Soñé con mi hermano, aunque nunca he tenido un hermano, y me desperté a medianoche temblando de miedo a la desaparición y a mi propia fealdad: tenía mi hermano mi misma cara y yo no podía salir en el sueño, porque no éramos gemelos y mi cara ya la estaba utilizando otro. Alguien acechaba en el jardín, cerca de la cancela: la presencia secreta se notaba en el aire y me había despertado. El dormitorio se oscurecía la noche de los sábados, cuando apagaban la mayoría de los reflectores que iluminaban las obras. Pulsé el interruptor de la lámpara; sentí el alfilerazo de la bombilla en los ojos, apagué otra vez la lámpara: si un extraño o un enemigo espiaba o merodeaba en el jardín no quería alarmarlo, sino sorprenderlo. No me había engañado: un coche con las luces de posición encendidas paraba frente a la casa. Un hombre apoyaba la cabeza en el techo claro del automóvil: bajo el resplandor de un foco lejano la sombra era larga y negra, casi invisible en el negror de la noche. Por la espalda reconocí a mi tío Adolfo: parecía derrotado, la cabeza contra el techo del Renault. Puede que advirtiera que lo miraban: se volvió hacia la casa. La cara era un agujero negro, como escondida bajo una capucha de verdugo. Moví la mano, despidiendo a los pasajeros de un tren o de un transatlántico. ¿Me vio mi tío? Se subió al coche, puso el motor en marcha, se fue con los faros apagados.
Pensé en bajar a toda carrera, alcanzarlo, pedirle que me llevara con él, y me cambiara el nombre y me enseñara a hablar con una voz nueva, como se enseña a los niños que se crían entre lobos en la soledad de los bosques. Pero me arrepentí enseguida de semejantes ideas y volví a la cama. Las sábanas se habían enfriado. Aunque no quería dormirme, me dormí, y otra vez mi hermano me robó la cara, y cuando me desperté era mediodía. El silencio de las obras suspendidas me inquietaba: como el callar de los ocupantes de una habitación alborozada que han visto que llegábamos nosotros. Mi hermana y Martín, con botas de goma roja, manejaban cepillos dentro de la piscina vacía, barriendo el cieno y los objetos hundidos. «Desayuna y ponte las botas que te he dejado en el baño», me dijo Martín. «¿Me rompiste anoche las gafas?», añadió. «Esas gafas de buzo no son mías, ni yo las rompí», contesté. Mi hermana arrastraba unas gafas de bucear con el cristal roto. En el fondo de la piscina, sin que nadie se hubiera atrevido a rozarla, estaba, misteriosamente intacta, la tarta de fresas. «Digo», especificó Martín, «mis gafas de sol». Martín estaba irritado. «¿Tus gafas de sol? ¿Qué gafas?», contesté. Y me fui a buscar las botas: tenían impreso el sello violeta de las carnicerías y eran tan grandes que me las podía poner encima de los zapatos. Me gustó beber leche caliente mientras me contemplaba los pies protegidos por la goma roja de las botas.
Había en el fondo de la piscina vacía un cubo de zinc, unas gafas de buzo, una tarta de fresas, una maleta de piel desvencijada. Con el cepillo empujé la tarta hasta el rincón de cieno, en la zona más honda. Martín se había sentado en la escalerilla niquelada, las piernas al aire como si chapotearan en agua: del cuello le colgaba la cadena con el anillo de mi padre. «¿Qué hay en la maleta?», preguntaba. Miré la maleta, a un metro del fango, a mis pies. Una noche yo había visto salir a mi padre de la casa con una maleta, moribundo y tambaleándose, y pensé que huía y nos abandonaba o volvía al hospital, y luego lo vi lanzar la maleta a la piscina cubierta de hojas. A la mañana siguiente pensé que había tenido una pesadilla, y ahora, meses después, la pesadilla continuaba. «¿Qué hay dentro?», preguntó Martín. «Prefiero que no la abras», dijo mi hermana acariciándole una oreja.
Entonces Martín saltó a la piscina, dio dos o tres traspiés, llegó hasta la maleta, se apoyó en ella para frenar y la derribó. «No la abras», repitió mi hermana, pero las manos amoratadas de Martín hurgaban ya en los cierres metálicos oxidados. Saltaron los cierres. En el fondo de la piscina, sobre las losas húmedas, se movían las sombras de las ramas de los árboles, caminos trazados en un mapa irreal y poco fiable que cambiara sin interrupción. Martín revolvía el contenido de la maleta: ceniceros con el monograma de hoteles y bares, billeteras jamás estrenadas, un sujetador con la etiqueta todavía puesta, cucharas y tenedores con iniciales de restaurantes, cuatro pitilleras iguales, estilográficas y bolígrafos, un libro con cuadros de Cézanne, piezas de vajilla rotas. «¿De quién es este tesoro? ¿Hay un cleptómano en la casa?», preguntaba Martín sin dejar de examinar lo que encontraba en la maleta. Mi hermana se encaminó hacia la casa. Martín cerró la maleta, se enderezó, le pegó una patada a la tarta del señor Devoto. «También robó una tarta», dijo. Las fresas volaban como trozos de carne cruda.
