TERCERA PARTE – UNCOMPAHGRE

– ¿Todos preparados para escalar la montaña?

Richard Baedecker y los otros tres excursionistas dejaron de examinar mochilas y cinturones para mirar a Tom Gavin. Gavin era un hombre bajo, de apenas un metro sesenta, con cara larga, pelo negro cortado al cepillo y mirada penetrante. Cuando hablaba, aun para formular una simple pregunta, la voz le brotaba del cuerpo menudo, tensa como un cable.

Baedecker asintió y se inclinó para acomodarse el peso de la mochila. Intentó abrocharse el cinturón acolchado una vez más, pero no pudo. La anchura del estómago de Baedecker y la corta longitud del cinturón se combinaban para impedir que los dientes de metal mordieran el entramado.

– Demonios -masculló Baedecker, guardando el cinturón. Se las apañaría con las correas del hombro, aunque el peso de la mochila ya le empezaba a causar dolor en un nervio del cuello.

– ¿Deedee? -preguntó Gavin. El tono de voz le recordó a Baedecker los miles de chequeos que él y Gavin habían realizado durante las simulaciones.

– Sí, querido. -Deedee Gavin tenía cuarenta y cinco años, igual que el esposo, pero había entrado en ese limbo sin edad, típico de algunas mujeres, entre los veinticinco y los cincuenta. Era rubia y delgada, y aunque animosa, su voz y sus movimientos no revelaban esa tensión controlada que caracterizaban el comportamiento del esposo. Gavin siempre fruncía el ceño como si le preocupara algo o luchara internamente con un enigma. Deedee Gavin no daba indicios de tal inquietud o actividad intelectual. De las varias esposas de astronautas que Gavin había conocido, Deedee Gavin siempre le había parecido la menos adaptada. La ex esposa de Baedecker, Joan, había pronosticado el divorcio inminente de los Gavin casi veinte años antes, cuando ambas parejas se conocieron en la base Edwards de la Fuerza Aérea en la primavera de 1965.

– ¿Tommy? -preguntó Gavin.

Tom Gavin hijo desvió los ojos y movió la cabeza. Llevaba pantalones cortos de algodón raídos y una camiseta azul y blanca de la Cruzada Universitaria por Cristo. El muchacho medía uno sesenta y seguía creciendo. En ese momento la cólera parecía pesarle como una segunda mochila.

– ¿Dick?

– Sí -dijo Baedecker. En su mochila naranja llevaba una tienda, comida y agua, ropa y equipo impermeable, un calentador portátil y combustible, equipo para cocinar y botiquín de primeros auxilios, cuerda, linterna, insecticida, un saco de dormir Fiberfill y mantas, colchoneta de espuma y otros elementos de montaña. Por la mañana, en la balanza del baño de los Gavin, pesaba catorce kilos, pero Baedecker estaba seguro de que alguien había añadido subrepticiamente una gran colección de piedras. El nervio dolorido del cuello le vibraba como una cuerda de guitarra demasiado tensa. Baedecker se preguntaba qué ruido haría al partirse-. Preparado -dijo.

– ¿Señorita Brown?

Maggie dio un último tirón a la correa de su mochila y sonrió. Para Baedecker fue como si el sol hubiera asomado detrás de una nube, aunque el cielo de Colorado había estado despejado todo el día.

– Preparada. Llámame Maggie, Tom.

Se había cortado el pelo desde que Baedecker la vio en la India tres meses antes. Llevaba pantalones cortos de algodón y una fina camisa escocesa sobre un top verde. Tenía las piernas bronceadas y musculosas. Maggie llevaba la carga más ligera, ni siquiera una mochila dura, tan sólo una de esas mochilas de lona con un saco de dormir atado detrás. Maggie era la única que calzaba zapatillas deportivas, los demás llevaban botas de montaña. Parecía que en cualquier momento echaría a volar como un globo mientras los otros seguían trajinando como buzos en el fondo del mar.

– Bien -dijo Gavin-, en marcha. -Echó a andar vivazmente dejando atrás el coche aparcado.

Por encima del prado la carretera se transformaba en una senda que serpeaba entre pinos, abetos y álamos. Deedee se daba prisa para seguirle el ritmo al esposo. Maggie adoptó un paso tranquilo a cierta distancia. Baedecker se esforzaba para no quedar a la zaga, pero al cabo de trescientos metros de colina ya se tambaleaba y tenía la cara roja, y sus pulmones se esforzaban para hallar más oxígeno del que había en el aire a tres mil metros. El hijo de Tom se distanció aún más, arrojando piedras a un árbol o tallando algo en un álamo con su cuchillo.

– Vamos, mantengamos el paso -llamó Gavin desde el siguiente recodo-. Ni siquiera hemos llegado a la senda.

Baedecker asintió con la cabeza, demasiado agitado para hablar. Maggie se volvió y bajó hacia él. Baedecker se enjugó la cara, se acomodó la mochila contra la camisa sudada y se asombró de la insensatez de bajar una cuesta cuando tendrían que seguir subiendo.

– Hola -dijo Maggie.

– Hola -resolló Baedecker.

– No falta mucho para el campamento. El sol estará detrás del risco en cuarenta y cinco minutos. Además, esta noche nos interesa llegar a la parte baja del desfiladero, pues el terreno se vuelve muy empinado en tres kilómetros.

– ¿Cómo lo sabes?

Maggie sonrió y se caló un mechón de pelo detrás de la oreja. Baedecker recordaba bien ese gesto. Le alegraba ver que el pelo más corto no había eliminado la necesidad del ademán.

– He ojeado el mapa topográfico que Tom te enseñó anoche en Boulder -dijo.

– Oh -exclamó Baedecker. La repentina aparición de Maggie en casa de los Gavin lo había desconcertado tanto que no había prestado mucha atención al mapa. Se ajustó las correas del hombro y echó a andar cuesta arriba. De inmediato el corazón empezó a martillearle, y sus tensos pulmones no encontraban oxígeno.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Maggie.

– ¿A quién? -Baedecker se concentró en el movimiento de los pies. No recordaba haber pedido suelas de plomo al comprar esas botas la semana anterior, pero eso le habían dado.

– Él -dijo Maggie, cabeceando hacia atrás. El pequeño Tom miraba hacia atrás, las manos hundidas en los bolsillos de las caderas.

– Problemas con la novia -explicó Baedecker.

– Qué lástima -dijo Maggie-. ¿Le ha abandonado o qué?

Baedecker se detuvo de nuevo y aspiró varias bocanadas profundas. No parecía servir de mucho. Le retumbaban tambores en los oídos.

– No. Tom y Deedee decidieron que se estaba poniendo muy serio y cortaron la relación. Tommy no está autorizado para verla cuando regrese.

– ¿Muy serio?

– El sexo prenupcial asomando su fea cabezota -aclaró Baedecker.

Maggie miró a Tommy.

– Por todos los santos -dijo-. Debe de tener diecisiete años.

– Casi dieciocho -dijo Baedecker, poniéndose en marcha, tratando de recobrar el aliento, que no llegaba nunca-. Casi tu edad, Maggie.

Ella hizo una mueca.

– No, no, inténtalo de nuevo. Tengo veintiséis y lo sabes, Richard.

Baedecker cabeceó y trató de apurar el paso para que Maggie no se sintiera obligada a andar despacio.

– Oye -dijo ella-, ¿dónde está tu cinturón? Es una ayuda con esa mochila que llevas. No sientes todo el peso en el hombro.

– Roto -dijo Baedecker. Escrutó a través de la arboleda y vio a Tom y Deedee dos recodos por delante, avanzando deprisa.

– ¿Aún estás enfadado? -preguntó Maggie. La voz le había cambiado un poco, un registro más bajo. El sonido aceleró aún más la palpitaciones de Baedecker.

– ¿Enfadado por qué?

– Ya sabes. Por presentarme sin que me hubieran invitado. Por venir a pasar el fin de semana con tus amigos.

– Claro que no -dijo Baedecker-. Toda amiga de Scott es bienvenida.

– Eso ha quedado atrás -aclaró Maggie-. No he volado hasta aquí desde Boston sólo porque era amiga de tu hijo. Las clases ya han comenzado.

Baedecker asintió. Scott se habría licenciado ese año si no hubiera abandonado los estudios para ir a quedarse con ese gurú indio. Baedecker sabía que Maggie tenía cuatro años más que Scott. Después de graduarse en Wellesley pasó dos años en el Cuerpo de Paz y ahora terminaba sus estudios de sociología.

Salieron a un claro en una ancha curva y Baedecker se detuvo y fingió que apreciaba la vista del desfiladero y los picos circundantes.

– Me encantó la cara que pusiste cuando aparecí anoche -dijo Maggie-. Pensé que se te caería la dentadura.

– Mi dentadura no es postiza -dijo Baedecker. Se acomodó la mochila y ajustó una correa-. No toda, al menos.

Maggie se echó a reír. Se frotó el brazo tostado con los dedos frescos y empezó a andar por el sendero, se detuvo para llamarlo y echó a correr de nuevo. «Correr. Cuesta arriba.» Baedecker cerró los ojos un segundo.

– Vamos, Richard -llamó ella-. Apresurémonos. Así podremos acampar y cenar.

Baedecker abrió los ojos. El sol aureolaba a Maggie con su resplandor, dorándole el vello de los brazos.

– Continúa -dijo Baedecker-. Llegaré allí dentro de una semana.

Ella rió y corrió cuesta arriba, indiferente a la gravedad que pesaba tanto sobre Baedecker. Él la miró un minuto y continuó, andando a mejor paso, sintiendo que el peso de la espalda se le aligeraba mientras ascendía hacia la cúpula del cielo azul de Colorado.


Para Baedecker, lo mejor de la vida en St. Louis había sido dejarla.

Renunció a su puesto en la compañía aeroespacial donde había trabajado ocho años cuando su sensación de inutilidad quedó confirmada accidentalmente por el modo en que su jefe, Cole Prescott, le dejó ir con profundo y sincero pesar pero sin necesidad de un período intermedio para instruir a un sustituto. Baedecker vendió su casa a la empresa que la había construido, vendió la mayor parte de sus muebles, almacenó sus libros, papeles y el escritorio que Joan le había regalado al cumplir los cuarenta, se despidió con unas copas de sus pocos conocidos y amigos -la mayoría trabajaban para la compañía- y se marchó hacia el oeste una tarde tras haber desayunado en el restaurante Three Flags de St. Charles, en la otra margen del Missouri.

Había tardado menos de tres días en liquidar su vida en St. Louis.

Llegó a Kansas City en la hora punta. La marea de tráfico no lo molestó mientras se reclinaba en la tapicería de piel y escuchaba música clásica en la emisora FM del coche. Había planeado vender el Chrysler Le Barón y conseguir un automóvil más rápido y más pequeño -un Corvette o un Mazda RX-7-, esos vehículos de alto rendimiento que había conducido veinte años atrás cuando se preparaba para una misión o pilotaba aviones experimentales, pero en el último momento comprendió que sería un lugar común -el hombre maduro buscando la juventud perdida en un nuevo coche deportivo- y conservó el Le Barón. Ahora se relajaba disfrutando de la tapicería y el aire acondicionado y escuchando Música Acuática de Händel mientras dejaba atrás Kansas City y sus elevadores de granos y enfilaba hacia el sol que se ponía en el oeste y hacia las inmensas praderas.

Pasó la noche en Russell, Kansas, tras encontrar un motel barato lejos de la carretera interestatal. El letrero exterior decía TV CABLE – CAFÉ GRATIS. Las viejas cabañas no tenían aire acondicionado, pero eran limpias y tranquilas y estaban bajo grandes árboles que arrojaban charcos de sombra en el crepúsculo. Baedecker se duchó, se cambió la ropa y fue a caminar. Cenó en un banco del parque de la ciudad, compró dos perritos calientes y un café en un puesto situado detrás del campo de béisbol. En la mitad del segundo partido despuntó una luna naranja y pálida. Por costumbre, Baedecker miró hacia arriba tratando de hallar las colinas Marius en el Oceanus Procellarum del oeste, pero ese lugar estaba en sombras. La velada tenía un aire tristón de fin de temporada. Habían transcurrido cuatro días desde el Día del Trabajo, y a pesar de la última oleada de calor estival y del torneo de softbol, los niños regresaron a la escuela, se cerró la piscina de la ciudad y los maizales se volvían cada vez más amarillos y quebradizos con la cercanía de la cosecha.

Baedecker se marchó durante el segundo juego y regreso al motel. La televisión por «cable» consistía en un pequeño televisor en blanco y negro que ofrecía dos canales de Kansas City, WTBS de Atlanta, WGN de Chicago y tres canales fundamentalistas.

En el segundo de esos canales religiosos Baedecker vio a su ex compañero de la Apollo, Tom Gavin.


A dos kilómetros del prado donde habían aparcado el coche, el vapuleado camino se estrechaba en una senda que serpenteaba a través de un tupido bosque. Baedecker se movía ahora con mayor soltura, siguiendo su propio ritmo, disfrutando del atardecer y del movimiento de las sombras por el suelo del valle. Había refrescado, pues la sombra del risco llenaba el desfiladero por donde ascendían.

Maggie lo esperaba en una curva del camino, y avanzaron juntos en un grato silencio. Más allá de la siguiente curva, Tom y Deedee instalaban el campamento en un claro, a diez metros del arroyo que circulaba paralelo al sendero. Baedecker dejó la mochila, se desperezó y se frotó el cuello dolorido.

– ¿Habéis visto a Tommy? -preguntó Deedee.

– Estaba cien metros camino abajo -respondió Maggie-. Llegará en cualquier momento.

Baedecker extendió la manta y montó la tienda para dos personas que llevaba encima. Era preciso conectar varios postes y varillas de fibra de vidrio. Baedecker y Maggie tardaron varios minutos en ensamblarlos y montar la tienda entre risas. Cuando terminaron, la tienda baja de Baedecker quedó a pocos metros de la cúpula azul de Tom y Deedee.

Gavin se acercó y se arrodilló junto a Maggie, ofreciéndole un bulto de nailon.

– Ésta es la vieja tienda de Tommy -dijo-. Bastante pequeña. Es casi un saco de dormir, pero pensamos que sería suficiente para un par de noches.

