extensión del visor. No tendría cara.
– Bien -dijo-. De acuerdo… ¿Algo más?
– …tivo…
– Repita, Houston.
– Negativo, Dick. Nos estamos retrasando. Hora de abordar.
– Enterado.
Baedecker se volvió para echar un último vistazo al suelo lunar. El resplandor del sol borraba casi todos los rasgos de la superficie. A pesar del oscuro visor, la superficie era un yermo brillante y blanco. Congeniaba con sus pensamientos. Baedecker comprobó con irritación que tenía la mente llena de detalles -lista de chequeo, procedimientos de almacenaje, la vejiga llena- que no le permitían pensar. Respiró más despacio y trató de experimentar los sentimientos que albergaba.
«Estoy aquí -pensó-. Esto es real.»
Se sintió necio, jadeando en el micrófono, retrasando aún más la partida. El brillo de la luz solar en la lámina de oro aislante del módulo le llamó la atención. Encogiéndose de hombros en el enorme traje, Baedecker botó sin esfuerzo a través del terreno pisoteado y lleno de agujeros regresando a la nave espacial.
La media luna se elevaba sobre la jungla. Le tocaba lanzar a Maggie. Se inclinó, uniendo las rodillas, esforzándose para concentrarse. Lanzó. La pelota rodó por la rampa de cemento y botó por encima de la baja baranda.
– Este lugar es increíble -comentó Baedecker. Khajuraho consistía en una pista de aterrizaje, un famoso grupo de templos, una pequeña aldea india y dos hoteles en el linde de la jungla. Y un campo de golf miniatura.
El complejo de templos cerraba a las cinco de la tarde. Otra de las diversiones era un viaje en elefante por la jungla, patrocinado por el hotel durante la temporada turística. No era temporada turística. Habían ido a caminar detrás del hotel y encontraron el campo de golf.
– No lo puedo creer -había dicho Maggie.
– Lo debe haber dejado un arquitecto de Indianápolis que echaba de menos su hogar -dijo Baedecker. El empleado del hotel frunció el entrecejo pero les dio varios palos, dos de ellos irremisiblemente torcidos. Baedecker galantemente ofreció a Maggie el más derecho y enfilaron hacia los hoyos.
La bola de Maggie rodó en el césped. Una serpiente delgada y verde se escurrió en la hierba alta. Maggie ahogó un grito y Baedecker extendió el palo como una espada. Frente a ellos en el crepúsculo húmedo, había molinos de viento de madera descascarillada y franjas de campo sin alfombra. Las tazas y los tanques de cemento estaban llenos de agua tibia de la lluvia del monzón. Metros más allá del último hoyo se erguía un verdadero templo hinduista que parecía parte de ese collage.
– A Scott le encantaría este sitio -rió Baedecker.
– ¿De veras? -preguntó Maggie, apoyándose en el palo. Su cara era un óvalo blanco en la luz opaca.
– Claro. El golf era su deporte favorito. Solíamos comprar un pase de verano para jugar en el campo de Cocoa Beach.
Maggie agachó la cabeza y lanzó una bola contra el cemento lleno de guijarros. Alzó la cara cuando algo eclipsó la luna.
– ¡Oh! -exclamó. Un murciélago de un metro y medio de envergadura salió de la arboleda y se perfiló contra el cielo.
En el hoyo catorce, los mosquitos los obligaron a regresar al hotel.
Woodland Heights. A diez kilómetros del centro espacial Johnson, en una extensión plana como las salinas de Bonneville e igualmente despojada de árboles, salvo por los ejemplares jóvenes precariamente sostenidos en cada patio, los hogares de Woodland Heights se extendían en curvas y círculos bajo el implacable sol de Texas. Una vez, volando a casa tras una semana en el Cabo, a principios del entrenamiento para un vuelo Gemini que nunca se realizó, Baedecker sobrevoló con su T-38 las incesantes geometrías de casas similares para encontrar la suya. Al final la reconoció por el viejo Rambler de Joan, recién pintado de verde.
