A Pilar

Mientras no alcances la verdad, no podrás

corregirla. Pero si no la corriges, no la

alcanzarás. Mientras tanto, no te resignes.

Del Libro de los Consejos


Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es deleátur, se usa cuando necesitamos suprimir y borrar, la misma palabra lo dice, y tanto vale para letras sueltas como para palabras completas, Me recuerda una serpiente que se hubiera arrepentido en el momento de morderse la cola, Bien visto, sí señor, realmente, por muy agarrados que estemos a la vida, hasta una serpiente vacilaría ante la eternidad, Vuélvame a hacer el dibujo, pero lentamente, Es facilísimo, sólo hay que cogerle el tranquillo, uno que mirara distraído creería que la mano va a trazar el terrible círculo, pero no, repare en que no terminé el movimiento aquí donde lo había iniciado, pasé al lado, por dentro, y voy ahora a seguir hacia abajo hasta cortar la parte inferior de la curva, realmente, lo que parece es la letra Q mayúscula, nada más, Qué pena, un dibujo que prometía tanto, Contentémonos con la ilusión del parecido, aunque, en verdad le digo, y perdone que me exprese en estilo profético, donde siempre estuvo el interés de la vida es en las diferencias, Qué tiene que ver eso con la corrección tipográfica, Los autores viven en las alturas, no malgastan su precioso saber en displicencias e insignificancias, letras heridas, cambiadas, invertidas, que así clasificábamos sus defectos en la época de la composición manual, diferencia y defecto, entonces, era todo uno, Confieso que mis deleátures son menos rigurosos, un rasgo me basta, confío en la sagacidad de los tipógrafos, esa tribu colateral de la edípica y celebrada familia de los farmacéuticos, capaces incluso de descifrar lo que ni siquiera llegó a escribirse, Y que vengan luego los correctores a resolver los problemas, Sois nuestros ángeles guardianes, en vos nos confiamos, usted, por ejemplo, me recuerda a mi extremosa madre, que me hacía y rehacía la raya del pelo hasta que quedaba como trazada con tiralíneas, Gracias por la comparación, pero, si su señora madre ha muerto ya, más le valía que empezara ahora a perfeccionarse por su cuenta, que siempre llega el día en que hay que corregir más en el fondo, Corregir, corrijo yo, pero las peores dificultades las resuelvo de manera expedita, escribiendo una palabra encima de otra, Ya me he dado cuenta, No lo diga con ese tono, que dentro de lo que cabe, hago lo que puedo, y quien hace lo que puede, No está obligado a más, sí señor, sobre todo, como en su caso, cuando falta el gusto por la modificación, el placer del cambio, el sentido de la enmienda, Los autores enmiendan siempre, somos los eternos insatisfechos, No hay más remedio, que la perfección tiene morada exclusiva en el reino de los cielos, pero el enmendar de los autores es otro, problemático, muy diferente de este nuestro, Quiere usted decir a su modo que la secta revisora gusta de lo que hace, No me atrevo a ir tan lejos, depende de la vocación, y corrector de vocación es fenómeno desconocido, aun así, lo que parece demostrado es que, en lo más secreto de nuestras almas secretas, nosotros, los correctores, somos voluptuosos, Eso sí que jamás lo había oído, Cada día trae su alegría y su pena, y también su provechosa lección, Habla por experiencia propia, Se refiere a la lección, Me refiero a la voluptuosidad, Claro que hablo por experiencia propia, alguna habría de tener, qué se cree, pero también me he beneficiado de la observación de los comportamientos ajenos, que es ciencia moral no menos edificante, Ciertos autores del pasado, de juzgarlos por su criterio, serían gente de esa especie, correctores magníficos, estoy acordándome de las pruebas revisadas por Balzac, un deslumbre pirotécnico de correcciones y añadidos, Lo mismo hacía nuestro doméstico Eça de Queirós, para que no quede sin mención un ejemplo patrio, Se me ocurre ahora que tanto Eça como Balzac se sentirían los más felices de los hombres, en los tiempos de hoy día, ante un ordenador, interpolando, transponiendo, recorriendo líneas, cambiando capítulos, Y nosotros, lectores, nunca sabríamos por qué caminos anduvieron y dónde se perdieron antes de alcanzar la forma definitiva, si es que tal cosa existe, Bueno, bueno, lo que cuenta es el resultado, de nada sirve conocer los tanteos y vacilaciones de Camões y Dante, Es usted un hombre práctico, moderno, está viviendo ya en el siglo veintidós, A ver, dígame, los otros signos llevan también nombres latinos, como ese deleátur, Si los llevan, o los llevaron, no lo sé, no llega a tanto mi ciencia, quizá eran tan difíciles de pronunciar que se perdieron, En la noche de los tiempos, Perdóneme si le contradigo, pero yo no emplearía esa frase, Supongo que por ser un tópico, Ni hablar de eso, los tópicos, las frases hechas, las muletillas, las palabras de relleno, las sentencias de almanaque, los adagios y los proverbios, todo puede parecer novedad a condición de que sepan manejarse adecuadamente las palabras que están antes y después, Entonces por qué no diría usted noche de los tiempos, Porque los tiempos dejaron de ser noche de sí mismos cuando la gente empezó a escribir, o a corregir, repito, que es obra de otro refinamiento y otra transfiguración, Me gusta la frase, A mí también, principalmente porque es la primera vez que la digo, la segunda tendrá ya menos gracia, Se habrá convertido en un lugar común, O tópico, que es vocablo erudito, Creo percibir en sus palabras cierta amargura escéptica, Véalas más bien como un escepticismo amargo, Quien dice una cosa dice la otra, Pero no dirá lo mismo, los autores solían tener buen oído para estas diferencias, Quizá se me estén endureciendo los tímpanos, Perdone, fue sin intención, No soy susceptible, además, dígame por qué se siente tan amargado, o escéptico, como quiera, Piense usted en la vida cotidiana de los correctores, piense en la tragedia de tener que leer una vez, dos, tres, cuatro o cinco veces, libros que, Probablemente no merecerían ni una sola lectura, Que conste que no he sido yo quien ha proferido tan graves palabras, sé muy bien cuál es mi lugar en la sociedad de las letras, voluptuoso, sí, pero también respetuoso, No veo dónde está eso tan terrible que yo he dicho, a mí me parecería la conclusión obvia de su frase, de aquellos elocuentes puntos suspensivos, pese a no vérseles las reticencias, Si quiere saberlo, vaya a los autores, provóquelos con la media frase mía y la media suya, y verá cómo le responden con el aplaudido apólogo de Apeles al zapatero, cuando el operario indicó el error en la sandalia de una figura y, después, tras comprobar que el artista había enmendado el error, se aventuró a opinar sobre la anatomía de la rodilla, Fue entonces cuando Apeles, furioso con el impertinente, le dijo Zapatero a tus zapatos, frase histórica, A nadie le gusta que le vengan con lecciones, En ese caso tenía razón Apeles, pero la tentación del zapatero es la más común entre los humanos, en fin, sólo el corrector aprendió que su trabajo de corregir es el único que nunca se acabará en el mundo, Ha sentido muchas tentaciones de zapatero al corregir mi libro, La edad nos trae una buena cosa que es una cosa mala, nos calma, y las tentaciones, incluso las imperiosas, nos resultan menos urgentes, En otras palabras, ve el defecto en la sandalia, pero calla, No, pero el error de la rodilla lo dejo pasar, Le gusta el libro, Me gusta, sí, Lo dice con poquísimo entusiasmo, Tampoco lo he notado en su pregunta, Cuestión de táctica, el autor, por mucho que le cueste, ha de exhibir cierto aire de modestia, Modesto, siempre lo habrá de ser el corrector, y, si un día le dio por no serlo, con eso se obligó a ser, en figura humana, la suma perfección, No ha corregido la frase, tres veces la palabra ser, es imperdonable, reconózcalo, Deje la sandalia en paz, que el habla todo lo disculpa, Bueno, pero lo que no le perdono es la avaricia de la opinión, Le recuerdo que los correctores son gente sobria, han visto ya mucha literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia, Así lo designarían sin duda, de acuerdo con la clasificación tradicional de los géneros, pero no siendo mi propósito apuntar otras contradicciones, en mi modesta opinión es literatura todo lo que no es vida, La historia también, La historia sobre todo, y no se ofenda, Y la pintura, y la música, La música anda resistiéndose desde que nació, unas veces va, otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero vuelve siempre a la obediencia, Y la pintura, Bueno, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles, Espero que no olvide que la humanidad empezó a pintar mucho antes de saber escribir, Conoce aquel refrán «si no tienes perro, caza con el gato», en otras palabras, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los chiquillos, Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, Sí señor, como el hombre, con otras palabras, ya lo era antes de serlo, Me parece un punto de vista bastante original, No lo crea, el rey Salomón, que vivió hace tanto tiempo, ya afirmaba entonces que no había nada nuevo bajo el sol, y si ya en aquellas épocas tan remotas lo decían, qué no diremos hoy, pasados treinta siglos, si no me falla la memoria de la enciclopedia, Es curioso, yo pese a ser historiador, si me hicieran la pregunta así de repente, no recordaría que hubiera vivido hace tantos años, Es lo que tiene el tiempo, corre y no nos damos cuenta, anda uno ocupado en sus cosas, de pronto se le ocurre y exclama Dios mío, cómo pasa el tiempo, parece que era hoy aún cuando estaba Salomón vivo, y han pasado ya tres mil años, Tengo la impresión de que ha equivocado usted la vocación, lo que debía ser es filósofo, o historiador, tiene el talento y la pinta que tales artes requieren, Me falta la preparación, señor, qué puede hacer un pobre hombre sin preparación, mucha suerte ha sido el haber venido al mundo con toda mi genética concertada, aunque, por así decido, en bruto, y luego sin más pulimento que las primeras letras, que resultaron ser las únicas, Podía presentarse como autodidacta, producto de su propio y digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antes la sociedad se enorgullecía de sus autodidactas, Eso se acabó, vino lo del desarrollo y se acabó, los autodidactas somos vistos con malos ojos, sólo quienes escriben versos o historias para distraer están autorizados para ser y seguir siendo autodidactas, suerte que tienen, pero yo, se lo confieso, nunca tuve maña para la creación literaria, Pues métase a filósofo, hombre, Es usted un humorista de fino espíritu, señor, y cultiva magistralmente la ironía, hasta me pregunto cómo se ha dedicado a la historia siendo tan grave y profunda ciencia, Soy irónico sólo en la vida real, Razón tenía yo al pensar que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más, Pero la historia fue la vida real en el tiempo en que aún no podía llamársele historia, Está seguro, Realmente es usted un interrogante con piernas y una duda con brazos, Sólo me falta la cabeza, Cada cosa a su tiempo, el cerebro fue lo último que se inventó, Es usted un sabio, No exagere, mi querido amigo, Quiere ver las últimas pruebas, No vale la pena, las correcciones de autor están ya hechas, el resto es la rutina de la corrección final, en sus manos queda, Gracias por la confianza, Muy merecida, Entonces, cree usted realmente que la historia es la vida real, Creo que sí, Que la historia fue vida real, quiero decir, No le quepa la menor duda, Qué sería de nosotros si no existiese el deleátur, suspiró el corrector.


Cuando sólo una visión mil veces más aguda que la que la naturaleza puede dar sería capaz de distinguir por el oriente del cielo la diferencia inicial que separa la noche de la madrugada, despertó el almuédano. Despertaba siempre a esta hora, según el sol, y le daba igual que fuese verano como invierno, y no precisaba de ningún artefacto de medir el tiempo, sólo de una infinitesimal mudanza en la oscuridad del cuarto, el presentimiento de la luz sólo adivinada en la piel de la frente, como un tenue soplo que pasara sobre las cejas o la primera y casi imponderable caricia que, por lo que se sabe o cree, es arte exclusivo o secreto, hasta hoy no revelado, de aquellas hermosísimas huríes que esperan a los creyentes en el paraíso de Mahoma. Secreto, y también prodigio, si no misterio impenetrable, es la virtud que ellas tienen de rehacer la virginidad apenas la pierden, bienaventuranza suprema, por lo visto, en la vida eterna, lo que definitivamente viene a demostrar que no se acaban con éste los trabajos propios y ajenos, otrosí los sufrimientos inmerecidos. El almuédano no abrió los ojos. Podía continuar tendido algún tiempo aún, mientras el sol, muy lentamente, se venía acercando desde el horizonte de la tierra, pero tan lejos de llegar que ningún gallo de la ciudad había alzado aún la cabeza para indagar los movimientos de la mañana. Cierto es que ladró un perro, sin resultado, que los demás dormían, tal vez soñando que en sueños ladraban. Es un sueño, pensaban, y se dejaban quedar durmiendo, rodeados por un mundo poblado de olores, sin duda estimulantes, pero ninguno tan urgente que los hiciese despertar en sobresalto, el olor inconfundible de la amenaza o del miedo, por no dar sino estos ejemplos elementales. El almuédano se levantó tanteando en la oscuridad, encontró la ropa con que acabó de cubrirse y salió del cuarto. La mezquita estaba silenciosa, sólo los pasos inseguros resonaban bajo los arcos, un arrastre de pies cautelosos, como si temieran ser engullidos por el suelo. A cualquier otra hora del día o de la noche jamás experimentaba esa angustia ante lo invisible, sólo en el momento matinal, éste, en que iría a subir la escalera del alminar para llamar a los fieles a la primera oración. Un escrúpulo supersticioso representaba en su imaginación la grave culpa de que siguieran los moradores durmiendo cuando estaba ya el sol sobre el río, y despertando supitaños, aturdidos por la luz clara, preguntaren a gritos dónde estaba el almuédano que no había alzado su clamor a la hora propia, alguien más caritativo diría, Por su mal estará enfermo, y no era verdad, que había desaparecido, sí, llevado hasta el interior de la tierra por un genio de las tinieblas mayores. La escalera, de caracol, era trabajosa de ascender, tanto más cuanto que este almuédano iba viejo ya, felizmente no precisaba que le vendasen los ojos como a las mulas de las norias se hace para que no les dé el mareo. Cuando llegó a lo alto sintió en la cara el frescor de la mañana y la vibración de la luz del alba, sin color aún, que no puede tenerlo aquella pura claridad que antecede al día y va a tocar la piel, estremecida sutilmente, como si de unos dedos invisibles se tratara, impresión única que hace pensar si la desacreditada creación divina no será en definitiva, para humillación de escépticos y ateos, un irónico hecho de la historia. El almuédano corrió la mano, lentamente, a lo largo del parapeto circular hasta dar con la marca, esculpida en la piedra, que señalaba la dirección de La Meca, ciudad santa. Estaba dispuesto. Unos instantes más para dar tiempo al sol de asomar a los balcones de la tierra su primer aura, y también para aclarar la voz, pues la ciencia proclamativa de un almuédano ha de quedar patente desde el primer grito, y en él ha de mostrarse, no cuando ya la garganta se ha suavizado con el trabajo del habla y el consuelo de la comida. A los pies del almuédano hay una ciudad, más abajo un río, todo duerme aún, pero con inquietud. Empieza la mañana a moverse sobre las casas, la piel del agua se vuelve espejo del cielo, y entonces el almuédano inspira hondo y grita, agudísimo, Allahu akbar, pregonando a los aires la sobre todas grandeza de Dios, y repite, como gritará y repetirá las fórmulas siguientes, en extático canto, tomando al mundo por testigo de que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es el enviado de Alá, y en habiendo dicho estas verdades esenciales llama a la oración, Venid al azalá, pero siendo el hombre de naturaleza perezoso, aunque creyente en el poder de Aquel que nunca duerme, el almuédano reprende caritativo a aquellos a quienes los párpados aún pesan, La oración es mejor que el sueño, As-sala-tu jay-run min an-nawn, para quienes en esta lengua lo entienden, y concluyó al fin proclamando que Alá es el único Dios, La ilaha illa llah, pero ahora una sola vez, que es cuanto basta si se trata de verdades definitivas. La ciudad murmura las oraciones, el sol apuntó e ilumina las azoteas, no tardarán en aparecer los moradores en los patios. El alminar está a plena luz. El almuédano es ciego.

No lo ha descrito así el historiador en su libro. Sólo decía que el muecín subió al minarete y convocó desde allí a los fieles a la oración en la mezquita, sin detalles ocasionales, si era mañana o mediodía, o si estaba poniéndose el sol, porque, ciertamente, en su opinión, el menudo pormenor no importaría a la historia, sólo que quedase el lector sabiendo que el autor conocía de las cosas de aquel tiempo lo bastante para hacer de ellas responsable mención. Y esto le deberíamos agradecer porque su tema, siendo de guerra y de cerco, y por tanto de virilidades superiores, dispensaría bien las delicuescencias de la oración, que es de las situaciones la más sujeta, pues en ella se entrega el rezador sin lucha, rendido por una vez. Aunque, para que no quede sin examen y consideración lo que sería contrario a esta oposición entre oración y guerra, se podría recordar ya aquí, estando el tiempo tan próximo y siendo tantos y tan preclaros los testimonios aún vivos, se podría recordar aquí, repetimos, aquel milagro de Ourique, celebérrimo, cuando Cristo se apareció al rey portugués y éste le gritó, mientras el ejército postrado en el suelo lloraba, A los infieles, Señor, a los infieles, y no a mí, que creo lo que podéis, pero Cristo no quiso aparecerse a los moros, y lástima fue, que en vez de crudelísima batalla podríamos, hoy, registrar en estos anales la conversión maravillosa de los ciento cincuenta mil bárbaros que al fin perdieron allí la vida, un desperdicio de almas que clama al cielo. Es así, que no todo se puede evitar, y nunca a Dios faltamos con nuestros buenos consejos, pero tiene el destino sus leyes inflexibles, y cuántas veces con inesperados y artísticos efectos, como fue este de haber podido aprovechar Camoens el inflamado grito, distribuyéndolo tal cual en dos versos inmortales. Es bien verdad que en la naturaleza nada se crea y nada se pierde, todo se aprovecha.

Eran buenos aquellos tiempos, para recibir satisfacción, no teníamos más que pedir con las palabras apropiadas, incluso en casos difíciles, por así decir ya desahuciado el paciente y sin esperanza de remedio. Ejemplo de esto es este mismo rey, que, habiendo nacido encogido de piernas, o con ellas atrofiadas, en el decir de ahora, fue extraordinariamente sanado, sin que médico alguno le hubiera puesto la mano encima, y, si la pusieron, de nada le sirvió. E incluso, sin duda por ser persona llamada a la realeza, no hay señales de que fuera preciso importunar a altas potestades, a la Virgen y al Señor nos referimos, ni a los ángeles de la sexta jerarquía, para que se produjese el salutífero suceso gracias al cual, se sabe ya, tuvo tal vez Portugal su independencia. Fue el caso que estando dormido en su cama Don Egas Moniz, ayo del niño Afonso, apareció ante él Santa María en visión y dijo, Don Egas Moniz, duermes, y él, que no sabía si soñaba o estaba despierto, preguntó, para estar seguro, Señora, quién sois vos, y ella respondió, con buenos modos, Yo soy la Virgen, y te mando que vayas a Carquere, que queda en el concejo de Resende, y cava en ese lugar y hallarás una iglesia que en otro tiempo fue iniciada en mi nombre, y hallarás también una imagen mía, y restáurala, que bien lo necesita tras tan triste abandono, y luego harás allí vigilia, y pondrás al niño en el altar, y has de saber que en ese instante quedará sano y curado, y cuídalo bien luego, que mi Hijo sé que tiene idea de darle cargo de destruir a los enemigos de la fe, y claro está que no podría hacerla así de piernas cortas. Despertó Don Egas Moniz lo más alegre que se puede, reunió al personal y, caballero en su mula, fue desde allí a Carquere y mandó cavar en el lugar indicado por la Virgen, y allá estaba la iglesia, pero la sorpresa es nuestra, no de ellos, porque en aquellos benditos tiempos no eran nunca gratuitos o engañosos los avisos superiores. Verdad es que no cumplió Don Egas precisamente los dictados de la Virgen, que muy explicado quedó que fue ella quien le mandó que allí cavase, entendemos nosotros que con sus propias manos, y va él, y qué hizo, dio orden de que otros cavasen, siervos de la gleba, probablemente, ya en aquellos tiempos había estas desigualdades sociales. Agradecemos a la Virgen que no fuera puntillosa hasta el punto de hacer que se encogieran otra vez las piernas del chiquillo Afonso, porque, así como hay milagros para el bien, también los ha habido para el mal, y sean testimonio aquellos infelices puercos de la Escritura que se lanzaron al precipicio cuando el buen Jesús les metió en el cuerpo los demonios que en el endemoniado estaban, de lo que resultó que padecieron martirio los inocentes animales, y sólo ellos, pues mucho mayor fue la caída de los ángeles rebeldes, luego demonios, cuando lo del motín y, que se sepa, no murió ninguno, con lo que no se puede perdonar la imprevidencia de Dios Nuestro Señor, que por esta desatención dejó escapar la ocasión de acabar con su raza de una vez, de buen consejo es el proverbio que avisa, Quien a enemigo perdona de su mano muere, ojalá no tenga Dios que arrepentirse un día, que será tarde de más. Aun así, si en ese fatal instante tuviere tiempo de recordar su vida pasada, esperemos que se haga la luz en su espíritu y pueda comprender que a todos nosotros, frágiles puercos y humanos, debería habernos ahorrado esos vicios, pecados y sufrimientos de insatisfacción que son, se dice, obra y marca del maligno. Entre el martillo y el yunque, somos un hierro al rojo que de tanto batir en él se apaga.

