Luego se sucedieron días raros y fríos en los que nunca subía la temperatura: los colores se aclaraban, llegaban a borrarse, imágenes de una televisión que recibiera mal la emisión de onda. Me sentaba, fiel a mis costumbres, frente al sofá que había junto al ventanal, ponía la radio y leía en voz alta los fascículos de la enciclopedia marítima. Introduje, sin embargo, un ligero cambio en mi conducta: dejé de ir al colegio. Estaba seguro de que mi padre se presentaría en la casa a cualquier hora de la mañana o de la tarde menos pensadas, y quería encontrarme allí para recibirlo. A mi hermana le importaba poco lo que yo hiciera, con tal de que no armara ruido: ella dormía durante la jornada entera. Como un hada maléfica había convertido todo el tiempo en noche. Se movía sonámbula por la casa, se preparaba un café con tostadas, comía y volvía a encerrarse en su dormitorio. Tío Adolfo era nuestra única visita: traía periódicos y provisiones, se interesaba por nuestra existencia. Sí llegaba a horas de colegio, yo me escapaba por la puerta de la despensa y me escondía en el cobertizo de la depuradora de la piscina, al acecho, hasta oír el cierre de la cancela que anunciaba su marcha.
Sonó un día el timbre con una energía inhabitual; no se trataba, desde luego, de mi tío, siempre tan modoso y levemente congelado por su respetuosa distancia. ¿Sería el telegrama o la carta urgente que mi padre se quedó esperando? No vacilé en abrir la puerta, sin tomar por una vez, la precaución de asomarme a la mirilla. «¿Quién es?», preguntaba mi hermana, alarmada, desde la planta de los dormitorios. No le respondí: sabía que en unos segundos se habría dormido de nuevo, y nunca más pensaría en el timbrazo ni en la visita inoportuna. Era Adela, la profesora-tutora de mi curso. «Me alegro de verte», me saludó. Siempre se comportaba con una alegre elasticidad atlética, pero siempre resbalaba y tropezaba y más de una vez yo la había visto caerse por los corredores inhóspitos y resonantes del colegio. «Cuánto me anima que haya usted venido», le contesté, con lo que quería darle exacta idea de que me encontraba profundamente afectado por los acontecimientos recientes y que más le valía despedirse de inmediato. Pero mis palabras surtieron el efecto que yo menos me pretendía: aquella mujer se atrevió a ponerme una mano en el hombro y a explicarme la necesidad que tenemos de los compañeros, lo bien que me vendría el regreso a clase. Me fijé en sus labios pintados: tenía un diente manchado de carmín. Me la imaginaba arreglándose para venir a verme, oía el clic de la tapa del pintalabios al cerrarse, el chasquido de la polvera. «Estoy esperando», le dije. «¿Estás esperando? ¿Qué estás esperando?», preguntó. ¿Cómo iba a decirle que estaba esperando a mi padre? «Estoy esperando sentirme mejor.» Se quitó los guantes de lana amarilla, me cogió las manos con las manos gélidas, como en un juego. «Ven mañana a clase, por favor. ¿No puedo hablar con tu hermana?» «No», le respondí; «es mecanógrafa». «¿Es mecanógrafa? ¿Qué quieres decir? ¿Trabaja ahora tu hermana? ¿No puedes bajar la radio?»
Poco a poco había ido elevando la voz: sólo las personas muy sensibles superan la presión del estrépito de las grúas y las hormigoneras y las taladradoras y las cuadrillas de albañiles de la constructora, y son capaces de conservar un tono normal. Yo cerré los ojos, pero resultó inútil: seguía viendo la carne ocre y brillante de pomadas de la maestra, vi incluso un tarro de crema con sus huellas dactilares impresas, una taza con el filo manchado de rojo grasiento. «No he dicho que mi hermana trabaje, sino que es mecanógrafa.» Entonces la maestra se desenmascaró: «Si mañana no estás en clase, daré cuenta a la dirección; por tu conveniencia.» «Le prometo», le dije sinceramente, «que no tendrá oportunidad de ir a la dirección».
Salió y se dejó los guantes amarillos. Me asomé a la ventana: andaba decidida, esquivando socavones y escombros y maquinarias, hacia la marquesina de los autobuses, según deduje por el rumbo que tomaban sus zancadas de encargada de fábrica. Olfateé los guantes: olían a lana mojada en colonia. Entonces, los guantes empuñados, salí a toda velocidad de la casa: era la primera vez que la abandonaba desde el día del entierro y el aire libre y limpio me obnubiló; me tambaleaba como el pasajero que, tras meses de travesía, desciende de un barco o de un globo. Corría y corría con la respiración entrecortada. Quería llegar antes que la señorita Adela al edificio Finlandia, estar en un piso alto cuando ella pasara. Entre los edificios Francia e Italia la alcancé: la vi, al otro lado de los bloques en construcción, dirigiéndose con firmeza hacia la parada de autobuses. ¿Pensaba en lo que me había dicho y en lo que me habría podido decir y en lo que podría no haber dicho? Si no corría mucho más, no llegaría antes que ella al edificio Finlandia, más si contaba con los ocho o nueve pisos que yo tendría que subir. Entre los edificios Noruega y Dinamarca la perdí de vista.