Impulsivamente se lanzó en picado y alzó el morro a una satisfactoria e ilegal altura de treinta metros por encima de los tejados. El horizonte viraba, el sol se reflejaba en el plexiglás, y Baedecker descendió para pasar de nuevo. Elevándose, encendió el posquemador, puso el T-38 en posición vertical y trazó un rizo cerrado. Culminó cuando Baedecker vio la milagrosa aparición de su esposa e hijo, que salían de la casa blanca.
Era uno de los pocos momentos de la vida de Baedecker en que realmente se sentía feliz.
Observando la franja de luz lunar que se desplazaba por la pared de la habitación de Khajuraho, Baedecker se preguntó si Joan habría vendido la casa o si aún la conservaba para alquilarla.
Al cabo de un rato se levantó y fue a mirar por la ventana. Así cerró el paso a la frágil franja de luz, dejando que prevaleciera la oscuridad.
Basti, chawl o como lo llamaran los habitantes de Calcuta, era el colmo de la pobreza. El laberinto de chozas de techo de hojalata y tiendas de arpillera se extendía kilómetros a lo largo de las vías férreas, sólo penetrado por algunos senderos sinuosos que hacían las funciones de calles y cloacas. La densidad de población era increíble. Había niños por doquier, defecando en las puertas, corriendo entre las casuchas, siguiendo a Baedecker con el andar ligero de los tímidos y los descalzos. Las mujeres desviaban los ojos o se cubrían el rostro con el sari. Los hombres lo miraban con una curiosidad desenfadada que rayaba en la hostilidad. Algunos lo ignoraban. Las mujeres se acuclillaban junto a los niños arrancándoles piojos del pelo pegajoso. Las niñitas se agazapaban junto a las ancianas y modelaban el estiércol de vaca con las manos, formando tortas chatas que usarían como combustible. Un viejo se escupió flema en la mano mientras se acuclillaba para defecar en un terreno baldío.
– ¡Baba! ¡Baba! -exclamaban los niños corriendo junto a Baedecker. Tendían las palmas y le daban tirones con las manos. Hacía rato que a Baedecker se le habían acabado las monedas-. ¡Baba! ¡Baba!.
Había quedado con Maggie a las dos en la Universidad de Calcuta, pero se había perdido tras bajar del abarrotado autobús antes de lo debido. Debían de ser cerca de las cinco. Los senderos y calles de tierra serpenteaban atrapándolo entre las vías del tren y el río Hooghly. El puente Howrah se le había aparecido varias veces, pero por alguna razón no lograba acercarse. El hedor del río sólo era superado por la pestilencia de las casuchas y el lodo.
– ¡Baba! -La multitud que lo rodeaba era cada vez más numerosa, y no todos los mendigos eran niños. Varios hombres corpulentos lo seguían, parloteando deprisa y tocándolo con brusquedad.
«Culpa mía -pensó Baedecker-. El Americano Feo ataca de nuevo.»
Las chozas no tenían puerta. Correteaban pollos por lugares estrechos. En un estanque de aguas residuales, un grupo de niños y hombres lavaban los flancos negros de un buey somnoliento. En alguna parte de ese apiñado laberinto de chozas una radio de pilas sonaba con estridencia. La música llegó a un crescendo de cuerdas vibrantes que agudizó la creciente ansiedad de Baedecker. Lo seguían treinta o cuarenta personas, y hombres flacos y huraños habían sustituido a los niños. Un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza gritaba en lo que Baedecker creyó que era hindi o bengalí. Baedecker meneó la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre le cerró el paso, agitó los brazos delgados y gritó con más fuerza. Otros hombres de la multitud repitieron algunas frases.
Mucho antes, Baedecker había recogido una piedra pequeña pero pesada. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa de safari y palpó la piedra. El tiempo pareció andar más despacio y Baedecker se sintió embargado por la calma.
De pronto alguien soltó un grito, unos niños echaron a correr y la multitud abandonó a Baedecker para lanzarse por una calle lateral. El hombre de pañuelo rojo pronunció una sílaba de despedida y se alejó deprisa. Baedecker aguardó un minuto y luego los siguió, bajando por una senda lodosa a la orilla del río.