De historia sacra, por ahora, nos basta ya. Importaría saber, eso sí, quién fue el que escribió el relato de aquel hermoso despertar del almuédano en la madrugada de Lisboa, con tal abundancia de pormenores realistas que llega a parecer obra de testigo presente, o, al menos, hábil aprovechamiento de cualquier documento coetáneo, no forzosamente referido a Lisboa, pues, para el caso, no se precisaría más que una ciudad, un río y una clara mañana, composición sobre todas banal, como sabemos. La respuesta, sorprendente, es que nadie escribió, que, aunque parezca que sí, no está escrito, todo aquello no fueron más que pensamientos vagos en la cabeza del corrector mientras iba leyendo y enmendando lo que escondidamente pasó en falso en las primeras y segundas pruebas. El corrector tiene ese doble talento de desdoblarse, traza un deleátur o introduce una coma indiscutible, y, al mismo tiempo, aceptemos el neologismo, se heteronomiza, es capaz de seguir el camino sugerido por una imagen, una comparación, una metáfora, no es raro que el simple sonido de una palabra repetida en voz baja lo lleve, por asociación, a organizar polifónicos edificios verbales que convierten su pequeño escritorio en un espacio multiplicado por sí mismo, aunque sea muy difícil explicar, en vulgar, qué quiere decir tal cosa. En tal caso le parece que es poco informar cuando el historiador se limita a hablar de muecín y minarete, sólo para introducir, si son permitidos juicios temerarios, un poco de color local y tinte histórico en el campo enemigo, imprecisión semántica que conviene corregir de inmediato, una vez que campo es el de los sitiadores, no el de los sitiados, que éstos están aún instalados con suficiente comodidad en la ciudad que, salvo alguna que otra intermitencia, es suya desde el año setecientos catorce, por las cuentas de los cristianos, que las del rosario moro son otras, como se sabe. Esta corrección la hizo el propio revisor, que posee ciencia más que satisfactoria en cuestión de calendarios, y sabe que la Hégira empezó, según la lección del Arte de Verificar las Fechas, obra disponible, en el día dieciséis de julio del seiscientos veintidós, después de Cristo, DC en abreviatura, sin olvidar, no obstante, que estando el año musulmán gobernado por la luna, y más corto, pues, que el de la cristiandad, gobernado por el sol, siempre es preciso descontar tres años por cada siglo andado. Buen corrector sería éste, tan escrupuloso, si cuidase de pararle alas a un discurrir propenso a fabulaciones ocasionalmente irresponsables, fue aquí el caso de haber pecado por facilitación, incurriendo en yerros evidentes y en dudosas aserciones, tres es lo que se desconfía, que, de probarse, muestran en definitiva que no tenía razón ninguna el historiador cuando le dio consejo, liviano, de que se dedicara a la historia. En cuanto a la filosofía, Dios nos libre.

El primer punto sospechoso, según el orden inverso del relato, es aquella idea peregrina de existir, en el parapeto de los alminares, señales en la piedra que apuntarían, probablemente en forma de flecha, hacia La Meca. Por muy adelantada que estuviera en aquella época la ciencia geográfica y agrimensora de los árabes y otros moros, es poco creíble que supieran determinar, con la exactitud que se insinúa, la posición de una caaba en la superficie del planeta, donde precisamente sobreabundan las piedras, unas más sagradas que otras. Todas estas cosas, sean ellas reverencias, o genuflexiones, o miradas para arriba o para abajo, se hacen por aproximación, a ojeo, si podemos permitirnos este lenguaje de pescador de caña, que lo que en definitiva importa es que Dios y Alá puedan leer en los corazones y no lleven a mal que, por ignorancia, les volvamos la espalda, y cuando decimos ignorantes tanto puede ser la nuestra como la de ellos, que no siempre están donde se comprometieron a estar. El corrector es hombre de este tiempo, lo acostumbraron a confiar y a firmemente creer en las señales de las carreteras, no es raro, pues, que haya caído en esta anacrónica tentación, impelido quizá por un arrebato de caridad, teniendo en cuenta la ceguera del almuédano. Sabido es que no es la calidad del paño lo que evita las manchas, y se dice incluso que en el mejor de ellos cae la mancha, y también que no hay una sin dos, pues ahí tenemos el segundo error, éste, sí, gravísimo, pues llevaría al lector inadvertido, si escritura hubiese, y felizmente no la hay, a tomar por correcta y conforme con los hechos de la vida musulmana la descripción de los actos del almuédano después de despertarse. Hay error, decimos, dado que el muecín, palabra preferida por el historiador, no procedió a las abluciones rituales antes de llamar a los clientes a oración, hallándose por consiguiente en estado de impureza, situación improbabilísima si se considera cuán próximos estamos aún, en el tiempo, a la primera fuente del Islam, cuatro siglos y pico, por así decir, de su cuna. Más adelante no faltarán relajos, escamoteo de ayunos, interpretaciones dudosas de reglas que parecen claras, y es que no hay nada que más fatigue a las personas que la observancia rigurosa de los principios, que antes de que la carne ceda ya flaqueó el espíritu, pero a él no le piden cuentas, es a la pobrecilla a quien cubren de improperios, a quien insultan y calumnian. Ahora aún se vive en un tiempo de fe completa, el almuédano sería el último de los hombres si osara subir al alminar sin llevar el corazón puro y las manos limpias, y queda proclamado así inocente de la culpa con que lo cargó la ligereza imperdonable del corrector. Pese a la competencia profesional con que le oímos expresarse durante su charla con el historiador, es hora de introducir aquí una primera duda sobre las consecuencias de la confianza con que fue investido por el autor de la Historia del Cerco de Lisboa, acaso en hora de fatigada displicencia, o con preocupaciones de próximo viaje, cuando permitió que la lectura final de las pruebas fuese tarea exclusiva del técnico de los deleátures, sin fiscalización. Temblamos sólo con imaginar que aquella descripción del amanecer del almuédano podría ocupar lugar, abusivo, en el científico texto del autor, frutos ambos de estudios detenidos, de pesquisas profundas, de confrontaciones minuciosas. Se duda, por ejemplo, aunque sea siempre cosa de buena prudencia dudar de la propia duda, que el historiador mencionase en su relato el ladrido de los perros y los perros mismos, pues él sabe que el perro, para los árabes, es impuro animal, como también lo es el cerdo, siendo así demostración de crasa ignorancia suponer que los moros de Lisboa, tan celosos, vivieron pared por medio con la perrada. Cuchitril a la puerta de la casa y caseta de mastín o canastillo de faldero son invenciones cristianas, y no es por casualidad indiferente el que los musulmanes llamen perros a los guerreros de la cruz, y mucha suerte es ya que no les hubieran llamado cerdos, por lo menos no consta. Claro que, si realmente así es, hay que lamentar que falte la gracia de un can ladrándole a la luna o rascándose la oreja atormentada de garrapatas, pero la verdad, si al fin la encontramos, debe ponerse por encima de cualquier otra consideración, sea en contra o a favor, con lo que deberíamos, aquí mismo, dar por no escritas las palabras que describieron la última madrugada pacífica de Lisboa, si no supiéramos ya que aquel discurso falso, aunque coherente, y ése es el peligro mayor, no salió nunca de la cabeza del corrector, y no pasó de ser devaneo suyo, fabulador e irrisorio.

Está demostrado, pues, que el corrector erró, que si no erró se confundió, que si no se confundió imaginó, pero acuda a tirarle la primera piedra aquel que no haya errado, confundido o imaginado nunca. Errar, lo dijo quien sabía, es propio del hombre, lo que significa, si no es yerro tomar las palabras a la letra, que no sería verdadero hombre quien no errara. No obstante, esta máxima suprema no puede usarse como disculpa universal que a todos nos absolvería de juicios cojos y opiniones mancas. Quien no sabe debe preguntar, tener esa humildad, y una precaución tan elemental debería tenerla siempre presente el corrector, tanto más cuanto que ni siquiera precisa salir de casa, del despacho donde está ahora trabajando, pues no faltan aquí libros que lo elucidarían si hubiera tenido la sensatez y la prudencia de no creer ciegamente en aquello que supone saber, que es de ahí de donde vienen los engaños peores, no de la ignorancia. En estos cargados estantes, miles y miles de páginas esperan el centelleo de una curiosidad inicial o la firme luz que es siempre la duda que busca su propio esclarecimiento. Valoremos, en fin, en el haber del corrector, el haber reunido, a lo largo de una vida, tantas y tan diversas fuentes de información, aunque una simple mirada nos revele que faltan en su registro las tecnologías de la informática, pero el dinero, desgraciadamente, no llega a todo, y este oficio, hora es ya de decirlo, se encuentra entre los peor pagados del orbe. Un día, Alá es grande, cualquier corrector de libros tendrá a su disposición una terminal de ordenador que lo mantendrá unido día y noche, umbilicalmente, al banco central de datos, sin que él y nosotros tengamos más que desear que el que entre esos datos del saber total no se haya insinuado, como diablo en el convento, el yerro tentador.

Sea como fuere, mientras ese día no llega, los libros están aquí como una galaxia latente, y las palabras, en ellos, son otra polvareda cósmica fluctuando, a la espera de la mirada que las irá a fijar en un sentido o en ellas buscará el sentido nuevo, porque así como van variando las explicaciones del universo, también la sentencia que antes pareció inmutable para todo y siempre ofrece súbitamente otra interpretación, la posibilidad de una contradicción latente, la evidencia de su propio error. Aquí, en este despacho donde la verdad no puede ser más que una cara sobrepuesta a las infinitas máscaras variantes, están los acostumbrados diccionarios de la lengua y vocabularios, los Morais y los Aurélios, los Morenos y los Torrinhas, algunas gramáticas, el Manual del Perfecto Corrector, vademécum del oficio, pero están también las historias del Arte, del Mundo en general, de los Romanos, de los Persas, de los Griegos, de los Chinos, de los Eslavos, de los Portugueses, en fin, de casi todo lo que es pueblo y nación particular, y las historias de la Ciencia, de las Literaturas, de la Música, de las Religiones, de la Filosofía, de las Civilizaciones, el Larousse pequeño, el Quillet resumido, el Robert conciso, la Enciclopedia Política, la Luso-Brasileira, la Británica, incompleta, el Diccionario de Historia y Geografía, un Atlas Universal de estas materias, el de João Soares, antiguo, los Anuarios Históricos, el Diccionario de los Contemporáneos, la Biografía Universal, el Manual del Librero, el Diccionario de Fábulas, la Biografía Mitológica, la Biblioteca Lusitana, el Diccionario de Geografía Comparada, Antigua, Medieval y Moderna, el Atlas Histórico de los Estudios Contemporáneos, el Diccionario General de las Letras, de las Bellas Artes y de Ciencias Morales y Políticas, y, para terminar, no el inventario general sino lo que más a la vista está, el Diccionario General de Biografía y de Historia, de Mitología, de Geografía Antigua y Moderna, de las Antigüedades y de las Instituciones Griegas, Romanas, Francesas y Extranjeras, sin olvidar el Diccionario de Rarezas, Inverosimilitudes y Curiosidades, donde, admirable coincidencia que viene al dedo en este aventurado relato, se da como ejemplo de error la afirmación del sabio Aristóteles de que la mosca doméstica común tiene cuatro patas, reducción aritmética que los autores siguientes vinieron repitiendo por los siglos de los siglos cuando ya los chiquillos sabían, por crueldad y experimentación, que son seis las patas de la mosca, pues desde Aristóteles las venían arrancando, voluptuosamente contándolas, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, pero esos mismos chiquillos, cuando crecían e iban a leer al sabio griego, se decían unos a otros, La mosca tiene cuatro patas, tanto puede la autoridad magistral y tanto sufre la verdad con la lección de ella que siempre nos van dando.

Esta inesperada incursión por las fronteras de entomología nos muestra, de manera concluyente, que los errores atribuidos al corrector en definitiva no son suyos, sino de estos libros que no hicieron más que repetir, sin contraprueba, obras más antiguas, y, siendo así, compadezcamos a quien vino a ser víctima inocente de la buena fe propia y del ajeno error. Verdad es que, condescendiendo tanto, volveríamos a caer en la disculpa universal ya execrada, pero no la haremos sin previa condición, la de que, para su bien, atienda el corrector a la estupenda lección que sobre errores nos fue dada por Bacon, otro sabio, en el libro llamado Novum Organum. Divide él los errores en cuatro categorías, a saber idola tribus, o errores de la naturaleza humana, idola specus, o errores individuales, idola fori, o errores de lenguaje, y finalmente idola theatri, o errores de los sistemas. Resultan ellos, en el primer caso, de la imperfección de los sentidos, de la influencia de los prejuicios y pasiones, del hábito de juzgarlo todo según ideas adquiridas, de nuestra insaciable curiosidad a pesar de los límites impuestos a nuestro espíritu, de la inclinación que nos lleva a encontrar más analogías de las que realmente hay entre las cosas. En el segundo caso, la fuente de los errores viene de la diferencia entre los espíritus, unos que se pierden en los pormenores, otros en vastas generalizaciones, y también de la predilección que sentimos por ciertas ciencias, lo que nos inclina a querer reducirlo todo a ellas. En cuanto al tercer caso, el de los errores de lenguaje, el mal está en que muchas veces las palabras no tienen sentido, o lo tienen indeterminado, o pueden ser tomadas en acepciones diversas, y, finalmente, cuarto caso, son tantos los errores de los sistemas que no acabaríamos nunca si empezáramos a enumerarlos aquí. Válgase, pues, el corrector de este catálogo y prosperará, y sírvase también de los beneficios de aquella sentencia de Séneca, reticente como a los días de hoy conviene, Onerat discentem turba, non instruit, máxima lapidaria que la madre del corrector, hace muchos años, y sin saber latín y poquísimo de su lengua propia, traducía con natural escepticismo, Cuanto más lees, menos sabes.

Pero algo se está salvando de este examen y contestación, confírmese que no fue error escribir, porque, en fin, escrito está, que era ciego el almuédano. El historiador, que sólo habla de minarete y muecín, tal vez ignorase que casi todos los almuédanos, en aquel tiempo y por mucho tiempo después; eran ciegos. Y si lo sabe, quizá imagine que sería vocación particular de la invalidez el canto de la oración, o que las comunidades moras resolvían así, parcialmente, como siempre se hizo y seguirá haciéndose, el problema de dar trabajo a gente a quien faltaba el precioso don de la visión. Error suyo, ahora, que a todos invariablemente acaba afectando. La verdad histórica, y que lo aprenda, es que los almuédanos eran escogidos entre los ciegos, no por política humanitaria de empleo o encaminamiento profesional fisiológicamente adecuado, sino para que no pudieran indagar la intimidad de patios y azoteas que, desde lo alto del alminar, dominaban emblemáticamente. El corrector no se acuerda ya de cómo lo supo, seguro que lo leyó en libro de confianza que el tiempo no enmendó, por eso puede insistir ahora en que los almuédanos eran ciegos, sí señor. Casi todos. Sólo que, cuando en tal cosa le apetece pensar, no consigue rechazar de sí una duda, la de si a esos hombres no les arrancarían los ojos lúcidos, como se hacía y quizá aún se haga con los ruiseñores, para que de la luz no conocieran otra manifestación que una voz oída en las tinieblas, la suya, o, quizá, la de aquel Otro que no sabe más que repetir las palabras que vamos inventando, estas con las que intentamos decirlo todo, bendición y maldición, hasta lo que nombre no tendrá nunca, innominable.


El corrector tiene nombre, se llama Raimundo. Ya era hora de saber quién es la persona de quien hemos venido hablando indiscreta-mente, si es que nombre y apellidos han podido añadir alguna vez provecho que se viera a las acostumbradas referencias sinalécticas y otros diseños, edad, altura, peso, tipo morfológico, tono de la piel, color de ojos, y de cabellos, si lisos, crespos u ondulados, o simplemente perdidos, metal de la voz, límpida o ronca, gesticulación característica, manera de andar, dado que la experiencia de las relaciones humanas ha demostrado que, sabiendo eso nosotros y a veces mucho más, ni lo que sabemos nos sirve ni somos capaces de imaginar lo que nos falta. Tal vez sólo una arruga, o la forma de las uñas, o el grosor de la muñeca, o el trazo de las cejas, o una cicatriz antigua e invisible, o sólo el apellido que no había llegado a ser dicho, aquel que más se estima, en este caso Silva, nombre completo Raimundo Silva, así se presenta cuando tiene que hacerlo, omitiendo el de Bienvenido, que no le gusta. Nadie está satisfecho con lo que en suerte le cupo, general verdad es ésta, y Raimundo Silva, que debería apreciar por encima de todo lo demás el llamarse Bienvenido, que precisamente dice lo que quiere decir, bienvenido a la vida, hijo mío, pues no señor, no le gusta el nombre, afortunadamente, dice él, se perdió la tradición de que fueran los padrinos los que decidieran en la puntillosa cuestión de la onomástica, aunque reconozca que le gusta mucho ser Raimundo, por un no sé qué de solemne o de antiguo que hay en la palabra. De los bienes de la señora que fue madrina esperaban los padres de Raimundo alguna parte para el futuro del hijo, y por eso, faltando a la costumbre que mandaba dar al niño sólo el nombre del padrino, se añadió el nombre de la paraninfa, pasado a masculino. El destino no atiende a todo de la misma manera, lo sabemos bien, pero en este caso alguna concomitancia hay que reconocer entre unos bienes de los que nunca hubo beneficio y un nombre tan absolutamente repudiado, sin que debamos, no obstante, sospechar una relación de causa y efecto entre decepción y rechazo. En Raimundo Bienvenido Silva, los motivos, que en momento alguno de su vida habían sido de rencorosa frustración, son hoy, unos, meramente estéticos, por no sonarle bien la vecindad de los dos gerundios, y los otros, por así decirlo, éticos y ontológicos, porque, según su manera desengañada de entender, sólo una ironía muy negra pretendería hacer creer que alguien es realmente bienvenido a este mundo, cosa que no se contradice con la evidencia de que haya quien se encuentre bien instalado en él.

Desde el mirador, breve balcón antiguo bajo un alpende de madera aún con artesonados, se ve el río, y es un inmenso mar lo que los ojos alcanzan entre radio y radio, desde el trazo rojo del puente hasta los rasos fangales de Pancas y de Alcochete. Una neblina fría tapa el horizonte, lo aproxima casi al alcance de la mano, la ciudad visible está reducida a este lado, con la catedral abajo, mediada la ladera, y en escalones los tejados de las casas, descendiendo hasta el agua parda, turbia, donde una fugitiva estela blanca se abre cuando un barco rápido pasa, otros hay que navegan difícilmente, pesados, como si estuvieran luchando contra una corriente de mercurio, comparación ésta que resultaría más apropiada para la noche, no ahora. Raimundo Silva se levantó menos temprano de lo que suele, había trabajado hasta avanzada la noche, una velada larga, arrastrada, y cuando, de mañana, abrió la ventana, le golpeó en la cara la niebla, más cerrada de la que vemos a esta hora, mediodía, cuando el tiempo va a tener que decidir si carga o alivia, de acuerdo con el dicho popular. Entonces las torres de la catedral no eran más que un borrón apagado, de Lisboa poco más había que un rumor de voces y de sones indefinidos, el marco de la ventana, el primer tejado, un automóvil por la calle. El almuédano, ciego, había gritado al espacio de una mañana luminosa, arrebolada, y luego azul, el color del aire entre la tierra que aquí está y el cielo que nos cubre, si quisiéramos creer en los insuficientes ojos con que vinimos al mundo, pero el corrector, que hoy casi tan ciego se ve como él, sólo rezongó, con el malhumor de quien, habiendo dormido mal, anduviese en trabajosos sueños de cerco, montantes, alfanjes y hondas baleares, irritado, al despertar, por no lograr acordarse de cómo estaban hechas las tales máquinas de guerra, de las hondas hablamos, y hablaríamos de las profundas conversaciones de quienes habitaban el sueño, pero no caigamos en la tentación de anticipar los hechos, ahora sólo debemos lamentar la oportunidad perdida de saber al fin qué máquinas eran las dichas hondas, cómo se armaban y disparaban, porque no es tan extraño que se revelen en los sueños grandes misterios, y entre ellos no incluimos el número de la lotería, banalidad suprema e indigna de cualquier soñador que se respete. Aún en la cama, Raimundo Silva, perplejo, se preguntaba por qué razón insistía en pensar en hondas baleares, o fundíbulos, como también se diría, acertando por igual, Baleares no debe tener nada que ver con las islas del mismo nombre, vendrá de balas, y balas sabemos qué son, proyectiles, piedras que las máquinas tirarían contra los muros y por encima de ellos, para caer sobre las casas y la gente de dentro, despavorida, pero balas no es palabra de aquel tiempo, las palabras no pueden ser livianamente transportadas de aquí para allá y de allá para aquí, cuidado, aparece luego alguien que dice, No entiendo. Se adormeció, estuvo así diez minutos, y al despertar de nuevo, ahora lúcido, alejó del pensamiento las máquinas que se empeñaban en volver y dejó que las imágenes de las espadas y de las cimitarras ocuparan peligrosamente su espíritu, sonrió en la penumbra del cuarto porque bien sabía que se trataba de evidentes símbolos fálicos, cierto es que atraídos al sueño por la Historia del Cerco de Lisboa, pero en sí enraizados, quién lo duda, si armas de punta y filo tienen raíces, clavadas, sí, estarán, bastaba mirar la cama vacía a su lado para entenderlo todo. Tendido de espaldas, cruzó los brazos sobre los ojos, murmuró sin ninguna originalidad, Un día más, no había oído al almuédano, cómo se las arreglaría en esa religión un moro sordo para no faltar a las oraciones, sobre todo a las de la mañana, seguro que pediría a un vecino, En nombre de Alá, llama a la puerta con fuerza y no pares de golpear hasta que abra. La virtud no es tan fácil como el vicio, pero puede ser ayudada.

