La ceremonia fúnebre es en nochevieja, las nubes están bajas, y la corta procesión de vehículos ha viajado cuatro horas y media desde Salem, Oregon, a través de neviscas intermitentes. Aunque todavía es de mañana la luz está borrosa y opaca. Árboles, piedras y maderas la absorben dejando sólo contornos grises. Hace mucho frío. El humo blanco del tubo de escape del coche fúnebre acaricia a los seis hombres que sacan el ataúd del vehículo y lo trasladan por la quebradiza hierba escarchada.
Baedecker siente el frío de la manija de bronce a través del guante y se maravilla ante la liviandad del cuerpo de su amigo. Llevar el macizo ataúd no es un esfuerzo con la ayuda de los otros cinco. Baedecker recuerda un juego infantil donde un grupo hacía levitar a un voluntario en posición supina: cada niño ponía un solo dedo bajo el cuerpo tenso. El niño acostado se levantaba medio metro del suelo entre un coro de risas. Para el niño Baedecker, la sensación de alzar a alguien de ese modo iba acompañada por un ligero temor ante ese desafío a la gravedad, la violación de leyes inviolables. Pero siempre, al final, con delicadeza o brusquedad, bajaban al niño que chillaba y se contorsionaba, le devolvían el peso; la gravedad era obedecida.
Baedecker cuenta veintiocho personas junto a la tumba. Sabe que podría haber habido muchas más. Se comentó que asistiría el vicepresidente, pero el ofrecimiento apestaba a año electoral y Diane terminó pronto con eso. Baedecker mira a la izquierda y ve el chapitel de la iglesia metodista de Lonerock en el valle, tres kilómetros más abajo. La luz tenue caracolea con el paso de las nubes, y Baedecker se queda fascinado por la sensación de sustancia móvil del lejano chapitel. La iglesia había permanecido cerrada durante años antes de las exequias de esta mañana, y mientras Baedecker metía combustible en la estufa de metal, antes de la llegada de los demás deudos, reparó en la fecha de un periódico viejo: 21 de octubre de 1971. Baedecker hizo una pausa tratando de recordar dónde debían de estar él y Dave el 21 de octubre de ese año. Menos de tres meses antes del vuelo. Houston o el Cabo, muy probablemente. Baedecker no recuerda.
La ceremonia es breve y simple. El coronel Terrence Paul, un capellán de la Fuerza Aérea y viejo amigo, dice unas palabras. Baedecker habla un momento, recordando el paseo de su amigo por la superficie lunar, ligero, aureolado por la luz. Leen en voz alta un telegrama de Tom Gavin. Hablan otros. Por último, Diane evoca en voz baja el amor de su esposo por el vuelo y la familia. La voz se le quiebra un par de veces, pero se recobra y concluye.
En el silencio que sigue, Baedecker casi oye cómo los copos de nieve se posan sobre los abrigos, la hierba y el ataúd. De pronto, un estruendo sacude la ladera, y el grupo alza los ojos hacia los cuatro T-38 que bajan del noroeste en formación cerrada, a menos de doscientos metros de altura para mantenerse bajo las nubes. Mientras la formación pasa rugiendo con un gemido que retumba en los huesos, los dientes y el cráneo, el reactor que sigue al líder abandona repentinamente la formación y trepa casi verticalmente hacia el gris techo de nubes. Los otros tres T-38 desaparecen al sudeste, y el chillido de las toberas se transforma en un murmullo que se pierde en el silencio.
La formación del piloto ausente, como de costumbre, conmueve a Baedecker hasta las lágrimas. Parpadea en el aire frío. El general Layton, otro amigo de la familia, hace una seña a la guardia de honor de la Fuerza Aérea. Quitan la bandera americana del ataúd y la doblan ceremoniosamente. El general Layton entrega la bandera doblada a Diane. Ella la acepta sin lágrimas.
Individuos y grupos pequeños saludan a la viuda, y luego la gente se detiene un instante y se aleja lentamente hacia los automóviles que aguardan más allá de la cerca.
Baedecker se queda unos minutos. Siente el aire frío en los pulmones. Más allá del valle ve las colinas moteadas de nieve gris. La carretera del condado atraviesa la ladera del acantilado como una cicatriz. Más al oeste, un risco combado se eleva de las colinas boscosas, y Baedecker piensa en escamas de estegosaurio. Echa una ojeada a la pequeña cabaña del extremo del cementerio y ve la semioculta excavadora amarilla. Dos hombres con monos grises y gorras azules fuman y observan. «Esperando a que me largue», piensa Baedecker. Mira la superficie del ataúd gris suspendido sobre la fosa cavada en la tierra escarchada, da media vuelta y camina hacia los coches.
Diane espera ante la portezuela abierta de su jeep Cherokee blanco, y llama a Baedecker cuando los demás han subido a sus propios coches.
– Richard, ¿quieres bajar la colina conmigo?
– Claro -dice Baedecker-. ¿Quieres que conduzca yo?
– No, yo conduciré. -El Cherokee es el último coche en partir. Baedecker mira a Diane cuando bajan la estrecha senda de grava; ella no mira hacia el cementerio. Tiene las manos desnudas, blancas, firmes sobre el volante. La nieve arrecia mientras bajan en zigzag por el camino abrupto y Diane pone en funcionamiento los limpiaparabrisas. El vaivén de metrónomo de los limpiaparabrisas y el ronroneo de la calefacción son los únicos sonidos durante varios minutos.
– Richard, ¿crees que salió bien? -Diane se desabrocha el abrigo y baja la calefacción. Lleva un vestido azul oscuro; no encontró un vestido negro de embarazada en los tres días anteriores al funeral.
– Sí -dice Baedecker.
Diane asiente con la cabeza.
– Yo también.
El jeep traquetea al pasar sobre una zanja. Las luces de freno del coche de delante parpadean cuando aminora la velocidad para eludir una piedra que sobresale en la maltrecha carretera. Atraviesan una parcela y doblan hacia un camino de grava que se interna en el valle.
– ¿Te quedaras con nosotros en Salem esta noche? -pregunta Diane-. Comeremos algo caliente en casa y luego regresaremos.
– Desde luego -dice Baedecker-. Le dije a Bob Munsen que me encontraría con él esta tarde, pero no puedo volver a las siete.
– Tucker estará aquí esta noche -dice Diane, como si aún necesitara convencerlo-. Y Katie. Estaría bien que los cuatro estuviéramos juntos por última vez.
– No tiene que ser la última vez, Diane -dice Baedecker.
Ella mueve la cabeza pero no responde. Baedecker le mira la cara, ve las pecas que resaltan contra la tez pálida, y recuerda una muñeca alemana de porcelana que su madre guardaba en el escritorio. Baedecker la rompió un día de lluvia cuando jugaba con Boots, su enorme spaniel. Aunque su padre la pegó, desde entonces Baedecker siempre fue sensible a la infinitesimal tracería de líneas de fractura en las mejillas blancas y la frente de la delicada estatuilla. Baedecker escruta los rasgos de Diane como si buscara en ellos nuevas líneas de fractura.
Afuera la nevisca arrecia cada vez más.
Baedecker llegó a Salem a principios de octubre. Se apeó del tren, dejó el equipaje y miró en torno. La pequeña estación estaba a cincuenta metros. Parecía construida en los años 20 y abandonada poco después. Crecían matas de musgo en el tejado.
– ¡Richard!
Más allá de una familia que intercambiaba abrazos, Baedecker distinguió la silueta alta de Dave Muldorff cerca de la estación. Agitó el brazo, cogió su vieja bolsa de vuelo y echó a andar hacia Dave.
– Demonios, qué alegría verte -dijo Dave. La mano era grande, el apretón firme.
– Lo mismo digo -dijo Baedecker. Con repentina emoción, comprendió que de veras se alegraba de ver a su viejo colega-. ¿Cuánto ha pasado, Dave? ¿Dos años?
– Casi tres -dijo Dave-. Esa ceremonia que animó Mike Collins en el Museo del Aire y del Espacio. ¿Qué demonios le has hecho a tu pierna?
Baedecker hizo una mueca y se tocó el pie derecho con el bastón.
– Un tobillo resentido -dijo-. Me lo torcí cuando estaba en las montañas con Tom Gavin.
Dave cogió la bolsa de vuelo de Baedecker y los dos echaron a andar hacia el aparcamiento.
– ¿Cómo anda Tom?
– Bien -dijo Baedecker-. El y Deedee están muy bien.
– Actualmente trabaja de salvador, ¿eh?
Baedecker miró de soslayo a su ex compañero. Nunca había existido afecto entre Gavin y Muldorff. Baedecker sentía curiosidad por los sentimientos de Dave, casi diecisiete años después de la misión.
– Dirige un grupo evangélico llamado Apogeo -dijo Baedecker-. Tiene bastante éxito.
– Magnífico -dijo Dave, y la voz parecía sincera. Llegaron a un flamante jeep Cherokee blanco y Dave arrojó los bártulos de Baedecker en la parte trasera-. Me alegra saber que Tom está bien.
El jeep olía a tapicería nueva recalentada por el sol. Baedecker bajó la ventanilla. Era un día de principios de octubre cálido y despejado. Hojas quebradizas susurraban en un viejo roble más allá del aparcamiento. El cielo estaba sobrecogedoramente azul.
– Pensé que siempre llovía en Oregon -dijo Baedecker.
– Habitualmente sí. -Dave se internó en el tráfico-. Tres o cuatro días al año el sol sale para darnos la oportunidad de limpiarnos los hongos entre los dedos de los pies. Los polizontes, las emisoras de televisión y la base local de la Fuerza Aérea odian los días como éste.
– ¿Por qué? -preguntó Baedecker.
– Cada vez que sale el sol, reciben trescientas o cuatrocientas llamadas que hablan de un gran OVNI anaranjado en el cielo -dijo Dave.
– Ja.
– No te miento. Todos los vampiros del estado echan a correr hacia sus ataúdes. Este es el único estado de la Unión donde pueden trabajar durante el día sin toparse con la luz del sol. Estos pocos días soleados son alarmantes para nuestra población de Nosferatus.
Baedecker apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Iba a ser una visita larga.
– Oye, Richard, ¿se nota que recientemente he practicado sexo oral con una gallina?
Baedecker abrió un ojo. Su ex compañero aún parecía una versión más flaca y demacrada de James Garner. Ahora tenía más arrugas en la cara y pómulos más afilados, pero no se veían canas en el pelo negro y ondulado.
– No -respondió Baedecker.
– Menos mal -dijo Dave con tono de alivio. De pronto tosió dos veces sobre su puño. Fragmentos de Kleenex amarillo aletearon en el aire como plumas.
Baedecker cerró el ojo.
– Me alegra tenerte aquí, Richard -dijo Dave Muldorff.
Baedecker sonrió sin abrir los ojos.
– Me alegra estar aquí, Dave.
Baedecker vendió su coche en Denver y cogió el tren con Maggie Brown para ir al oeste. No sabía si la decisión era prudente -sospechaba que no- pero por una vez decidió actuar sin analizar.
El «Céfiro de California» de Amtrak partió de Denver a las nueve de la mañana, y Baedecker desayunó con Maggie en el coche comedor mientras el largo tren atravesaba la divisoria continental a través del primero de los cincuenta y cinco túneles que los aguardaban en Colorado. Baedecker miró los platos de papel, las servilletas de papel y el mantel de papel.
– La última vez que viajé en tren por Estados Unidos, los manteles eran de tela y no se recalentaba la comida en el microondas -le dijo a Maggie.
Maggie sonrió.
– ¿Cuándo fue eso, Richard, en la Segunda Guerra Mundial? -Era una broma, una cruda ironía a costa de Baedecker, que aludía constantemente a la diferencia de edad entre ambos, pero Baedecker parpadeó al comprender que en efecto había sido durante la guerra. Su madre los había llevado a él y a su hermana Anne de Peoria a Chicago para visitar a unos parientes durante las vacaciones. Baedecker recordaba los asientos que miraban hacia atrás, el murmullo de los mozos de cordel y los camareros, la extraña emoción de observar los faroles de la calle y las ventanas anaranjadas en la noche, a través de la ventanilla. Chicago era un constelación de luces e hileras de ventanas de apartamentos pasando a gran velocidad mientras el tren se desplazaba por rieles elevados a través de la zona sur. Aunque Baedecker había nacido en Chicago diez años atrás, el espectáculo le produjo una sensación de desplazamiento, de haberse alejado del centro de las cosas. No era desagradable. Veintiocho años después de ese viaje a Chicago, sufriría la misma sensación de zozobra cuando su nave Apollo quedara fuera de contacto radial mientras el perfil tosco de la Luna le llenaba la visión. Baedecker se había apoyado en la ventanilla del módulo de mando y había limpiado el cristal empañado con la palma, tal como cuatro décadas y media antes, cuando el tren en el que viajaban su madre, su hermana y él entraba en Union Station.
– ¿Han terminado ustedes? -preguntó el camarero de Amtrak, casi con hostilidad.
– Terminado -dijo Maggie, bebiendo el último sorbo de café.
– Bien -dijo el camarero. Cogió el mantel de papel rojo por ambos extremos, envolvió los platos de papel, los utensilios de plástico y los vasos de plástico y lo arrojó todo en un receptáculo cercano.
– El progreso -rezongó Baedecker mientras regresaban por el pasillo.
– ¿De qué hablas? -preguntó Maggie.
– De nada -dijo Baedecker.
Esa noche, con Maggie acurrucada contra él, Baedecker miró por la ventanilla mientras cambiaban de locomotora en un rincón remoto de la playa de maniobras de Salt Lake City.
Al pie de una rampa abandonada, rodeada de malezas altas y quebradizas por el frío del otoño, había vagabundos reunidos alrededor de una fogata. Baedecker se preguntó si todavía llamaban bobos a los vagabundos del ferrocarril, como en otros tiempos.
Ambos despertaron antes del alba cuando las primeras luces rozaron las rocas rosadas del desfiladero desértico por donde avanzaba el tren. Baedecker supo al instante que el viaje no iría bien, que aquello que él y Maggie habían compartido en la India y redescubierto en las montañas de Colorado no sobreviviría a la realidad de los próximos días.
Ninguno de los dos habló mientras despuntaba el sol. El tren seguía su viaje hacia el oeste. Las rocas y mesetas pasaban deprisa. La mañana estaba envuelta en un silencio provisorio y frágil.
Dave y Diane Muldorff vivían en un barrio residencial en el lado sur de Salem. El patio daba a un arroyo rodeado de bosques y Baedecker escuchó el rumor del agua brincando en los guijarros mientras comía su bistec y su patata asada.
– Mañana te llevaremos a Lonerock -dijo Dave.
– Muy bien -acordó Baedecker-. Me agradará visitarlo después de oír hablar tanto durante tantos años.
– Dave te llevará -aclaró Diane-. Yo mañana tengo una recepción en el Hogar de Niños y una fiesta de recaudación de fondos el domingo. Os veré el lunes.
Baedecker asintió y miró a Diane Muldorff. Tenía treinta y cuatro años, catorce menos que el esposo. Con su rebelde melena de pelo oscuro, sus rutilantes ojos azules, su nariz roma y sus pecas, a Baedecker le hacía pensar en todas las niñas de su vecindario que había conocido. Pero en Diane destacaba una sólida adultez, una madurez serena pero firme que se enfatizaba en su sexto mes de preñez. Esa noche llevaba vaqueros claros y una gastada camisa Oxford azul con los faldones por fuera.
– Tienes muy buen aspecto -dijo impulsivamente Baedecker-. La preñez te sienta bien.
– Gracias, Richard. El tuyo también es bueno. Has perdido algo de peso desde esa fiesta en Washington.
Baedecker rió. En aquella ocasión había llegado a su peso máximo, más de quince kilos por encima del que tenía cuando era piloto. Aún seguía diez kilos por encima de ese peso.
– ¿Todavía corres? -preguntó Dave. Muldorff había sido el único integrante de la segunda generación de astronautas que no corría regularmente, lo que había causado ciertos conflictos. Ahora, diez años después de irse del programa, estaba más delgado que entonces. Baedecker se preguntó si sería a causa de la enfermedad.
– Corro un poco -dijo Baedecker-. Empecé hace unos meses, cuando regresé de la India.
Diane trajo varias botellas de cerveza helada a la mesa y se sentó. La última luz del atardecer le alumbró las mejillas.
– ¿Qué tal por la India? -preguntó.
– Interesante -dijo Baedecker-. Demasiado para absorber en tan poco tiempo.
– ¿Y viste a Scott? -preguntó Dave.
– Sí. Pero muy poco.
– Echo de menos a Scott -dijo Dave-. ¿Recuerdas nuestras excursiones de pesca en Galveston, a principios de los años 70?
Baedecker asintió. Recordaba las interminables tardes en la luz deslumbrante y las veladas lentas y cálidas. Scott y Baedecker siempre regresaban a casa con quemaduras de sol. «¡El regreso de los pieles rojas!», exclamaba Joan en un remedo de consternación. «¡Traed el ungüento!»
– ¿Sabías que ese tío, el hombre santo de Scott, vendrá para quedarse en ese ashram que tiene cerca de Lonerock? -preguntó Diane.
Baedecker pestañeó.
– ¿A quedarse? No, no lo sabía.
– ¿Cómo era el ashram de Poona donde se alojaba Scott? -preguntó Dave.
– En verdad no lo sé -dijo Baedecker. Pensó en la tienda de la entrada, que vendía camisetas con estampas de la cara barbuda del Maestro-. Estuve en Poona sólo un par de días, y apenas vi el ashram.
– ¿Regresará Scott cuando el grupo se traslade aquí? -preguntó Diane.
Baedecker paladeó la cerveza.
– No lo sé -dijo-. Tal vez esté aquí ahora. Me temo que he perdido el contacto.
– Oye -dijo Dave con acento cantarín-. ¿Quieres pasar a la sala de billar para jugar una partida?
– ¿Sala de billar? -inquirió Baedecker.
– ¿Qué te pasa, Richard? -dijo Dave-. ¿Nunca has visto los Beverly Hillbillies en la época de oro de la televisión?
– No.
Dave movió los ojos con gesto sorprendido.
– He aquí el problema de este chico, Diane. Está aislado culturalmente.
Diane asintió.
– Sin duda tu lo solucionarás, Dave.
Muldorff sirvió más cerveza y llevó ambos picheles a la puerta del patio.
– Por suerte para él, tengo grabados veinte episodios de los Beverly Hillbillies. Los veremos en cuanto lo derrote en una rápida pero costosa partida de billar. Adelante, monsieur Baedecker.
– Oui -dijo Baedecker. Cogió unos platos y los llevó a la cocina-. Einen Augenhlik, por favor, mon ami.
Baedecker aparca el coche alquilado y camina doscientos metros hasta la zona del accidente. Ha visto muchas veces este espectáculo, y no espera sorpresas. Está equivocado.
Cuando llega a la cima del risco, el viento helado lo abofetea y al mismo tiempo ve nítidamente el monte St. Helens. El volcán se yergue sobre el valle y la línea de riscos como un enorme y astillado tocón de hielo, coronado por un angosto penacho de humo o nubes. Baedecker comprende que está caminando sobre cenizas. Bajo la delgada capa de nieve el suelo es más gris que pardo. La confusión de huellas de la ladera le recuerda la zona pisoteada que rodeaba el módulo lunar cuando él y Dave terminaron su actividad extravehicular al final del segundo día.
La zona del accidente, el volcán y la ceniza le hacen pensar en el inevitable triunfo de la catástrofe y la entropía sobre el orden. Largas tiras de cinta de plástico color amarillo y naranja cuelgan de las rocas y arbustos indicando lugares que los investigadores hallaron interesantes. Para sorpresa de Baedecker, aún no han retirado los restos del avión. Repara en dos franjas largas y chamuscadas, separadas por treinta metros, donde el T-38 chocó con la colina y rebotó mientras se desintegraba. La mayoría de las ruinas se concentran en un grupo de rocas que se elevan como molares en la ladera. La nieve y la ceniza estaban desperdigadas en rayos que evocan los cráteres de impacto secundario cerca de la zona de alunizaje del módulo en las colinas Marius.
Sólo quedan fragmentos desfigurados y retorcidos del avión. La sección de cola está casi intacta; un metro y medio de metal limpio donde Baedecker lee el número de serie de la Guardia Nacional Aérea. Reconoce una masa larga y ennegrecida como uno de los motores turbojet gemelos de General Electric. Hay trozos de plástico derretido y astillas de metal retorcido por todas partes. Marañas de cable blanco y aislado rodean el fuselaje destrozado como entrañas de una bestia destripada. Baedecker ve una sección de la ennegrecida burbuja de plexiglás todavía unida a un fragmento de fuselaje. Salvo por las cintas de color y la concentración de huellas, no hay indicios de que el cuerpo de un hombre se fusionara con esos rotos fragmentos de aleación derretida.
Baedecker avanza dos pasos hacia la burbuja, pisa algo y retrocede horrorizado.
– ¡Dios mío! -Alza el puño impulsivamente aunque comprende que el trozo de hueso, carne asada y pelo chamuscado bajo el arbusto debía ser parte de un animalito que tuvo la desgracia de ser sorprendido por el impacto o el incendio. Se agacha para mirar con mayor atención. El animal tenía el tamaño de un conejo grande, pero los restos de piel no chamuscada son extrañamente oscuros. Busca una rama para tantear el pequeño cadáver.
– ¡Eh, nadie puede entrar en esta área! -Un policía del estado de Washington sube jadeando por la colina.
– Está bien -dice Baedecker, mostrando el pase de la base McChord de la Fuerza Aérea-. Estoy aquí para reunirme con los investigadores.
El policía mueve la cabeza y se detiene a unos metros de Baedecker. Se engancha el cinturón con los pulgares y trata de recobrar el aliento.
– Menudo destrozo, ¿eh?
Baedecker alza la cara a las nubes cuando comienza a nevar de nuevo. El monte St. Helens desaparece entre las nubes. El aire huele a goma quemada, aunque Baedecker sabe que había poca goma en el avión, salvo en las llantas.
– ¿Está en el grupo de investigación? -pregunta el policía.
– No -dice Baedecker-. Conocía al piloto.
– Oh. -El policía arrastra los pies y mira colina abajo.
– Me sorprende que no se hayan llevado los restos -comenta Baedecker-. Habitualmente tratan de guardarlo cuanto antes en un hangar.
– Problemas con el transporte. El coronel Fields y los del gobierno están tratando de solucionarlo, de conseguir camiones en Camp Withycombe, en Portland. Y además hay un problema jurisdiccional. Hasta el Servicio Forestal está involucrado.
Baedecker asiente. Se agacha para mirar de nuevo el animal muerto pero lo distrae un trozo de tela naranja que flamea en una rama cercana. Parte de una mochila, piensa. O de un traje de vuelo.
– Yo fui uno de los primeros en llegar aquí después del accidente -dice el policía-. Jamie y yo recibimos la llamada cuando íbamos de Yale hacia el oeste. El único que llegó antes fue ese geólogo que vive en una cabaña cerca de la Montaña de la Cabra.
Baedecker se incorpora.
– ¿Había mucho fuego?
– No cuando llegamos. La lluvia debió de apagarlo. No había mucho que quemar aquí. Excepto el avión, desde luego.
– ¿Llovía mucho antes del accidente?
– Ya lo creo. En la carretera había una visibilidad de menos de quince metros. Y vientos muy fuerte. Así imaginé siempre un huracán. ¿Has visto alguna vez un huracán?
– No -contesta Baedecker, y luego recuerda el huracán del Pacífico que él, Dave y Tom Gavin vieron desde trescientos kilómetros de altura antes del trayecto translunar-. ¿Así que ya estaba oscuro y llovía mucho?
– Sí. -El tono del policía sugiere que ya no tiene interés-. Dígame una cosa. El oficial de la Fuerza Aérea, el coronel Fields, parece creer que su amigo voló hacia aquí porque sabía que el avión estaba cayendo.
Baedecker mira al policía.
El hombre se aclara la garganta y escupe. Ha dejado de nevar y el suelo aún parece más gris en la opaca luz de la tarde.
– Pero si sabía que tenía problemas -dice el policía-, ¿por qué no expulsó el asiento eyector cuando llegó a esta zona? ¿Por qué se estrelló contra la montaña?
Baedecker vuelve la cabeza. En la carretera, varios vehículos militares, dos camiones y una pequeña grúa se han detenido cerca del Toyota alquilado de Baedecker. Un jeep cubierto trepa por la colina. Dentro va alguien con uniforme azul de la Fuerza Aérea. Baedecker se aleja del policía para salirle al encuentro.
