Farran se tranquilizó poco a poco. Estaba tan enojada con Stallard Beauchamp que la herencia no le importó nada. Pero cuando se enfrió su furia, se dio cuenta de que no podía decirle a ese detestable hombre que se fuera al demonio, pues no sólo se trataba de sí misma.
Tuvo que aceptar que estaba allí por el bien de Georgia y del tío Henry y que debía sacrificar su enojo y su orgullo.
Sin embargo, Farran seguía enojada con Stallard Beauchamp cuando de nuevo bajó sin entusiasmo alguno a la cocina. Oyó murmullos al pasar por la sala de estar y esperó que Stallard hiciera una visita aún más corta que la de la vez pasada. Con el desastre de la cocina, serían necesarias dos horas para limpiarla; con suerte, se habría ido antes de que ella terminara, y no tendría que verlo.
Estaba a punto de empezar a lavar, cuando la puerta se abrió y las picadas masculinas la hicieron decidir que ese no era su día de suerte.
Resolvió ignorarlo y empezó a lavar los platos del café.
Al poner uno en el escurridero, descubrió que Stallard no era un hombre al que se podía ignorar. Se volvió para verlo, al oírlo decir con indiscutible claridad:
– Te debo una disculpa.
– ¡Te estás disculpando! -exclamó. Su orgullo no estaba tan enterrado para no emitir algo de sarcasmo en su comentario.
– Me equivoqué -explicó con el aire de hombre que siempre se disculpa cuando comete un error.
– Debe ser la primera vez que te sucede -de nuevo halló otro comentario sarcástico y frío.
– ¿Siempre eres tan poco caritativa? -gruñó.
– Podrías hincarte de rodillas -sugirió Farran. Se percató de que iba a sonreír, divertido, y que contenía la risa, y eso hizo que ya no estuviera tan enfadada con él-. ¿Qué fue lo que te hizo cambiar de opinión? -preguntó al volver a lavar. Su respuesta la dejó atónita.
– Acabo de oír las alabanzas que hace Nona de ti -le aclaró al acercar se al fregadero.
– ¿Nona? -gimió-. ¿La misma señorita Irvine, quien…? -se interrumpió y pensó que no valía la pena decirle que la anciana se portó con mucha rudeza y exigencia durante la semana.
– La misma. Me temo que a veces Nona es algo olvidadiza y se le olvidó decirme la semana pasada que había despedido a la señora de la limpieza.
– Bueno… debe ser difícil recordarlo todo -murmuró Farran, aunque la noche anterior fue testigo de la increíble memoria de la anciana, que recordó todas las cartas en el juego de bridge. Pensó que los olvidos de la señorita sólo se referían al hecho de que dos personas se marcharon de su casa por ser tan molesta.
– Nona me dijo que, además de acompañarla, hiciste la limpieza durante toda la semana y que ayer preparaste una espléndida cena para sus invitadas.
– No quisiera que pensaras que me pagas por no hacer nada -murmuró Farran. Todavía no sabía si cambiaría el cheque en el banco para tener dinero en efectivo.
– Creo que no debo preocuparme por eso, puesto que estás haciendo el trabajo de tres personas -señaló.
El ácido de Farran se disolvió por completo; cuando se lo proponía, Stallard podía ser muy encantador.
– ¿Quieres café? -no entendió por qué su pulso se aceleró al ver que sonreía y que tomaba la toalla.
– Cuando terminemos con esto.
– Tuve intenciones de hacerlo anoche -explicó Farran al volver a lavar-. Pero…
– La señorita Jessop olvidó sus anteojos y tuviste que suplirla -parecía que la señorita Irvine le contó todo a Stallard-. Le dije a Nona que buscara otra limpiadora. Recuérdaselo si lo olvida -añadió Stallard con naturalidad.
– Tú… no deberías hacer esto -le dijo Farran momentos después.
– ¿Por qué no?
– ¿No deberías charlar con la señorita Irvine? No es justo para ella que planees pasar la mitad de tu visita en la cocina.
– No pienso hacerlo.
– ¿No?
– Una hora o más no constituye la mitad de un fin de semana, ¿verdad? -añadió Stallard, mirándola con fijeza.
– ¿Te quedarás este fin de semana?
– Si no tienes objeción.
– Claro que no -comentó Farran y él se rió. Disfrutó oírlo reír y descubrió, con cierto azoro, que ya no le importaba que se quedara unos días bajo el mismo techo que ella.
Esa no fue la única vez que Stallard la ayudó con las labores domésticas. Pronto fue la hora de la comida, así que Farran preparó algo sencillo pues decidió que irían a cenar a un restaurante. La comida fue muy agradable y la señorita Irvine charló dé modo amable.
