Fue ese espíritu de búsqueda lo que hizo que los vikingos llegaran a Norteamérica hace mil años. lo que impulsó a la Pinta, la Niña y la Santa María a cruzar el Atlántico hace quinientos años…
Llegaron por fin al Observatorio de Neutrinos de Sudbury.
Ponter y Mary recorrieron las enormes instalaciones (todo tuberías colgantes y tanques gigantescos) hasta la sala de control. Ahora estaba desierta: la primera llegada de Ponter había destruido el tanque detector de agua pesada del observatorio, y los planes para repararlo habían sido pospuestos cuando el portal volvió a restablecerse.
Llegaron a la sala situada sobre la cámara de detección, atravesaron la compuerta, y (para Mary esto era lo aterrador) bajaron por la larga escalerilla hasta la zona de espera, a seis metros bajo tierra. La zona de espera estaba al final del tubo de Derkers, un túnel imposible de aplastar que había atravesado el portal desde el otro lado.
Mary se detuvo en el umbral del tubo de Derkers y se asomó. El tubo tenía el doble de largo hacia el otro lado que hacia el suyo, y al otro extremo vio las paredes amarillas de la cámara de cálculo cuántico de la versión de la Tierra de Ponter.
Un guardia del Ejército canadiense esperaba, y ellos le entregaron sus pasaportes, pues Ponter había recibido uno al ser declarado Ciudadano Canadiense.
—Tu primero —le dijo Ponter a Mary, una galantería que había aprendido en su mundo. Ella tomó aire y recorrió el tubo, que medía dieciséis metros de largo y seis de diámetro. Cuando llegó a ]a mitad, vio el anillo de luminosidad azul que fluctuaba a través del material transparente de la pared del conducto. También vio las sombras que proyectaban los segmentos entrecruzados de metal que mantenían el tubo abierto. Con otra profunda inspiración, Mary atravesó con rapidez la discontinuidad marcada por el anillo azul: la electricidad estática recorrió su cuerpo de la cara a la espalda.
Y de repente estuvo allí… en el mundo neanderthal.
Sin salir del tubo, Mary se dio la vuelta y vio a Ponter acercarse a ella. Vio el pelo rubio de Ponter erizarse cuando atravesó la discontinuidad; como la mayoría de los neanderthales, lo llevaba con la raya exactamente en medio de su cráneo alargado.
Cuando él atravesó, Mary se dio la vuelta y continuó hasta el final del tubo.
Y allí estaban, en un mundo que había divergido del de Mary hacía cuarenta mil años. Estaban dentro de la cámara de cálculo cuántico que ella había visto desde su lado, una enorme sala llena de tanques de registro. El ordenador cuántico, diseñado por Adikor Huld para manejar software desarrollado por Ponter Boddit, había sido construido para hallar factores numéricos nunca hallados antes: la entrada en un universo alternativo había sido completamente accidental.
—¡Ponter! —dijo una voz grave.
Mary alzó la mirada. Adikor (el hombre-compañero de Ponter) bajó corriendo los cinco escalones que separaban la sala de control de la cámara de cálculo.
—¡Adikor! —dijo Ponter. Corrió hacia él, y los dos hombres se abrazaron y luego se lamieron la cara.
Mary apartó la mirada. Por supuesto, normalmente (si esa palabra podía ser aplicada alguna vez a su existencia en ese mundo) ella vería rara vez a Ponter con Adikor; cuando Dos se convirtieran en Uno, Adikor se marcharía para estar con su propia mujer-compañera y su joven hijo.
Pero Dos no eran Uno, y por eso allí y ahora se suponía que Ponter estaba con su hombre-compañero.
Sin embargo, al cabo de un instante ambos varones se separaron y Ponter se volvió hacia Mary.
—Adikor, ¿recuerdas a Mare?
—Desde luego —dijo Adikor; con lo que parecía ser una sonrisa sincera de un palmo de ancho. Mary trató de emular su sinceridad, aunque no sus dimensiones.