– No lo sé -murmura, en voz tan baja que las palabras se pierden en el viento ululante y el ruido del vehículo que se acerca.
– ¿Cuánto falta para Lonerock? -preguntó Baedecker. Se dirigían al norte por la calle Doce de Salem. Ya eran las tres de la tarde.
– Cinco horas de viaje -dijo Dave-. Hay que tomar la interestatal 5 hasta Portland y luego seguir la garganta pasado el Dalles. Luego hay otra hora y media después de Wasco y Condon.
– Llegaremos después del anochecer -dijo Baedecker.
– No.
Baedecker plegó el mapa de carreteras y enarcó las cejas.
– Conozco un atajo -dijo Dave.
– ¿A través de las cascadas?
– Más o menos.
Salieron de la carretera Turner tomando un camino que conducía a un aeropuerto pequeño. Había varios reactores militares cerca de dos hangares grandes. Más allá de una ancha pista se encontraban un Chinook, un Cessna A-37 Dragonfly con insignias de la Guardia Nacional Aérea y un viejo C-130. Dave aparcó el Cherokee cerca del hangar militar, sacó los bártulos de la parte trasera y arrojó a Baedecker una cazadora de plumas.
– Abrígate, Richard. Hará frío donde vamos.
Un sargento y dos hombres con monos de mecánico salieron del hangar.
– Hola, coronel Muldorff. Todo preparado y revisado -dijo el sargento.
– Gracias, Chico. Te presento al coronel Dick Baedecker.
Baedecker saludó, y luego se dirigieron por la pista hasta un helicóptero aparcado detrás del Chinook. Los mecánicos estaban abriendo la portezuela lateral.
– Que me cuelguen -dijo Baedecker-. Un Huey.
– Un Bell HU-1 Iroquois para ti, novato -dijo Dave-. Gracias, Chico, déjalo en mis manos. Nate tiene mi plan de vuelo.
– Buen viaje, coronel -dijo el sargento-. Mucho gusto en conocerle, coronel Baedecker.
Mientras seguía a Dave alrededor del helicóptero, Baedecker sintió una contracción en el plexo solar. Había viajado en Huey cientos de veces -incluidas treinta y cinco horas de pilotaje durante la primera época de adiestramiento en la NASA- y jamás le había gustado. Sabía que Dave amaba esas máquinas traicioneras. Muldorff había realizado muchos vuelos experimentales en helicóptero. En 1965 Dave había sido «prestado» a Hughes Aircraft para resolver algunos problemas en el prototipo del TH-55A, un aparato de entrenamiento. El nuevo helicóptero tendía a caer de morro sin previo aviso. La investigación condujo a estudios de campo comparativos con las características de vuelo del Bell HU-1, que ya estaba operando en Vietnam. Dave viajó a Vietnam para realizar seis semanas de vuelo de observación con los pilotos del Ejército, que tenían fama de hacer cosas insólitas con sus máquinas. Cuatro meses después lo llamaron de vuelta y se descubrió que había pilotado misiones de combate todos los días, en un escuadrón de evacuación médica.
Dave se sirvió de su experiencia para resolver el problema de Hughes con el TH-55A, pero le habían suspendido la promoción por haber volado sin autorización con el Primero de Caballería Aérea. También recibió notas de la Fuerza Aérea y del Ejército informándole de que en ninguna circunstancia recibiría pagos retroactivos por vuelos de combate. Dave había reído. Dos semanas antes de irse de Vietnam se enteró de que la NASA lo había aceptado para el programa de entrenamiento de astronautas post-Gemini.
– No está mal -dijo Baedecker cuando terminaron los chequeos externos y entraron en la cabina-. Buen vehículo para los fines de semana. ¿Una de las prebendas de un diputado, Dave?
Muldorff rió y arrojó a Baedecker una tabla con la lista de chequeo interno.
– Claro -dijo-. Goldwater hacía viajes gratis en F-18. Yo tengo mi Huey. Desde luego, es una ayuda que aún siga en reserva activa aquí. -Entregó a Baedecker una gorra de béisbol con la insignia AIR FORCE 1½. Baedecker se la caló y se puso los auriculares de radio-. Además, Richard, para tu tranquilidad como contribuyente, debes saber que esta pila de chatarra cumplió su deber en Vietnam, trasladó gente durante diez años y ahora figura oficialmente en la lista de repuestos. Chico y los muchachos lo mantienen en marcha por si alguien necesita correr a Portland a comprar cigarrillos.
– Sí -dijo Baedecker-. Magnífico. -Se sujetó al asiento izquierdo mientras Dave movía la palanca de control cíclico y bajaba la mano izquierda para apretar el arranque de la palanca de control colectivo. Ese constante juego de controles -cíclico, colectivo, pedales del timón, palanca de regulación- había enloquecido a Baedecker cuando pilotaba esas máquinas perversas, veinte años atrás. Comparado con un helicóptero militar, el módulo lunar Apollo era fácil de dominar.
El motor de turbina rugió, el motor de arranque de alta velocidad gimió y los dos rotores de quince metros empezaron a girar.
– ¡Allá vamos! -gritó Dave por el interfono. Varios paneles registraron lecturas correctas mientras el paleteo de los rotores alcanzaba un punto de presión casi físico. Dave tiró del control colectivo y tres toneladas de vieja maquinaria se elevaron. Los patines flotaron a dos metros de la pista.
– ¿Preparado para ver mi atajo? -dijo la metálica voz de Dave por el interfono.
– Enséñamelo -dijo Baedecker.
Dave sonrió, dijo algo por el micrófono y lanzó la nave hacia delante mientras iniciaban el ascenso hacia el este.
San Francisco estuvo lluviosa y fría los dos días que pasaron allí Baedecker y Maggie Brown. A sugerencia de Maggie, se alojaron en un viejo hotel rehabilitado cerca de Union Square. Los pasillos en penumbra olían a pintura fresca, las duchas estaban añadidas a macizas bañeras con patas ganchudas y por todas partes colgaban cañerías vistas. Baedecker y Maggie se turnaron para quitarse la mugre de un viaje de cuarenta y ocho horas en tren y se acostaron para hacer una siesta. En su lugar hicieron el amor, se ducharon de nuevo y salieron al atardecer.
– Nunca había estado aquí -dijo Maggie sonriendo-. ¡Es maravilloso!
Las calles estaban pobladas de gente que asistía a espectáculos, y de parejas -la mayoría masculinas- que caminaban de la mano bajo letreros de neón que prometían las delicias de senos o traseros al aire. El viento olía a mar y a gases de tubos de escape. Los tranvías se estaban reparando y los taxis estaban llenos o muy lejos. Baedecker y Maggie cogieron un autobús hasta el Fisherman's Wharf, donde caminaron sin hablar bajo una llovizna fría. El tobillo lastimado de Baedecker los obligó a entrar en un restaurante.
– Los precios son altos -observó Maggie cuando les sirvieron el plato principal-, pero las ostras son deliciosas.
– Sí -asintió Baedecker.
– De acuerdo, Richard -dijo Maggie, tocándole la mano-. ¿Qué ocurre?
Baedecker meneó la cabeza.
– Nada.
Maggie esperó.
– Sólo me preguntaba cómo recuperarías esta semana de clase -dijo Baedecker, sirviendo más vino para ambos.
– No es verdad -dijo Maggie. A la luz de las velas los ojos verdes parecían color turquesa. Maggie tenía las mejillas encendidas a pesar del bronceado-. Dime.
Baedecker la miró un largo instante.
– He estado pensando en ese estúpido espectáculo que el hijo de Tom Gavin dio en las montañas -dijo.
Maggie sonrió.
– ¿Te refieres a bailar desnudo en un roca durante una tormenta eléctrica? ¿Con una vara de metal en la mano? ¿Ese estúpido espectáculo?
Baedecker asintió.
– Se pudo haber matado.
– Es verdad -convino Maggie-. Especialmente cuando parecía empeñado en tomar el nombre de todos los dioses en vano hasta que irritó al que no debía. -Pareció advertir la seriedad de Baedecker y cambió el tono-. Oye, todo salió bien. ¿Por qué te molesta ahora?
– No me molesta lo que hizo él -explicó Baedecker-. Me molesta lo que hice mientras él estaba en la roca.
– No hiciste nada -dijo Maggie.
– Exacto -corroboró Baedecker, apurando el vaso de vino. Se sirvió más-. No hice nada.
– El padre de Tommy lo obligó a bajar antes de que nosotros pudiéramos reaccionar -dijo Maggie.
Baedecker movió la cabeza. En una mesa vecina varias mujeres rieron estruendosamente.
– Oh, entiendo -dijo Maggie-. Hablamos nuevamente de Scott.
Baedecker se enjugó las manos con una servilleta roja.
– No sé. Pero al menos Tom Gavin vio que su hijo cometía una estupidez y lo salvó de un posible desastre.
– Sí -dijo Maggie-, el pequeño Tommy tiene diecisiete años, y Scott cumplirá veintitrés en marzo.
– Sí, pero…
– Y el pequeño Tommy estaba a tres metros. Scott está en Poona, India.
– Lo sé…
– Además, ¿quién eres para dictaminar que Scott está cometiendo un error? Ya tuviste tu oportunidad, Richard. Scott es un chico crecido, y si quiere pasar unos años cantando mantras y donando su dinero a un imbécil barbudo con complejo de Jehová, bien, tu oportunidad de ayudarle ya pasó. ¿Por qué no tratas de reiniciar tu estropeada vida, Richard E. Baedecker? -Maggie bebió un largo sorbo de vino-. Demonios, Richard, a veces me das… -Un hipo violento la interrumpió.
Baedecker le dio un vaso de agua con hielo y esperó. Ella guardó silencio un segundo, abrió la boca para hablar y tuvo otro ataque de hipo. Ambos rieron. El grupo de mujeres de la mesa vecina los miró reprobatoriamente.
Al día siguiente, en el Golden Gate Park, mientras miraban las columnas de metal anaranjado que aparecían y desaparecían entre las nubes bajas, Maggie dijo:
– Tendrás que solucionar tu problema con Scott antes de que resolvamos nuestros propios sentimientos, ¿eh, Richard?
– No sé -contestó Baedecker-. Dejémoslo así unos días, ¿de acuerdo? Hablaremos de ello más adelante. Maggie se apartó una gota de lluvia de la nariz.
– Richard, te amo -dijo. Era la primera vez que lo decía.
Por la mañana, cuando Baedecker despertó bajo la brillante luz que atravesaba las cortinas del hotel y oyendo el bullicio del tráfico y los peatones, Maggie ya no estaba.
Volaron hacia el este, luego hacia el norte, luego de nuevo hacia el este, ganando altitud mientras el terreno boscoso se elevaba cada vez más. Cuando el altímetro indicó 2.800 metros, Baedecker dijo:
– ¿No exigen oxígeno a esta altura las regulaciones de la Guardia Nacional Aérea?
– Aja -dijo Dave-. En caso de pérdida repentina de presión, la máscara de oxígeno caerá del compartimento superior y le golpeará la cabeza. Por favor, apóyesela en el hocico y respire normalmente. Si viaja usted con un niño o bebé en el regazo, decida con rapidez quién de lo dos tiene derecho a respirar.
– Gracias. ¿El monte Hood? -Se aproximaban al pico volcánico, que ahora se erguía a la izquierda de la trayectoria del Huey. La cumbre nevada estaba setenta metros más alta que ellos. La sombra del Huey onduló sobre la alfombra de árboles de la ladera.
– Así es -dijo Dave-, y allá está el hotel Timberline Lodge, donde filmaron los exteriores de Resplandor.
– Vaya -dijo Baedecker.
– ¿Has visto la película? -preguntó Dave por el interfono.
– No.
– ¿Has leído el libro?
– No.
– ¿No has leído nada de Stephen King?
– No.
– Cielos, Richard, para tratarse de un hombre culto, eres muy poco versado en los clásicos. Te acuerdas de Stanley Kubrick, ¿verdad?
– ¿Cómo iba a olvidarlo? -dijo Baedecker-. Me arrastraste a ver 2001: odisea del espacio cinco veces el año que la proyectaron en la sala Cinerama de Houston. -No era una exageración. Muldorff estaba obsesionado con la película e insistía en que sus compañeros la vieran con él. Antes del vuelo, Dave había hablado con entusiasmo de llevar un monolito negro inflable de contrabando para «descubrirlo» sepultado bajo la superficie lunar durante una actividad extravehicular. La escasez de monolitos negros inflables había frustrado ese plan, así que Dave se contentó con despertar a Control de Misión al final de cada período de sueño tocando los acordes iniciales de Also Sprach Zarathustra. A Baedecker le pareció divertido las primeras veces.
– La obra maestra de Kubrick -dijo Dave, girando el Huey a la derecha. Sobrevolaron un paso donde tiendas y caravanas de excursionistas se apiñaban alrededor de un lago de montaña en cuyas aguas centelleaba el sol del atardecer. De pronto la tierra descendió, los pinares perdieron verdor y colinas peladas y bajas surgieron al sur y al este. Siguieron volando a mil quinientos metros mientras el terreno se transformaba en campos de regadío y luego en desierto. Dave habló por el micrófono con control de tráfico, bromeó con alguien de un aeropuerto privado de Maupin y conectó de nuevo el interfono-. ¿Ves ese río?
– Sí.
– Es el John Day. El gurú de Scott compró un pequeño pueblo al sudoeste de allí. El mismo que Rajneesh hizo famoso hace unos años.
Baedecker desplegó un mapa de navegación e inclinó la cabeza. Abrió la cremallera de su cazadora, sirvió café de un termo, le pasó una taza a Dave.
– Gracias. ¿Quieres pilotarlo un rato?
– No especialmente -dijo Baedecker.
Dave rió.
– No te gustan los helicópteros, ¿eh, Richard?
– No especialmente.
– No entiendo por qué. Has pilotado todo lo que tiene alas, incluidos aviones de despegue vertical y despegue corto, y ese maldito aparato de la Armada que causo más muertes de las que valía. ¿Qué tienes contra los helicópteros?
– ¿Aparte de que son artilugios endemoniados y traicioneros que sólo esperan aplastarte contra el suelo? -preguntó Baedecker-. ¿Quieres decir aparte de eso?
– Sí -rió Dave-. Aparte de eso. -Bajaron a mil metros y luego a seiscientos. Delante, un pequeño hato de vacas avanzaba perezosamente por una amplia extensión de hierba seca. El flanco de las vacas era color dorado y chocolate en la luz horizontal.
– Oye -dijo Dave-, ¿recuerdas esa rueda de prensa a la que asistimos antes del Apollo 11, para escuchar a Neil, Buzz y Mike hablar sobre el asunto?
– ¿Cuál de ellas?
– La anterior al lanzamiento.
– Vagamente -dijo Baedecker.
– Bien, Armstrong dijo algo que me irritó de veras.
– ¿Qué? -preguntó Baedecker.
– Ese periodista… el que ha muerto… Frank McGee… Le preguntó a Armstrong algo sobre los sueños, y Neil dijo que había tenido un sueño que se le repetía desde que era niño.
– ¿Y?
– Era un sueño en el que Neil podía elevarse del suelo si contenía el aliento el tiempo suficiente. ¿Lo recuerdas?
– No.
– Pues yo sí. Neil dijo que había tenido el sueño por primera vez cuando era muy pequeño. Contenía el aliento y se elevaba del suelo. No volaba, sólo revoloteaba.
Baedecker terminó el café y arrojó la taza de plástico en una bolsa de basura junto al asiento.
– ¿Por qué te irritó? -preguntó.
Dave lo miró. Los ojos eran inescrutables detrás de las gafas oscuras.
– Porque ése era mi sueño -dijo.
El Huey bajó el morro y descendió hasta sólo cien metros del escarpado terreno, muy por debajo de la altitud mínima requerida por las regulaciones federales. Matas de salvia y pino se deslizaban por debajo, confirmándoles la sensación de velocidad. Baedecker miró a través de la burburja de plexiglás y vio pasar una casa solitaria. Era marrón, decrépita, el techo de hojalata estaba oxidado, el granero derruido; roderas que se extendían hasta el horizonte sugerían el único acceso. Junto a esa casucha sobresalía una flamante y blanca antena satelital.
Baedecker encendió el interfono. No había interruptor de interfono en el suelo del asiento izquierdo, así que debía estirar la mano para tocar el interruptor del control cíclico cada vez que quería hablar.
– Tom Gavin me explicó que estuviste enfermo en primavera -dijo.
Dave miró hacia la izquierda y hacia el suelo que se deslizaba debajo a cien nudos. Cabeceó.
– Sí, tuve algunos problemas. Pensé que tenía la gripe… fiebre y ganglios en el cuello. Pero mi médico de Washington me dijo que tenía la enfermedad de Hodgkin. Yo ni siquiera había oído hablar de ella.
– ¿Grave?
– La califican según una escala de cuatro puntos -dijo Dave-. El nivel uno significa toma un aspirina y envía cuarenta dólares por correo. El nivel cuatro significa «coge tus calcetines».
Baedecker no pidió más explicaciones. Durante los cientos de horas que habían compartido en sofocantes simuladores, Dave reaccionaba ante las emergencias con la expresión «coge tus calcetines y despídete de tu pellejo».
– Yo estaba en el nivel tres -dijo Dave-. Lo pillaron a tiempo. Me hicieron sentir mejor con medicación y un par de sesiones de quimioterapia. Para asegurarse me extirparon el bazo. Ahora todo parece ir muy bien. Si lo detienen al principio, generalmente lo detienen para siempre. Pasé mi examen físico de piloto hace tres semanas. -Sonrió señalando una ciudad al norte-. Allá está Condon. Próxima parada, Lonerock. Sede de la futura Casa Blanca Oeste de Estados Unidos.
Cruzaron un camino rural de grava y Dave viró bruscamente para seguirlo, bajando a quince metros. No había tráfico. Maltrechos postes telefónicos bordeaban el lado izquierdo del camino, dando la impresión de haber estado allí desde siempre. No había árboles; las cercas de alambre de púas no estaban sujetas con postes, sino con pedazos de chatarra.
El Huey sobrevoló el borde de un desfiladero. En unos segundos pasaron de estar a quince metros de altura sobre un camino de grava a doscientos cincuenta metros sobre un valle oculto donde un arroyo atravesaba alamedas y donde los campos se hallaban preñados de trigo y hierba invernal. En el centro del valle sobresalía un pueblo fantasma. Aquí y allá un tejado de hojalata asomaba entre las ramas desnudas o el follaje otoñal, y en un lugar asomaba un campanario de iglesia. Baedecker reparó en una vieja escuela que miraba hacia el oeste desde una loma que se erguía sobre el pueblo. Eran apenas las cinco de la tarde, pero era obvio que hacía rato que la sombra tapaba el valle.
Durante unos segundos, Dave inició una zambullida con los rotores casi perpendiculares al suelo. Sobrevolaron una calle Mayor que parecía consistir en cinco edificios abandonados y un herrumbrado surtidor de gasolina. Viraron a la izquierda y pasaron sobre una iglesia blanca cuya torre quedaba empequeñecida por un peñasco que parecía un diente mellado y se elevaba más allá del cementerio.
– Bienvenido a Lonerock -dijo Dave por el interfono.
La mayoría de los deudos se han marchado cuando Baedecker regresa a la casa de Dave y Diane en Salem. La nieve que había visto cerca del monte St. Helens cae ahora como una llovizna ligera.
Tucker Wilson saluda a Baedecker en la puerta. Baedecker no había vuelto a ver a Tucker desde el día del desastre del Challenger, dos años antes. Piloto de la Fuerza Aérea y miembro de reserva del equipo Apollo, Tucker al fin había recibido una misión Skylab un año antes de que Baedecker se marchara de la NASA. Tucker es un hombre bajo con físico de luchador, cara rubicunda y apenas un rastro de pelo color arena sobre las orejas. Al contrario de muchos pilotos de prueba, que hablaban con acento sureño o neutro, Tucker hablaba con las vocales monótonas de Nueva Inglaterra.
– Diane está arriba con Katie y la hermana -dice Tucker-. Vamos al cuarto privado de Dave a beber una copa.
Baedecker lo sigue. La habitación revestida de libros, con sillas de cuero y un viejo escritorio, es un estudio más que un cuarto privado. Baedecker se desploma en una silla y mira alrededor mientras Tucker sirve el whisky. En los estantes hay una mezcla ecléctica de ediciones para coleccionistas, ediciones en tapa dura, ediciones en rústica, pilas de revistas y periódicos. En la pared, cerca de la ventana, hay varias fotografías: Baedecker se reconoce en una de ellas, sonriendo junto a Tom Gavin mientras Richard Nixon extiende rígidamente la mano a un sonriente Dave.
– ¿Agua o hielo? -pregunta Tucker.
– No -dice Baedecker-. Solo, por favor.
Tucker le entrega el vaso a Baedecker y se sienta en la antigua silla giratoria del escritorio. Parece incómodo, recoge una hoja mecanografiada del escritorio, la deja donde estaba, bebe un largo sorbo.
– ¿Algún problema con el vuelo de esta mañana? -pregunta Baedecker. Tucker ha volado en la formación del piloto ausente.
– No -dice Tucker-. Pero podíamos haberlo tenido si las nubes hubieran estado más bajas. Ya estábamos quemando los pollos del granero a esa altura.
Baedecker mueve la cabeza y paladea el whisky.
– ¿Estás en lista de espera para algún viaje cuando se reinicie el programa del transbordador? -le pregunta a Tucker.
– Sí. En noviembre próximo si las cosas arrancan de nuevo. Llevamos un cargamento del Departamento de Defensa, así que sortearemos todas esas ruedas de prensa donde posamos de héroes conquistadores.
Baedecker asiente. El whisky es The Glenlivet, sin mezcla, el favorito de Dave.
– ¿Qué crees, Tucker? ¿Es seguro pilotar ese trasto?
El piloto más bajo se encoge de hombros.
– Dos años y medio -dice-. Más tiempo para arreglar las cosas que el intervalo que hubo cuando Gus, Chaffee y White murieron en el Apollo 1. Desde luego, le cedieron la reparación de los cohetes impulsores a Morton Thiokol, y ellos son los que certificaron que esas anillas eran seguras.
Baedecker no sonríe. Ha presenciado la extraña e incestuosa danza entre contratistas y agencias del gobierno y, como la mayoría de los pilotos, no la encuentra graciosa.
– He oído que dispondrán del nuevo sistema de escape para el primer vuelo.
Tucker se echa a reír.
– Sí, ¿lo has visto, Dick? Hay un palo muy largo en el compartimiento inferior, y mientras el piloto de mando mantiene la nave recta y a velocidad subsónica, los tripulantes trepan y se deslizan hacia afuera como truchas en una caña de pescar.
– No habría ayudado al Challenger -dice Baedecker.
– Me recuerda a esa broma del SIDA, la del heroinómano que no teme contagiarse cuando usa agujas sucias porque lleva puesto un condón -dice Tucker. Apura el whisky y se sirve más-. Bien, qué demonios, hay más de setecientos puntos de Estado Crítico Uno en el transbordador, y estoy convencido de que esas malditas anillas son lo único por lo que no debemos preocuparnos.
Baedecker sabía que un ítem de Estado Crítico Uno era un sistema o componente que no contaba con respaldo fiable; si ese ítem fallaba, fallaba la misión.
– ¿Ya no aterrizaréis en el Cabo? -pregunta Baedecker.
Tucker menea la cabeza. En su primera misión con el transbordador, Wilson había aterrizado con el Columbia, en Cabo Cañaveral. Se reventó una llanta y dos frenos se gastaron hasta el tope.
– Ahora saben que es demasiado arriesgado -dice Tucker-. Utilizaremos Edwards o White Sands en el futuro próximo. -Bebe un largo sorbo-. Pero qué demonios -añade con una sonrisa-, sin agallas no hay gloria.
– ¿Qué se siente al pilotarlo? -pregunta Baedecker. Por primera vez en varios días, puede pensar en algo que no sea Dave.
Tucker se inclina hacia delante, más animado, gesticulando con las manos.
– Es increíble, Dick. El descenso es como tratar de dominar un DC-9 en Mach 5. Tienes que discutir con los malditos ordenadores para que te dejen pilotar, pero cuando vuelas lo haces de veras. ¿Has estado en un simulador actualizado?
– Hice una ronda -dice Baedecker-. No tuve tiempo para sentarme en el asiento izquierdo.
– Tienes que probarlo -dice Tucker-. Ven al Cabo en otoño y te conseguiré tiempo libre.
– Parece interesante -dice Baedecker. Termina el trago y hace girar el vaso en las manos, a la luz de la lámpara-. ¿Veías mucho a Dave en el Cabo?