«Deberías hablar con tu madre para vender la casa», dijo Martín durante la comida. Mi hermana acababa de ducharse y despedía nitidez: su piel no reflejaba la luz, sino que emitía una luz propia. «¿Te pasa algo?», le preguntó Martín. «No», se encogió de hombros, fuertes y erguidos bajo el albornoz: miraba el apio y la lechuga de la fuente, le quedaba en el labio un resto de zumo de zanahoria. Levantó los ojos y observó a Martín como si hubiera compartido con él la niñez bajo el mismo techo, y luego le hubiera perdido el rastro durante la juventud, y ahora lo reencontrara y no pudiera evitar la sospecha de que él había dedicado los últimos años a las más depravadas tropelías. «¿Por qué no damos esta misma tarde una fiesta para celebrar la limpieza de la piscina?», preguntó Martín. Tenía los labios relucientes de aceite. «Sería estupendo», dijo mi hermana. «¿Hay tiempo para llamar a gente?» «Desde luego», le respondió Martín.
Estábamos frente a la televisión cuando mi hermana dijo que se iba. Le pedí que me llevara con ella. «¿Hablarás con tu madre?», preguntó Martín. Se había puesto las gafas para ver la televisión y tapaba con una mano el hueco del cristal roto. «Con un solo ojo se ven las cosas sin relieve», me dijo mirándome. Me imaginé cómo sería yo sin relieve y sentí una confusa sensación de mareo: así me ocurre cuando me imagino muerto. «¿Con qué madre vas a hablar?», le pregunté a mi hermana. La voz de la televisión me impedía que entendiera bien las cosas que se decían, y el silencio que llegaba del exterior, paradas las obras, me producía un vacío en la cabeza: hubiera agradecido la explosión de un barreno o la puesta en marcha de las hormigoneras. No me contestó mi hermana. Salió muy ceremoniosa con un traje de chaqueta gris, como si fuera a una entrevista de negocios o a un funeral. Me alivió oír el motor del Opel rugiendo a través del gastado tubo de escape.
Por primera vez en mi vida me quedaba solo con Martín en la casa. No me preocupaba eso: me preocupaba que era la primera vez que Martín se quedaba solo conmigo. Podía prever mis reacciones, pero no las reacciones de un extraño. «Voy a ver la piscina vacía», le dije. «Te acompaño», me dijo él. Empecé a subir las escaleras hacia mi habitación. «¿No ibas a la piscina?», me preguntó. «Quiero coger mi gorra», contesté. Pero en cuanto llegué a la planta de los dormitorios, me encerré en el cuarto de baño. Olía al jabón de mi hermana. Desde el ventanuco vi la piscina vacía, la destrozada tarta del señor Devoto, el cubo de zinc, la máscara de buzo, las sombras diluidas de las ramas de los árboles en las losas celestes y manchadas del fondo. Cerré los ojos, aguanté la respiración, bajo el agua. Sabía que si aguantaba hasta contar noventa me cambiaría la cara o se me borraría. Tuve que abrir los ojos al alcanzar el número 57, respirar para no asfixiarme. Martín golpeaba la puerta. «¿Vamos a la piscina o no?» Comprobé en el espejo que mis facciones no habían cambiado.
No pasamos por la piscina. Fuimos en el Peugeot al teléfono público de la gasolinera. Martín quería empezar a llamar a la gente para que se presentara en mi casa con botellas y cintas de música. Pensaba ya en un alud de desconocidos recorriendo las habitaciones para atropellarme. «¿Quiénes vendrán?», me atreví a preguntar. «Estudiantes y compañeros del laboratorio de botánica», dijo Martín. La palabra laboratorio me sonó en los oídos como el choque de los cristales que se impregnan de sangre para los análisis clínicos. «Muy bien», dije. Hablaba Martín por teléfono, marcaba una y otra vez. Notaba ya el agobio de decenas de individuos repartidos por el jardín, la casa, el cobertizo de la depuradora, el garaje. «Ha estado aquí tu hermana.» Al otro lado del cristal estaba el mecánico de la gasolinera: ¿Sabía quién era yo, quién era mi hermana? Apoyaba las manos con restos de grasa en el borde del cristal a medio bajar. Las manos olían a gasolina. El hombre se había afeitado después de días sin hacerlo y le quedaban islas de barba mal cortada. Entonces me acordé de la mujer que viajaba al lado de mi padre y decía: «No te has afeitado bien.» No me acordaba de la mujer sino del peinado de la mujer y de la frase «no te has afeitado bien». No me acordaba tampoco de la voz de la mujer, pero supe que mi hermana estaba ahora con ella en una cafetería del centro -yo había estado en esa cafetería, localizaba la cafetería en la memoria, aunque fuera incapaz de recordar el nombre-, que hablaban de desmantelar la casa y venderla. Ahora mismo estarían hablando o habrían acabado de hablar y la mujer se estaría guardando en el bolso las cucharillas y el recipiente de servilletas de papel.