—Hola, Adikor.
—¡Mare, me alegro de verte!
—Gracias.
—¿Qué te trae por aquí? Dos no son Uno todavía.
Ahí estaba. La declaración de posesión, marcando el territorio.
—Lo sé —dijo Mary—. He venido para quedarme un tiempo. Estoy aquí para aprender más sobre la genética neanderthal.
—Ah. Bueno, estoy seguro de que Lurt podrá ayudarte.
Mary ladeó ligeramente la cabeza, y no porque tuviera un Acompañante al que escuchar. ¿Adikor estaba siendo servicial o sólo recalcaba el hecho de que Mary necesitaba la ayuda de una hembra neanderthal que, por supuesto, se encontraba en el Centro de la ciudad, lejos de Adikor y Ponter?
—Lo sé —dijo Mary—. Tengo muchas ganas de seguir hablando con ella.
Ponter miró a Adikor.
—Llevaré a Mary un momento a nuestro hogar —dijo— y le procuraré unas cuantas cosas que necesitará para una estancia prolongada. Luego me encargaré de buscarle transporte al Centro.
—Bien —respondió Adikor. Miró a Mary, luego otra vez a Ponter—. ¿Entonces seremos nosotros dos solos para cenar?
—Por supuesto —dijo Ponter—. Por supuesto.
Mary se desnudó (estaba perdiendo el pudor en un mundo que nunca había tenido religión que impusiera ese tipo de tabúes), y se sometió al proceso de descontaminación por láser, donde rayos coherentes a longitudes de onda precisas atravesaron su carne para eliminar de su cuerpo las moléculas extrañas. Ya se estaban construyendo aparatos similares en el mundo de Mary para tratar muchas formas de infección. Por desgracia, Como los tumores estaban hechos de las propias células del paciente, aquel método no curaba cánceres como la leucemia que se había llevado a la esposa de Ponter Klast, hacía dos años.
No … «llevado» no. Ése era un término gliksin, un eufemismo que implicaba que ella se había ido a alguna parte, y al menos para esta gente no lo había hecho. Como el propio Ponter diría, ella ya no existía. Y tampoco era «la esposa de Ponter». Era su yat-dija, su mujer-compañera. En el mundo neanderthal, Mary intentaba pensar en términos neanderthales; resultaba más fácil manejar las diferencias.
Los láseres bailaron por encima (y a través) del cuerpo de Mary, hasta que el recuadro de luz situado sobre la puerta cambió de color: podía marcharse. Mary salió de la cámara y empezó a ponerse ropa neanderthal mientras Ponter ocupaba su lugar. Había caído enfermo de moquillo equino la primera vez que estuvo en el mundo de Mary: los Homo sapiens eran inmunes a esa enfermedad, pero los Homo neanderthalensis no. Aquel proceso aseguraba que no llevaran consigo la bacteria Streptococcus equii, ni ningún otro germen o virus desagradable; todo el mundo que atravesaba el portal tenía que someterse a él.
Nadie que pudiera evitado vivía donde lo hacía Cornelius Ruskin. Driftwood era un barrio difícil, lleno de delincuencia y drogas. Su único atractivo para Cornelius era que estaba a un tiro de piedra del campus de la Universidad de York.
Bajó en ascensor los catorce pisos hasta el sucio vestíbulo de su edificio. A pesar de todo, sentía cierto … bueno, afecto era un término excesivo, pero sí cierta gratitud por vivir en aquel lugar. Después de todo, poder ir caminando a la universidad le ahorraba el gasto de mantener un coche, el seguro y el permiso de aparcamiento en York… o la alternativa, los 93,50 dólares del bono mensual para el metro.
Era un día hermoso, con un cielo despejado. Cornelius llevaba una chaqueta de ante marrón. Continuó caminando y dejó atrás la tienda de ultramarinos con barrotes en las ventanas. El negocio tenía una sección enorme de revistas porno y latas de comida cubiertas de polvo. Allí era donde Cornelius compraba sus cigarrillos; por fortuna, tenía medio cartón de Du Mauriers en su apartamento.
