A través de la ventana aparecían mis tíos, tía Esperanza y tío Adolfo, sombras ennegrecidas alargadas hacia la cancela por los focos blancos de las obras; mis tíos: tía Esperanza, la hermana de mi padre, que de tan buen grado se plegó a los deseos del enfermo de no ver a nadie ni ser visto por nadie durante los meses de la agonía; tío Adolfo, el cómplice de tía Esperanza, que, las manos en los bolsillos como buscando un salvoconducto para entrar en la casa o un justificante o tan sólo una explicación, miraba a la reducida alfombra de caucho, mientras su mujer alzaba los ojos hacia la mirilla de la puerta, plena de confianza en sí misma o en su maldad. Yo sé que una vez ahogó o mandó ahogar o permitió que cerca de ella ahogaran a seis gatos que luego fueron tirados en una bolsa transparente a un contenedor de basuras. Mantenía los ojos fijos en la mirilla, acechando que mi ojo surgiera, empañado por las lágrimas, tras el vidrio minúsculo.
Nunca me ha gustado defraudar las esperanzas que los mayores y los superiores depositan en mí; así que esperé que pulsaran otra vez el timbre. Entretanto me restregaba los ojos con fuerza, y en los grifos de la cocina me mojaba las manos y me las pasaba por los ojos, aspiraba agua por la nariz y dejaba que me goteara de un modo repugnante e impúdico. Corté un puñado de papel higiénico, lancé un par de hipidos y suspiros que a mí mismo me conmovieron, y me encaré decidido a los intrusos. Cuando abrí la puerta y se enfrentaron al ser desvalido y chorreante en el que me había convertido, tía Esperanza y tío Adolfo hallaron la oportunidad de desplegar toda la teatrería y palabrería para la que se habían venido preparando desde que mi hermana les dio aviso del final del agonizante. Yo había tenido la amabilidad de prepararles el decorado que necesitaban, y me lo pagaban con el viril apretón en los hombros con el que mi tío consiguió que se me saltaran de verdad las lágrimas; con los abrazos y besos de mi tía, que me causaron -lucía unos pendientes aterradores- varios arañazos en un pómulo. El espeso aroma del perfume, el maquillaje y las pomadas me provocaron una convulsión espasmódica que certificó el deplorable estado en el que me había postrado la muerte repentina de mi padre.
En volandas me llevaron a la cama, me ayudaron a desnudarme; incluso me arroparon. Me hablaba mi tío de que los hombres continúan viviendo en sus hijos, y yo temblaba ante la idea insoportable de que, durante la noche, penetrara por mi boca o por mi nariz o por una de mis orejas el individuo consumido y babeante y tenebroso que los mismos camilleros, habituados a calamidades, habían tenido que cubrir con una manta para no verle la cara: penetrara dentro de mí y se quedara dentro de mí para siempre. Entonces llegó mi tía con la leche caliente. Odio que se ahogue a los pequeños animales, pero mucho más odio, desde muy niño, la leche caliente con azúcar. Y, para colmo, en aquel momento se me revelaba una íntima e inquietante correspondencia entre el acto de calentar leche y el de ahogar gatos. Pero no ofrecí resistencia: me bebí hasta la última gota. El hedor y el sabor a tela arrugada, húmeda y jabonosa; la cenefa de espuma adherida a las paredes del vaso me dieron la sensación de que me envolvían la cabeza en un paño mojado sin otro fin que causarme, por asfixia, una muerte dolorosísima. «No soy uno de tus gatos», me vi obligado a proclamar en medio de lágrimas verdaderas y torrenciales. «Mi querido niño», dijo ella restregando su cara embadurnada de cremas y polvos contra la mía: estuvo a punto de clavarme uno de sus heridores pendientes en el ojo, y yo le dejé el maquillaje corrido por la banda blanca de leche que se me había quedado pegada a los labios. Nos detestábamos y los dos lo sabíamos.
En cuanto me dejaron solo me limpié la cara con la colcha, donde dejé una mancha rosácea que parecía un antifaz. Me coloqué inmediatamente una imaginaria máscara de buzo, y me zambullí y sumergí entre las sábanas, bajo la presión claustrofóbica de los cobertores. Oía, buceando, mi propia respiración, las inhalaciones transformadas en un collar de burbujas que atravesaba la luz opaca de las profundidades. La mirada se acostumbraba a la oscuridad del bosque de algas y aguas hondas: en la negrura distinguía los restos del transatlántico naufragado. Había perdido la sensación de mí mismo, fijos los ojos en el hueco de la lóbrega chimenea inmensa, carcomida por el óxido y cubierta de lapas. ¿Habían sacado a los marineros muertos? ¿Habían enviado hombres rana para que rescataran los cadáveres entre el metal retorcido, o seguían las víctimas dentro del casco, descarnadas, flotando?
Entonces sentí que algo ajeno se introducía en el cuarto: un insecto, acaso un moscardón aleteante o una mirada acechadora y peligrosa. Sí, me acordé del espejo que había en mi dormitorio, y recobré peso y volumen y carnalidad y el tacto almidonado de las sábanas limpias. Salté de la cama: que yo no hubiera podido atisbar lo que ocurría en la sala de estar desde el espejo del baño cuando los camilleros cargaban con el muerto no significaba que el espejo de mi habitación no fuera un cristal transparente, camuflado, a través del que el moribundo extraño que simulaba ser mi padre me hubiera estado espiando noche tras noche. Posiblemente tía Esperanza se apostaba ahora en el ropero que colindaba con el dormitorio, atenta a cada una de mis maniobras. Iba a descubrirla; la vergüenza la obligaría a abandonar inmediatamente la casa tras los pasos de aquel moribundo impostor que ni siquiera era un moribundo: la blanda postración en la que fingía vivir el hombre abyecto que suplantaba a mi padre sólo sería el estado de disponibilidad de un agente secreto confinado e incomunicado en un hotel a la espera de recibir la llamada telefónica que le señalará una misión y lo pondrá en movimiento. ¿Los de la ambulancia de anaranjada alarma giratoria eran enemigos o cómplices que acudían por fin en su auxilio?
