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Me gustaba la forma que tomaba el pie para introducirse en la media hecha un ovillo: el pie se estrechaba y alargaba mientras la media -que los dedos tocaban con cuidado- subía por la pantorrilla, doblaba la rodilla flexionada, cubría el muslo. Bien estiradas las medias, mi hermana se miró en el espejo: no estaba conforme con las bragas que acababa de ponerse. Rebuscó en un cajón, sacó unas bragas blancas -mi hermana sólo usa bragas blancas-, se quitó las que tenía puestas. Aunque sólo las había tenido puestas unos minutos, el elástico le había dejado una marca suave. «¿Qué miras?», me preguntó mi hermana. «Las bragas te han dejado una marca», le dije. «Espérame abajo», fue su respuesta.

Mi hermana conducía con una mezcla inquietante de precaución, inseguridad y desenfado: el Opel traqueteaba sobre el asfalto destruido por las taladradoras, saltaba; tenía que agarrarme al asiento para que no golpeara mi cabeza contra el techo del automóvil o contra el parabrisas. Se había nublado, pero la niebla era poco densa y únicamente se hacía visible ante los faros del coche, mezclada con el polvo que levantaban los neumáticos. No sabía hacia dónde me llevaban, y el anochecer y la niebla y unos faros que se nos acercaban, velados como sol a través de un toldo, me daban sensación de viaje de madrugada, medio dormido, aunque estaba perfectamente despierto.

Nos cruzamos con el coche que venía en dirección contraria. En el retrovisor vi cómo el coche frenaba en seco: los pilotos rojos brillaban como señalizadores de un agujero en mitad de la carretera que se hubiera abierto a nuestro paso. Y de pronto el coche nos perseguía marcha atrás. «Maldita sea», dijo mi hermana. El coche nos alcanzó, nos rozó, frenó de nuevo: el claxon no dejaba de sonar. Mi hermana se detuvo: cogía el volante con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos: el blanco resaltaba en la cabina oscura del Opel. Por el retrovisor comprobé que el coche que se había obstinado en seguirnos era el Renault de tío Adolfo. Tío Adolfo hablaba al otro lado de la ventanilla, pero mi hermana no bajaba el cristal y mantenía los ojos clavados en el parabrisas: no miraba el esqueleto del edificio Hungría, sino el propio parabrisas, del que ahora raspaba con una uña una mínima mota blanca. Tío Adolfo era una imagen de la pantalla silenciosa del televisor de Schuffenecker. Arqueaba con suma elegancia las cejas de mi padre. Entonces mi hermana movió la manivela y el cristal de la ventanilla empezó a bajar y la voz de mi tío irrumpió en el coche, sobre el ruido de los motores, tangible como una corriente de aire. «¿Qué hacéis? ¿No me habías reconocido?», repetía. «Vuelve con la hermana de mi padre», dijo mi hermana. «No vengas más solo.» Y arrancó despidiendo una polvareda. En el retrovisor mi tío, entre la polvareda y el humo del tubo de escape y la niebla, era una aparición, un fantasma a punto de esfumarse.

«Ha dado la vuelta, lo tenemos detrás, maldita sea», dijo mi hermana acelerando y reduciendo enseguida para curvar hacia la gasolinera. Me pegué contra el parabrisas en la frente: fue como cuando, en una habitación apagada, chocas con una columna. Tenía los ojos irritados y veía las luces de la gasolinera corridas y danzantes, linternas sobre el agua, faros en una calle regada o inundada. Se concretaban los neones y los anuncios luminosos de la estación de servicio cuando el Renault nos acometió sin demasiada fuerza, como si quisiera advertirnos que existía y que nos había seguido. Mi hermana -tenía los labios entreabiertos y le rechinaban los dientes- aceleró, detuvo el coche, cogió el bolso de piel negra, salió al frío de la noche nublada. Dentro del Opel, solo, mientras miraba cómo mi tío alcanzaba a mi hermana muy cerca del teléfono público, sentí que me quedaba helado.

Hablaban y hablaban. Mi tío rozó una mano que mi hermana, inaccesible, apartó. La espalda de mi padre se hundía bajo el peso de un fardo excesivo. En el surtidor de gasoil las cifras de los contadores pasaban volando: así había visto pasar hojas de almanaque en una película de la televisión de Schuffenecker. Entonces mi hermana cogió el auricular, lo sostuvo entre el hombro y la cara, rebuscó unas monedas en el bolso, las puso en la ranura. Me pareció emocionante el modo con que mi tío se pasó la mano por el mentón y, luego, por el pelo: le colgó el teléfono a mi hermana, dio media vuelta y se encaminó hacia el Renault. «¿A quién ibas a llamar?», le pregunté a mi hermana en el momento en que entrábamos en la avenida Embajadores y comenzaba a llover. «A la mujer de ese cerdo», contestó, y puso en marcha los limpiaparabrisas.