En esta casa no vive mujer. Dos veces por semana viene una de fuera, pero no se piense que aquel lugar vacío de la cama tiene que ver con la bisemanal visita, son diferentes precisiones, y quede ya explicado desde ahora que para alivio de los apremios más duros de la carne el corrector baja a la ciudad, contrata, se satisface y paga, siempre tuvo que pagar, qué remedio, hasta cuando no obtuvo complacencia, que el verbo no tiene un sentido sólo, como se cree vulgarmente. La mujer que viene de fuera es lo que llamamos una asistenta, le cuida la ropa, ordena y limpia lo más sustancial de la casa, pone al fuego una gran olla, siempre los ingredientes, habichuelas blancas y hortalizas, que dará para unos días, no es que al corrector no le caigan bien otras amenidades, pero las reserva para el restaurante, adonde va alguna que otra vez, sin exageraciones de asiduidad. No hay pues mujer en esta casa, ni nunca la hubo. El corrector Raimundo Bienvenido Silva es soltero y no piensa en casarse, Tengo más de cincuenta años, dice, quién me va a querer ahora, o a quién voy a querer yo, aunque, como todo el mundo sabe, es mucho más fácil querer que ser querido, y este último comentario, que parece el eco de un pasado dolor, convertido ahora en sentencia para lección de confiados, este comentario, más la pregunta que le precedió, los hace para sí, porque es hombre bastante reservado como para andar por ahí derramándose ante amigos y conocidos, que los tendrá, aunque probablemente, no va a ser preciso convocarlos al relato, visto como va. No tiene hermanos, sus padres murieron ni pronto ni tarde, la familia, si alguna queda, anda dispersa, noticias de ella, cuando llegan, poco añaden a la tranquilidad de no tenerla, pasó la alegría, el luto no vale la pena, y la única cosa que verdaderamente siente próxima a sí son las pruebas que está leyendo, mientras duran, la errata que hay que desemboscar, y también, si cuadra, una preocupación que no debiera ser suya, allá se las arreglen los autores, que para eso se llevan el honor, como este desasosiego de ahora por lo de las hondas baleares, que le ha vuelto al pensamiento y de él no quiere salir. Raimundo Silva se levantó al fin, buscó las babuchas con el pie, Chinelas, chinelas, que es palabra cristiana, llegada de Génova, y entró en el despacho mientras vestía la bata sobre el pijama. Muy de tiempo en tiempo, la asistenta le hacía una solemne declaración sobre la necesidad de limpiar el polvo de los libros, que, sobre todo en las estanterías altas, donde se alineaban los que raramente son consultados, más parece depósito aluvial de una acumulación de siglos, un polvo negro, como de ceniza, que no se sabe de dónde viene, del tabaco no puede ser, que el corrector hace ya tiempo que ha dejado de fumar, es el polvo del tiempo, y está todo dicho. Sin que se sepa bien por qué, la tarea es aplazada siempre, cosa que, se supone, no desagrada a la ancilar persona, absuelta a sus ojos por la intención, y que no pierde la ocasión de decir, Bueno, pues tenga en cuenta que la culpa no es mía.

Raimundo Silva busca en los diccionarios y en las enciclopedias, mira en Armas, en Edad Media, busca Máquinas de Guerra, y encuentra las descripciones vulgares del arsenal de la época, rudimentario, basta decir que entonces no se conseguía matar a un hombre elegido que estuviera a doscientos pasos de distancia, fuerte pérdida, ni nada que se le comparase, y para caza, si no había a mano arco o ballesta, tenía el cazador que aproximarse a los brazos del oso o a los cuernos del ciervo o a los dientes del jabalí, lo que aún hoy conserva semejanzas con tan arriesgadas aventuras es la corrida de toros, los toreros son los últimos hombres antiguos. En ningún lugar se explica en estos potentes volúmenes, ningún dibujo da una idea al menos aproximada de lo que fuese aquella mortífera fábrica que tanto amedrentaba a los moros, pero esta ausencia de información ya no es novedad para Raimundo Silva, lo que él quiere ahora es descubrir por qué se llamaba balear a la honda, y va de libro en libro, rebusca, se impacienta, hasta que al fin, el precioso, el inestimable Bouillet le enseña que los habitantes de las Baleares eran considerados, en la Antigüedad, los mejores honderos del mundo conocido, que era evidentemente, todo, y que de ahí habían tomado las islas el nombre, pues en griego disparar se dice balló, nada hay más claro, cualquier simple corrector es capaz de ver la etimológica línea recta que liga balló a Baleares, el error, tratándose de honda, está en haber escrito balear, cuando baleárica sería lo correcto, señor doctor. Pero Raimundo Silva no enmendará, el uso hace alguna ley, cuando no la hace toda, y, por encima de todo, primer mandamiento del decálogo del corrector que aspire a la santidad, a los autores se les debe evitar siempre el peso de vejaciones. Dejó el libro en su sitio, abrió la ventana, y fue entonces cuando la niebla le dio en la cara, densa, cerradísima, si en el lugar de las torres de la catedral estuviera aún el alminar de la mezquita mayor, seguro que no podría verlo, de tan delgado que era, aéreo, imponderable casi, y entonces, si ésa fuese la hora, la voz del almuédano descendería del cielo blanco, directamente de Alá, por una vez loador en causa propia, lo que del todo no podríamos censurarle porque, siendo quien es, con seguridad se conoce bien.

Iba mediada la mañana cuando sonó el teléfono. Era de la editorial, querían saber cómo iba la corrección, quien empezó a hablar fue Mónica, de Producción, que tiene, como todos los que trabajan en este sector, el hábito de la mención mayestática, así, Señor Silva, dijo, Producción pregunta, parece que estamos oyendo Su Alteza Real quiere saber, y repite como repetían los heraldos, Producción pregunta por las pruebas, si falta mucho para la entrega, pero ella, Mónica, aún no ha entendido, después de tanto tiempo de vida en parte común, que Raimundo Silva detesta que le llamen Silva sin más, no es que aborrezca la vulgaridad del apellido, que anda cerca de los Santos y Sousas, es que le falta el Raimundo, por eso respondió, seco, hiriendo injustamente a la delicada persona que es Mónica, Dígale que mañana estará listo el trabajo, Se lo diré, señor Silva, se lo diré, y no añadió más porque el teléfono fue tomado bruscamente por otra persona, Aquí Costa, Aquí Raimundo Silva, pudo responder el corrector, Ya lo sé, es que las pruebas las necesito hoy, tengo parada la programación, si no meto mañana en imprenta ese libro, se va a armar la de Dios es Cristo, y todo por la revisión de pruebas, Para este tipo de libro, tema, número de páginas, el tiempo de corrección está dentro de la media, No me venga con medias, quiero el trabajo acabado, subió de tono la voz de Costa, señal de que había un jefe cerca, un director, tal vez el patrón en persona. Raimundo Silva respiró hondo, argumentó, Las correcciones hechas deprisa siempre traen erratas, Y los libros que se retrasan significan pérdidas, no hay duda, el patrón asiste a la disputa, pero Costa añade, Vale más dejar pasar dos erratas que un día de ventas, a ver si se entera, no, el patrón no está, ni el director ni el jefe, Costa no admitiría con tanta naturalidad errores en la corrección en beneficio de la rapidez, Es cuestión de criterios, respondió Raimundo Silva, y Costa, implacable, No me hable de criterios, conozco bien el suyo, el mío es muy simple, necesito esas pruebas para mañana, sin falta, arrégleselas como quiera, la responsabilidad es suya, Ya le había dicho a Mónica que el trabajo estará listo mañana, Mañana tiene que entrar en máquinas, Entrará, puede enviar a buscarlo a las ocho, Demasiado temprano, a esa hora aún está cerrado esto, Entonces, mándelo a buscar cuando quiera, no puedo seguir perdiendo el tiempo, y colgó. Raimundo Silva está acostumbrado, no toma demasiado a pecho las impertinencias de Costa, groserías sin maldad, pobre Costa, que no para de hablar de Producción, Producción se las carga siempre, dice, sí señor, los autores, los traductores, los correctores, los de las portadas, pero si no fuera aquí por Producción, a ver de qué les servía tanta sabiduría, una editorial es como un equipo de fútbol, mucho floreo en la delantera, mucho pase, mucho dribling, mucho juego de cabeza, pero si el portero es de esos paralíticos o reumáticos, se va todo al carajo, adiós liga, y Costa sintetiza, algebraico esta vez, Producción es para la editorial como el portero para el equipo. Costa tiene razón.

Llegada la hora de la comida, Raimundo Silva se hará una tortilla de tres huevos con chorizo, exceso dietético que su hígado aún aguanta. Con un plato de sopa, una naranja, un vaso de vino, un café para terminar, no necesita más quien lleva esta vida sedentaria. Lavó los platos cuidadosamente, gasta más agua y detergente de lo que sería preciso, los secó, los metió en el armario de la cocina, es un hombre ordenado, un corrector en el más absoluto sentido de la palabra, si es que alguna palabra puede existir y seguir existiendo llevando consigo un sentido absoluto, para siempre, dado que lo absoluto no pide menos. Antes de volver al trabajo, echó un vistazo al tiempo, se había arreglado un poco, el otro lado del río empieza ya a ser visible, sólo una línea oscura, una mancha alargada, el frío no parece haber disminuido. Sobre la mesa hay cuatrocientas treinta y siete hojas de pruebas, ya ha corregido doscientas noventa y tres, lo que falta no es para asustarse, el corrector tiene toda la tarde, y la noche, sí, también la noche, porque es su profesional escrúpulo hacer siempre una última lectura, seguida, como un lector común, finalmente el placer y la felicidad de comprender de manera libre, suelta, sin desconfianzas, tenía mucha razón aquel autor que preguntó un día, Cómo sería la piel de Julieta para los ojos de un halcón, ahora bien, el corrector, en su agudísima tarea, es precisamente el halcón, aunque vaya teniendo ya la vista cansada, pero al llegar la hora de la lectura final, es como Romeo cuando miró por primera vez a Julieta, inocente, traspasado de amor.

En este caso de la Historia del Cerco de Lisboa, sabe ya que Romeo no encontrará motivos suficientes de embeleso, aunque Raimundo Silva, en la conversación preambular y algo laberíntica sobre la corrección de los errores y los errores de las correcciones, haya dicho al autor que le gustaba el libro, y, realmente, no mintió. Pero qué es gustar, preguntamos nosotros, entre el mucho gustar y el nada gustar está el menos y el poco, y no basta escribirlo para que sepamos qué partes de sí, de no y de quizá comporta todo aquello, sería preciso pronunciarlo en voz alta, el oído capta la vibración última, la capta siempre, y cuando nos engañamos o nos dejamos engañar es sólo porque no dimos oído suficiente al oído. Reconózcase, no obstante, que aquel diálogo nada tuvo de engañoso al respecto, pronto se notó que se trataba de un gustar sin color, alienado, dijo Raimundo Silva aquella palabra tibia, Me gusta, y apenas acabó de ser dicha ya está fría. En cuatrocientas treinta y siete páginas no encontró un hecho nuevo, una interpretación polémica, un documento inédito, ni siquiera un replanteamiento. Sólo una repetición más de las historias del cerco contadas ya mil veces, la descripción de los lugares, los dichos y las obras de la real persona, la llegada de los cruzados a Porto y su navegación hasta entrar en el Tajo, los acontecimientos del día de San Pedro, el ultimátum a la ciudad, los trabajos de sitio, los combates y los asaltos, la rendidón, finalmente el saqueo, die vero quo omnium sanctorum celebratur ad laudem et honorem nominis Christi et sanctissimae ejus genitricis purificatum et templum, dicen que escribió Osberno, entrando en la inmortalidad de las letras gracias al cerco y toma de Lisboa y a las historias que de estos hechos se contaron, significando ese latín traducido por encima del hombro de quien sabe, que en el Día de Todos los Santos pasó la corrupta mezquita a purísima iglesia católica, y ahora sí, ahora ya no podrá nunca más el almuédano llamar a los creyentes a la oración de Alá, van a sustituirlo por una campana o campanilla después de haber sustituido a un dios por otro, feliz caso sería que lo hubieran dejado ir, Es ciego, pobre hombre, salvo si de la ira sanguinaria ciego iba precisamente el cruzado Osberno, sólo igual de nombre, cuando vio frente a su espada a un moro viejo que ni para huir tenía fuerzas ya, allí en el suelo, revoleándose, agitando las piernas y los brazos como si quisiera hundirse tierra adentro, este miedo real en vez del otro, imaginario, y ha de conseguirlo, tan seguro como que está vivo ahora, pero no por mucho tiempo más, decimos nosotros, ni solo podrá, porque estará muerto entonces, pensó el corrector, pues están abriendo fosas comunes. A intervalos, procedente del río, se oye un mugido ronco de sirena, está así desde la mañana, avisando a la navegación, pero sólo en este instante Raimundo Silva lo nota, tal vez por el grande y súbito silencio que dentro de sí se hizo.

Es enero, anochece pronto. La atmósfera del despacho pesa, sofocada. Las puertas están cerradas para defenderse del frío, el corrector tiene una manta sobre las rodillas, la estufa al lado de la mesa, casi escaldándole los tobillos. Ya se ha dicho que la casa es antigua, sin comodidades, de un tiempo espartano y bronco, cuando salir a la calle, en los fríos mayores, era el mejor remedio para quien no dispusiera más que de un corredor gélido donde calentar el cuerpo en pequeños ejercicios de marcha. Pero, en esta última página de la Historia del Cerco de Lisboa puede Raimundo Silva encontrar la ardiente expresión de un patriotismo fervoroso, que seguramente reconocerá si no es que la vida monótona y vulgar no entibió el suyo propio, ahora se estremecerá, sí, pero con aquel soplo único que viene del alma de los héroes, repárese en lo que escribió el historiador, En lo alto del castillo el creciente musulmán fue arriado por última vez y, definitivamente, para siempre, al lado de la cruz que anunciaba al mundo el bautismo santo de la nueva ciudad cristiana, se elevó lento en el azul del espacio, besado por la luz, movido por la brisa, desplegándose triunfador con el orgullo de la victoria, el pendón de Don Afonso Henriques, las quinas de Portugal, mierda, y que nadie crea que esta palabrota la dirige el corrector al nacional emblema, sino que es más bien el legítimo desarrollo de quien, habiendo sido irónicamente reprendido por ingenuos errores de imaginación, va a tener que consentir que queden a salvo otros no suyos, cuando lo que ahora le apetecería, y con toda justicia, es lanzar en los márgenes del papel una lluvia de deleátures indignados, pero, ya sabemos que no lo hará, que con enmiendas de este tipo se vejaría al autor, Limítese el zapatero a la observación del empeine, que sólo para eso le pagan, ésas fueron las impacientes palabras de Apeles, definitivas. Ahora bien, estos errores no son como los de las hondas, simple bagatela entre un quizá sí y un quizá no, que en buena verdad tanto nos da hoy que les llamen baleáricas o baleares, lo que no se debería permitir de ningún modo es hablar de quinas en tiempo de Afonso el Primero, cuando las tales quinas no ocuparon lugar en la bandera hasta el reinado de su hijo Sancho, y aun así dispuestas no se sabe cómo, si en cruz al centro, si una ahí y las otras cada cual en su rincón, si ocupando el campo todo, siendo ésta, según las autoridades más serias, la hipótesis fuerte. Mancha grave, pero no la única, que para todo y siempre quedará manchando la página final de la Historia del Cerco de Lisboa, por lo demás tan ricamente instrumentada de tumbas retumbantes, tan de tambores, tan de histórico arrebato, con las tropas formadas en parada, así las imaginamos, pie a tierra infantes y caballeros, asistiendo al arriar del estandarte abominable y al izado de la insignia cristiana y lusitana, gritando en una sola voz Viva Portugal y batiendo con las espadas en los escudos, en enérgica algazara militar, y después el desfile ante el rey, que está hollando con sus pies, vindicador, aparte de la sangre mora, el creciente musulmán, segundo error y supremo disparate, que nunca tal bandera fue izada sobre los muros de Lisboa, pues como el historiador no debería ignorar, lo del creciente en la bandera fue invento del imperio otomano, dos o tres siglos más tarde. Raimundo Silva posó aún la punta del bolígrafo sobre las quinas, pero pronto pensó que si de allí las quitara, y al creciente con ellas, sería como un terremoto en la página, todo se vendría abajo, historia sin remate condigno con la grandeza del instante, y esta lección es muy buena para que la gente se instruya sobre la importancia de una cosa que, a primera vista, no pasa de ser un pedazo de paño de un color o varios, con figuras recortadas también diversamente coloridas, que tanto pueden ser castillos como estrellas, o leones, o unicornios, o águilas, o soles, u hoces, o martillos, o llagas, o rosas, o sables, o machetes, o compases, o ruedas, o cedros, o elefantes, o bueyes, o bonetes, o manos, o palmeras, o caballos, o candelabros, qué sé yo, se pierde uno en este museo si no lleva guía ni catálogo, peor aún si a las banderas une los blasones, que todo es una familia sola, entonces será un nunca acabar de flores de lis, de conchas, de hebillas, de leopardos, de abejas, de armas y pertrechos, de árboles, de báculos, de mitras, de espigas, de osos, de salamandras, de garzas, de anillos, de patos, de palomas, de jabalíes, de vírgenes, de puentes, de cuervos y carabelas, de lanzas, de libros, sí, hasta de libros, la Biblia, el Corán, el Capital, que adivine quien pueda, y más y más de todo esto, pudiéndose concluir que los hombres son incapaces de decir quiénes son si no pueden alegar que son otra cosa, motivo al fin suficiente, en este caso, para que ahí dejemos el episodio de las banderas, la decaída y la exaltada, pero sabedores de que todo no pasa de mentira, útil hasta cierto punto, oh máxima vergüenza, pues no tuvimos el coraje de enmendarla ni sabríamos poner en su lugar la verdad sustancial, aspiración sobre todas excesiva, pero extinguible, que Alá se apiade de nosotros.

Por primera vez en tantos años de oficio minucioso, Raimundo Silva no hará lectura final y completa de un libro. Son, como queda dicho, cuatrocientas treinta y siete páginas fortísimas de notas, para leerlo todo tendría que pasar en blanco la noche entera, o poco menos, y no le apetece el martirio, que ha cobrado resuelta antipatía hacia la obra y el autor, mañana dirán los lectores inocentes y repetirá la juventud de las escuelas que la mosca tiene cuatro patas, porque así lo ha dicho Aristóteles, y en el próximo centenario de la toma de Lisboa a los moros, en el año dos mil cuarenta y siete, si hay aún Lisboa y portugueses en ella, no faltará un presidente para evocar aquella suprema hora en la que las quinas, avantes en el orgullo de la victoria, ocuparan el lugar del impío creciente en el cielo azul de nuestra hermosa ciudad.

