Cuarenta y dos años después de haberse mudado, treinta años después de su última visita, dieciséis años después de su semana de fama como caminante lunar, a Richard Baedecker le invitaron a su pueblo natal. Sería huésped de honor durante el desfile de Old Settlers. El 8 de agosto se declararía el Día de Richard M. Baedecker en Glen Oak, Illinois.
La inicial del segundo nombre de Baedecker no era M, pues su segundo nombre era Edgar. Además, no consideraba esa pequeña localidad de Illinois como su pueblo natal. Cuando pensaba en el hogar de su infancia, lo que no era frecuente, recordaba el pequeño apartamento de la calle Kildare de Chicago, donde su familia había vivido antes y después de la guerra. Baedecker había vivido en Glen Oak menos de tres años, desde fines de 1942 hasta mayo de 1945. La familia de su madre había tenido tierras durante muchos años, y cuando el padre de Baedecker regresó al Cuerpo de Marines para actuar como instructor en Camp Pendleton, Richard Baedecker y sus dos hermanas se hallaron inexplicablemente arrancados del cómodo apartamento de Chicago para vivir en una decrépita casa de Glen Oak. Entonces Baedecker tenía siete años. Los recuerdos de esa época eran tan brumosos y ajenos como la búsqueda de desechos metálicos y papeles que había ocupado sus fines de semana y sus veranos en ese interludio. Aunque sus padres estaban sepultados en el linde de Glen Oak, hacía mucho que no pensaba en el pueblo ni lo visitaba.
Baedecker recibió la invitación a fines de mayo, poco antes de iniciar un viaje de negocios de un mes que lo llevaría a tres continentes. Archivó la carta y la habría olvidado si no se la hubiera mencionado a Cole Prescott, vicepresidente de la empresa aeroespacial para la que trabajaba.
– Demonios, Dick, ¿por qué no vas? Serán buenas relaciones públicas para la compañía.
– Bromeas -dijo Baedecker. Estaban en un bar del bulevar Lindbergh, cerca de sus oficinas de St. Louis-. Cuando vivía en ese pueblo de mala muerte durante la guerra, había un letrero que decía «Población 850 – Velocidad medida eléctricamente». Dudo de que haya crecido mucho desde entonces. Tal vez la población haya disminuido. No debe de haber muchos interesados en comprar productos de aviación de MD-GSS.
– Compran acciones, ¿verdad? -preguntó Prescott, llevándose un puñado de cacahuetes salados a la boca.
– Vacas -dijo Baedecker.
– ¿Dónde demonios queda Glen Oak, de todas formas? -preguntó Prescott.
Hacía años que Baedecker no oía pronunciar ese nombre. Le sonaba extraño.
– A unos trescientos kilómetros. En alguna parte entre Peona y Moline.
– Demonios, queda de paso. Se lo debes, Dick.
– Estoy ocupado -dijo Baedecker, pidiendo al barman un tercer whisky-. Debo recuperar el tiempo perdido después de las conferencias de Bombay y Frankfurt.
– Oye -dijo Prescott. Dejó de mirar a una camarera agachada y se volvió hacia Baedecker-. ¿El 9 de agosto no es el comienzo de esa reunión de líneas aéreas en el Hyatt de Chicago? Turner te ha pedido que vayas, ¿verdad?
– No, me lo ha pedido Wally. Seretti irá allí, sale de Rockwell y nosotros hablaremos acerca del trato de modificación del Air Bus con Borman.
– ¡Y pues! -dijo Prescott.
– ¿Pues qué?
– Que vas hacia esa dirección, amigo. Cumple con tu deber patriótico, Dick. Pediré a Teresa que les anuncie que vas.
– Veremos -dijo Baedecker.
Baedecker llegó a Peoria la tarde del viernes 7 de agosto. El DC-9 de Ozark apenas había subido a dos mil quinientos metros y hallado el meandroso río Illinois cuando tuvieron que descender. El pequeño aeropuerto estaba tan vacío que Baedecker recordó la pista de asfalto del límite de la jungla india donde había aterrizado semanas antes, en Khajuraho. Bajó la escalerilla, cruzó la pista caliente y lo recibió con entusiasmo un hombre corpulento y rubicundo a quien jamás había visto.
Baedecker gruñó para sus adentros. Había planeado alquilar un coche, pasar la noche en Peoria y enfilar hacia Glen Oak por la mañana. Pensaba detenerse en el cementerio durante el viaje.
– ¡Señor Baedecker! ¡Señor Baedecker! Bienvenido, bienvenido. Nos alegramos mucho de verle. -El hombre estaba solo. Baedecker tuvo que soltar la bolsa negra mientras el extraño le cogía la mano derecha y el brazo saludándolo con las dos manos-. Lamento que no hayamos podido organizar una recepción mejor, pero no lo hemos sabido hasta que Marge recibió una llamada esta mañana, anunciando que usted llegaría hoy.
– Está bien -dijo Baedecker. Retiró la mano y añadió innecesariamente-: Soy Richard Baedecker.
– Claro que sí, cielos. Yo soy Bill Ackroyd. La alcaldesa Seaton quería venir, pero esta noche debe asistir a la cena de Old Settlers.
– ¿El alcalde de Glen Oak es una mujer? -Baedecker se echó la bolsa al hombro y se enjugó el sudor de la mejilla. Los rodeaban vaharadas de calor que transformaban el distante follaje y el aparcamiento en trémulos espejismos. La humedad era tan intensa como en St. Louis. Baedecker miró al hombre corpulento que tenía al lado. Bill Ackroyd rondaba los cincuenta años. Su aspecto era fofo y la espalda de su camisa J.C. Penney estaba toda sudada. Llevaba el pelo peinado hacia adelante para ocultar la calva incipiente. «Tiene el mismo aspecto que yo», pensó Baedecker con un aguijonazo de cólera. Ackroyd sonrió y Baedecker le devolvió la sonrisa.
Baedecker lo siguió por la pequeña terminal hacia el camino curvo donde Ackroyd había aparcado el coche, en un espacio reservado para minusválidos. Las banalidades de Ackroyd se combinaban con el calor causando náuseas a Baedecker. Ackroyd conducía un Bonneville. Había dejado el motor en marcha y el aire acondicionado había refrescado el interior hasta helarlo. Baedecker se hundió en el asiento de terciopelo con un suspiro mientras el otro guardaba el equipaje en el maletero.
– No puedo expresarle cuánto significa esto para nosotros -dijo Ackroyd, acomodándose-. Todo el pueblo está entusiasmado. Es lo más importante que ha ocurrido en Glen Oak desde que la pandilla de Jesse James atravesó el lugar y acampó en Hartley's Pond. -Ackroyd rió y arrancó. Tenía unas manos tan grandes que el volante y la palanca de cambios parecían de juguete. Baedecker supuso que Ackroyd descendía de esos tipos del Medio Oeste que utilizaban esas manazas para prender a los salteadores de caminos.
– No sabía que la pandilla de James hubiera pasado por Glen Oak -comentó.
– Tal vez no pasó -dijo Ackroyd, soltando su risotada-. Con lo cual usted es lo más excitante que nos ha ocurrido jamás.
Peoria parecía abandonada, bombardeada o ambas cosas. En los escaparates había polvo y moscas muertas. Crecía hierba en las grietas de la autopista y malezas en las descuidadas plazoletas. Los edificios viejos se apiñaban uno contra otro y las pocas estructuras nuevas se erguían como enormes altares druidas entre manzanas de escombros.
– Por Dios -murmuró Baedecker-. No recordaba que la ciudad tuviera este aspecto. -En realidad apenas recordaba Peoria. Una vez al año asistían con su madre al desfile del Día de Acción de Gracias para que pudieran saludar a Santa Claus. Baedecker era demasiado grande para Santa Claus, pero se sentaba con sus hermanas menores en los leones de piedra situados cerca del tribunal y obedientemente agitaba la mano. Un año, Santa Claus llegó en un jeep con los cuatro elfos vestidos con los uniformes de las diversas fuerzas. Baedecker recordaba que el césped de la plaza de la ciudad se elevaba en un arco suave hasta el edificio amarillento del tribunal. Jugaba a que le disparaban y rodaba por la cuesta herbosa hasta que su madre le gritaba que no lo hiciera más. Ahora se dio cuenta de que habían convertido la plaza -supuso que era el mismo lugar- en un modesto parque cerca de un edificio del ayuntamiento que parecía una caja de cristal.
– La recesión de Reagan -comentó Ackroyd-. Y antes la recesión de Carter. Malditos rusos.
– ¿Rusos? -Baedecker casi esperaba oír un torrente de propaganda estilo John Birch. Recordaba haber leído que George Wallace había ganado en el condado de Peoria en la primaria de 1968. En 1968 Baedecker pasaba sesenta horas semanales en un simulador como parte del equipo de apoyo del Apollo 8. Ese año no significaba nada para él, excepto por los plazos del proyecto. Había salido de la cáscara en enero de 1969 para descubrir que Bobby Kennedy había muerto, Martin Luther King había muerto, Lyndon Johnson era un recuerdo y Richard Nixon era presidente. En la oficina de Baedecker en St. Louis, en la pared de encima del mueble bar, entre dos títulos honorarios de universidades que jamás había visitado, colgaba una fotografía donde Nixon le estrechaba la mano en una ceremonia del Rose Carden. Baedecker y los otros dos astronautas aparecían tensos e incómodos en la foto. Nixon sonreía exponiendo los blancos dientes, la mano izquierda en el codo de Baedecker en un saludo típico de vendedores, como el que Ackroyd le había ofrecido en el aeropuerto.
– En realidad no fue culpa de los rusos -gruñó Ackroyd-. Fue culpa de Caterpillar, por depender tanto de las ventas que les hacían a ellos. Cuando Carter cortó la exportación de equipos pesados después de Afganistán o lo que fuera, todo se fue al infierno. Caterpillar, General Electric, hasta Pabst. Durante un tiempo despidieron a todo el mundo. Ahora está mejor.
