Farran seguía perpleja y no sabía qué hizo para que Stallard quisiera matarla con la mirada. Oyó que Nona le presentaba al médico y que Tad le hacía unas cuantas preguntas a la anciana. Como seguía conmocionada, no pudo hacer otra cosa más que actuar como una observadora distante.
¡Qué tonta fue al pensar que la enemistad entre Stallard y ella había terminado! Qué estúpida fue al imaginar, por un momento siquiera, que sólo porque ese día Stallard se portó como un caballero, así sería para siempre.
Farran tuvo que reprimir sus ilusiones y su dolor cuando Tad estuvo a punto de marcharse.
– Señorita Irvine, desearía que algunos de mis pacientes cincuentones tuvieran tan buena condición física como usted -comentó a la paciente después de observarla y de oír las respuestas a sus preguntas y de saber que la anciana no tenía ningún efecto del mareo del día anterior-. Vendré a verla otra vez -prometió al dirigirse hacia la puerta de la sala de estar.
Farran también lo acompañó, obedeciendo al impulso natural de acompañarlo por cortesía. No pudo evitar mirar en dirección de Stallard, pero la mirada de arrogancia helada que éste le dirigió, la hizo bajar la vista.
Deprimida, fue al vestíbulo. ¡Nunca lo imaginó, Stallard sí la odiaba!
– Acerca de las entradas al teatro… -mencionó Tad cuando Farran abrió la puerta.
– Llámame -sin pensarlo, le dio más aliento del que quiso, aun cuando Tad Richards fuera la última persona en quien pensaba.
– De acuerdo -exclamó, y se fue, muy contento.
Farran deseó sentir la misma alegría y se detuvo después de dar dos pasos en dirección de la sala de estar. Sabía que algo molestaba a Stallard y, a pesar de que no la atacaría verbalmente frente a Nona, no tuvo ánimos para sentarse con ellos y recibir las malas vibraciones de él.
Recordó que Nona le pidió su tejido y fue a buscarlo. Sabía que eso le tomaría un par de minutos, pero por lo menos recuperaría la compostura, pues se sentía muy temblorosa.
Encontró el tejido y justo cuando Farran salía del cuarto, oyó la puerta de la sala de estar que se cerraba. Se detuvo, segura de oír las pisadas de Stallard. Como no deseaba encontrarse con él, se metió en su propio cuarto.
Estaba a punto de cerrar la puerta del dormitorio, cuando lo oyó subir por la escalera. Como no quería que oyera que cerraba la puerta y que supiera en donde estaba, se alejó de la puerta.
Se encontraba en el otro extremo de la habitación cuando oyó que Stallard se detenía. Ella dejó de respirar. Aunque no sabía qué demonios tenía, contuvo el aliento mientras esperaba a que Stallard fuera a su propio dormitorio.
Tenía la vista fija en la puerta cuando la vio abrirse de pronto. Con la boca abierta, observó como Stallard entraba de un par de zancadas, furioso. Se detuvo aun metro y medio de la chica.
Habló con aspereza, sin esperar a que ella pronunciara palabra.
– Así que aquí es donde estás refunfuñando.
Farran tragó saliva, pero sintió que la adrenalina le corría por las venas.
– ¿Refunfuñando? -retó y habló también con sarcasmo-. Corrígeme si me equivoco, pero creo que tengo, más derecho de estar en mi cuarto que tú… sobre todo sin que nadie te haya invitado.
– Asumo que invitas con más frecuencia a Richards -replicó Stallard y le hizo perder el aliento. ¿Cómo había mezclado a Tad Richards en el asunto?
– Algunos hombres son más agradables que otros -gruñó, llena de enojo. Ya no se retractaría, no ahora.
– Ya lo noté -cortó Stallard y entrecerró los ojos, revelando desagrado por las respuestas de Farran. A ésta tampoco le gustó el siguiente comentario de Stallard-. Quizá no te hayas dado cuenta, por tu avaricia, pero estás aquí para ser una compañía y una ayuda para la señorita Irvine, no para llamar a su médico a cualquier hora del día o de la noche para no aburrirte.
– Para no… -Farran se quedó sin palabra durante un instante al oírlo-. ¿Cómo te atreves a decir eso? -exclamó-. Sabes muy bien que sólo llamé a Tad porque… -se interrumpió cuando Stallard dio un paso amenazador hacia ella.
– ¿Con qué lo llamas Tad?
– Así es.
– Pues qué bonito -se enojó antes de dejarla proseguir-. Mientras que cualquier cosa podría sucederle a Nona, tú y Tad hacen de tórtolos en el vestíbulo.