Mientras tanto, le exige la conciencia profesional que, al menos, vaya recorriendo lentamente las páginas, los ojos expertos vagando sobre las palabras, confiando en que, variando así el nivel de la atención, cualquier yerro de menor alzada se dejaría sorprender, como sombra que el movimiento del foco luminoso desplazó súbitamente, o aquel conocido vistazo lateral que capta, en el último instante, una imagen en fuga. Nada importa saber si Raimundo Silva consiguió limpiar del todo las enfadosas páginas, lo que sí valdría la pena es observarlo cuando relee el discurso que Don Afonso Henriques hizo a los cruzados, según la versión de Osberno, allí traducida del latín por el propio autor de la Historia, que no se fía de lecciones ajenas, mayormente tratándose de materia de tal responsabilidad, ni más ni menos que el primer discurso averiguado de nuestro rey fundador, que otro, por lo demás, no se conoce bastante autorizado. Para Raimundo Silva el discurso es, todo él, de punta a punta, un absurdo, no es que se permita dudar del rigor de la traducción, que no está la latinaria entre sus prendas de corrector apenas medio, sino porque no se puede, no se puede realmente creer que de la boca de este rey Afonso, sin prendas, él, de clérigo, haya salido la complicada arenga, más bien compuesta a semejanza de los sermones retorcidos que los frailes pronunciarán de aquí a seis o siete siglos, que de los cortos alcances de una lengua que justo ahora empezaba a balbucearse. Estaba el corrector, así, sonriendo sarcástico, cuando de súbito le dio el corazón un salto, al fin, si Egas Moniz fue tan buen ayo como de él proclamaban los anales, si no nació sólo para llevar al pobre infante lisiado a Carquere o, más tarde, para ir a Toledo con la soga al cuello, no le habrían faltado a su pupilo máximas suficientes cristianas y políticas, y siendo el latín, por excelencia, el vehículo de estos perfeccionamientos, es de suponer que el real chiquillo, aparte de explicarse naturalmente en gallego, latinizaría el quantum satis para poder declamar, llegada la hora, ante tantos y tan cultos cruzados extranjeros, la arenga supracitada, una vez que ellos, de lenguas, no entenderían entonces más que la suya de cuna e iguales rudimentos de la otra, con la ayuda de los frailes intérpretes. Por tanto sabría Don AfonsoHenriques latín y no precisó de pronunciarse hombre por él en la histórica asamblea, quizá incluso fuera él el autor de las célebres palabras, hipótesis muy plausible en persona que, por su mismo puño, y en el mismo latín, había escrito la Historia de la Conquista de Santarem, conforme gravemente nos explica Barbosa Machado en su Biblioteca Lusitana, informándonos además de que el manuscrito, en aquel tiempo, se conservaba en el Archivo del Real Convento de Alcobaça, al final de un libro de San Fulgencio. Hay que decir que el corrector no cree ni una sola palabra de lo que sus ojos están viendo, le sobra escepticismo, él mismo lo ha dicho ya, y para cortar derecho, y también para defenderse de los enfados de esta lectura obligada, fue a la fuente limpia de las Historiografías modernas, buscó y encontró, ya lo pensaba yo, que Machado, crédulo, copió sin comprobar lo que habían escrito Frei Bernardo de Brito y Frei António Brandão, que así es como se acomodan los equívocos históricos, Fulano dice que Zutano dijo que Perengano oyó, y con tres autoridades de ésas se monta una historia, siendo al fin cierto que la de la Conquista de Santarem la escribió un canónigo regular de la Santa Cruz de Coimbra, de quien ni el simple nombre ha quedado para ocupar en la biblioteca el lugar a que tiene justo derecho y retirar de allí el del rey usurpador.

Raimundo Silva está de pie, tiene sobre sus hombros la manta, pero de modo que una punta se arrastra por el suelo cuando se mueve, y en voz alta lee como un heraldo lanzando sus proclamas, esto es, el discurso que a los cruzados echó el rey nuestro señor de esta guisa, Bien sabemos, y tenemos ante los ojos, que sois sin duda hombres fuertes, denodados y de gran destreza, y, en verdad, vuestra presencia no ha disminuido a nuestra vista lo que de vosotros nos había dicho la fama. No os reunimos aquí para saber cuánto sería preciso prometeros a vosotros, hombres de tanta riqueza, para que, enriquecidos con nuestras dádivas, os quedaseis con nosotros para el cerco de esta ciudad. Siempre inquietados por los moros, nunca hemos podido acumular tesoros, con los que a veces acontece que no se pueda vivir en seguridad. Pero como no queremos que ignoréis nuestros recursos y cuáles son nuestras intenciones hacia vosotros, entendemos que no debéis despreciar nuestra promesa, pues consideramos como sujeto a vuestro dominio todo cuanto nuestra tierra posee. De una cosa sin embargo estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Ahora bien, para que con la algazara de vuestros hombres no sea perturbado lo que os diga, elegid a quien queráis, a fin de que, retirados aparte unos y otros, benigna y sosegadamente determinemos en conjunto la causa de nuestra promesa, y resolvamos sobre aquello que os exponemos, para después ser explicado a todos en común con lo que hayamos resuelto, y así, dado el asentimiento de ambas partes, con juramento y garantías ciertas sea esto ratificado para interés de Dios.

No, este discurso no es obra de un rey principiante, sin excesiva experiencia diplomática, aquí hay dedo, mano y cabeza de eclesiástico mayor, tal vez el propio obispo de Porto, Pedro Pitões, y seguramente el arzobispo de Braga, João Peculiar, que juntos y concertados habían logrado persuadir a los cruzados, de paso por el Duero, de que bajaran hasta el Tajo para ayudar a la conquista, diciéndoles, por ejemplo, Al menos oigan las razones que a favor de la prestación de auxilio tenemos que darles, a la vista de la mercaduría. Y habiendo durado tres días el viaje de Porto a Lisboa, no es preciso estar dotado de una imaginación prodigiosa para suponer que los dos prelados, de camino, vinieron haciendo el borrador, para adelantar trabajo, ponderando los argumentos, insinuando mucho, cautelando lo posible, con promesas liberalísimas envueltas en prudentes reservas mentales, sin olvidar la lisonja, recurso envanecedor que generalmente fructifica en mil por uno, aunque estéril sea el terreno y torpe el sembrador. Raimundo Silva, acalorado, deja caer la manta con teatral ademán, sonríe sin alegría, Este discurso no hay quien se lo crea, más parece lance shakespeariano que obra de obispos menores, y vuelve a su mesa, se sienta, mueve la cabeza vencido, Pensar que nunca llegaremos a saber qué palabras dijo realmente Don Afonso Henriques a los cruzados, al menos buenos días, y qué más, y qué más, y la claridad ofuscante de esta evidencia, no poder saberlo, aparece de pronto ante él como una infelicidad, sería capaz de renunciar a algo, no se pregunta a qué ni cuánto, al alma, si la hay, a los bienes, si los tuviera, para encontrar, preferentemente en esta parte de Lisboa donde vive y que es precisamente lo que en aquel tiempo era la ciudad toda, un pergamino, un papiro, un papel suelto, un recorte de periódico, una grabación de poder ser, o una lápida esculpida, que registrara el verdadero discurso, el original, por así decirlo, quizá menos sutil en artes dialécticas que esta versión amanerada, en la que faltan justamente las fuertes palabras dignas de la ocasión.

La cena fue rápida, sencilla, aún más ligera que la comida, pero Raimundo Silva bebió dos tazas de café en vez de una, para defenderse del sueño que no tardaría en amenazarlo, vista la mal dormida noche anterior. Con ritmo seguro las páginas van cambiando de lugar, se suceden los episodios y los cuadros, ahora el historiador embanderó el estilo para tratar de la gran discordia que se levantó entre los cruzados, después de la arenga real, sobre si deberían, o no, ayudar a nuestros portugueses a tomar Lisboa, si se quedarían aquí o seguirían, como estaba previsto, hacia Tierra Santa, donde los estaba esperando Nuestro Señor Jesucristo, bajo los hierros turcos. Argumentaban aquellos a quienes seducía la idea de quedarse que lanzar fuera de la ciudad a estos moros y hacerla cristiana sería también servicio de Dios, contestaban los contrarios que, si ése era servicio de Dios, servicio menor sería, y que caballeros tan principales como allí todos se preciaban de ser, tenían por obligación acudir a donde más trabajosa fuese la obra, no en este culo del mundo, entre labrantines y tiñosos, que unos debían de ser los moros y otros los portugueses, pero no lo averiguó el historiador, tal vez porque no valiera la pena eligir entre los dos insultos. Gritaban los guerreros como posesos, Dios me perdone, violentos de palabras y de gestos, y los que defendían la idea de continuar viaje hacia los Santos Lugares afirmaban que muchos mayores lucros y provechos tendrían de la extorsión del dinero y mercadurías de las naos que en el mar encontrasen, tanto de España como de África, anacronismo de que sólo al historiador se deben pedir cuentas, hablar de naos en el siglo doce, que de la toma de esta ciudad de Lisboa, con menos peligro de vidas, que las murallas son altas y los moros muchos. Acertó Don Afonso Henriques de lleno cuando pronosticó que el examen de su propuesta acabaría en algazara, palabra que siendo árabe de nacionalidad igualmente sirve para cualquier gritar y vocear de renanos, flamencos, boloñeses, bretones, escoceses y normandos, mezclados. En fin, ya se acomodarán las contrarias partes al cabo de una disputa verbal prolongada durante todo este día de San Pedro, y a la mañana siguiente, que es el treinta de junio, irán los representantes de los cruzados, concordes ahora, a informar al rey de que sí señor lo auxiliarán en la conquista de Lisboa, a cambio de los haberes de los enemigos, que desde más allá de las murallas los observan, y otras facilidades directas e indirectas.

Dos minutos hace que Raimundo Silva mira, de un modo tan fijo que parece vago, la página donde se encuentran consignados estos inconmovibles hechos de la Historia, no por desconfiar de que en ella se oculte algún último error, cualquier pérfida errata que hubiera encontrado manera de esconderse en los repliegues de una subordinación tortuosa, y ahora, con artificios, lo provoque, a cubierto también de su cansada vista y del sueño general que lo invade y entorpece. Que lo invadía y entorpecía, serían los tiempos verbales exactos. Porque hace tres minutos que Raimundo Silva está tan despierto como si hubiese tomado una pastilla de benzedrina, de un resto que ahí tiene, tras los libros, lo que sobró de la receta de un médico idiota. Está como fascinado, lee, relee, vuelve a leer la misma línea, esta que cada vez rotundamente afirma que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa. Quiso el azar, o fue más bien la fatalidad, que estas unívocas palabras quedasen reunidas en una sola línea, presentándose así con la fuerza de una leyenda, son como un dístico, una inapelable sentencia, pero son también una provocación, como si estuviesen diciendo irónicamente, Haz de mí otra cosa, si eres capaz. La tensión llegó a un punto tal que Raimundo Silva, de repente, no pudo aguantar más, se levantó, empujando la silla hacia atrás, y camina ahora agitado de un lado a otro en el reducido espacio que las estanterías, el sillón y la mesa le dejan libre, dice y repite, Qué disparate, qué disparate, y como si precisara confirmar esta radical opinión, volvió a coger la hoja de papel, gracias a lo que podemos nosotros, ahora, que antes habíamos llegado a dudar, aseguramos de que no hay tal disparate, allí se dice muy explicadamente que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa, y la prueba de que así ocurrió la encontraríamos en las páginas siguientes, allí donde se describe el cerco, el asalto a las murallas, el combate en las calles y en las casas, la mortandad excesiva, el saqueo, Por favor, díganos usted dónde ve el disparate, ese error que se nos escapa, es natural, no nos beneficiamos de su gran experiencia, a veces miramos y no vemos, pero sabemos leer, creía, sí, tiene razón, no lo comprendemos siempre todo, ya se adivina por qué, la preparación técnica, claro, la preparación técnica, y también, confesémoslo, a veces nos da pereza ir al diccionario y ver los significados, cosa que no hace más que perjudicarnos. Es un disparate, insiste Raimundo Silva como si estuviera respondiéndonos, no haré tal cosa, y por qué iba a hacerla, un corrector es una persona seria en su trabajo, no juega, no es un prestidigitador, respeta lo que está establecido en gramáticas y prontuarios, se guía por las reglas y no las modifica, obedece a un código deontológico no escrito pero imperioso, es un conservador obligado por las conveniencias a esconder sus voluptuosidades, las dudas, si alguna vez las tiene, las guarda para sí, mucho menos pondrá un no donde el autor escribió un sí, este corrector no lo hará. Las palabras que el Dr. Jekyll acabó de decir intentan oponerse a otras que no llegamos a oír, ésas las dice Mr. Hyde, no será preciso mencionar estos dos nombres para darnos cuenta de que en esta vieja casa del barrio del Castillo asistimos una vez más a una lucha entre el campeón angélico y el campeón demoníaco, esos dos de que están compuestas y en que se dividen las criaturas, nos referimos a las humanas, sin excluir a los correctores. Pero esta batalla, desgraciadamente, va a ganarla Mr. Hyde, se nota en la manera como Raimundo Silva sonríe en este momento, con una expresión que no esperaríamos de él, de pura malignidad, han desaparecido de su rostro todos los rasgos del Dr. Jekyll, es evidente que acaba de tomar una decisión, y que fue mala, con mano firme sujeta el bolígrafo y añade una palabra a la página, una palabra que el historiador no escribió, que en nombre de la verdad histórica no podría haber escrito nunca, la palabra No, ahora lo que el libro dice es que los cruzados No auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, así está escrito y por tanto pasó a ser verdad, aunque diferente, lo que llamamos falso ha prevalecido sobre lo que llamamos verdadero, ocupó su lugar, alguien tendría que venir a contar la historia nueva, y cómo.

En tantos años de honrada vida profesional, jamás Raimundo Silva se había atrevido, con plena consciencia, a infringir el antes citado código deontológico no escrito que pauta las acciones del corrector en relación con las ideas y opiniones de los autores. Para el corrector que conoce su lugar, el autor, como tal, es infalible. Se sabe, por ejemplo, que el corrector de Nietzsche, siendo fervoroso creyente, resistió la tentación de introducir, también él, la palabra No en una página determinada, transformando en Dios no ha muerto el Dios ha muerto del filósofo. Los correctores, si pudieran, si no estuviesen atados de pies y manos por un conjunto de prohibiciones más impositivo que un código penal, sabrían mudar la faz del mundo, implantar el reino de la felicidad universal, dando de beber a quien tiene sed, de comer a quien tiene hambre, paz a los que viven agitados, alegría a los tristes, compañía a los solitarios, esperanza a quien la tenga perdida, por no hablar ya de la fácil liquidación de miserias y de crímenes, porque todo lo harían con un simple cambio de palabras, y si alguien tiene dudas sobre estas nuevas demiurgias no tiene más que recordar que así mismo fue el mundo hecho y hecho el hombre, con palabras, unas y no otras, para que así quedase y no de otra manera. Hágase, dijo Dios, e inmediatamente apareció hecho.

Raimundo Silva no seguirá leyendo. Está agotado, se le han ido todas las fuerzas en aquel No en que se jugaba, aparte de la inmaculada reputación bien merecida, la tranquilidad de una conciencia en paz. A partir de hoy vivirá para el momento, más tarde o más temprano, pero inevitable, en que aparezca alguien pidiéndole cuentas del error, podrá ser precisamente el enfadado autor, o el crítico irónico e implacable, o un lector atento en carta a la editorial, o incluso mañana mismo, Costa, cuando venga a buscar las pruebas, que es muy capaz de venir personalmente, con su aire heroico y sacrificado, He tenido que venir yo, siempre es mejor hacer cada uno más de lo que es su deber. Y si a Costa le diera por hojear las pruebas antes de meterlas en la cartera, si en ese momento le salta a sus ojos la página maculada por la mentira, si le sorprende la aparición de una nueva palabra en las pruebas que ya son cuartas, si se toma la molestia de leerla y entiende lo que ahora está escrito, el mundo, entonces reenmendado, habrá vivido diferente sólo un corto instante, Costa dirá, aunque vacilante, Señor Silva, me parece que hay aquí un error, y él fingirá mirar y no tendrá más remedio que decir que sí, Qué disparate, no sé cómo puede haber ocurrido esto, efectos del sueño, fue lo que fue. No será necesario trazar un deleátur para eliminar la ominosa palabra, basta tacharla, simplemente, como lo haría un niño, el mundo regresará a su antigua y tranquila órbita, lo que fue seguirá siendo, y, en adelante, Costa, aunque no vuelva a hablar de este extraño caso, tendrá un motivo más para proclamar que Producción está por encima de todas las cosas.

Raimundo Silva se ha acostado. Está tendido con las manos cruzadas bajo la nuca, no siente aún el frío. Tiene dificultades para pensar en lo que ha hecho, sobre todo no consigue reconocer la gravedad de su acción, y llega incluso a sorprenderse porque nunca antes se le hubiera ocurrido la idea de alterar el sentido de otros libros que revisó. En un momento determinado le parece como si estuviera desdoblándose, alejándose de sí, se ve pensando y se asusta un poco. Después se encoge de hombros, aplaza la preocupación que empezaba a insinuarse en su espíritu, Veremos, mañana decidiré si dejo la palabra, o la retiro. Iba a volverse hacia el lado derecho, dando la espalda a la mitad vacía de la cama, cuando se dio cuenta de que la sirena se había callado, sabe Dios cuánto tiempo hacía ya, No, la oí cuando estaba diciendo el discurso del rey, lo recuerdo exactamente, entre dos frases, el mugido ronco, como de toro que se hubiera perdido entre la niebla, bramando hacia el cielo blanco, lejos de la manada, es extraño que no haya animales marinos con voces capaces de llenar la amplitud del mar, o este ancho río, voy a ver cómo está el cielo. Se levantó, se cubrió con la bata de lana gruesa que, en invierno, extiende siempre sobre las mantas de la cama, y abrió la ventana. Había desaparecido la niebla, es increíble que hubiera tantos centelleos ocultos en ella, las luces por la ladera abajo, las otras del otro lado, amarillas y blancas proyectadas sobre el agua como lumbres trémulas. Hace más frío. Raimundo Silva pensó, penosamente, Si yo fumara, encendería ahora un pitillo, mirando al río, pensando que todo es vago y vario, pero así, al no fumar, pensaré que todo es vario y vago, realmente, pero sin pitillo, aunque el pitillo, si lo fumara, por sí mismo expresaría la variedad y la vaguedad de las cosas, como el humo, si fumase. El corrector se entretiene en la ventana, nadie lo llamará, Ven adentro, que te vas a enfriar, y él intenta imaginar que lo llaman dulcemente, pero se queda un minuto pensando, vago él, y vario, y al fin, como si otra vez lo hubieran llamado, Ven adentro, te lo ruego, condesciende, cierra la ventana y vuelve a la cama, se echa sobre el lado derecho, a la espera. Del sueño.


No eran aún las ocho cuando Costa llamó a la puerta. El corrector, que había tenido una noche difícil, de breves e inquietos sueños, dormía al fin pesadamente, así lo creía la parte de él que había accedido a un nivel de consciencia suficiente para pensar, y ese profundo sueño se sacaba como conclusión, vista la dificultad de despertar de la otra parte, pese a las estridencias insistentes del timbre, cuatro veces, cinco, ahora un toque prolongado hasta el infinito, como si el mecanismo del botón estuviese enclavado. Raimundo Silva sabía, evidentemente, que debería levantarse, pero no podía dejar en la cama la mitad de sí mismo, o tal vez más, qué diría Costa, porque seguro que es Costa, ahora la policía ya no viene a sacarnos de la cama matinalmente, sí, qué dirá Costa al ver aparecer sólo la mitad de Raimundo Silva, tal vez a Bienvenido, un hombre siempre debe ir completo a donde lo llamen, no puede alegar, Traigo aquí esta parte de quien soy, el resto se ha retrasado en el camino. El timbre seguía tocando, Costa empieza a preocuparse, Qué silencio en la casa, al fin la mitad despierta del corrector consigue gritar con voz ronca, Voy, y sólo entonces la parte dormida se deja mover, de mala gana. Ahora, precariamente reunidos, inseguros en piernas que no se sabe a quién pertenecen, atraviesan el cuarto, la puerta de la escalera forma ángulo recto con ésta, casi se podrían abrir las dos con un solo movimiento, es Costa, claramente arrepentido de la matinal alarma, Perdone, entonces se da cuenta de que no ha dicho buenos días, Buenos días, perdone, señor Silva, que venga tan temprano, pero es por culpa de las pruebecitas, Costa quiere realmente que le perdonen, el humilde diminutivo no significa otra cosa, Sí, sí, dice el corrector, pase ahí al despacho.

Cuando Raimundo Silva reaparece, ciñéndose el cinturón y acondicionando al cuello las solapas de la bata, que es de tonos azules, con dibujo escocés, Costa ya tiene en la mano el mazo de pruebas, las sostiene como si las sopesara, incluso dice, comprensivo, Realmente, esto es enorme, pero no las hojea propiamente, se limita a preguntar, un poco inquieto, Ha tenido que corregir mucho, y Raimundo Silva responde, No, al tiempo que sonríe, afortunadamente nadie puede preguntarle por qué, Costa no sabe que precisamente está siendo engañado por una palabra tan pequeña, ese No que en una misma emisión de voz esconde y revela, Costa preguntó, Ha tenido que corregir mucho, y el corrector respondió, No, sonriendo, ahora crispado cuando dice, Si quiere, puede verlas, a Costa le extraña la benevolencia, es un sentimiento vago que pronto se disipa, No vale la pena, las llevaré directamente a la imprenta, me han dicho que meten el libro en máquinas en cuanto lleguen las pruebas. Si Costa hojeara las páginas y se diera cuenta del error, piensa el corrector que aún podría convencerlo con dos o tres frases complicadas de contexto y negación, de contradicción y apariencia, de nexo e indeterminación, pero Costa ya sólo quiere marcharse, tiene una imprenta a su espera, está contento porque Producción consiguió una victoria más en la lucha contra el tiempo, Hoy es el primer día del resto de tu vida, debería, claro está, mostrarse severo, no es bueno que las cosas acaben por resolverse siempre a última hora, necesitamos trabajar con mayores márgenes de seguridad, pero el corrector tiene un aire tan desamparado metido en aquel batín de falso escocés, la barba crecida, el pelo grotescamente teñido, contrastando, triste, con los rastrojos blancos de la cara, que Costa, muchacho que está en la fuerza de la vida, pese a pertenecer a las generaciones que hicieron irrisión de la bondad, calla sus justísimas quejas y casi con afecto saca de la cartera el original de un nuevo libro para revisar, Éste es pequeño, poco más de doscientas páginas, y la prisa no es mucha. Raimundo Silva recibe y entiende el sentido del gesto y de las palabras, descifra el medio tono añadido o retirado de una vocal, su oído sabe leer tan bien como sus ojos, y por todo eso siente como un remordimiento de estar engañando así la inocencia de Costa, emisario y portador de un error del que no es responsable, como acontece a la mayoría de los hombres, que viven y mueren ingenuos, afirmando y negando por cuenta ajena, aunque pagando las cuentas como si propias fuesen, pero sabio es Alá, y lo demás fantasmas de la razón.