– Oh -dijo Baedecker. Le dolía la cabeza. Aún sentía el movimiento del avión sobrevolando el río. Ya que no podía pilotar un avión, al menos hubiera querido conducir un coche para desentumecerse las manos y las piernas, que anhelaban controlar algo. Cerró los ojos.
– ¿Prefiere el camino rápido o el camino largo? -preguntó Ackroyd.
– El largo -dijo Baedecker sin abrir los ojos-. Siempre el camino largo.
Obediente, Ackroyd cogió la siguiente salida para abandonar la interestatal 74 y se internó en las geometrías euclidianas de los maizales y las carreteras del condado.
Baedecker debió de dormirse unos minutos. Abrió los ojos cuando el coche se detuvo en un cruce. Letreros verdes indicaban la dirección de Princeville, Galesburg, Elmwood y Kewanee, y las respectivas distancias. No se mencionaba Glen Oak. Ackroyd viró hacia la izquierda. El camino era un corredor entre telones de maíz. Oscuros costurones de brea y asfalto emparchaban la carretera imprimiendo un sonido rítmico al aire acondicionado. La ligera vibración tenía una cualidad hipnótica y ecuestre.
– El corazón del corazón del país -dijo Baedecker.
– ¿Eh?
Baedecker se irguió en el asiento, sorprendido de haber hablado en voz alta.
– Una frase con la que un escritor solía describir esta región del país. William Gass, creo. La recuerdo a veces cuando pienso en Glen Oak.
– Oh. -Ackroyd se movió incómodo. Baedecker notó que lo había puesto nervioso. Ackroyd había dado por sentado que eran dos hombres, dos hombres bien plantados, y la mención de un escritor no encajaba. Baedecker sonrió evocando los seminarios que las diversas fuerzas habían dado a sus pilotos de prueba antes de las primeras entrevistas en la NASA para el programa Mercury. «Si te apoyas las manos en las caderas, cerciórate de apuntar los pulgares hacia atrás.» ¿Se lo había dicho Deke o lo había leído en The Right Stuff de Tom Wolfe?
Ackroyd estaba hablando de su agencia de bienes raíces antes de la interrupción de Baedecker. Ahora se aclaró la garganta y gesticuló con la mano derecha.
– Supongo que ha conocido a mucha gente importante, ¿eh, señor Baedecker?
– Richard -se apresuró a decir Baedecker-. Usted es Bill, ¿verdad?
– Sí. Ningún parentesco con el tío de esos viejos programas de Saturday Nigh Live. Muchos me lo preguntan.
– No -dijo Baedecker. Nunca había visto el programa.
– ¿Y quién ha sido el más importante, en su opinión?
– ¿Qué? -preguntó Baedecker pero no había modo de encauzar la charla en otra dirección.
– El personaje más importante que ha conocido.
Baedecker trató de infundir cierta vitalidad a su voz. De pronto se encontró extenuado. Pensó que tendría que haber conducido en su propio automóvil desde St. Louis. La escala en Glen Oak no le habría quedado muy lejos del itinerario, y se habría podido largar cuando hubiera querido. Baedecker no recordaba la última vez que había conducido a ninguna parte, excepto para ir de su apartamento a la oficina y viceversa. Viajar se había transformado en una serie incesante de tramos aéreos. Con cierta sorpresa cayó en la cuenta de que Joan, su ex esposa, nunca había estado en St. Louis, en Chicago, en el Medio Oeste. Su vida en común había transcurrido en la costa, en lugares donde terminaba el continente: Fort Lauderdale, San Diego, Houston, Cocoa Beach, esos cinco malos meses en Boston. De pronto sintió curiosidad por la opinión de Joan sobre esa vasta extensión de campos, granjas, vaharadas de calor.
– El sha de Irán -dijo-. Al menos fue el que más me impresionó. El espectáculo de la corte, el protocolo, y la sensación de poder que comunicaban él y su cortejo. Aun la Casa Blanca y el palacio de Buckingham parecían poca cosa en comparación. No le sirvió de mucho.
– Así es -dijo Ackroyd-. Una vez conocí a Joe Namath. Yo estaba en una convención de Amway en Cincinnati. No tengo tiempo para eso desde que me involucré en el asunto de Pine Meadows, pero me iba muy bien. Mil trescientos pavos al mes, y apenas sin esforzarme. Joe se encontraba allí por otro asunto, pero conocía a un individuo que era muy amigo de Merle Weaver. Así que Joe, que nos pidió a todos que lo llamáramos así y pasó los dos días con nosotros. Incluso nos acompañó a la zona de combate. Es decir, tenía sus compromisos, pero cada vez que podían él y el amigo de Merle salían a cenar con nosotros y nos invitaban a unas copas. Nunca he conocido un tío más simpático.
Baedecker se sorprendió al comprobar que reconocía el lugar. Sabía que a la vuelta de la próxima curva aparecería una granja con un reloj floral en el centro de la calzada. Apareció la granja. No había reloj, pero el aparcamiento estaba recién asfaltado. La casa de tejas rojas de la izquierda era aquella que su madre llamaba la vieja posta de diligencias. Vio el derruido porche del segundo piso y tuvo la certeza de que era el mismo edificio. La repentina superposición de recuerdos olvidados sobre la realidad resultó perturbadora para Baedecker, una tenaz sensación de déjà vu. Miró hacia delante y supo que en unos metros aparecería Glen Oak: una arboleda con un depósito verde de agua por encima de los maizales.
– ¿Conoce a Joe Namath? -preguntó Ackroyd.
– No, no lo conozco -dijo Baedecker. En un día despejado, desde un 747 a diez mil metros de altura, Illinois parecería una cuadrícula. Baedecker sabía que el ángulo recto dominaba en el Medio Oeste tal como las sinuosas y obtusas curvas de la erosión dominaban el sudoeste, donde había realizado casi todos su vuelos. Desde una altura de doscientas millas náuticas, el Medio Oeste era un borrón verde y marrón que se vislumbraba entre masas nubosas blancas. Desde la Luna no había sido nada. Baedecker no pensó en buscar los Estados Unidos en sus cuarenta y seis horas en la Luna.
– Un tío cojonudo. Nada engreído como algunas personas famosas que uno conoce, ¿entiende? Lástima lo de su rodilla.
El depósito de agua era diferente. Una alta y blanca estructura de metal había reemplazado a la torre verde. Ardía en los rutilantes rayos oblicuos del sol del atardecer. Baedecker sintió una extraña emoción entre el corazón y la garganta. No era nostalgia ni añoranza trasnochada. Baedecker comprendió que esa ardiente oleada de sensaciones era simple reverencia ante una imprevista confrontación con la belleza. Había sentido ese sorprendido dolor una tarde de lluvia de su infancia, en el Instituto de Artes de Chicago, frente a ese óleo de Degas de la joven bailarina con naranjas en los brazos. Había experimentado la misma emoción aguda al ver a su hijo Scott -morado, abotargado, brillante, la boca abierta- segundos después del nacimiento. Baedecker ignoraba por qué se sentía así ahora, pero pulgares invisibles le apretaban la garganta y un ardor lo aguijoneaba detrás de los ojos.
– Apuesto a que no reconoce el lugar -dijo Ackroyd-. ¿Cuánto hace que no viene, Dick?
Glen Oak apareció como una borrosa arboleda, se resolvió en un apiñamiento de casas blancas, se ensanchó llenando el parabrisas. La carretera viró de nuevo dejando atrás una gasolinera Sunoco, una casa de ladrillos (Baedecker recordó que su madre le había contado que había sido una estación del «ferrocarril subterráneo», la organización blanca que ayudaba a escapar a los esclavos negros del Sur) y un letrero blanco que decía:
GLEN OAK, POBLACIÓN 1275, VELOCIDAD MEDIDA ELÉCTRICAMENTE.
– Desde el 56 -dijo Baedecker-. No, 1957. Los funerales de mi madre. Murió un año después de fallecer mi padre.
– Están sepultados en el cementerio Calvary -dijo Ackroyd, como si le revelara algo nuevo.
– Sí.
– ¿Quiere pasar por allí? ¿Antes de que oscurezca? No me molesta esperar.
– No. -Baedecker echó un rápido vistazo a la izquierda, horrorizado ante la idea de visitar la tumba de sus padres mientras Bill Ackroyd esperaba en su Bonneville-. No, gracias, estoy cansado. Me gustaría ir al motel. ¿El que está al norte de la ciudad todavía se llama Day's End Inn?
Ackroyd rió y palmeó el volante.
– Cielos, ¿ese viejo tugurio? No, señor, lo demolieron en el 62, cuando Jackie y yo nos mudamos aquí desde Lafayette. No, el lugar más cercano es el Motel Six, en la 74, cerca de la salida de Elmwood.
– Está bien -dijo Baedecker.
– Oh, no -dijo Ackroyd con expresión consternada-. Habíamos planeado que se quedara con nosotros, Dick. Nos sobra lugar, y lo hemos confirmado con Marge Seaton y el consejo. El Motel Six se halla lejos de todo, a veinte minutos por el camino duro.
El camino duro. Así llamaban en Glen Oak a la carretera asfaltada que también hacía las veces de calle mayor. Hacía cuatro décadas que Baedecker no oía esa expresión. Meneó la cabeza y miró por la ventanilla mientras avanzaban despacio por esa calle mayor. El distrito comercial de Glen Oak tenía dos manzanas y media. Las aceras eran franjas de cemento de tres niveles. Los escaparates estaban a oscuras, y los aparcamientos diagonales se hallaban vacíos excepto por algunos camiones frente a un bar, cerca del parque. Baedecker trató de asociar las imágenes de esos edificios de frente chato con sus recuerdos, pero encontró pocos elementos comunes, sólo la vaga sensación de estructuras desaparecidas, como orificios en una sonrisa otrora familiar.
– Jackie ha conservado la comida tibia, pero podríamos ir a Old Settlers y tomar pescado frito si le gusta.