Tucker sacude la cabeza.
– Le irritaba que esos diputados y senadores tuvieran vuelos gratuitos mientras los ex pilotos de caza esperábamos años para otra oportunidad. Estaba en todos los comités indicados y trabajaba con empeño por el programa, pero no estaba de acuerdo con esa tontería de mandar una maestra y un periodista al espacio. Decía que el transbordador no era lugar para personas que se ponían los pantalones una pernera después de la otra.
Baedecker ríe entre dientes. Se trata de una alusión a uno de los primeros enfrentamientos de Dave con la NASA. Durante el primer vuelo de Muldorff en un módulo Apollo, un vuelo orbital de ajuste, Dave recibió una comunicación por televisión en vivo de sus padres. Tucker Wilson estaba con él cuando Dave empleó esa expresión. «Bien, amigos, durante años los astronautas hemos dicho que somos gente común. No héroes, sino personas como los demás. Tíos que se ponen los pantalones una pernera después de la otra, como todos. Bien, hoy estoy aquí para demostraros lo contrario.» Muldorff hizo una pirueta en gravedad cero, usando sólo sus calzones largos y su gorra de Snoopy, y con un simple y grácil movimiento se puso el mono: dos perneras a la vez.
Baedecker se acerca a un estante y saca un volumen de Yeats. Media decena de tiras de papel como puntos de libro.
– ¿Has averiguado algo esta tarde? -pregunta Tucker.
Baedecker menea la cabeza y deja el libro.
– He hablado con Munsen y Fields. Trasladarán los últimos restos a McChord. Bob arreglará las cosas para que yo pueda escuchar la cinta mañana. La Junta de Accidentes tiene algunas ideas preliminares pero mañana se tomará el día libre.
– Oí la cinta ayer -dice Tucker-. No hay mucho. Dave mencionó problemas con el sistema hidráulico a quince minutos de Portland. Utilizaban el aeropuerto civil porque Munsen había ido para esa conferencia…
– Sí -confirmó Baedecker-. Luego decidió quedarse un día más.
– Correcto -dice Tucker-. Dave voló al este solo, informó sobre el problema hidráulico a los quince minutos y viró un minuto más tarde. Después, el maldito motor de estribor se recalentó y dejó de funcionar. Eso ocurrió a ocho minutos de distancia, en el camino de regreso. El internacional de Portland estaba más cerca, así que siguieron con el problema. Hubo formación de hielo, pero esto no habría sido serio si hubiera podido elevarse. Dave no habló demasiado, el controlador parece un jovenzuelo idiota. Antes de caer, Dave anunció que vio luces.
Baedecker bebe el último sorbo de whisky y deja el vaso en el carro de bebidas.
– ¿Sabía que estaba regresando?
Tucker frunce el ceño.
– Es difícil decirlo. Hablaba sólo para pedir confirmación de altitud. El controlador del Centro de Portland le recordó que allí los riscos alcanzaban mil quinientos metros. Dave se dio por enterado y dijo que saldría de las nubes a dos mil metros para poder ver luces. Luego nada, hasta que el radar lo perdió segundos más tarde.
– ¿Cómo era la voz?
– Gagarin todo el tiempo -responde Tucker.
Baedecker mueve la cabeza. Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en órbita terrestre, había muerto al estrellarse en un MiG durante un vuelo rutinario de entrenamiento en marzo de 1968. En la comunidad de pilotos de prueba se había comentado la extraordinaria calma de la voz grabada de Gagarin mientras conducía el MiG fuera de control hacia un terreno baldío entre casas de una zona muy poblada. Cuando Baedecker visitó la Unión Soviética como parte de un equipo administrativo, un año antes del proyecto Apollo-Soyuz, un piloto soviético comentó que Gagarin se había estrellado en una zona boscosa y remota y la causa oficial había sido «error del piloto». Se rumoreaba sobre consumo de alcohol. No había voz grabada. Aun así, entre los pilotos de prueba de la generación de Baedecker y Tucker, «Gagarin todo el tiempo» seguía siendo el mejor modo de elogiar a quien conservaba la calma en una emergencia.
– No entiendo -dice Tucker con voz irritada-. El T-38 es el avión más seguro de la maldita Fuerza Aérea.
Baedecker no hace comentarios.
– Hay un promedio de dos accidentes cada cien mil horas de vuelo -sigue Tucker-. Dime otro avión supersónico con esos antecedentes, Dick.
Baedecker se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Sigue lloviendo.
– Y a nadie le importa, ¿verdad? -explota Tucker, sirviéndose una tercera copa-. Nunca importa, ¿eh?
– No -contesta Baedecker-. Nunca importa.
Llaman a la puerta y entra Katie Wilson, la esposa de Tucker, pelo rubio, rasgos afilados. Al principio se la podría tomar por una camarera de edad con poco seso, pero en seguida sobresale la aguda inteligencia y la sensibilidad alerta detrás del espeso maquillaje y el acento sureño.
– Richard -dice-, me alegra que hayas vuelto.
– Lamento haber llegado tarde -se excusa Baedecker.
– Diane quiere hablarte. He insistido en que se acostara porque de lo contrario se pasaría la noche en vela haciendo de anfitriona perfecta. Lleva despierta cuarenta y ocho horas seguidas. ¡Espera un bebé para dentro de una semana, por todos los santos!
– No la distraeré mucho tiempo, Katie -dice Baedecker, y sube la escalera.
Diane Muldorff está en bata, sentada en una silla azul, leyendo una revista. A Baedecker le parece muy embarazada. Le dice que entre.
– Me alegra que estés aquí, Richard.
– Lamento llegar tarde, Diane -se disculpa Baedecker-. He conducido hasta McChord con Bill Munsen y Stephen Fields.
Diane asiente con la cabeza y deja la revista.
– Cierra la puerta, Richard, por favor.
Baedecker cierra la puerta y se sienta cerca del tocador. Mira a Diane, el pelo oscuro recién cepillado, las mejillas recién lavadas, pero sus ojos no pueden ocultar la fatiga y la pesadumbre de los últimos días.
– ¿Me harás un favor, Richard?
– Lo que quieras -dice Baedecker con franqueza.
– El coronel Fields, Bob, los demás han prometido mantenerme informada sobre la investigación del accidente…
Baedecker la observa y espera.
– Richard, ¿te encargarás de echar una ojeada? ¿No sólo de seguir la investigación oficial, sino de investigar por tu cuenta y decirme todo lo que averigües?
Baedecker titubea un segundo, asombrado, y luego le coge la mano.
– Claro que sí, Diane. Si es eso lo que quieres. Pero dudo de que pueda averiguar algo que no averigüe la Junta.
Diane asiente, pero le aferra el brazo con insistencia.
– Pero ¿lo intentarás?
– Sí -afirma Baedecker.
Diane se toca la mejilla y mira hacia abajo como mareada.
– Hay tantos detalles -dice.
– ¿A qué te refieres?
– Cosas que no entiendo. Dave llevó el helicóptero a Lonerock. ¿Lo sabías?
– No.
– El tiempo empeoró, así que regresó en el coche que habíamos dejado allá -dice Diane-. Pero ¿para qué fue a Lonerock?
– Pensaba que trabajaba en su libro -dice Baedecker.
– Se suponía que debía parar en Salem, una noche después de la reunión, para recaudar fondos de Portland -explica Diane-. Sin embargo, voló a Lonerock cuando la casa estaba totalmente cerrada. No pensábamos ir hasta semanas después del nacimiento del bebé.
Baedecker le toca el brazo, lo aprieta con dulzura.
– Richard -dice Diane-, ¿sabías que el cáncer de Dave había reaparecido? No creía que se lo hubiera dicho a nadie, pero pensaba que tal vez habría llamado…
– Yo no tenía teléfono donde estaba, Diane, ¿lo recuerdas? Tuviste que enviarme ese telegrama.
– Sí, lo recuerdo -dice Diane, la voz quebrada de agotamiento-. Sólo pensaba… No me dijo nada, Richard. Su médico de Washington es amigo… Llamó al día siguiente del accidente. La enfermedad se había extendido al hígado y a la médula ósea. En primavera, querían hacerle un tratamiento completo de quimioterapia utilizando una combinación de drogas llamada MOPP. Dave se había negado. Esa clase de quimioterapia causa esterilidad en la mayoría de casos. A Dave le habían hecho algo de radiación y la laparotomía, yo lo sabía. Pero no sabía nada sobre lo demás…
– En octubre, Dave me dijo que estaban bastante seguros de haberlo detenido -explica Baedecker.
– Sí, lo encontraron de nuevo antes de Navidad. Dave no me lo comentó. Debía someterse a un examen físico de piloto la semana entrante. Jamás lo habría aprobado.
– ¡Richard! -llama la voz de Katie por la escalera-. ¡Teléfono!
– Ya voy -responde Baedecker. Coge de nuevo la mano de Diane-. ¿Qué piensas, Diane?
Ella lo mira directamente. A pesar de la fatiga y la preñez, no parece vulnerable, sólo bella y resuelta.
– Quiero saber por qué fue a Lonerock sin necesidad. Quiero saber por qué pilotó ese T-38 en solitario cuando podía haber esperado unas horas para un vuelo comercial. Quiero saber por qué se quedó en el avión cuando sin duda sabía que estaba cayendo. -Diane inhala profundamente y se alisa la bata. Le estruja la mano casi hasta hacerle daño-. Richard, quiero saber por qué David está muerto y no aquí conmigo esperando el nacimiento de nuestro hijo.
Baedecker se pone de pie.
– Prometo que haré todo lo posible -dice. Besa la frente de Diane y la ayuda a levantarse-. Ahora ven, acuéstate y duerme. Mañana tendrás invitados a desayunar, yo quizá salga temprano, pero te llamaré antes de regresar.
Diane lo mira cuando él se detiene en la puerta.
– Buenas noches, Richard.
– Buenas noches, Diane.
Abajo lo espera Katie.
– Es conferencia, Richard. Le he dicho que llamara de nuevo, pero espera.
Baedecker entra en la cocina para coger el teléfono.
– Gracias, Katie -dice-. ¿Sabes quién es?
– Una tal Maggie -responde Katie-. Maggie Brown. Dice que es importante.
Dave aterrizó con el Huey en un rancho, a un kilómetro de Lonerock. Había una pista corta y herbosa, una veleta con forma de manga colgando de la cúpula de un viejo cobertizo y un viejo Stearman de dos plazas atado entre el cobertizo y el rancho.
– Bienvenidos al aeropuerto internacional de Lonerock -dijo Dave mientras apagaba el último interruptor-. Por favor, permanezcan en sus asientos hasta que la aeronave haya parado frente a la terminal.
Los rotores giraron cada vez más despacio hasta detenerse.
– ¿Todos los pueblos fantasma tienen aeropuerto? -preguntó Baedecker. Se quitó los auriculares y la gorra, se pasó los dedos por el pelo ralo y meneó la cabeza. El rugido de la turbina aún le zumbaba en los oídos.
– Sólo donde los fantasmas son pilotos -contestó Dave.
Un hombre salió del cobertizo para saludarlos. Era más joven que Muldorff o Baedecker, pero años de trabajar al sol le habían curtido la cara. Llevaba botas de vaquero, vaqueros desteñidos, gorra negra y una hebilla con una turquesa india. La manga izquierda de la camisa a cuadros estaba sujeta al hombro.
– Hola, Dave -saludó-. Me preguntaba si vendrías este fin de semana.
– Buenas noches, Kink -dijo Dave-. Te presento a Richard Baedecker, amigo de los viejos tiempos.
– Tanto gusto -dijo Baedecker al estrechar la mano de Kink. Le gustó la fuerza contenida del apretón del hombre y las arrugas que le rodeaban los ojos azules.
– Kink Weltner cumplió tres turnos como jefe de helicópteros en Vietnam -dijo Dave-. De vez en cuando me deja aparcar mi pájaro aquí. De alguna manera se apropió de un enorme tanque clandestino de queroseno para aviones.
El ranchero se les acercó y acarició con afecto la cubierta del motor del Huey.
– No puedo creer que esta chatarra oxidada aún esté volando. ¿Chico reemplazó esa válvula?
– Sí -respondió Dave-, pero quizás quieras echar una ojeada en el interior.
– Ajustaré la tapa cuando le eche combustible -comentó Kink.
– Nos vemos -dijo Dave, caminando hacia el granero. Hacía fresco en el valle. Baedecker llevaba la cazadora en una mano y la bolsa de vuelo en la otra. Las últimas franjas de luz solar rebotaban en las colinas del este. Las crepitantes hojas de álamo se perfilaban contra el frágil cielo azul. Había un jeep aparcado cerca del granero, las llaves en el contacto. Dave arrojó sus bártulos en el asiento trasero y saltó adentro. Baedecker lo imitó, aferrando la agarradera mientras Dave arrancaba a toda velocidad.
– Es bueno tener un técnico en este lugar -dijo Baedecker-. ¿Lo conociste en Vietnam?
– No. Lo conocí cuando Diane y yo compramos la casa aquí en el 76.
– ¿Perdió el brazo en la guerra?
Dave meneó la cabeza.
– Allá no sufrió ni un rasguño. Tres meses después de la baja, se embriagó y se desbarrancó con una camioneta en los Dalles.
Dejaron atrás el peñasco con forma de diente mellado y la iglesia cerrada y entraron en Lonerock. En el valle, el camino que habían seguido desde Condon era una línea blanca en la pared sombreada del macizo. Baedecker vio varias casas abandonadas entre malezas a lo largo de la calle, la vieja escuela a la derecha entre los árboles. Dave paró frente a una vieja casa blanca con techo de hojalata y una cerca baja en el frente. El césped estaba bien cuidado; a un lado había un patio de losas, y un comedero para colibríes colgaba de un joven árbol de lilas.
– La mansión Muldorff -anunció Dave, bajando la bolsa de Baedecker del jeep.
El cuarto de invitados estaba en el segundo piso, bajo los aleros. Baedecker imaginó el repiqueteo de la lluvia en el techo de hojalata. Sintió respeto por el trabajo que se había hecho en esa vieja estructura. Dave y Diane habían arrancado paredes, reforzado suelos, añadido una chimenea en la sala y una estufa en la cocina, habían reparado los cimientos, añadido cables eléctricos y cañerías, remodelado la cocina, y habían transformado un altillo bajo en un pequeño pero cómodo segundo piso. «Al margen de eso, la casa era bonita tal como la encontramos», había dicho Dave. En los días en que el Camino de Oregon era un recuerdo reciente, la casa funcionaba como oficina de correos, luego como oficina del sheriff, incluso como morgue durante un tiempo, antes de decaer con el resto del pueblo. Ahora las paredes del dormitorio de invitados eran blancas, con cortinas blancas y duras, un camastro de bronce y un antiguo tocador con una jofaina blanca y una jarra. Baedecker miró por la ventana. A través de las ramas desnudas se veía el patio del frente y la calle de tierra. Podía imaginar carruajes, pero no otros vehículos. Los restos de una baja acera de madera se pudrían en la hierba frente a la cerca.
– Ven -llamó Dave desde abajo-. Te enseñaré el pueblo antes de que oscurezca.
No llevaba mucho tiempo recorrer el pueblo, aun a pie. A treinta metros de la casa, el camino de tierra viraba al norte y se transformaba en calle Mayor por una manzana. La carretera del condado salía a la izquierda, cruzaba un puente bajo y continuaba entre trigales y campos de alfalfa hasta las montañas, tres kilómetros al oeste. El arroyo que Baedecker había visto desde el aire rodeaba la propiedad de Dave bordeando el derruido cobertizo que él llamaba garaje.
El silencio era tan profundo que los pasos de ambos en la grava de la calle Mayor sonaban como una intrusión. Algunas casas parecían habitadas, una vieja caravana permanecía aparcada detrás de un edificio tapiado, pero la mayoría de los edificios estaban arruinados por las malezas y la intemperie, las vigas expuestas a los elementos. Había tres tiendas cerradas en el oeste de la calle Mayor, dos con oxidadas lámparas sin bombilla en la puerta. Frente a una tienda abandonada, un surtidor ofrecía gasolina especial a treinta y un centavos el galón. En la ventana colgaba un letrero en diagonal, manchado de excrementos de moscas: «Coca CERRADO. La Pausa que Refresca».
– ¿Es oficialmente un pueblo fantasma? -preguntó Baedecker.
– Claro que sí -dijo Dave-. El censo oficial indica cuatrocientos ochenta y nueve fantasmas y dieciocho personas en el pico de la temporada estival.
– ¿Y qué hace la gente que se queda aquí todo el año?
Dave se encogió de hombros.
– Hay un par de granjeros y rancheros retirados. A Solly, el de la caravana, le tocó la lotería de Washington hace unos años y se instaló aquí con sus dos millones.
– Bromeas -dijo Baedecker.
– Nunca bromeo -dijo Dave-. Vamos, quiero presentarte a alguien.
Caminaron una calle y media al este hasta el extremo del pueblo y doblaron hacia la escuela de ladrillos. Era un imponente edificio de dos pisos, y el enorme campanario recubierto de vidrio le daba cierta majestuosidad. Baedecker advirtió que se había puesto mucho esfuerzo en la rehabilitación del edificio. Un cuidado jardín formaba parte de lo que había sido el patio, y hacía algunos años habían limpiado los ladrillos con arena. La puerta estaba bellamente tallada, y colgaban cortinas blancas de las altas ventanas.
Baedecker resollaba cuando llegaron a la puerta.
– Tienes que correr más, Dick -bromeó Dave. Golpeó una aldaba de bronce. Baedecker se sobresaltó cuando llegó una voz por un tubo metálico.
– Es Dave Muldorff, señora Callahan -gritó Dave por el tubo-. He traído a un amigo.
Baedecker reconoció la anticuada bocina como parte de un viejo sistema de comunicación por tubos que sólo había visto en películas y una vez al visitar el hogar de Mark Twain en Hartford.
Se oyó una respuesta ahogada que Baedecker tradujo como «Adelante» y un zumbido cuando se abrió la puerta. Baedecker recordó la entrada del edificio de apartamentos de la calle Kildare de Chicago, donde vivía antes de la guerra. Al entrar, casi esperaba oler esa mezcla de alfombra musgosa, madera barnizada y col hervida que durante su infancia había representado la vuelta al hogar. Pero el interior de la escuela olía a cera para muebles y a la brisa nocturna que entraba por las ventanas abiertas.
Baedecker se quedó fascinado al ver las habitaciones mientras subían los dos tramos de escaleras. Habían transformado una gran aula del primer piso en una amplia sala de estar. Todavía quedaba parte de la larga pizarra, pero estaba tapada por estantes que contenían cientos de volúmenes. Valiosos muebles antiguos se repartían sobre un suelo de madera pulido, y una pequeña zona limitada por una alfombra persa, un sofá y mullidos sillones.
En el segundo piso, a la altura de un tercer piso normal, detrás de puertas correderas, había un estudio lleno de libros y un dormitorio donde se erguía una cama individual con dosel en medio de doscientos metros cuadrados de madera bruñida. Dos gatos se internaron deprisa en las sombras al oír pisadas. Baedecker siguió a Dave por una escalera de caracol de hierro forjado que obviamente se había añadido cuando el edificio dejó de funcionar como escuela. Atravesaron un escotillón abierto en el cielo raso y de pronto la luz los inundó de nuevo, mientras subían a lo que podría haber sido la cabina del piloto de uno de esos altos vapores de ruedas.
Baedecker quedó tan sorprendido que durante varios segundos no atinó a fijar la vista en la mujer mayor que le sonreía desde una silla de mimbre. Miró en torno sin molestarse en ocultar su expresión de deleite.
El campanario de la vieja escuela era ahora una cúpula de vidrio de cinco metros por cinco, e incluso en el techo había claraboyas. Por la calidad de la luz, Baedecker comprendió que el vidrio era polarizado. Ahora realzaba los ricos matices del cielo y el follaje, pero durante el día debía de ser opaco por fuera, mientras que los colores resultarían más claros y contrastados para quien los observara desde dentro. Afuera, al este y al oeste, a lo largo del remate de dos gabletes que salían del campanario, se veía un estrecho pasaje cercado por una intrincada baranda de hierro forjado. Dentro había muebles de mimbre, un juego de té y mapas estelares sobre una mesa, y un antiguo telescopio de bronce en un alto trípode.
Pero lo que más sorprendió a Baedecker fue el paisaje. Desde esa altura de diez metros por encima del pueblo, podía ver los tejados, las copas de los árboles, las paredes del desfiladero, las colinas y los altos riscos donde losas de antiguo sedimento atravesaban el suelo como espinas perforando una tela gastada. El cielo polarizado era tan oscuro que Baedecker recordó uno de esos raros vuelos por encima de los 20.000 metros, donde las estrellas se vuelven visibles durante el día y la curva azul cobalto de los cielos se funde con el negro. Baedecker comprendió que ahora se veían las estrellas, que despuntaban en pares y pequeños cúmulos, como gente que llega temprano al cine para escoger las mejores butacas.
Una brisa atravesaba las mallas de alambre de la parte inferior de la pared de vidrio, el viento agitaba las páginas de un libro apoyado en el brazo de un sillón. Baedecker se volvió hacia la sonriente mujer.
– Señora Callahan -dijo Dave-, éste es Richard Baedecker. Richard, la señora Elizabeth Sterling Callahan.
– Tanto gusto, señor Baedecker -dijo la mujer, extendiendo la mano con la palma hacia abajo.
Baedecker cogió la mano y miró atentamente a la mujer. Al principio le había atribuido unos sesenta años, pero ahora comprendió que no tenía menos de setenta. Pero a pesar del peso de los años, Elizabeth Sterling Callahan conservaba una belleza demasiado arraigada para que el tiempo lograra exterminarla. El pelo blanco y corto formaba ondas eléctricas alrededor de ese rostro de facciones enérgicas. Los pómulos presionaban con fuerza una tez que el sol y la edad habían cubierto de pecas, pero los ojillos castaños eran vivaces e inteligentes, y la sonrisa aún mantenía el poder de cautivar.
– Encantado de conocerla, señora Callahan -dijo Baedecker.
– Cualquier amigo de David es amigo mío -respondió ella, y Baedecker sonrió al oír esa voz susurrante y cálida-. Siéntese, por favor. Sable, saluda a nuestros amigos.
Baedecker se percató de que una labrador negra estaba acurrucada en las sombras detrás de la mujer. La perra alzó la cabeza ávidamente cuando Dave se agachó para acariciarla.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Dave, palmeando el costado de la perra.
– Paciencia, paciencia -rió la señora Callahan-. Las cosas buenas llevan tiempo. -Miró a Baedecker-. ¿Es ésta su primera visita a nuestra localidad, señor Baedecker?
– Sí, señora -dijo Baedecker, sintiéndose como un niño en presencia de ella. No le disgustaba esa sensación.
– Bien, es un sitio apacible, pero esperamos que le agrade -dijo la señora Callahan.
– Ya me gusta -contestó Baedecker-. También me gusta mucho esta casa. Ha hecho usted maravillas.
– Vaya, señor Baedecker, gracias -dijo la señora Callahan, y Baedecker le vio la sonrisa en la luz penumbrosa-. Mi difunto esposo y yo realizamos casi todo el trabajo cuando vinimos aquí a finales de los años 50. Hacía treinta años que la escuela estaba abandonada y se encontraba en pésimas condiciones. El techo se había desmoronado por partes, en casi todas las habitaciones del segundo piso había nidos de palomas…, cielos, pésimas condiciones. David, en esa mesa hay una jarra de limonada. ¿Por qué no sirves un poco? Gracias, querido.
Baedecker bebió limonada de una copa de cristal mientras fuera anochecía del todo. En el pueblo se veían las luces de unas casas y dos faroles de la calle, uno a poca distancia de la casa de Dave, pero las ramas tapaban el brillo y no enturbiaban la belleza del cielo mientras despuntaban más estrellas.
– Allá asoma Marte -dijo Dave.
– No, querido, ésa es Betelgeuse -dijo la señora Callahan-. Verás, está frente a Rigel y encima del Cinturón de Orion.
– ¿Le interesa la astronomía? -preguntó Baedecker, sonriendo ante el embarazo de Dave. Baedecker había tenido que instruir a su compañero durante los ejercicios de navegación celestial en los meses anteriores a la misión.
– Mi difunto esposo era astrónomo -dijo la anciana-. Nos conocimos cuando era profesor en la Universidad de DePauw de Greencastle, Indiana. Yo enseñaba historia. ¿Alguna vez estuvo en DePauw, señor Baedecker?
– No, señora Callahan.
– Bonito lugar. Académicamente secundario, y sepultado en el séptimo círculo de la desolación en los maizales de Indiana, pero con un bonito campus. ¿Más limonada, señor Baedecker?