– Te ayudaré a lavar la loza -se ofreció Stallard cuando él y Nona Irvine ayudaron a levantar los platos.
– No es necesario, pero ya que insistes… -sonrió Farran mientras la señorita Irvine iba a dormir una siesta.
Le pareció increíble que ese hombre encantador y considerado fuera el mismo al que llamó cerdo y reptil no hacía mucho tiempo.
– ¿En dónde aprendiste a cocinar? -inquirió Stallard mientras secaba platos.
– Preparar jamón y ensalada no es muy difícil -contestó la chica, de buen humor.
– ¿Y los esfuerzos de anoche?
– La señora Fenner, nuestra ama de llaves, me enseñó algunos de sus secretos culinarios cuando fui adolescente -se sintió halagada.
– ¿Cocinabas mucho en Hong Kong? -preguntó él después de una pausa, y el buen humor de Farran desapareció al recordar a Russell Ottley y la actitud que adoptaba Stallard cada vez que hablaban de Hong Kong.
– A veces -contestó con brevedad, con el deseo de dar por terminado el tema, pero no fue así.
– ¿Por qué te viniste de Hong Kong con tanta precipitación, Farran?
Farran no logró hablar; por la impresión, durante medio minuto se percató de que la observaba con fijeza y bajó la vista. Esa era la primera vez que Stallard insinuaba que quizá no habría vuelto a casa para recibir su herencia, pero tampoco deseaba que se inmiscuyera en su vida privada.
– ¿Quién dice que salí de Hong Kong con precipitación? -contestó la pregunta con otra pregunta.
– Tú fuiste -afirmó.
– No es cierto -cortó Farran sin lograr recordar con exactitud qué fue lo que le dijo antes, y esperó que Stallard tuviera el mismo problema.
– Lo implicaste -replicó, revelando que era un hombre que no se perdía de ningún detalle-. Lo insinuaste al aclamar la forma como renunciaste a tu empleo y volviste a casa.
Farran lo miró con fastidio y siguió lavando con brío la loza.
– Fue debido a un hombre, por supuesto -añadió con frialdad Stallard.
– ¿Por qué "por supuesto"? -inquirió Farran, preguntándose a sí misma cuándo se le pudo ocurrir que Stallard Beauchamp no era un cerdo.
– Tengo la certeza de que sueles trabajar duro -no era un halago pues su voz no fue cálida-. Si te dedicas un ciento por ciento a un empleo de dama de compañía que no te gusta, no me imagino que te hayan despedido de un puesto de secretaria, que sin duda te agradó mucho más que esto.
– Bueno, es lógico que me esfuerce aquí, ¿no? -intentó no darle una respuesta-. La recompensa por este trabajo promete…
– Lo cual me hace suponer -cortó para fastidio de la chica-, que saliste de Hong Kong con tanta prisa porque estabas teniendo una aventura que…
– No tuve una aventura -explotó Farran sin pensarlo-. Me fui porque no quise tener una aventura -se detuvo y se arrepintió de haber perdido la calma.
– No debió ser porque eres frígida -comentó con frialdad, observando la mirada centelleante de la chica.
Farran tuvo enormes deseos de irse de la cocina, pero sintió una oleada de obstinación que la hizo mantener su posición.
– Me fui porque… porque… -de nuevo lo odió, pero de hecho le explicó-: Para ahorrarte el hacer deducciones, te diré que estaba casado -habló con sarcasmo.
– ¿Tienes la costumbre de tener aventuras con hombres casados? -de nuevo, su voz era helada.
– No -rugió con enfado-. ¿Qué no te acabo de decir que me fui porque…?
– Entonces, ¿qué tenía éste de especial? -gruñó.
– Me enamoré de él. Eso fue lo que tenía de especial.
– Claro que él quiso tener un romance contigo.
– Lo que él quiso -de pronto sintió náuseas en su interior-, fue tener una aventura, sórdida a espaldas de su esposa.
– ¿Habrías preferido que su esposa lo supiera? -inquirió Stallard con sarcasmo y dureza.
– Creí que se estaban divorciando -explicó Farran; sin embargo se percató de que no tenía que explicarle nada-. Está bien, yo me equivoqué pero no me di cuenta… no me di cuenta… -de pronto se enojó consigo misma, tanto como con Stallard, y terminó la conversación con sequedad-. Como no estaba disponible para tener ninguna aventura temporal… regresé a casa.
Siguieron lavando los platos en silencio. Stallard dio por terminado el asunto sólo porque obtuvo toda la información que deseaba saber, pensó la joven con enojo.