– Estoy muy cansado -dijo Baedecker.
– De acuerdo. Entonces mañana nos encargaremos de las formalidades. De todos modos, Marge estaría demasiado atareada esta noche, con la rifa y todo eso. Mi hijo Terry se muere por conocerle. Está realmente deslumbrado… Usted ya entiende. A Terry le entusiasma el espacio y todo eso. Fue Terry precisamente quien preparó un informe para la escuela el año pasado y recordó que usted había vivido aquí por un tiempo. A decir verdad, eso me dio la idea de que usted fuera huésped de honor en el Old Settlers. Terry estaba muy contento de que hubiera nacido aquí. Claro que Marge habría adorado la idea de todos modos pero, sabe usted, para mi hijo significaría mucho que pasara las dos noches con nosotros.
Aunque se movían a muy poca velocidad, ya habían recorrido toda la calle mayor de Glen Oak. Ackroyd viró a la derecha y se detuvo cerca de la iglesia católica. Era un parte de la ciudad que Baedecker rara vez recorría cuando niño porque Chuck Compton, el matón de la escuela, vivía allí. Era la única parte del pueblo donde había ido al regresar para las exequias de sus padres.
– No nos molestaría en absoluto -dijo Ackroyd-. Sería un gran honor recibirlo, y es probable que el Motel Six esté lleno de camioneros a esta hora del viernes.
Baedecker miró la iglesia marrón. La recordaba mucho más grande. Se sintió embargado por una extraña laxitud. El calor estival, las largas semanas de viaje, la decepción de ver a su hijo en el ashram de Poona, todo conspiraba para reducirlo a un estado de triste pasividad. Baedecker reconoció esa sensación, pues la había experimentado en sus primeros meses como marine en el verano de 1951. También cuando Joan lo abandonó los primeros meses.
– No quiero ser una molestia -dijo.
Ackroyd sonrió aliviado y cogió el brazo de Baedecker un segundo.
– No es ninguna molestia. Jackie ansia conocerle, y Terry nunca olvidará la visita de un verdadero astronauta.
El coche avanzó despacio entre estrías de luz crepuscular que alternaban con franjas de sombra.
Los murciélagos habían salido cuando Baedecker fue a caminar una hora después. Sus vibrantes aleteos se perfilaban contra la opaca cúpula del cielo nocturno. El sol había desaparecido pero el día se aferraba a la luz como Baedecker en su infancia, en una similar noche de agosto, se había aferrado a las últimas semanas de las vacaciones de verano. Tardó sólo unos minutos en llegar caminando a la parte vieja de la ciudad, su parte de la ciudad. Se alegraba de estar fuera y a solas.
Ackroyd vivía en un complejo de veinte casas en la esquina noreste del pueblo, donde Baedecker sólo recordaba parcelas y un arroyo donde cazaban ratas almizcleras. La casa de Ackroyd era de un estilo seudohispánico, con una lancha y un remolque en el garaje y una caravana en la calle. El interior se hallaba abarrotado de pesados muebles Ethan Allen. Jackie, la esposa de Ackroyd, llevaba una apretada permanente, tenía arrugas alrededor de los ojos y un labio superior prominente que daba la agradable sensación de una sonrisa constante. Era unos años más joven que el esposo. Terry, el único hijo, era un niño pálido de trece o catorce años, tan flaco y callado como corpulento y parlanchín su padre.
– Saluda al señor Baedecker, Terry. Vamos, cuéntale cuánto has esperado este momento. -La manaza de Ackroyd impulsó al niño hacia delante.
Baedecker se inclinó pero no pudo hallar la mirada del niño, y en la palma abierta sólo sintió un breve contacto de dedos húmedos. El pelo castaño de Terry le tapaba los ojos como una visera. El niño masculló algo.
– Encantado de conocerte -dijo Baedecker.
– Vamos, Terry -apuntó su madre-, enseña al señor Baedecker el cuarto de invitados. Luego enséñale tu cuarto. Sin duda le interesará mucho. -La madre sonrió y Baedecker recordó las primeras fotos de Eleanor Roosevelt.
El niño lo condujo escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos. El cuarto de huéspedes estaba en el sótano. Disponía de cuarto de baño y la cama parecía confortable. La habitación del niño se encontraba junto a una extensa sala enmoquetada, quizá pensada como cuarto de juguetes.
– Supongo que mamá quería que le enseñara esto -murmuró Terry, y encendió una luz opaca. Baedecker miró el interior, parpadeó y avanzó un paso para mirar de nuevo.
Había una sola cama, hecha con pulcritud, un pequeño escritorio, una minicadena estéreo y tres paredes oscuras con estantes, carteles, algunos libros, diversas naves hechas a escala, todos los objetos habituales del cuarto de un adolescente. Pero la cuarta pared era distinta.
Una foto del Apollo 8, una de las fotos de la Tierra tomadas con la cámara externa en la primera y tercera órbita lunar. La foto, en su momento, cautivó la imaginación del mundo, pero se había abusado tanto de ella que Baedecker ya no le prestaba atención. Pero aquí era diferente. La foto ampliada formaba un empapelado del suelo al cielo raso, y de lado a lado del cuarto. La Tierra era de un vibrante color azul y blanco, el cielo negro, el primer plano un gris opaco. Era como si el cuarto del niño diera sobre la superficie lunar. Las paredes oscuras y la luz pálida reforzaban esa ilusión.
– Idea de mamá -murmuró el niño. Tocó nervioso una pila de cintas sobre el escritorio-. Creo que la consiguió en una liquidación.
– ¿Has construido tú las naves? -preguntó Baedecker. Los estantes estaban cubiertos de naves espaciales de plástico gris, las naves mastodónticas de Star Wars, Star Trek y Battlestar Galactica. En un rincón dos grandes transbordadores espaciales colgaban de un hilo oscuro.
El niño movió los hombros y las manos, un gesto conciso y adusto como el de Scott, el hijo de Baedecker, después de sus errores cometidos en la Pequeña Liga.
– Papá ayudó.
– ¿Te interesa el espacio, Terry?
– Sí. -El niño titubeó y miró a Baedecker con un destello de repentino coraje en los ojos oscuros-. Es decir, me interesaba. Cuando era más pequeño. Todavía me gusta, sí, pero son cosas de chicos. Lo que me interesa ahora es ser principal guitarrista de un grupo como Twisted Sister. -Calló y clavó los ojos en Baedecker.
Baedecker no pudo contener una sonrisa. Tocó el hombro del chico brevemente, con firmeza.
– Bien. Bien. Vamos arriba, ¿quieres?
Las calles estaban oscuras excepto por algunos faroles y el centelleo azulado de los televisores en las ventanas. Baedecker aspiró el aroma de la hierba recién cortada y los lejanos campos. Las estrellas vacilaban en aparecer. A excepción de algún coche que pasaba por el «camino duro», una calle hacia el oeste, el único ruido era el chachareo sofocado pero excitado de los televisores. Baedecker recordó el sonido de las radios de consola a través de esos mismos canceles y ventanas. Las voces radiales tenían más autoridad y profundidad.
A pesar de su nombre, Glen Oak -Roble del Vallecito- nunca había tenido muchos robles, pero en los años 40 albergaba gran cantidad de olmos gigantes, árboles increíblemente macizos que arqueaban sus gruesas ramas en un enrejado que transformaba incluso la calle lateral más ancha en un túnel de luces y sombras. Los olmos eran Glen Oak. Incluso un niño de diez años lo había notado mientras iba en bicicleta al centro en un atardecer estival, pedaleando con furia hacia el oasis de los árboles y la cena del sábado.
Ahora los olmos habían desaparecido. Baedecker supuso que diversas epidemias los habían diezmado. Las anchas calles estaban abiertas al cielo. Todavía quedaba una proliferación de árboles pequeños. En la brisa, las hojas bailaban frente a los faroles y arrojaban sombras sobre la acera. Viejas casas apartadas de las aceras aún tenían pisos altos protegidos por un follaje susurrante. Pero los olmos gigantes de la infancia de Baedecker ya no estaban. Se preguntó si la gente que regresaba a sus antiguos hogares de los pueblos pequeños de toda la región había reparado en esta pérdida. Como el olor de las hojas quemadas en otoño, era algo que su generación echaba de menos.
Los murciélagos bailaban esquivamente contra un cielo violáceo. Algunas estrellas empezaban a despuntar. Baedecker entró en un patio escolar que ocupaba una manzana entera. La alta y vieja escuela elemental, cuyo derruido campanario había albergado a los ancestros de muchos de los murciélagos de esa noche, había sido demolida tiempo atrás y reemplazada por un apiñamiento de cajas de ladrillo y vidrio, al pie de otra caja de ladrillo y vidrio más grande que llenaba buena parte de la manzana. Baedecker sospechó que el edificio más grande era el gimnasio de la nueva escuela. En su época la escuela elemental no tenía gimnasio; cuando necesitaban uno, caminaban dos calles hasta la escuela secundaria. Baedecker recordó que la escuela vieja se alzaba en medio de hectáreas de hierba, media docena de campos de béisbol y dos áreas de juego, una para niños pequeños y otra con un gran tobogán para los grados superiores. Todo el conjunto se hallaba custodiado por una alta arboleda que se erguía alrededor de la manzana. Ahora los edificios bajos y el monstruoso gimnasio ocupaban la mayor parte del espacio. No había árboles. Los campos de juego eran sólo una franja de asfalto y una estructura de madera semejante a una cárcel militar, construida en un cuadrado de arena. Baedecker fue hasta allí y se sentó en un nivel inferior de la estructura, que le evocaba una horca mal diseñada.