– No es verdad -gritó Farran, pero no sirvió de nada porque Stallard la tomó de los antebrazos con fuerza.
– ¿Cuántas veces has salido con él? -exigió saber. Mientras Farran se daba cuenta de que el motivo de la furia de Stallard era que pensaba que dejaba sola a Nona todas las noches, él prosiguió-: ¿Acaso has olvidado para qué estás aquí?
De hecho, como Farran ahora se entendía bien con Nona, la razón de su presencia en la casa ya no tenía importancia. Pero no quiso que Stallard supiera que, durante dos semanas, ella estuvo vigilando por la ventana, esperando verlo.
– No es algo probable, contigo siempre en la puerta, al acecho -replicó con ira.
Por la forma en que Stallard le apretó los brazos, se percató de que su respuesta lo disgustó.
– Claro, preferirías que me mantuviera lejos. Al estar aquí, es obvio que caigo en la cuenta de lo que sucede. De no estar aquí hoy, nunca me habría enterado de que, a expensas de una anciana, tú tienes un coqueteo con su doctor.
– Eres injusto -explotó Farran.
– ¿De veras? -retó Stallard y al verlo, gracias a la mandíbula tensa, los ojos duros y fríos, Farran se percató de que, aunque lo repitiera una y otra vez, nunca la creería.
Pero de todos modos seguía enojada, así que se frustró:
– Vete al demonio -no obstante, de inmediato se dio cuenta de que, debió mantenerse callada, pues su respuesta no le agradó en absoluto a Stallard, quien empezó a acercarse-. No -exclamó la joven con pánico, pero sabía que su protesta era inútil. En cualquier momento le haría pagar caro su comentario.
Sucedió antes que eso. Forcejeó contra él pero, un segundo más tarde, Stallard la atrajo hacia su cuerpo con fuerza y la besó.
No hubo suavidad en el beso, sólo furia. Farran luchó para liberarse.
– No -logró exclamar de nuevo cuando Stallard se separó un momento de ella. Pero la separación fue sólo momentánea, pues volvió a besarla y, con una fuerza superior a la suya, la condujo hacia donde quería.
El hecho de que ese lugar fuera la cama, sólo aterró más a la joven.
– Detente -ordenó cuando él la empujó sobre el colchón, pero, debido a que en su interior sólo había contradicciones, su voz apenas fue audible.
De todas maneras, Stallard no pareció oír su protesta. De nuevo capturó su boca con la suya y evitó que escapara al yacer sobre ella.
De todos modos, Farran intentó alejarse, pero cuando su cuerpo se movió contra el suyo, lo único que pasó es que se dio cuenta de que sólo le provocaba un deseo mayor a Stallard.
– Sigue así, linda -apretó los dientes-, y puede ser que te viole.
– ¡Ja! -se burló ella pero era sólo fingimiento y se inmovilizó.
De pronto, toda la agresión pareció desaparecer en Stallard, sus besos se suavizaron y Farran descubrió que dejaba de forcejear contra él. Toda su voluntad de luchar contra Stallard se desvaneció.
Quiso decirle que "no" de nuevo, pero cuando la besó con gentileza otra vez, casi a modo de disculpa, olvidó lo que tuvo intención de decirle.
– ¡Stallard! -jadeó con suavidad cuando sus bocas se separaron y él la tocó con ternura y sus ojos grises miraron con calidez los suyos.
– Farran -su voz estaba ronca y le volvió a separar los labios con los suyos. Transfirió sus besos a su mejilla y le acarició el cuello.
Farran, con el deseo de besarlo en la boca, lo abrazó. Sintió que la acariciaba desde el cuello al seno y se aferró a Stallard con un movimiento convulso.
La besó de nuevo y ella le entregó sus labios y se arqueó para acercarse más; lo oyó gruñir. Farran se olvidó de todo menos de él y le devolvió beso por beso. Una gran felicidad la invadió al sentir sus besos en el cuello y detrás de las orejas.
La siguiente vez que le acarició el seno, Farran gimió de la impresión, ya que, sin que se percatara de nada, estaba ocupada en devolverle los besos. Stallard le desabrochó la blusa y ahora tenía los dedos en el sostén de la chica.
Desesperada, al sentir cómo su pasión crecía, Farran lo asió con fuerza de los hombros. No protestó cuando Stallard le desabrochó el sostén. Suspiró de placer al sentir que su mano se amoldaba a su seno.
– Stallard -exclamó con voz ronca.
Lo deseó como nunca cuando Stallard inclinó la cabeza y le besó la punta sonrosada del seno.