– Claro -dijo Maggie, y montó la pequeña tienda a pocos metros de la de Baedecker. Tommy había llegado y hablaba animadamente con su madre mientras ella recogía leña en el extremo del claro.

– Tú y Tommy dormiréis en la tienda de dos, ¿de acuerdo? -dijo Gavin, observando a Maggie, que clavaba estacas con una piedra.

– De acuerdo -contestó Baedecker. Se había quitado las botas y movía los dedos de los pies dentro de los calcetines empapados de sudor. Ese alivio era una definición funcional del paraíso.

– ¿Hace tiempo que la conoces? -preguntó Gavin.

– ¿A Maggie? La conocí este verano en la India -respondió Baedecker-. Como dije anoche, es amiga de Scott.

– Hmm -dijo Gavin. Iba a decir algo más pero se levantó sacudiéndose los vaqueros-. Encenderé el fuego y prepararé la comida. ¿Quieres ayudar?

– Claro -dijo Baedecker. Se levantó y echó a andar despacio, sintiendo la presión de cada rama y guijarro en las plantas de los pies-. Dentro de un segundo. Voy a ayudar a Maggie con la tienda y en seguida estoy contigo, Tom. -Pisando con cuidado, Baedecker bajó por la cuesta herbosa hasta donde Maggie clavaba las estacas.


El programa de televisión por cable había sido uno de los muchos clones del PTL Club que llenaban los horarios del canal fundamentalista. El plató consistía en un supermercado, y el pelo gris del animador congeniaba con el traje de poliéster gris. Un número de teléfono de diez dígitos permanecía en pantalla por si de pronto un espectador decidía donar dinero y había olvidado la dirección que la esposa del animador, con peluca blanca, exhibía cada varios minutos. La esposa parecía sufrir algún trastorno neurológico que le provocaba inexplicables arrebatos de llanto. Durante los diez minutos que Baedecker miró el programa antes de la aparición de Tom Gavin, la mujer lloró mientras leía cartas de espectadores que se habían arrepentido y convertido mientras miraban el programa, lloró cuando un parapléjico, ex cantor de Country y Western, entonó una versión de Blessed Redeemer y lloró cuando la siguiente invitada contó que un tumor de cuatro kilos le había desaparecido milagrosamente del cuello. Increíblemente, el maquillaje de la esposa -que parecía aplicado con un fratás- no se corría nunca.

Baedecker estaba en pijama y se levantaba para apagar el televisor cuando vio a su ex camarada.

– Nuestro próximo invitado ha visto la gloria de la creación de Dios de una manera que pocos han tenido el privilegio de presenciar -dijo el animador. La voz del hombre había cobrado un tono resonante, serio pero no solemne, que Baedecker había oído toda la vida a vendedores de éxito y burócratas mediocres.

– Alabado sea Jesús -dijo la esposa.

– El mayor Thomas Milburne Gavin de la Fuerza Aérea, además de ser héroe de guerra en Vietnam…

«Tom pilotaba reactores desde California hasta las bases de Okinawa», pensó Baedecker. En fin.

– …fue condecorado con la Medalla de la Libertad por el presidente, cuando su transbordador Apollo pisó la Luna en 1971 -dijo el animador.

«Todos recibimos una medalla, -pensó Baedecker-. Si hubiéramos llevado un gato a bordo, también le habrían dado una.»

– …piloto de pruebas, ingeniero, astronauta y respetado científico…

«Tom no es científico, -pensó Baedecker-. Ninguno de nosotros lo era hasta que voló Schmidt. Tom obtuvo su título en ingeniería en el Tecnológico de California más tarde que la mayoría de nosotros. De lo contrario lo hubieran expulsado del programa en Edwards.»

– …y más importante, el hombre que quizás haya sido el primer cristiano verdadero que pisó la Luna -dijo el animador-. ¡Amigos míos, el mayor Thomas M. Gavin!

«Tom nunca pisó la Luna», pensó Baedecker.

Gavin estrechó la mano del animador, recibió un beso de la esposa de éste y saludó con un movimiento de cabeza al cantor parapléjico y a la mujer a la que le había desaparecido el tumor. Se sentó en un extremo de un largo diván mientras el animador y su esposa ocupaban sillas que -al menos en la pequeña pantalla de Baedecker- parecían tronos de terciopelo.

– Tom, cuéntanos la primera vez que oíste la voz del Señor mientras caminabas por la Luna.

Gavin asintió y miró a la cámara. Para Baedecker, su viejo conocido no había envejecido desde que ellos dos y Dave Muldorff habían pasado horas interminables en simuladores en 1970 y 1971. Tom vestía uniforme de vuelo de la Fuerza Aérea con varios emblemas de misión de la NASA. Su aspecto era delgado y saludable. Baedecker había engordado diez kilos desde la misión y ninguno de sus uniformes le quedaba bien.

– Ansiaba hablaros de ello -dijo Gavin con esa sonrisa tensa que Baedecker recordaba-, pero antes, Paul, debo mencionar que nunca pisé la Luna. Nuestra misión exigía que dos miembros de la tripulación descendieran a la superficie en lo que llamábamos el Módulo de Excursión Lunar, mientras el tercer tripulante permanecía en órbita lunar, encargándose del módulo de mano y retransmitiendo los mensajes de Houston. Yo era el tripulante que permaneció a bordo del módulo de mando.

– Sí, sí -dijo el animador-, pero, vaya, después de ir tan lejos era casi la Luna, ¿verdad?

– Trescientos ochenta y seis mil ciento sesenta kilómetros menos, aproximadamente, veinte mil metros -dijo Gavin con otra sonrisa tensa.

– Y los otros trajeron unas polvorientas piedras lunares, mientras tú trajiste la verdad eterna de la Palabra de Dios, ¿no es así, Tom?

– Así es, Paul -dijo Gavin, y procedió a contar la historia de sus cincuenta y dos horas a solas en el módulo de mando, del tiempo transcurrido sin contacto radial detrás de la Luna, y de la repentina revelación, cuando Dios le habló encima del cráter Tsiolkovski.

– Vaya -dijo el animador-, ése fue un mensaje del verdadero control de misión, ¿verdad?

La esposa del animador chilló y batió palmas. El público aplaudió.

– Tom -dijo el animador, aún más serio, inclinándose hacia adelante y tendiendo la mano para tocar la rodilla del astronauta-, todo lo que viste en ese… ese viaje increíble… todo lo que presenciaste durante tu travesía a las estrellas… he oído que contaste a los jóvenes que todo eso daba testimonio de la Palabra de Dios tal como está revelada en la Biblia… que todo daba testimonio de la gloria de Jesucristo, ¿verdad, Tom?

– Sin duda, Paul -dijo Gavin. Miró directamente hacia la cámara, y Baedecker vio la misma resolución y fría determinación que recordaba de los torneos de balonmano que celebraban entre las dotaciones Apollo-. Además, Paul, aunque volar a la Luna fue estimulante, emocionante y satisfactorio, no se puede comparar con la satisfacción que hallé ese día en que finalmente acepté a Jesucristo como mi Señor y salvador personal.

El animador se volvió hacia la cámara y agachó la cabeza como anonadado. El público aplaudió. La esposa del animador rompió a llorar.

– Tom, tú has tenido muchas oportunidades de ser testigo de ello y de llevar a otros hacia Cristo, ¿no es así? -preguntó el animador.

– Ciertamente, Paul. El mes pasado tuve el privilegio de estar en la República Popular China y visitar uno de los pocos seminarios que quedan allí.

Baedecker se tendió en la cama y se llevó la muñeca a la frente. Tom no había mencionado esa revelación durante los tres días del viaje de regreso, ni en los informes realizados durante la cuarentena de una semana que habían compartido. Tom no había mencionado esa revelación ni nada parecido durante casi cinco años después de la misión. Luego, poco después del fracaso de sus distribuciones en Sacramento, Gavin había mencionado su revelación en una radio local. Poco después él y Deedee se habían mudado a Colorado para iniciar una organización evangélica. Baedecker no se sorprendía de que Tom no hubiera hablado con Dave ni con él después de la misión; los tres había formado un buen equipo, pero no habían intimado tanto como podía imaginar la gente, a pesar de dos años de entrenamiento conjunto.

Baedecker se irguió para mirar la televisión.

– …en nuestro último programa tuvimos a un eminente científico -decía el animador- un cristiano y un defensor de la enseñanza del creacionismo en las escuelas… donde ahora, como sin duda sabes, Tom, a los niños se les enseña sólo la deficiente y profana teoría de que el hombre desciende del mono y otras formas inferiores de vida… y este eminente y respetado científico sostuvo que con la cantidad de estrellas fugaces que chocan con la Tierra cada año…, y tú habrás visto muchas cuando estabas en el espacio, ¿eh, Tom?

– Los micrometeoritos constituían una preocupación para los ingenieros -dijo Gavin.

– Bien, con todos esos millones de pequeños… guijarros… ¿verdad? Con millones de esos guijarros chocando con la atmósfera de la Tierra cada año, si la Tierra fuera tan vieja como dice esa teoría… ¿Cuánto? ¿Tres mil millones de años?

«Cuatro y medio, idiota», pensó Baedecker.

– Poco más de cuatro mil millones -corrigió Gavin.

– Sí -sonrió el anfitrión-, este eminente científico cristiano sostuvo, más aún, demostró matemáticamente, que si la Tierra fuera tan vieja… ¡estaría sepultada en varios kilómetros de polvo de meteoritos!

El público aplaudió fervorosamente. La esposa del animador entrelazó las manos, alabó a Jesús y se balanceó de un lado a otro. Gavin sonrió y tuvo el decoro de parecer avergonzado. Baedecker pensó en la «roca naranja» que él y Dave habían recogido en las Colinas Marius. La datación con argón 39 y argón 40 había demostrado que ese fragmento de brecha troctolita tenía 3.950 millones de años.

– El problema de la teoría de la evolución -dijo Gavin- es que va contra el método científico. No hay manera, dada la breve duración de la vida humana, de observar los presuntos mecanismos evolutivos que ellos postulan. Los datos geológicos son demasiado dudosos. Constantemente surgen lagunas y contradicciones en esas teorías, mientras que todos los relatos bíblicos han sido confirmados una y otra vez.

– Sí, sí -corroboró el animador, moviendo la cabeza con énfasis.

– Alabado sea Jesús -dijo su esposa.

– No podemos confiar en que la ciencia dé respuesta a nuestras preguntas -dijo Gavin-. El intelecto humano es demasiado falible.

– Cuan cierto, cuan cierto -dijo el animador.

– Alabado sea Jesús -repitió la esposa-, que se conozca la verdad de Dios.

– Amén -redondeó Baedecker, apagando el televisor.


Poco después de la cena, durante los últimos minutos del atardecer, los otros entraron en el claro. Los dos primeros eran muchachos -jóvenes en edad universitaria- con pesadas mochilas a las que llevaban sujetos trípodes de aluminio. Ignoraron a Baedecker y a los demás, arrojaron sus bártulos y montaron los trípodes. Sacaron colchonetas de espuma de las mochilas y dos cámaras cinematográficas de dieciséis milímetros.

– Espero que aún haya luz suficiente -dijo el más gordo, que llevaba pantalones cortos.

– Tiene que ser suficiente -dijo el otro, un pelirrojo alto con barba incipiente-. Este Tri-X es suficientemente rápido si él llega aquí a tiempo. -Sujetaron las cámaras a los trípodes y enfocaron el tramo de sendero de donde acababan de salir. Un halcón aleteaba en el cielo en las últimas corrientes térmicas del día, soltando un graznido perezoso. Un último rayo de sol se reflejó en las alas unos segundos y luego la penumbra crepuscular fue absoluta.

– Me pregunto qué estará pasando -dijo Gavin. Terminó el resto de su guisado y lamió la cuchara-. Decidí trepar por Cimarrón Creek porque casi nadie va por esta ruta.

– Será mejor que inicien el rodaje pronto -dijo Maggie-. Está oscureciendo.

– ¿Alguien quiere postre? -preguntó Deedee.

Algo se movió en la penumbra bajo los abetos y apareció un hombre encorvado bajo un bulto largo, avanzando hacia el claro con paso lento pero firme. También parecía joven, aunque algo mayor que los dos agachados detrás de las cámaras; vestía una camisa de algodón azul empapada en sudor, pantalones cortos rasgados color caqui y pesadas botas de excursionista. En la espalda llevaba una enorme mochila con entramado de nailon sujeto a una mole larga y cilíndrica envuelta en lona roja y amarilla. Las varas debían de tener cuatro metros de longitud, y se extendían dos metros por encima del hombro encorvado y se arrastraban por el polvo a igual distancia. Tenía el pelo largo castaño con raya en medio que le caía en rizos húmedos junto a los marcados pómulos. Baedecker reparó en los ojos hundidos, la nariz afilada y la barba corta. La postura del individuo y su obvio agotamiento agudizaban la sensación de que era un actor representando el ascenso final de Cristo al Gólgota.

– ¡Magnífico, Lude, lo estamos logrando! -gritó el pelirrojo-. ¡Vamos, María, antes de que se vaya la luz! ¡Deprisa! -Una mujer joven surgió de la oscura senda. Llevaba el pelo corto y oscuro, cara larga y delgada. Vestía pantalones cortos y un top varias tallas más grande. Cargaba con una gran mochila. Avanzó deprisa mientras el excursionista barbudo se apoyaba sobre una rodilla, aflojaba las correas y bajaba las varas envueltas en paño. Baedecker oyó el ruido de metal contra metal. Por un segundo el hombre pareció demasiado cansado para levantarse o sentarse; siguió apoyado sobre una rodilla, la cara inclinada de tal modo que el pelo le cubría el rostro, un brazo apoyado en la otra rodilla. La muchacha llamada María se le acercó y le tocó suavemente la nuca.

– Magnífico, lo tenemos -gritó el muchacho obeso-. Vamos, tenemos que instalar todo esto. -Los dos jóvenes y la muchacha se dedicaron a instalar el campamento mientras el hombre barbudo permanecía de rodillas.

– Qué raro -dijo Maggie.

– Una película documental -sugirió Gavin.