Enfrente veía su antigua casa. Aun en el desleído crepúsculo observaba que no había sufrido muchos cambios. La luz se derramaba por las ventanas de ambos pisos. Un buen revestimiento de madera reemplazaba las viejas chillas. Habían añadido un garaje y una calzada de asfalto que sustituía la vieja calzada de grava. Baedecker sospechó que el cobertizo detrás de la casa ya no estaría. Cerca del frente crecía un abedul que antes no existía. Baedecker hurgó en su memoria tratando en vano de recordar en aquel lugar un árbol joven. Luego comprendió que lo podían haber plantado cuando él se había mudado: así el árbol tendría cuarenta años.
Baedecker no sentía nostalgia, sólo un ligero vértigo ante la idea de que ese extraño caparazón de piedra y madera en un extraño lugar del mundo hubiera albergado a un niño que se creía el centro de la creación. Una luz se encendió en un cuarto del segundo piso. Baedecker casi pudo ver el viejo papel en el que se dibujaban veleros enmarcados por incesantes cuadrados de soga, cada esquina complicada por imposibles nudos náuticos. Recordó haber pasado noches de fiebre en vela, tratando una y otra vez de desatar mentalmente esos nudos. También recordó la bombilla colgante y el cable, el armario amarillo semejante a un ataúd y el enorme mapamundi Rand McNally donde todas las noches ese niño fervoroso desplazaba alfileres de color desde una impronunciable isla del Pacífico hasta otra.
Baedecker meneó la cabeza, se levantó y caminó hacia el norte, alejándose de la escuela y la casa. Había anochecido del todo, pero nubes bajas ocultaban estrellas. Baedecker no volvió a mirar hacia arriba.
– ¿Cómo ha ido? ¿Ha visto los viejos lugares? -saludó Ackroyd cuando Baedecker cruzó el patio de la casa. La pareja estaba sentada en un pequeño porche con mosquitero, entre la casa y el garaje.
– Sí. Por suerte está refrescando, ¿verdad?
– ¿Se ha encontrado a algún conocido?
– Las calles estaban desiertas -dijo Baedecker-. He podido ver las luces de Old Settlers, al menos creo que era Old Settlers, al sudeste de la escuela secundaria. Parecía que todo el mundo estaba allí. -Para el niño Baedecker, el fin de semana de Old Settlers había consistido en tres días que signaban el corazón del verano y también el último acontecimiento festivo antes de la cuenta atrás para el reinicio de la escuela. Old Settlers había significado el hallazgo de la entropía.
– Ya lo creo -dijo Ackroyd-. Habrá una francachela esta noche, con esa barbacoa. Todavía tiene tiempo para ir si lo desea. La tienda de la Legión Americana sirve cerveza hasta las once.
– No, gracias, Bill. Estoy muy cansado, de veras. Pensaba acostarme. Salude a Terry de mi parte, por favor.
Ackroyd lo condujo al interior y encendió la luz de la escalera.
– En realidad, Terry ha ido a casa de su amigo Donnie Peterson. Han pasado juntos el fin de semana de Old Settlers desde que se conocieron en el parvulario.
La señora Ackroyd se cercioró de que Baedecker tuviera mantas adicionales, aunque era una noche cálida. El cuarto de invitados desprendía un olor a habitación de motel que resultaba cómodamente familiar. La señora Ackroyd sonrió, cerró la puerta con suavidad y lo dejó a solas.
El cuarto era un pozo de negrura salvo por el fulgor de su reloj-calculadora digital. Baedecker se acostó y escrutó la oscuridad. Cuando los dígitos de suave fulgor indicaron las 2.32 se levantó y salió a la sala vacía y enmoquetada. No se oía ruido en los pisos superiores. Alguien había dejado una luz encendida en la escalera por si Baedecker quería ir a la cocina. Sin embargo, Baedecker fue al cuarto del niño, titubeó un segundo ante la puerta entornada y entró. La luz de la escalera alumbraba suavemente la superficie lunar llena de agujeros y la Tierra azul y blanca en cuarto creciente. Baedecker se quedó un minuto; se disponía a salir cuando algo le llamó la atención. Cerró la puerta y se sentó en la cama de Terry. Por un minuto se apagó la luz y Baedecker quedó a ciegas. Luego notó cien chispas relucientes en las paredes y el cielo raso. Despuntaban estrellas. El niño -Baedecker tuvo la certeza de que era el niño- había salpicado el cuarto con motas de pinturas fosforescente. La semiesfera de la Tierra empezó a relucir con un resplandor lechoso que iluminaba las tierras altas y los cráteres de la Luna. Baedecker nunca había visto una noche lunar desde la superficie -ni él ni ningún astronauta de las misiones Apollo- pero se quedó sentado en la pulcra cama del niño hasta que las estrellas le abrasaron los ojos y pensó «sí, sí».
Al cabo de un rato se levantó, caminó en silencio hasta su cuarto y se durmió.
El Día de Richard M. Baedecker amaneció cálido y despejado. En la calle zumbaba el tráfico del sábado. El cielo azul bañaba los distantes maizales en una luz quebradiza.
Baedecker hizo dos desayunos, el primero con Ackroyd y su esposa en la espaciosa cocina. El segundo fue con la alcaldesa y los funcionarios del ayuntamiento ante una larga mesa del Parkside Café. Marjorie Seaton parecía la versión pueblerina de Jane Byrne, la ex alcaldesa de Chicago. Baedecker no sabía dónde residía la semejanza, pues la cara de Seaton era ancha y curtida mientras que la de Byrne era estrecha y pálida. Marge Seaton tenía una risa franca y entusiasta que no guardaba ninguna similitud con lo que recordaba de las fruncidas risitas de Byrne. Pero en los ojos de ambas mujeres se vislumbraba algo que a Baedecker le recordaba a las mujeres apaches esperando a que les clavasen estacas a los prisioneros varones para divertirse.
– Todo el pueblo está entusiasmado con esta visita, Dick -dijo Seaton con una sonrisa-. Yo diría que todo el condado. Vendrá gente incluso desde Galesburg.
– Ansío conocerla -dijo Baedecker, jugueteando con sus bizcochos. Al lado, Ackroyd mojaba una tostada en el huevo. La camarera, una mujer menuda de cara demudada llamada Minnie, regresaba a cada momento para llenarles la taza de café como si refinara la definición de camarera con la empecinada repetición de ese único acto.
– ¿Tienen ustedes un programa… un horario? -preguntó Baedecker-. ¿Una especie de orden del día?
– Claro que sí -respondió un hombre delgado con traje de poliéster verde a quien habían presentado como Kyle Gibbons o Gibson-. Aquí tiene. -Extrajo una hoja doblada que alisó frente a Baedecker.
– Gracias.
09.00 – REUNIÓN AYUNTAMIENTO – Parkside (¿Astronauta?)
10.00 – TORNEO VOLEIBOL – (BAILE LEG. AM.)
11.30 – PREPARACIÓN DEL DESFILE (Oeste 5)
12.00 – DESFILE OLD SETTLERS
13.00 – BARBACOA Y EXHIBICIÓN DE TIRO J.G.C. (sheriff Mechan)
13.30 – TORNEO SOFTBOL
14.30 – ESPECTÁCULO BOMBEROS VOLUNTARIOS
17.00 – BARBACOA OPTIMISTAS
18.00 – HORA DE VIVA LA GENTE (camp. coristas)
19.00 – RIFA (alcaldesa Seaton – gimnasio secundaria)
19.30 – ESTRELLAS DE MAÑANA (gimnasio secundaria)
20.00 – DISCURSO DEL ASTRONAUTA
22.00 – FUEGOS ARTIFICIALES J.G.C.
Baedecker alzó los ojos.
– ¿Discurso?
Marge Seaton bebió café y le sonrió.
– Lo que usted diga estará bien, Dick. No se preocupe. A todos nos gustaría oírle hablar del espacio o de la sensación que tuvo al caminar por la Luna. Bastará con veinte minutos, ¿de acuerdo?
Baedecker asintió con la cabeza y a través de la ventana abierta escuchó el aleteo de las hojas en la serena brisa matinal. Entraron algunos niños y pidieron refrescos a voz en cuello en el mostrador. Minnie los ignoró y se apresuró a seguir llenando tazas de café.
La conversación se encauzó hacia temas del ayuntamiento y Baedecker se excusó. Afuera, el calor de la mañana ya se reflejaba en las aceras y comenzaba a ablandar el asfalto de la carretera. Baedecker pestañeó y extrajo sus gafas de aviador del bolsillo de la camisa. Llevaba la camisa de safari de lino blanco, los pantalones tostados de algodón y las botas que había usado en Calcuta unas semanas antes. Le costaba creer que ese mundo de cielo azul y abrasador, escaparates chatos y blancos y carretera desierta pudiera coexistir con el lodo del monzón, las barriadas interminables y la apiñada demencia de la India.
El parque de la ciudad era mucho más pequeño de lo que recordaba. En la memoria de Baedecker el quiosco de la orquesta era un grato mirador Victoriano, pero allí sólo había una losa de cemento plana sobre bloques de escoria volcánica. Dudaba de que el mirador hubiera existido.
Los sábados por la noche, durante los dos veranos que Baedecker vivió allí, un residente rico de Glen Oak -no tenía idea de quién había sido- exhibió películas gratis en ese parque, proyectándolas en tres sábanas clavadas en el flanco del Parkside Café. Baedecker recordaba los noticiarios Movietone, dibujos animados donde nada menos que Bugs Bunny y el pato Donald vendían bonos de guerra, y películas clásicas como Fly By Night, Saps at Sea, Broadway Limited y Once Upon a Honeymoon. Baedecker podía cerrar los ojos y evocar las imágenes fluctuantes, las caras de las familias de granjeros sentadas en los bancos, las mantas y el césped recién cortado, los ruidos de los niños que correteaban entre arbustos cerca del mirador y trepaban a los árboles y, por lo menos una vez, silenciosos relámpagos de calor danzando sobre árboles y escaparates, acercándose mientras las gruesas ramas de los olmos bailaban al ritmo de la brisa que huía de la inminente tormenta. Baedecker recordaba la dulzura de esa brisa que atravesaba kilómetros de maizales maduros. Recordaba el crujido del rayo que, en un perturbador instante de tiempo suspendido antes de que todos buscaran refugio, congeló a personas, coches, bancos, hierba, edificios y a Baedecker mismo en un fogonazo estroboscópico que por un segundo transformó el mundo entero en el cuadro congelado de una película.