Una multitud se había reunido alrededor de algo que había aparecido en el barro. Al principio Baedecker pensó que era un tronco blancuzco, pero luego vio su espantosa simetría y lo reconoció como un cuerpo humano. Era blanco -más blanco que un albino, más blanco que el vientre de un pez- y los gases lo habían hinchado dándole el doble del tamaño normal. Agujeros negros espiaban desde esa masa tumefacta que había sido una cara. Varios niños que antes seguían a Baedecker se acuclillaron cerca de la cosa acariciándola con risitas estridentes. Tenía textura de hongo blanco, y Baedecker pensó en enormes setas pudriéndose al sol. Trozos de carne se hundían o desprendían cuando esos niños risueños palpaban el cuerpo.
Algunos hombres se acercaron y tantearon el cadáver con varas puntiagudas. Retrocedieron cuando el gas escapó con un siseo. La multitud rió. Se acercaron madres con bebés colgados de las caderas.
Baedecker retrocedió, se fue por un callejón, dobló a la derecha sin pensar y de pronto salió a una calle asfaltada. Pasó un tranvía, meciéndose bajo su carga de pasajeros colgados. Dos conductores de triciclos pasaron al trote, trasladando a obesos empresarios indios. Baedecker se detuvo unos segundos en medio del tráfico y llamó un taxi.
– ¿Cómo estás, Richard?
– Muy bien, Hon. Nada que hacer por un par de días. Tom Gavin ha realizado casi todo el trabajo y nos está cuidando muy bien. Dave y yo tendremos que enviarlo a buscar las latas de películas dentro de unas horas. ¿Cómo andan las cosas por allá?
– Espléndidas. Ayer miramos el despegue lunar desde Control de Misión. Nunca nos habías dicho que subía tan deprisa.
– Sí. Fue todo un viaje.
– …quiere… algunas…
– Lo lamento. Repite eso, no te he entendido.
– …decía que Scott quiere decir unas palabras.
– ¡Claro! Pásamelo.
– De acuerdo. Adiós, Richard. Esperamos verte el martes. ¡Adiós!
– ¡Hola, papá!
– Hola, Scott.
– Has salido muy bien en TV. ¿De veras has marcado un récord de velocidad, como han dicho?
– Eh… velocidad terrestre… por conducir en la Luna. Sí, supongo que sí, Scott. Sólo que era Dave quien conducía, así que el récord le corresponde a él.
– Oh.
– Bien, Tigre, tenemos que volver al trabajo. Me ha gustado hablar contigo.
– Oye, papá.
– Eh… enterado, Scott…
– Os veo a los tres en la gran televisión de aquí. ¿Quién conduce el módulo de mando?
– Ah… Buena pregunta, ¿eh, Tom? Durante los dos próximos días, Scott, creo que Isaac Newton se encargará de conducir.
La NASA había pensado que la transmisión en vivo de las familias hablando con los astronautas sería una brillante idea publicitaria. No se volvió a repetir en el siguiente vuelo.
– El ilustre sepulcro de Su Excelsa Majestad Sha Jahan, el Rey Valiente, cuya morada está en el estrellado firmamento. Abandonó este mundo transitorio para viajar al Mundo de la Eternidad en la noche veintiocho del mes de Rahab, en el año 1706 de la Hégira.
Maggie Brown cerró la guía y ambos volvieron la espalda a la prominencia blanca del Taj Mahal. Ninguno de ellos se encontraban con ánimos para valorar la bella arquitectura ni las piedras preciosas incrustadas en el mármol impecable. Afuera esperaban los mendigos. Baedecker y la muchacha cruzaron el pavimento ajedrezado para apoyarse en la baranda y mirar el río. Un chubasco había ahuyentado a todos los turistas, salvo a los más empecinados. El aire era fresco, como durante toda la visita de Baedecker. El sol se ocultaba en el oeste detrás de estratocúmulos negros como magulladuras, pero una luz grisácea impregnaba la escena. El río era ancho y poco profundo, y se desplazaba con la cautivante serenidad de todos los ríos de todas partes.
– Maggie, ¿por qué has seguido a Scott hasta la India?
Maggie miró a Baedecker, alzó ligeramente los hombros, se caló un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Entornó los ojos como si buscara algo en la otra margen del río.
– No estoy segura. Hacía sólo cinco meses que nos conocíamos cuando él decidió dejar los estudios y venir aquí. Me gustaba Scott… todavía me gusta, pero a veces parece tan inmaduro. Otras veces es como un viejo que se ha olvidado de reír.