– No, gracias.
– Mi difunto esposo era fanático de los Chicago Cubs -explicaba la señora Callahan-. Viajábamos a Chicago en el ferrocarril Monon cada agosto, para ver los partidos en el estadio Wrigley. Esas eran nuestras vacaciones. Recuerdo que en 1945 les fue muy bien. Mi difunto esposo hizo planes para alojarnos en el hotel Blackstone una semana más. Viajar para ver a los Cubs fue lo único que echó de menos cuando se jubiló y nos mudamos aquí en el otoño de 1959.
– ¿Por qué Lonerock? -preguntó Baedecker-. ¿Tenían ustedes familiares en Oregon?
– De ninguna manera. Ninguno de nosotros había visitado el oeste. No, mi difunto esposo calculó por los mapas que éste era el mejor sitio para las líneas magnéticas de fuerza, así que cargamos nuestro DeSoto y vinimos.
– ¿Líneas magnéticas de fuerza?
– ¿Le interesa observar el cielo, señor Baedecker? -preguntó la señora Callahan.
Antes que Baedecker pudiera responder, Dave intervino:
– Richard caminó conmigo por la Luna hace dieciséis años.
– Oh, David, no empieces de nuevo con eso -dijo la señora Callahan, dándole una palmada juguetona en la muñeca.
Dave se volvió hacia Baedecker.
– La señora Callahan no cree que los norteamericanos pisaran la Luna.
– ¿De veras? -preguntó Baedecker-. Creí que todos aceptaban eso.
– Vamos, no empiece usted también a tomarme el pelo -dijo la anciana, con aire divertido-. Dave ya es bastante malvado.
– Salió en televisión -dijo Baedecker, y en seguida comprendió que era un argumento pobre.
– Sí -afirmó la señora Callahan-, y también el discurso de Checkers de Nixon. ¿Cree usted todo lo que ve y oye, señor Baedecker? No he vuelto a tener un televisor desde que falló nuestro aparato. Ocurrió un domingo. Teníamos un Sylvania Halolite. El halo continuó funcionando cuando la pantalla se volvió negra. En realidad, era bastante sedante.
– Los alunizajes se publicaron en todos los periódicos -dijo Baedecker-. ¿Recuerda el verano de 1969? ¿Neil Armstrong? «¿Un paso pequeño para un hombre, un brinco gigantesco para la humanidad?»
– Sí, sí -rió la anciana-. Dígame, señor Baedecker, ¿cree usted que alguien diría algo así espontáneamente? ¿O en semejante ocasión? Claro que no. Suena como lo que es, un melodrama mal escrito.
Baedecker iba a hablar, miró a Dave y cerró la boca.
– David, ¿cómo está mi querida Diane? -preguntó la señora Callarían.
– Bien -dijo Dave-. Estaba con ella cuando le hicieron la ecografía.
– ¿También amniocentesis? -preguntó la anciana.
– No, sólo ecografía.
– Habéis sido prudentes -dijo la señora Callahan-. Diane es joven. No hay razones para correr ese uno por ciento de riesgo de aborto si el procedimiento no es necesario. ¿Cuál es la fecha prevista?
– El médico dice que el siete de enero. Diane piensa que será más tarde. Yo voto por un poco antes.
– Primer hijo, es más probable que nazca más tarde -dijo la señora Callahan.
Baedecker se aclaró la garganta.
– ¿Qué decía usted de las líneas magnéticas de fuerza?
La señora Callahan palmeó a la perra y se levantó para caminar despacio hasta la mesa. Miró el cielo y luego los mapas, movió la cabeza con satisfacción y regresó a su asiento.
– Sí, líneas electromagnéticas, en realidad. Nunca lo he comprendido, pero cuando mi difunto esposo estableció el primer contacto, lo anoté todo. Puede usted mirarlo un día si lo desea. De cualquier modo, mi difunto esposo confirmó que eran correctas y que éste sería el mejor lugar de Estados Unidos, mejor dicho de América del Norte, así que nos mudamos. Mi difunto esposo falleció en 1964, pero como ellos no me hablan directamente a mí tal como lo hacían con él, tengo que confiar en sus primeros cálculos. ¿No le parece apropiado?
– Supongo que sí -dijo Baedecker.
– Mi difunto esposo tenía razón acerca del lugar -continuó la mujer-, pero nunca estuvo seguro sobre el momento. Ellos se negaban a fijar una fecha. Los he visto volar cientos de veces, pero aún no han descendido. Bien, será mejor que me apresure. Para mí pasan los años, y a veces apenas puedo arrastrar estos viejos huesos por la escalera. Esta noche no será buena para observar porque pronto despuntará la luna llena y… ¡oh, cielos, miren!
Baedecker siguió la sombría línea del brazo hasta un punto cercano al cénit, donde un satélite o un avión que volaba a gran altura fulguró unos segundos yendo de oeste a este. Los tres lo observaron hasta que desapareció contra el fondo de estrellas, y luego guardaron silencio en la acogedora oscuridad.
– ¿Alguien quiere más limonada? -preguntó al fin Dave.
Cuando la madre de Baedecker murió de apoplejía en el otoño de 1956, su padre se mudó de la casa de Chicago a la «cabaña» de Arkansas. Los padres de Baedecker habían ganado el terreno en un concurso del Herald Tribune y habían trabajado en esa casa durante cinco años, a veces durante el verano, otras veces en Navidad. El padre de Baedecker se había retirado del Cuerpo de Marines en 1952, el mismo año en que su hijo empezó a pilotar Sabres F-86 en Corea, y desde entonces había tenido un empleo como vendedor en la tienda deportiva Wilson. Planeaban retirarse a Arkansas en junio de 1957. Sin embargo, el padre de Baedecker se mudó solo en noviembre de 1956.
Baedecker tenía vividos recuerdos de dos viajes a ese lugar: el primero en octubre de 1957, dos meses antes de que su padre muriera de cáncer de pulmón, y el segundo, con Scott, durante el caluroso verano de 1974, el verano del Watergate.
Scott tenía diez años, pero ya había iniciado esa etapa de crecimiento que no terminaría hasta superar el metro ochenta y ser cinco centímetros más alto que el padre. Ese año Scott se había dejado crecer el pelo rojo hasta los hombros. A Baedecker no le agradaba -ese chico flaco le parecía afeminado- y le disgustaba aún más el tic nervioso de su hijo, que constantemente se apartaba el pelo de la cara, pero no le daba tanta importancia como para transformarlo en tema de discusión.
El viaje desde Houston había sido sofocante pero tranquilo. Era el primer verano de insatisfacción de Joan -o así llegó a verlo Baedecker más tarde-, y le alegró alejarse por unas semanas. Joan había resuelto quedarse en Houston porque tenía compromisos con varios clubes femeninos. Baedecker se había ido de la NASA un mes antes e iniciaría su nuevo trabajo en la empresa aeroespacial de St. Louis en septiembre. Eran sus primeras vacaciones en más de diez años.
Scott no estaba contento. Durante los primeros días de trabajo en la cabaña -desbrozar malezas, reparar ventanas, reemplazar tejas, restaurar el exterior de una cabaña que había estado desocupada durante años- había guardado un silencio huraño. Baedecker había llevado una radio, y los noticiarios sólo emitían especulaciones sobre el juicio o la inminente renuncia de Nixon. Joan había estado absorta en la historia de Watergate desde la iniciación de las audiencias televisadas un año antes. Al principio le disgustaban porque la cobertura televisiva interfería con sus telenovelas favoritas, pero pronto las aguardó con ansiedad. Miraba las repeticiones nocturnas en PBS, y rara vez hablaba con Baedecker de otra cosa. Para Baedecker, a punto de terminar una carrera de piloto que ejercía desde los dieciocho años, los estertores de Nixon eran torpes y embarazosos, evidencia de una sociedad en decadencia que hacía tiempo que contemplaba con tristeza.
En realidad la cabaña era una anticuada casa de troncos de dos pisos, muy distinta de los chalets de ladrillo y piedra y techo a dos aguas que asomaban en los complejos que rodeaban el nuevo embalse. La cabaña se encontraba en una colina, en medio de tres acres de bosques y prados. Colina abajo había una estrecha franja lacustre y un muelle corto que el padre de Baedecker había construido el verano que reeligieron a Eisenhower. Los padres de Baedecker habían trabajado para terminar las habitaciones del segundo piso y añadir un balcón trasero, pero el padre de Baedecker dejó la obra inconclusa cuando se mudó allí después de la muerte de su esposa.
Baedecker y Scott arrancaron los restos podridos del balcón el día de agosto en que Richard Nixon anunció su renuncia. Ese jueves por la tarde, Baedecker y su hijo estaban sentados frente a la cabaña, comiendo las hamburguesas que habían asado, mientras escuchaban las últimas y débiles expresiones de autocompasión y desafío del presidente saliente. Nixon terminó con la frase: «Haber cumplido esta función es haber sentido un parentesco personal con cada norteamericano. Al abandonarla, lo hago con esta plegaria: que la gracia de Dios sea con todos vosotros en los días venideros.»
– Termina con eso, cerdo embustero -comentó Scott-. No te echaremos de menos.
– ¡Scott! -ladró Baedecker-. Hasta mañana al mediodía ese hombre es el presidente de Estados Unidos. No te permitiré que hables de ese modo.
El chico abrió la boca para responder, pero la orden de Baedecker trasuntaba dos décadas de autoridad inculcada por el Cuerpo de Marines, y Scott sólo pudo arrojar el plato y echar a correr, con la cara encendida. Baedecker se quedó a solas en el crepúsculo de Arkansas, mirando cómo la camisa blanca del hijo se perdía colina abajo. Sabía que la hostilidad de Scott se ahondaría en esos días que les quedaban. También sabía que el exabrupto de Scott, aunque expresado de otra manera, manifestaba adecuadamente los sentimientos del propio Baedecker sobre la partida de Nixon. Baedecker miró la cabaña y recordó la primera vez que la había visto, la primera vez que estuvo en Arkansas. Había conducido su nuevo Thunderbird desde Yuma, Arizona, evocando Nueva Inglaterra mientras atravesaba pueblos pequeños con nombres como Choctaw, Leslie, Yellville y Salesville, y casi esperando ver el mar en vez del vasto lago donde sus padres habían ganado esa propiedad.
El aspecto de su padre lo había conmovido: aunque tenía sesenta y cuatro años, el padre de Baedecker siempre había aparentado diez años menos. Todavía conservaba el pelo renegrido, pero un vello gris le aclaraba la barba crecida, y tenía el cuello fofo y rugoso desde que Baedecker lo había visto en Illinois, ocho meses antes. Baedecker comprendió que en veinticuatro años jamás había visto a su padre sin afeitar.
Baedecker llegó la noche del 5 de octubre de 1957, un día después del lanzamiento del Sputnik. Su padre bajó al muelle a pescar y «a buscar el satélite», aunque Baedecker le había asegurado que era demasiado pequeño para verse sin telescopio. Hacía una noche fresca y sin luna, y el bosque de la otra margen del lago era una línea negra contra el campo estelar. Baedecker observó el fulgor del cigarrillo de su padre y escuchó el crujido del carrete y la caña. A veces un pez brincaba en la oscuridad.
– Quién sabe si esa cosa no lleva bombas atómicas -dijo de pronto su padre.
– Bombas diminutas -dijo Baedecker-. El satélite tiene el tamaño de una pelota.
– Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad? -dijo su padre, y Baedecker pensó que esa voz profunda revelaba resentimiento.
– Es verdad, pero si pudieran poner tanto peso en órbita, no necesitarían cargar bombas a bordo. Pueden usar los cohetes como misiles balísticos.
Su padre no respondió y Baedecker lamentó no haber cerrado el pico. Al fin su padre tosió y habló de nuevo, recogiendo la caña y arrojándola otra vez.
– Leí en el Tribune sobre ese nuevo avión-cohete que están planeando, el X-15. Se supone que sube al espacio, rodea la tierra y aterriza como un avión común. ¿Lo pilotarás cuando esté listo?
– Ojalá pudiera -dijo Baedecker-. Lamentablemente hay varios candidatos delante de mí, con nombres como Joe Walker e Ivan Kincheloe. Además, lo llevan todo desde Edwards. Yo paso casi todo el tiempo en Yuma o Pax River. Esperaba estar en primera fila a estas alturas, pero aún no he terminado la universidad.
Baedecker notó que el resplandor del cigarrillo subía y bajaba.
– A estas alturas tu madre y yo esperábamos estar listos para nuestro primer invierno aquí. A veces no importa lo que esperes o planees. Simplemente no importa.
Baedecker acarició la tersa madera del muelle.
– El error consiste en esperar los frutos como si fueran una recompensa -dijo el padre; la nota de resentimiento había desaparecido reemplazada por algo infinitamente más triste-. Trabajas y esperas y trabajas un poco más, diciéndote que pronto vendrán los buenos tiempos, y luego todo se despedaza y sólo esperas la muerte.
Un viento frío acarició el lago y Baedecker tiritó.
– Allá está -dijo su padre.
Baedecker miró hacia arriba, siguiendo el dedo de su padre. En medio de las lagunas oscuras que había entre los fríos astros, incomprensiblemente brillante, anaranjado como la punta del cigarro del padre, moviéndose de oeste a este a demasiada altura y demasiada velocidad para ser un avión, se desplazaba el Sputnik, demasiado pequeño para ser visto.
Después de regresar de la casa de la señora Callahan, Dave preparó salsa de chile y cenaron sentados en la larga cocina, escuchando Bach en un magnetófono portátil. Kink Weltner pasó a visitarlos y bebió una cerveza mientras comían. Dave y Kink hablaron de fútbol mientras Baedecker callaba, pues el fútbol era uno de los pocos deportes que lo aburría. Cuando salieron para despedir a Kink, despuntaba la luna llena, delineando promontorios rocosos y pinos en la línea de riscos del este.
– Quiero enseñarte algo -dijo Dave.
En una pequeña habitación del fondo del primer piso había pilas de libros, un tosco escritorio compuesto por una puerta apoyada sobre caballetes, una máquina de escribir y varios cientos de hojas manuscritas apiladas bajo un pisapapeles que había sido un interruptor de un transbordador especial Gemini.
– ¿Cuánto hace que trabajas en esto? -preguntó Baedecker, hojeando una cincuentena de páginas.
– Un par de años -dijo Dave-. Es raro, pero sólo trabajo cuando estoy en Lonerock. Tengo que arrastrar de aquí para allá el material de investigación.
– ¿Trabajarás este fin de semana?
– No, me gustaría que le echaras un vistazo -dijo Dave-. Quiero tu opinión. Tú eres escritor.
– Pamplinas -dijo Baedecker-. Vaya escritor. Me pasé dos años trabajando en ese estúpido libro y nunca pasé del capítulo cuatro. Al fin caí en la cuenta de que para escribir algo necesitas tener algo que decir.
– Tú eres escritor -repitió Dave-. Me gustaría tener tu opinión. -Le entregó el resto del montón.
Más tarde, en la cama, Baedecker leyó durante dos horas. El libro estaba inacabado -algunos capítulos enteros no eran más que meros bosquejos, notas apresuradas- pero era fascinante. El título provisional del manuscrito era Fronteras olvidadas, y los fragmentos iniciales trataban de la exploración inicial del continente antártico y la Luna. Se trazaban paralelismos. Algunos obvios, como la carrera para clavar la bandera, el ansia de ser los primeros, de tener precedencia en cualquier programa científico serio o sistemático. Otras similitudes eran más sutiles, tales como la cruda belleza del desierto del polo sur en comparación con las descripciones de primera mano de la Luna. La información estaba extraída de diarios, notas y declaraciones grabadas. Tanto en la Antártida como en la Luna, los inadecuados relatos -las descripciones de los exploradores antárticos eran sin duda las mejor expresadas- hablaban de la misteriosa claridad de la desolación, la abrumadora belleza de un lugar nuevo totalmente ajeno a la experiencia anterior de la humanidad, y de la seductora atracción de un lugar tan inclemente y hostil que era totalmente indiferente a las aspiraciones y flaquezas humanas.
Además de explorar la estética de la exploración, Dave había ideado minibiografías y retratos psicológicos de diez hombres, cinco exploradores antárticos y cinco viajeros del espacio. Los retratos antárticos incluían a Amundsen, Byrd, Ross, Shackleton y Cherry-Ganard. Entre los equivalentes modernos, Dave había escogido a cuatro de los astronautas menos conocidos de Apollo que habían caminado por la Luna y uno que -como Tom Gavin- había permanecido en órbita lunar a bordo del módulo de mando. También había incluido un ruso, Pavel Belyayev. Baedecker conoció a Belyayev en la Exhibición Aérea de París en 1968, y se encontraba junto a Dave Muldorff y Michael Collins cuando Belyayev declaró: «Pronto, quizá, veré con mis propios ojos el otro lado de la Luna.» Ahora Baedecker leyó con interés que, según las investigaciones de Dave, Belyayev en efecto había sido escogido para ser el primer cosmonauta que realizara un vuelo cincunlunar en un transbordador Zond modificado. La fecha de lanzamiento estaba programada para pocos meses después de esa primavera de 1968 en que Baedecker y los demás habían hablado con él. Sin embargo, fue Apollo 8 el primer transbordador espacial que circunvoló la Luna esa Navidad, y el programa lunar soviético se archivó en silencio con el pretexto de que los rusos nunca habían planeado viajar a la Luna. Belyayev murió un año después, cuando le operaron una úlcera sangrante y el infortunado cosmonauta -en vez de alcanzar la fama como el primer hombre que había visto el otro lado de la Luna con sus propios ojos- recibió la distinción menor de ser el primer «héroe espacial» ruso que al morir no fue sepultado en la Muralla del Kremlin. Baedecker pensó en su padre: «todo se despedaza y sólo esperas la muerte».
Los capítulos sobre los cuatro astronautas americanos no eran más que bocetos, aunque era obvio el rumbo que seguirían. Al igual que los retratos de los exploradores antárticos, los fragmentos sobre el Apollo tratarían de los pensamientos de los astronautas en los años posteriores a las misiones, las nuevas perspectivas que habían ganado, las viejas perspectivas perdidas, y un comentario sobre las frustraciones que podrían sentir ante la imposibilidad de regresar a esa frontera. A Baedecker le agradó la elección de los astronautas, sintió gran curiosidad por sus opiniones y testimonios y entendió que éste sería el corazón del libro concluido, sin duda la parte más difícil de investigar y redactar.
Estaba pensando en ello, de pie ante la ventana mirando el claro de luna en las hojas del árbol de lila, cuando Dave golpeó y entró.
– Veo que aún estás vestido -dijo Dave-. ¿No puedes dormir?
– Todavía no -dijo Baedecker.
– Yo tampoco -dijo Dave, arrojándole la gorra-. ¿Quieres dar un paseo?
Dirigiéndose al norte por la interestatal 5 hacia Tacoma, Baedecker piensa en la llamada de Maggie la noche anterior.
– ¿Maggie? -preguntó Baedecker, sorprendido de que ella lo hubiera encontrado en casa de los Muldorff. Era casi la una de la mañana en la costa este-. ¿Qué ocurre, Maggie, dónde estás?
– Boston -respondió Maggie-. Joan me ha dado el número. Lamento lo de tu amigo, Richard.
– ¿Joan? -preguntó Baedecker. La idea de que Maggie Brown hubiera hablado con su ex esposa le parecía irreal.
– Te llamo por Scott -dijo Maggie-. ¿Sabes algo de él?
– No -dijo Baedecker-. Durante el último par de meses le he enviado un telegrama a la vieja dirección de Poona y le he escrito, pero no he recibido respuesta. En noviembre, llamé aquí, a Oregon, pero alguien del rancho me dijo que Scott no figuraba en la lista de residentes. ¿Sabes dónde está?
– Estoy segura de que está ahí -dijo Maggie-. En Oregon, en el rancho ashram. Un amigo nuestro que estuvo en la India ha vuelto a la Universidad de Boston hace unos días. Me ha dicho que Scott regresó con él a Estados Unidos el primero de diciembre. Bruce me ha contado que Scott estuvo bastante enfermo en la India y pasó varias semanas en el hospital, o en esa enfermería que pasa por hospital, en la granja del Maestro, cerca de Poona.
– ¿Asma?
– Sí -afirmó Maggie-, y una disentería grave.
– ¿Te ha dicho Joan si Scott se había puesto en contacto con ella?
– Me ha dicho que no recibía noticias de él desde principios de noviembre… desde Poona. Me ha dado el número de los Muldorff. No debí haber llamado, Richard, pero no se me ha ocurrido otra manera de contactar contigo, y Bruce, ese amigo que volvió de la India, dice que Scott ha estado bastante enfermo. No podía bajar del avión cuando aterrizaron en Los Angeles. Está seguro de que Scott se encuentra en el rancho de Oregon.
– Gracias, Maggie -dijo Baedecker-. Llamaré allá de inmediato.
– ¿Y tú cómo estás, Richard? -La voz de Maggie cambió. Sonó más profunda.
– Estoy bien -respondió Baedecker.
– Lamento mucho lo de tu amigo Dave. Me encantaron las anécdotas que me contaste sobre él en Colorado. Esperaba conocerlo alguna vez.
– Ojalá lo hubieras conocido -dijo Baedecker, comprendiendo que lo decía con toda sinceridad. A Maggie le habría encantado el sentido de humor de Dave. Dave habría disfrutado viéndola disfrutar-. Lamento no haber estado en contacto.
– Recibí tu postal de Idaho -dijo Maggie-. ¿Qué has hecho desde que estuviste en casa de tu hermana en octubre?
– He pasado un tiempo en Arkansas -explicó Baedecker-, trabajando en una cabaña que construyó mi padre. Ha permanecido vacía un largo tiempo. ¿Cómo estás tú?
Hubo una pausa. Baedecker oyó ruidos electrónicos de fondo.
– Estoy bien -respondió Maggie al fin-. Bruce, el amigo de Scott, ha regresado para pedirme que me case con él.
Baedecker sintió que se desmoronaba como cuatro días antes, al recibir el telegrama de Diane.
– ¿Piensas aceptar? -preguntó.
– Creo que no me precipitaré hasta obtener mi licenciatura en mayo -dijo Maggie-. Oye, será mejor que corte. Cuídate, Richard.
– Sí -dijo Baedecker-. Eso haré.
Los fragmentos del T-38 de Dave ocupan bastante espacio en el hangar. Hay piezas de distinto tamaño etiquetadas y apiladas sobre una larga fila de mesas.
– ¿Cuáles serán los hallazgos de la Junta de Accidentes? -pregunta Baedecker a Bob Munsen.
El mayor de la Fuerza Aérea frunce el entrecejo y hunde las manos en los bolsillos de la cazadora verde.
– Por lo que se ve, Dick, parece que hubo un ligero fallo estructural durante el despegue que causó la filtración hidráulica. Dave se dio cuenta a catorce minutos del aeropuerto internacional de Portland y regresó de inmediato.
– Aún no entiendo por qué despegó de Portland -dice Baedecker.
– Porque yo aparqué allí el maldito aparato antes de Navidad -responde Munsen-. Debía volar a Ogden el día veintisiete y Dave quería viajar. Iba a tomar un vuelo comercial en Salt Lake.
– Pero tú te quedaste atascado cuarenta y ocho horas -dice Baedecker-. ¿En McChord?
– Sí -afirma Munsen, con disgusto y remordimiento, como si él tuviera que haber estado en el avión cuando se estrelló.
– ¿Por qué Dave no utilizó su status prioritario para que le dejaran un asiento en un vuelo comercial si tenía tanta prisa en regresar? -pregunta Baedecker, sabiendo que nadie tiene la respuesta.
Munsen se encoge de hombros.
– Ryan quería tener el T-38 en la base Hill de la Fuerza Aérea en Ogden, el 28. Dave tenía mi autorización y quería pilotarlo. Cuando llamó, le dije que no había problema, que yo regresaría a Hill.
Baedecker se acerca a la mesa y mira el metal fundido.
– Bien -dice-, fallo estructural, filtración hidráulica. ¿De qué gravedad?
– Suponemos que había perdido el sesenta por ciento de combustible auxiliar cuando cayó -dice Munsen-. ¿Has oído la cinta?
– Aún no -dice Baedecker-. ¿Y el motor de estribor?
– Vio una luz roja un minuto después de que surgiera el problema hidráulico -responde Munsen-. La apagó ocho minutos antes del impacto.
– ¡Maldita sea! -exclama Baedecker, descargando un puñetazo en la mesa y haciendo volar algunas piezas-. ¿Quién demonios revisó este aparato?