– Me pregunto de qué se trata -dijo Maggie.

– Malvaviscos -dijo Deedee-. Recojamos ramitas para asar malvaviscos antes de que sea demasiado oscuro para encontrarlas.

Tommy volvió los ojos y miró hacia los oscuros bosques.

– Yo ayudaré -dijo Baedecker, levantándose para estirar los músculos acalambrados. Sobre la línea rocosa del este, se vislumbraban algunas estrellas tenues. Empezaba a refrescar deprisa. En el otro lado del prado, los dos hombres y la muchacha habían montado dos pequeñas tiendas y buscaban leña en la oscuridad. Más lejos, apenas visible en la penumbra, el que se llamaba Lude guardaba silencio, sentado con las piernas cruzadas en la hierba alta.


Baedecker había llegado a Denver a las cinco y media de la tarde de un miércoles. Sabía que Tom Gavin tenía su oficina en Denver pero vivía en Boulder, cuarenta kilómetros más cerca de las montañas. Baedecker buscó una gasolinera y llamó a la casa de Tom. Contestó Deedee, se entusiasmó con su llegada, no quiso que se alojara en un hotel y sugirió que fuera a buscar a Tom antes de que dejara el trabajo. Le dio el número de teléfono y la dirección.

La organización evangélica de Gavin se llamaba Apogeo y se hallaba en el segundo piso de un edificio comercial de tres pisos en la avenida Colfax este, a cierta distancia del centro de Denver. Baedecker aparcó el coche y siguió los carteles y letreros que decían DIRECCIÓN ÚNICA con dedos que apuntaban hacia arriba, JESÚS ES LA RESPUESTA y ¿DÓNDE ESTARÁS CUANDO LLEGUE EL JÚBILO?

Era una oficina grande con varios jóvenes vestidos en un estilo que resultaba conservador incluso para el anticuado Baedecker.

– ¿Puedo ayudarlo, señor? -preguntó un joven con camisa blanca y corbata negra. Hacía mucho calor en la habitación, no tenían aire acondicionado, o no funcionaba, pero el joven llevaba el cuello abrochado, la corbata anudada con firmeza.

– Busco a Tom Gavin -contestó Baedecker-. Creo que me espera…

– ¡Dick! -Gavin salió de detrás de un tabique. Baedecker tuvo tiempo para confirmar que su viejo compañero de vuelo seguía delgado y musculoso y para extender la mano antes de que Gavin lo estrechara en sus brazos. Baedecker alzó la mano sorprendido. Gavin nunca había sido amante del contacto físico. Baedecker ni siquiera recordaba que abrazara a su esposa en público-. Dick, qué buen aspecto tienes -dijo Gavin, apretando los brazos de Baedecker-. Vaya, qué alegría verte.

– Lo mismo digo, Tom. -Baedecker se sentía complacido y acorralado al mismo tiempo. Gavin lo abrazó de nuevo y lo llevó a su despacho, un cubículo estrecho formado por cuatro tabiques. Los ruidos de oficina poblaban el aire cálido. En alguna parte reía una muchacha. Una pared del despacho estaba cubierta de fotografías enmarcadas: un cohete Saturno V alumbrado de noche en su rampa de lanzamiento móvil, el módulo de mando Peregrine con el brillante perfil de la Luna debajo, un retrato grupal de la tripulación con traje espacial, una toma del módulo lunar Discovery iniciando el descenso y una foto autografiada de Richard Nixon estrechando la mano de Tom en una ceremonia en el Rose Carden. Baedecker conocía bien las fotografías; durante doce años había colgado duplicados en la pared de su despacho y su apartamento. En la colección de Gavin faltaba una de las fotos estándar de la NASA para esa misión, una ampliación en color de una foto tomada desde la cámara de video del vehículo de tierra Lunar Rover, donde Baedecker y Dave Muldorff, irreconocibles en sus voluminosos trajes, saludaban la bandera americana con el trasfondo de las colinas blancas del cráter Marius.

– Habla -dijo Gavin-, cuéntame cómo anda tu vida, Dick.

Baedecker habló un minuto, mencionando su empleo en St. Louis y su partida. No explicó por qué se había ido. No estaba tan seguro de saberlo.

– ¿Así que buscas trabajo? -preguntó Gavin.

– Ahora no -dijo Baedecker-. Sólo estoy viajando. He ahorrado dinero suficiente para remolonear unos meses. Luego tendré que buscar algo. Tengo algunas ofertas. -Omitió mencionar que ninguna de esas ofertas le interesaba.

– Magnífico -dijo Gavin. Sobre el escritorio había un cartel enmarcado que decía RENDIRTE ANTE JESÚS SERÁ TU MAYOR VICTORIA-. ¿Cómo está Joan? ¿Os mantenéis en contacto?

– La vi en Boston en marzo. Parece muy feliz.

– Magnífico. ¿Y Scott? ¿Todavía en…? ¿Dónde era? ¿La Universidad de Boston?

– Ahora no. -Baedecker titubeó. No sabía si hablarle a Gavin sobre la conversión de su hijo a las enseñanzas del «Maestro» indio-. Scott se ha tomado un semestre de descanso. Está viajando y estudiando en la India.

– India, vaya -dijo Gavin. Sonreía, relajado, con expresión abierta y afectuosa, pero en los ojos profundos y oscuros Baedecker creyó ver esa fría reserva que recordaba de su primer encuentro, más de dos décadas atrás en Edwards. Entonces habían sido competidores. Baedecker no sabía qué eran ahora.

– Bueno, háblame de esto -dijo Baedecker-. De Apogeo.

Gavin sonrió y habló con voz firme y baja. Era una voz mucho más habituada a los discursos públicos que la que Baedecker recordaba de los días de la misión. La broma de entonces era que Tom sólo respondía con monosílabos o palabras más cortas. A Dave Muldorff lo habían apodado «Rockford» por su presunta similitud con un detective de televisión representado por James Garner, y por un tiempo los demás pilotos y la dotación de tierra habían llamado «Gary Cooper» a Gavin, por sus lacónicos «sí» y «no». A Tom no le agradó, y el apodo no sobrevivió.

Gavin habló de los años posteriores a la misión lunar. Se había ido de la NASA poco después que Baedecker. No le había ido bien con la distribución de productos farmacéuticos en California.

– Ganaba dinero a granel, teníamos una gran casa en Sacramento y una casa en la playa al norte de San Francisco. Deedee podía comprar lo que quería, pero yo no era feliz… ¿Me entiendes, Dick? No era feliz.

Baedecker asintió.

– Y las cosas no andaban bien entre Deedee y yo -continuó Gavin-. Oh, el matrimonio estaba intacto, o al menos así lo veían nuestros amigos, pero en el fondo nuestro compromiso ya no existía. Ambos lo sabíamos. Un día del otoño de 1976 un amigo nos invitó a Deedee y a mí a un retiro bíblico de fin de semana patrocinado por su iglesia. Ése fue el principio. Aunque me habían criado como bautista, por primera vez oí de veras la Palabra de Dios y comprendí que me concernía. Después de eso, Deedee y yo acudimos a un asesor matrimonial cristiano y las cosas mejoraron. Durante aquella época reflexioné mucho sobre… bien, sobre el mensaje que yo había sentido en la órbita lunar. Aun así, sólo en la primavera del 77, la mañana del 5 de abril, desperté comprendiendo que para seguir viviendo debía depositar toda mi fe en Jesús. Toda mi fe. Y lo hice… esa mañana. Me puse de rodillas y acepté a Jesucristo como mi salvador personal y Señor. Y no lo he lamentado, Dick. Ni un solo día. Ni un solo minuto.

Baedecker meneó la cabeza.

– ¿Conque eso te llevó a esto? -preguntó, señalando la oficina.

– ¡Ya lo creo! -rió Gavin, pero con una mirada enérgica-. Pero no de inmediato. Vamos, te enseñaré el lugar, te presentaré a los chicos. Tenemos seis personas a tiempo completo y una docena de voluntarios.

– ¿Trabajando en qué? -preguntó Baedecker.

Gavin se levantó.

– Ante todo atienden al teléfono -respondió-. Apogeo es una compañía sin fines lucrativos. Los chicos organizan mis giras, coordinan actividades con grupos locales, habitualmente pastores y Cruzadas Universitarias, distribuyen nuestra publicación mensual, actúan como asesores cristianos, dirigen un programa de rehabilitación para drogadictos, para lo cual tenemos expertos, y en general realizan la voluntad del Señor cuando El nos la muestra.

– Parece que estáis muy ocupados -observó Baedecker-. Como cuando nos preparábamos para la misión. -Baedecker no supo por qué lo decía. Incluso a él le pareció absurdo.

– Muy parecido a la misión -dijo Gavin, apoyándole la mano en el hombro-. El mismo trabajo. El mismo compromiso. La misma necesidad de disciplina. Sólo que esta misión es un millón de veces más importante que nuestro viaje a la Luna.

Baedecker cabeceó y se dispuso a seguirlo fuera de la oficina, pero Gavin se detuvo de golpe y se volvió frente a él.

– Dick, tú no eres cristiano, ¿verdad?

La sorpresa de Baedecker se transformó en furia. Le habían hecho antes esa pregunta, y lo irritaba por su combinación de agresividad con provincialismo autocomplaciente. Pero la respuesta, como de costumbre, se le escapaba.

El padre de Baedecker había sido un desertor de la Iglesia de la Reforma Holandesa, su madre una agnóstica. Joan era católica y durante años, cuando Scott era pequeño, Baedecker había asistido a misa todos los domingos. Pero ¿qué había sido la última década?

– No -respondió Baedecker, ocultando su enfado pero mirando fijamente a Gavin-. No soy cristiano.

– Eso me parecía -dijo Gavin, estrujándole el brazo y sonriendo-. Te diré sin rodeos que rezaré para que te conviertas. Lo digo con amor, Dick, de veras.

Baedecker asintió en silencio.

– Vamos -dijo Gavin-. Quiero presentarte a estos maravillosos chicos.


Cuando terminaron de lavar las cacerolas y cubiertos en agua que calentaron en la fogata, Baedecker, Maggie, Gavin y Tommy fueron a hablar con los otros excursionistas. El grupo estaba sentado alrededor de la hoguera.

– Hola -saludó Gavin.

– Qué tal -dijo el pelirrojo. La muchacha y el joven gordo miraron a los visitantes. El que se llamaba Lude siguió mirando el fuego. El resplandor de las llamas les alumbraba las caras.

– ¿Atravesaréis el paso y la meseta para ir a Henson Creek? -preguntó Gavin.

– Vamos a escalar el Uncompahgre -dijo el gordo rubio.

Gavin y los demás se acuclillaron junto al fuego. Maggie arrancó una brizna de hierba y la masticó.

– Hacia allá enfilamos nosotros -dijo-. El mapa dice que hay trece kilómetros más hasta el risco sur de Uncompahgre. ¿Correcto?

– Sí -afirmó el pelirrojo-. Así es.

Baedecker señaló los tubos de metal envueltos en paño.

– Es una gran carga para llevarla montaña arriba -comentó.

– Rogallo -dijo la muchacha llamada María.

– Vaya -dijo Tommy-. Debí haberlo adivinado. Sensacional.

– ¿Qué es un Rogallo? -preguntó Maggie.

– Un ala delta -aclaró el rubio-. Para volar.

– ¿Qué modelo? -preguntó Baedecker.

– Phoenix VI -dijo el pelirrojo-. ¿Lo conoces?

– No -respondió Baedecker.

– ¿Saltaréis del risco sur? -preguntó Gavin.

– Desde la cumbre -dijo María. Miró de soslayo al callado pelilargo-. Es nuestra. De Lude y mía.

– Desde la cumbre -jadeó Tommy-. ¡Vaya!

El pelirrojo agitó el fuego.

– Lo filmaremos para nuestro curso de cine de la Universidad de Colorado. Calculamos que quedarán cuarenta y cinco minutos de proyección después del montaje. Entraremos en… ya sabéis… festivales y demás. Quizás a alguna compañía deportiva le interese como material de promoción.

– Interesante -dijo Gavin-. Pero decidme, ¿por qué cogéis el camino largo?

– ¿A qué se refiere? -preguntó la muchacha.

– Por Cimarrón Creek se tarda el doble que subiendo por el camino de Henson Creek desde Lake City y yendo luego hacia el norte.

– El camino es éste -dijo Lude. Su voz impuso silencio a los demás. Era una voz profunda, susurrante y gutural. No apartaba los ojos del fuego. Mirándolo, Baedecker vio llamas reflejadas en las profundas órbitas de sus ojos.

– Bien, buena suerte -dijo Gavin, levantándose-. Espero que el tiempo os ayude. -Baedecker y Maggie se levantaron para marcharse con Gavin, pero Tommy se quedó en cuclillas junto al fuego.

– Me quedaré unos minutos -dijo el muchacho-. Quiero oír más sobre el ala delta.

Gavin se detuvo.

– De acuerdo, nos vemos luego.

Sentados de nuevo alrededor de su hoguera, Gavin explicó los planes del otro grupo a su esposa.

– ¿Es eso seguro? -preguntó Deedee.

– Es una idiotez -dijo Gavin.

– Las alas delta pueden ser máquinas muy elegantes -dijo Baedecker.

– Pueden ser mortales -dijo Gavin-. En California conocí a un piloto de Eastern Airlines que se mató en una de esas cosas. Ese tío tenía veintiocho años de experiencia de vuelo, pero no le sirvió de nada cuando se atascó el ala delta. Bajó el morro para recoger el impulso del aire… lo mismo que hubiera hecho yo, lo mismo que hubieras hecho tú, Dick. Instinto natural. Pero con esos juguetes no funciona. Le cayó encima desde quince metros y le partió el cuello.

– Y desde una montaña… -dijo Deedee, meneando la cabeza.

– Muchos pilotos de ala delta se lanzan desde montañas hoy en día -dijo Baedecker-. Yo los veía volar en una colina llamada Chat's Dump, al sur de St. Louis.

– Una colina o un acantilado costero es una cosa -dijo Gavin-. El pico de Uncompahgre es otra. Aún no lo has visto, Dick. Espera a verlo mañana desde el desfiladero. Uncompahgre es una montaña que parece un pastel de bodas, con salientes y riscos por todas partes.