Se fue Costa, feliz por empezar tan bien el día, y Raimundo Silva va a la cocina a prepararse el café con leche y las tostadas con mantequilla. Las tostadas, para este hombre de normas y principios, son casi un vicio y verdaderamente una manifestación de gula irrefrenable, en la que entran múltiples sensaciones, tanto visuales como táctiles, tanto olfativas como gustativas, empezando por el brillo de la tostadora cromada, después el cuchillo cortando las rebanadas, el olor del pan tostado, la mantequilla derritiéndose y al fin el placer complejo de la boca, del paladar, de la lengua, de los dientes, a los que se pega la inefable película oscura, quemada y suave, y otra vez el olor, ahora dentro de él, en el cielo esté quien tan sublime cosa supo inventar. Raimundo Silva, un día, dijo estas exactas palabras en voz alta, en un rápido momento en el que le pareció estar transfundiéndosele a la sangre la obra perfecta del fuego y del pan, que, en verdad, para él, hasta la mantequilla sería superflua, dispensable sin mayor tristeza, aunque muy necio tendría que ser quien rechazase lo que, añadido a lo esencial, redobla los apetitos y los sabores, es ése el caso del pan tostado y de la mantequilla, de que venimos hablando, sería también el caso del amor, por ejemplo, si de él tuviera el corrector más amplia experiencia. Acabó Raimundo Silva de comer, fue al baño, a afeitarse, a cuidar de la apariencia. Mientras no tiene la cara bien cubierta de espuma, huye de mirarse directamente al espejo, hoy vive arrepentido de haber decidido teñirse el pelo, está como prisionero de sus propios artificios, porque, más que el desagrado que le causa su imagen, lo que no soporta es la idea de que, dejando de teñirse, las canas saldrán bruscarnente a la luz, de una sola vez, como una irrupción brutal, en lugar del lento avance natural que por vanidad loca decidió un día interrumpir. Son las pequeñas miserias del espíritu que el cuerpo tiene que pagar, él que no tiene culpas.

En el despacho, sólo para ver de qué se trata el nuevo trabajo, Raimundo Silva examina el original que Costa le dejó, ojalá no me salga una Historia de Portugal completa, que no faltarían en ella otras tentaciones de Sí y de No, o aquella, quizá más seductoramente especulativa, de un infinito Tal vez que no dejara piedra sobre piedra ni hecho sobre hecho. Por fin, es sólo una novela entre novelas, no tiene que preocuparse más con introducir en ella lo que en ella ya se encuentra, porque libros de éstos, las ficciones que cuentan, se hacen, todos y todas, con una continuada duda, con un afirmar reticente, sobre todo la inquietud de saber que nada es verdad y es necesario fingir que lo es, al menos por un tiempo, hasta que no pueda resistirse a la evidencia indudable del cambio, entonces se va uno al tiempo que pasó, que sólo él es verdaderamente tiempo, e intenta reconstruir el momento que no supimos reconocer, que pasaba mientras reconstruíamos otro, y así sucesivamente, momento tras momento, toda novela es eso, desesperación, intento frustrado de que el pasado no sea cosa definitivamente perdida. Lo que no se ha acabado aún de averiguar es si es la novela la que impide al hombre olvidarse, o si es la imposibilidad del olvido lo que lleva a escribir novelas.

Tiene Raimundo Silva el hábito higiénico de concederse a sí mismo un día de libertad cuando termina la corrección de un libro. Es como un desahogo, dice él, una purga, y así baja de su casa al mundo, pasea por esas calles, se demora en exposiciones, se sienta en un banco del jardín, se distrae dos horas en el cine, entra en un museo para rever un cuadro súbitamente urgente, en fin, hace la vida de quien vino de visita y tan pronto no va a volver. No siempre, pese a todo, cumple el programa entero. No es raro que regrese a casa cuando aún la tarde está mediada, ni cansado ni aburrido, sólo porque lo llamó la voz interior con la que ni vale la pena discutir, tiene ya un libro a la espera, otro, que la editorial, por lo mucho que lo considera y estima, nunca le dejó hasta ahora sin trabajo. Pese a llevar tantos años de esta monótona vida, aún siente la curiosidad de saber qué palabras lo estarán aguardando, qué conflicto, qué tesis, qué opinión, qué simple enredo, aconteció eso mismo con la Historia del Cerco de Lisboa, no sería de extrañar que desde los tiempos de la escuela nunca el azar o la propia voluntad le hubieran hecho interesarse por tan remotos episodios.

Esta vez, sin embargo, Raimundo Silva prevé que regresará tarde a casa, es probable incluso que vaya a una sesión de medianoche, y no necesitamos ser excesivamente perspicaces para percibir que su deseo es estar fuera del alcance inmediato de Costa si llega a descubrirse el fraude del que, al mismo tiempo, es autor y cómplice, porque siendo autor erró y siendo corrector no corrigió. Por otra parte, son casi las diez, en la imprenta deben de estar montando ya las primeras ramas, el impresor, con los gestos pausados y minuciosos que distinguen al especialista, procederá a los ajustes, y de aquí a poco empezarán a salir velozmente las hojas de papel que van a contar la falsa Historia del Cerco de Lisboa, y también de aquí a pocos minutos podrá sonar el teléfono, raro es que no haya sonado ya, y se oirá del otro lado a Costa gritando, Un error que no tiene explicación, señor Silva, menos mal que me he dado cuenta a tiempo, venga inmediatamente, tome un taxi, esto es asunto de su responsabilidad, no, no es cuestión que pueda tratarse por teléfono, exijo su presencia, con testigos, a Costa, del nerviosismo, le falla la voz, y Raimundo Silva, tan nervioso como él, o más, empujado por las imaginaciones, empieza a vestirse precipitadamente, se acerca a la ventana para ver cómo está el tiempo, frío pero descubierto. En la otra orilla, las altas chimeneas lanzan al aire rollos de humo que primero suben verticalmente, hasta que el viento quiebra su impulso y los abate en una lenta nube que va hacia el sur. Raimundo Silva baja los ojos hacia los tejados que cubren el antiguo suelo de Lisboa. Tiene las manos apoyadas en la barandilla del mirador, siente el hierro frío y áspero, ahora está tranquilo, apenas mira, no piensa, y es en este instante cuando acude a su espíritu vacío una idea para ocupar este su día libre, algo que nunca ha hecho en su vida, no tienen razón quienes se quejan de su brevedad si no la aprovechan como les ha sido dada.

Dejó el mirador, fue al despacho, buscó entre los papeles de un armario las primeras pruebas del Cerco, aún en su poder, como las segundas y las terceras, no el original, ése se queda en la editorial después de terminada la primera revisión, lo metió todo en una bolsa de papel, y es ahora cuando suena el teléfono. Raimundo Silva dio un respingo, la mano izquierda, guiada por el hábito, incluso se acercó, pero se paró a medio camino y se recogió, ese objeto negro es una bomba de relojería que va a estallar, una serpiente de cascabel vibrante dispuesta a atacar. Lentamente, como si temiera que los pasos pudiesen ser oídos desde donde le llaman, el corrector se aleja, murmura, Es Costa, pero está equivocado, y nunca sabrá quién le quiso hablar a esa hora de la mañana, quién y para qué, Costa no le dirá, dentro de unos días, Llamé a su casa, pero no atendió nadie el teléfono, y tampoco otra persona, pero quién, repetirá la declaración, Qué pena, tenía una buena noticia que darte, el teléfono sonó, sonó, y nada. El teléfono suena, suena, pero Raimundo Silva no responderá, ya está en el pasillo, dispuesto a salir, probablemente, después de tantas dudas y aflicciones, fue alguien que se equivocó de número, ocurre a veces, pero esto mismo no lo llegaremos a saber, es sólo un suponer, aunque apetece aprovechar la hipótesis, esa que dejaría más sosegado al corrector, lo que, por otra parte, bien vistas las cosas, no pasa de irreflexiva manera de decir, considerando que tal tranquilidad, en las presentes circunstancias, sería parecida, en todo, al precario alivio de un mero aplazamiento, aparta de mí este cáliz, dijo el otro, y no le serviría de nada, que de nuevo volverían a imponérselo.

Mientras baja la escalera, estrecha y empinada, Raimundo Silva va pensando que aún estaría a tiempo de evitar la mala hora que le espera cuando su temeraria acción sea descubierta, basta tomar un taxi y correr a la imprenta, donde Costa seguramente está, feliz por haber demostrado una vez más la eficacia que es su principal característica, Costa, que es Producción, adora ir a la imprenta a dar, por así decirlo, la voz de marcha, y va precisamente a darla cuando de pronto aparece en la puerta Raimundo Silva gritando, Alto, paren, parece el caso novelesco del emisario jadeante que trae al condenado a muerte, en el último segundo, el perdón real, qué alivio, cierto es que también éste precario, pero es abisal la diferencia entre saber que un día moriremos y tener ya ante los ojos el fin de todo, el pelotón apuntando armas, mejor que nadie lo dirá quien, habiendo escapado antes milagrosamente, esté ahora, sin remedio, en el trance definitivo, se libró de la primera vez Dostoievski, pero no de la segunda. A la luz clara y fría de la calle, Raimundo Silva parece ponderar aún lo que finalmente va a hacer, pero la ponderación es fingimiento, apariencia sólo, el corrector representa para sí mismo un debate cuya conclusión es conocida de antemano, aquí tuvo voz la acostumbrada frase de los jugadores de ajedrez intransigentes, pieza tocada, pieza jugada, mi querido Alekhine, lo que escribí, escrito está. Raimundo Silva respira hondo, mira las dos filas de edificios a izquierda y derecha, con un séntimiento extraño de posesión que abarca al propio suelo que pisa, él que no tiene bienes bajo el sol ni esperanzas de lograrlos, perdida que fue, en la lejanía del tiempo, la ilusión prebendaria representada por la madrina Bienvenida, que en gloria esté, si la están confortando las oraciones de los herederos legítimos y agraciados, ni más ni menos egoístas de lo que manda su general naturaleza, igual en todas partes. Pero verdad es que el corrector, que en este barrio junto al castillo vive hace, de tan largos, ya no contados años, no precisando de él más referencia que la suficiente para no perder el tino de la casa, experimenta ahora, a la par del mencionado gozo de novel propietario, una libre, una desahogada sensación de placer que quién sabe si se prolongará más allá de la próxima esquina, cuando dé la vuelta hacia la Rua Bartolomeu de Gusmão, en la zona de la sombra. Mientras camina, se pregunta a sí mismo de dónde le vendrá semejante seguridad, si tan bien sabe que lo sigue la famosa espada de Damocles, en forma de carta de despido, por causa más que justa, incompetencia, fraude deliberado, premeditación maliciosa, incitación a la perversión. Pregunta, e imagina recibir la respuesta de la propia falta que cometió, no de la falta en sí, sino de sus consecuencias obvias, esto es, Raimundo Silva, que justamente se encuentra en los lugares de la antigua ciudad mora, tiene, de esta coincidencia histórica y topográfica, una consciencia múltiple, caleidoscópica, sin duda gracias a la decisión que formalmente tomó de que los cruzados decidieran no auxiliar a los portugueses y, en consecuencia, que se las arreglen éstos como puedan, con sus parcas fuerzas nacionales, si nacionales podemos llamarlas ya, siendo cierto que hace siete años, pese a la ayuda de otra cruzada semejante, se dieron de narices contra las murallas, o ni siquiera intentaron aproximarse a ellas, quedándose todo en correrías, devastación de huertos y cercados y otros atropellos contra la propiedad privada. Ahora bien, estas consideraciones minuciosas tienen por único fin poner en claro, aunque mucho cueste admitirlo a la luz de la cruda realidad, que, para Raimundo Silva, y hasta nueva orden o hasta que Dios Nuestro Señor de otra manera lo disponga, Lisboa sigue siendo de moros, puesto que, sopórtese pacientemente la repetición, no han pasado aún veinticuatro horas sobre el fatal minuto en que los cruzados manifestaron su afrentosa negativa, y en tan escaso tiempo no podrían los portugueses resolver, por sí solos, las complejas cuestiones tácticas y estratégicas de cerco, asedio, batalla y asalto, esperemos que por decreciente orden de duración, cuando llegue el momento.

Evidentemente, la confitería A Graciosa, donde el corrector ahora está entrando, no se encontraba aquí en el año mil ciento cuarenta y siete en que estamos, bajo este cielo de junio, magnífico y cálido pese a la brisa fresca que viene del lado del mar por la boca de la barra. Una confitería es, desde siempre, buen lugar para saber las novedades, en general la gente no lleva mucha prisa, y siendo éste un barrio popular, donde todos se conocen y donde la familiaridad de lo cotidiano ya redujo al mínimo las ceremonias previas a la comunicación, salvo, claro está, algunas fórmulas sencillas, Buenos días, Cómo le va, Todo bien, que se dicen sin prestar gran atención al significado real de las preguntas y respuestas, es natural que en seguida se pase a las preocupaciones del día, que son varias y todas graves. La ciudad está convertida en un coro de lamentaciones, con toda esa gente que va entrando de huida, acosada por las tropas de Ibn Arrinque, el Gallego, a quien Alá fulmine y condene al infierno profundo, y vienen en lastimoso estado los infelices, chorreando sangre las heridas, llorando y gritando, no pocos con muñones en vez de manos, o cruelmente desorejados, o sin nariz, es el aviso que manda el rey portugués, y parece, dice el dueño de la confitería, que vienen cruzados por mar, malditos sean, corre que serán unos doscientos navíos, esta vez las cosas se ponen feas, no hay duda, Ay, pobrecillos, dice una mujer gorda, limpiándose una lágrima, que ahora mismo vengo de la Porta de Ferro, y es una ostentación de miserias y desgracias que ya no saben los médicos adónde acudir, vi personas con la cara convertida en un cuajarón de sangre, un pobre con los ojos vaciados, horror, horror, que caiga la espada del Profeta sobre los asesinos, Caerá, dijo un joven que, apoyado en la barra, bebía un vaso de leche, caerá si es nuestra mano quien la empuña, No nos rendiremos, dijo el dueño de la confitería, hace siete años vinieron también portugueses y cruzados y se llevaron que contar, Pues sí, volvió el joven, después de limpiarse la boca con el dorso de la mano, pero Alá no suele ayudar a quien a sí mismo no se ayuda, y esos cinco barcos de cruzados que llevan ahí en el río seis días fondeados, me pregunto por qué no los atacamos y echamos al fondo, Qué justa obra sería ésa, dijo la gorda, en pago de las miserias de los nuestros, En pago, no, dijo el dueño de la confitería, que las cuentas de nuestras venganzas nunca fueron menos que cien por uno, Pero mis ojos son como palomas muertas que no volverán a los nidos, dijo el almuédano.

Raimundo Silva entró, dio los buenos días sin reparar en quién estaba, y eligió una mesa detrás del escaparate donde se exhibían las seducciones de la dulcería habitual, los pasteles de nata, las palmeras, las cornucopias, los madalenas, los pastelillos de arroz, los jesuitas, e, inevitables, los cruasanes, con la forma que les dio el nombre en francés, creciente, luego convertido en decreciente a la primera dentellada, menguante pues, hasta no quedar en el plato más que migajas, ínfimos cuerpos celestes que el gigantesco dedo de Alá, humedecido, va llevándose a la boca, después no quedará más que el terrible vacío cósmico, si son compatibles el ser y la nada. El empleado, que dueño no es, interrumpe la limpieza de unos vasos, y trae el café que el corrector pidió, lo conoce pese a no ser parroquiano de todos los días, sólo de vez en cuando, y siempre da idea de venir aquí para rellenar un intervalo ocasional, ahora parece haberse sentado con más descanso, abre una bolsa de papel de donde saca un grueso mazo de hojas sueltas, el empleado busca espacio para posar la tacita y el vaso de agua, pone el terrón de azúcar en el platillo, y antes de retirarse repite el comentario que hizo a lo largo de la mañana, habla del frío que hace, Afortunadamente hoy no hay niebla, el corrector sonríe como si hubiera acabado de recibir una noticia agradable, Es verdad, afortunadamente no hay niebla, pero una mujer gorda, en la mesa de al lado, que acompaña con una leche manchada su bollo de hojaldre, informa que, según el boletín meteorológico, ella pronuncia, viciosamente, Metrológico, es probable que vuelva a aparecer la niebla al caer la tarde, quién lo diría, estando ahora el cielo tan claro, el sol reluciente, observación poetizante que ella no hizo, pero que, por irresistible, aquí se recoge. El tiempo, como la fortuna, es inconstante, dijo el corrector, consciente de la estupidez de la frase. No respondió el empleado, la mujer no respondió, que ésa es la más prudente actitud ante sentencias definitivas, oír y callar, esperando que el mismo tiempo las haga caer en pedazos, no siendo infrecuente que las haga más definitivas aún, como las de griegos y latinos, al fin condenadas al olvido cuando el tiempo haya pasado del todo. El empleado volvió al lavado de vasos, la mujer a lo que queda del hojaldre, dentro de poco, disimuladamente, por ser acto de mala educación, aunque irresistible, catará con el índice mojado las migajas del pastel, pero no conseguirá recogerlas todas, una a una, porque los fragmentos del hojaldre, lo sabemos por experiencia, son como polvillo cósmico, incontables, gotículas de una neblina infinita y sin remisión. En esta confitería también estaría un joven si no hubiera muerto en la guerra, y en cuanto al almuédano no hay más que recordar que íbamos empezando a saber cómo terminó, de misericordioso susto, cuando sobre él venía el cruzado Osberno, pero no el tal, de espada en alto, chorreando sangre fresca, que Alá se apiade de sus y a pesar de ello desgraciadas creaturas. Mientras tomaba el café, Raimundo Silva buscaba las pruebas de la Historia del Cerco de Lisboa que le interesaban, no el discurso del rey, no los episodios de la lucha, perdió todo el interés sobre la cuestión de las hondas baleares o baleáricas, y tampoco quiere ahora saber de rendición y saqueo. Ha encontrado ya lo que buscaba, cuatro páginas que separa del conjunto y relee atentamente, pasando sobre las referencias más importantes un trazador fluorescente, amarillo. La mujer gorda mira con desconfiado respeto la operación incomprensible, y luego, sin que nada lo hiciera prever, mucho menos por una relación directa de causa y efecto entre un acto ajeno y un pensamiento propio, reúne precipitadamente las migajas en un mantoncito y, con las pulpas de los dedos juntas, las recoge, las aprieta y se las lleva a la boca, aspirándolas con voluptuosidad. Molesto por el ruido, Raimundo Silva miró de lado, como reprendiéndola, no hay duda, piensa él, que la tentación regresiva es una constante de la especie humana, si Don Afonso Henriques come a la manera mora con los dedos, qué se le va a hacer, costumbre es ésa de los tiempos, aunque ya empiecen a notarse por ahí algunas innovaciones, como esta de clavar el cuchillo en la tajada y llevársela así a la boca, ahora sólo falta que se le ocurra a alguien la obvia idea de abrir unos dientes en la hoja, y es que ya tarda la invención, bastaría con que los inventores distraídos reparasen en las horquillas de tosco palo con que los labradores juntan y recogen el trigo segado, y la cebada, y los levantan y suben a los carros, demasiado ha mostrado la experiencia que nadie irá lejos en arte y vida si por los usos de la corte se ha dejado deslumbrar. Pero esta mujer de la confitería es que no tiene disculpa, seguro que los padres, con mucho trabajo, le enseñaron a comportarse en la mesa, y ahí está, reincidente, acaso vendrá de los groseros tiempos de entonces, cuando moros y cristianos se igualaban en los modos, opinión, por otra parte, muy controvertida, porque no falta quien afirme e intente probar que la ventaja en civilización la llevaban los seguidores de Mahoma, y que a los otros, cafres rematados, regalados en su tozudez, apenas empezaba aún a brotarles el prurito de las buenas maneras, pero todo cambiará el día en que les entre en el alma la fiebre del culto a la Virgen Nuestra Señora, tan arrebatado que hará descuidar el de Su Divino Hijo, por no hablar ya del poco caso que, en el trato cotidiano, insulta al Padre Eterno. Y así se evidencia cómo, naturalmente, sin esfuerzo, por un suave deslizarse de asunto en asunto, se asciende del pastel de hojaldre, comido por una mujer en A Graciosa, a Aquel que comer no precisa, pero que, irónicamente, puso en nosotros mil deseos y necesidades.