Pero estaba segura de que no la creía. Estaba convencida de que él, después de extraerle sus secretos más íntimos, estaba seguro de que el motivo de su regreso a Inglaterra fue la muerte de la señorita Newbold.
Farran terminó de lavar y empezó a limpiar el fregadero, mientras Stallard colgaba la toalla.
– Iré con Nona a dar un paseo en auto… ¿quieres venir?
– No, no quiero ir. Aun a los esclavos se les otorga algo de tiempo libre.
No la sorprendió que, después de mirarla con profundo desagrado, Stallard se fuera de la cocina. Quizá le molestó mi comentario, pensó la chica. Pero, ¿a quién demonios le importa? ¡A mí no! Stallard Beauchamp podría irse al demonio si quería, de preferencia para no volver.
Inspeccionaba la cocina con ojo crítico cuando oyó que la puerta se abría y se asombró mucho al oír la voz de la señorita Irvine.
– Farran -la chica se volvió y vio que la anciana tenía puesto su abrigo y otro de sus horrendos sombreros-, Stallard y yo nos vamos ya. Querida, ¿podrías, por favor, hacerle la cama en el cuarto de huéspedes mientras estamos fuera?
Farran se percató de la gentileza con la que le hizo el pedido. ¡De qué buen humor estamos hoy!, pensó la chica con cinismo. Supo que si no lo hacía, la viejecita de ochenta años le haría la cama a ese bruto, así que tuvo que acceder.
– Claro que sí -se preguntó en dónde, en Dorset en un sábado por la tarde, se podría comprar una cama de clavos-. Que se divierta -le deseó a la anciana y fue a hacer la cama, mientras murmuraba con rebeldía que Stallard Beauchamp era ya bastante mayor para hacerse la cama él mismo.
Farran se aseguró de que todo estuviera en orden antes de bajar a la cocina, para hacer unas galletas.
Disfrutó de ese momento a solas y, al terminar de hacer las galletas, se sintió incómoda. Se preguntó si no necesitaría hablar con alguien a quien le importara y se acercó al teléfono. Se dio cuenta de que no tenía caso llamar a casa: la señora Fenner siempre visitaba a su hermana el sábado por la tarde y el tío Henry, ocupado en el taller, no oiría el teléfono. Farran se arriesgó a llamar a Georgia al salón.
– ¿Todo está bien? -inquirió Georgia al contestar.
– Sí -Farran fingió alegría-. ¿Cómo va todo contigo?
– No podría estar mejor -Georgia pareció estar tan contenta que Farran se alegró de poder ayudar a su hermanastra, a pesar de Stallard Beauchamp-. Debo irme -añadió Georgia-. Dame tu número de teléfono y te llamaré cuanto tenga más tiempo.
Farran así lo hizo. Al colgar, se nuevo se sintió incómoda. Como no tenía otra cosa que hacer, decidió ir a bañarse y cambiarse de ropa.
Ya bajaba por la escalera cuando Stallard y la señorita Irvine regresaron. Observó que él recorría con la mirada su delgado cuerpo, pero parecía tan taciturno como cuando se fue.
– Has estado cocinando -observó la anciana al oler el aire.
– Sólo unas cuantas galletas -murmuró Farran-. ¿Le gustó el paseo?
– Stallard conduce muy bien -contestó la señorita Irvine mientras se quitaba el sombrero y el abrigo y charlaba de cada detalle sin importancia del paseo.
– Supongo que necesita una taza de té -mientras Farran iba a la cocina, después de guardar el sombrero y abrigo de la señora, se alegró muchísimo. Al parecer, por los comentarios de la señorita Irvine y la actitud sombría de Stallard, la viejecita adoptó su actitud más fastidiosa de pasajero, en el auto.
Mientras ponía agua a calentar, le costó trabajo contener la risa al imaginarse la escena. Tenía la certeza de que la señorita Irvine charló durante todo el trayecto y de que molestó a Stallard, tanto como la molestó a ella misma, ordenando que tomara en sentido contrario las calles, dando instrucciones inesperadas y esperando que el conductor viera lo mismo que veía ella por la ventana.
En ese momento, Farran casi sintió agrado por la señorita Irvine. Estaba a punto de poner mantequilla en las galletas cuando Stallard entró en la cocina.
– Nona quiere sus anteojos -anunció con brusquedad.
Farran cortó una galleta por la mitad con gran serenidad.
– Suele suceder -y lo oyó exhalar con impaciencia.
– ¿Los has visto?-se impacientó.
Farran lo miró con irritación.