– No parece apropiado para las corrientes térmicas -dijo Baedecker.

– Sería una pesadilla… además casi siempre hace mucho viento a cuatro mil metros. Hay mil metros hasta la meseta, y ésta tiene más de tres mil metros de altura, y casi toda ella consiste en rocas y pedrejones. Volar allí sería descabellado.

– ¿Entonces por qué lo hacen? -preguntó Maggie. Baedecker observó que el verde de sus ojos se acentuaba a la luz del fuego.

– ¿Visteis el brazo de ese tío… Lude? -preguntó Gavin.

Maggie y Baedecker se miraron y menearon la cabeza.

– Pinchazos -dijo Gavin-. Debe de andar con algo duro.

Desde la otra fogata les llegó una fuerte risotada y un trompetazo de música grabada.

– Espero que Tommy regrese pronto -dijo Deedee.

– Contemos cuentos de fantasmas alrededor del fuego -sugirió Maggie.

Gavin meneó la cabeza.

– No. Nada sobrenatural ni demoníaco. ¿Por qué no cantamos?

– Sensacional -dijo Maggie, sonriéndole a Baedecker.

Gavin y Deedee se pusieron a cantar Kumbaya mientras desde el prado penumbroso les llegaban risas y la voz grabada de Billy Idol cantando Eyes without a Face.


El jueves por la noche Baedecker estaba en la sala de los Gavin, planeando la excursión del fin de semana, cuando sonó el timbre de la puerta principal. Gavin fue a abrir la puerta. Deedee le contaba a Baedecker el problema de Tommy y su novia cuando saludó una voz.

– ¡Hola, Richard!

Baedecker se volvió sorprendido. Era imposible que Maggie Brown estuviera en casa de Gavin, pero allí estaba, con el mismo vestido de algodón que cuando habían recorrido juntos el Taj Mahal. Llevaba el pelo más corto, aclarado por el sol, pero la cara bronceada y pecosa era la misma, los ojos verdes eran los mismos. Incluso el pequeño y casi agradable orificio entre los dientes testimoniaba que en efecto era Maggie Brown. Baedecker se quedó de una pieza.

– La muchacha me preguntaba si había venido a la casa indicada para encontrar al famoso astronauta Richard E. Baedecker -dijo Gavin-. Le he respondido que así era.

Más tarde, mientras Tom y Deedee miraban la televisión, Baedecker y Maggie se fueron a andar por el paseo de la calle Pearl. Baedecker había estado en Boulder una vez -una visita de cinco días en 1969, cuando su equipo de ocho astronautas novatos estudiaba geología allí y utilizaba el planetario Fiske de la universidad para ejercicios de navegación con guía de los astros-, el paseo no existía entonces. La calle Pearl, en el corazón de la vieja Boulder, era sólo otra calle polvorienta y atestada del oeste, con drugstores, tiendas de saldos y restaurantes familiares. Ahora era un paseo de cuatro manzanas, sombreado por árboles, adornado con colinas ondulantes y flores, bordeado por costosas tiendas donde lo más barato era un pequeño helado Haagen Dazs por un dólar cincuenta. En las dos manzanas que Baedecker y Maggie acababan de recorrer, se habían cruzado con cinco músicos callejeros, un coro de Hare Krishna, una actuación de cuatro malabaristas, un equilibrista solitario que tendía su cuerda entre dos quioscos y un joven etéreo que tan sólo llevaba una túnica de sarga y una pirámide dorada en la cabeza.

– ¿Por qué has venido? -preguntó Baedecker. Maggie lo miró y Baedecker tuvo una sensación extraña, como si una mano fría le hubiera aferrado la nuca.

– Tú me llamaste -dijo Maggie.

Baedecker se detuvo. Un hombre tocaba el violín con más entusiasmo que talento. El estuche del instrumento yacía en el suelo con dos billetes de un dólar y tres monedas de veinticinco céntimos.

– Llamé para ver cómo estabas -dijo Baedecker-. Cómo estaba Scott cuando lo viste por última vez. Sólo quería cerciorarme de que habías vuelto sana y salva de la India. Cuando la muchacha del dormitorio me dijo que aún visitabas a tu familia, decidí no dejar ningún mensaje. ¿Cómo supiste que era yo? ¿Cómo demonios me encontraste?

Maggie sonrió, un destello de picardía en los ojos verdes.

– Ningún misterio, Richard. Primero, supe que eras tú. Segundo, llamé a tu compañía de St. Louis. Me dijeron que habías renunciado y te habías ido, pero nadie sabía adonde hasta que hablé con Teresa, de la oficina del señor Prescott. Ella encontró la dirección que habías dejado para un caso de emergencia. Yo tenía el fin de semana libre. Y aquí estoy.

Baedecker pestañeó.

– ¿Por qué?

Maggie se sentó en un banco de pino, y Baedecker se sentó junto a ella. La brisa agitó las hojas e hizo bailar la luz del farol y las sombras. A media manzana estalló un aplauso cuando el equilibrista realizó algo interesante.

– Quería saber cómo andaba tu búsqueda -explicó Maggie. Baedecker la miró desconcertado.

– ¿Qué búsqueda? -preguntó.

Como respuesta, Maggie se desabotonó la parte superior del vestido blanco. Alzó un collar a la luz opaca y Baedecker tardó unos segundos en reconocer la medalla de San Cristóbal que le había dado en Poona. Era la medalla que su padre le había dado en 1951 el día en que Baedecker ingresó en la Infantería de Marina. Era la medalla que llevó a la Luna. Baedecker meneó la cabeza.

– No -dijo-, no lo entendiste.

– Sí -dijo Maggie.

– No. Admitiste que cometiste un error al seguir a Scott a la India. Ahora estás cometiendo un error todavía más grande.

– No seguí a Scott a la India. Fui a la India para ver qué hacía, porque creí que le apasionaban las preguntas que yo también considero importantes. Me equivoqué. No le interesaba hacer preguntas, sólo hallar respuestas.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Baedecker. La conversación se le escapaba de las manos, se le iba como un avión que se detenía en el aire.

– La diferencia es que Scott optó por la ley del menor esfuerzo -dijo Maggie-. Como la mayoría de la gente, se sintió incómodo a la intemperie, no protegido por ninguna sombra de autoridad. Así que cuando las preguntas se pusieron difíciles, se conformó con respuestas fáciles.

Baedecker meneó la cabeza de nuevo.

– No me enredes con frases pomposas. Estás totalmente confundida, y me confundes con otra persona, Maggie. Soy sólo un tío maduro que se ha cansado de su trabajo y tiene dinero suficiente para tomarse unos meses de vacaciones no merecidas.

– Pamplinas -dijo Maggie-. ¿Recuerdas nuestra conversación en Benarés? ¿Sobre lugares de poder?

Baedecker rió.

– Claro -dijo. Señaló a dos jóvenes con pantalones cortos harapientos que acababan de pasar, internándose en la multitud con sus patines. Detrás de ellos venía un corredor con pantalones cortos ceñidos y una vanidad tan obvia como el sudor que le relucía en el rostro bronceado. Un grupo de adolescentes ceñudos con pelo teñido de rojo y cortado a lo mohicano le cedió el paso-. Y me estoy acercando, ¿eh?

Maggie se encogió de hombros.

– Quizás este fin de semana. Las montañas siempre pueden ser lugares de poder.

– Y si no bajo del pico Uncompahgre con un par de tablillas de piedra, ¿regresarás a Boston el lunes y continuarás tus clases? -preguntó Baedecker.

– Ya veremos.

– Mira, Maggie, creo que tenemos que…

– Oye, mira. Ese tío está sentado en una silla sobre el alambre. Me parece que está haciendo magia. Ven, vamos a mirar, -obligó a Baedecker a levantarse-. Después te compraré un helado de chocolate.

– ¿Así que te gustan los equilibristas y los trucos? -preguntó Baedecker.

– Me gusta la magia -dijo Maggie, arrastrándole.


– Seis-seis-seis es la marca de la bestia -dijo Deedee-. Está en mi tarjeta de Sears.

– ¿Qué? -dijo Baedecker. La fogata se había consumido y sólo quedaban brasas. Afuera hacía mucho frío. Baedecker se había puesto un jersey de lana y su vieja cazadora de vuelo. Maggie se acurrucaba junto a él en una abultada cazadora de plumas. La otra fogata se había apagado un rato antes, los cuatro jóvenes habían entrado en sus tiendas y Tommy había regresado y se había metido en silencio en la tienda que compartía con Baedecker.

Apocalipsis trece: dieciséis, diecisiete -dijo Deedee-. «Y el hace que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, reciban una marca en la mano derecha, o en la frente: y ningún hombre puede comprar o vender, salvo que tenga esta marca, o el nombre de la bestia, o el número de un hombre. Y este número es seiscientos sesenta y seis.»

– ¿En tu tarjeta de Sears? -preguntó Maggie.

– No sólo allí, sino en sus declaraciones mensuales -respondió Deedee con voz baja, suave, seria.

– La tarjeta de Sears no debería ser un problema a menos que la lleves en la frente, ¿verdad? -dijo Baedecker.

Gavin se inclinó para arrojar dos ramas al fuego. Las chispas volaron confundiéndose con las estrellas.

– No tiene gracia, Dick -dijo-. El Apocalipsis ha sido muy preciso en la predicción de acontecimientos que conducen a la era de las tribulaciones. El código seis-seis-seis se usa con frecuencia en informática… y también en las cuentas Visa y Mastercard. La Biblia dice que el Anticristo será líder de una confederación de diez naciones en Europa. Bien, podría ser coincidencia, pero algunos de sus programadores le llaman la «bestia» al gran ordenador del edificio de la Administración del Mercado Común en Bruselas. Ocupa tres pisos.

– ¿Y qué? -dijo Baedecker-. Los centros de la NASA en Huntsville y Houston, en el 71 ya disponían de más espacio para ordenadores. Sólo significa que los ordenadores de entonces eran más torpes y ocupaban más sitio, no la llegada del Anticristo.

– Sí -dijo Gavin-, pero eso fue antes del desarrollo del UPC.

– ¿UPC? -preguntó Maggie. Tiritó y se acurrucó contra Baedecker cuando sopló un viento frío.

– Universal Product Code -aclaró Gavin-. Es el código universal de productos que ves en todos los paquetes que compras. Como en el supermercado… el ojo láser lee el código y el ordenador registra el precio del artículo.

– Yo compro en un pequeño mercado de Boston -dijo Maggie-. Creo que ni siquiera tiene una caja registradora eléctrica.

– La tendrán -dijo Gavin. Sonreía, pero sus labios formaban un trazo delgado-. En 1994 los escáners UPC se usarán en todas partes, al menos en este país.

Baedecker se frotó los ojos y tosió cuando el humo sopló en su dirección.

– Sí, Tom, pero el escáner lee las marcas de mis latas de sopa y los paquetes de Tater Tots, no de mi frente.

– Tatuajes láser -dijo Gavin-. El profesor R. Keith Farrell de la Universidad Estatal de Washington desarrolló una pistola de tatuaje láser hace varios años, para registrar pescados. Es rápida, tarda menos de un microsegundo, es inocua y puede ser invisible excepto para los escáners UV. Los cheques de seguridad social ya tienen una F o una H debajo de su código de computación. Sin duda alude a «frente» o «mano». El próximo paso consistirá en que el gobierno comience a marcar a los beneficiarios de seguridad social para efectuar la identificación y la codificación con rapidez.

– Eso sería útil para volver a entrar en conciertos de rock -dijo Maggie.

Deedee se inclinó hacia la luz roja de la fogata moribunda. Habló en voz baja.

– «Si cualquier hombre adorare la bestia y su imagen, y recibiere su marca en la frente, o en la mano, el mismo beberá el vino de la ira de Dios; y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los sagrados ángeles, y en presencia del Cordero; y el humo de su tormento asciende para siempre: y no descansan de día ni de noche quienes adoran la bestia y su imagen, y quienes reciben la marca de su nombre.» -Deedee sonrió tímidamente-. Apocalipsis catorce: nueve a once.

– Cielos -exclamó Maggie con admiración-, ¿cómo memorizas todo eso? Yo no pude memorizar las dos primeras estrofas de Thanatopsis en la escuela secundaria.

Gavin extendió el brazo y cogió la mano de Deedee.

– Quizá sea más fácil memorizar Juan tres: dieciséis, diecisiete -dijo-. «No hallo placer en la muerte de los malvados. Creed en el Señor Jesucristo y seréis salvos. Pues Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que a través de Él se salvara el mundo.»

Unos goterones sisearon en el fuego. Baedecker miró hacia arriba. Las estrellas había desaparecido, el cielo estaba tan oscuro como las negras paredes del desfiladero.

– Demonios -dijo-, esta noche quería dormir fuera.


Baedecker se tendió en la pequeña tienda y pensó en su divorcio. Era un tema sobre el que rara vez reflexionaba; los recuerdos eran tan confusos y dolorosos como los de esos dos meses que había pasado en el hospital después de estrellar un F-104 en 1962. Cambió de posición, pero el suelo tosco se le incrustó en el cuerpo a través del saco de dormir y la colchoneta de espuma. Tommy roncaba a su lado. El muchacho apestaba a vino y marihuana. Afuera, unos goterones rebotaron en la tienda, y el río Cimarrón, no mayor que un arroyo, gorgoteaba a pocos metros.

El divorcio de Baedecker había finalizado en agosto de 1986, dos meses antes de que cumplieran 28 años de matrimonio. Baedecker había volado a Boston para las formalidades, llegando un día antes para alojarse en la casa de Carl Bumbry. Había olvidado que la esposa de Carl había sido más amiga de Joan que Carl de él. Pasó la noche siguiente en el Holiday Inn de Cambridge.

Dos horas antes de asistir al tribunal, Baedecker se puso su mejor traje de verano de tres piezas. A Joan le agradaba el traje. Le había ayudado a escogerlo dos años antes. Minutos antes de salir, Baedecker comprendió que sabía exactamente qué vestido llevaría Joan. No se compraría uno nuevo, porque no lo volvería a llevar nunca. Tampoco llevaría su vestido blanco favorito ni el formal traje verde. El vestido de algodón rojo sería suficientemente ligero y formal para este día. A Baedecker no le gustaba ese vestido.