Camino del campus, Cornelius pasó junto a una de las torres de residentes. Los estudiantes paseaban algunos todavía en manga corta, otros con sudaderas. Cornelius sospechaba que podría conseguir suplementos de testosterona en York. Bueno, incluso podía idear un proyecto genético que los requiriera. Eso sin duda sería un incentivo para volver a su trabajo, pero…
Pero las cosas habían cambiado para Cornelius. Para empezar, las pesadillas se habían terminado por fin, y ahora dormía como un tronco. En vez de yacer despierto durante una hora o dos, agitándose y dando vueltas en la cama, reflexionando sobre las cosas que iban mal en su vida (todos los desaires, toda su furia por no tener a nadie), en vez de estar allí despierto, torturado por todo aquello, se quedaba dormido instantes después de apoyar la cabeza en la almohada, dormía de un tirón toda la noche y se despertaba descansado.
Cierto, durante un tiempo no había querido levantarse de la cama, pero eso ya lo había superado. Se sentía … no lleno de energía, ni preparado para la batalla diaria por la supervivencia. No, sentía algo que no había sentido desde hacía años, desde los veranos de su infancia, cuando estaba lejos del colegio, lejos de los matones, lejos de las palizas diarias.
Cornelius Ruskin se sentía en calma.
—Hola, doctor Ruskin —dijo una confiada voz masculina. Cornelius se dio la vuelta. Era uno de sus estudiantes de genérica: John, Jim … algo así. Quería ser profesor, según le había contado. Cornelius quiso decirle al pobre capullo que se largara; en el mundo académico no había trabajo decente para los hombres blancos. Pero en cambio forzó una sonrisa y dijo: —Hola.
—¡Me alegro de que esté de vuelta! —dijo el estudiante, marchándose en dirección opuesta.
Cornelius continuó caminando por la acera, campos de césped a un lado, un aparcamiento al otro. Sabía adónde se dirigía, por supuesto: al edificio Farquahrson de Ciencias de la Vida. Pero nunca hasta entonces había advertido lo raro que sonaba: le hizo pensar en Charlie Farquahrson, el personaje que Don Harron había interpretado durante años en la emisora de radio CFRB y la serie de televisión estadounidense Hee Haw. Cornelius sacudió la cabeza; siempre había sido tan… tan no sabía qué… Se acercaba a ese edificio y permitía que un pensamiento tan banal aflorara a su conciencia.
Caminando en piloto automático, sus pies seguían el terreno bien conocido. Pero, de repente, con un sobresalto, advirtió que había llegado a …
No tenía nombre y mentalmente nunca le había dado ninguno.
Pero era allí: los dos muros se unían en ángulo recto lejos de la luz, protegidos por grandes árboles. Aquél era el lugar, el sitio donde había acorralado a dos mujeres distintas contra la pared. Allí había enseñado a Qaiser Remtulla quién estaba de verdad al mando. Allí se la había metido a Mary Vaughan.
Cornelius solía caminar por allí incluso a plena luz del día cuando necesitaba un subidón, para recordarse que al menos en algunas ocasiones había estado al mando. A menudo, sólo ver aquel lugar le causaba una fuerte erección, pero esta vez su entrepierna no se sacudió siquiera.
Los muros estaban cubiertos de pintadas. Por el mismo motivo que Cornelius elegía aquel lugar les gustaba a los grafiteros y a los enamorados que querían inmortalizar su juvenil compromiso, igual que…
Hacía tiempo que lo había olvidado, pero una vez, hacía eones, sus iniciales y las de Melody habían compartido un corazón dibujado en aquellos muros.
Cornelius descartó ese pensamiento, miró de nuevo la esquina, y se dio la vuelta.
Era un día demasiado hermoso para ir a trabajar, se dijo. De regreso a casa, el día parecía aún más luminoso.