– El sargento Kitt Toliver de McChord -dice Munsen con un hilo de voz-. El mejor jefe de dotación, a cargo de la mejor dotación técnica que tenemos. Kitt voló conmigo para este seminario de Portland en Navidad. El tiempo empeoró, y yo regresé en coche a McChord el 26, pero Kitt estaba en la ciudad. Lo inspeccionó dos veces el día que voló Dave. Tú sabes cómo son estas cosas, Dick.
– Sí -contesta Baedecker, pero su furia no disminuye-. Sé cómo son estas cosas. ¿Hizo Dave un chequeo completo?
– Tenía prisa -dice el mayor-, pero Toliver afirma que lo hizo.
– Bob, me gustaría hablar con Fields y los demás. ¿Puedes lograr que se reúnan conmigo?
– Hoy no. Están desperdigados por toda la zona. Podría conseguirlo para mañana por la mañana, pero no les gustará demasiado.
– Hazlo, por favor -ruega Baedecker.
– Kitt Toliver está aquí -dice Munsen-. En el comedor de suboficiales. ¿Quieres hablar con él ahora?
– No -dice Baedecker-, más tarde. Primero tengo que escuchar la cinta. Gracias, Bill, te veré mañana por la mañana.
Baedecker le estrecha la mano y se dispone a escuchar la voz de su amigo por última vez.
– Embriaguémonos y metámonos judías en las narices -gritó Dave. Su voz retumbó en las oscuras calles de Lonerock-. Dios Santo, ¡qué bella noche!
Baedecker se cerró la cazadora y saltó al jeep mientras Dave hacía rugir el motor.
– ¡Luna llena! -gritó Dave, y aulló como un lobo. En las colinas aulló un coyote. Dave se echó a reír y dejó atrás la iglesia metodista tapiada. De pronto frenó el jeep y cogió el brazo de Baedecker. Señaló el disco blanco de la Luna-. Nosotros caminamos por allá -murmuró con innegable exaltación-. Caminamos por allá arriba, Richard. Dejamos las pequeñas huellas antropoides de nuestras patas traseras en el polvo lunar, amigo. Y no nos pueden quitar eso. -Dave aceleró el motor y continuó la marcha, cantando They Can't Take That Away from Me a todo pulmón.
El viaje en jeep duró un kilómetro y terminó en el campo de Kink Weltner. Dave sacó tablas y linternas de la parte trasera del Huey y realizó una cuidadosa inspección, incluso arrastrándose bajo esa masa oscura para cerciorarse de que no hubiera condensación en la línea de combustible. Estaban en el techo chato de la nave, chequeando el eje del rotor, el mástil, las varillas de control y los pernos cuando Baedecker dijo:
– En verdad no queremos hacer esto, ¿no es así?
– ¿Por qué no? -dijo Dave.
– Despertaré a Kink. -Era lo único que se le ocurría a Baedecker.
Dave rió.
– Nada despierta a Kink. Vamos.
Baedecker bajó del techo y entró. Se acomodó en el asiento izquierdo, abrochó las correas al cinturón del regazo, se puso el casco reglamentario que no había usado en el vuelo anterior, se calzó los auriculares y pestañeó ante los círculos de luz roja que parpadeaban desde la consola central. Dave se inclinó hacia adelante para hacer el chequeo de la cabina mientras Baedecker leía las posiciones de los interruptores de circuitos. Cuando terminó, Dave apoyó un artefacto en unas ménsulas de metal junto a la consola y le enchufó conexiones de radio.
– ¿Qué diablos es eso?
– Reproductor de audio -dijo Dave-. Ningún Huey que se precie vuela sin eso.
El arranque gimió, los rotores giraron, la turbina carraspeo y arrancó. Dave encendió el interfono.
– Próxima parada, Stonehenge -dijo con voz ahogada.
– ¿Cómo es eso?
– Espera y verás, amigo. Oh, ¿están derechas mis gafas?
Baedecker miró a la derecha. Dave usaba abultadas gafas de visión nocturna, pero la cara que estaba bajo las gafas y el casco no era la de Dave. Ni siquiera era humana, no tenía mejillas. En el rojo fulgor de la cabina, Baedecker vio dos enormes ojos saltones sobre tallos cortos y carnosos, una ancha boca de rana sin labios y un cuello arrugado y verrugoso como el de un pavo viejo.
– Sí, están derechas -dijo Baedecker.
– Gracias.
Tres minutos después revoloteaban a dos mil quinientos metros de Lonerock. Abajo brillaban algunas luces.
– ¿No te ha gustado mi almirante Ackbar? -preguntó Dave.
– Au contraire -dijo Baedecker-, es la mejor máscara de almirante Ackbar que he visto en semanas. ¿Por qué lo haces?
Dave había activado el interruptor de luces de aterrizaje de la palanca de control colectivo. Ahora movía el interruptor. Baedecker veía los destellos a través de la burbuja de plexiglás.
– Sólo envío saludos y felicitaciones extraterrestres a la señora Callahan -dijo Dave-, así puede dar el día por terminado e irse a acostar. -Retrajo la luz y ladeó el Huey para girar.
Pasaron sobre Condon a mil quinientos metros. Baedecker vio luces alrededor de un quiosco vacío en un parque pequeño, una calle abandonada congelada en el fulgor de las lámparas de mercurio, y oscuras calles laterales salpicadas por el brillo de los faroles a través de altos y añosos árboles. De pronto, Baedecker pensó que los pueblos pequeños de Estados Unidos estaban más cuerdos que las ciudades, porque podían dormir.
– Pon esto, Richard. -Dave le alcanzó una cinta. Baedecker la sostuvo a la luz del tablero. Sólo decía Jean Michel Jarre. La insertó en el reproductor. Recordó el pequeño aparato que llevaban en el módulo de mando. Cada uno de ellos llevaba tres cintas: Tom Gavin se llevó melodías Country y Western y éxitos de Barry Manilow, Baedecker: Bach, Brubeck y la Preservación Hall Jazz Band, y Dave se llevó el material más exótico: Consort, el grupo de Paul Winter, interpretando Icarus, los Beach Boys, un dúo de flauta japonesa y cítara india, y una grabación de una ceremonia tribal masai.
– ¿Ahora qué? -preguntó Baedecker.
Dave accionó el magnetófono y lo miró. Los extremos de las gafas tubulares emitían un fulgor rojo.
– Coge tus calcetines -dijo jovialmente.
La primera pulsación de música inundó los auriculares de Baedecker al tiempo que Dave inclinaba el Huey en una zambullida. Baedecker se deslizó hacia adelante hasta que el arnés del hombro y el cinturón lo retuvieron. La zambullida daba la misma sensación que había disfrutado en su infancia en el Riverview Park de Chicago, cuando la montaña rusa terminaba su ascenso chirriante para bajar a toda velocidad, sólo que esta montaña rusa tenía mil quinientos metros por debajo y no había rieles por los que girar para alejarla de la destrucción, sólo colinas bañadas por la luna, manchadas aquí y allá por retazos de vegetación oscura, bosque, río y roca.
Baedecker apartaba las manos de las palancas y los pies de los pedales, con lo cual la zambullida parecía mucho más descontrolada. Las colinas subieron de golpe, y la velocidad de descenso no disminuyó hasta que el Huey estuvo a altitud cero, luego por debajo de cero, dejando atrás cerros, laderas, claro de luna, oscuridad. De pronto aparecieron en un valle, un desfiladero; la palanca osciló entre las piernas de Baedecker y luego se centró. Por ambos lados se deslizaban árboles oscuros a diez metros, las copas a mayor altura que el Huey, que luego se lanzó a 125 nudos, cinco metros por encima de un arroyo en cuyas ondas se reflejaba el claro de luna. Viraron bruscamente en una curva, siguieron en línea recta, se ladearon de tal modo que las paletas del rotor arrojaron al aire una iridiscente estela de espuma.
La música se fundía con ese paisaje calidoscópico. Era una música electrónica, sobrenatural, impulsada por un ritmo sólido y persistente que parecía nacer a borbotones de la pulsación de los rotores y la turbina. La música tenía otros sonidos, ecos láser, el susurro de un viento electrónico, el oleaje lamiendo una playa pedregosa, pero todo estaba orquestado según el exigente embate del ritmo central.
Baedecker se reclinó cuando el Huey se ladeó con brusquedad a la derecha, casi tocando el río con los rotores, siguiendo una ancha curva del desfiladero. Sabía que a esta altura, en caso de que el motor fallara, no había espacio ni lugar para una autorrotación. Peor aún, si una cuerda, cable de alta tensión, puente o tubería cruzaba el desfiladero, no habría tiempo para eludirlo. Pero Baedecker miró a Dave, sentado cómodamente ante los controles, moviendo juguetonamente la palanca, la atención concentrada en lo que tenía delante, y supo que no habría cuerdas, cables, puentes ni tubos, que Dave había recorrido cada palmo de ese desfiladero de día y de noche. Baedecker se relajó, escuchó el ritmo de la música, disfrutó del viaje.
Y recordó otro viaje.
Bajaban con los pies por delante y las caras hacia el semi-disco de la Tierra, los motores del módulo lunar escupiendo una llamarada de frenado de 400 kilómetros de largo. Estaban de pie en los abultados trajes de presión, sin cascos ni guantes, retenidos por correas y hebillas mientras el extraño aparato pateaba, temblaba y les sacudía los pies como la cubierta de una chalupa en un mar encrespado. Dave estaba a la izquierda, la mano derecha sobre la palanca de control automático, la mano izquierda sobre el regulador, mientras Baedecker observaba los seiscientos medidores y pantallas, hablaba con controladores que estaban 300.000 kilómetros más allá de un vacío lleno de estática, y trataba de prever cada capricho y alarma del sobrecargado ordenador. Cobraron una posición vertical a dos mil quinientos metros sobre los cerros lunares, descendiendo en una trayectoria tan cierta e inevitable como una flecha en caída, y de pronto, a pesar de las exigencias del momento, él y Dave apartaron los ojos de los instrumentos para mirar por cinco eternos segundos, a través de las ventanas triangulares, los picos rutilantes, los negros desfiladeros y las colinas de las montañas de la Luna, iluminadas por la Tierra. «Bien, amigo -susurró entonces Dave, mientras los picos se abalanzaban como dientes y las colinas rodaban como escarchadas olas de roca-, no me vendría mal una mano.»
La música cesó, el Huey emergió del desfiladero y cruzaron un ancho río que debía de ser el Columbia. El viento azotaba el helicóptero y Dave maniobraba con los pedales, compensando con facilidad. Treparon a treinta metros cuando una presa centelleó abajo. Baedecker miró a través de la burbuja transparente y vio una hilera de luces, el claro de luna sobre los picos nevados. Treparon a ciento cincuenta metros y viraron a la derecha sin dejar de ascender. Baedecker vio el paso de la costa norte, atisbo un abrupto peñasco a la izquierda. Treparon de nuevo, giraron sobre el eje del Huey, revolotearon.
Revoloteaban. No se oía nada. El viento empujó una vez la nave detenida y luego se aplacó. Dave señaló, y Baedecker corrió la ventanilla y se asomó para ver mejor.
Treinta metros más abajo, la única estructura en una colina alta por encima del espumoso Columbia, el círculo pétreo de Stonehenge se erguía lechoso y sombrío a la luz de la luna llena.
– Bien, amigo, no me vendría mal una mano -dijo Dave.
El polvo se arremolinó cuando descendieron a diez metros. La luz de aterrizaje se extendió y parpadeó, alumbrando el interior de una nube turbulenta. Baedecker vio un aparcamiento de grava en una superficie despareja, luego el polvo los rodeó de nuevo y los guijarros repiquetearon como granizo contra el vientre del helicóptero.
– Háblame -dijo Dave con calma.
– Ocho metros y avanzando -dijo Baedecker-. Cinco metros. Todo bien. Tres metros. Aguarda, retrocede, allá hay una roca. Correcto. De acuerdo. Abajo. Dos metros. Vas bien. Medio metro. Bien. Diez pulgadas. Contacto.
El Huey se arrellanó plantándose sobre los patines. El polvo los rodeó y se disipó en una fuerte brisa. Dave apagó el motor, el fulgor rojo se esfumó, y Baedecker comprendió que estaban nuevamente en el reino de la gravedad. Se quitó el casco, se soltó las correas y abrió la portezuela. Baedecker saltó del patín y caminó hacia el frente del helicóptero. Allí estaba Dave, el pelo oscuro empapado de sudor, los ojos brillantes. El viento arreciaba, agitando el pelo de Baedecker y enfriándole el cuerpo. Ambos caminaron hacia el círculo de piedras.
– ¿Quién ha construido esto? -preguntó Baedecker al cabo de varios minutos de silencio. La luna llena colgaba sobre el arco más alto. Las sombras caían sobre la enorme piedra que ocupaba el centro del círculo. Esto era Stonehenge tal como debía de haber sido cuando los druidas terminaron su labor, antes de que el tiempo y los turistas estropearan las columnas y las piedras.
– Un tío llamado Sam Hill -dijo Dave-. Era un constructor de caminos. Vino aquí a principios de siglo para fundar un pueblo y unos viñedos. Una suerte de colonia utópica. Tenía la teoría de que este tramo de la garganta del Columbia era ideal para las viñas: lluvia del oeste, sol de las laderas del este. Armonía perfecta.
– ¿Tenía razón?
– No. Se equivocó por treinta kilómetros. El pueblo está en ruinas pasada aquella colina. Sam está sepultado allá. -Señaló un camino estrecho que bajaba por una ladera empinada.
– ¿Por qué Stonehenge? -preguntó Baedecker.
Dave se encogió de hombros.
– Todos queremos dejar monumentos. Sam pidió éste prestado. Estuvo en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, cuando los expertos pensaban que Stonehenge había sido un altar de sacrificios. Sam lo transformó en una especie de monumento antibélico.
Baedecker se acercó y vio nombres tallados en las piedras. Lo que al principio parecía roca era cemento.
Caminaron hacia el sur del círculo y contemplaron el río. Las luces de una ciudad y un puente resplandecían varios kilómetros al oeste. El viento soplaba con fuerza, curvando las hojas de hierba de la ladera, arrastrando el frío aroma del otoño.
– El Camino de Oregon termina cerca de aquí -dijo Dave, señalando las luces. Luego añadió-: ¿Te has preguntado alguna vez por qué esos colonos vinieron hasta aquí, dejando atrás tres mil kilómetros de magníficas tierras, sólo para seguir un sueño?
– No -dijo Baedecker-. Creo que no.
– Yo sí. Me lo pregunto desde que era niño. Cielos, Richard, recorro este país en automóvil y no me imagino cruzándolo a pie o en esas toscas carretas, a paso de buey. Cuanto más conozco el país, más comprendo que todo hombre que desee ser presidente de Estados Unidos está cometiendo el máximo pecado de soberbia. Espera un minuto. Vuelvo en seguida.
Dave regresó por el círculo de piedras y Baedecker se quedó en el borde del peñasco, sintiendo la frescura de la brisa, escuchando el arrullo de un pájaro nocturno. Dave regresó con un Frisbee que relucía con su propia fluorescencia.
– Cielos -exclamó Baedecker-, éste no es el Frisbee, ¿verdad?
– Claro que sí -dijo Dave. Durante su última actividad extravehicular, mientras actuaba para la cámara de televisión del Rover, Dave sacó un Frisbee de su saco de muestras, y ambos arrojaron el disco de aquí para allá riendo ante las volteretas que daba en el vacío y su extraña trayectoria en un sexto de gravedad. Gran diversión. Cuatro días después, en la Tierra, se enfrentaron a la gran controversia del Frisbee. La NASA estaba molesta porque Dave había usado el término Frisbee -una marca registrada- dando así invalorable publicidad a una compañía no afiliada a la agencia. Los comentaristas de los medios aprobaron la frivolidad; uno la denominó «un raro toque humano en una empresa sin alma», pero cuestionó la necesidad de un programa de exploración lunar tripulado, y señaló que las sondas robot soviéticas eran más baratas y sensatas. Un senador de Connecticut había comentado el «torneo de Frisbee de seis mil millones de dólares» y los irritados líderes negros alegaron que el acontecimiento demostraba insensibilidad y crueldad ante las necesidades de millones de personas. «Dos universitarios blancos jugando en el espacio a expensas del contribuyente -dijo un líder negro en el programa Today-, mientras las mordeduras de rata matan a los niños negros en los guetos.»
Les comunicaron lo sucedido por radio al final de su período de sueño, cuatro horas antes del reingreso. El comunicador preguntó si alguno de ellos tenía alguna opinión sobre el asunto o alguna sugerencia para aplacar a los críticos.
– ¿Es seguro este canal? -preguntó Dave.
Houston le aseguró que sí.
– Bien, que les den por el culo -dijo lacónicamente Dave, pasando así a la historia documentada como el primer piloto que usaba ese término en una transmisión en vivo, al menos en el campo de la astronáutica. Sin duda, le había costado su futura participación en el programa Skylab. No obstante, esperó un vuelo cinco años más, y presenció el final de Skylab y el obsoleto gesto de Apollo-Soyuz antes de renunciar.
Dave le arrojó el Frisbee a Baedecker. El plástico fosforescente del disco emitió un fulgor blanco verdoso en el brillante claro de luna. Baedecker retrocedió diez pasos y se lo arrojó de vuelta.
– Funciona mejor en el aire -comentó Dave.
Arrojaron el disco reluciente de aquí para allá varios minutos. Baedecker se sintió inundado por una oleada de afecto.
– ¿Sabes qué creo? -dijo Dave al cabo de un rato.
– ¿Qué crees?
– Creo que el viejo Sam y todos los demás estaban en lo cierto. Dejas atrás todos esos lugares y sigues andando porque el lugar hacia el que te diriges es perfecto. -Atajó el Frisbee y lo sostuvo con ambas manos-. Lo que no comprendieron es que tú lo vuelves perfecto con sólo soñar con él.
Dave caminó hasta el borde del peñasco y alzó el Frisbee hacia las estrellas, una ofrenda.
– Todo termina -dijo. Retrocedió, giró y arrojó el disco por encima del precipicio. Baedecker se le acercó y ambos miraron cómo se remontaba el Frisbee a gran distancia, se ladeaba grácilmente en el claro de luna y se perdía en la oscuridad.
Baedecker caminó de la cabaña al muelle, donde su hijo miraba el lago sentado en la baranda. La radio sólo hacía comentarios sobre la elegancia de la renuncia de Nixon y especulaciones sobre Gerald Ford. Varios periodistas habían comentado animadamente una declaración de Ford: tras varios años en el Congreso, no se había hecho un solo enemigo. El alivio de los periodistas era comprensible -después de soportar durante años a un Nixon que obviamente se creía rodeado de enemigos, el cambio era bienvenido- pero Baedecker recordaba que su padre le había dicho que un hombre se podía juzgar no sólo por sus amigos sino por sus enemigos, y se preguntaba si la afirmación de Ford era de veras una recomendación de integridad.
Scott estaba sentado en la baranda del extremo del muelle. Su camiseta blanca relucía bajo la tenue luz de la luna. El muelle estaba desvencijado aquí y allá, le faltaba un tramo de baranda. Baedecker recordó el olor de madera nueva cuando él y su propio padre estuvieron hablando allí diecisiete años antes.
– Hola -dijo Baedecker.
– Hola. -La voz de Scott ya no era huraña, sólo distante.
– Olvidemos el mal momento, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Baedecker se apoyó en la baranda y los dos miraron el lago varios minutos. En alguna parte gruñía un motor fueraborda, el sonido llegaba puro y regular a través del agua quieta, pero no se veían luces de navegación. Baedecker vio luciérnagas chispeando en la otra margen, como fogonazos de armas cortas.
– Visité a tu abuelo aquí poco antes de su muerte -dijo Baedecker-. Entonces el lago era más pequeño.
– ¿Sí? -Scott no manifestó mayor interés. Había nacido ocho años después de la muerte del padre de Baedecker y rara vez demostraba curiosidad por él o su abuela. Los otros abuelos de Scott vivían en una comunidad de jubilados de Florida y le habían mimado desde su nacimiento.
– He pensado que mañana por la mañana podríamos deshacernos de los últimos muebles viejos y tomarnos la tarde libre. ¿Quieres ir a pescar?
– No especialmente -dijo Scott.
Baedecker asintió, tratando de no ceder a su repentina furia.
– De acuerdo -dijo-. Por la tarde trabajaremos en la calzada.
Scott se encogió de hombros.
– ¿Mamá y tú os vais a divorciar? -preguntó.
Baedecker miró a su hijo de diez años.
– No. ¿De dónde has sacado esa idea?
– No os lleváis bien -dijo Scott, aún desafiante pero con un temblor en la voz.
– Eso no es verdad -dijo Baedecker-. Tu madre y yo nos queremos mucho. ¿Por qué dices eso, Scott?
El niño se encogió de hombros otra vez, el mismo gesto desmañado que Baedecker le había visto muchas veces cuando lo lastimaba un amigo o fallaba en una tarea simple.
– No sé -dijo.
– Sabes por qué lo has dicho. Dime de qué estás hablando.
Scott miró hacia otro lado y ladeó la cabeza para apartarse el pelo de los ojos.
– Nunca estás en casa. -La voz era aguda, pero no quejosa.
– Mi trabajo me obligaba a viajar, lo sabes. Pero ahora cambiará.
– Sí, claro -dijo Scott-. Pero no es eso, de todos modos. Mamá nunca está contenta, y tú nunca lo notas. Ella odia Houston, odia la NASA, odia a tus amigos y odia a mis amigos. No le gusta nada, salvo esos malditos clubes.
– Cuidado con lo que dices, Scott.
– Es verdad.
– Aun así, cuidado con cómo lo dices.
Scott ladeó la cabeza y miró el lago en silencio. Baedecker aspiró profundamente y trató de contemplar la noche de agosto. El olor a agua, pescado y aceite le recordaba los veranos de su infancia. Cerró los ojos y evocó esa ocasión, después de la guerra, cuando tenía trece años y él y su padre habían ido a Big Pine Lake, Minnesota, a pasar tres semanas cazando y pescando. Baedecker había disparado contra latas con el cañón calibre 22 de su escopeta, pero cuando llegó el momento de limpiar el arma se dio cuenta de que había dejado la varilla en casa. Su padre meneó la cabeza con callada reprobación, un gesto más doloroso que un bofetón para el joven Baedecker, pero luego dejó sus avíos de pesca, sujetó una pequeña plomada a una cuerda, la metió en el cañón de la 22 y ató un trapo a la cuerda. Baedecker estaba dispuesto a limpiar el rifle, pero su padre sostuvo el otro extremo del cordel y entre los dos hicieron pasar el trapo, moviéndolo hacia ambos lados, hablando de cosas sin importancia. Continuaron largo rato cuando el cañón estuvo limpio. Baedecker recordaba cada detalle de su padre: la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos, el lunar en el bronceado brazo izquierdo, el olor a jabón y tabaco, la modulación de la voz. Pero ante todo recordaba la melancólica y persistente conciencia de sus sentimientos: su ineptitud, incluso entonces, para sólo experimentarlos. Mientras limpiaba el rifle con gran satisfacción, era consciente de esa satisfacción, consciente de que algún día su padre estaría muerto y él recordaría plenamente ese momento, incluso esa conciencia.
– ¿Sabes qué odio? -dijo Scott con voz calma.
– ¿Qué odias?
El niño señaló hacia arriba.
– Odio la maldita luna.
– ¿La luna? -preguntó Baedecker asombrado-. ¿Por qué?
Scott se montó a horcajadas sobre la baranda. Se apartó el pelo de los ojos.
– Cuando estaba en primer grado, conté a la clase que formabas parte de la tripulación primaria de la misión. La señorita Taryton dijo que era magnífico, pero había un chico que se llamaba Michael Bizmuth. Era insoportable, nadie quería jugar con él. Se me acercó en el recreo y me dijo: «Oye, tu padre morirá allá arriba y lo enterrarán y tendrás que mirarla toda tu vida.» Entonces le pegué en la boca y me metí en problemas. Mamá no me dejó ver la televisión durante dos semanas. Pero cada noche, durante un año, antes de tu misión, yo me arrodillaba a rezar una hora. Una hora cada noche. Me dolían las rodillas, pero me quedaba una hora entera.
– Nunca me lo habías contado, Scott -dijo Baedecker. Quería decir algo más, pero no se le ocurría nada.
Scott no parecía escuchar. Se apartó el pelo de los ojos y frunció el entrecejo.