Al momento se puso zapatillas, pantalones cortos de tenis y una camiseta azul. Se calzó una muñequera manchada de sudor y arrojó la raqueta y un tubo de pelotas en el asiento trasero del coche alquilado. Antes de ir al tribunal, llamó a Carl Bumbry y lo citó para jugar un partido a las cuatro y media en el club de Carl, inmediatamente después del trámite de divorcio.

Joan llevó el vestido rojo. Baedecker habló con ella antes y después de la breve ceremonia, pero mas tarde no pudo recordar nada de lo que se habían dicho. Recordaba el resultado del partido de tenis -Carl había ganado 6-0, 6-3, 6-4- y los detalles de cada set del juego. Después Baedecker se duchó, se cambió de ropa, arrojó sus prendas en su vieja bolsa militar de vuelo y enfiló hacia Maine.

Fue solo a la isla de Monhegan; luego comprendió por qué Joan siempre había querido ir allí. Mucho antes de la mudanza a Boston, incluso durante los intensos días de Houston, Joan había deseado pasar un tiempo en la pequeña isla de la costa de Maine. Nunca dispusieron de ese tiempo.

Baedecker recordaba la imagen de su llegada al cabo de una hora de navegación en el Laura B. La pequeña nave había entrado en un denso banco de niebla a un par de kilómetros de la costa y el agua perlaba los cables y aparejos de la embarcación. La gente dejó de conversar; también los jóvenes que jugaban cerca de la proa apagaron sus gritos y exclamaciones. Los últimos diez minutos del viaje transcurrieron en silencio. Pasaron frente a los dos espigones de cemento y entraron en la bahía. Las casas de tejas grises y los muelles goteantes aparecían y desaparecían mientras la niebla oscilaba, se esfumaba y volvía. Las gaviotas revoloteaban sobre la estela del barco, rasgando el silencio con sus graznidos. Baedecker estaba solo cerca de la baranda de babor cuando vio a la gente de pie en el muelle. Al principio dudó de que fueran personas, estaban tan tiesas. De pronto se levantó la niebla y pudo distinguir las coloridas camisas deportivas, los sombreros veraniegos, incluso el modelo de las cámaras que les colgaban del cuello.

Baedecker sintió una extraña sensación. Luego supo que el grupo se reunía dos veces al día para recibir al barco: turistas que regresaban a tierra firme, isleños que recibían a sus huéspedes, gente de vacaciones aburrida por la falta de electricidad, todos esperaban para ver el barco. Pero aunque Baedecker pasó tres días en la isla, leyendo, durmiendo, explorando las sendas y esos bosques mágicos, más tarde sólo recordaría la imagen del muelle y la niebla y las figuras silenciosas. Era una escena del Hades, con las sombras de los muertos esperando pasivamente a los nuevos difuntos. A veces, especialmente cuando estaba cansado y tentado de evocar detalles del divorcio y el doloroso año anterior, soñaba que en ese muelle, entre la niebla, vislumbraba una forma gris en una bruma gris, esperando.

La lluvia cesó. Baedecker cerró los ojos y escuchó el rumor del río sobre los guijarros del cauce. En alguna parte del bosque ululó un búho, pero Baedecker creyó oír el graznido de las gaviotas llamando por encima del mar.


Tommy estaba vomitando cuando Baedecker despertó. El chico había logrado asomar la cabeza y los hombros fuera de la tienda. Ahora pataleaba y arqueaba la espalda con cada serie de espasmos.

Baedecker se puso la camisa y los vaqueros y abrió la otra ala de la entrada. Eran casi las siete pero la luz del sol aún no llegaba al desfiladero, y el aire era frío y cortante. Tommy había terminado de vomitar y se apoyaba la cara en el brazo. Baedecker se arrodilló junto a él y le preguntó si podía ayudarlo, pero Deedee se acercaba para ayudarlo y frotaba la cara del chico con un pañuelo húmedo, murmurando frases tranquilizadoras.

Minutos después, Maggie se reunió con Gavin y Baedecker ante la fogata. Tenía la cara rosada, pues se había lavado en la helada corriente, y el pelo corto se veía recién cepillado. Llevaba pantalones cortos caqui y una camisa roja brillante.

– ¿Qué le ocurre a Tommy? -preguntó mientras aceptaba agua caliente y ponía café instantáneo en la taza.

– Mal de altura -sugirió Baedecker.

– No ha sido la altura -dijo Gavin-. Tal vez algo que esos hippies le dieron anoche. -Señaló el otro lado del prado, donde el suelo chamuscado y la hierba pisoteada eran el único indicio de que alguien había estado allí.

– ¿Cuándo se fueron? -preguntó Maggie.

– Antes del alba -dijo Gavin-. A la hora que debíamos haber partido nosotros. Hoy no llegaremos a la cima del Uncompahgre.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Baedecker-. ¿Regresamos al coche?

Gavin pareció sorprendido.

– No, no, el plan funcionaría mejor así. Mira. -Sacó el mapa topográfico y lo puso sobre una roca-. Yo había planeado que anoche llegáramos aquí. -Clavó el dedo en una zona blanca, desfiladero arriba-. Pero como salimos con retraso de Boulder y ayer anduvimos despacio, acampamos aquí. -Señaló una zona verde varios kilómetros al norte-. Así que hoy lo tomaremos con calma, subiremos a la meseta y acamparemos aquí esta noche. -Señaló una zona al sudoeste del pico Uncompahgre-. Así podremos partir temprano el domingo por la mañana. Deedee y yo odiamos faltar a la iglesia, pero llegaremos allí para la ceremonia vespertina.

– ¿Dónde dejaste el otro coche? -preguntó Baedecker.

– Aquí -dijo Gavin, señalando una zona verde del mapa-. Está a pocos kilómetros al sur del paso y la meseta. Después de escalar la montaña, descendemos, recogemos el otro automóvil en el viaje al norte y emprendemos el camino a casa.

Maggie estudió el mapa.

– Ese campamento debe de estar alto -observó-. Más de tres mil metros. Estará muy expuesto si empeora el tiempo.

Gavin meneó la cabeza.

– Ayer pedí información al servicio meteorológico y sólo hay un quince por ciento de probabilidades de lluvias en esta región hasta el lunes. Además, habrá muchos sitios cubiertos cuando nos acerquemos al risco sur.

Maggie asintió, pero no se quedó satisfecha.

– Me pregunto cómo le irá al grupo del ala delta -dijo Baedecker. Miró hacia el desfiladero pero no vio a nadie en los pocos tramos de sendero que se veían entre los árboles. La luz del sol se desplazaba por la pared oeste de roca a la derecha, exponiendo estratos rocosos rosados como un escalpelo abriendo músculos y tejidos.

– Si tienen algo de sensatez, habrán dado la vuelta para dirigirse hacia Cimarrón -dijo Gavin-. Vamos, recojamos las cosas.

– ¿Y Tommy? -preguntó Maggie.

– Vendrá con Deedee en unos minutos -dijo Gavin.

– ¿Crees que tendrá ganas? -preguntó Baedecker-. Según el mapa, los próximos quince kilómetros son cuesta arriba.

– Las tendrá -dijo Gavin sin una sombra de duda.


No fue tan malo después de la infernal primera hora.

A pesar de la comida consumida, al principio la mochila parecía más pesada que el día anterior. El desfiladero continuaba estrechándose, al igual que el sendero, que serpeaba a lo largo de la pared del desfiladero encima del arroyo. En ocasiones, un derrumbe o un árbol caído los obligaba a avanzar con cautela por una abrupta cuesta de piedra o de hierba, veinte metros por encima del agua. Al principio Baedecker estaba convencido de que el grupo del ala delta no habría seguido esa ruta, pero luego vio huellas de botas en la tierra blanda y rastros que indicaban por dónde se habían arrastrado las varas. Baedecker meneó la cabeza y siguió adelante.

A las nueve de la mañana la luz directa del sol calentaba la roca y llenaba el aire con el aroma de pinos y abetos. Baedecker chorreaba sudor. Quería parar para cambiarse los vaqueros por unos pantalones cortos, pero temía rezagarse y no alcanzar a los otros dos. Detrás no había indicios de Deedee ni de Tommy a pesar de que Deedee parecía muy animada cuando se despidieron tras levantar el campamento. Tom Gavin no descansaba nunca, sólo se detenía unos segundos, escrutaba el sendero, decía «¿Listos?» y se ponía en marcha antes de que Maggie o Baedecker pudieran responder.

Después de la primera hora, el asunto mejoró. En la segunda hora, Baedecker adoptó un ritmo donde el dolor y los jadeos se volvieron tolerables. Poco antes del mediodía doblaron un recodo de roca y frente a ellos aparecieron dos altos picos. En las cumbres aún quedaba nieve a pesar del caluroso verano. Gavin identificó el pico chato y escalonado como el Uncompahgre y el más puntiagudo como el Wetterhorn. Una tercera cima asomaba sobre la línea del risco.

– El Uncompahgre parece un pastel de boda, el Wetterhorn parece el verdadero Matterhorn y el Matterhorn no parece el verdadero Matterhorn -dijo Gavin.

– Entendido -dijo Baedecker.

Continuaron sendero arriba dejando atrás agujas de roca roja y algunas cascadas. Algunos abetos alcanzaban los veinte metros elevándose sobre cualquier zona suficientemente chata para ellos. Atravesaron un denso pinar y Maggie les hizo oler los árboles, explicando que la savia del pino ponderosa olía como dulce de azúcar. Baedecker halló una cicatriz reciente, olió la savia y anunció que parecía chocolate. Maggie le dijo que era un pervertido. Gavin sugirió que caminaran más deprisa.

Almorzaron en la unión de Silver Creek con el río Cimarrón. El sendero estaba totalmente borrado por la erosión, por lo que tardaron media hora en abrirse paso por los últimos metros de pedregal hasta el desfiladero. Baedecker miró hacia abajo sin ver indicios de Deedee ni de Tommy. Al sur, el sendero seguía por la margen opuesta del río, pero Baedecker no veía manera alguna de cruzar los diez metros de agua. Se preguntó cómo se las habían apañado Lude, María y los demás.

Maggie se alejó por Silver Creek y regresó poco después para guiar a Baedecker hasta una docena de aguileñas color violeta que crecían cerca de un tronco caído. Un círculo de abetos cerraba un pequeño claro alfombrado de hierba y helechos. Un pequeño arroyo burbujeaba por entre medio y veintenas de flores blancas y rojas salpicaban la hierba a pesar de la tardía temporada. En las cercanías un pájaro carpintero picoteaba como un telégrafo furioso.

– Gran sitio para acampar -dijo Baedecker.

– Sí -ratificó Maggie-. Y gran sitio para no acampar, también. -Sacó una barra de chocolate Hershey y la partió en dos. Ofreció a Baedecker la mitad con más almendras.

Gavin llegó al claro. Se había vuelto a calzar la pesada mochila y llevaba los prismáticos colgados del cuello.

– Mirad -dijo-, vadearé el río por allá, donde se cruza con el arroyo. Dejaré una línea al través. Luego exploraré el sendero más arriba y al oeste. Calculo que hay un kilómetro hasta esas curvas finales. Os espero encima de la línea de árboles, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dijo Baedecker.

– El mapa dice que la vieja mina Silver Jack se encuentra arroyo arriba -observó Maggie-. ¿Por qué no nos tomamos unos minutos para visitarla? Deedee y Tommy llegarán pronto.

Gavin sonrió y se encogió de hombros.

– Como gustéis. Quiero llegar a esa meseta y encontrar un sitio para acampar, así podremos explorar el risco sur antes del anochecer.

Maggie asintió y Gavin echó a andar. Baedecker lo acompañó hasta el río para cerciorarse de que no hubiera problemas cuando vadeara la rápida corriente. Cuando Gavin llegó a la otra orilla, agitó el brazo y aseguró la soga a un árbol cercano a la ribera. Baedecker devolvió el saludo y regresó al claro. Maggie estaba tendida sobre su camisa roja. Tenía el vientre y los hombros bronceados, pero los pechos eran blancos, y los pezones de un delicado color rosa.

– Oh -exclamó Baedecker, y se sentó en un tronco. Maggie alzó la mano para protegerse los ojos del sol y lo miró.

– ¿Te incomoda, Richard? -Baedecker titubeó. Maggie se levantó y se puso la camisa-. Aquí está, decente de nuevo -dijo con una sonrisa-. O al menos tapada.

Baedecker cogió dos briznas de hierba, peló las puntas y le ofreció una a Maggie.

– Gracias. -Maggie miró la pared oeste del desfiladero-. Tus amigos son interesantes.

– ¿Tom y Deedee? -dijo Baedecker-. ¿Qué piensas?

Maggie lo miró fijamente.

– Pienso que son tus amigos. Yo soy la invitada.

Baedecker mascó su brizna de hierba y meneó la cabeza.

– Me gustaría conocer tu opinión -dijo al cabo.

Maggie sonrió y miró el sol.

– Bien, después del sermón numerológico de anoche, estuve tentada a decir que estos tíos tienen la luz del porche encendida pero no hay nadie en casa. -Mascó una brizna de hierba-. Pero eso no es justo. Es cruel. Tom y Deedee representan cierta clase de gente que me despierta profundas reservas.

– ¿Cristianos renacidos? -dijo Baedecker.

Maggie meneó la cabeza.

– No, personas que cambian el cerebro por verdades sagradas que se pueden reducir a lemas.

– Parece que todavía hables de Scott -apuntó Baedecker.

Maggie no lo negó.

– ¿Qué piensas tú de Tom? -preguntó.

Baedecker reflexionó un minuto.

– Bien, hace poco me vino a la memoria una anécdota de nuestros primeros días de entrenamiento.

– Magnífico -dijo Maggie-, adoro las anécdotas.

– Ésta es larga.

– Adoro las anécdotas largas.

– Bien. Durante dos semanas debíamos realizar un adiestramiento de supervivencia -dijo Baedecker-. Para la gran final nos dividieron en equipos de tres, nos llevaron en avión hasta el desierto de Nuevo México, al noroeste de White Sands, y nos dieron tres días para que regresáramos a la civilización. Teníamos navajas multiuso, folletos sobre plantas comestibles y una brújula para los tres.