Baedecker se aclaró la garganta, escupió y caminó hacia un pedestal de piedra. Tres placas de bronce conmemoraban a hombres de Glen Oak que habían luchado en conflictos que iban desde la guerra con México hasta Vietnam. Las estrellas señalaban a los que habían muerto durante el servicio. Ocho muertos en la Guerra Civil, tres en la Segunda Guerra Mundial, ninguno en Vietnam. Baedecker leyó los catorce nombres enumerados bajo Corea, pero su nombre no figuraba entre ellos. No reconoció a ninguno de los demás, aunque debía de haber ido a la escuela con algunos de ellos. La placa de Vietnam estaba poco gastada por la intemperie y escrita sólo en una tercera parte. Había sitio para más guerras.
Enfrente, una familia de granjeros había bajado de un pequeño camión y miraba el escaparate de la tienda Helmann's Variety. Baedecker recordó que aquel lugar era la tienda Jensen's Dry Goods, un edificio largo y oscuro donde los ventiladores de techo giraban despacio a cinco metros de los polvorientos suelos de madera. La familia señalaba y reía excitadamente. Las aceras empezaron a llenarse de gente. En alguna parte una banda empezó a tocar, calló de golpe, empezó de nuevo y se detuvo con un estrépito de cimbales.
Baedecker se sentó en un banco del parque. Le dolían los hombros por el peso de las cosas. Cerró de nuevo los ojos y trató de evocar la sensación de botar por una llanura resplandeciente y repleta de agujeros mientras la luz arrojaba una aureola sobre el traje blanco y el sistema de soporte vital de Dave. La gravedad era un enemigo menor, y cada movimiento era fluido y grácil como andar de puntillas sobre el fondo de una laguna iluminada por el sol.
No pudo recordar esa ligereza. Abrió los ojos y escrutó la polarizada claridad de las cosas.
El desfile de Old Settlers empezó con quince minutos de retraso. La banda de la escuela secundaria lideró la marcha, seguida por varias hileras de jinetes sin identificación, luego aparecieron cinco carrozas caseras que representaban capítulos de la FFA, 4-H, boy scouts (consejo de Creve Coeur), la sociedad histórica del condado y el Jubilee Gun Club. Tras las carrozas venía la banda de los primeros años de la escuela secundaria, integrada por nueve jóvenes, luego un contingente a pie de la Legión Americana, y luego Baedecker en un Mustang descapotable blanco de hacía veinte años. La alcaldesa Seaton iba a la derecha, el señor Gibbons o Gibson a la izquierda y Bill Ackroyd en el asiento delantero, junto a un joven conductor. Ackroyd insistió en que los tres de atrás se sentaran en el maletero apoyando los pies en la tapicería de vinilo rojo. A ambos lados del Mustang se izaban estandartes anunciando a:
RICHARD M. BAEDECKER – EL ENVIADO DE GLEN OAK A LA LUNA.
Bajo las letras aparecía el emblema de la misión. Detrás de un simbólico módulo de mando con velas asomaba un sol semejante a una de las yemas de huevo donde Ackroyd había mojado la tostada esa mañana.
El desfile pasó junto al parque por la calle Cinco Oeste y marchó orgullosamente por la calle Mayor. El Plymouth verde y blanco del sheriff Mechan despejaba el camino. La gente bordeaba las altas aceras de tres niveles, que parecían diseñadas para presenciar desfiles. Se veían pequeñas banderas norteamericanas y Baedecker se percató de que habían colgado una pancarta entre dos postes de luz de lado a lado de la calle:
GLEN OAK CELEBRA EL DÍA DE RICHARD M. BAEDECKER
DESFILE OLD SETTLERS
EXHIBICIÓN DE TIRO EN EL JUBILEE GUN CLUB, SÁBADO 8 DE AGOSTO.
La banda de la escuela dobló a la izquierda en la calle Dos y de nuevo a la izquierda junto al patio de la escuela. Los niños que jugaban en la estructura de madera con forma de horca saludaban y gritaban. Un niño, apuntando con la mano, comenzó a disparar. Sin titubear, Baedecker le apuntó con el dedo y devolvió el disparo. El niño se aferró el pecho, agitó los ojos, hizo una cabriola y cayó de la viga aterrizando de espaldas en el arenero.
Doblaron a la derecha en la calle Cinco, a sólo una calle de donde habían comenzado, y viraron al este. Baedecker reparó en un pequeño edificio blanco a la derecha. Estaba seguro de que había sido la biblioteca. Recordaba el caliente olor a altillo de la salita en un día de verano y el ceño fruncido de la bibliotecaria cuando él sacó un libro de las aventuras de John Carter en Marte por octava o décima vez.
La calle Cinco era tan ancha que se podía desfilar dejando dos carriles de tráfico a la izquierda. No había tráfico. Baedecker de nuevo lamentó la ausencia de los grandes olmos, especialmente ahora que el sol caía a plomo en el asfalto atestado. Pequeños olmos chinos crecían cerca de la cuneta cubierta de hierba, pero parecían desproporcionadamente pequeños frente a la calle ancha, los largos parques y las casas grandes. Gente sentada en porches y sillas de jardín agitaba la mano. Niños y perros corrían junto a los caballos y correteaban alrededor del guardia de color de la banda. Tras el Mustang, una procesión informal de bicicletas, carros empujados por niños y podadoras de césped alegremente adornadas añadía quince metros a la caravana.
El coche del sheriff dobló a la derecha en la calle Catton. Pasaron de nuevo ante el patio escolar. Frente al viejo hogar de Baedecker un hombre sin camisa, con la barriga colgando sobre los pantalones cortos cortaba el césped. Alzó los ojos y saludó al Mustang uniendo dos dedos. Tres viejos estaban sentados en el porche sombreado donde Baedecker solía jugar a piratas o se defendía oleada tras oleada de ataques japoneses.
Dos manzanas más allá del viejo hogar de Baedecker, el desfile pasó frente a la escuela secundaria y se encaró una pared de maíz. La banda giró hacia un camino rural y rodeó la escuela secundaria enfilando hacia el campo abierto donde habían erigido el campo de festejos de Old Settlers. Más allá del aparcamiento había media docena de tiendas grandes, muchas cabinas y varias atracciones que permanecían inmóviles bajo el sol del mediodía. Las multitudes de la noche anterior habían pisoteado la hierba alta y marrón del campo, llenándola de desperdicios. Más al norte estaban los campos de béisbol, ocupados ya por jugadores de uniforme brillante y rodeados por multitudes entusiastas. Aún más al norte, casi hasta la parte trasera de la vieja casa de Baedecker, coches de bomberos apiñados formaban ángulos rojos y verdes en la hierba.
Las bandas dejaron de tocar y el desfile se disolvió. La zona de juego se hallaba casi desierta y pocas personas miraban cuando los miembros de la banda y los caballos se dispersaron confusamente. Baedecker permaneció sentado un instante.
– Bien -dijo la alcaldesa Seaton-, ha sido divertido, ¿verdad?
Baedecker meneó la cabeza y miró hacia arriba. El metal y la tapicería del coche ardían. El sol estaba casi en el cénit. Cerca del horizonte, apenas visible en el cielo sin nubes, se veía el borde tenue de una luna en cuarto creciente.
– ¡Dick!
Baedecker apartó los ojos de la mesa donde bebía cerveza con los demás. Era una mujer madura y corpulenta de pelo rubio y corto. Vestía una blusa estampada y pantalones elásticos que se acercaban al límite máximo de expansión. Baedecker no la reconoció. La luz sepia de la tienda de la Legión Americana era borrosa. El aire cálido olía a lona. Baedecker se levantó.
– ¡Dick! -repitió la mujer, acercándose para estrecharle la mano-. ¿Cómo estás?
– Bien -repuso Baedecker-. ¿Cómo estás tú?
– Oh, bien, muy bien. Tu aspecto es sensacional, Dick, pero ¿qué le ha pasado a tu pelo? Recuerdo cuando tenías esa melena roja.
Baedecker sonrió y sin darse cuenta se pasó la mano por la coronilla. Los hombres con los que estaba charlando siguieron bebiendo cerveza.
La mujer se llevó las manos a la boca y titubeó.
– Cielos, me recuerdas, ¿verdad?
– Soy pésimo para los nombres -confesó Baedecker.
– Pensaba que te acordarías de Sandy -dijo la mujer, y palmeó juguetonamente la muñeca de Baedecker-. Sandy Serrel. Éramos íntimos amigos. Donna Hewford y yo estábamos siempre contigo y Mickey Farrell y Kevin Cordon y Jimmy Raines en cuarto y quinto grado.
– Desde luego -dijo Baedecker, dándole la mano de nuevo. No la recordaba en absoluto-. ¿Cómo estás, Sandy?
– Dick, éste es mi esposo, Arthur. Arthur, éste es mi viejo amigo, el que fue a la Luna. -Baedecker dio la mano a un hombre enclenque con uniforme de softbol. El hombre estaba cubierto con una pátina de suciedad a través de la cual se veían arrugas rojas en el cuello, la cara y las muñecas.
– Apuesto a que nunca creíste que me casaría -dijo Sandy Serrel-. Al menos con otra persona, ¿eh?
Baedecker correspondió a la sonrisa de la mujer observando que tenía un diente partido.
– Vamos. Comenzará el próximo juego -apremió el esposo.
La mujer corpulenta volvió a estrechar la mano y el brazo de Baedecker.
– Tenemos que irnos, Dick. Ha sido sensacional verte de nuevo. Ven esta noche y te presentaré a Shirley y los mellizos. Sólo recuerda esto: recé a Jesús mientras caminabas por la Luna. Si no fuera por nuestros rezos, Jesús jamás habría permitido que regresarais sanos y salvos.