– Pero lo has seguido quince mil kilómetros.
Maggie se encogió de hombros.
– El perseguía algo. Los dos nos lo tomábamos en serio…
– ¿Lugares de poder?
– Algo parecido. Sólo que Scott pensaba que si no lo encontraba pronto, no lo encontraría nunca. Dijo que no quería desperdiciar su vida como…
– ¿Como su padre?
– Como tanta gente. Cuando me escribió decidí venir a echar un vistazo. Sólo que para mí es tiempo libre. Pienso terminar mi tesis el año próximo.
– ¿Crees que él lo ha encontrado? -preguntó Baedecker con un hilo de voz.
Maggie Brown irguió la cabeza e inhaló profundamente.
– No creo que haya encontrado nada. Creo que sólo intenta demostrar que puede ser un puñetero gilipollas, con perdón, señor Baedecker.
Baedecker sonrió.
– Maggie, cumpliré cincuenta y tres años en noviembre. Peso diez kilos más que cuando me ganaba la vida como piloto. Mi trabajo apesta. Mi oficina tiene ese mobiliario claro que se usaba en los años 50. Mi esposa se ha divorciado de mí después de veintiocho años de matrimonio y vive con un contable que se tiñe el pelo y se dedica a criar chinchillas. Me pasé dos años tratando de escribir un libro hasta que comprendí que no tenía nada que decir. He pasado casi una semana con una bella muchacha que no usa sostén y ni siquiera he intentado conquistarla. Ahora bien, si quieres decirme que mi hijo, mi único vástago, es un gilipollas, hazlo.
La risa de Maggie resonó en el alto edificio. Una pareja de ancianos ingleses los fulminó con la mirada, como si rieran en una iglesia.
– De acuerdo -dijo Maggie-. Por eso estoy aquí. ¿A qué has venido tú?
Baedecker pestañeó.
– Soy su padre. -Los ojos verdes de Maggie Brown no parpadearon-. Tienes razón, eso no basta. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla de San Cristóbal.
– Mi padre me dio esto cuando ingresé en el Cuerpo de Marines -añadió-. Mi padre y yo no teníamos mucho en común.
– ¿Era católico?
Baedecker rió.
– No, no era católico, era reformista holandés. Pero su abuelo había sido católico. Esto viene de tiempo atrás. -Baedecker le habló del viaje de la medalla a la Luna.
– Cielos -dijo Maggie-. Y San Cristóbal ya ni siquiera es santo, ¿verdad?
– No.
– Eso no importa, ¿verdad?
– No.
Maggie miró hacia el río. La luz se desvanecía. Las lámparas y fogatas relucían a lo largo de una hilera de árboles. Un humo dulzón impregnaba el aire.
– ¿Sabes cuál es el libro más triste que he leído? -preguntó Maggie.
– No. ¿Cuál es el libro más triste que has leído?
– Los niños del verano. ¿Lo has leído?
– No. Pero recuerdo cuando se publicó. Era un libro de deportes, ¿verdad?
– Sí. El escritor, Roger Khan, buscó a muchos de los tíos que jugaban para los Brooklyn Dodgers en 1952 y 1953.
– Recuerdo esas temporadas -dijo Baedecker-. Duke Snider, Campanella, Billy Cox. ¿Qué tiene de triste? No ganaron la serie, pero tuvieron grandes temporadas.
– Sí, pero eso es todo -dijo Maggie, sorprendiendo a Baedecker con la intensidad de su voz-. Años después, cuando Khan buscó a esos jugadores, ésa seguía siendo su mejor temporada. Es decir, había sido la mejor época de su vida, y la mayoría de ellos se negaba a creerlo. Eran sólo vejetes que firmaban autógrafos y esperaban la muerte, y aún fingían que todavía les esperaba lo mejor.
Baedecker no rió. Asintió. Maggie hojeó la guía con embarazo. Tras un silencio añadió:
– Oye, aquí hay algo interesante.
– ¿Qué dice?
– Dice que el Taj Mahal fue sólo una prueba. El viejo Sha Jahan planeaba construir una tumba aún más grande para sí mismo en la orilla de enfrente. Iba a ser totalmente negra y estaría conectada con el Taj mediante un grácil puente.