Me adentré en el solitario bloque Finlandia, casi construido, todavía sin los tabiques que separarían apartamentos y habitaciones, sin las solerías, sin el recubrimiento de las escaleras. Me faltaba el aire cuando alcanzaba la sexta planta. Me detuve. Me asomé al hueco de lo que sería una terraza o un balcón: Adela pasaba justamente por debajo de donde yo estaba, se alejaba. Me sentí desesperado. Entonces caí en la cuenta de que ahora debería torcer la esquina si quería llegar a la marquesina del autobús. Agarré de un montón, manteniendo los guantes amarillos bien apretados en una mano, tres pesadas baldosas de mármol; me dirigí sin aliento a los balcones de la otra fachada del bloque. Adela acababa de torcer la esquina. Hice mis cálculos: siempre he destacado en física y matemáticas. En el momento justo arrojé las baldosas. ¿Dieron en el blanco? No miré: no soporto ni la violencia ni la sangre.
Cuando llegué a la casa, me encontraba bastante tranquilo. La caminata me había sentado bien; el clima frío, con una luz industrial y blanca, me había transmitido una feliz consistencia: hasta me atreví a saludar, agitando un brazo, al conductor de la gran grúa amarilla. El conductor se cubría con una gorra azul. Entonces me acordé de que guardaba los guantes de Adela en el bolsillo. Me los puse, y sentí que mis manos eran las manos de otro. Me agaché y cogí un fragmento de pared derruida, el resto de alguna de las casas semejantes a la nuestra que, en unos meses, habían arrasado las máquinas: así sentí lo que siente la mano de otro cuando carga una cosa, mientras la miramos. Crucé la cancela, dejé caer la pieza de ladrillo y cemento y yeso, me paré junto al Renault de mi tío: tío Adolfo estaba en la casa como casi todas las tardes. Me fui hacia la piscina: me gustaba mirar la maraña de hojas y papeles y plásticos que cubría la superficie, los claros en los que surgía el agua verde. Parecía el mapa físico -con marrones de distintos matices y verdes y azules y amarillos y naranjas- de un continente ignorado. Desde el columpio, lancé a la piscina la tapadera de una lata de pintura: flotó sobre las hojas; lancé una piedrecita, y se quedó sobre una bolsa de plástico hinchada y combada, un fardo sobre una balsa.
No vi a mi tío salir de la vivienda: oí sus pasos, vi su sombra; vi, por fin, su espalda que era la espalda de mi padre. Pisó algo que sonó como una rama al partirse. Las portezuelas chasquearon metálicas, el coche arrancó: se alejaba. ¿No me vio tío Adolfo por los retrovisores? La casa tenía el aspecto de una vivienda abandonada súbita y apresuradamente por sus habitantes: la radio sonaba, mi butaca había quedado separada con desenfadado descuido de la mesa -la señorita Adela parecía no haber estado en la casa: se había preocupado de ordenar su asiento milimétricamente-, la enciclopedia de los seres marítimos continuaba abierta por la página dedicada a los animales microscópicos. Entré en la cocina, envolví los guantes en papel de aluminio y los metí en el horno encendido. Luego subí al cuarto de mi hermana: hacía mucho que no la veía, más de tres horas por lo menos. Estaba sobre la cama, destapada, sólo con las bragas. «¿No puedes llamar a la puerta?» Le hacía falta cepillarse el pelo, así que cogí el cepillo y se lo alargué. Ella mordió la empuñadura, pensando. Saltó de la cama, cogió del armario prendas de vestir, se fue al cuarto de baño que había frente a los dormitorios. Las sábanas de la cama estaban desordenadas y arrugadas como si sobre ellas acabara de celebrarse un combate, una pelea sucia. Las olí, de rodillas sobre los cobertores que habían caído al suelo. Tenían un olor especial: a plantas estrujadas y maceradas que empiezan a pudrirse. ¿Cuánto tiempo estuve husmeando en las sábanas? Mi hermana reapareció reluciente, al cuello la cadena de oro con el anillo de mi padre, como un fantasma que surgiera de un cuadro para asistir a una fiesta. «Voy a salir», dijo. «¿Vas a salir? ¿A dónde?», pregunté. «Adonde me dé la gana. Y mañana vuelves al colegio. Se acabó el luto. ¿Has encendido algo en la cocina? Apágalo. Huele a quemado.»
Desde la ventana de la cocina llena de humo, mientras deshacía en una tartera con un tenedor, un cuchillo y unas tenazas lo que quedaba de los guantes amarillos, observé cómo mi hermana sacaba del garaje el Opel, cruzaba la cancela, se detenía, bajaba del coche, cerraba la cancela con llave, volvía al coche y se alejaba. Me saludó con un brazo que sacó por la ventanilla. Tiraba de la cisterna del wáter para que el agua arrastrara las cenizas de los guantes, el papel de aluminio quemado, y maldecía a mi hermana. Se hacía de noche y yo temía dormirme y morir.