– Lo recordaré -dijo Baedecker. Ella le dio un beso en la mejilla y se marchó con su delgado esposo. Baedecker se quedó con una sensación áspera en la mejilla y un tufo de toallas sucias.
Se sentó y pidió otra ronda de cervezas.
– Arthur hace trabajos para el cementerio -dijo Phil Dixon, uno de los miembros del consejo.
– Es el tercer marido de Apestosa Serrel -añadió Bill Ackroyd-. Y no creo que sea el último.
– ¡Apestosa Serrel! -exclamó Baedecker, apoyando la jarra de cerveza sobre la mesa-. Cielos. -Su único recuerdo de Apestosa Serrel, además de una presencia modesta siguiéndole a él y a sus amigos por la calle, era de una vez en quinto grado en que ella se le acercó en el patio de juegos cuando alguien pasó montado en un caballo palomino.
– No sé como lo hacéis -había dicho ella, señalando el caballo.
– ¿Hacer qué? -preguntó Baedecker.
– Caminar con la polla colgada entre las piernas -le murmuró ella en el oído. El desconcertado Baedecker había retrocedido, sonrojándose, enfureciéndose con su sonrojo.
– Apestosa Serrel -dijo Baedecker-. Cielo santo. -Bebió el resto de la cerveza y le pidió más al hombre con gorra de la Legión Americana.
No había flores, pero las dos tumbas estaban bien cuidadas. Baedecker cambió de posición y se quitó las gafas. Las lápidas de granito gris era idénticas excepto por las inscripciones:
CHARLES S. BAEDECKER 1893-1956
KATHLEEN BAEDECKER 1900-1957
El cementerio era tranquilo. Estaba protegido por altos maizales al norte y por bosques en los otros tres lados. Al este y al oeste había barrancos que descendían hacia invisibles desfiladeros. Baedecker recordó las cacerías en las colinas boscosas del sur durante una de las licencias de su padre en la lluviosa primavera del 43 o el 44. Baedecker había cargado con su escopeta durante horas, pero se había negado a dispararle a una ardilla. Ocurrió durante su breve etapa pacifista. El padre de Baedecker se enfadó pero no dijo nada, simplemente le dio el manchado saco de arpillera con ardillas muertas para que lo llevara.
Baedecker se apoyó en una rodilla y apartó la hierba de los lados de la lápida de la madre. Se volvió a poner las gafas. Pensó en el cuerpo que yacía bajo el fértil y negro suelo de Illinois, los brazos que lo habían estrechado cuando regresaba llorando a casa tras las riñas en el parvulario, las manos que le brindaban consuelo durante las noches de terror en que despertaba llorando sin saber dónde estaba, el susurro de las zapatillas de su madre en el pasillo, sus suaves caricias en la aterradora oscuridad. Salvación. Cordura.
Baedecker se levantó, giró con brusquedad y se marchó del cementerio. Phil Dixon lo había dejado allí cuando se dirigía a la granja para cenar. Baedecker le había dicho que regresaría al pueblo a pie.
Corrió la aldaba de hierro negro del portón y echó otro vistazo al cementerio. Los insectos zumbaban en la hierba. Más allá de los árboles una vaca mugía plañideramente. Aun desde el camino, Baedecker pudo distinguir los rectángulos vacíos junto a las tumbas de sus padres, donde habían reservado espacio para sus dos hermanas y para él.
Una camioneta avanzó colina arriba desde el este y se detuvo junto a Baedecker en una nube de polvo y gravilla. Un hombre de pelo claro y cara curtida se asomó por la ventanilla.
– Usted es Richard Baedecker, ¿verdad? -Un hombre más joven se sentaba a su lado. Detrás llevaban dos rifles en un bastidor.
– Sí.
– Me pareció que era usted. Leí sobre su llegada en el Chronicle Dispatch de Princeville. Galen y yo nos dirigimos a Glen Oak para la Barbacoa de los Optimistas. Primero nos detendremos en el Árbol Solitario para beber unas cervezas frías. No veo ningún coche. ¿Quiere que lo llevemos?
– Sí -respondió Baedecker. Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y se las guardó en el bolsillo de la camisa-. Sí, claro que sí.
Según el conductor de Baedecker, la Taberna del Árbol Solitario antes se encontraba a medio kilómetro al sudoeste, frente al cruce de caminos de grava y carreteras del condado. El árbol solitario, un alto roble, aún estaba allí. Cuando el condado de Peoria adoptó la ley seca en los años 30, el Árbol Solitario se había mudado al condado de Jubilee para pasar los cuarenta y cinco años siguientes en el límite de los bosques, en la cima de la segunda colina al oeste del cementerio Calvary. Las colinas eran empinadas, el camino estrecho, y Baedecker recordó que su madre le había contado que muchos parroquianos del Árbol Solitario que subían a la cresta de la colina del cementerio se estrellaban con los coches que venían en dirección contraria. El racionamiento de la gasolina y la escasez de hombres jóvenes había reducido la matanza durante la guerra. El padre de Baedecker iba a beber al Árbol Solitario cuando se hallaba de licencia en casa. Baedecker recordaba haber bebido una naranjada Nesbitt's en la fresca oscuridad donde ahora pedía un vaso de whisky irlandés y una cerveza. Miró los mosaicos rajados del suelo como si el saco de ardillas aún estuviera allí.
– Usted no me recuerda, ¿eh? -preguntó el conductor. En la camioneta se había presentado como Carl Foster.
Baedecker bebió el whisky y miró la cara rubicunda y los ojos azules y transparentes.
– No -dijo.
– No lo culpo -dijo el granjero con una sonrisa-. Usted y yo fuimos juntos al cuarto grado, pero yo tuve que repetir el año cuando usted, Jimmy y los demás pasaron a quinto.
– Carl Foster -repitió Baedecker. Tendió la mano para estrechar la del otro hombre-. Carl Foster. Sí, claro, usted se sentaba frente a Kevin y detrás de esa chica con mechas y…
– Tetas grandes -redondeó Carl, estrechando la mano de Baedecker-. Al menos para cuarto grado. Sí. Donna Lou Baylor. Se casó con Tom Hewford. Oiga, éste es mi yerno, Galen.
– Tanto gusto -dijo Baedecker, dándole la mano-. Cielos, estuvimos juntos en los scouts, ¿verdad, Carl?
– El viejo Mechan era instructor de los scouts -dijo el granjero-. Siempre nos decía que un buen scout sería buen soldado. Me premió con una placa al mérito por saber identificar aviones. Yo me sentaba en el maldito granero hasta las dos de la mañana con mis tarjetas con siluetas, mirando el cielo. No sé qué habría hecho si la Luftwaffe hubiera decidido arrasar Peoria… no tuvimos teléfono hasta el 48.
– Carl Foster -dijo Baedecker, y le pidió otra ronda al camarero.
Más tarde, cuando se alargaban las sombras, salieron a orinar y a matar ratas.
– Galen -dijo Foster-, trae la veintidós de la camioneta.
Se pararon en el borde del barracón y orinaron sobre cinco décadas de chatarra. Resortes oxidados, viejas lavadoras, miles de latas y el cadáver oxidado de un Hudson 38. Reliquias más recientes cubrían los treinta metros de sombría ladera mezclándose con basura. Foster se cerró la bragueta y cogió el rifle que le ofrecía el yerno.
– No veo ratas -dijo Baedecker. Dejó el vaso de whisky vacío y abrió otra cerveza.
– Hay que despertar a esas alimañas -dijo Foster, y disparó contra un bañera acribillada de agujeros a veinte metros barranco abajo. Echaron a correr formas oscuras. El granjero metió otro cartucho en la cámara y disparó de nuevo. Algo saltó en el aire con un chillido. Foster le entregó el rifle a Baedecker.
– Gracias -dijo Baedecker. Apuntó cuidadosamente hacia una sombra, bajo un radio de consola Philco, y disparó. No se movió nada.
Foster encendió un cigarrillo, que dejó colgando del labio mientras hablaba.
– Leí en alguna parte que usted estuvo con los marines. -Le disparó a una caja de cereales colina abajo. Hubo un chillido estridente y formas oscuras corretearon entre los desechos.
– Hace mucho tiempo -dijo Baedecker-. Corea. Volé con la Armada por un tiempo. -El rifle casi no tenía retroceso.
– Yo nunca he servido en las fuerzas armadas -dijo Foster. El cigarrillo se agitaba-. Hernia. No me aceptaron. ¿Ha disparado a un hombre alguna vez?
Baedecker titubeó, la cerveza en la mano. La dejó en el suelo mientras Foster le devolvía el rifle.
– No tiene por qué contestar -dijo el granjero-. No es cosa mía.
Baedecker se concentró en la mira y disparó. El 22 le pegó en el hombro y una vieja tabla de fregar se derrumbó.
– No se veía mucho desde la cabina de esos viejos Panthers -dijo Baedecker-. Uno soltaba las bombas y volvía a casa. Derribé tres aviones enemigos en batallas aéreas, pero tampoco fue muy personal. Vi que los pilotos saltaban de dos de ellos. En el último mi visor estaba rajado y manchado de aceite, así que no vi demasiado. Las cámaras del avión no mostraron a nadie saliendo. Pero usted no se refiere a eso. No es lo mismo que dispararle a un hombre. -Baedecker cargó el 22 y se lo pasó a Foster.
– Supongo que no -dijo el granjero, y disparó deprisa. Una rata saltó en el aire y cayó contorsionándose.
Baedecker arrojó la lata vacía al barranco. Cogió el rifle y lo acunó en el brazo. Habló con voz monótona.
– Aunque casi le disparé a alguien aquí, en Glen Oak.
– ¿De veras? ¿A quién?
– Chuck Compton. ¿Lo recuerda?
– ¿Ese imbécil? Sí. ¿Cómo olvidar a un tío de quince años que todavía estaba en sexto grado? Fumaba Pall Malls en el cuarto de baño. Compton era un hijo de puta.