Raimundo Silva hace volver a la bolsa de papel las pruebas de la Historia del Cerco de Lisboa, con excepción de las cuatro elegidas páginas, que dobla y cuidadosamente guarda en el bolsillo inferior de la chaqueta, y va a la barra, donde el empleado sirve un vaso de leche y un bollo a un joven con cara de quien anda buscando empleo y la expresión concentrada de quien prevé que en ese día no va a tener más abundante refección. El corrector es un observador bastante competente y sensible para, de una simple mirada rápida, recoger información tan completa, podemos incluso admitir la hipótesis de que algún día habrá encontrado en el espejo de su casa unos ojos así, los suyos, no sería preciso decirlo, y no vale la pena preguntárselo, que, de él, lo que más nos interesa es el presente, y, si del pasado un recuerdo, mucho menos el suyo que, del pasado general, la parte modificada por la palabra impertinente. Ahora nos falta ver adónde nos llevará ella, sin duda, en primer lugar, a Raimundo Silva, pues la palabra, cualquiera, tiene esa facilidad o virtud de conducir siempre a quien la dijo, y luego, tal vez, tal vez, a nosotros, que estamos yendo tras ella, como perdigueros olfateando, consideraciones éstas evidentemente prematuras, si el cerco aún ni siquiera ha empezado, los moros que entran en la confitería entonan a coro, Venceremos, venceremos, con las armas que tenemos en la mano, puede ser, pero para tanto es preciso que Mahoma ayude lo mejor que sepa, pues armas no las vemos, y el arsenal, si la voz del pueblo es realmente la voz de Alá, no está numéricamente provisto en proporción a sus necesidades. Raimundo Silva le dice al empleado, Guárdeme hasta luego este paquete, vendré a buscarlo antes de cerrar, se entiende que se refiere a la confitería, y el empleado mete la bolsa de papel entre dos tarros de caramelos, a su espalda, Aquí no lo toca nadie, dice, no se le ocurrió la idea de preguntar por qué no deja Raimundo Silva la bolsa en casa, viviendo como vive cerca de allí, en la Rua do Milagre de Santo António, a la vuelta de la esquina, ahora bien, los camareros, en contra de lo que es general opinión, son personas discretas, oyen con santa paciencia los rumores que van corriendo, un día y otro, toda la vida, y empiezan ya a cansarse de la monotonía, verdad es que por un deber de cortesía profesional y para que no se moleste el parroquiano que es su razón de vivir, dan muestras de gran interés y atención, pero, en el fondo, están siempre pensando en otra cosa, a éste, por ejemplo, qué le podría importar la respuesta del corrector si se la diera, Tengo miedo de que suene el teléfono. El joven acabó de comer su bollo, ahora se enjuaga la boca disimuladamente con la leche para soltar los residuos que quedaron agarrados a dientes y encías, en el provecho está la ganancia, enseñaban nuestros padres, pero a ellos no los enriqueció tan extremada sabiduría, y, por lo que sabemos, tampoco fue ése el origen de los llorados bienes de la madrina Bienvenida, Dios la perdone, si puede.

Hace bien el empleado de la confitería en no dar oídos a lo que se dice. Por demás es sabido que, en caso de tensión internacional grave, la primera actividad industrial que da señal inmediata de inestabilidad y quiebra es el turismo. Ahora bien, si la situación, aquí, en esta ciudad de Lisboa, fuese efectivamente de inminencia de cerco y asalto, no estarían llegando estos turistas, son los primeros de la mañana, en dos autobuses, uno de japoneses, gafas y cámaras fotográficas, otro de americanos con sudaderas y bermudas. Se reúnen detrás de los intérpretes, y lado a lado, en dos columnas separadas, se lanzan a la subida, van a entrar por la Rua do Chão da Feira, por la puerta donde está la hornacina de San Jorge, admirarán al santo y al pavoroso dragón, ridículo de tamaño, éste, a ojo de japoneses habituados a más prodigiosas bestias de la especie. En cuanto a los americanos, será notoria la humillación de reconocer cuán pobre figura hace un vaquero del Oeste laceando un becerro recién destetado, en comparación con el caballero de armas de plata, invencible en todos los combates, aunque se empiece a sospechar que desistió de nuevas luchas y vive de la buena fama que en el pasado alcanzó. Ya han entrado los turistas, la calle se ha quedado súbitamente quieta, apetecería incluso escribir que en estado de modorra, si la palabra, que irresistiblemente insinúa en el espíritu y en el cuerpo las lasitudesde un ardiente estío, no resultase incongruente en la fría mañana de hoy, aunque en sosiego el lugar y yendo tan pacíficas las personas. Desde aquí se alcanza a ver el río, por encima de los merlones de la catedral que parecen de juguete sobre los campanarios que el desnivel del terreno hace invisibles, y, pese a la gran distancia, se percibe la serenidad que hay en él, se adivina incluso el vuelo de las gaviotas sobre el reluciente caminar de las aguas. Si fuese verdad que hay cinco barcos de cruzados más allá, sin duda habrían empezado a bombardear la ciudad inerme, pero tal cosa no podrá acontecer, que bien sabemos nosotros que de ese lado no vendrá peligro a los moros, una vez que fue dicho, y del dicho se hizo escrito para valer y dar fe, que no van los portugueses, en este caso, a contar con la ayuda de quien sólo aquí fondeó para hacer aguada y descansar de los trabajos de la navegación y de la aflicción de las tormentas, antes de seguir viaje para arrancar de manos de los infieles, no una vulgar ciudad, como ésta, sino el suelo precioso que sintió el peso de Dios y que de sus pies aún guarda, en algún sitio por donde nadie volvió a pasar y que la lluvia y el viento dejaron intacto, las propias divinas huellas, descalzas.

Raimundo Silva dobló la esquina hacia la Rua do Milagre de Santo António, y al pasar ante su casa, tal vez porque medio conscientemente aguzara el oído a los sonidos que le rodeaban, creyó percibir, por un instante, el timbre de un teléfono, Será el mío, pensó, pero el sonido había llegado de muy cerca, podría haber sido en la barbería del otro lado de la calle, y es en ese preciso segundo cuando se le ocurre otra posibilidad, qué imprudencia la suya, ha sido una estupidez rematada pensar que Costa empezaría precisamente por usar el teléfono, Quién sabe si no vendrá ya por ahí, y la imaginación, condescendiente, representó el cuadro de inmediato, Costa en el automóvil, subiendo furiosamente la Rua do Limoeiro, flotando aún en el aire el rechinar de los neumáticos en la curva de la catedral, si Raimundo Silva no se pone a salvo de inmediato, ahí aparece Costa con el motor rugiendo, frenando a fondo al llegar a la puerta y diciendo, sofocado, Suba, suba, que tenemos mucho de que hablar, no, aquí no quiero hablar, pese a todo, Costa es una persona educada, incapaz de montar una escena en la calle. El corrector no espera más, baja precipitadamente las Escadinhas de San Crispim y no se detiene hasta después de la curva, oculto al ansioso oteo de Costa. Se sienta en un escalón para recuperarse del susto, ahuyenta a un perro que se aproxima tendiendo el hocico, bebiéndole los aires, y saca del bolsillo los papeles que había separado del mazo de pruebas, los desdobla, los alisa sobre las rodillas.

Su idea, nacida cuando desde el mirador oteaba los tejados descendiendo como escalones hasta el río, es acompañar el trazado de la muralla mora, siguiendo las informaciones del historiador, pocas, dubitables, como tiene la honradez de reconocer. Pero aquí, ante los ojos de Raimundo Silva, está precisamente un trozo, si no de la propia e incorruptible muralla, por lo menos un muro que ocupa el exacto lugar del otro, descendiendo a lo largo de las escaleras, por debajo de una hilera de ventanas anchas sobre las que se alzan altos aleros. Raimundo Silva está en el lado de fuera de la ciudad, pertenece al ejército sitiador, no faltaría más que se abriera ahora uno de aquellos ventanales y apareciera una mocita mora cantando, Ésta es Lisboa preciada, Resguardada, Aquí tendrá perdición, El cristiano, y tras cantar, cerró de un portazo la ventana en señal de desprecio, pero si los ojos del corrector no le engañan, el visillo de muselina fue apartado sutilmente, y bastó este gesto simple para que se quebrara la amenaza que había en las palabras, a condición de que las tomásemos al pie de la letra, porque bien podría ser que Lisboa, al contrario de lo que parecía, no fuera ciudad, sino mujer, y la perdición sólo amorosa, si el restrictivo adverbio tiene cabida aquí, si no es ésa la única y feliz perdición. El perro se acercó otra vez, ahora Raimundo Silva lo miró aprensivo, no sea que esté rabioso, un día leyó, no recuerda dónde, que una de las señales del terrible mal es la cola caída, y este rabo no muestra gran vigor, pero será por culpa del hambre que bien se le marcan las costillas al animal, y es señal también, pero ésta decisiva, la siniestra baba cayéndole de fauces y colmillos, aunque, el chucho aquí presente, si deja caer la baba, será por estímulo de un olor a comida en el fuego aquí en las Escadinhas de San Crispim. El perro, tranquilicémonos, no está rabioso, si fuera en el tiempo de los moros, quizá, pero ahora, en una ciudad como ésta, moderna, higiénica, organizada, hasta esta misma muestra de perro vagabundo resulta extraña, probablemente se ha salvado de la red por frecuentar este camino desviado y pino, que requiere pierna ágil y huelgos de muchacho, bondades que no confluyen inevitablemente en los perreros.

Raimundo Silva va consultando los papeles, siguiendo mentalmente el itinerario, y mira a hurtadillas al perro, y recuerda entonces la descripción que el historiador hizo de los horrores del hambre de los sitiados al cabo de los meses, no quedó vivo ni can ni gato, hasta las ratas se comieron, pero en fin, siendo así, tenía razón quien dijo que un perro ladró en aquella serena madrugada en que el almuédano subió al alminar para llamar a los creyentes a la oración de la mañana, errado estaría, sí, quien argumentase que, por ser el perro impuro animal, no lo tolerarían a su vista los moros, aunque debamos admitir que lo excluyeran de las casas, de las caricias y de la escudilla, pero nunca del vasto Islam, porque, en verdad, si somos tan capaces de vivir la vida en paz con nuestras propias impurezas, por qué habríamos de rechazar violentamente las impurezas ajenas, en este caso de naturaleza perruna, por tanto mucho más inocente que la otra, la de los humanos, que tan mal uso hacen del nombre del perro, a diestro y siniestro tirándoselo a la cara a los enemigos, de moros a cristianos, de cristianos a moros, y ambos a los judíos. Por no hablar sino de quienes mejor conocemos, los hidalgos portugueses que ahí vienen, todo en ellos son cuidados y recomendaciones para sus dogos, y alanos, hasta el punto de ser adictos a dormir con ellos, con tanto o mayor gusto que con las concubinas, y, ya ven, para el más cruel adversario no eligen peor palabra que llamarle, Perro, dicen, y parece no haber otra ofensa que más duela, salvo Hijo de Perra. Y todo esto se va pasando por arbitrario criterio de hombres, ellos son los que hacen las palabras, los animales, pobrecillos, son ajenos a esas gramáticas, asisten a la disputa, Perro, dice el moro, Perro tú, responde el cristiano, y empiezan a batirse con lanza, espada y daga, mientras los perros se dicen los unos a los otros, Somos nosotros los perros, y no les importa.

Sabiendo ya el camino que ha de tomar, Raimundo Silva se levanta, se sacude los pantalones y empieza a bajar las escaleras. El perro lo siguió, pero de lejos, como quien tiene una vieja experiencia de cantazos, y le basta, para llevarse un susto, el ver que el hombre se inclina y finge agarrar una piedra. En el fondo de las escaleras vaciló, parecía pensar, Sigo, no sigo, pero se decidió y se fue tras el corrector, que va bajando ya la Calzada do Correio Velho. Por esos sitios, o un poco más adentro, para obedecer al alineamiento del tramo de S. Crispim, bajaba la muralla, en línea recta, se supone, hasta la famosa Porta de Ferro, otros dicen do Ferro, de la que no quedó rastro ni resto que hoy se diga, tal vez si levantásemos este empedrado moderno de la Plaza de Santo António da Sé, y excavásemos hondo aparecieran algunos fundamentos de aquel tiempo, algunas escamas de herrumbre de las antiguas armas, un olor a tumba, y dos confundidos esqueletos, de guerreros, no de amantes, gritarán al mismo tiempo, Perro, y al mismo tiempo uno y otro se mataran. Suben y bajan automóviles, los tranvías rechinan en la curva de la Magdalena, son de la línea veintiocho, particularmente estimados por los directores de cine, y allá delante, virando frente a la catedral, va otro autocar repleto de turistas, deben de ser franceses que se creen que están en España. El perro tiene dudas sobre si atravesar o no, su mundo más allegado y conocido es el de las calles altas, y a pesar de ver que el hombre mira para atrás mientras desciende por la Rua da Padaria, a lo largo de lo que sería, hace siglos, el lienzo de muralla que iba hasta la Rua dos Bacalhoeiros, no se atreve a continuar, tal vez el miedo ahora se le vuelva insoportable por recuerdo de un susto antiguo, gato escaldado del agua fría huye, el perro también, vuelve a las Escadinhas de San Crispim, a la espera de quien aparezca.

El revisor anda revisando, entra por el Arco Escuro, para conocer la escalera que el historiador dice ser una de las que en aquel tiempo daban acceso al adarve de la muralla, o mejor, ésta está en el sitio donde se hallaría la otra de origen, los escalones de la de ahora sólo han sido desgastados por dos o tres generaciones cuanto más. Raimundo Silva observa con detenimiento las ventanas oscuras, las fachadas salitrosas y carcomidas, los registros de azulejos, este que lleva la fecha de mil setecientos sesenta y cuatro, con una Santa Ana enseñando a su hija María a leer, y, en medallones laterales, como acólitos, San Marcial, que protege de los incendios, y San Antonio, restaurador de botijas y supremo hallador de objetos desencaminados. Los azulejos, a falta de certificado auténtico, sirven de documento aproximado, si la fecha que llevan es, como todo permite creer, la del año en que la casa fue construida, pasados nueve del terremoto. El corrector valora su caudal de conocimientos y lo encuentra más rico, por eso, volviendo a la Rua dos Bacalhoeiros, mirará con desdén superior a los transeúntes ignorantes, ajenos a estas curiosidades de la ciudad y vida, sin competencia siquiera para relacionar dos fechas tan explícitas. No obstante, poco después, cuando esté ante el Arco das Portas do Mar, creyendo en su interior que el nombre merecería otra traducción arquitectónica, no un prosaico indicador de agentes de aduanas, en ese momento, pensando en los desencuentros entre palabras y sentido, se observó a sí mismo y de sí mismo hizo severo juicio, En definitiva, qué derecho tengo yo a juzgar a los otros, vivo en Lisboa desde que nací, y nunca se me había ocurrido venir a ver, con mis propios ojos, cosas que están en libros, cosas que algunas veces miré y volví a mirar, sin ver, casi tan ciego como el almuédano, y si no fuera por la amenaza de Costa, probablemente nunca se me habría ocurrido comprobar el trazado de la muralla, las puertas, que estas de aquí supongo que serán de la muralla fernandina, claro que cuando llegue al fin de mi paseo sabré más, pero también es cierto que sabré menos, precisamente por saber más, en otras palabras, a ver si me explico, la consciencia de saber más me conduce a la consciencia de saber poco, además me apetece preguntar, qué es saber, tenía razón el historiador, mi vocación sería de filósofo, de los buenos, de esos que cogen una calavera y se pasan la vida entera interrogándose sobre la importancia que un cráneo tiene en el universo y si hay razón para que el universo se preocupe de esa calavera o para que alguien se interrogue sobre universo y calavera, y ahora llegamos, esto dice el guía indispensable, señoras y señores, turistas, viajeros, o simples curiosos, al Arco da Conceição, donde se alzó el célebre surtidor de la Pereza, dulcísimas aguas que mataron la sed y el apetito de trabajar de mucha gente, hasta hoy.

Raimundo Silva no tiene prisa. Consulta gravemente el itinerario, para satisfacción suya va tomando minuciosas notas mentales, complementarias por así decirlo, que atestiguan su propia contemporaneidad, allá en la Calçada do Correio Velho una soturna agencia funeraria, una espuma blanca en el cielo azul, de reactor, como en el azul del mar la larga estela de un barco rápido, la Pensão Casa Oliveira Bons Quartos da Rua da Padaria, el Restaurante Come, Petisca, Paga, Vai Dar Meia Volta, justo al lado de las Portas do Mar, la Cervecería Arco da Conceiçao, la alta piedra de armas de los Mascarenhas en la esquina de una casa del Arco de Jesús, donde habría estado una puerta de la muralla mora, la pintada en la pared, protestando, el portal neoclásico del palacio de los condes de Coculim, que Mascarenhas eran, almacén de hierros, en eso acabaron las grandezas, un mundo de cosas fugaces, transitorias, que ciertamente todas lo son, sin excepción, pues ya el rastro del avión se disipó y del resto dará el tiempo cuenta a su tiempo, basta sólo la paciencia de esperar. El corrector entró en Alfama por el Arco de Chafariz d’El-Rey, comerá por ahí, en una casa de comidas de la Rua de S. João da Praça, cerca de la torre de S. Pedro, una comida popular portuguesa de jureles fritos y arroz con tomate, con ensalada, y mucha suerte, que le tocaron en el plato las tiernísimas hojas del cogollo de la lechuga, donde, verdad que no todos saben, se recoge el frescor incomparable de las mañanas, el rocío, el orvallo, que todo es lo mismo, pero se deja repetido por el simple gusto de escribir las palabras y decirlas de modo sabroso. A la puerta del restaurante estaba una muchachita gitana, de unos doce años, tendiendo la mano, a la espera, sin pronunciar palabra, sólo mirando fijamente al corrector, que, prendido en los pensamientos que le ocupan, no vio gitana, sino mora, en la hora de la primera necesidad, cuando aún había a quien pedir, y los perros, los gatos y los ratones creían tener vida asegurada hasta su muerte natural, por enfermedad o guerra de las especies, finalmente el progreso es una realidad, hoy nadie anda en Lisboa a la caza de animales de éstos para comer, Pero el cerco no ha acabado, avisan los ojos de la gitana.

Raimundo Silva recorrerá más lentamente lo que aún le falta inspeccionar, otro lienzo de la muralla en el Patio do Senhor da Murça, la Rua da Adiça, por donde la muralla subía, y la Norberto de Araújo, de bautismo reciente, en lo alto un poderoso lienzo de muro, carcomido en la base, éstas son piedras vivas verdaderamente, están aquí hace nueve o diez siglos, si no más, del tiempo de los bárbaros, y resisten, aguantan impávidas el campanario de la iglesia de Santa Lucia o de San Blas, lo mismo da, en este lugar se abrían, ladies and gentlemen, las antiguas Portas do Sol, vueltas hacia el naciente, primeras en recibir el rosado hálito del amanecer, ahora no queda más que la plaza que de ellas tomó nombre, pero no han cambiado los efectos especiales de la aurora, que un milenio, para el sol, es como un breve suspiro nuestro, sic transit, claro está. La muralla continuaba por estos lados, en ángulo obtuso, muy abierto, directa a la muralla de la alcazaba, quedando así rematado el cerco de la ciudad, desde el borde de las aguas, abajo, hasta los nudos de encuentro en el castillejo, cabeza alta y robustos encajes, brazos arqueados, dedos entrelazados, firmes, como de mujer sosteniendo el vientre grávido. El corrector, cansado, sube la Rua dos Cegos, entra en el patio de Don Fadrique, el tiempo se abre en dos ramas para no tocar esta aldea rupestre, está igual, por así decir, desde los godos, o los romanos, o los fenicios, después fue cuando vinieron los moros, los portugueses de raíz, sus hijos y sus nietos, estos que somos, el poder y la gloria, las decadencias, primera, segunda y tercera, cada una de ellas dividida en géneros y subgéneros. Por la noche, en este espacio entre casas bajas, se juntan los tres fantasmas, el de lo que fue, el de lo que estuvo a punto de ser, el de lo que podría haber sido, no hablan, se miran como se miran los ciegos, y callan.

Raimundo Silva se sienta en un banco de piedra, a la fría sombra de la tarde, consulta por última vez los papeles y comprueba que nada más hay por ver, al castillo lo conoce lo bastante como para no tener que volver hoy, aunque sea día de inventario. El cielo empieza a ponerse blanco, tal vez un aviso de la niebla prometida por la meteorología, la temperatura baja rápidamente. El corrector sale del patio a la Rua do Chão da Feira, enfrente está la Porta de S. Jorge, incluso desde aquí se puede ver que hay personas fotografiando al santo, todavía. A menos de cincuenta metros, aunque invisible desde aquí, está su casa, y, al pensarlo, se da cuenta, por primera vez con evidencia luminosa, de que vive en el lugar exacto donde antiguamente se abría la Porta da Alfofa, si de la parte de dentro o de la de fuera es cosa que hoy no se puede averiguar e impide que sepamos, desde ya, si Raimundo Silva es sitiado o sitiador, vencedor futuro o perdedor sin remedio.