– Busca en el bolsillo de su abrigo… está colgado en el vestidor -le dijo, pensando que quizá la anciana los habría metido allí antes de salir.
Gracias, muy amable, pensó Farran con furia al verlo salir de la cocina hacia el vestidor. Acababa de colocar el té y galletas en la bandeja cuando de nuevo regresó.
– Nona quiere su suéter -Farran lo miró con ojos inocentes-. No recuerda en dónde lo dejó -añadió Stallard, y la chica se percató de que le costaba trabajo no perder los estribos.
Como había pasado una semana en compañía de la señorita Irvine y suponiendo que esa vez era la primera que Stallard pasaba más tiempo con la anciana, Farran se percató de que no sabía cuan exigente podía ser ella. Así que le sonrió con dulzura.
– Su suéter está en su dormitorio. Lo colgué en su armario cuando encendí la calefacción, antes de que ustedes regresaran -le explicó con amabilidad.
Estaba apunto de salir con la bandeja, cuando Stallard entró una vez más en la cocina, con la apariencia de echar fuego por las narices en cualquier momento.
– Su tejido está al lado de la silla en donde suele sentarse -comentó Farran antes de que él abriera la boca.
– No quiere té -ignoró a la chica-. Quiere tomar leche -anunció. Se dispuso a irse, pero Farran sintió un impulso humano de venganza.
– Maldición, hombre, tiene ochenta años, sabes -ay, Dios, pensó cuando vio que Stallard se acercaba. Se preguntó si se disponía a golpearla como ella quiso hacer tantas veces. Pero, para alivio suyo, todo lo que hizo fue tomar de sus manos la bandeja pesada.
– Trae la leche -ordenó y la dejó boquiabierta.
Era muy contradictorio, pensó Farran al servir la leche en un vaso. Tenía la seguridad de que estaba harto y furioso, pero de todos modos su sentido innato de la cortesía le ordenó que él llevara la bandeja a la sala de estar en vez de Farran.
Farran se reunió con ellos. Stallard aceptó té y galletas y, viendo que la chica ya esta allí, se ocultó tras el periódico. Farran sonrió. Sabía muy bien que, si la señorita Irvine quería charlar, la barrera de un simple periódico no la detendría, y así fue.
– Estas galletas están deliciosas, Farran -la halagó-. ¿Verdad, Stallard? -se dirigió al periódico.
Farran creyó oírlo exhalar con exasperación y lo vio bajar el periódico. Las miró a ambas pero contestó con furia contenida:
– Están… bastante… ricas -y volvió a levantar el diario.
¡Cerdo! Farran sintió que tuvo ganas de ofenderla y no de halagarla con sus palabras. Casi amó a la señorita Irvine, pues ésta lo hizo bajar tres veces más el periódico antes de que Stallard se diera por vencido en sus intentos de leerlo.
En ese momento, la señorita Irvine halló un tema de discusión con Farran.
– ¿Puedes buscarme un punto? -dejó el vaso en la mesita de al lado-. Sé que al empezar tenía setenta y cinco puntos -le entregó el tejido-, pero, ahora que los conté, sólo hay setenta y cuatro.
Farran se alegró al notar que la señorita Irvine no tenía grandes pretensiones como tejedora. Halló el punto, que estaba como a veinticinco centímetros de la parte superior, y empezó a tejerlo con mucha paciencia, línea por línea.
– Ya esta -le entregó el tejido a la anciana. Se disponía a recoger la bandeja cuando se percató de que Stallard la observaba desde hacía rato.
Farran no tuvo idea de por qué su mirada le provocó un vuelco en el corazón. Pero estaba segura de que no sólo se debía a que parecía estar a punto de sonreírle.
Farran nunca supo si le sonrió o no, porque en ese momento sonó el teléfono que estaba cerca de la señorita Irvine.
– Hola -contestó la solterona. Farran estaba a punto de llevar la bandeja a la cocina cuando oyó que la anciana decía-. ¿Quién le digo que llama? -parecía ser una sirvienta educada.
En ese momento, Farran tuvo la certeza de que la señorita Irvine sí tenía sentido del humor, aunque sólo lo mostrara los sábados. Estaba a punto de irse a la cocina y dejar sólo a Stallard con la señorita, cuando se percató de estar equivocada al asumir que la llamada era para él.
– Te llama un señor Andrew Watson, Farran -la señorita Irvine le entregó el auricular con amabilidad.
Farran seguía sorprendida, pues se dio cuenta de que su viejo amigo Andrew Watson estaba al teléfono. Este había salido de Banford hacía algunos años y de alguna forma se enteró del paradero de Farran.