– Sí -asintió Baedecker-. Yo no le presté atención hasta que llegué a sexto grado. Entonces decidió que me molería a golpes cada dos días. Me esperaba después de la escuela. Ese tipo de cosas. Traté de sobornarlo con monedas, comida, incluso chocolate Hershey cuando lo tenía. Hasta le pasaba las respuestas de las pruebas de geografía y esas cosas. Compton aceptaba todo, pero no servía de nada. Compton no quería nada de mí. Disfrutaba lastimando a la gente.
– ¿Qué pasó?
– Mi madre me dijo que le hiciera frente. Sostenía que todos los matones eran cobardes, que si uno los enfrentaba, se echaban atrás. Gracias, Galen. -Baedecker aceptó otra cerveza y bebió un largo sorbo-. Así que un viernes lo desafié a pelear. Me rompió la nariz por dos sitios, me sacó un diente y casi me astilló las costillas a patadas. Frente a los demás niños.
– En efecto. Ése es Compton.
– Así que lo pensé durante una semana. Un sábado por la mañana lo vi en el campo de juegos, frente a mi casa. Subí y saqué mi escopeta del armario de mi madre.
– ¿Tenía escopeta propia? -preguntó Foster.
– Mi padre me la dio cuando cumplí ocho años -respondió Baedecker-. Perdigones 4-10 abajo. Calibre 22 arriba.
– Una Savage -dijo Foster-. Mi hermano tenía una de ésas. -Arrojó la colilla-. ¿Y qué sucedió?
– Esperé a que Compton se acercara -dijo Baedecker-. Primero saqué la mosquitera de la ventana del dormitorio de mi madre y esperé a que cruzara la calle. No podía verme detrás de las cortinas de encaje. Cargué los dos cañones de perdigones. A diez metros no podía errar. Compton se hallaba a esa distancia.
– Una 4-10 es tremenda a esa distancia -dijo Foster.
– La cargué con perdigones para perdices número 6 -dijo Baedecker.
– Cielos.
– Sí, quería ver las entrañas de Compton derramándose en el suelo como las de ese conejo que mi padre había tumbado con cartuchos número 6 un par de meses antes. Recuerdo que estaba calmado mientras apuntaba el cañón a la cara de Compton. Bajé la mira hacia el cinturón porque siempre me desviaba un poco hacia arriba y a la izquierda. Traté de pensar en alguna razón para dejar con vida a ese hijo de perra. No se me ocurrió ninguna. Apreté el gatillo como me había enseñado mi padre: conteniendo el aliento pero sin tensión, despacio y suavemente, sin brusquedad. Apreté. El seguro estaba puesto. Lo bajé para liberar el cartucho y tuve que apuntar de nuevo porque Compton se había movido. Se detuvo para decirle algo a una niña vecina que jugaba a la rayuela, y le apunté a la espalda. Estaba a sólo veinte metros.
– ¿Y? -preguntó Foster encendiendo otro cigarrillo.
– Y mi madre me llamó para almorzar -siguió Baedecker-. Descargué los dos cañones y guardé la escopeta. En las próximas semanas traté de mantenerme alejado de Compton. Al cabo de un tiempo se cansó de golpearme. En mayo nos mudamos.
Foster bebió un sorbo de cerveza.
– Sí, Chuck Compton siempre fue un idiota.
– ¿Qué le pasó? -preguntó Baedecker, apoyando la cerveza en el suelo. Alzó la 22 y apuntó hacia el barranco.
– Se casó con Sharon Cahill en Princeville -dijo Foster-. Renació. Por un tiempo fue muy religioso. Estaba trabajando para la carretera estatal en el 66 cuando se cayó del tractor podador y las cuchillas le pasaron por encima. Vivió una semana, hasta que una neumonía lo liquidó.
– Vaya -dijo Baedecker, y apretó el gatillo. Una silueta escurridiza saltó a un lado y gimió de dolor. Baedecker se apoyó el rifle en el brazo y movió tres veces el cargador para asegurarse de que la recámara estuviera vacía. Se lo entregó a Foster-. Tengo que regresar. A las ocho debo dar un discurso.
– Así es -dijo Carl Foster, dándole el arma a Galen.
– ¿Está seguro de que no quiere café? -preguntó nervioso Bill Ackroyd.
– Seguro -dijo Baedecker. Estaba ante el espejo de la sala de los Ackroyd e intentaba anudarse la corbata por segunda vez.
– ¿No quiere comer nada?
– He desayunado muy bien -respondió Baedecker-. Dos veces.
– Jackie puede calentar la carne asada.
– No hay tiempo -dijo Baedecker-. Son casi las ocho.
Salieron deprisa. El crepúsculo bañaba los maizales y el vehículo de Ackroyd en un fulgor Maxfield Parish. Ackroyd sacó el Bonneville y enfilaron hacia el pueblo.
Old Settlers era todo luces. Asomaba luz por el toldo de las grandes tiendas, colgaban bombillas amarillas entre los puestos de feria, lámparas fluorescentes bañaban de resplandor el campo de softbol y las atracciones estaban rodeadas de luces de colores. De pronto Baedecker recordó una noche de agosto en que Jimmy Haines se había quedado a dormir. Había sido la noche anterior a Old Settlers. Poco después de medianoche los dos chicos se despertaron como respondiendo a una convocación susurrada, se vistieron en silencio, saltaron la cerca de alambre del fondo de la propiedad y avanzaron por la hierba alta de atrás de la escuela secundaria hasta que oyeron las maldiciones y órdenes de los peones que montaban las atracciones. De pronto, las luces de la noria del tiovivo se encendieron, constelaciones brillantes contra la negra noche del Medio Oeste. Baedecker y su mejor amigo se quedaron inmóviles, paralizados de placer.
Baedecker recordó que en la Luna se había cubierto el oscuro visor con la mano enguantada escrutando el negro cielo en busca de una estrella. No había ninguna. Sólo el resplandor blanco de la superficie agujereada y la luz pálida de la medialuna que era la Tierra habían atravesado el visor teñido de oro.
Ackroyd aparcó detrás de un coche patrulla y los dos hombre se reunieron con la multitud que entraba en el gimnasio de la escuela. Baedecker reconoció de inmediato el olor a madera y barniz. Había jugado al baloncesto donde ahora se encontraban diversas hileras de sillas plegables. La plataforma a la que estaba subiendo había sido el escenario de su opereta de sexto grado. Le habían dado el papel de Billy, un huérfano que en el último acto resultaba ser el niño Jesús que volvía para comprobar la generosidad de una familia. El padre de Baedecker escribió desde Camp Pendleton para decir que había sido el peor papel adjudicado en toda la historia del teatro.
Se sentó con Ackroyd en sillas de metal gris mientras la alcaldesa Seaton aplacaba a la multitud. Baedecker estimó que había de trescientas a cuatrocientas personas en las sillas y las gradas de madera. Las puertas abiertas del fondo estaban abarrotadas. El sonido de la música del tiovivo llegaba nítidamente por el aire húmedo.
– …del programa Apollo. Nuestro viajero lunar. Uno de los verdaderos héroes de Estados Unidos, hijo de Glen Oak… ¡Richard M. Baedecker!
El aplauso llenó el gimnasio y ahogó momentáneamente la música. Mientras Baedecker se levantaba, Bill Ackroyd le dio una palmada en la espalda que casi lo tumbó. Se recobró, estrechó la mano de la alcaldesa y se enfrentó a la multitud.
– Gracias, alcaldesa Seaton y autoridades de la ciudad. Me alegra estar de vuelta en Glen Oak. -Hubo otra ronda de aplausos y en esos segundos Baedecker comprendió que estaba un poco ebrio. No tenía ni idea de lo que iba a decir a continuación.
Baedecker había aprendido a dominar su temor al público tratando de no fijar la mirada. Las multitudes eran menos temibles cuando se transformaban en un borroso mar de rostros. Pero esta noche no lo hizo. Baedecker miró intensamente la multitud. Vio a Apestosa Serrel, que lo saludaba con la mano desde la segunda fila. El esposo, todavía con uniforme de softbol, dormitaba en la silla de al lado. Phil Dixon y su familia estaban tres filas más atrás. Jackie Ackroyd se encontraba sentada en el pasillo de la primera fila. Al lado, Terry, arrodillado en una silla de espaldas a Baedecker, hablaba en voz alta con otro chico. No vio a Carl Foster ni a Galen, pero intuyó que se encontraban allí. En los segundos de silencio que siguieron al aplauso, Baedecker sintió un repentino borbotón de afecto por todos los presentes.
– La exploración del espacio ha sido fructífera para los científicos en materia de conocimiento puro, y estimulante para los ingenieros por el desafío tecnológico que planteaba -comenzó Baedecker-, pero muchos ignoran cuan fructífera ha sido para el norteamericano medio, gracias a subproductos que han mejorado nuestra calidad de vida. -Baedecker se relajó. Después de la misión había sobrevivido a la gira de relaciones públicas de la NASA, cinco meses, memorizando sólo media docena de discursos prefabricados. El que iniciaba ahora, aunque actualizado, era una pieza escrita por la NASA que él siempre había denominado su Discurso Teflon-…Y no sólo por esos maravillosos materiales y aleaciones, sino que como resultado de los avances electrónicos patrocinados por la NASA podemos disfrutar de los beneficios de máquinas tales como calculadoras de bolsillo, ordenadores personales y videos relativamente baratos.