Busqué mi linterna en el primer cajón de la cómoda, la encendí, la puse de pie sobre el mueble y el haz de luz se estrelló contra el techo como una gran moneda amarilla o un astro manchado y habitado por las sombras de mis brazos, que se esforzaban en descolgar el fingido espejo transparente. Cuando lo consiguieron, me sorprendió que la luna sólo cubriera un trozo descolorido de pared. Toqué la pared, la golpeé y me pareció demasiado sólida, tan sólida como el silencio que envolvía la casa multiplicado por el rumor perpetuo de las hormigoneras nocturnas. Con la ayuda de la linterna exploré el interior del armario hasta dar con mi stick de hockey sobre patines: iba a adivinar si aquella pared era una pared verdadera o un simulacro. El primer martillazo desprendió un puñado de yeso, el segundo tocó el ladrillo, el tercero debió despertar la atención de tío Adolfo, cuya carrera peldaño a peldaño oí perfectamente a pesar de la dedicación y afán que estaba poniendo en mi empresa investigadora. ¿No es raro que mi tía, la hermana de mi padre, no lo acompañara? ¿Estaba agazapada al otro lado de la pared, temblando ante la perspectiva de ser atrapada con el ojo en la cerradura, innoble, miserable e indiscreta?
No tuvieron más remedio que recurrir a las drogas: el agua me ayudó a ingerir la minúscula cápsula celeste. Y he de confesarlo: me la tragué seguro de que me envenenaban, pero ávido de dormirme y alcanzar un final confortable. Me empujó tío Adolfo a la cama, me tapó con amabilidad, devolvió el espejo a su sitio. Sólo la linterna y el stick de hockey, sobre la cómoda, entre cascotes y yeso, daban testimonio de que un ojo mezquino y terrorífico me había estado observando impune. Fue entonces cuando me percaté del extraordinario parecido entre mi tío y mi padre: es verdad que mi padre es más alto y airoso, pero había algo en las cejas de tío Adolfo que pertenecía a las cejas de mí padre. Averigüé de pronto que no recibiría ningún mal de aquel hombre. «Tío Adolfo», le dije, «te pareces tanto a papá». «Pero, hijo, es tía Esperanza la que era su hermana», me respondió.
Aquel indicio de estupidez por su parte no me desalentó. Al contrario: también mi padre sabía ser un estúpido fuera de lo común cuando se lo proponía. Jamás olvidaré el día en que, preocupado por mi falta de amistades, llegó a la casa con el sobrino de un socio y, viendo el mutismo con que, junto a la piscina, rehusábamos mirarnos el uno al otro -ahora me doy cuenta de que aquel niño insignificante y yo éramos, en realidad, dos almas gemelas, y que evitamos mirarnos como quien, vergonzosa y repugnantemente feo, rehúye una malévola foto fidedigna o un espejo sincero y poco piadoso-, advirtiendo nuestra incapacidad para dirigirnos no ya la palabra, sino una simple ojeada, se presentó con una baraja de cartas francesas, obstinado en distraernos con juegos de manos. Mezcló los naipes, nos hizo elegir a cada uno una carta oculta, nos pidió que introdujéramos nuestras cartas otra vez en el mazo. Barajó. «Decid un número entre el 1 y el 52», ordenó. Me estaba poniendo nervioso, olía a sudor y marcas de humedad le empapaban la camisa. Elegimos nuestros números. Entonces empezó a levantar cartas sobre la blanca mesa de terraza, sentado en el filo de la hamaca, contándolas, y vi pasar la carta que me había tocado sin que mi padre la descubriera, mientras el extraño que me acompañaba, silencioso e incómodo, se movía incesante y permaneciendo siempre sobre el mismo palmo de terreno.
«Me queréis despistar», dijo mi padre. «Los números que me habéis dicho no coinciden con vuestras cartas ocultas. Pero yo las adivinaré». Y pronunció unas palabras cabalísticas que obligaron a nuestro forzado visitante a cerrar los ojos, apurado y casi tembloroso. «Ésta es tu carta, ¿verdad?», le dijo. Y él respondió: «Sí.» «Y ésta es la tuya.» «No», aseguré categórico. Entonces mi semejante echó a correr y se encerró en el Opel de mi padre. «¿Qué pasa», se preguntó confundido mi padre, a la vez que emprendía el camino hacia el coche. Hablaba con el niño por la ventanilla del automóvil. «He mentido, he mentido», exclamaba el niño lloriqueando. Y no oí más. Mi padre, al parecer, no pudo convencerlo para que continuara en la casa. Se quitó la corbata que todavía llevaba puesta, la dejó colgada de la rama del níspero del jardín. Abrió la cancela de par en par, regresó al coche y ocupó el asiento del conductor. Arrancó. El pobre infeliz que debería haberse convertido en mi amigo abandonó la casa mirándome por fin a través del cristal del Opel. No nos hicimos ni un guiño: jamás volvió a la casa y jamás volvimos a vernos.