– ¿Andrew? -se alegró de oír la voz querida de su amigo.
– ¿Qué rayos estás haciendo en Dorset cuando éste es mi primer día de vuelta en Banford? -preguntó una voz con afecto.
– Estás en Banford…
– Estoy en casa de mis padres, pero sólo hasta que halle otro empleo -luego le explicó que, al ir a visitar a Farran a su casa, Henry le sugirió que se comunicara con Georgia-. Sabía que pasaría por cualquier cosa para encontrarte, Farran, pero no me pidas que alguna vez regrese a un salón de belleza para mujeres -dijo para hacerla reír.
– Bien, te lo prometo -rió y Andrew aclaró el motivo de su llamada.
– Georgia me dijo que tu trabajo implicaba que vivieras allí mismo, pero quería saber si la semana que viene podríamos vernos en tu día libre.
– Claro que sí -se alegró Farran y recordó que no tenía un día "libre". Miró a la señorita Irvine con la intención de preguntarle si podía ir a pasear unas cuantas horas la siguiente semana; pero se percató de que Stallard la miraba con ojos de asesino. Empezó a tartamudear y añadió con rapidez-: ¿Puedes llamarme la próxima semana? -sugirió.
– Por supuesto -Andrew colgó, después de despedirse, y Farran todavía intentaba saber qué significaba la mirada asesina de Stallard Beauchamp.
Decidió que lo ignoraría y se dispuso a llevar la bandeja a la cocina. Stallard se le adelantó. Se puso de pie y tomó la bandeja de manos de la joven.
– Permíteme -ofreció con amabilidad y Farran sintió que deseaba hablar a solas con ella, así qué lo siguió a la cocina.
– Gracias -agradeció al estar solos.
– ¿Acaso Watson es tu amante casado de Hong Kong? -preguntó Stallard Beauchamp sin preámbulos.
– No, no lo es -se enojó de inmediato al notar su descaro-. Por lo que sé, Russell Ottley sigue en Hong Kong y nunca fue mi…
– ¿Ha venido este Watson aquí a verte? -la interrumpió sin miramientos.
– No -rugió ella.
– ¿Y qué hay cerca de otros hombres? -insistió-. Te recuerdo que estás aquí para hacer un trabajo.
¡Qué injusto!
– Demonios -explotó Farran-. No he parado de trabajar desde que entré por esa puerta. En cuanto a otros hombres -eso la dejaba perpleja, pues ese mismo día fue cuando le contó de su amor por Russell-, he vivido la vida de un monja desde que llegué.
– El cambio no te perjudicará -gruñó y se fue antes de que Farran pudiera abofetearlo.
Farran añadió más adjetivos a la lista que ya le tenía reservada al odioso de Stallard y lavó todo con enojo. Por fortuna, nada salió dañado.
Después de estar media hora en la cocina, sintió que su furia había disminuido lo suficiente para entrar en la sala de estar y preguntarle a la señorita Irvine lo que deseaba cenar. Se alegró al notar que Stallard estaba a punto de marcharse.
– No te levantes, Nona -decía cuando Farran entró-, no es necesario que me acompañes a la puerta.
– Stallard ya se va -gimió Nona Irvine a Farran al verla-. Acaba de recordar que tiene que regresar de inmediato a Londres a resolver un asunto.
Farran decidió que no sería cortés mostrar su alegría frente a la anciana.
– Ay, Dios -murmuró y se enfrentó a un par de ojos grises que la observaban con dureza-. Qué triste -y sonrió con dulzura.
Se percató de que él sabía muy bien que ansiaba que se marchara cuanto antes. Tuvo la horrible sensación, a pesar de la frialdad de los ojos grises, de que sólo por el placer de borrar la sonrisa de su rostro, Stallard estuvo a punto de cambiar de idea acerca de la urgencia de regresar a Londres.
Pero no cambió de opinión. Mucho después de que se fue, Farran todavía se preguntaba el motivo de su partida. Su pretexto de tener un asunto pendiente en Londres era sólo eso: un pretexto. ¿Qué lo hizo cambiar de idea acerca de pasar el fin de semana en la casa? Aunque la señorita Irvine fue muy exigente ese día, Farran dudaba de que la anciana hubiera agotado de tal manera su energía que Stallard prefiriera marcharse.
Así que Farran dedujo que ella misma debía ser la culpable. A pesar de su alegría anterior, eso la fastidió y le desagradó. Estaba muy bien odiar a Stallard Beauchamp, pero el tener la certeza de que ella le resultaba tan desagradable que él ni siquiera podía pasar unas cuantas horas en la misma casa, era algo que la desconcertó mucho.