Nos detuvimos frente a las naves del mercado de mayoristas. Mi hermana se aseguró de que yo cerraba la puerta del coche y echó a andar bajo el aguacero, sin prisa, hacia los almacenes de carne. Todo estaba callado: sonaban las suelas de nuestros zapatos chasqueando, al pegarse y despegarse, en la acera mojada. Paró ante una verja alta y negra, sacó un llavín del bolso. No me dirigía la palabra. Cruzamos un patio estrecho y gris, un corredor inacabable; nos detuvimos frente a una puerta metálica sobre la que resplandecía una luz roja. Utilizó otra llave. Atravesamos una sala frigorífica en la que la respiración se convertía en humo y en la que guardaban, pendientes de agudos ganchos, decenas de animales degollados y abiertos en canal. ¿Proyectaba mi hermana deshacerse también de mí? Temía congelarme cuando llegamos a la salida. En el patio interior en el que ahora esperábamos a que mi hermana lograra abrir una nueva puerta la lluvia seguía cayendo lenta e irreal, pero yo no notaba que me mojara, como si el agua cayera en otro sitio o en otro tiempo. Y allí estaba aparcado el Peugeot que me había despertado por las noches.

Subíamos unas escaleras de caracol, giraba mi hermana el pomo de otra puerta, recorríamos habitaciones vacías, sin muebles, en las que mi hermana, al entrar, encendía pálidas bombillas sucias. Vi la franja de luz en la base de la puerta que mi hermana abrió de inmediato: era un cuarto de baño envuelto en vapor, donde alguien se duchaba detrás de una mampara transparente. «¿Martín? Aquí estoy», dijo mi hermana. «Ya salgo, ya salgo». Ahora estábamos en una especie de oficina en que las mesas y las paredes estaban repletas de hojas y hojas de árboles oprimidas entre planchas de cristal. Había hojas sobre las que habían vertido cruelmente líquidos especiales, hasta volverlas translúcidas para que mostraran mejor las nerviaciones: los nervios se desplegaban como las barbas de una pluma de pájaro o como los dedos de una mano extendida, como una red de venas. Todo parecía pulcro: las cosas se endurecían mientras yo tomaba conciencia de que estaba empapado y aterido. Entonces mi hermana me dio la toalla de color de albaricoque y descubrí, secándome el pelo, la mondadura y el trozo de manzana oxidada en el plato, entre papeles y cuadernos, y el jersey de lana basta sobre el sillón de mimbre como un animal derribado.

Martín me llamó por mi nombre: él también se secaba el pelo, como si duplicara mi imagen. Pero, explicándole que los nombres de las personas -he aborrecido siempre mi nombre- no resumen ni simbolizan forzosamente sus caracteres, manías, taras y virtudes, observé que era muy alto, de piel atezada y limpia, casi rubio. Desde las ventanas de mi casa le había calculado menor estatura. Sobre la camiseta blanca en cuya pechera había dibujado un velero con la leyenda Viva la Costa Martín se puso una camisa azul claro, y la cara le cambió ligerísimamente: la cara le cambiaba sin cesar; no era una cara que durara fija ni un segundo, así que, para no marearme, evitaba mirarlo. Ni siquiera vi cuando encendió el cigarrillo: vi cómo se lo pasaba a mi hermana, que imprimió en la boquilla una mancha rosa, y cómo Martín ponía los labios en la mancha rosa. Buscando el paquete de tabaco del que había sacado el cigarro, detuve los ojos en el flexo, en el filamento incandescente de la lámpara. Cerré los ojos; veía, en la negrura de los ojos cerrados, la cara de Martín. Pero, al abrir de nuevo los ojos, la cara que yo había visto no era ya la cara de Martín.

«Vamos a ser amigos», decía. Yo acababa de identificar una de las hojas que Martín había encerrado entre vidrios: pertenecía al níspero de nuestro jardín. «Desde luego», contesté. Martín y mi hermana hablaban ahora de las nervaduras de las hojas -quise entender que Martín dedicaba su interés y su vida a las hojas de los árboles- y, si miraban hacia mi sitio, lo hacían con un gesto que me obligaba a pensar que o no me veían o yo me había volatilizado y ya no estaba allí. Me aproveché de mi invisibilidad: un mínimo insecto avanzaba sobre un folio inmaculado bajo la luz de la lámpara; alargué el dedo índice de la mano derecha y lo aplasté. Sentía con horror su volumen imperceptible contra la yema de mi dedo. No soporto que me toquen ni tocar a nadie, excepto si se trata de mi hermana, pero me había atrevido a tocar a aquel pobre bicho. Yo estaba temblando de repulsión y de piedad, mi dedo sobre el animal reventado. «¿Tienes frío?», me preguntó Martín. Nunca ha entendido Martín nada. Dije que no con la cabeza, examiné la mancha marrón que me había quedado en la yema del dedo y la comparé con la mancha que había quedado en la hoja de papel. «Ahora tendré mucho más tiempo para nosotros», estaba diciendo mi hermana, que tenía unas tijeras en la mano. «¿Tienes un sobre?», añadió, y Martín le ofreció un sobre. Mi hermana se cortó un mechón de pelo, lo metió en el sobre, pasó la punta de la lengua por el engomado del sobre, cerró el sobre y se lo dio a Martín.

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