«Santo Dios -pensó Baedecker-, montamos el mayor esfuerzo colectivo de trabajo e imaginación desde que los faraones construyeron las pirámides para poder sentarnos en casa a mirar una película porno en nuestros aparatos de video.» Baedecker hizo una pausa, carraspeó y continuó. -Los satélites de comunicaciones, algunos de ellos lanzados por el transbordador espacial, enlazan nuestro mundo en una red de telecomunicaciones. Cuando Dave y yo caminamos por la Luna hace dieciséis años llevábamos una nueva cámara de video muy ligera que fue el prototipo de muchas unidades de aficionados actuales. Cuando Dave y yo condujimos el Lunar Rover durante nueve kilómetros y miramos un desfiladero que ningún ojo humano había visto antes con claridad, nuestras exploraciones se transmitieron en vivo a través de más de trescientos cincuenta mil kilómetros de espacio. «Y fueron rechazadas por las redes de televisión porque habrían interrumpido la programación diurna -pensó Baedecker-. El programa Apollo murió joven porque tenía bajos valores de producción y un guión trivial. Después de Apollo 11 parecían programas de televisión repetidos. No podíamos competir con Days of Our Lives.»
– …Y en esa época nadie habría previsto cuántas cosas se lanzarían gracias al proyecto. Nuestra meta era explorar el universo y expandir las fronteras del conocimiento. Nuestro efecto fue crear una revolución tecnológica que condujo a la vez al hallazgo de subproductos que han modificado la vida del consumidor norteamericano medio.
«Joan lanzándose a otra vida para abandonar un matrimonio que durante años había sido una ilusión. Scott lanzándose a la India, dedicando su vida a hallar verdades eternas en una cultura que no puede construir bien un inodoro.»
– Cuando Dave, Tom y yo pilotamos el Discovery rumbo a la Luna, un ordenador de empresa costaba doce mil dólares -dijo Baedecker-. Actualmente, gracias a los lanzamientos derivados de nuestro programa espacial, un ordenador personal de mil doscientos dólares puede realizar las mismas funciones o incluso mejores.
«Dave Muldorff lanzándose a la política para ser diputado por Oregon. -Baedecker recordó una figura blanca moviéndose en la llanura lunar, su traje radiante en una corona de luz, dejando huellas que todavía estarían frescas cuando él y Baedecker fueran polvo, Estados Unidos ni siquiera un recuerdo y la raza humana estuviera olvidada-. Campañas para obtener fondos. Dave, cuya carrera en la NASA fue interrumpida por el imperdonable pecado de jugar con un Frisbee en la superficie lunar y no arrepentirse.»
– …y hoy en día los hospitales utilizan este artilugio para monitorizar los signos vitales de un paciente…
«Tom Gavin lanzándose a sus nuevas realidades fundamentalistas. Si Dios te habló mientras estabas solo en el módulo de mando, Tom, ¿por qué no nos lo contaste a Dave y a mí durante el vuelo de regreso? ¿Por qué no lo mencionaste en tus informes? ¿Por qué esperar tantos años para anunciarlo en el PTL Club?»
– …los mosaicos térmicos y otros materiales desarrollados para el transbordador tendrían cientos de usos imprevisibles en la vida comercial y cotidiana. Otras posibilidades…
«El estallido del Challenger, los fragmentos lanzándose hacia el mar. El fulgor anaranjado de las llamas. Fragmentos cayendo, cayendo.»
– …los beneficios podrían incluir…
«La esposa y el hijo de Baedecker lanzándose hacia otras vidas, otras realidades.»
– …podrían incluir cosas tales…
«Richard E. Baedecker lanzándose…»
– …cosas tales como…
«Lanzándose a…»
– …tales como…
«¿A qué?»
Baedecker calló.
Un risueño grupo de granjeros que contaba chistes en el fondo del gimnasio dejó de hablar en el repentino silencio y se volvió hacia el escenario. El chico, Terry Ackroyd, todavía arrodillado en la silla, dejó de hablar con el amigo y se volvió hacia Baedecker.
Baedecker se agarró a ambos lados del podio para no caerse. La gran sala giraba y se curvaba. Un sudor frío le perló la frente y la espalda. Sintió un cosquilleo nervioso en el cuello.
– Todos ustedes vieron estallar el transbordador -dijo Baedecker-. Una y otra vez en la grabación. Era como un sueño recurrente, ¿verdad? Una pesadilla de la que no podíamos despertar. -Baedecker se asombró de oír esas palabras. No sabía qué iba a decir.
– Yo trabajaba en la NASA cuando diseñaron el transbordador. Cada paso era una concesión causada por el dinero, la política, la burocracia o la mera estupidez empresarial. Matamos a esas siete personas como si les hubiéramos puesto una pistola en la cabeza.
Las caras vueltas hacia Baedecker eran transparentes como el agua, inestables como la llama de una vela.
– ¡Pero así es como funciona la evolución! -exclamó Baedecker, acercando la boca al micrófono-. El vehículo orbital, el tanque externo y los cohetes impulsores son hermosos, avanzados, tecnológicamente perfectos… pero son como nosotros, una concesión evolutiva. Al lado del milagro del corazón o la maravilla de los ojos, siempre hay un artilugio de la estupidez, como el apéndice vermiforme que espera para matarnos.
Baedecker se apoyó sobre los talones mirando al público. No lograba comunicar la idea, y de pronto le pareció muy importante hacerlo.
El silencio se expandía. Los sonidos de Old Settlers se desvanecían. Alguien tosió en el fondo del gimnasio y el ruido retumbó como un cañonazo. Baedecker ya no podía concentrar la visión en las caras. Cerró los ojos y se aferró al podio.
– ¿Qué ocurrió con los peces?
Abrió los ojos.
– ¿Qué ocurrió con los peces? -repitió con tono apremiante, elevando la voz-. Nuestros ancestros lejanos. Los primeros que salieron del mar. ¿Qué ocurrió con ellos?
El silencio de la multitud se alteró. La sala se llenó de tensión. Desde una de las atracciones una muchacha gritó en un remedo de pánico. El grito se disipó mientras el público esperaba.
– Dejaron huellas en el barro, ¿y después qué? -preguntó Baedecker. Su voz le sonaba extraña incluso a él. Trató de aclararse la garganta y continuó hablando-. Los primeros. Sé que tal vez jadearon en la playa un rato y luego regresaron al mar. Cuando murieron, sus huesos se juntaron con todos los demás en esa viscosidad. Lo sé. No quiero decir eso. -Baedecker se volvió un instante hacia Ackroyd y los demás como pidiendo ayuda, y luego miró de nuevo a la multitud. No reconocía a nadie. No podía fijar la vista. Temía tener la cara empapada en lágrimas pero era incapaz de hacer algo para evitarlo.
– ¿Soñaban? -preguntó Baedecker. Esperó pero no hubo respuesta-. ¿Comprenden ustedes? Ellos vieron las estrellas. Mientras estaban tendidos en la playa, boqueando para respirar, deseando únicamente volver al mar, vieron las estrellas.
Baedecker se aclaró de nuevo la garganta.
– Lo que quiero saber es si… antes de morir… antes de que sus huesos se juntaran con el resto… ¿soñaban? Es decir, claro que soñaban, pero ¿eran diferentes? Los sueños. Lo que trato de decir…
Se interrumpió.
– Creo… -empezó, y calló de nuevo. Giró deprisa y su mano chocó contra el micrófono-. Gracias por asistir hoy -dijo Baedecker, pero miraba hacia otro lado y el micrófono estaba torcido. Nadie oyó esas palabras.
Poco antes de las tres de la mañana, Baedecker se descompuso. Agradeció que hubiera un cuarto de baño frente al dormitorio de invitados. Después de vomitar se cepilló los dientes, se enjuagó la boca y enfiló hacia el cuarto vacío de Terry.
Los Ackroyd se habían acostado horas antes. La casa estaba en silencio, Baedecker cerró la puerta para que no se filtrara la luz y esperó a que despuntaran las estrellas.
Despuntaron. Surgieron una por una de la oscuridad. Había cientos de ellas. El hemisferio soleado de la Tierra, tres diámetros por encima de los picos lunares, también se hallaba salpicado de pintura fluorescente. La superficie lunar fulguraba en un tenue baño de luz terrestre. Las estrellas ardían. Los cráteres arrojaban sombras impenetrables. El silencio era absoluto.
Baedecker se acostó en la cama del chico, tratando de no arrugar el cubrecama. Pensó en el día siguiente. Cuando llegara a Chicago y se registrara, buscaría a Borman y Seretti. Con suerte podrían reunirse esa noche para una cena informal y tratar el asunto del Air Bus antes del comienzo de la convención.
Después de la cena, Baedecker llamaría a Cole Prescott a su casa de St. Louis. Le diría que renunciaba y buscaría la manera más rápida de mudarse. Baedecker quería estar fuera de St. Louis a principios de septiembre, de ser posible el Día del Trabajo.
¿Y después qué? Baedecker miró la Tierra que brillaba en un cielo cuajado de estrellas. Los remolinos de las masas nubosas eran brillantes. Cambiaría su Chrysler Le Barón de cuatro años por un coche deportivo. Un Corvette. No, algo tan elegante y potente como un Corvette pero con una verdadera caja de cambios. Una máquina veloz y agradable de conducir. Baedecker sonrió ante la profunda simplicidad de todo.
¿Y después qué? Más estrellas se volvían visibles a medida que se le adaptaban los ojos. «El chico debe de haber trabajado horas», pensó Baedecker mirando el cielo raso, viendo galaxias distantes que se resolvían en grandes y relucientes manojos de estrellas. Se dirigiría al oeste. Hacía muchos años que Baedecker no atravesaba el continente en automóvil. Visitaría a Dave en Salem, pasaría un tiempo con Tom Gavin en Colorado.
«¿Y después qué?» Baedecker se apoyó la muñeca en la frente. Oía voces, pero la interferencia de fondo las volvía ininteligibles. Pensó en lápidas grises en la hierba y en formas oscuras escurriéndose entre los amortiguadores oxidados de un Hudson 38. Pensó en la luz del sol reflejada en la torre de agua de Glen Oak y en la terrible belleza de su hijo recién nacido. Pensó en la oscuridad. Pensó en las luces de la noria girando silenciosamente en la noche.
Más tarde, cuando Baedecker cerró los ojos para dormirse, las estrellas seguían ardiendo.