– ¿Qué sucedió?
– Hmmm… evidentemente, cuando Sha Jahan murió, su hijo Aurangzeb puso el ataúd del padre junto a Mumtaz Mahal y gastó el dinero en otras cosas.
Ambos movieron la cabeza. Al irse oyeron la vibrante voz del almuecín que convocaba a los musulmanes para la oración. Baedecker se volvió antes de cruzar la puerta principal, pero no miraba el Taj ni su pálida imagen en el estanque. Miraba una alta tumba color ébano con un raudo puente que la conectaba con la otra margen del río.
La luna colgaba encima de los banianos contra el pálido cielo de la madrugada. Baedecker estaba frente al hotel, las manos en los bolsillos, mirando cómo la calle se llenaba de gente y vehículos. Cuando al fin vio que se acercaba Scott, tuvo que mirar de nuevo para asegurarse de que era él. La túnica anaranjada y las sandalias congeniaban con la imagen barbuda de pelo largo, pero ninguno de esos elementos constituía una referencia para Baedecker. Notó que la barba del muchacho, un triste fracaso dos años antes, ahora era poblada y con estrías rojas. Scott se detuvo a unos metros. Los dos se miraron un largo instante y empezaban a sentirse incómodos cuando Scott, haciendo relucir sus blancos dientes, tendió la mano.
– Hola, papá.
– Scott. -El apretón fue firme pero insatisfactorio para Baedecker. Sintió una repentina sensación de pérdida superpuesta con el recuerdo de un niño de siete años, camiseta azul y corte al cepillo, saliendo de la casa a la carrera para arrojarse en brazos del padre.
– ¿Cómo estás, papá?
– Bien, muy bien. ¿Cómo estás tú? Parece que has perdido peso.
– Sólo grasa. Nunca me he sentido mejor. Física y espiritualmente.
Baedecker calló.
– ¿Cómo está mamá? -preguntó Scott.
– Hace meses que no la veo, pero la llamé antes de irme y estaba muy bien. Me pidió que te abrazara en su nombre. También que te rompiera el brazo si no prometías escribir con mayor frecuencia.
El joven se encogió de hombros y movió la mano derecha con el mismo gesto que había hecho después de sus fallos en la Pequeña Liga. Impulsivamente, Baedecker tendió la mano y cogió el brazo del hijo. Era flaco pero fuerte bajo la delgada túnica.
– Vamos, Scott. ¿Qué dices si vamos a desayunar a alguna parte y charlamos en serio?
– No tengo mucho tiempo, papá. El Maestro empieza su primera sesión a las ocho y debo estar allí. Me temo que no dispondré de tiempo libre en los próximos días. Nuestro grupo está pasando por una etapa muy delicada. Es muy fácil romper la conciencia vital. Retrocedería un par de meses en mi progreso.
Baedecker contuvo la primera respuesta que se le ocurrió. Cabeceó envaradamente.
– Bien, aun así hay tiempo para un café, ¿verdad?
– Claro -respondió Scott con un titubeo.
– ¿Adonde vamos? ¿La cafetería del hotel? Parece ser el único sitio alrededor.
– De acuerdo -dijo Scott con una sonrisa condescendiente-. Claro.
La cafetería era una estructura abierta y sombreada junto a los jardines y la piscina. Baedecker pidió bollos y café y vio por el rabillo del ojo a una mujer sudra intocable podando el césped con una guadaña. Los intocables seguían siendo intocables en la India moderna, aunque ya no los llamaran así. Una familia india estaba bañándose en la piscina. El padre y el hijo pequeño eran obesos. Una y otra vez saltaron de pie desde el trampolín, arrojando agua sobre el borde. La madre y las hijas reían ruidosamente desde la mesa.
Los ojos de Scott parecían más profundos e incluso más graves de lo que recordaba Baedecker. Scott siempre había sido solemne, incluso en su infancia. Ahora parecía cansado y su respiración era entrecortada y asmática.
Llegó el desayuno.
– Vaya -dijo Baedecker-. No me ha gustado demasiado la comida india que he probado durante el viaje, pero este café estaba delicioso.