No había, bajo la puerta, ningún furioso recado de Costa. Se hizo de noche y no sonó el teléfono. Raimundo Silva ocupó tranquilamente la velada buscando en las estanterías libros que le hablaran de la Lissibona mora. Ya tarde, fue hasta el mirador, a ver cómo estaba el tiempo. Niebla, pero no tan densa como la de ayer. Oyó ladrar a dos perros, y eso, inexplicablemente, lo serenó aún más. Con diferencia de siglos, los perros ladraban, el mundo era el mismo. Se acostó. De tan cansado de los ejercicios del día, durmió pesadamente, pero algunas veces despertó, siempre cuando soñaba y volvía a soñar con una muralla sin nada dentro y que era como un saco de boca estrecha ensanchando la panza hasta la margen del río, y alrededor colinas arboladas, bosques y valles, arroyos, algunas casas dispersas, huertos, olivares, un amplio estuario avanzando tierra adentro. Al fondo, se distinguían claramente las torres de Amoreiras.


Trece largos y arrastrados días fue cuanto tardó la editorial, o alguien por ella, en descubrir la fechoría, y esa eternidad la vivió Raimundo Silva como si tuviese en el cuerpo un veneno de acción lenta, aunque, en definitiva, tan conclusiva como la del tóxico más fulminante, símil perfecto de la muerte que cada uno de nosotros va preparando en vida y de la que la misma vida es capullo protector, útero propicio y caldo de cultivo. Cuatro veces fue a la editorial sin motivo real que lo llamase, porque su trabajo, como sabemos, es individual y doméstico, exento de la mayoría de las servidumbres que amarran a los empleados comunes, adscritos a tareas de administración, dirección literaria, producción, distribución y almacén, un mundo vigilado para quien el oficio de corrector pertenece al reino de la libertad. Le preguntaban qué quería, y él respondía, Nada, pasaba por aquí cerca, se me ocurrió entrar. Permanecía unos minutos, atento a las conversaciones, a las miradas, intentando atrapar el hilo de una sospecha, una sonrisa disimulada y provocadora, una frase cuyo oculto sentido se pudiera percibir. Evitaba a Costa, no por temer que de él le viniese cualquier daño particular, sino precisamente porque lo había engañado, asumiendo así Costa la figura de la inocencia ultrajada a la que no somos capaces de enfrentarnos porque la ofendimos y ella todavía no lo sabe. Se podría decir que Raimundo Silva va a la editorial como el criminal que vuelve al lugar del crimen, pero no sería exacto, Raimundo Silva es, sí, atraído por el lugar donde se descubrirá el delito y donde se reunirán los jueces para dictar la sentencia que lo condenará, prevaricador, desnudo, falso y sin defensa.

No tiene dudas el corrector sobre que está cometiendo un error estúpido, de que estas visitas van a ser recordadas, en su justo momento, como expresiones particularmente odiosas de una malicia perversa, Sabía usted el mal que había hecho, y a pesar de ello no tuvo la hombría, dirían la hombría, la franqueza, la honradez de confesar por su propio arbitrio, dirían arbitrio, se quedó esperando los acontecimientos, riéndose por dentro, perversamente, insisto en la palabra, burlándose de nosotros, y la vulgaridad de estas últimas palabras desentonará del discurso reprensivo y moralizador. Sería inútil explicarles que están equivocados, que Raimundo Silva sólo iba en busca de una tranquilidad, de un alivio, Aún no lo saben, suspiraba cada vez, pero alivio y tranquilidad duraban poco, era sólo entrar en casa e inmediatamente se sentía más cercado de lo que Lisboa estuvo alguna vez.

Como no era supersticioso, no contaba con que algo desagradable pudiera ocurrirle en el día decimotercero, Sólo a la gente dada a agüeros le suceden contratiempos o infelicidades en el día número trece, yo nunca me he orientado por comportamientos inferiores, ésa sería probablemente su respuesta si alguien le hubiera sugerido la hipótesis. Este escepticismo de principio explica que su primer sentimiento fuera de irritada sorpresa al oír, en el teléfono, la voz de la secretaria del director, Señor Silva, queda convocado a una reunión, hoy a las cuatro, lo dijo así, secamente, como si estuviera leyendo un aviso escrito, cautelosamente redactado para que no faltase en él ninguna palabra indispensable ni otra se entrometiera que pudiese disminuir el efecto de aflicción mental, de lógico desgarro, ahora que sorpresa e irritación no tienen ya sentido ante la evidencia de que el día decimotercero tampoco ahorra sinsabores a los espíritus fuertes, aparte de gobernar a los que no lo son. Colgó el teléfono muy lentamente y miró alrededor, con la impresión de ver que la casa oscilaba, Bueno, ya está, dijo. En momentos como éste, el estoico sonreiría, si es que esa especie clásica no se ha extinguido completamente para dejar espacio libre a las evoluciones del cínico moderno, a su vez de mínima semejanza con su antepasado filosófico y pedestre. Sea como fuere hay una pálida sonrisa en el rostro de Raimundo Silva, su aire de víctima resignada se tempera con una viril tristeza, es lo que más se encuentra en las novelas de personaje, leyendo se aprende mucho.

Se pregunta el corrector si está o no angustiado, y no encuentra en sí respuesta. Lo que sí le parece insoportable es tener que esperar hasta las cuatro para saber qué giro impondrá la editorial a su destino de corrector culpable, cómo va a castigar el insolente atentado contra la solidez de los hechos históricos, que, muy al contrario, debe ser permanentemente reforzada, defendida de accidentes, bajo pena de que perdamos el sentido de nuestra propia actualidad, con grave perturbación de las opiniones que nos guían y de las convicciones derivadas. Ahora que se ha descubierto el error, es inútil especular sobre las consecuencias que podría tener cara al futuro la presencia de aquel No en la Historia del Cerco de Lisboa, si el azar le hubiera permitido una más demorada incubación, página contra página, inadvertido a los ojos de los lectores, pero abriéndose camino invisiblemente, como esos insectos de la madera que dejan un cascarón vacío donde aún creíamos que había un pesado mueble. Empujó hacia un lado las pruebas que estaba corrigiendo, no las de la novela que Costa le había dejado en aquel célebre día, éste es un delgado libro de poemas, y, al posar la cabeza desvaída sobre sus manos, se acordó de una historia de la que no recordaba el título ni el autor, aunque le pareciera que era algo así como Tarzán y el Imperio Perdido, y donde había una ciudad de romanos antiguos y de cristianos primeros, todo escondido en una selva de África, bien cierto es que la imaginación de los autores no tiene límites, y éste, si todo lo demás concuerda, sólo puede ser Edgar Rice Burroughs. Había un circo y los cristianos eran lanzados a las fieras, es decir a los leones, encima con la facilidad de ser aquélla su tierra, y el novelista escribía, aunque sin aducir pruebas ni citar autoridades, que los más nerviosos de aquellos infelices no se quedaban esperando a que los leones les atacasen, sino que corrían, por así decirlo, al encuentro de la muerte, no para ser los primeros en entrar en el paraíso, sino porque, simplemente, no tenían fuerza de ánimo para evitar la espera de lo inevitable. Este recuerdo de lecturas de juventud hizo pensar a Raimundo Silva, por los conocidos caminos de la recurrencia de ideas, que estaría en su mano precipitar el paso de la historia, acelerar el tiempo, ir inmediatamente a la editorial, apoyándose en una explicación cualquiera, por ejemplo, A las cuatro tengo consulta con el médico, díganme qué es lo que quieren de mí, éste sería el tono con que hablaría a Costa, pero está claro que no fue para un encuentro con Producción para lo que llamó la secretaria del director, su caso iba a ser tratado en las más altas esferas, y esta certeza, absurdamente, lisonjeó su vanidad, Debo de estar loco, murmuró, repitiendo palabras de hacía trece días. Le gustaría encontrar, en esta confusión, un sentimiento que prevaleciera sobre los otros, de modo que pudiera responder, más tarde, si vinieran a preguntarle, Y cómo se sintió usted en tan terrible situación, Me sentí preocupado, o indiferente, o divertido, o angustiado, o temeroso, o avergonzado, realmente no sabe lo que siente, sólo desea que lleguen de prisa las cuatro, el encuentro fatal con el león que lo espera con la boca abierta mientras los romanos aplauden, son así los minutos, aunque en general se apartan para dejarnos pasar después de arañarnos la piel, pero siempre habrá uno para devorarnos. Todas las metáforas sobre el tiempo y la fatalidad son trágicas y al mismo tiempo inútiles, pensó Raimundo Silva, tal vez no precisamente con estas palabras, pero siendo el sentido lo que verdaderamente cuenta, así lo notó, contento de haberlo pensado. No obstante, apenas fue capaz de almorzar, tenía un nudo en la garganta, sensación conocida, un agarrotamiento en el estómago, cosa no vulgar y que expresa la gravedad de la situación. La asistenta, era su día, lo encontró raro, e incluso le preguntó, Está enfermo, palabras que contrariamente tuvieron un efecto estimulante, pues si sus modos lo estaban reduciendo tanto ante los ojos de un extraño hasta el punto de que ya lo veían como enfermo, entonces era tiempo de dominarse, de rechazar la miseria que lo derrotaba, por eso respondió, Me encuentro muy bien, y en ese momento fue verdad.

Faltaban cinco minutos para las cuatro cuando entró en la editorial. Encontró todo lo que antes había buscado, los murmullos, las miradas, las risitas, y también, en uno o dos rostros, una expresión perpleja, de quien no se satisface con una evidencia, teniendo que creer en ella. Lo hicieron pasar a la sala de espera de la dirección y allí lo dejaron más de un cuarto de hora, lo que sirve para demostrar la vanidad de temores que poco tienen de puntuales. Miró el reloj, era patente que el león se había retrasado, hoy en día resulta muy difícil conducir por la selva incluso habiendo calzadas romanas, pero, en este caso, lo más probable es que alguien haya pensado que es buena idea recurrir a tácticas psicológicas comprobadas, hacerlo esperar para desgastar sus nervios, ponerlo al borde de la crisis, sin defensa al primer ataque. Raimundo Silva considera que, aun así, teniendo en cuenta las circunstancias, está bastante tranquilo, como quien toda su vida no ha hecho más que poner mentiras en lugar de verdades sin importarle demasiado la diferencia y ha aprendido a elegir entre los argumentos en pro y en contra acumulados a lo largo de las edades por cuantas dialécticas y casuísticas florecieron en la cabeza del homo sapiens. En la puerta, bruscamente abierta, apareció, no la secretaria del director, el general, sino la del otro, el literario, Haga el favor acompañarme, dijo ella, y Raimundo Silva, pese a haberse dado cuenta de lo defectuoso de la sintaxis, comprobó que la imaginada calma no pasaba de apariencia, y tenue, porque le temblaban las rodillas al levantarse del sofá, la adrenalina le agitaba la sangre, y empezaron a sudarle súbitamente las manos y las axilas, y hasta un difuso cólico dio señal de querer extenderse a todo el aparato digestivo, Parezco un ternero camino del matarife, pensó, y felizmente fue capaz de despreciarse a sí mismo.

La secretaria le abrió paso, Entre, y cerró la puerta, Raimundo Silva dijo, Buenas tardes, dos de las personas que allí estaban respondieron, Buenas tardes, la tercera, el director literario, dijo sólo, Siéntese, señor Silva. El león también está sentado y mira, podemos suponer que se lame el hocico y muestra los colmillos mientras valora la consistencia y el sabor de las carnes de este pálido cristiano. Raimundo Silva cruza la pierna, la descruza inmediatamente, y en ese momento se da cuenta de que no conoce a una de las personas que allí están, sentada a la izquierda del director literario, una mujer. El de la derecha es el director de Producción, pero a la mujer nunca la ha visto en la editorial, Quién será. Disimuladamente, intenta observarla, pero el director literario ha tomado la palabra, Supongo que sabe ya por qué lo hemos hecho venir, Lo imagino, El director general hubiera querido tratar personalmente este asunto, pero un problema urgente, que ha surgido a última hora, le ha obligado a ausentarse. El director literario se calló, como si quisiera dar tiempo a Raimundo Silva para lamentar su poca suerte, haber perdido así la oportunidad de ser interrogado por el director general en persona, pero, ante el silencio del corrector, dejó que su voz manifestara por primera vez una irritación reprimida, aunque diluyéndola en un tono en cierto modo conciliador, Le agradezco, dijo, que haya admitido implícitamente sus responsabilidades, evitándonos una situación muy penosa, como sería, por ejemplo, una negativa o una tentativa de justificación de lo hecho. Raimundo Silva pensó que debían de estar ahora esperando a que diese una respuesta más completa que aquellas simples palabras, Lo imagino, pero antes de que pudiera hablar, fue el jefe de Producción quien intervino, Yo no lo entiendo, señor Silva, usted que trabaja desde hace tantos años para esta casa, un profesional competente, cometer un error de ésos, No ha sido un error, cortó el director literario, no vale la pena tender esa mano misericordiosa al señor Silva, sabemos tan bien como él que fue un hecho deliberado, no es así, señor Silva, Y qué es lo que le lleva a decir que fue un hecho deliberado, señor director, Espero que no se esté volviendo atrás sobre lo que creo que fue su primera intención cuando entró, No me estoy volviendo atrás, sólo pregunto. La irritación del director literario se hizo obvia, más aún por la ironía con que cargó las palabras dichas, Creo que no hace falta decirle que el derecho a hacer preguntas y exigir disculpas, aparte de otras medidas que debamos tomar, no le corresponde a usted, sino a nosotros, y especialmente a mí, que represento aquí al director general, Tiene toda la razón, señor director, y retiro la pregunta, No precisa retirar la pregunta, yo le respondo que sabemos que se trató de un hecho deliberado por la manera de escribir el No en la prueba, con letras cargadas, perfiladas, en contraste con su caligrafía corriente, más suelta, aunque clara. En este punto el director literario se calló, como si se estuviera dando cuenta de que estaba hablando de más y, en consecuencia, debilitara su postura de juez. Hubo un silencio, a Raimundo Silva le pareció que durante todo el tiempo aquella mujer no le había quitado los ojos de encima, Quién será, pero ella se mantenía callada como si nada del asunto le incumbiese. A su vez, el jefe de Producción, puntilloso por la interrupción de que había sido objeto, parecía haberse desinteresado de una discusión que, evidentemente, iba por mal camino, Este idiota no se da cuenta de que ésta no es manera de llevar el caso, se pone a hablar y hablar, le encanta oírse, y le da todos los triunfos a Silva, que debe de estar pasándolo divinamente, sólo hay que ver cómo administra los silencios, tendría que estar asustadísimo y es la calma personificada. El jefe de Producción se engaña sobre la calma de Raimundo Silva, sobre el resto tal vez no, pues es verdad que no conocemos lo bastante al director literario para tener opinión nuestra, fundada. Raimundo Silva realmente no está tranquilo, sólo lo parece, gracias a la desorientación que le causa el inesperado rumbo de un diálogo que había imaginado literalmente catastrófico, la acusación formal y solemne, sus balbuceos en defensa de lo que defendido no podía ser, la vejación, la ironía pesada,la diatriba, la amenaza, quizá el despido culminándolo todo o todo esto dispensado, Está despedido, y no cuente con que nosotros le demos cartas de recomendación. Ahora Raimundo Silva se da cuenta de que tiene que hablar, tanto más cuanto que el león ya no está directamente delante suyo, se ha retirado un poco hacia el lado y se rasca distraído la melena con una uña partida, tal vez acabe por no morir ningún cristiano en este circo, aunque no haya señales de Tarzán. Dice, dirigiéndose primero al jefe de Producción, después de soslayo a la mujer, que continúa callada, No negué que la palabra hubiera sido escrita por mí, nunca pensé en negarlo cuando se descubriera, pero lo importante no es haberla escrito, lo importante debería ser, pienso yo, descubrir por qué lo hice, Supongo que no me va a decir que no lo sabe, ironizó el director literario, volviendo a tomar la dirección del caso, Es verdad, no lo sé, Pues sí que estamos bien, comete usted un error adrede, causa a la editorial y al autor un perjuicio material y moral, no ha dicho aún ni una palabra de disculpa, y con el aire más inocente del mundo, pretende que creamos que una fuerza desconocida, un espíritu del más allá guió su mano mientras estaba en trance hipnótico. El director literario sonreía, satisfecho de la fluencia de la frase, pero intentando hacer de la sonrisa una expresión de aplastante ironía. No creo que estuviese en trance, respondió Raimundo Silva, recuerdo bien las circunstancias en que pasó todo, pero esto no significa que esté claro para mí el motivo por el que escribí ese error deliberado, Ah, confiesa que fue deliberado, Naturalmente, Ahora sólo tiene que confesar que no fue error, sino fraude, y que, conscientemente, quiso perjudicar a la editorial y ridiculizar al autor del libro, Admito que se trata de un fraude, en cuanto a lo demás, nunca fue ésa mi intención, Tal vez fuese una perturbación momentánea, sugirió el jefe de Producción con el tono de quien quiere prestar ayuda. Raimundo Silva esperó la reacción, sin duda brusca, del director literario, pero ésta no vino, y entonces comprendió que la frase estaba prevista, que no habría despido, que todo iba a quedarse en palabras, sí, no, quizá, y la sensación de alivio fue tan intensa que sintió reblandecérsele el cuerpo, un desahogo del espíritu, ahora sólo tenía que decir las palabras precisas, por ejemplo, Sí, una perturbación momentánea, pero no podemos olvidar que pasaron algunas horas hasta entregar las pruebas a Costa, y Raimundo Silva se felicitó por la manera hábil con que había introducido aquel podemos, colocándose él mismo del lado de los jueces, como si les dijera, No nos dejemos engañar. Dijo el director literario, Bien, el libro va a ser distribuido con una errata, es una errata ridícula, donde se lee no léase no no, donde se lee los cruzados no ayudaron léase los cruzados ayudaron, lo que se van a reír a costa nuestra, pero en fin afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, y el autor se mostró comprensivo, incluso tuve la impresión de que lo estima mucho, me habló de una conversación que sostuvieron tiempo atrás, Sí, hablamos del deleátur, De qué, preguntó la mujer, Del deleátur, no sabe qué es eso, preguntó Raimundo Silva, agresivamente, Lo sé, pero no había oído bien. La intervención de la mujer, que nadie parecía esperar, obligó a un desvío de la conversación, Esta señora, dijo el director literario, a partir de ahora se hace cargo de la responsabilidad de dirigir a todos los correctores que trabajan para la editorial, tanto en lo que se refiere a los plazos y ritmos de trabajo como a la exactitud de las revisiones, todo pasará por ella, pero volvamos al asunto, la editorial ha resuelto dejar liquidado este desagradable incidente, teniendo en cuenta los buenos y leales servicios prestados hasta hoy por el señor Silva, vamos a admitir que la causa de todo esto sería la fatiga, una obliteración ocasional de los sentidos, en fin, echemos tierra sobre el caso, esperando que no se repita, aparte de eso tendrá que escribir una carta a la editorial y otra al autor presentando disculpas, el autor dice que no es necesario, que hablará un día con usted sobre el incidente, pero nosotros pensamos que es un deber suyo, señor Silva, escribir esa carta, La escribiré, Muy bien, el director literario estaba ahora francamente aliviado, no hace falta decir que en estos próximos tiempos su trabajo va a ser objeto de nuestra particular atención, no porque pensemos que pueda volver a alterar adrede los textos, sino para evitar la eventualidad de que persistan en su espíritu impulsos irrefrenables que puedan manifestarse otra vez, y, en ese caso, no es preciso decirle que nos encontraría menos tolerantes. El director literario se calló a la espera de que el corrector hiciera una declaración sobre sus futuras intenciones, al menos las conscientes, ya que las otras, si las había, pertenecían a los planos de la inconsciencia, indescifrables. Raimundo Silva percibió lo que se esperaba de él, verdad es que las palabras necesitan palabras, por eso se dice Palabra quiere palabra, pero también es cierto que Cuando uno no quiere, dos no discuten, imaginemos que el Peregrino dejaba sin respuesta [*] la curiosidad fatal del Escudero Telmo, lo más probable sería que se arreglasen las cosas y no habría conflicto, drama, muerte, desgracia moral, o supongamos que un hombre le pregunta a una mujer, Me quieres, y ella se calla, mirándolo solamente, esfíngica y distante, negándose a decir el No que lo destrozará, o el Sí que los destrozaría, concluyamos, pues, que el mundo iría mucho mejor si cada uno se contentase con lo que va diciendo, sin esperar a que le respondiesen, y, aún más, sin pedirlo ni desearlo. Pero Raimundo Silva debe decir, Comprendo que la editorial tome precauciones, quién soy yo para descalificar lo que hagan, en fin, les pido disculpas, y prometo que, mientras esté en mis cabales, no volverá a ocurrir, en este punto hizo una pausa como si se preguntase a sí mismo si debería continuar, pero después pensó que ya todo estaba dicho, y se calló. El director literario dijo, Bien, y se disponía a añadir las esperadas palabras, Queda cerrado el caso, ahora vamos a trabajar, al tiempo que se levantaría y le tendería su mano abierta a Raimundo Silva en señal de paces, sonriendo, pero la mujer sentada a su izquierda interrumpió el movimiento y la generosidad, Si me permiten, lo que me sorprende es que el señor Silva, éste es su nombre según creo, no haya intentado siquiera explicarnos por qué cometió un abuso tan grave, alterando el sentido de una frase que, como corrector, tenía el deber imperativo de respetar y defender, que para eso están los correctores. El león reapareció súbitamente, rugiendo, muestra sus dientes aterradores, las garras intactas y afiladas, ahora nuestra única esperanza, perdidos en la arena, es que al fin aparezca Tarzán colgado de una liana y gritando, Ah-ah-ah-o-o, si la memoria no falla, y hasta puede ser que traiga a los elefantes para ayudarlo, por la buena memoria que tienen. Ante el ahora inopinado ataque, el director literario y el jefe de Producción volvieron a cargar la expresión, tal vez para no verse acusados de flaqueza por una frágil mujer consciente de sus obligaciones profesionales, pese a haber sido investida de ellas recientemente, y miraron al corrector con la dureza adecuada. No repararon en que precisamente no había dureza en el rostro de la mujer, sino más bien una leve sonrisa, como si, en el fondo, se estuviera divirtiendo con la situación. Raimundo Silva, desconcertado, la miró, es una mujer aún joven, de menos de cuarenta años, se ve que es alta, tiene la piel mate, el pelo castaño, si el corrector estuviera más cerca podría ver algunos hilos blancos, y la boca llena, carnosa, pero los labios no son gruesos, extraño caso, una señal de inquietud suena en alguna parte del cuerpo de Raimundo Silva, perturbación sería la palabra justa, ahora deberíamos elegir el adjetivo adecuado para acompañarla, por ejemplo, sexual, pero no lo haremos, Raimundo Silva no puede tardar tanto en responder, aunque sea común en situaciones de este tipo decir que el tiempo quedó suspenso, cosa que el tiempo nunca hizo desde que el mundo es mundo. Aún está la sonrisa en el rostro de la mujer, pero la brusquedad, la crispación de las palabras no puede ser ignorada, ni siquiera los directores fueron tan directos, Raimundo Silva vacila entre responder con agresividad igual o usar el tono conciliador que su dependencia de esta mujer permite aconsejar, claro está que ella tiene medios para amargarle la vida en el futuro, servirán todos los pretextos, puesto que, habiendo ponderado tan precisamente cuanto le permitió el poco tiempo disponible, y además teniendo también en cuenta el que consumió en observaciones fisionómicas, respondió al fin, A nadie le gustaría más que a mí hallar una explicación satisfactoria, pero, si no lo he conseguido hasta ahora, dudo que acabe consiguiéndolo, creo que se debe de haber trabado en mí una lucha entre el lado bueno, si realmente lo tengo, y el lado malo, que ése todos lo tenemos, entre un Dr. Jekill y un Mr. Hyde, si puedo permitirme referencias clásicas, o mejor dicho, y con palabras mías, entre la tentación mutante del mal y el espíritu conservador del bien, a veces me pregunto qué errores habría cometido Fernando Pessoa, de revisión y otros, con aquella confusión suya de los heterónimos, una batalla de todos los diablos, supongo. La mujer mantuvo la sonrisa a lo largo de todo el discurso, y sonriendo preguntó, Y usted, aparte de Jekill y de Hyde, es algo más, Hasta ahora he conseguido ser Raimundo Silva, Perfecto, vea entonces si permite aguantarse como tal, en interés de esta editorial y de la armonía de nuestras futuras relaciones, Profesionales, Espero que no se le pase por la cabeza que puedan ser otras, Me he limitado a completar su frase, deber del corrector es sugerir soluciones que eviten ambigüedades, tanto de estilo como de sentido, Supongo que sabe que el lugar ambiguo es la cabeza de quien oye o lee, Especialmente si el estímulo le viene de quien escribe o habla, O si pertenece al tipo de los que se autoestimulan, No creo que sea ése mi caso, No cree, Raramente hago afirmaciones perentorias, Fue perentorio al escribir su No en la Historia del Cerco de Lisboa, y sólo no logra serlo cuando se trata de justificar el fraude, o al menos explicarlo, porque justificación no puede haber, Estamos volviendo al principio, perdone, Le agradezco la observación, me ahorra el trabajo de decirle otra vez lo que pienso de su acción. Raimundo Silva abrió la boca para responder, pero en ese momento se dio cuenta de la expresión de pasmo de los directores y decidió callarse. Hubo un silencio, la mujer seguía sonriendo, pero, tal vez por llevar tanto tiempo haciéndolo, había en su rostro una especie de crispación, y Raimundo Silva de repente sintió que se estaba ahogando, que la atmósfera de aquel despacho le pesaba sobre los hombros, Detesto a esta individua, pensó, y deliberadamente miró a los directores como dando a entender que, a partir de ahí, sólo de ellos aceptaba preguntas y sólo a ellos consentiría en dar respuestas. Sabía que por ese lado la partida estaba ganada, los directores, ambos, se estaban levantando ya, uno de ellos dijo, Damos por cerrada la cuestión, vamos a trabajar, pero no le tendió la mano a Raimundo Silva, esta dudosa paz no merecía celebración, cuando el corrector salió el director literario dijo al de producción, Creo que tendríamos que haberlo echado, hubiera sido más sencillo, y fue la mujer quien argumentó, Habríamos perdido un buen corrector, Por lo que aquí ha pasado, va a llevarse mal con él, Quizá no.