Farran estaba atrapada en un torbellino de deseo cuando, mientras Stallard le besaba y acariciaba los senos, sintió que con la otra mano él le desabrochaba los pantalones. Entonces, aun cuando no quiso negarle nada, una timidez repentina la invadió cuando Stallard le tocó el plano estómago.
No tuvo que preocuparse. Cuando se movió por instinto, tal vez Stallard lo interpretó como rechazo o tal vez tuvo la intención de rechazarla desde siempre, Farran ya no estaba segura de nada; de cualquier manera, en el instante en que sintió la mano de Stallard en la piel sedosa de su vientre plano… todo terminó.
Farran no entendió qué sucedía cuando Stallard le quitó las manos de encima y se puso de pie, con movimientos bruscos.
– Cúbrete, Farran -ordenó desde su posición cerca del tocador-. No queremos que te dé pulmonía, ¿verdad?
Su tono de voz, como un balde de agua fría, hizo que Farran recobrara la sensatez y que se cubriera con la blusa los senos hinchados y expuestos. Se levantó de la cama. Se estaba abrochando los botones cuando empezó a entender sus palabras y su tono de voz sarcástico; se estremeció.
– ¿Qué…?
– Demonios, Farran -prosiguió cuando la joven lo miró sin entender-, ¿acaso he cometido un error?
Lo miró con fijeza, oyó su voz con burla y volvió a la realidad. Empezó a darse cuenta de que, por muy doloroso que fuera, ella se perdió a todo menos a sus besos y caricias, y Stallard sólo tuvo la intención de excitarla para luego abandonarla.
– ¿Error? -repitió, llena de furia una vez más.
– Asumí que tu interés materialista estaba dirigido hacia el pobre médico -retó-. ¡Cuánto me equivoqué, querida Farran! -se burló, pero prosiguió con agresión-: Estás en busca de un pez mucho más gordo de lo que él es -declaró con dureza.
Farran inhaló hondo y apenas pudo creer que después de la ternura compartida, pudiera hablarle así. Su furia se salió de control y de pronto, contuvo su dolor para enojarse.
– ¡Dios mío! Jamás me casaría contigo, Stallard Beauchamp, aun si…
– ¡Casarte! -interrumpió, pasmado-. ¿Quién rayos habló de casamiento? -inquirió y, mientras Farran se daba cuenta de que para él el matrimonio era mucho más alarmante que emocionante, Stallard se recuperó de la impresión, se burló y ridiculizó-: No esperes por mí, linda. No soy del tipo de los que se casan.
– Tú… -Farran empezó a hablar, acalorada, pero oyó con claridad la voz de Nona desde abajo. -No olvides mi tejido cuando bajes, Farran -pidió. Farran vio que la bolsa del tejido yacía en el suelo y fue a recogerla. Encaró a Stallard.
– Tómala -gritó-. Necesito bañarme para quitarme la sensación de tus caricias antes de que pueda bajar por esa escalera -le lanzó el tejido y lo miró con rabia. Al ver cómo tensaba la mandíbula, pensó que había herido a Stallard. Se dio cuenta de su equivocación al ver que tan sólo la miraba con enojo y salía de la habitación.
Farran no corrió a darse un baño sino que permaneció de pie recordando la expresión pasmada de Stallard al oír hablar de matrimonio. ¿Por qué se le ocurrió hablar de casarse?
Apenada, herida, Farran estaba muy tensa. Con el corazón roto, se percató de que Stallard debió notar, gracias a su respuesta, que estuvo a punto de entregársele. Peor aún, ¿acaso se había dado cuenta de que lo amaba? Ay, ¿cómo podría mirarlo de nuevo a los ojos?
De pronto, el poco orgullo que le quedaba acudió en su ayuda. No tenía por que verlo de nuevo en su vida. Sacó sus maletas y empezó a guardar sus pertenencias. Más tarde, con un gran esfuerzo, bajó por la escalera sin hacer ruido con el equipaje.
En silencio pasó frente a la puerta de la sala de estar y oyó el televisor encendido. Esperó que el ruido ocultara su salida. Dio gracias a Dios por no haber metido el auto en la cochera; pero pasaron varios kilómetros antes de darse cuenta de que… ¡no era su auto! Era casi como si lo hubiera robado.
Recordó que Stallard pagó ese auto y ya no le importó haberlo tomado. Un par de kilómetros después, Farran trató de reprimir su dolor ante la decepción amorosa.
Cuando llegó a Banford, aunque sabía que seguía enamorada de Stallard, con un resabio de enojo lo maldijo con desesperación. ¡Cerdo!, sollozó para sus adentros. ¡Todo era por su culpa! No debió besarla. No debió… ¡Maldito sea!