– Gran diversión -dijo Maggie.

– Eso pensó la NASA -dijo Baedecker-. Si no aparecíamos en cinco días, iniciarían la búsqueda. No les interesaba perder a sus astronautas de segunda generación. De cualquier modo, nuestro equipo era igual que la tripulación que formamos más tarde: Dave Muldorff, Tom y yo. Aun entonces, Tom siempre se esforzaba más que los demás. Incluso cuando ya había pasado lo peor, el ingreso en el cuerpo de astronautas, la selección de tripulantes, lo que fuera, siempre se deslomaba como si estuvieran a punto de echarlo. Bien, todos temimos eso en alguna ocasión, pero en Tom parecía permanente.

»Nuestro otro compañero era Dave Muldorff, a quien apodamos Rockford; Dave era todo lo contrario. Me dijo una vez que la única filosofía que compartía era la Ley de Ohm: hallar el camino de menor resistencia y seguirlo. Dave se parecía mucho a Neil Armstrong… rendían un mil por ciento y llegaban a la cima cuando era necesario, pero nunca los sorprendías corriendo en una pista al amanecer. La principal diferencia entre Muldorff y Armstrong era que Dave tenía un raro sentido del humor.

»De cualquier modo, nuestro primer día de ejercicios fue bien. Encontramos agua y hallamos el modo de llevar algo con nosotros. Tom cazó un lagarto antes del anochecer y quiso comérselo crudo, pero Dave y yo decidimos aguantar un poco. Fijamos un itinerario para cruzar un camino que se internaba en las montañas, y estábamos seguros de hallarlo tarde o temprano. El segundo día, Tom estaba dispuesto a almorzar el lagarto, pero Dave nos convenció de seguir alimentándonos con plantas y guardar el plato principal para la cena. A las dos de esa tarde, Dave empezó a actuar de manera extraña. Olfateaba el suelo diciendo que olía el camino a la civilización. Tom sugirió que era insolación y ambos nos alarmamos. Tratamos de cubrir la cabeza de Dave con una camiseta, pero aulló y echó a correr.

»Lo alcanzamos medio kilómetro después; tras atravesar un risco, nos encontramos a Muldorff cerca de un arroyo desolado, sentado en una silla bajo una sombrilla, bebiendo una cerveza fría. Tenía una radio encendida, un cubo lleno de hielo y cerveza a los pies, y una piscina hinchable. A pocos metros había una laguna con una balsa hinchable y un par de pies de pato. Recuerda que estábamos en medio de ninguna parte, a cien kilómetros de la carretera más próxima.

»Cuando terminó de reír, Dave nos contó cómo lo había hecho. Le pidió a una empleada de la Fuerza Aérea de la oficina del comandante que hurgara en los archivos para hallar los puntos de descenso propuestos para los diversos equipos de la NASA. Luego Dave trazó una probable ruta de regreso y persuadió a un amigo que pilotaba helicópteros en White Sands de que trasladara esa basura al arroyo. Dave lo consideraba muy gracioso. Tom, no. Al principio se enfureció tanto que dio media vuelta y se alejó de Dave, la sombrilla y la música rock. Al principio le di la razón a Tom. La travesura de Dave era la típica cosa que a la NASA le sacaba de sus casillas. Por lo que sabíamos, la agencia no tenía sentido del humor. Nuestro equipo podía encontrarse en un gran brete.

»Pero al cabo de un par de cervezas, Dave ocultó todo el material detrás de una roca y regresamos a nuestro adiestramiento. Tom no le habló en veinticuatro horas. Peor aún, creo que nunca le perdonó del todo ni lo olvidó en los dos años que trabajamos juntos. Al principio pensé que estaba furioso porque Dave arruinaba nuestro entrenamiento y ponía en peligro los impecables antecedentes de Tom. Luego noté que era algo más. Dave había violado las reglas y Tom nunca pudo superar eso. Y había otra cosa…

– ¿Qué? -preguntó Maggie.

Baedecker se inclinó hacia delante y susurró:

– Bien, creo que Tom ansiaba engullirse el maldito lagarto y Dave le había aguado la fiesta.


Deedee y Tommy aparecieron cuando Baedecker y Maggie se disponían a cruzar el río, y lo vadearon los cuatro juntos. Tommy estaba pálido y alicaído pero se mantuvo huraño como antes. Deedee hablaba por los dos. El río sólo les llegaba a las rodillas, pero la corriente era rápida y el agua estaba helada. Baedecker esperó a que los demás hubieran cruzado, desató la soga de la orilla este y la llevó consigo al cruzar.

Cuarenta y cinco minutos después pasaron ante una cascada, cruzaron de nuevo el arroyo -esta vez sobre un tronco caído- y poco después trepaban en zigzag. La cumbre del Matterhorn se erguía sobre ellos y el pico Uncompahgre era cada vez más visible al sudeste. Estaban a pocos kilómetros de la montaña, y Baedecker empezó a comprender el tamaño de ese macizo. Le recordó las enormes mesetas y montes que había visto en Nuevo México y Arizona, pero éste era más afilado y escarpado, y no surgía del desierto sino de una meseta de tres mil pies.

A media tarde, tras terminar la marcha por el sendero sinuoso, salieron a la alta tundra. La transformación era sorprendente. Los densos pinares del desfiladero fueron reemplazados por abetos añosos y achaparrados, tan castigados por la intemperie que no tenían ramas en los lados oeste y norte, y luego por altos grupos de enebros, y más tarde aun éstos desaparecían y sólo la hierba y una aulaga baja y rojiza cubría la tundra pedregosa. Para Baedecker, subir desde el último risco del desfiladero fue como pasar del último peldaño de una escalera a la azotea de un edificio alto.

Desde el alto paso que ahora atravesaban, Baedecker veía picos montañosos y un incesante paisaje de pasos, riscos, prados altos y una tundra ondulante. Retazos de nieve salpicaban el paisaje. Una profusión de cúmulos borrosos se extendía en el cielo hasta el dentado horizonte, y el azul y blanco de arriba casi se fundían con el blanco y marrón de abajo.

Baedecker se detuvo, jadeando y sudando; los pulmones le exigían más oxígeno del que podían suministrar.

– Magnífico -exclamó.

Maggie sonreía. Se quitó el pañuelo rojo que le cubría la cabeza y se enjugó la cara. Tocó el brazo de Baedecker y señaló el nordeste, donde pacían ovejas en un ondulante prado alpino a varios riscos de distancia. Los cuerpos grises se mezclaban con las nubes, los campos de nieve y las sombras de las nubes, produciendo una sensación de movimiento ajedrezado.

– Magnífico -repitió Baedecker. El corazón le martilleaba contra las costillas. Era como si hubiera dejado una parte oscura de sí mismo en las sombras del desfiladero. Maggie le ofreció agua. Baedecker bebió sintiendo el contacto del brazo de ella.

Tommy se desplomó en una roca y tanteó una mata de musgo con el bastón. Deedee sonrió y miró en torno.

– Allá está Tom -dijo, señalando una pequeña figura más allá del paso-. Parece que ya está instalando una tienda.

– Esto es maravilloso -se dijo Baedecker. Por alguna razón se sentía mareado en el aire fresco y poco denso. Le dio el agua a Maggie, que bebió con avidez, irguiendo la cabeza de tal modo que los rizos cortos y rojizos recibieron la luz del sol.

Maggie le ofreció agua a Deedee, pero la mujer en cambio le cogió la mano. Con la otra mano cogió los dedos de Baedecker. Los tres formaban un círculo. Deedee agachó la cabeza.

– Gracias, Señor -dijo-, por permitirnos presenciar la perfección de Tu Creación y por compartir este momento especial con queridos amigos que, con la ayuda del Espíritu Santo, conocerán la verdad de Tu Palabra. Lo pedimos en nombre de Jesús. Amén.

Deedee palmeó la mano de Baedecker y lo miró.

– Claro que es maravilloso -dijo con lágrimas en los ojos-. Admítelo, Richard, ¿no te gustaría que Joan estuviera aquí para compartirlo con nosotros?


El campamento consistía en tres tiendas alrededor de una roca alta de cima roma que se erguía en un vasto círculo de tundra. No había leña a esa altitud, excepto las ramas de los arbustos que crecían entre las rocas, así que pusieron sus calentadores portátiles en una piedra plana, al lado de la roca, y observaron las azules llamas de propano mientras despuntaban las estrellas.

Antes de la cena habían explorado la ruta mientras las sombras del Wetterhorn y el Matterhorn cubrían la meseta y ascendían por los flancos escalonados del Uncompahgre.

– Allá -dijo Gavin, entregando los prismáticos a Baedecker-. Al pie del risco sur.

Baedecker miró y distinguió una tienda baja y roja a la sombra de las rocas. Dos figuras se movían alrededor, almacenando equipo y trabajando sobre un pequeño calentador. Baedecker devolvió los prismáticos.

– Veo a dos de ellos -dijo-. Me pregunto dónde están la chica y el tío del ala delta.

– Allá arriba -contestó Maggie, señalando el alto risco que aún recibía la luz del sol.

Gavin enfocó los prismáticos.

– Los veo. Ese idiota todavía arrastra el ala delta.

– No planeará volar esta noche, ¿verdad? -preguntó Maggie.

Gavin meneó la cabeza.

– No, le faltan horas para llegar a la cima. Simplemente llegan a la mayor altura posible antes del anochecer. -Le entregó los prismáticos a Maggie.

– El amanecer será la hora más apropiada para lo que desea hacer -dijo Baedecker-. Fuertes corrientes térmicas. Poco viento. -Maggie le dio los prismáticos y Baedecker escrutó dos veces el risco antes de hallar las pequeñas figuras en el dentado espinazo de la montaña. El sol alumbraba el saco rojo y amarillo mientras el hombre se encorvaba bajo el peso del bulto de aluminio y tela. La mujer lo seguía a varios pasos, encorvada bajo su propia carga, una enorme mochila con dos sacos de dormir. La luz del sol abandonó la montaña y las dos siluetas se confundieron con las agujas y las rocas del risco.

– ¡Oh!, ¡oh! -exclamó Maggie. Estaba mirando hacia el oeste. El sol aún no se había puesto, pero sobre el horizonte se extendía un banco de nubes negruzcas que había devorado la última luz del día.

– Tal vez pase de largo -dijo Gavin-. El viento sopla hacia el sudeste.

– Ojalá -dijo Maggie.

Baedecker volvió a enfocar los prismáticos hacia el risco sur, pero era difícil distinguir dos insignificantes figuras humanas con la cercanía de la tormenta y el anochecer.


Las estrellas aún titilaban, pero en el oeste todo era oscuridad. Los cuatro adultos, acurrucados cerca de los calentadores, bebían té caliente mientras Tommy miraba al norte sentado en la roca. Hacía mucho frío, pero no soplaba viento.

– Tú no conoces a Joan, la esposa de Dick, ¿verdad, Maggie? -preguntó Deedee.

– No -dijo Maggie-. No la conozco.

– Joan es una persona maravillosa -dijo Deedee-. Tiene la paciencia de una santa. Su personalidad es perfecta para una excursión como ésta porque nada la inmuta. Sabe atenerse a las circunstancias.

– ¿Adonde irás después de Colorado? -le preguntó Gavin a Baedecker.

– Oregon. Pensaba visitar a Rockford.

– ¿Rockford? -dijo Gavin-. Oh, Muldorff. Lástima de su enfermedad.

– ¿Qué enfermedad? -preguntó Baedecker.

– Joan era la más paciente de las esposas -le dijo Deedee a Maggie-. Cuando los hombres se iban durante unos días, semanas, todas nos poníamos nerviosas… incluso yo. Pero Joan nunca se quejaba. Creo que jamás le oí una queja en todos los años que la conocí.

– Lo hospitalizaron en junio -dijo Gavin.

– Lo sé -dijo Baedecker-. Pensaba que era apendicitis. Ahora está bien, ¿verdad?

– Entonces, Joan era cristiana, pero no se había entregado del todo a Jesús -dijo Deedee-. En cuanto a ella y Philip… creo que él es contable. Bien, tengo entendido que trabajan mucho en una iglesia evangélica de Boston.

– No era apendicitis -dijo Gavin-. Hablé con Jim Bosworth, personaje influyente en el Capitolio de Washington. Dice que los amigos de Muldorff en el Congreso saben que tiene la enfermedad de Hodgkin. Le extirparon el bazo en junio.

– ¿Asistes a una iglesia allá, querida? Me refiero a Boston.

– No -respondió Maggie.

– Oh, bien -dijo Deedee-. Pensé que en tal caso te podrías haber cruzado con Joan. El mundo es tan pequeño, ¿verdad?

– ¿Lo es? -preguntó Maggie.

– El pronóstico no es bueno, creo -dijo Gavin-. Pero siempre existe la posibilidad de un milagro.

– Sí, claro que lo es -dijo Deedee-. Una vez, cuando todas nos preparábamos para la misión de los hombres, Joan me llamó para pedirme que me quedara con su hijo mientras ella iba a comprar el regalo de cumpleaños de Dick. Yo tenía visitas de Dallas, pero le dije que iríamos. Bien, Scott tenía siete años entonces, y Tommy tres o cuatro.

Baedecker se levantó, fue hasta su tienda y se metió dentro para no oír más.


Cuando Baedecker tenía siete u ocho años, al principio de la guerra acompañó a su padre a pescar a un embalse de Illinois. Era la primera vez que le permitían ir a una excursión de pesca nocturna. Había dormido en la misma cama que su padre en una cabaña cerca del lago y había salido por la mañana de un día caluroso y brillante de fines de verano. La ancha extensión de agua parecía ahogar y amplificar los sonidos al mismo tiempo. El follaje del camino de grava que bajaba al muelle parecía demasiado denso para adentrarse, y las hojas ya estaban cubiertas de polvo a las seis y media de la mañana.