– A veces rezaba para que no fueras, y a veces rezaba para que no murieras allá… -Scott se interrumpió y miró a su padre-. Pero casi siempre, ¿sabes para qué rezaba? Rezaba para que, en caso de que murieras allá, te trajeran de vuelta y te sepultaran en Houston, en Washington o en cualquier parte que no tuviera que mirar de noche, viendo tu tumba colgada en el cielo el resto de mi vida.
– ¿Piensas en el suicidio alguna vez, Richard? -preguntó Dave.
Era domingo por la mañana. Se habían levantado temprano, y tras un suculento desayuno de dirigían a las colinas a cortar leña en una camioneta que Kink les había prestado.
– No -dijo Baedecker-. No demasiado, al menos.
– Yo sí -dijo Dave-. No en el mío, claro, sino en el concepto.
– ¿Qué hay que pensar? -preguntó Baedecker.
Dave redujo la velocidad para vadear un arroyuelo. El camino de Sunshine Canyon -grava, tierra, baches- ahora era una senda en la arboleda.
– Muchas cosas -dijo Dave-. Por qué, cuándo, dónde y, quizá lo más importante, cómo.
– No entiendo por qué el cómo importa tanto -dijo Baedecker.
– ¡Claro que sí! Uno de mis pocos héroes es J. Seltzer Sherman. Habrás oído hablar…
– No.
– Claro que sí. Sherman era un proctólogo de Buffalo, Nueva York, que sufrió una fuerte depresión en 1965. Decía que ya no veía la luz en el extremo del túnel. Voló a Arizona, compró un poste telefónico, afiló una punta y lo arrastró con una mula hasta el Gran Cañón. Sin duda recuerdas eso.
– No.
– Salió en todos los periódicos. Tardó diez horas en bajar. Enterró el poste afilado con la punta hacia arriba, pasó catorce horas regresando cuesta arriba y saltó del borde sur.
– ¿Y? -dijo Baedecker.
– Erró por esto -dijo Dave, mostrando un corto espacio entre el índice y el pulgar.
– Supongo que el poste aún está allí como desafío -comentó Baedecker.
– Exacto. Aunque el viejo J. Seltzer dice que tal vez lo intente de nuevo algún día.
– Aja.
– Cuando Diane era asistenta social en Dallas, veía muchos intentos de suicidio entre adolescentes. Decía que los chicos eran mucho más eficaces que las chicas. Tenían métodos más contundentes: armas de fuego, horcas, cosas así. Las niñas tomaban sobredosis de Midol después de llamar a los novios para despedirse. Diane dice que muchos chicos inteligentes se mataban. Casi siempre tienen éxito cuando lo intentan, según Diane.
– Tiene sentido -dijo Baedecker-. ¿Puedes aminorar la velocidad? Este viaje me está reventando los riñones.
– Los dos hombres que más admiraba se mataron con armas de fuego -dijo Dave-. Uno era Ernest Hemingway. Supongo que el por qué fue que no podía escribir más. El cuándo fue julio del 61. El dónde fue la sala de su casa de Ketchum, Idaho. El cómo fue una escopeta Boss de dos cañones que usaba para matar palomas. Se apoyó los dos cañones en la frente.
– Cielos, Dave -dijo Baedecker-. Es una mañana demasiado bonita para esta charla. -Continuaron un rato en silencio. El camino bordeaba un risco boscoso. Delante se extendían varios valles-. ¿Quién era el otro hombre que admirabas?
– Mi padre.
– No sabía que tu padre se hubiera matado -comentó Baedecker-. Una vez me dijiste que había muerto de cáncer.
– No -dijo Dave-. Dije que el cáncer lo llevó a la muerte. Así como el alcohol. Así como su soledad terminal. ¿Quieres ver el rancho?
– ¿Está cerca de aquí? -preguntó Baedecker.
– Diez kilómetros al norte -dijo Dave-. Él y mamá se divorciaron en una época en que no estaba tan de moda. Cuando yo era niño, viajaba en tren desde Tulsa para pasar los veranos en su rancho. Está enterrado en un cementerio a un par de kilómetros de Lonerock.
– Por eso compraste una casa aquí -dijo Baedecker.
– Por eso conocía la zona. Diane y yo nos interesamos en los pueblos fantasmas de Texas y California. Cuando vinimos a Salem, le enseñé esta parte del estado y descubrimos esa casa en venta de Lonerock.
– ¿Y por eso piensas en el suicidio? -preguntó Baedecker-. ¿Hemingway y tu padre?
– No, simplemente es un tema que me interesa. Como el aeromodelismo o curiosear en pueblos fantasmas.
– Pero ¿no lo relacionas contigo mismo?
– En absoluto -dijo Dave-. Aunque, espera, no es del todo cierto. ¿Recuerdas la misión, cuando tuvimos ese segmento de transmisión en vivo de ocho minutos, durante la última actividad extravehicular? En ese momento pensé en ello. Dave Scott había hecho esa rutina a lo Galileo, con el martillo y la pluma de halcón, ¿recuerdas? Era un número difícil de seguir, así que pensé en decir algo como: «Bien, amigos, no sabemos mucho sobre el efecto que tendría en la Luna la descompresión explosiva en el vacío sobre un empleado del gobierno. Aquí va.» Luego abriría la válvula del colector de orina de mi unidad y yo saldría de ella a borbotones como pasta dental de un tubo de Colgate aplastado, transmitido en vivo por tres canales de televisión americana en el horario más concurrido.
– Me alegra que no lo hayas hecho.
– Sí -dijo Dave, y guardó silencio un instante-. Sí, decidí que si no podíamos hacer nada más para llenar esos ocho minutos, daría el mismo discurso y luego abriría la válvula de tu colector de orina.
– ¿Scott?
– ¿Papá, eres tú?
– Sí -dice Baedecker-. Por Dios, es difícil dar contigo. Llamé seis veces, y en cada ocasión me hicieron esperar y luego me colgaron. ¿Cómo estás, Scott?
– Estoy bien, papá. ¿Dónde estás?
– En la base McChord en Tacoma -dice Baedecker-, pero me quedaré en Salem unos días. Scott, Dave Muldorff se mató la semana pasada.
– ¿Dave? -dice Scott-. Demonios, papá, lo siento de veras. ¿Qué ocurrió?
– Accidente de aviación -dice Baedecker-. Mira, no he llamado por esto. Tengo entendido que estuviste enfermo, e incluso en el hospital. ¿Cómo te encuentras ahora?
– Estoy bien, papá -dice Scott, pero Baedecker le nota el titubeo-. Todavía un poco cansado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?
– Maggie Brown me llamó -dice Baedecker.
– ¿Maggie? Oh, sí. Probablemente se lo dijo Bruce. Papá, lamento lo de tu visita a Poona el verano pasado.
El teléfono público emite un chasquido, y por un segundo Baedecker no oye nada.
– ¿Scott?
– Si, papá.
– ¿Qué pasa? ¿Ha empeorado tu asma de nuevo?
Varios minutos de silencio.
– Sí, creía que el Maestro me había curado el verano pasado, pero he tenido problemas de noche. Eso y otras pestes que pillé en la India.
– ¿Tienes tu medicación y tu inhalador? -pregunta Baedecker.
– No, los dejé en la universidad el año pasado.
– ¿Has visto a un médico?
– En cierto modo -dice Scott-. Oye, papá, ¿estás ahí por lo de Dave, o qué?
– Por ahora -responde Baedecker-. Dejé mi…
– Por favor deposite setenta y cinco centavos por exceso de tiempo -dice una voz sintética.
Baedecker busca cambio e inserta las monedas.
– ¿Scott?
– ¿Qué decías, papá?
– Decía que dejé mi trabajo el verano pasado. He estado viajando desde entonces.
– Vaya, ¿no estás trabajando? ¿Dónde has estado?
– Aquí y allá -dice Baedecker-. Pasé el Día de Acción de Gracias en Arkansas, trabajando en la cabaña de papá. Mira, Scott, mañana estaré por esa zona del bosque donde estás tú, y quería pasar para charlar contigo.
Hay un siseo de interferencia y un sofocado zumbido de voces.
– ¿Qué, Scott?
– Digo… digo… no sé, papá.
– ¿Por qué no?
– Bien, hemos tenido problemas en la zona del ashram…
– ¿Qué clase de problemas?
– No aquí exactamente -se apresura a aclarar Scott-. Pero en esta zona. Algunos rancheros y lugareños están irritados. Ha habido disparos. El Maestro está pensando en impedir la entrada de extraños. -Se oye otra voz hablando con Scott-. Papá, tengo que colgar…
– Un segundo, Scott -dice Baedecker. Siente un pánico inexplicable-. Mira, pasaré mañana. Scott, me vendría bien una mano para acabar el trabajo en la cabaña. Ese lugar podría ser muy bonito si lo termino esta primavera. ¿No puedes tomarte unas semanas para trabajar allí conmigo?
– Papá, yo no…
– Sólo piénsalo, por favor -ruega Baedecker-. Hablaremos mañana.
– Papá, me tengo que…
La línea está muerta. Baedecker trata de llamar varias veces y desiste.
Entra en el otro cuarto, donde está sentado Kitt Toliver. Toliver tiene unos treinta y cinco años. Es alto y robusto. A Baedecker le recuerda a Deke Slayton, por el corte a cepillo y la mirada intensa.
– Gracias por esperar, sargento -dice Baedecker.
– No hay problema, coronel.
– Usted comprenderá que no formo parte de la indagación oficial -explica Baedecker-. No tengo ningún status oficial, sólo trato de hallar respuestas porque Dave era amigo mío.
– Entiendo -dice Toliver-. Con mucho gusto le repetiré todo lo que declaré al coronel Fields y a los demás.
– Bien. ¿Revisó usted el Talon antes de volar?
– Sí, señor. Dos veces. Una vez por la mañana y otra vez cuando recibí la llamada del mayor Munsen diciéndome que el diputado Muldorff lo pilotaría.
– ¿Lo revisó Dave?
– Claro que sí. Dijo que tenía que conectar con un vuelo comercial en Salt Lake, pero aun así se tomó tiempo para mirar mi formulario y él mismo echó un vistazo. Y con detenimiento.
– ¿Y usted está convencido de que el avión estaba en condiciones?
– Sí, señor -dice Toliver con voz acerada-. Puede leer mi formulario 720, señor. Dicen que hubo un fallo estructural después del despegue y no puedo rebatir los hechos pero, según la inspección interna y el chequeo de la cabina, esa máquina estaba al pelo. Los motores eran nuevos. Menos de veinte horas de vuelo.
Baedecker mueve la cabeza.
– Kitt, ¿hizo o dijo algo Dave que le pareciera inusitado durante la revisión?
Toliver frunce el entrecejo.
– ¿Durante la revisión? No, señor. Oh, me contó una broma sobre… bien… sobre tener sexo oral con una gallina. Pero nada más, señor.
Baedecker sonríe.
– ¿Llevaba equipaje?
– Sí, señor. Una bolsa de vuelo de la Fuerza Aérea. Y el paquete grande.
– ¿Paquete grande?
– Sí, señor. Ya se lo expliqué al coronel Fields y al equipo.
– Repítamelo -dice Baedecker.
Toliver enciende un cigarrillo.
– No hay mucho que contar, señor. Yo entré en la sala a buscar una chaqueta, y cuando regresé el diputado Muldorff había descargado una caja del automóvil.
– ¿De qué tamaño?
Toliver extiende las manos para sugerir una forma de medio metro por medio metro.
– ¿Iba en el armario de almacenaje? -pregunta Baedecker.
– No, señor. Cuando regresé al avión, el diputado se estaba acomodando y la caja estaba sujeta al asiento trasero.
– ¿Bien sujeta? -pregunta Baedecker-. ¿Había probabilidades de que se soltara en vuelo?
– No, señor. Estaba bien amarrada. Cinturón de seguridad y arnés.
– ¿El asiento trasero estaba operativo? -pregunta Baedecker.
Toliver menea la cabeza.
– No había razones para ello.
– Pero el de Dave sí.
– Sí, señor -contesta Toliver, y su callado «pues claro, idiota» es perfectamente audible.
Baedecker escribe unas notas en una libreta.
– ¿Le dijo él qué había en la caja?
– Sí, señor. Dijo que era un regalo de cumpleaños para su hijo. Yo le pregunté qué edad tenía el chico. El diputado sonrió y dijo: «Tendrá un minuto de edad dentro de dos semanas.» Dijo que su esposa daría a luz alrededor del 7 de enero.
– ¿Comentó Dave en qué consistía el regalo? -pregunta Baedecker.
– No, señor. Yo sólo le di mis felicitaciones y nos preparamos para el despegue.
Baedecker cierra la libreta y extiende la mano.
– Gracias, Kitt, agradezco su amabilidad. Si se le ocurre algo más, puede ponerse en contacto conmigo a través del mayor Munsen.
– Eso haré -dice Toliver. Se vuelve para irse y de pronto se detiene-. Coronel, respecto a esa extraña frase que le comenté al equipo, pensé que usted ya sabría lo que había dicho el diputado, pero tal vez aún no lo haya oído.
– ¿Qué es?
– Bien, cuando yo estaba a punto de retirar la escalerilla, dije: «Que tenga buen vuelo, señor.» Siempre digo eso. Y el diputado Muldorff sonrió y dijo: «Gracias, sargento. Planeo tener un buen vuelo, pues éste será el último.» No le di mucha importancia entonces, pero me ha fastidiado desde el accidente. ¿Qué piensa usted, señor?
– No estoy seguro -dice Baedecker.
Toliver mueve la cabeza pero no se marcha.
– Entiendo, señor. ¿Usted le conocía bien?
Baedecker duda al responder.
– No estoy seguro -dice al fin-. Ya veremos.
– Oye -dijo Dave-. Me siento un poco ebrio.
– Afirmativo -confirma Baedecker.
Toda la mañana del domingo habían cortado leña en las colinas de Lonerock. Baedecker había disfrutado de la labor. El sudor se evaporaba rápidamente en el aire alto y fresco. Luego cargaron la camioneta, almorzaron emparedados de carne con abundante mostaza, se tomaron un par de cervezas frías, regresaron a Lonerock, bebieron un par de cervezas más en el camino, descargaron la camioneta, apilaron la leña en el cobertizo, bebieron una cerveza, llevaron de vuelta la camioneta y de nuevo bebieron un par de cervezas con Kink.
Eran las cuatro de la tarde cuando Dave hizo su anuncio.
– Cielos, ebrio con cerveza. Esto es cosa de la escuela secundaria, Richard.
– Afirmativo -dijo Baedecker.
– Oye, ¿sabes qué nos olvidamos de hacer? Nos olvidamos de decirte que tienes que recordarme que te recuerde que te lleve a ver el rancho de mi padre.
– Sí -contestó Baedecker-. Recuérdame que te lo recuerde mañana.
– Qué diablos -dijo Dave-. Hagámoslo ahora.
Baedecker lo siguió hasta el jeep y Dave empezó a tirar cosas en el asiento trasero. Baedecker se instaló en el asiento del pasajero, tratando de no derramar su cerveza.
– ¿Qué haremos? ¿Mudarnos allá?
– Cenaremos allá -dijo Dave, acomodando el resto del cargamento y trepando al asiento izquierdo-. Cuenta regresiva para secuencia de ignición.
– Afirmativo -dijo Baedecker, girando para examinar el cargado asiento trasero.
– ¿Nevera portátil?
– Afirmativo.
– ¿Cerveza?
– Afirmativo.
– ¿Parrilla para barbacoa?
– Afirmativo.
– ¿Hamburguesas?
– Afirmativo.
– ¿Patatas fritas?
– Afirmativo… no, espera un minuto. Luz roja para las… no, están debajo del carbón. Afirmativo.
– ¿Carbón?
– Afirmativo.
– ¿Líquido combustible?
– Afirmativo.
– ¿Linterna?
– Afirmativo.
– ¿Winchester?
– Afirmativo. ¿Para qué diablos lo necesitamos?
– Serpientes de cascabel -dijo Dave-. Hay muchas serpientes. Muchas serpientes, ahora que lo pienso. Ha hecho calor este otoño. Todavía están fuera.
– Oh.
– ¿Precongelante S-IVB LH2 de llenado rápido, S-IC LOX para el tanque, cobertura de anticongelante?
– Afirmativo -dijo Baedecker. Abrió una cerveza y se la alcanzó a Dave.
– Tenemos contacto -dijo Dave. Arrancó el jeep, retrocedió, viró en una nube de polvo y aceleró rumbo al norte por la calle principal. Dejaron atrás el surtidor oxidado. -Houston, abandonamos torre -ronroneó Dave.
– Enterado -dijo Baedecker.
Dave cogió por un camino estrecho que conducía al nordeste por un desfiladero. Tras medio kilómetro de barquinazos, el jeep entró en un terreno más liso.
– Programa de giro e inclinación completado -dijo Dave-. Alerta para Modalidad Uno Charlie.
– Afirmativo -respondió Baedecker. Brincaron sobre unos troncos y unos trozos de carbón saltaron del saco y se perdieron en la polvareda.
– Corte control de a bordo -dijo Baedecker-. Alerta para cambio de etapa.
La rueda derecha del jeep saltó sobre una piedra y la gorra de Dave con la inscripción AIR FORCE 1½ echó a volar y aterrizó bajo la parrilla.
– Descartamos torre -dijo Dave.
– Enterado.
Doblaron una curva cerrada y treparon por una cuesta abrupta. Dave pasó a segunda y a primera.
– Atento, Houston -dijo-, pasamos a cambio de etapa. Llegaron a un risco a gran distancia del valle. El camino conducía por una franja estrecha, con rocas a la izquierda y un precipicio abrupto a la derecha.
– Afirmativo -dijo Baedecker-. Coge tus calcetines.
– Y despídete de tu pellejo -dijo Dave. Eran más de diez kilómetros. El camino avanzaba entre riscos sin árboles, bajaba a un desfiladero sombrío y cruzaba una chata extensión desértica, así que pasó media hora hasta que Dave viró hacia una carretera de grava y apareció el rancho. Atravesaron una zanja y bajaron por un sendero cubierto de salvia antes de frenar ante un edificio de madera abandonado. Baedecker vio un granero y varios edificios más pequeños.
Caminaron por la hierba quebradiza hasta la casa Baedecker atento a las serpientes. La casa revelaba indicios de un largo abandono -ventanas rotas, yeso desconchado, escalera sin barandilla, porche derrumbado- pero también era evidente que la habían construido con cuidado y precisión. El porche que rodeaba tres lados del edificio exhibía tallas ornamentales, el machihembrado de madera del interior era artesanal, las grandes piedras de la chimenea central estaban puestas a mano.
– ¿Cuánto hace que está vacía? -preguntó Baedecker cuando entraron en la cocina a través de los escombros de yeso.
– Papá murió en el 56 -dijo Dave-. Después de eso vivieron un par de familias un tiempo, pero jamás lo consiguieron. Es difícil sobrevivir en una finca pequeña. Papá nunca decidió si quería ser granjero o ranchero. No tenía agua suficiente para probar suerte con una granja, y no había pasto suficiente para hacer justicia a un rancho.
– ¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?
Dave bebió un largo sorbo de cerveza y miró por la ventana de la cocina.
– Diecisiete -dijo-. Ese fue el primer verano que no cogí el tren para venir aquí. Tenía una novia y un empleo estival en Tulsa. Cosas importantes que hacer. -Arrojó la lata de cerveza en el fregadero-. Ven aquí, quiero enseñarte algo.
Se alejaron del granero y los demás edificios. Al igual que la casa principal, el granero estaba construido para durar. Baedecker leyó el lugar de origen de los grandes goznes: Lebanon, Pennsylvania, Patentado 1906. Cruzaron un campo y Baedecker empezaba a temer de nuevo las serpientes cuando Dave se detuvo, señaló una amplia depresión circular y dijo:
– El Lago de las Negretas.
Baedecker tardó un minuto en verlo. La loma donde se encontraban debía de haber sido parte de la ribera este, la madera podrida que tenían debajo un canal de la zanja de irrigación que llevaba agua al estanque, y la garganta seca del norte era la presa. A cincuenta metros estaba el otro dique, con media docena de álamos polvorientos inclinados sobre la cuesta poblada de malezas que había sido la ribera oeste.
– Richard -dijo Dave-, ¿no te has preguntado cuánto tiempo de tu vida has pasado tratando de complacer a los muertos?
Baedecker bebió la cerveza y pensó en ello mientras Dave se sentaba en una roca y arrancaba una larga hoja de hierba para mascarla.
– Creo que subestimamos la cantidad de tiempo que dedicamos a tratar de satisfacer las expectativas de los muertos -continuó Dave-. Ni siquiera pensamos en ello, simplemente lo hacemos. -Señaló una mata de malezas y arbustos a veinte metros-. Allá amarrábamos nuestra vieja balsa. El agua sólo tenía un par de metros de profundidad, pero no me dejaban nadar en el lado sur porque estaba lleno de juncos y plantas acuáticas y se te enganchaban los pies. Papá los arrancaba cada año y reaparecían en verano. Allí perdió un perro de caza, antes de que yo naciera. Un verano… debía de ser mi tercer verano aquí, yo tendría nueve años… mi perro Blackie se enganchó en las plantas cuando nadaba hacia la balsa donde yo lo esperaba.
Dave hizo una pausa y masticó la hierba. El sol se ponía y las sombras de los álamos se estiraban más allá del estanque muerto.
– Blackie era medio labrador -dijo Dave-. Papá me lo regaló cuando nací, y por alguna razón era muy importante para mí. Tal vez por eso siguió siendo mi perro, aunque yo sólo lo veía en verano a partir de los seis años, después de que mamá y yo nos mudáramos. No temamos lugar para él en Tulsa. Aun así, era como si él esperase todo el año esas diez semanas de cada verano. No sé por qué era tan importante que ambos tuviéramos la misma edad, que hubiéramos nacido casi al mismo tiempo, pero lo era.
»Ese día yo había terminado mis tareas de la mañana y estaba tendido de bruces en la balsa, casi dormido, cuando oí que Blackie nadaba hacia la balsa. De pronto el ruido cesó, miré pero no vi rastros de él, sólo ondas. De inmediato supe lo que había ocurrido: los juncos. Me zambullí sin pensar. Oí el grito de mi padre desde detrás del cobertizo cuando emergí, pero me sumergí de nuevo, tres o cuatro veces, entreabriendo los juncos, atascándome, liberándome a puntapiés para intentarlo de nuevo. No se veía nada, el lodo te aferraba el tobillo y te arrastraba hacia abajo. La última vez que emergí tenía ese agua pestilente en la nariz, estaba totalmente enlodado y veía que papá me gritaba desde la orilla, pero bajé de nuevo, y cuando ya no me quedaba aire y los juncos me rodeaban y tuve la certeza de que ya no valía la pena intentarlo, entonces sentí a Blackie en el fondo. Ya no forcejeaba. Ni siquiera subí a respirar. Seguí apartando los juncos y pateando el lodo, aferrándolo porque sabía que no lo encontraría de nuevo si lo soltaba un segundo. Me quedé sin aire. Recuerdo que tragué ese agua pestilente, pero qué diablos, no pensaba subir sin mi perro. De alguna manera me liberé y lo arrastré hacia la orilla. Papá nos llevó a ambos hasta la costa, preocupado y enfadado al mismo tiempo, yo tosía agua y lloraba y trataba de lograr que Blackie respirara. Estaba seguro de que se había ahogado, tenía el cuerpo flojo y pesado. Se notaba al tacto que estaba lleno de agua, tieso. Pero yo seguía masajeándole las costillas mientras vomitaba agua, y que me cuelguen si ese perro de pronto no escupió un par de litros de agua sucia y empezó a gimotear y respirar de nuevo.
Dave se sacó la hoja de hierba de la boca y la tiró.
– Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Papá dijo que estaba furioso conmigo y me amenazó con darme una tunda si me zambullía de nuevo… pero yo sabía que estaba orgulloso. Una vez, cuando fuimos a Condon en el camión, oí que le contaba la historia a un par de amigos, y supe que estaba orgulloso de mí. Sabes, Richard, pensaba en ello cuando pilotaba helicópteros de evacuación médica en Vietnam, y supe que era algo más que complacer a papá. Odiaba estar en Vietnam. Me moría de miedo todo el tiempo y sabía que me iba a estropear la carrera cuando se enterasen de lo que estaba haciendo. Odiaba el clima, la guerra, los insectos, todo. Y era feliz. Lo pensé entonces y comprendí que me hacía muy feliz salvar cosas, salvar a la gente. Era como si todo en el universo conspirara para hundir a esos hijos de perra, para engullirlos, y yo aparecía en ese condenado helicóptero y aguantaba porque nos negábamos a dejar que se hundieran.