– Muchísimo karma -dijo Scott. Miró dubitativamente la taza y los bollos-. Ni siquiera sabes quién ha preparado esto. Quién lo ha tocado. Quizás ha sido alguien con un pésimo karma.
Baedecker sorbió el café.
– ¿Dónde estás viviendo, Scott?
– Casi siempre en el ashram, o en la granja del Maestro. En las semanas de soledad me alojo en un pequeño hotel indio a varias calles de aquí. Las ventanas no tienen cristales y el lecho es de soga, pero es barato. Y mi entorno físico ya no significa nada para mí.
Baedecker lo miró de hito en hito.
– ¿No? Si es tan barato, ¿dónde ha ido a parar todo el dinero? Tu madre y yo te enviamos casi cuatro mil dólares desde que decidiste venir aquí en enero.
Scott miró hacia la piscina, donde la familia india hacía ruido.
– Oh, ya sabes. Gastos.
– No -murmuró Baedecker-. No sé. ¿Qué clase de gastos?
Scott frunció el entrecejo. Llevaba el pelo muy largo, con raya en medio. Con barba, Scott se parecía a un técnico excéntrico que Baedecker había conocido mientras pilotaba aviones experimentales para la NASA a mediados de los 60.
– Gastos -repitió Scott-. Desplazarse no ha sido barato. He donado la mayor parte al Maestro.
Baedecker notó que la conversación se le escapaba de las manos. Sintió una furia que se había jurado no permitirse.
– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Para qué se la donaste? ¿Para que pudiera construir otro teatro aquí? ¿Regresar a Hollywood? ¿Comprar otro pueblo en Oregon?
Scott suspiró y mordió un bollo sin pensar en ello. Se limpió las migajas del bigote.
– Olvídalo, papá.
– ¿Olvidar qué? ¿Que abandonaste tus estudios para venir a gastar dinero en este farsante?
– He dicho que lo olvides.
– ¿Olvidarlo? Al menos podemos hablar del asunto.
– ¿Hablar de qué? -preguntó Scott con voz estridente. Algunas personas los miraron. Un anciano de túnica naranja y sandalias, y cola de caballo, dejó su ejemplar del Times y apagó el cigarrillo, obviamente interesado en la discusión-. ¿Qué diablos sabes de esto? Estás tan enredado en tus patrañas materialistas norteamericanas que no reconocerías la verdad aunque apareciera un día en tu puñetero escritorio.
– Patrañas materialistas -repitió Baedecker. La furia casi se le había agotado-. ¿Y crees que un poco de tantra yoga y unos meses en este país retrasado te conducirán a la verdad?
– No hables de lo que no sabes -replicó Scott.
– Sé de ingeniería -dijo Baedecker-. Sé que no me impresiona un país que no puede manejar un simple sistema telefónico ni construir cloacas. Y reconozco el hambre inútil cuando la veo.
– Pamplinas -dijo Scott, quizá con más sarcasmo del que se proponía-. Sólo porque no comemos carne vacuna de Kansas crees que nos morimos de hambre.
– No hablo de ti. Ni de los que están aquí. Tú puedes volar a casa cuando quieras. Éste es un juego para niños ricos. Hablo de…
– ¿Niños ricos? -Scott soltó una sincera risotada-. ¡Es la primera vez que me llaman niño rico! Recuerdo cuando no me querías dar una condenada semanada de cincuenta céntimos porque pensabas que sería negativa para mi autodisciplina.
– Vamos, Scott.
– ¿Por qué no vuelves a casa, papá? Vuelve a mirar tu televisión en color y a montar en tu bicicleta de ejercicios en el sótano y a mirar tus puñeteras fotos de la pared, y déjame continuar con mi… mi juego.
Baedecker cerró los ojos un segundo. Deseó que amaneciera de nuevo para poder empezar el día otra vez.
– Scott, te queremos en casa.
– ¿En casa? -Scott arqueó las cejas-. ¿Dónde queda eso, papá? ¿En Boston con mamá y el bueno de Charlie? ¿En tu apartamento de soltero juerguista de St. Louis? No, gracias.
Baedecker estiró la mano para tocar nuevamente el brazo de su hijo. Sintió la tensión, la resistencia.