El pequeño ritual de preparar el bote y el motor fueraborda era excitante, un recreo dentro del largo viaje. El chaleco salvavidas, un bulto incómodo con peste a pescado, era tranquilizador. El pequeño bote avanzó despacio por el embalse, hendiendo las aguas calmas, agitando perezosos arcos iris de aceite derramado. La palpitación del motor de diez caballos se fundía con el olor a gasolina y escamas de pescado para crear una perfecta sensación de lugar y perspectiva en la joven conciencia de Baedecker.

El puente de la carretera vieja se había alejado de la costa cuando la presa había taponado el río unos años antes. Ahora sólo quedaban dos fragmentos rotos, blancos y brillantes como fémures expuestos contra el cielo azul y el agua oscura.

El joven Baedecker estaba fascinado con la idea de subir a los puentes, de erguirse sobre la caliente extensión del lago, de pescar desde allá arriba. Baedecker sabía que su padre amaba la pesca tranquila. Conocía la infinita paciencia con que pescaba su padre, observando la línea durante horas sin pestañear, dejando que el bote se deslizara por el lago o incluso que bogara a la deriva con el motor apagado. Baedecker no tenía esa paciencia. El bote ya le parecía demasiado pequeño, el avance demasiado lento. Acordaron una solución de compromiso: el niño tendría libertad -aunque arropado en su chaleco salvavidas- mientras su padre exploraba las caletas cercanas buscando una entrada promisoria. Baedecker tuvo que prometer que se quedaría en el centro del más grande de los dos arcos.

La sensación de aislamiento era maravillosa. El bote de su padre se perdió de vista a la vuelta de un cabo y Baedecker continuó observando hasta que murieron los últimos ecos del motor fueraborda. El sol calentaba mucho, y el efecto de mirar la línea de pesca y el señuelo pronto se volvió hipnótico. Las pequeñas olas que lamían la mohosa parte inferior del puente, dos metros más abajo, creaban una ilusión de movimiento, como si los dos segmentos de puente se desplazaran despacio por el agua. Al cabo de media hora el calor y la sensación de movimiento le causaron una ligera náusea, una palpitante pulsación de vértigo. Recogió la línea, apoyó la caña en la rajada baranda de cemento y se sentó en el camino. Hacía demasiado calor. Se quitó el chaleco salvavidas y se sintió mejor cuando el sudor se le secó en la espalda.

No supo cuándo se le ocurrió la idea de saltar de una sección del puente a la otra. Las dos partes del arco destrozado estaban separadas por menos de dos metros de agua. El tramo más corto se encontraba a un metro del agua, pero el tramo más grande, donde estaba Baedecker, no se había consolidado tanto como el otro y era casi medio metro más alto, con lo cual el salto parecía más fácil.

La idea de saltar pronto se transformó en obsesión, una presión creciente en el pecho de Baedecker. Varias veces enfiló hacia el borde, planeando la carrera, ensayando el brinco. Por alguna razón estaba seguro de que su padre se alegraría de ver a su hijo en la otra sección del puente cuando regresara. Se armó de coraje varias veces, inició la carrera y se detuvo. El miedo le cerraba la garganta obligándolo a detenerse, y sus zapatillas rechinaban en el cemento. Se quedaba jadeando, la tez clara ardiendo al sol, la cara roja de embarazo. Por último retrocedió, dio seis largos trancos y saltó.

Trató de saltar. En el último momento intentó detenerse, el pie derecho le patinó en el borde del puente y cayó. Logró torcerse en el aire, sintió un golpe brutal en el torso y quedó colgando, los pies oscilando sobre el agua, los codos y brazos sobre el cemento.

Se había hecho daño. Tenía arañazos en los brazos y las manos, sentía gusto a sangre en la boca, y el estómago y las costillas le dolían terriblemente. No tenía fuerzas para trepar a la superficie del puente. Tenía las rodillas en el aire y no atinaba a levantar las piernas a la altura suficiente para apoyarse en el cemento rajado. El agua del lago parecía crear una succión que amenazaba con absorberlo. Baedecker dejó de forcejear y se quedó colgado. Sólo la fricción contra las manos y los brazos raspados le impedía deslizarse hacia el lago. Con su imaginación de niño podía ver las grandes honduras de oscuridad que aguardaban debajo del puente, adivinaba los árboles sumergidos bajo la superficie, el descenso hacia el lodoso fondo del lago. Imaginaba las calles y las casas sumergidas y los cementerios del valle transformados en lago artificial, todo esperando bajo las oscuras aguas. Esperándole a él.

A medio metro de los ojos de Baedecker, en una estrecha fisura de la superficie del puente, crecía una maleza. No podía alcanzarla. No resistiría si él se aferraba. Sintió que disminuía la presión sobre las manos y brazos arañados. Le dolían los hombros y sabía que en cuestión de minutos, quizá segundos, sus trémulos brazos cederían y resbalaría hacia atrás, arrastrando las palmas y los brazos por el cemento ardiente.

De pronto, soñando pero subiendo desde el sueño como un buzo que emerge de las profundidades, Baedecker notó que el viento arreciaba y la tienda flameaba y se acercaba el olor de la lluvia, pero también oyó nítidamente -tal como cuarenta y cinco años antes- la pulsación regular del motor fueraborda, que callaba de pronto. Sintió el contacto de fuertes manos en el costado y la serena voz de su padre dijo:

– Vamos, Richard. Salta. Está bien. Te tengo. Suéltate, Richard.


Los truenos rugían. Entró un viento frío cuando abrieron la entrada de la tienda. Maggie Brown se deslizó adentro, acomodó su colchoneta de espuma y su saco de dormir al lado de Baedecker.

– ¿Qué pasa? -preguntó Baedecker. Le dolían las palmas y los brazos.

– Tommy quería cambiar de sitio -susurró Maggie-. Creo que quería beber a solas, y he dicho que sí. Shh. -Maggie le llevó el dedo a los labios. Fogonazos brillantes rasgaron la oscuridad de la tienda, seguidos, segundos después, por un trueno potente, como si trenes de carga rodaran por la alta tundra hacia ellos. El próximo pantallazo de luz mostró a Maggie quitándose los pantalones cortos. Llevaba bragas pequeñas y blancas.

– La tormenta está aquí -dijo Baedecker, pestañeando para ahuyentar la imagen del relámpago que había mostrado a Maggie quitándose la camisa. Los pechos aparecieron pálidos y robustos en el relumbrón estroboscópico.

– Shh -dijo Maggie, acurrucándose junto a él en la oscuridad. Baedecker se había dormido sólo con calzoncillos y una camisa de franela suave. Maggie le desabotonó la camisa en la oscuridad, se la quitó. Baedecker rodaba junto a ella en la suave pila de sacos de dormir, rodeándola con los brazos, cuando la mano de ella se deslizó bajo el elástico de los calzoncillos-. Shh -susurró bajándoselos, usando la mano derecha para liberarlo-. Shh.

Mientras hacían el amor, los relámpagos los alumbraban con pantallazos de luz escarchada. El trueno ahogaba todos los sonidos excepto los latidos del corazón y las exhortaciones susurradas. En un momento Baedecker miró a Maggie, montada a horcajadas sobre él. Tenían los brazos extendidos como los bailarines, los dedos entrelazados. El nylon de la tienda brillaba detrás de Maggie mientras un relámpago sucedía a otro y las oleadas de truenos rodaban sobre ellos. Un segundo después, entre los brazos de Maggie, resistiendo la explosión de su propio orgasmo, estuvo seguro de oír que ella susurraba, en medio de la catarata de ruidos externos:

– Sí, Richard, suéltate. Te tengo. Suéltate.

Juntos, aún meciéndose despacio, rodaron sobre la confusión de sacos de dormir y colchonetas de espuma. El viento chillaba agudamente, la tienda tensa aleteaba contra las estacas, y los relámpagos y truenos no se distanciaban ni siquiera un segundo. Se abrazaron protegiéndose de la tormenta.

– VENID, MALDITOS DIOSES. ¡VEAMOS VUESTRO PODER! ¡VAMOS, COBARDES! -El grito provenía del exterior, le siguió el rugido de un trueno.

– Santo Dios -susurró Maggie-. ¿Qué es eso?

– VAMOS, TENGAMOS UNA OLIMPIADA DE LOS DIOSES. ¡MOSTRAD QUÉ TENÉIS! ¡PODÉIS HACERLO MEJOR! ¡MOSTRADNOS, IDIOTAS! -Esta vez el grito era tan ronco que no parecía humano. Las últimas palabras fueron seguidas por un relámpago y un estruendo tan vasto como si manos gigantescas rasgaran la trama del cielo. Baedecker se puso los pantalones cortos y asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Un segundo después, Maggie lo siguió, poniéndose la camisa de franela de Baedecker. Aún no llovía, pero ambos tuvieron que entornar los ojos para protegerse del polvo y la grava arrastrados por los fuertes vientos.

Tommy estaba de pie en la roca, entre las tiendas: desnudo, las piernas separadas para ganar equilibrio contra el viento, los brazos alzados, la cabeza erguida. Con una mano asía una botella casi vacía de Johnny Walker. Con la otra empuñaba una vara de aluminio de un metro. El metal despedía un fulgor azul. Detrás del muchacho los relámpagos arañaban el vientre de nubarrones cada vez más oscuros, más cercanos que los picos montañosos iluminados por cada fogonazo.

– ¡Tommy! -gritó Gavin. Él y Deedee habían asomado la cabeza y los hombros por la entrada de la temblorosa tienda-. ¡Baja aquí! -El viento se llevó las palabras.

– ¡VENID, DIOSES, MOSTRADME ALGO! -gritó Tommy-. ¡TU TURNO, ZEUS! ¡HAZLO! -Enarboló la vara de aluminio.

Un rayo blanco azulado brincó desde una cima cercana. Baedecker y Maggie retrocedieron cuando la tonante llamarada rodó sobre ellos. A pocos metros, la tienda de los Gavin se derrumbó en el furioso viento.

– ESO VALE SEIS PUNTO OCHO -gritó Tommy mientras alzaba una imaginaria tarjeta con la puntuación. Había soltado la botella, pero aún agitaba la vara. Gavin forcejeaba para zafarse de la tienda caída, pero la tela lo envolvía como una mortaja naranja.

– BIEN, SATANÁS, MUESTRA LO TUYO -gritó Tommy, riendo histéricamente-. VEAMOS SI ERES TAN BUENO COMO DICE MI PADRE. -Hizo una pirueta, recobró el equilibrio al borde de la roca. Baedecker notó que el chico tenía una erección. Maggie gritó algo al oído de Baedecker, pero el trueno borró las palabras.

El rayo bifurcado golpeó simultáneamente en ambos lados del campamento. Baedecker quedó encandilado unos segundos durante los cuales recordó inexplicablemente trenes eléctricos que había tenido en la infancia. «El ozono», pensó. Cuando pudo ver de nuevo, Tommy brincaba y reía encima de la roca, el pelo ondeando en las furiosas ráfagas.

– ¡NUEVE PUNTO CINCO! -gritó el chico-. ¡ASÍ ME GUSTA!

– Baja aquí -aulló Gavin. Había salido de la tienda y extendía las manos hacia el tobillo desnudo de Tommy. El chico retrocedió valseando en la roca.

– ES EL TURNO DE JESÚS -gritó Tommy-. TENGO QUE DARLE UNA OPORTUNIDAD, A VER QUÉ PUEDE ARROJARNOS. TENGO QUE VER SI AÚN ANDA POR AQUÍ.

Gavin enfiló hacia la parte baja de la roca y trató de trepar. El rayo desgarró una nube oscura y ondulante, estalló, chocó contra la cima del pico Uncompahgre, un kilómetro hacia el este.

– ¡CINCO PUNTO CINCO! -chilló Tommy-. ¡NO ME IMPRESIONAS!

Gavin resbaló en la roca, cayó, empezó a trepar de nuevo. Tommy subió bailando hasta la parte más alta.

– ¡UNO MÁS! -gritó en medio del viento. Baedecker oía y olía la lluvia que se acercaba, arrastrándose por la tundra como una colgadura-. ¡YAHVÉ! -gritó Tommy-. ¡VAMOS! ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE ENTRAR EN EL JUEGO SI TODAVÍA ESTÁS ALLÍ, YAHVÉ, VIEJO CRETINO, ÚLTIMA…

Todo ocurrió simultáneamente. La vara de aluminio fulguró como un letrero de neón, el pelo de Tommy se rizó culebreando como un nido de víboras, la oscura forma de Gavin se fundió con el muchacho y ambos cayeron de la roca mientras el mundo estallaba en luz y sonido y una gran implosión tumbaba a Baedecker sobre el suelo y le sofocaba los sentidos con pulsaciones de energía pura.

Baedecker nunca sabría si el rayo había dado en la roca o no. Por la mañana no se veían marcas en ella. Cuando pudo oír y ver de nuevo, comprendió que tanto Maggie como él se habían escudado con sus cuerpos. Se incorporaron y miraron alrededor. Llovía a cántaros. Sólo la tienda de Baedecker había resistido la tormenta. Tom Gavin gateaba y jadeaba, la cara pálida bajo los fogonazos cada vez más débiles. Tommy tintaba en posición fetal sobre el suelo mojado. Tenía las manos entrelazadas sobre los ojos y sollozaba. Deedee agazapada sobre él, le abrazaba, le guarecía de los oscuros cielos. La camiseta se le pegaba a la espalda marcando cada vértebra. Deedee tenía el rostro levantado y, a la luz de los últimos relámpagos, antes de que la tormenta desapareciera en el este, Baedecker vio su expresión de euforia y desafío.

Maggie se inclinó hacia Baedecker rozándole la mejilla con el pelo desmelenado y húmedo.

– Diez punto cero -murmuró, y le dio un beso.

Llovió toda la noche.


Llegaron al risco sur poco antes del amanecer.

– Esto es raro -dijo Maggie. Baedecker asintió y continuaron trepando, diez metros detrás de Gavin. Gavin había empacado y se había puesto en marcha antes de las cinco, mucho antes de que las grises primeras luces hubieran penetrado la llovizna. Sólo había rezongado: «Vine a escalar la montaña, y me propongo hacerlo.» Ni Maggie ni Baedecker lo comprendieron, pero lo siguieron. Baedecker veía sus dos tiendas allá abajo, a la sombra del Uncompahgre. Habían montado nuevamente la tienda de Gavin durante la noche, pero la de Tommy era irrescatable, jirones de nailon desperdigados por la tundra. Cuando Gavin y Baedecker salieron en la oscuridad para recobrar el saco de dormir y las ropas del muchacho, descubrieron otras dos botellas de whisky entre los restos de la tienda. Deedee comentó que las había cogido del mueble bar donde las guardaban para las visitas.