Regresaron a la casa, instalaron la parrilla cerca del jeep y cocinaron la cena. El frío de la noche llegó en cuanto se borró la luz del sol. Baedecker vio dos picos volcánicos que reflejaban los últimos destellos al norte y al este. Esperaron a que las brasas estuvieran listas, pusieron las hamburguesas, añadieron gruesas rodajas de cebolla y comieron vorazmente, con cervezas.
– ¿Has pensado alguna vez en comprar el rancho y reconstruirlo? -preguntó Baedecker.
Dave negó con la cabeza.
– Demasiados fantasmas.
– Aun así, has venido a vivir en las cercanías.
– Sí.
– Una amiga mía dice que podría haber lugares de poder -dijo Baedecker-. Que no está mal que pasemos la vida buscándolos. ¿Qué opinas?
– Lugares de poder -dijo Dave-. Como las líneas magnéticas de fuerza de la señora Callahan, ¿eh?
Baedecker asintió. La idea sonaba absurda, desde luego.
– Creo que tu amiga tiene razón -dijo Dave. Sacó otra cerveza de la nevera portátil y le sacudió el hielo-. Pero apuesto a que la cosa es más complicada. Hay lugares de poder, sin duda. Pero es como decíamos anoche. Hay que contribuir a crearlos. Tienes que estar en el sitio indicado en el momento indicado y saberlo.
– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Baedecker.
– Porque sueñas con él pero no piensas en él -dijo Dave.
Baedecker abrió otra cerveza y apoyó los pies en el salpicadero. La casa era sólo una silueta contra un cielo desleído. Baedecker se cerró la cazadora.
– Sueñas con él pero no piensas en él.
– Correcto. ¿Has practicado alguna vez meditación zen?
– No.
– Yo la practiqué durante varios años -dijo Dave-. La idea es liberarte de los pensamientos, para que no haya nada entre tú y la cosa. Se supone que al no mirar ves con claridad.
– ¿Funcionó?
– No -contestó Dave-, no para mí. Me ponía a cantar mi mantra o lo que fuese y pensaba en todas las cosas del universo. La mitad del tiempo tenía sueños eróticos que me provocaban una erección. Pero encontré algo que sí funcionaba.
– ¿Qué?
– Nuestro entrenamiento para la misión -dijo Dave-. Las interminables simulaciones dieron el resultado que supuestamente debía dar la meditación.
Baedecker sacudió la cabeza.
– No estoy de acuerdo. Fue todo lo contrario. Toda la maldita cosa, cuando al fin ocurrió, era igual que las simulaciones. Yo no experimenté nada especial por toda la preprogramación que me habían inculcado las simulaciones.
– Sí -dijo Dave, dando un último mordisco a su hamburguesa-, eso creía yo. Luego comprendí que no era así. Lo que hicimos fue transformar esos dos días en la Luna en un sacramento.
– ¿Un sacramento? -Baedecker se caló la gorra sobre las cejas y frunció el ceño-. ¿Un sacramento?
– Joan era católica, ¿verdad? -preguntó Dave-. Recuerdo que ibas a misa con ella en Houston.
– Sí.
– Bien, entonces entiendes a que me refiero, aunque actualmente no se hace tan bien como cuando yo era niño e iba con mamá. El latín contribuía.
– ¿Contribuía a qué?
– Contribuía al ritual. Y en la misión contribuyeron las simulaciones. Cuanto más ritualizado está, menos pensamientos se interponen. ¿Recuerdas los primero que hizo Buzz Aldrin cuando tuvieron unos pocos minutos de tiempo libre después del aterrizaje del Apollo 13.
– Celebrar la comunión -dijo Baedecker-. Se llevó el vino y todo lo demás en su botiquín personal. El era… ¿qué…? ¿presbiteriano?
– No importa -dijo Dave-. Pero lo que Buzz no comprendió es que la misión misma ya era el ritual, el sacramento ya estaba allí, esperando a que alguien lo celebrara.
– ¿Cómo? -preguntó Baedecker, aunque la verdad de lo que decía Dave ya le había afectado por dentro.
– Vi la fotografía que dejaste allá -dijo Dave-. Esa foto de ti, Joan y Scott. Junto al paquete de experimentos sísmicos.
Baedecker no dijo nada. Se recordaba arrodillado en el crepúsculo lunar ante la fotografía, bajo las capas del traje presurizado, bajo la bendición de la cruda luz del sol.
– Yo dejé una vieja hebilla de mi padre -dijo Dave-. La dejé al lado de los espejos de reflexión láser.
– ¿De veras? -preguntó Baedecker, realmente sorprendido-. ¿Cuándo?
– Cuando tú preparabas el Rover para el viaje a Rill 2 en la primera actividad extravehicular. Demonios, me sorprendería que alguno de los doce que caminamos allá arriba no hubiera hecho algo así.
– Nunca pensé en ello -dijo Baedecker.
– El resto fue un mero preparativo para desechar lo intrascendente. Incluso los lugares de poder son inútiles a menos que estés dispuesto a llevar algo a ellos. Y no me refiero sólo a las cosas que llevamos: son al verdadero sacramento lo que ese trozo de pan es a la Eucaristía. Luego, si al regresar eres igual que antes, sabes que no era un lugar de poder.
– Ahí está, ése es el problema -dijo Baedecker-. Nada ha cambiado.
Dave rió y cogió el brazo de Baedecker.
– ¿Hablas en serio, Richard? -murmuró-. ¿Recuerdas quién eras? ¿Tienes idea de quién eres ahora?
Baedecker meneó la cabeza.
Dave no dijo nada. Se levantó para arrojar las brasas, enterrarlas en la arena y guardar los bártulos en la parte trasera del jeep. Se acercó a Baedecker.
– Muévete -dijo-. Tú conduces. Yo estoy demasiado ebrio.
Baedecker, que había bebido a la par de Dave durante la tarde y el anochecer, movió la cabeza y ocupó el asiento del conductor.
Los faros del jeep alumbraban matas de salvia y pinos achaparrados mientras regresaban despacio. Las nubes enturbiaban las estrellas y aún faltaban horas para que despuntara la luna llena.
– Tom Gavin nunca lo entenderá -dijo Dave-. El pobre hijo de perra está tan desesperado por el elemento sacramental que nunca lo descubrirá. Lo vi hablando en televisión de cómo había renacido en órbita lunar. Pamplinas. Habla y habla sin tener la menor idea de qué significa nacer de nuevo. Tú fuiste el que renació, Richard. Yo lo vi.
Baedecker meneó la cabeza lentamente.
– No. No lo sentí. No sé qué significó todo eso.
– ¿Crees que un renacido tiene idea de lo que significa? Simplemente ocurre y después te dedicas al condenado oficio de estar vivo. La conciencia llega más tarde, si llega.
Salieron del desfiladero y cruzaron la última elevación antes del descenso en zigzag. Baedecker puso primera y subió tan despacio como el vehículo lo permitía. Se sentía sobrio, pero seguía viendo serpientes de cascabel culebreando en el extremo de los haces de los faros.
– Renacer no significa que has llegado a alguna parte -dijo Dave-. Significa que estás preparado para iniciar el viaje. La peregrinación a más lugares de poder, el afán imposible de impedir que las personas y las cosas que amas se detengan en los juncos y se hundan. Para aquí, por favor.
Baedecker se detuvo. Dave se arqueó, vomitó en silencio por el costado del jeep y se irguió para enjuagarse la boca con agua de una vieja cantimplora que llevaba bajo el asiento. Dave se reclinó, eructó y se caló la gorra sobre los ojos.
– Así termina el Evangelio según San David. Continúa.
Baedecker aminoró la marcha en el risco anterior al sendero que descendía al último desfiladero. Lonerock se veía a tres kilómetros. Unas luces resplandecían entre los oscuros árboles.
– Haz varios guiños con los faros -indicó Dave.
Baedecker obedeció.
– Bien, continúa.
– ¿La señora Callaban cree que los alienígenas conducen OVNIS con faros? -preguntó Baedecker.
Dave se encogió de hombros sin alzar la gorra.
– Tal vez realizan actividades extravehiculares.
Baedecker bajó la palanca, pero la movió mal y la caja chirrió. La bajó de nuevo.
– Oye, con calma -dijo Dave-. ¿Qué te pareció la idea del libro?
– ¿Fronteras? -dijo Baedecker-. Me gustó.
– ¿Crees que el proyecto vale la pena?
– Sin duda.
– Bien -siguió Dave-. Quiero que me ayudes a escribirlo.
– ¿Por qué, por Dios? Lo estás haciendo bien.
– No, no lo hago bien -dijo Dave-. No puedo escribir las partes relacionadas con las personas. Aunque mi trabajo en el Capitolio me diera tiempo para viajar e investigar, lo cual no ocurrirá, yo no podría escribir esa parte.
– La parte del ruso, Belyayev, es sensacional.
– Oí todas esas pamplinas cuando estuve en Rusia por lo del programa Apollo-Soyuz -dijo Dave-. Las partes más recientes tienen diez años. Lo más crucial del libro será averiguar qué buscan los cuatro norteamericanos. Y no quiero esas chorradas del Reader's Digest: «El teniente coronel Brick Masterson se ha retirado de la NASA para realizar una carrera de éxito que combina la distribución de cerveza Austin con la participación en una empresa de espectáculos de luchadoras lesbianas que pelean en el lodo.» No, Richard, quiero saber qué sienten estos sujetos. Quiero saber cosas que no les cuentan a las esposas en medio de la noche, cuando no pueden dormir. Quiero saber qué los impulsa desde la médula. No me importa que esos ex pilotos no sepan expresarse. Espero que llegues allí con tu pequeño rectoscopio epistemológico… demonios, eso ha estado bien… no estoy tan borracho si puedo decir esto, ¿eh? Quiero que llegues allí y averigües qué necesitamos saber sobre nosotros mismos. ¿De acuerdo?
– No creo… -dijo Baedecker.
– Cállate, por favor. Piensa en ello. Dame tu respuesta cuando haya nacido mi hijo. Regresaremos a Salem y Lonerock pocas semanas después del parto. Tómate tiempo hasta entonces. Es una orden, Baedecker.
– Sí, señor.
– Cielos -dijo Dave-. Arrollaste a esa pobre serpiente y ni siquiera era una cascabel.
Tendido en el sofá del estudio de Dave, Baedecker observa los rectángulos de luz que se desplazan por los estantes -las luces de los coches que pasan- y piensa. Recuerda el comentario de Dave -«Fue uno de los momentos más felices de mi vida»- y trata de evocar un momento similar. Los recuerdos se le agolpan en la mente -la infancia, Joan en los primeros años, la noche en que nació Scott- pero, aunque todos son importantes y satisfactorios, cada uno es rechazado. Luego recuerda un acontecimiento simple que ha llevado consigo con los años como una instantánea ajada, para mirarla en momentos de soledad y desconcierto.
Fue un episodio menor. Unos minutos. Volaba del Cabo a Houston durante los últimos meses de entrenamiento. Estaba solo en su T-38 -al igual que Dave una semana atrás- cuando, impulsivamente, sobrevoló el complejo donde vivía. Baedecker recuerda que su esposa y su hijo de siete años salieron en ese instante, la claridad con que los vio desde una altitud de doscientos metros a setecientos kilómetros por hora. Recuerda la luz del sol bailando sobre el plexiglás mientras hacía girar el T-38 en una pirueta triunfal, y luego otra, celebrando el cielo, el día, la misión inminente, su amor por las dos pequeñas figuras que había visto.
En la casa alguien tose ruidosamente y Baedecker se despabila, condicionado por años de atención a los resuellos de su hijo durante la noche. Un rectángulo de luz blanca se desplaza por la oscura hilera de libros y él trata de relajarse.
Al fin se duerme. Y llega el sueño.
Es uno de esos dos o tres sueños que Baedecker no reconoce como tales. Es un recuerdo. Lo ha tenido durante muchos años. Cuando despierta, jadeando y aferrado a la cabecera, sabe de inmediato que ha sido el sueño. Sentado en la oscuridad del estudio de Dave, sintiendo el sudor que se le seca en el rostro y el cuerpo, sabe que el sueño -por primera vez- ha sido diferente.
Hasta ahora el sueño siempre había sido igual. Es agosto de 1962 y él despega de Whiting Field, cerca de Pensacola, Florida. Es un día sofocante y pegajoso, y Baedecker siente alivio cuando cierra la cabina del Starfighter F-104 y empieza a respirar oxígeno fresco. No se trata de un vuelo de prueba. Todo está probado en este F-104; el avión de aleación de cromo es equipo sólido, debe reunirse con un escuadrón de la Fuerza Aérea en la base Homestead, al sur de Miami. Baedecker ha pasado dos semanas conduciéndolo por el país en «visitas de cortesía interfuerzas», su primera tarea política para la NASA, llevando de paseo a personajes de la Armada y el Ejército que sienten curiosidad por el nuevo avión de combate. Un almirante retirado de Pensacola -una mole demasiado gorda para el traje de vuelo e incluso para el asiento trasero- palmeó a Baedecker en la espalda después del paseo y proclamó: «¡Una máquina volante de primera!» Como la mayoría de los pilotos que han volado en el F-104, Baedecker no está de acuerdo. La nave es impresionante por su potencia y su fuerza bruta -se usó en Edwards como máquina de entrenamiento para el X-15, que Baedecker ha pilotado por primera vez este verano- pero no es una máquina volante de primera; es un motor con un asiento eyector (en este caso dos) y dos alas chatas que ofrecen tanta superficie de sustentación como las aletas de una flecha.
Sentado en la cabina en este tórrido día de agosto, Baedecker se alegra de haber terminado la gira; tiene un vuelo en solitario de diez minutos hasta Homestead, y luego regresará a California en un transporte C-130. No envidia a los pilotos de la Fuerza Aérea que pilotarán el F-104 todos los días.
Las vaharadas de calor distorsionan la pista y la hilera de mangles. Baedecker avanza hasta su posición, llama a la torre para pedir autorización y clava los frenos mientras lleva el motor a plena potencia. Siente que todo es satisfactorio aun antes de que los paneles registren las lecturas apropiadas. La máquina tironea de su correa mecánica como un purasangre mordiendo el freno en la puerta de salida.
Baedecker llama de nuevo a la torre y suelta los frenos. La máquina brinca hacia delante, arrojándolo contra el asiento mientras el centro de la pista se vuelve borroso bajo el morro del avión. Aun así, el monstruo recorre demasiada pista hasta alcanzar velocidad de rotación. Baedecker alza el morro hacia una línea invisible situada veinte grados por encima de la arboleda que se abalanza hacia él, siente que el avión se desprende del suelo, alza la palanca y enciende el posquemador. Luego todo ocurre simultáneamente. La potencia desciende al diez por ciento de lo necesario, el tablero se pone rojo, Baedecker comprende que los rebordes que rodean el posquemador se han abierto y que el combustible se derrama en una estela llameante. La chicharra suelta alaridos de pánico. Baedecker baja instintivamente el morro, tira de la palanca en el mismo instante en que las primeras ramas se quiebran bajo el vientre del moribundo F-104. Baedecker se arquea en posición fetal, tira de la argolla, ve el dosel de plexiglás volando en un silencioso acto de levitación y espera una eternidad de 1,75 segundos hasta que la carga del asiento eyector se dispara y él sigue al dosel, pero demasiado tarde: el avión choca contra ramas gruesas, tala troncos de pinos, la sección de cola se estrella contra la base del asiento eyector; no es un impacto directo, sino un bofetón que lo hace girar. Baedecker queda cabeza abajo, el paracaídas de resorte se abre hacia el follaje que está a quince metros. Baedecker, con ambos tobillos rotos por el impacto, siente vibrar la cabeza. Luego se abre el paracaídas principal, los pies de Baedecker se elevan al cielo como los de un niño que sube demasiado en el columpio, el brusco tirón le rompe el hombro izquierdo, luego, tras un viraje en redondo, el hombro derecho; el paracaídas principal lo roza, un paraguas invertido color naranja que trata de cerrarse en sí mismo, que quizá se cierre y lo suelte en las llamas y la catástrofe, pero que finalmente vira un arco entero. Los pies rotos de Baedecker rozan las ramas superiores y las flores de combustible en llamas, sus pulmones respiran vapor y calor. Y luego, durante dos segundos interminables, cuelga bajo el dosel de seda según los designios de Dios y del hombre, deslizándose como un turista en un ala delta arrastrada por una lancha, sólo que abajo no hay agua, sino tocones y ramas destrozadas, diez mil estacas punji creadas en tres segundos por el violento impacto del avión, y llamas por doquier, llamas que se elevan en derredor, lenguas afiladas que le lamen el traje y las correas y los pies inmovilizados, y en dos segundos más aterrizará en esa confusión de estacas afiladas y fuego voraz, aterrizará sobre esos tobillos rotos, astillándose los huesos, el cuerpo y el paracaídas, chisporroteando en el incendio, asándose la piel como una mantis hirviente cuyo caparazón revienta en las llamas.
Y Baedecker despierta.
Despierta -como de costumbre- buscando correas de paracaídas y hallando una cabecera y una pared. Despierta -como de costumbre- silencioso y sudado y recordando cada detalle de lo que no había podido recordar en las dolorosas horas de conciencia después del accidente, o en las diez semanas de dolor mesurado y lenta recuperación en los hospitales, ni siquiera en los tres años que siguieron a ese día de agosto hasta la primera noche en que tuvo el sueño y despertó, igual que ahora, tanteando y sudando y recordando lo que no se podía recordar.
Pero esta vez el sueño ha sido diferente. Baedecker se sienta, apoya la cabeza en las trémulas manos y trata de hallar la diferencia.
Y la halla.
El tablero está rojo, la chicharra chilla, el avión se precipita de panza hacia los árboles. Baedecker no puede detenerlo, la tierra lo arrastra. Pero mueve la palanca, tira de la argolla, sabiendo que no hay tiempo, viendo las ramas astilladas que echan a volar con la cubierta de plexiglás, pero luego -en cámara lenta- el asiento eyector se eleva de ese ataúd de fuselaje desintegrado, se eleva despacio como un ascensor Victoriano, y cuando su cabeza con casco pasa ante el espejo de deflexión instalado encima de los instrumentos, Baedecker se ve por un segundo, visor reflejando espejo reflejando visor, y al elevarse más ve lo que ha olvidado, ve aquello en lo cual no pensó en ese instante crítico -algo que desde luego siempre había sabido, nunca había olvidado de veras, que sólo había abandonado por instinto de supervivencia-, ve a Scott en el asiento trasero; Scott que hoy viaja con él y aún confía en él. Scott, de siete años, con su corte a cepillo y su camiseta de Cabo Cañaveral, y los ojos en el espejo, aún confiando, esperando a que el padre haga algo pero sin temor todavía, sólo confianza, y luego Baedecker está arriba y afuera y a salvo -¡aún en medio del dolor!- y gritando el nombre de Scott mientras se desliza despacio hacia las voraces olas de fuego.
Baedecker se pone de pie y va hacia la ventana. Apoya las mejillas y la frente contra la frescura del vidrio mojado por la lluvia y se sorprende al verse las mejillas empapadas en lágrimas.
En las profundas horas de la mañana, Baedecker apoya la cara en el vidrio frío y sabe exactamente por qué murió Dave.
Baedecker sale antes del alba para llegar a Tacoma a las siete y media. Algunos integrantes de la Junta de Accidentes no se alegran de estar allí, pero a las ocho y cuarto, Baedecker está sentado y escuchándolos, habla brevemente cuando han terminado, y a las nueve enfila hacia el sur y luego el este, entrando en Oregon por encima de los Dalles. Es un día gris y ventoso con olor a nieve, y aunque escruta los cerros del norte buscando el monumento de Stonehenge no ve nada.
Poco después de la una de la tarde, Baedecker mira Lonerock desde un cerro situado al oeste del pueblo. Hay retazos de nieve en la cuesta empinada; mantiene la segunda en el Toyota alquilado. El pueblo parece más vacío que de costumbre mientras Baedecker atraviesa la corta calle Mayor. La escuela de Callahan tiene las ventanas tapadas con gruesas cortinas, y la nieve de las calles laterales está intacta. Baedecker aparca frente a la cerca y entra en la casa con las llaves que Diane le prestó dos días antes. Las habitaciones están ordenadas, aún huelen ligeramente al jamón que ambos cocinaron después del funeral. Baedecker entra en el pequeño estudio del fondo de la casa, recoge el fajo de manuscritos y notas, los guarda en una caja que contenía sobres, los lleva al coche.
Baedecker camina hasta la escuela. Nadie responde cuando golpea ni cuando llama por el tubo. Retrocede para mirar el campanario, pero las ventanas son losas grises que reflejan las nubes bajas. El jardín aún contiene crujientes tallos de maíz y un espantapájaros en descomposición vestido de esmoquin.
Conduce hasta el rancho de Kink Weltner. Ha aparcado el Toyota, y cuando está a punto de subir a la casa ve el Huey amarrado en el campo, más allá del granero. Por alguna razón, la presencia del helicóptero lo conmueve; había olvidado que Dave lo había traído a Lonerock. Baedecker camina hasta el helicóptero, acaricia los cables tensos, atisba dentro de la cabina. El parabrisas está escarchado, pero puede ver el casco de la Guardia Nacional Aérea apoyado contra el respaldo del asiento.
– Hola, Dick.
Baedecker se vuelve y ve que Kink Weltner se acerca. A pesar del frío, Kink sólo lleva un traje oscuro con la manga izquierda pulcramente recogida.
– Hola, Kink. ¿Adonde vas tan bien vestido?
– Pasaré unos días en Las Vegas para olvidar esta sensación de encierro -dice Kink-. El tiempo se pone insoportable.
– Lamento que no hayamos podido hablar después del entierro -dice Baedecker-. Quería preguntarte algunas cosas.
Kink se suena la nariz con un pañuelo rojo y se lo guarda en el bolsillo de la pechera del traje.
– Sí. Bien, yo tenía que terminar varias tareas. Demonios, lamento que le haya pasado esto a Dave.
– Yo también -dice Baedecker. Toca el flanco del fuselaje-. Me sorprende que esto todavía esté aquí.
Kink asiente con la cabeza.
– Sí, los he llamado dos veces. He hablado con Chico en las dos ocasiones, porque nadie quiere hacerse responsable de una máquina que presuntamente no existe. Supongo que están esperando un momento de buen tiempo. No sé si nadie quiere conducir hasta aquí o si nadie se anima a pilotarlo sobre las montañas. Tiene combustible y está listo para despegar. Lo llevaría yo mismo, pero es difícil conducir un Huey con un solo brazo.
– Yo nunca lo he dominado con dos brazos -dice Baedecker-. Kink, tú hablaste con Dave cuando vino aquí, ¿verdad?
– Sólo lo saludé. Me sorprendió verlo después de Navidad. Sabía que él y Diane iban a venir después del nacimiento del niño, pero no lo esperaba antes.
– ¿Lo viste de nuevo antes de su partida?
– No, el tiempo ya estaba encapotado cuando él aterrizó, y dijo que tenía el Cherokee en la casa. Dijo que regresaría en un par de semanas para llevarse el Huey si nadie se lo llevaba antes.
– ¿No te explico por qué había venido a Lonerock?
Kink sacude la cabeza y de pronto se detiene como si hubiera recordado algo.
– Le pregunté cómo había pasado la Navidad y me contestó que bien, pero que había olvidado aquí algunos regalos. No tenía sentido, pues por lo que sé no habían vuelto aquí desde que tú estuviste con ellos, antes de Halloween.
– Gracias, Kink -dice Baedecker mientras caminan hacia la casa-. ¿Puedo usar tu teléfono?
– Claro, pero cierra la puerta al salir. No te molestes en echar la llave -dice Kink mientras trepa a su camioneta-. Nos vemos, Dick.
– Hasta pronto, Kink. -Baedecker entra en la casa y trata de llamar a Diane. No hay respuesta. La luz de la tarde parece un anochecer, como si en el universo no quedara energía.
Baedecker regresa a Lonerock, pasa frente a la casa cerrada y vira hacia la escuela. Ve que las cortinas aún están echadas, vira en redondo y enfila hacia la calle Mayor cuando la delgada figura con su aureola de pelo blanco sale por detrás de un edificio. Baedecker frena, baja del coche y corre cuesta arriba, pensando que con su abrigo largo y oscuro la señora Callahan se parece al espantapájaros del jardín escarchado.
– Señor Baedecker -dice ella, cogiéndole la mano-. Estaba preparando mi automóvil para el viaje. He decidido ir hasta la costa y pasar unas semanas con la hija de la hermana de mi difunto esposo.
– Me alegra haberla alcanzado -dice Baedecker.