Farran abrió la puerta de su antiguo hogar cuando se percató de que, debido a estar tan molesta y triste por Stallard, se había olvidado por completo de Nona.
Sin embargo, recordó que Stallard dijo que no iría a trabajar durante dos días. ¡Que él acompañara entonces a Nona!
– ¡Farran! -sonrió su padrastro al verla-. Qué bueno que estás en casa. ¿Te quedarás esta vez?
– Sí, tío Henry. Esta vez me quedo -lo abrazó.
Llevó sus maletas a su habitación y mantuvo a Stallard lejos de sus pensamientos, al intentar dilucidar si debía escribirle una carta a Nona y qué pasaría con su hermanastra cuando supiera lo que hizo.
Sin embargo, cuando Georgia llegó del salón de belleza, Farran se alegró al descubrir que su hermanastra era menos dura que antes.
– ¿Qué haces aquí? -esa fue la primera pregunta de Georgia.
– ¿Yo…? -de pronto, perdió la voz en un sollozo y apartó la vista.
– Linda -exclamo Georgia pues era la primera vez en años que veía en ese estado a Farran-. Esto es mucho peor que lo del tipo de Hong Kong, ¿verdad? -fue muy intuitiva.
– Creo que he aprendido la diferencia entre el amor y el enamoramiento -tartamudeó Farran.
– ¿De quién se trata?
– Stallard Beauchamp -Farran exhaló.
– Ay, Dios -se lamentó Georgia, mostrándole a Farran que también pensaba que no había esperanzas en amar a un hombre así-. ¿Qué pasó?
– No mucho. Reímos, nos peleamos, me enamoré de él… y espero con toda mi alma que no haya adivinado que lo amo porque, como dijiste, no es dé los que sientan cabeza -hizo una pausa e inhaló hondo-. No puedo regresar, Georgia -habló con sinceridad.
– Lo sé -Georgia pareció pensativa.
– No parece que te importe mucho -Farran intervino-. Quiero decir, esto termina con la probabilidad de que Stallard destruya el último testamento de la tía Hetty.
– Me importa muchísimo -exclamó Georgia, mostrando su parte dura. Se suavizó y confesó con un murmullo-: Pero, entre tú y yo, también estoy bastante enamorada de cierto tipo y en lo que a él se refiere tampoco actúo con gran sensatez.
Farran aceptó la opinión de Georgia de que quizá no actuó con mucha racionalidad en relación con Stallard. Al parecer, Georgia sufría la misma decepción que ella misma.
– ¿Es Idris Vaughan?
– Así es -confirmó Georgia.
– ¿No te ama?
– Si me ama no me dice nada y yo no se lo preguntaré -contestó Georgia-. Pero volvamos a nuestro problema. Tiene que haber una solución -opinó.
– No hablaré nunca más con Stallard -aclaró Farran con rapidez.
– Ya me doy cuenta -sonrió Georgia-. Pero hay que ser prácticos; ¿de veras crees que sería tan malo como para cobrarse lo pactado?
– No te entiendo.
– Bueno, te quedaste con la anciana durante un mes -señaló Georgia-. Con la tercera parte de la herencia podría cubrir los gastos necesarios.
Pasaron el martes y el miércoles y Georgia seguía tratando de hallar la manera de exigir lo que le pertenecía por derecho. Farran no fue de mucha ayuda pues le preocupaban otras cosas, como el auto que seguía estacionando frente a la casa desde el lunes.
Pasó el jueves y Farran no hizo todavía nada para devolverlo. Tampoco le escribió una carta a Nona. Empezó a sentirse mal por no hacerlo, pero se justificó diciéndose que estaba demasiado deprimida para hacer algo al respecto.
Con humor negro, se preguntó si en Low Monkton se habrían dado cuenta de que su baño se prolongaba demasiado. Pero se percató de que quizá no la extrañarían tanto. Nona tenía una opinión tan buena de Stallard, que tal vez no pensaría en nadie más mientras éste estuviera acompañándola.
Pero la prueba de que alguien supo que había desocupado el baño de Low Monkton vino al día siguiente, por la tarde. Farran estaba arreglando las flores en un florero de la sala cuando el teléfono sonó.
– ¿Bueno? -contestó y de pronto su corazón pareció recobrar vida.
– Tienes algo que me pertenece -rugió una voz muy conocida.
Santo Dios, pensó la chica al reconocer la voz de Stallard y tuvo que tragar saliva antes de poder contestar. Su corazón comenzó a acelerarse y asió el teléfono con fuerza.
– Dime dónde quieres que te lo entregue y me las arreglaré.