– Hablemos de ello, Scott. No hay nada aquí.
Los dos se miraron con fiereza. Extraños en un encuentro casual.
– Donde realmente no hay nada es allá -exclamó Scott-. Tú lo has pasado, papá. Lo sabes. Demonios, tú eres eso.
Baedecker se reclinó en la silla. Un camarero estaba a poca distancia, ordenando inútilmente las tazas y la platería. Unos gorriones brincaban entre las mesas cercanas, picoteando los platos sucios y los azucareros. El niño obeso del trampolín gritó y dio un planchazo contra el agua. Su padre gritó para alentarlo, y las mujeres rieron desde la mesa.
– Tengo que irme -dijo Scott.
Baedecker asintió.
– Te acompaño.
El ashram estaba a sólo dos calles del hotel. Los seguidores recorrían las sendas floridas y llegaban en triciclo en grupos de dos y de tres. Un portón de madera y una cerca alta cerraban el paso a los curiosos. Junto al portón había una pequeña tienda de recuerdos que vendía libros, fotografías y camisetas autografiadas por el gurú.
Los dos hombres se quedaron un minuto junto a la entrada.
– ¿Estás libre para cenar esta noche? -preguntó Baedecker.
– Sí, creo que sí. De acuerdo.
– ¿El hotel?
– No. Conozco un lugar en el centro que tiene buena comida vegetariana. Barata.
– Bien, de acuerdo. Pasa por el hotel si sales temprano.
– Sí. Regresaré a la granja del Maestro el lunes, pero quizá Maggie pueda enseñarte algunos lugares de Poona antes de que te marches. Kasturba Samadhi, el templo de Parvati, toda esa bazofia para los turistas. -De nuevo el gesto de la mano derecha-. Ya sabes.
Baedecker estuvo a punto de estrecharle la mano otra vez, como si fuera un cliente, pero se contuvo. La difusa luz del sol era aplastante. Por la humedad supo que habría otro fuerte chaparrón antes del mediodía. Aprovecharía el tiempo para comprar un paraguas.
– Te veo luego, Scott.
Su hijo asintió. Cuando Scott se volvió para reunirse con los otros seguidores con túnica y entrar en el ashram, Baedecker notó que los hombros delgados estaban firmes, que el pelo de su hijo resplandecía en la luz.
El lunes por la mañana Baedecker abordó el tren «Reina de Deccan» para viajar a Bombay a través de ciento cincuenta kilómetros de montañas. Su vuelo a Londres se retrasó tres horas. El calor era sofocante. Baedecker se percató de que los viejos guardias del aeropuerto iban armados con antiguos rifles de cerrojo y sólo llevaban sandalias sobre los calceltines remendados.
Esa mañana había recorrido la vieja sección británica de Poona hasta encontrar la casa del doctor donde trabajaba Maggie. La señorita Brown había salido para llevar los niños al pabellón: ¿quería dejarle un recado? No dejó ningún recado. Simplemente dejó el paquete con la flauta que había comprado en Varanasi. La flauta y una vieja medalla de San Cristóbal en una cadena mellada.
Tomó el avión a las seis de la tarde. Fue un alivio físico. Hubo un retraso adicional por problemas de mantenimiento, pero las camareras sirvieron bebidas y el aire acondicionado funcionaba bien. Baedecker hojeó un Scientific American que había comprado en la estación Victoria.
Dormitó un rato antes del despegue. En el sueño aprendía a nadar y botaba en la arena blanca del fondo del lago. No veía a su padre, pero sentía la presión fuerte y constante de esos brazos que lo sostenían, protegiéndolo de las peligrosas corrientes.
Despertó cuando despegaron. Diez minutos después sobrevolaban el mar Arábigo y atravesaban el techo de nubes. Era la primera vez en una semana que Baedecker veía un cielo puro y azul. El sol poniente transformaba las nubes en un lago flamígero y dorado.
Alcanzaron la altitud de crucero y dejaron de trepar, y Baedecker sintió la pequeña reducción de fuerza g cuando llegaron al tope del arco. Mirando por la ventanilla arañada, buscando en vano la luna, Baedecker sintió una breve exaltación. A esa altura la exigente gravedad del masivo planeta disminuía ligeramente.