– ¿No es terrible lo de David? -comenta ella, tensando las manos de emoción.
– Sí, lo es -contesta Baedecker, y ve a Sable, la perra labrador, que se acerca dando brincos.
Y luego aparecen ellos, cuatro en total. Apenas pueden caminar. Baedecker se arrodilla, acariciándolos, frotándoles las orejas, ni siquiera necesita las palabras de la anciana para confirmar lo que sabe.
– Qué triste -dice la señora Callahan-. Y David que había venido de tan lejos para escoger el adecuado para su hijito.
Baedecker llama desde Condon. Diane responde al tercer timbrazo.
– Lamento no haber estado para el desayuno esta mañana -se excusa-. Decidí hablar con Bill y el resto y obtener un informe preliminar.
– Cuéntame -dice Diane.
Baedecker titubea un segundo.
– Podemos hablar esta noche cuando tengamos más tiempo, Diane. Odio hablar de esto por teléfono.
– Por favor, Richard. Quiero saber ahora lo más importante. -La voz es suave pero firme.
– De acuerdo -dice Baedecker-. Primero, el motor de estribor estaba apagado tal como pensaban, pero están seguros de que Dave lo puso en marcha segundos antes de la colisión. El problema hidráulico fue producto de la tensión, un fallo estructural, nadie pudo preverlo, pero incluso eso parece haberse estabilizado en un treinta por ciento de combustible auxiliar. No sé si el tren de aterrizaje hubiera bajado, pero Dave planeaba encararlo cuando llegara el momento.
»Segundo, Dave no veía nada. Dijo en la cinta que podía ver luces cuando salió de las nubes a dos mil metros, pero eso fue durante dos segundos. El risco donde se estrelló estaba en medio de una tormenta, con lluvia densa y visibilidad cero en unos diez kilómetros.
»Tercero, y esto es lo importante, el controlador del Centro Portland que se encargaba de la emergencia le dijo a Dave que los riscos de la zona tenían una altura de hasta mil quinientos metros. El risco con el que chocó tenía mil setecientos, y llegaba hasta el monte St. Helens. Apostaría cualquier cosa a que Dave se impuso mil seiscientos metros como altura mínima… tal vez un poco más. Lo cierto es que había dominado la situación: controlaba el problema hidráulico, se había liberado del hielo, había encendido el motor y estaba a menos de cuatro minutos de Portland. Hacía todo lo posible, Diane, y lo habría logrado de no ser por ese risco.
Baedecker hace una pausa, viendo, no, sintiendo esos últimos segundos: luchar con esa palanca clavada en una caja de roca, forcejear con los pedales, sin tiempo para mirar por la cabina empapada de lluvia, observar esa esfera saltarina, chequear el indicador de velocidad del aire y el altímetro, regular aguardando el instante apropiado para arrancar de nuevo el motor. Y entretanto, en medio del ruido y la tormenta, escuchar los ruiditos del asiento trasero.
Baedecker sabe que Dave no era tonto y habría sido el primero en burlarse ante la sugerencia sentimental de que un piloto se quedaría dos segundos de más en un avión moribundo a causa de un perro, pero Baedecker recuerda el tono de Dave tres meses antes, diciendo: «Fue uno de los momentos más felices de mi vida», y en ese tono oye la posibilidad de una pausa de un par de segundos en un momento que no concede ninguna pausa, ve ese detalle final sumado a la determinación de un piloto de pruebas de hacer todo lo posible por salvar el avión.
– …agradezco lo que has hecho, Richard -dice Diane-. En realidad nunca lo puse en duda, pero había muchas preguntas que no podía contestar.
– Diane -dice Baedecker-, sé por qué Dave vino a Lonerock. Quería haceros un regalo especial a ti y al bebé. -Baedecker hace una pausa-. No estaba… eh… no estaba listo cuando él vino aquí -miente-. Pero yo lo llevaré esta noche, si te parece bien. -Baedecker mira hacia el Toyota donde el cachorro raspa la caja en el asiento trasero, junto a la caja que contiene el manuscrito de Dave.
– Sí -dice Diane, aspirando aire-. Richard, tú sabes que la ecografía indicaba que tendríamos un varón.
– Dave me lo contó.
– ¿Te habló de los nombres que habíamos pensado?
– No -dice Baedecker-, no creo.
– Ambos conveníamos en que Richard es bonito -dice Diane-. Especialmente si tú piensas lo mismo.
– Sí -contesta Baedecker-. Yo pienso lo mismo.
Baedecker enfila hacia el sur por la carretera 218, dejando atrás Mayville y Fossil, cruzando el río John Day más allá de Clarno. El ancho camino de grava del rancho ashram sale de la carretera asfaltada. Baedecker conduce por ella cinco kilómetros, pensando en Scott. Recuerda el regreso a Houston el verano del Watergate, hace tanto tiempo: quería hablar más con su hijo pero no atinaba a hacerlo, presintiendo que a pesar de todo Scott también quería hablar, cambiar las cosas.
La carretera está bloqueada en un punto donde se estrecha entre dos zanjas profundas. Cierra el paso una limusina azul aparcada diagonalmente. A la izquierda hay una pequeña garita con techo inclinado, paredes marrones y una sola ventana, a Baedecker le recuerda las paradas de autobuses cubiertas que hay al borde del camino en Oregon. Se detiene y baja del Toyota. El cachorro duerme en el asiento trasero.
– Sí, señor. ¿En qué podemos servirle? -pregunta uno de los tres hombres que salen de la garita.
– Me gustaría pasar -dice Baedecker.
– Lo lamento, señor, nadie puede cruzar este punto -explica el hombre. Dos de ellos son corpulentos y barbudos; el que habla es el más fornido, mide uno noventa. Tiene poco más de treinta años y lleva una camisa roja bajo el chaleco. Del chaleco cuelga un medallón con una fotografía del gurú.
– Este es el camino del ashram, ¿verdad? -pregunta Baedecker.
– Sí, pero está cerrado -dice el segundo hombre. Lleva una camisa a cuadros oscura con una placa barata del servicio de seguridad.
– ¿El ashram está cerrado?
– El camino está cerrado -dice el grandote, cambiando de tono. No había más «señor»-. Haga girar ese vehículo.
– Estoy aquí para ver a mi hijo. Ayer hablé por teléfono con él. Ha estado enfermo, y quiero verlo y charlar. Dejaré mi coche aquí si usted quiere llevarme.
El grandote sacude la cabeza y avanza tres pasos con aire prepotente. Baedecker sabe que no lo dejarán pasar. Nunca ha visto a este sujeto, pero lo conoce bien; ha visto a sus congéneres en bares, de San Diego a Yakarta. Ha conocido a muchos tíos parecidos entre los marines. Durante un tiempo, cuando era joven, Baedecker había pensado en ser como él.
Baedecker mira al tercer hombre: poco más que un muchacho, delgado y picado de viruela. Sólo lleva una camisa roja de algodón y tirita en la fría brisa del norte.
– No -dice el grandote, acercándose amenazadoramente-. Dé la vuelta, papá.
– Me gustaría ver a mi hijo -insiste Baedecker-. Si tiene un teléfono ahí, llamemos a alguien.
Baedecker trata de sortearlo, pero el grandote lo detiene con tres dedos, golpeándole el pecho con fuerza.
– He dicho que dé la vuelta. Retroceda hasta ese punto mas ancho y dé la vuelta.
Baedecker siente una sensación aguda, fría y familiar, pero se detiene y retrocede dos pasos. El grandote es puro hombros, pecho y brazos, un cuello taurino bajo una barba hirsuta, pero el vientre es grande y blando, incluso bajo el chaleco. Baedecker se mira su propio estómago y sacude la cabeza.
– Probemos de nuevo -dice Baedecker-. Este camino todavía pertenece al condado. Pregunté en Condon. Si usted tiene teléfono o radio, hablemos con alguien que sepa pensar y tomar decisiones adultas. De lo contrario, lléveme hasta el ashram y hallaremos a alguien.
– Ah-ah -dice el grandote, mostrando los dientes. El hombre de barba se acerca a su amigo mientras el más joven retrocede hacia la puerta de la garita-. Muévase, papá -dice el grandote. Los tres dedos golpean de nuevo el pecho de Baedecker. Baedecker retrocede otro paso.
El hombre muestra más dientes, complacido con la retirada de Baedecker, avanza de nuevo y prepara la palma para darle un buen empellón. Baedecker sigue el movimiento, coge el brazo tendido, lo hace girar hacia atrás y hacia arriba, no tan violentamente como para romper los huesos pero con rapidez suficiente para provocar desgarrones internos. El grandote grita y forcejea, Baedecker sigue sus movimientos observando al segundo hombre, tira hacia arriba sólo con la mano derecha, apoyándose en el grandote mientras lo aplasta de bruces contra el capó del Toyota.
El hombre de la placa suelta un grito mientras avanza, ambos brazos tendidos como un luchador. Baedecker le pega tres veces con la mano izquierda, los dos primeros golpes rápidos e inútiles, el tercero sólido y satisfactorio, en plena garganta. El hombre recula con ambas manos en el cuello, las botas de cowboy se le atascan en la grava del borde del camino, se desploma en la zanja.
El grandote todavía resopla y se desliza por el capó, pateando y tratando de recobrar el brazo. Baedecker se desliza con él, preparado para usar ambas manos, cuando ve que el joven sale de la garita con una escopeta calibre 12.
Hay tres metros entre Baedecker y el joven. El chico sostiene el arma a baja altura, casi como el pequeño Scott cuando aferraba la raqueta de tenis, antes de que Baedecker le enseñara. Baedecker no le vio meter la primera bala en la recámara, y presiente que nadie lo ha hecho antes de que el chico saliera de la garita. Baedecker titubea un segundo, pero la furia fría y afilada que sentía un segundo antes es ahora reemplazada por la caliente cólera contra sí mismo. Hace girar al grandote y lo lanza contra el joven de tal modo que el grandote cae hacia delante, olvida que el brazo derecho ya no detendrá su caída, y cae de bruces en la grava y el lodo, a los pies del joven de la escopeta.
El chico grita algo, agita la escopeta como una varita mágica, pero Baedecker lo ignora, sube al Toyota, retrocede por el camino de grava, vira en redondo y regresa por donde ha venido.
Baedecker había escuchado la cinta a solas, en una pequeña habitación de la base McChord de la Fuerza Aérea. No decía mucho. La voz del joven controlador era profesionalmente nítida, pero se le notaba el filo del miedo bajo la superficie. La voz de Dave empleaba el tono que Baedecker consideraba su voz de vuelo: parsimoniosa, con el marcado acento de su infancia en Oklahoma.
Seis minutos antes de la colisión. El controlador: Afirmativo, Delta Águila dos-siete-nueve, apagón de motor. ¿Desea declarar una emergencia? Cambio.
Dave: Negativo, Centro Portland. Regreso y lo pensaremos un poco antes de embrollar todos los horarios de las aerolíneas. Cambio.
Dos minutos antes de la colisión. Controlador: Enterado, autorización para pista tres-siete, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Tiene usted confirmación de que el tren de aterrizaje esta operativo? Cambio.
Dave: Negativo, Centro Portland. No tengo luz verde sobre eso, pero tampoco luz roja. Cambio.
Controlador: Enterado, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuenta con un procedimiento en caso de que el tren esté atascado y no descienda? Cambio.
Dave: Afirmativo, Centro Portland.
Controlador: Muy bien, Delta Águila dos-siete-nueve. ¿Cuál es el procedimiento? Cambio.
Dave: El procedimiento es el siguiente, Portland: coge tus calcetines. Cambio.
Controlador: Repita, por favor, Delta Águila dos-siete-nueve. No captamos eso. Cambio.
Dave: Negativo, Portland. Ahora estoy ocupado. Cambio.
Controlador: Enterado, Delta Águila. Por favor… tenga en cuenta que su lectura actual de altitud es dos-dos-uno-cero y que en su trayectoria hay riscos de hasta mil quinientos metros. Repito, riscos hasta uno-cinco-doble cero. Cambio.
Dave: Enterado. Bajo a dos mil metros. Recibido riscos adelante hasta uno-cinco-doble cero. Gracias, Portland.
Dieciséis segundos antes de la colisión. Dave: Saliendo de las nubes a mil setecientos metros, Portland. Veo luces a la derecha. Bien, ahora…
Luego nada.
Baedecker escuchó la cinta tres veces y en la tercera oyó el «Bien, ahora» de otro modo. La voz parsimoniosa era de triunfo. Algo había empezado a andar bien para Dave en los últimos segundos.
A Baedecker la grabación le recordó otra ocasión, otro vuelo. Pensó en la fecha del viejo periódico en la mañana del entierro de Dave: 21 de octubre de 1971. Quizá. Ese vuelo había sido a fines de octubre, poco antes de la misión.
Volaban a Houston desde el Cabo en un T-38, Baedecker en el asiento delantero. Estaban sobre el golfo de México, pero el único mar que veían era el mar de nubes mil metros debajo de ellos, un resplandor lechoso en todo el horizonte a la luz de una luna en cuarto creciente. Habían volado en silencio durante un rato cuando Dave dijo por el interfono:
– Iremos allá arriba en un par de meses, amigo.
– Siempre que logres hacer la secuencia Pings en el simulador la próxima vez -dijo Baedecker.
– Iremos -dijo Dave-. Las cosas nunca serán iguales.
– ¿Por qué no? -preguntó Baedecker, mirando hacia arriba. La luz se descomponía en el prisma de plexiglás, distorsionando la forma de la luna.
– Porque nosotros no seremos iguales, Richard -contestó Dave lentamente-. La gente que pisa suelo sagrado sale cambiada, amigo mío.
– ¿Suelo sagrado? ¿De qué demonios hablas?
– Confía en mí -dijo Dave.
Baedecker había callado un minuto, dejándose envolver por la pulsación pareja de los motores y el flujo de oxígeno.
– Confío en ti -dijo al fin.
– Bien -asintió Dave-. Pásame los mandos, por favor.
– Los tienes.
Dave lanzó el T-38 en un ascenso abrupto, acelerando al subir, hasta que Baedecker quedó tendido de espaldas mirando la luna mientras escalaban el cielo. La región de las colinas Marius quedaría perfectamente iluminada en el amanecer lunar. Dave mantuvo el ascenso hasta que el tenso avión alcanzó más de quince kilómetros de altura -dos mil metros más de su techo oficial- y luego, en vez de volver al nivel horizontal, maniobró para ponerlo vertical, incapaz de ganar más altitud pero negándose a caer, el T-38 quedó suspendido del morro entre el espacio y el mar de nubes que rodaba 15.000 metros más abajo, la gravedad no desafiada pero anulada, todas las fuerzas del universo equilibradas y armonizadas. No podía durar. Un instante antes de que el avión entrara en barrena, Dave maniobró con el timón izquierdo y el aparato corcoveó como un animal al que le tiran de la rienda, y luego se lanzaron en un descenso de setenta kilómetros que terminaría en Houston y en casa.
Baedecker llega a Lonerock media hora antes del poniente, pero el día gris ya no tiene luz. Conduce hasta el rancho de Kink, aparca el Toyota y lleva el cachorro a la casa. Le da leche, pone la caja junto a la estufa aún tibia de la cocina y se cerciora de que la casa tenga calor suficiente para el perro hasta que él regrese.
Afuera, Baedecker arranca los cables, saca la tabla de control de la cabina y realiza una inspección externa del Huey mientras un viento frío sopla del norte. Tarda el triple que cuando lo hacía con Dave, y cuando está de rodillas, tratando de hallar la válvula de combustible, la mano le palpita de frío y de dolor. Tiene tres dedos hinchados. Baedecker se sienta en el suelo escarchado y se pregunta si se habrá roto un dedo. Recuerda que en una ocasión, cuando tenía doce años, regresó al apartamento de la calle Kildare después de una riña en la escuela. Su padre le miró la mano magullada, sacudió la cabeza y dijo simplemente: «Si es absolutamente necesario que pelees, y si insistes en golpear a alguien en la cara, no lo hagas con la mano vacía.»
Al concluir con los chequeos externos, Baedecker se dispone a entrar por la portezuela izquierda, se detiene y se dirige al lado derecho. Se apoya en el patín, aferra el asiento y trepa al interior. Hace frío dentro del helicóptero. La máquina tiene calefacción y descongelantes, pero no puede derrochar batería en ellos antes de que arranque el motor. Si arranca.
Baedecker se sujeta, libera la traba inercial para inclinarse hacia adelante y chequea la consola y los interruptores. Cuando ha terminado, se reclina y su cabeza choca contra el casco de vuelo que está encima de la ménsula. Se pone el casco, ajustando los auriculares. No tiene intención de usar la radio, pero los auriculares le entibian los oídos.
Baedecker se reclina en el asiento, mueve la palanca de control cíclico entre las piernas, aferra la palanca de control colectivo con la mano izquierda. No logra cerrar la mano sobre ella, pero decide que así la podrá manejar. Practica el uso del índice y el pulgar para controlar la regulación.
Suelta un suspiro. Hace más de tres años que no maneja una aeronave de motor y se alegra de que la telemetría no esté enviando su ritmo cardíaco a un equipo médico; los doctores diagnosticarían taquicardia con un solo vistazo a los monitores. Baedecker abre el regulador con la mano izquierda y aprieta el interruptor con el dedo bueno. Se oye un gemido fuerte, la turbina despierta con un siseo, como cuando se enciende el piloto de un enorme termo, y el medidor de temperatura del gas de escape salta al rojo mientras los rotores comienzan a girar. A los cinco segundos la turbina zumba de manera uniforme, los rotores son un borrón, una presión suave desde arriba.
– Bien, de acuerdo -le dice Baedecker al micrófono muerto-. ¿Ahora qué? -Enciende la calefacción y el descongelante, espera treinta segundos a que se despeje el parabrisas, apenas mueve la palanca de control colectivo. Ese ligero tirón -Baedecker recuerda el quisquilloso freno del viejo Volvo de Joan- incrementa el ángulo de inclinación elevando al Huey dos metros sobre los patines.
Un revoloteo no estaría mal, piensa Baedecker. Acelera para compensar el ángulo, y su mano izquierda protesta de dolor cuando le pide que haga dos cosas al mismo tiempo. Afloja a los tres metros, planeando sostener el Huey allí por un minuto, el parabrisas al nivel de la puerta del piso alto del granero de Kink, que está a quince metros. De inmediato la fuerza de torsión intenta impulsar la máquina en sentido contrario a las agujas del reloj sobre el eje. Baedecker aprieta el pedal derecho, compensa en exceso y el rotor de cola impulsa el Huey en dirección opuesta. Lleva la rotación a un ángulo de detención de 180 grados, donde empezó, pero entretanto el ángulo de inclinación reducido hace bajar y subir la nave. Baedecker empuja demasiado la palanca cíclica, nivelando a unas pulgadas del suelo para brincar varios metros cuando los controles responden.
Baedecker lo deja bajar a tres metros, mientras maniobra febrilmente con el regulador, la palanca, el control de inclinación y los pedales en un esfuerzo para lograr un mero revoloteo. Cuando cree que lo ha logrado, mira a la izquierda y nota que se desliza despacio, como si estuviera sobre rieles de vidrio, sin fricción, a tres metros del frío suelo directamente hacia el granero de Kink.
Patea el pedal para hacer girar la pesada máquina en una vuelta brusca, mueve la palanca hacia adelante y hacia atrás, y el Huey se desploma en un aterrizaje rechinante y torpe, botando dos veces antes de asentarse con un crujido sobre los patines, en el centro del patio.
Baedecker se pasa el dorso de la mano por la frente. El sudor le empapa el cuello y las orejas. Suelta la palanca y el control colectivo y se reclina. El arnés se mueve con él, reteniéndolo. Los rotores continúan girando.
– Bien, amigo -murmura Baedecker-, no me vendría mal una mano.
«Trata de contener el aliento, zopenco.» Es la voz de Dave por el interfono inactivo, a través de los silenciosos auriculares de Baedecker. Es la voz de Dave en su mente.
Baedecker se relaja, exhala una larga bocanada de aire, no inhala, deja que su mente vagabundee mientras su cuerpo recuerda esas horas de instrucción diecisiete años atrás. Aún conteniendo el aliento, alza la palanca de inclinación, tira de la palanca cíclica, ajusta la regulación y los pedales al elevarse, y revolotea sin esfuerzo a tres metros del suelo. Inhala con cuidado. Es un vuelo firme y grácil, tan simple como estar sentado en una lancha en un mar calmo. Baedecker hace girar el Huey, baja el morro para ganar velocidad, inicia un viraje largo y ascendente que lo llevará a Lonerock, a seiscientos metros.
Aún no está oscuro. En realidad es la primera vez que el sol asoma ese día por debajo de las nubes, pero Baedecker tantea la palanca colectiva buscando el interruptor y enciende y apaga varias veces la luz de aterrizaje. Abajo, el cubo oscuro de la cúpula de la escuela permanece en penumbra, Baedecker se estabiliza a ocho mil metros y apunta el morro del Huey con rumbo oeste-sudoeste.
A cien nudos, el viaje durará menos de quince minutos. El sol poniente le da en los ojos. Se calza el casco-visor, pero la vista es demasiado oscura, así que se lo echa hacia atrás y entorna los ojos. El monte Hood está aureolado por una corona de oro, las nubes irradian tonos rosados y amarillos como liberando los colores que absorbieron esa semana.
Baedecker desciende a cien metros al dejar atrás el río John Day. Sonríe. Casi oye la voz de Dave: «Esto se llama vuelo SLC, chico. Sigo Las Carreteras.» Casi pasa por alto la ruta de acceso del ashram porque está mirando un hato de vacas al sur, pero luego vira a la derecha en una cómoda maniobra, sintiendo que ahora la máquina trabaja con él y él con ella, mirando por la ventanilla las matas de salvia y los bancos de nieve y los pinos bajos que arrojan largas sombras sobre un cauce seco.
Sobrevuela el bloqueo caminero a 50 metros; ve salir a dos hombres y resiste el impulso de descender en vuelo rasante a 120 nudos con los patines a dos metros del suelo. No ha venido para eso.
Tres kilómetros después cruza una elevación, ve el ashram y comprende su error.
Es una condenada ciudad. El camino se transforma en asfalto a través del largo valle, cientos de tiendas permanentes se alinean a un lado, edificios y aparcamientos al otro. En la intersección de dos calles surge una gigantesca estructura, un verdadero ayuntamiento, y detrás de ella varias hileras de autobuses aparcados; una multitud de personas corretean por las calles. Baedecker sobrevuela por dos veces la arteria principal a más de treinta metros de altura, pero el ruido de los rotores sólo consigue atraer a más gente de los edificios y las tiendas. Las calles lodosas se convierten en un hormigueo de camisas rojas. Baedecker teme que le disparen en cualquier momento. Sostiene el Huey en un revoloteo indeciso sobre lo que podría ser el ayuntamiento, un edificio largo con techo permanente y suelo y paredes de lona, y piensa: «¿Y ahora qué?»
«Relájate.»
Baedecker se relaja. Hace rotar el helicóptero hacia el sol que se oculta detrás de los cerros. El repentino crepúsculo es más agradable que el día gris. Echando una ojeada al complejo de más de un kilómetro de largo, avista una colina de cima roma cerca de un edificio en construcción de madera en la esquina sudeste del pueblo. La colina y la estructura solitaria se encuentran alejadas de las principales arterias, separadas por varios cientos de metros del resto del laberinto.
Sobrevuela una vez e inicia un cuidadoso descenso. Se halla a diez metros de la cima de la colina cuando por el rabillo del ojo distingue una forma roja. Cinco personas han salido del edificio en construcción, pero Baedecker sólo tiene ojos para el que está delante. La figura aún se encuentra a sesenta metros, a la sombra del edificio, pero Baedecker sabe al instante que es Scott: más delgado que nunca, sin la barba que llevaba en la India, con el pelo más corto que nunca en los últimos diez años, pero Scott.
Aterriza ágilmente, y el Huey se asienta sobre los patines sin un quejido. Por un minuto, Baedecker tiene que concentrarse en la consola, dejando que los rotores giren en un susurro caliente pero asegurándose de que la máquina permanecerá en tierra unos minutos. Cuando mira hacia adelante, ve a cuatro de las figuras aún inmóviles en la penumbra, sólo Scott avanza deprisa colina arriba, trotando por la escarpada y pedregosa cuesta.
Baedecker abre la portezuela, deja el casco en el asiento y sale agachándose instintivamente bajo los rotores. En el linde de la colina permanece erguido un instante, los brazos en jarras. Luego, avanzando deprisa y con firmeza sobre ese terreno traicionero, desciende al encuentro de su hijo.