– ¿Acaso estás siendo graciosa? -inquirió con dureza y eso reavivó la vida en Farran.
– ¿Acaso parece que estoy bromeando? -replicó.
– Maldición -rugió Stallard y Farran escuchó cómo colgaba con estrépito.
¡Maldición!, se enfureció también y colgó a su vez. Pero durante el resto del día se mantuvo muy inquieta. ¿Qué rayos quiso decir con eso de "¿Acaso estás siendo graciosa?"
El sábado por la mañana despertó con la decisión de hacer algo con ese auto. Como no podía reunir suficiente valor para devolverlo en persona, lo mejor era contratar a alguien para que lo hiciera. Sin embargo, el único problema con eso fue que, como era fin de semana, nadie quería trabajar.
Con menos decisión, Farran colgó su última llamada hacia el mediodía. Tomó la decisión de que el lunes lo devolvería, cuando el teléfono sonó en ese momento.
– Bueno -contestó con algo de temor, aun cuando no pensaba en realidad que Stallard la llamaría de nuevo.
Sin embargo, su alivio estuvo matizado por la decepción al oír una voz femenina.
– Bueno… ¿Farran?
– ¿Nona?
– ¿Cómo estás? -inquirió Nona sin un átomo de censura en la voz por la forma en que Farran la abandonó.
– Muy bien, gracias -contestó Farran con calidez puesto que había empezado a querer a Nona-. ¿Está todo bien con usted? ¿No ha tenido ningún mareo o…?
– Estoy en perfectas condiciones -declaró Nona-. Pero te extraño, querida y me pregunto si hoy podrías venir a tomar una taza de té conmigo por la tarde -eso asombró mucho a Farran.
– Bueno, no creo… -Farran trató de negarse con tacto.
– Sé que es un recorrido muy largo para venir a tomar una taza de té -interrumpió Nona y a Farran le pareció que sollozaba antes de volver a recuperar el control-. Estoy muy sola ahora.
– ¿Está sola? -preguntó Farran con rapidez.
– Stallard me halló otra dama de compañía, pero no llegará aquí sino hasta el lunes. Y como él se fue al extranjero, no lo veré hasta dentro de un mes, y…
– ¿Stallard… se fue de viaje? -Farran la interrumpió para hacer la pregunta, a pesar de haber decidido que no preguntaría por él.
– Se fue anoche -confirmó Nona y por su tono de voz, a Farran le pareció que la anciana estaba muy solitaria-. Me alegraría mucho poder verte hoy.
Farran se suavizó de inmediato. Incluso se le ocurrió que, si iba a Low Monkton, podría devolver el auto.
– Ponga el agua a calentar, Nona, salgo para allá -sonrió.
Farran tan sólo se puso un vestido, en vez de sus pantalones, fue al taller para avisarle a su padrastro a dónde iba, fue a comentarle algo a la señora Fenner y se metió en el auto.
Mientras conducía, intentó no pensar en Stallard… Estaba segura de que, sin importar en qué país se hallara, no estaría pensando en ella. Farran se detuvo para comprarle unas flores a Nona y se preguntó con qué frecuencia saldrían los trenes de Low Monkton hacia Banford, puesto que tendría que regresar en tren.
A punto de llegar a su destino, a Farran se le ocurrió preguntarse cómo halló Nona su número telefónico. La única solución era que Stallard debió dárselo.
Meditó un momento en los motivos que él tendría para hacer algo así, pero, como sabía que a Stallard le importaba mucho la anciana, era obvio que debió dárselo para que no se sintiera sola mientras él estaba fuera del país.
Farran se dio cuenta de que Stallard debía saber lo que ella sentía por Nona y que se podía confiar en la chica para charlar por teléfono cada vez que la anciana llamara.
Farran sintió mucho amor por Stallard al acercarse a la casa de Nona. Durante un segundo, trató de ver si debía estacionar el auto en la cochera o no. Pero recordó que Nona se sentía muy sola y decidió que sería mejor hacerlo después. También era probable que Nona la hubiera visto llegar desde la ventana. Farran tomó las flores, salió del auto y llamó a la puerta principal.
La inundaba todavía cierta calidez al pensar cosas agradables de Stallard cuando la puerta se abrió, como si Nona ya hubiera estado tras ella, esperándola. Y Farran casi se desmayó. El individuo alto y fornido que le abrió no se parecía en nada a la persona que esperaba ver. No se trataba de Nona sino de un hombre que, de acuerdo con la información recibida, había salido de Inglaterra anoche.
– ¡Tú! -gimió Farran y desapareció toda sensación de calidez por pensar en él.
– El mismo -Stallard habló con frialdad-. Entra.