Gavin se detuvo en el risco mientras ellos lo alcanzaban. Estaban a cuatro mil metros de altitud. Habían trepado al este de la línea del risco, ignorando el más fácil acceso del sur. El corazón de Baedecker latía con fuerza, estaba agotado, pero era un agotamiento que podía soportar sin dejar de funcionar apropiadamente. Maggie tenía la cara roja y resollaba por el esfuerzo. Baedecker le tocó la mano y ella sonrió.

– Hay gente -dijo Gavin, señalando las alturas del risco, donde alguien trajinaba en un sendero escarpado.

– Es Lude -dijo Baedecker. El hombre resbaló, cayó, se incorporó de nuevo-. Aún lleva el ala delta.

Gavin meneó la cabeza.

– ¿Por qué quiere matarse haciendo algo tan inútil?

– Cómo anhelo arrojarme al espacio sin fin y flotar sobre el espantoso abismo -citó Maggie.

Baedecker y Gavin se volvieron para mirarla.

– Goethe -dijo Maggie en tono defensivo.

Gavin meneó la cabeza, se ajustó la mochila y continuó sendero arriba. Baedecker sonrió a Maggie.

– Conque no podías memorizar la primera estrofa de Thanatopsis, ¿eh?

Maggie se encogió de hombros y sonrió también. Juntos avanzaron por el sendero hacia la franja de luz solar.


Hallaron los jirones de la pequeña tienda a poco más de cuatro mil metros. Cien metros más allá encontraron a la muchacha llamada María. Estaba acurrucada contra una roca, las manos entrelazadas entre las rodillas unidas; tiritaba violentamente a pesar de la dorada luz del sol. No dejó de temblar aún cuando Maggie la envolvió en una cazadora de plumas y la abrazó varios minutos.

– La t… t… tormenta rasgó la t… tienda -atinó a decir castañeteando los dientes-. N… nos emp… empapamos.

– Calma -dijo Maggie.

– T… t… tengo que subir la c… colina.

– Hoy no, jovencita -dijo Gavin. Estaba frotando las manos de la muchacha. Baedecker notó que la chica tenía los labios grises, las yemas de los dedos blancas-. Hipotermia -dijo Gavin-. Tienes que bajar la colina cuanto antes.

– Decidle a Lude que lo… lo s… siento -dijo la muchacha, llorando convulsivamente.

– Yo bajaré contigo -dijo Maggie-. Allá abajo tengo café caliente y sopa. -Las dos mujeres se incorporaron, María temblando incontroladamente.

– Bajaré con vosotras -dijo Baedecker.

– ¡No! -exclamó Maggie con firmeza. Baedecker la miró sorprendido-. Creo que debes continuar. Creo que ambos debéis continuar. -Los ojos de Maggie enviaban a Baedecker un mensaje, pero él no entendía cuál era.

– ¿Estás segura? -preguntó.

– Segura. Tienes que ir, Richard.

Baedecker asintió con la cabeza y se volvió para seguir a Gavin, pero María lo llamó.

– ¡Espera! -Sin dejar de temblar, hurgó en la mochila y extrajo una caja rectangular de plástico. Se la entregó a Baedecker-. Lude olv… olvidó que yo la llevaba. l… la necesita.

Baedecker abrió la caja mientras Gavin se le acercaba. Dentro de la caja, en nichos de espuma plástica, había dos jeringas desechables y dos frascos de líquido claro.

– No -dijo Gavin-. No le llevaremos eso.

María los miró sin comprender.

– Tenéis que… hacerlo -dijo-. L… lo necesitará. Ayer se olvidó.

– No -dijo Gavin.

– Se lo llevaremos -dijo Baedecker, guardándose la caja en el bolsillo de la cazadora. No se inmutó cuando Gavin dio media vuelta para enfrentarse a él-. Es insulina -dijo. Tocó de nuevo la mano de Maggie y echó a andar por el risco dejando a Gavin atrás.


Lude había subido hasta quinientos metros de la cima antes de caer. Lo encontraron encorvado bajo la pesada mochila, con las largas varas envueltas en paño encima del hombro. Tenía los ojos abiertos, pero la cara estaba blanca como pergamino y la respiración era un resuello.

Baedecker y Gavin lo ayudaron a liberarse de la cometa sin ensamblar, y los tres se sentaron en una roca grande al borde de un precipicio de seiscientos metros. La sombra del Uncompahgre se deslizaba casi dos kilómetros rozando los flancos escarpados del Matterhorn. Se veían altos picos y mesetas tachonadas de nieve hasta el horizonte. Baedecker miró hacia atrás y distinguió la camisa roja de Maggie en el risco. Las dos mujeres se movían despacio pero separadas mientras descendían por el risco sur.

– Gracias -dijo Lude, devolviéndole la cantimplora a Gavin-. La necesitaba. Anoche nos quedamos sin agua, antes de la tormenta.

Baedecker le dio la caja de las jeringas.

El hombrecillo sacudió la cabeza y se acarició la barba con la mano trémula.

– Vaya, gracias -murmuró-. Qué idiota. Me olvidé de que María lo llevaba encima. Y toda esa bazofia que comí ayer.

Baedecker miró hacia otra parte mientras él se inyectaba. Gavin miró su reloj de pulsera y dijo:

– Ocho y cuarenta y tres. ¿Qué tal si sigo adelante? Tú puedes ayudar a tu amigo a bajar, Dick, y yo te alcanzaré.

Baedecker titubeó, pero Lude se echó a reír. Estaba guardando la caja.

– De ningún modo. No anduve veinte malditos kilómetros para bajar con este trasto a cuestas. -Se levantó penosamente y trató de alzar el largo bulto. Logró avanzar cinco pasos por la empinada y arenosa cuesta antes de caer de rodillas.

– Así -dijo Baedecker, sacando las varas de la mochila y ayudándolo a levantarse-. Tú llevas la mochila. Yo llevo esto. -Baedecker avanzó cuesta arriba, sorprendido de la liviandad de las largas varas. Tom Gavin masculló algo y se les adelantó.

La cuesta se volvió más abrupta, el sendero más estrecho, el viento más crudo. Pero la altitud fue lo que casi derrotó a Baedecker durante los últimos cien metros. Sus pulmones no podían inhalar aire suficiente. Los oídos le vibraban sin cesar. La visión se le nubló siguiendo sus aceleradas palpitaciones. Al final se olvidó de todo, excepto de la tarea de avanzar paso a paso y luchar contra la terrible gravedad que amenazaba con aplastarlo contra la ladera rocosa. Cruzó una vasta extensión llana y casi cayó por la vertical ladera noreste cuando advirtió que estaban en la cima. Se desplomó en el suelo y dejó las varas mientras Lude se sentaba junto a él.

Gavin estaba sentado en una roca ancha. Tenía una pierna levantada y fumaba en pipa. El aroma del tabaco era áspero y dulzón en el aire despejado.

– No podemos pasar mucho tiempo aquí arriba, Dick -dijo Gavin-. Tenemos que regresar a Henson Creek.

Baedecker no dijo nada; estaba observando a Lude. El hombrecillo aún estaba pálido, y las grandes manos le temblaban, pero se arrastró hacia el largo saco y extrajo tramos de tubos de aluminio. Extendió un cuadrado de nailon rojo, sacó un saco de herramientas de la mochila y empezó a desplegar componentes.

– Cable -dijo Lude-. Acero inoxidable. Reforzado.

Baedecker se le acercó para mirar mientras el otro sacaba más envoltorios.

– Arnés -dijo Lude-. Las rodilleras se sujetan con velero. Sujetas con esta argolla.

Baedecker tocó el anillo de metal y sintió la tibieza del sol en la superficie de acero, palpó el acero más frío de abajo.

– Piezas y elementos -dijo Lude, ordenando sacos y componentes sobre el nailon rojo, siguiendo un orden predeterminado. Su voz había cobrado la cadencia de una letanía-. Tensores de cable, soportes, partes móviles, espigas, tapas de tornillo. -Extrajo piezas más grandes-. Varillas de ala, placas delanteras, ménsulas, travesaño, barras de control. -Palmeó la masa de tela doblada-. Vela.

– Deberíamos iniciar el descenso -apremió Gavin.

– Dentro de un minuto -dijo Baedecker.

Lude había conectado los largos tubos de aluminio por el extremo y los había plegado en un ángulo de cien grados. La tela naranja y blanca se desplegó como alas de mariposa abriéndose al sol. Lude tardó sólo unos minutos en asegurar un poste vertical y un travesaño. Empezó a trabajar con los cables que conectaban los componentes.

– ¿Me echas una mano? -le preguntó a Baedecker.

Baedecker tomó las herramientas e imitó al joven, asegurando pernos, uniendo cables al travesaño, ajustando tuercas. Lude infló bolsillos debajo del borde delantero del ala y Baedecker notó por primera vez que la comba era ajustable. Treinta años como piloto de aviones ultramodernos le hicieron apreciar la elegante simplicidad del ala Rogallo: era como si la esencia del vuelo controlado estuviera destilada en esos metros de acero, aluminio y tela. Cuando terminaron, Lude revisó todas las conexiones de Baedecker y el ala delta descansó allí como un insecto brillante y desmesurado preparado para brincar al espacio. Baedecker reparó con sorpresa en el gran tamaño, tres metros de un extremo al otro, casi diez metros de envergadura del ala delta.

Gavin golpeteó la pipa contra la roca.

– ¿Dónde está tu casco?

– María tiene el casco -dijo Lude. Miró a Gavin y luego a Baedecker. De pronto rió-. Vaya, no lo habéis entendido. Yo no vuelo, sólo las construyo, las modifico e indico el camino. María va a volar.

Ahora fue Gavin quien rió.

– No hoy. Ha bajado a nuestro campamento. No está en condiciones de caminar y mucho menos de volar.

– Pamplinas -dijo Lude-. Ella viene detrás.

Baedecker meneó la cabeza.

– Hipotermia. Maggie la ha acompañado abajo.

Lude se levantó de un brinco y corrió al rincón sudoeste de la cima. Cuando vio las dos figuras que dejaban el risco, mil metros más abajo, se aferró la cabeza con ambas manos.

– Demonios, no puedo creerlo. -Se desplomó en el suelo, el pelo sobre la cara. Emitió sonidos que primero Baedecker interpretó como sollozos, luego comprendió que el hombre se estaba riendo-. Veinte malditos kilómetros con esta cosa a cuestas. Tanto trajín para nada.

– Te arruina la filmación -dijo Gavin.

– Al cuerno con la filmación -soltó Lude-. Jode la celebración.

– ¿Celebración? -preguntó Gavin-. ¿Qué celebración?

– Venid aquí -dijo Lude, volviéndose hacia el oeste. Condujo a Gavin y a Baedecker al borde del precipicio-. La celebración de eso -señaló Lude, extendiendo el brazo derecho en un arco que abarcaba los picos, la meseta y el cielo.

Gavin asintió.

– La creación de Dios es bella -acordó-. Pero no se requiere un acto temerario para celebrar al Creador ni Su labor.

Lude miró a Gavin y meneó la cabeza.

– No, amigo, no entiendes nada. No es la cosa de alguien. Simplemente es. Y somos parte de ello. Y eso merece una celebración.

Gavin también meneó la cabeza, como si estuviera ante un niño.

– Rocas, aire y nieve -dijo-. No significa nada por sí mismo.

Lude se quedó mirando al ex astronauta mientras Gavin se calzaba la mochila. Al fin Lude sonrió. Su pelo largo ondulaba en la brisa suave.

– Tienes la mente desquiciada, amigo, ¿te has dado cuenta?

– Vamos, Dick -dijo Gavin, dando la espalda a Lude-. Iniciemos el descenso.

Baedecker caminó hacia el ala Rogallo, se arrastró bajo el borde de la guía y alzó el arnés.

– Ayúdame -dijo.

Lude se le acercó.

– ¿Estás seguro, amigo?

– Ayúdame -repitió Baedecker. Las grandes manos de Lude ya estaban abrochando, ciñendo tramas de nailon, asegurando las correas de la cintura y los hombros. Las correas de la entrepierna y las argollas le recordaron a Baedecker todos los paracaídas que había usado en muchos años.

– No puedes hablar en serio -dijo Gavin.

Baedecker se encogió de hombros. Lude sujetó las correas de velero de la pierna y le indicó cómo desplazarse hacia adelante para obtener una posición de vuelo inclinado. Baedecker se levantó y se acomodó el peso de la cometa en el hombro, en el ápice del triángulo de metal, mientras Lude mantenía la quilla paralela al suelo.

– Estás loco -dijo Gavin-. No seas insensato, Dick. Ni siquiera llevas casco. Necesitaremos un equipo de rescate para desprender tu cuerpo de la cara de la montaña.

Baedecker asintió. El viento soplaba suavemente desde el oeste a menos de quince kilómetros por hora. Baedecker avanzó dos pasos hacia el borde. El ala delta botó ligeramente y se le calzó sobre los hombros. El viento y la gravedad jugaron en el cable tenso y en la tela ondulante.

– Esto es ridículo, Dick. Actúas como un adolescente.

– Mantén el morro hacia arriba, amigo -dijo Lude-. Inclina el cuerpo para girar.

Baedecker caminó hacia el borde. No había cuesta; la roca caía verticalmente treinta metros hasta terrazas escabrosas y luego seguían más caras verticales. Baedecker veía la camisa roja de Maggie a un kilómetro, una mota de color contra la tundra pedregosa, parda y blanca.

– ¡Dick! -ladró Gavin. Era una orden.

– No empieces ningún tres-sesenta a menos que tengas trescientos metros de aire debajo -dijo Lude-. Aléjate de la colina, amigo.

– Eres un condenado idiota -declaró Gavin. Era una evaluación final. Un veredicto.

Baedecker meneó la cabeza.

– Un celebrante -dijo. Avanzó cinco pasos y saltó.

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