A la salida, Raimundo Silva se encontró con Costa, que venía de la imprenta. Le dio las buenas tardes bruscamente, e iba a seguir pero Costa lo retuvo por el brazo, sin violencia, sólo tirando levemente de la manga de la gabardina, los ojos de Costa eran serios, casi piadosos, y las palabras fueron terribles, Por qué me ha hecho una cosa de éstas, señor Silva, preguntó, y Raimundo Silva se quedó sin saber qué responder, se limitó a negar infantilmente, Pero si yo no le hice nada. Costa movió la cabeza, retiró la mano, y siguió corredor adelante, le parecía imposible que aquel hombre no se diera cuenta de que lo había ofendido personalmente, que la verdadera cuestión estaba entre ellos dos, Costa y Raimundo Silva, el engañado y el engañador, para éstos no podía haber una errata salvadora in extremis. Al fondo del corredor, Costa se volvió hacia atrás y preguntó, Lo han despedido, No, no me han despedido, Menos mal, si lo hubieran despedido me quedaría más rebotado de lo que estoy ahora, en definitiva Costa es mí gran hombre, y sobrio en sus declaraciones, no dijo ni triste ni amargado por no parecer solemne, sino rebotado, que es palabra chulesca según los diccionarios, pero sin rival, digan lo que digan los puristas. Costa, definitivamente, está rebotado, ninguna otra palabra expresaría mejor su estado de espíritu, ni tampoco el de Raimundo Silva que, habiéndose preguntado por milésima vez, Cómo me siento yo mismo, puede responder, también definitivamente, Estoy rebotado.

Cuando llegó a casa, ya la asistenta se había ido, dejándole el recado, siempre igual, cuando él estaba ausente, Me he ido, todo está en orden, me llevo la ropa para acabar de plancharla, esta manifestación de celo significaba que aprovechó la oportunidad para salir antes de la hora, pero no lo confesaría nunca, y Raimundo Silva, que sobre el expediente no tenía dudas, aceptaba la explicación y callaba. Ciertas relaciones armoniosas se crean y duran gracias a un complejo sistema de pequeñas no-verdades, de renuncias, una especie de baile cómplice de gestos y posturas, todo resumible en el nunca bastante citado refrán, o sentencia, que mucho mejor le cae esta designación, Tú que sabes y yo que sé, cállate tú que yo me callaré. No es que haya misterios, secretos, esqueletos en armarios cerrados que debieran ser rebelados cuando se habla de la relación entre señor y sierva en esta casa donde vive Raimundo Silva y adonde de vez en cuando asiste, aunque trabajando, una mujer de quien tal vez nunca sea necesario conocer el nombre completo. Pero es sumamente interesante reconocer cómo la vida de estos dos seres es al mismo tiempo opaca y transparente, para Raimundo Silva no hay nadie que le sea más próximo, y aun así, hasta hoy no se ha interesado por saber qué vida es la de esta mujer cuando no le asiste, y en cuanto al nombre, basta que diga, señora María, y ella aparece por la puerta preguntando, Sí, don Raimundo, quiere algo. La señora María es baja, flaca, morena hasta parecer oscura, y tiene un pelo naturalmente rizado que es su vanidad, otra no podría tener, pues en cuestión de belleza ha nacido mal servida. Cuando dice o escribe, Todo está arreglado, abusa evidentemente de las palabras, pues su sentido del orden consiste en la aplicación de una regla de oro según la cual basta que todo parezca ordenado, o, por artes interpretativas, que no quede a la vista lo que ordenado no llegó a ser y en algunos casos nunca lo será. Se exceptúa, evidentemente, el despacho de Raimundo Silva, donde el desorden parece condición del propio trabajo, así lo entiende él, al contrario del estilo de otros correctores que son maniáticos de la alineación, de la precisión, de la armonía geométrica, con ésos mucho iba a sufrir la señora María, dirían Este papel no está como lo dejé, los papeles del escritorio de Raimundo Silva están siempre tal como él los dejó, por la simple razón de que la señora María no puede ni tocarlos, y así protestará, No es mía la culpa, cuando Raimundo Silva no encuentre libros o pruebas.

Arrugó el papel, desdeñando el recado, y lo tiró al cesto. Luego se quitó la gabardina, se cambió, se puso una camisa gruesa, unos pantalones que sólo este servicio tenían, un chaleco de punto, no es sólo por el frío que hace, es por el frío que siente, verdad es que Raimundo Silva tiene esto de ser friolero, tanto que sobre todo lo puesto se coloca la bata de cuadros escoceses, muy envuelto quedó, pero confortable, aparte de que no espera visitas. Durante el trayecto de la editorial hasta la casa consiguió no pensar, hay quien no lo logra, pero Raimundo Silva aprendió el arte de hacer fluctuar ideas vagas, como nubes que se mantienen separadas, y sabe incluso soplar a las que se acerquen demasiado, lo que es preciso es que no se junten unas a las otras creando una sola, o, lo que aún sería peor, si hay electricidad en la atmósfera mental, la consecuente tormenta de relámpagos y truenos. Por algunos momentos había dejado que el pensamiento se ocupara de la señora María, pero ahora el cerebro está otra vez vacío. Para mantenerlo así, abrió la puerta de la salita donde tenía la televisión y encendió el aparato. El aire, allí, estaba aún más frío. Sobre la ciudad, gracias al cielo limpio, todavía brillaba el sol, puesto ya sobre el lado del mar, cayendo, lanzando una luz suave, una caricia luminosa a la que al cabo de un momento responderían los cristales de la ladera, primero como antorchas vibrantes, palideciendo luego, reduciéndose a un pedacito de espejo trémulo, hasta apagarse todo y empezar el crepúsculo a tamizar su ceniza lenta entre las casas, ocultando los aleros, borrando los tejados, al tiempo que el ruido de la ciudad baja se debilita y retrocede ante el silencio que se derrama desde estas calles altas donde vive Raimundo Silva. La televisión no tiene sonido, es decir, se lo ha quitado Raimundo Silva, hay sólo imágenes luminosas que se mueven, en la pantalla y también sobre los muebles, las paredes y sobre el rostro de Raimundo Silva que mira sin ver y sin pensar. Hace casi una hora que están pasando los videoclips de Tottaly Live, los cantantes, si esta palabra tiene lugar aquí, y los bailarines se agitan, expresan todos los sentimientos y todas las sensaciones humanas, dudosas algunas, todo lo tienen en la cara, no se oye lo que dicen pero no importa, es increíble la movilidad que puede tener un rostro, son crispaciones, sesgos, distensiones, carátulas amenazadoras, un pequeño ser andrógino, postizo y obsceno, mujeres maduras con largas melenas, frescas muchachitas de muslos, nalgas y tetas generosas, otras delgadas como mimbres y diabólicamente eróticas, señores maduros que muestran algunas arrugas interesantes y seleccionadas, todo esto fabricado con luces relampagueantes, todo sofocado en silencio, como si Raimundo Silva hubiese puesto las manos sobre esas gargantas, asfixiándolas más allá de una cortina de agua, también ella silenciosa, es el triunfo universal de la sordera. Ahora aparece un hombre solo, debe de estar cantando, pese a que apenas se le mueven los labios, el dístico decía Leonard Cohen, y la imagen mira a Raimundo Silva insistentemente, los movimientos de la boca articulan una pregunta, Por qué no quieres oírme, hombre solitario, y seguramente añade, Óyeme ahora porque después será demasiado tarde, tras un video clip viene otro, no se repiten, esto no es un disco que puedas hacer girar mil y una veces, es posible que yo vuelva, pero no sé cuándo y tal vez tú ya no estés aquí en ese momento, aprovéchate, aprovéchate, aprovéchate. Raimundo Silva se inclinó hacia delante, abrió el sonido, el gesto de Leonard Cohen fue como de agradecimiento, ahora podía cantar, y cantó, dijo las cosas que dice quien ha vivido y se pregunta cuánto y para qué, quien amó y se pregunta a quién y por qué, y, habiendo hecho ya las preguntas todas, se encuentra sin respuesta, aunque sólo fuese una, es lo contrario de aquel que afirmó un día que las respuestas están todas ahí y que nosotros no tenemos más que aprender a hacer las preguntas. Cuando se calló Cohen, Raimundo Silva volvió a cortar el sonido, e inmediatamente apagó el aparato. La salita, interior, se convirtió de pronto en noche negra, y el corrector pudo llevarse las manos a los ojos sin que nadie lo viera.

Ahora preguntará quien tenga preocupaciones de lógica si es creíble que a lo largo de tanto tiempo no haya pensado Raimundo Silva aunque sólo sea una vez en la escena humillante de la editorial, o, si lo pensó, por qué no se hizo de ella la competente mención en nombre de la coherencia de un personaje y de la verosimilitud de las situaciones. Verdad es que Raimundo Silva pensó, y algunas veces, en el desagradable episodio, pero pensar no es lo mismo en todos los casos, y lo más que él se permitió fue recordar, como con otras palabras quedó explicado antes, cuando se habló de nubes en el cielo y de electricidad en el aire, sueltas unas y de voltaje mínimo la otra. La diferencia está entre un pensamiento activo que excava pozos y galerías a partir y alrededor de un hecho, y esa otra forma de pensamiento, si merece tal nombre, inerte, enajenado, que cuando mira no se detiene y sigue, apostado en la creencia de que lo que no es mencionado no existe, como el enfermo que se considera saludable porque aún no ha sido pronunciado el nombre de su enfermedad. Se engaña, sin embargo, quien imagine que estos sistemas defensivos duran siempre, ahí viene ya el momento en que la vaguedad del pensar se transforma en idea fija, en general basta que duela un poco más. Fue esto lo que le sucedió a Raimundo Silva cuando, al lavar la poca loza que había ensuciado para cenar, se le encendió en el espíritu la súbita evidencia de que la editorial, al fin, no había tardado trece días en descubrir el engaño, cosa que tanto absolvería la superstición vieja como impondría la necesidad de una nueva superstición, cargando de energía negativa otro día, hasta ahora inocente. Cuando lo llamaron a la editorial ya todo había sido descubierto y discutido, Qué vamos a hacer con ese tipo, preguntó el director general, y el director literario telefoneó al autor para comunicarle el absurdo suceso disculpándose mucho, Es que no se puede confiar en nadie, a lo que el autor respondió, por increíble que parezca, No es un caso de muerte, una fe de erratas resuelve la cuestión, y se reía, Hay que ver lo que se le ha ocurrido a ese hombre, y Costa tuvo una idea, Debía haber alguien que controlara a los correctores, Costa sabe dónde le duele, y la sugerencia pareció tan buena que el director de Producción la elevó, como si fuese suya, a consideración superior, y con tan general aprobación que antes del decimotercer día la persona había sido buscada, elegida e instalada, hasta el punto de asistir con pleno derecho y autoridad plena al juicio sumarísimo que vino a deliberar sobre las culpas, evidentes, probadas y finalmente confesadas, si bien, en lo que toca a confesión, hayan sido más de lo que es admisible las reticencias y las reservas mentales del culpado, actitud que acabó por irritar a la nueva empleada, no puede tener otra explicación el ataque violento desencadenado en el último asalto, Pero le respondí como merecía, murmuró Raimundo Silva mientras se secaba las manos y se bajaba las mangas que se había subido para el trabajo doméstico.

Sentado ahora a la mesa de su despacho, con las pruebas del libro de poesía ante él, sigue tras el pensamiento, aunque tal vez fuese más exacto decir que lo antecede, pues, sabiendo nosotros cuán rápido es el pensamiento, si nos contentamos con ir detrás de él, en poco tiempo le perdemos el rastro, estamos aún inventando la passarola * y ella ya ha llegado a las estrellas. Raimundo Silva intenta, pensando y repensando, percibir por qué desde las primeras palabras no pudo reprimir la agresividad, No sabe qué es el deleátur, le molesta sobre todo el recuerdo del tono con que lanzó la pregunta, provocador, grosero incluso, y después el duelo final, de enemigos, como si se estuviera dirimiendo una cuestión personal, un rencor viejo, cuando se sabe que nunca antes se encontraron estos dos, y, si sí, ni se fijaron el uno en el otro, Quién será, pensó entonces Raimundo Silva, y al pensarlo aflojó, sin darse cuenta, la rienda con que venía guiando el pensamiento, eso fue suficiente para que él se le adelantara y empezara a pensar por cuenta propia, es una mujer aún joven, menos de cuarenta años, no tan alta como primero le pareció, el tono de la piel mate, el pelo suelto, castaño, los ojos del mismo color, un poco menos oscuros, y la boca pequeña y llena, la boca pequeña y llena, la boca pequeña, la boca llena, llena. Raimundo Silva está mirando el estante que tiene enfrente, se encuentran allí reunidos todos los libros que revisó a lo largo de una vida de trabajo, no los ha contado pero forman una biblioteca, títulos, nombres, él es la novela, él es la poesía, él es el teatro, él son los oportunismos políticos y biográficos, él son las memorias, títulos, nombres, nombres, títulos, unos célebres hasta los días de hoy, otros que tuvieron su momento y para ellos se paró el reloj, algunos aún suspendidos del destino, Pero el destino que tenemos es el destino que somos, murmuró el corrector, respondiendo a lo que antes había pensado, Somos el destino que tenemos. De repente, sintió calor, pese a no tener enchufada la estufa eléctrica, se desató el cinturón de la bata, se levantó de la silla, estos movimientos parecían tener un objetivo y pese a todo, no puede haber otra explicación, apenas eran expresión de un inesperado bienestar, un vigor casi cómico, una tranquilidad de dios sin remordimientos. La casa se volvió de súbito pequeña, hasta la propia ventana abierta hacia las tres amplitudes, la de la ciudad, la del río, la del cielo, le pareció como un postigo ciego, y es verdad que no había niebla, e incluso la frialdad de la noche era temperante frescor. No fue en este momento, sino antes, cuando Raimundo Silva pensó, Cómo se llamará, a veces ocurre, tenemos un pensamiento pero no queremos reconocerlo, darle confianza, lo aislamos con pensamientos laterales como este de haber recordado al fin que ni una sola vez se había mencionado el nombre de la mujer, Esta señora, dijo el director literario, a partir de ahora se hace cargo de la responsabilidad, y, o por improbable falta de educación, o por efecto del nerviosismo propio y general, no hizo la presentación, Raimundo Silva, doña Fulana de Tal. Con estas reflexiones había ido atrasando Raimundo Silva la pregunta directa, Cómo se llamará, y ahora que la hizo no es capaz de pensar en otra cosa, como si, al cabo de todas estas horas, hubiera llegado finalmente a su destino, palabra que es utilizada aquí en el sentido vulgar, de final de viaje, sin derivaciones ontológicas o existenciales, sólo aquel decir de viajeros, He llegado, creyendo saber todo lo que les espera.

Ahora no se espere ni se exija explicación para lo que Raimundo Silva hizo. Volvió al despacho, abrió sobre la mesa el Vocabulario de José Pedro Machado, se sentó y, lentamente, empezó a recorrer desde la letra A las columnas de la sección onomástica, el primer nombre es el antropónimo Aala, pero fue omitido el género, masculino, femenino, no se sabe, éste fue un caso de revisión desatenta, o será nombre común de los dos, de todos modos una responsable de correctores no puede llamarse Aala. Raimundo Silva se quedó dormido en la letra M, con el dedo sobre el nombre de María, sin duda de mujer, pero asistenta, como sabemos, lo que no excluye la hipótesis de una coincidencia en un mundo donde tan fáciles son.


La carta que Raimundo Silva escribió al autor de la Historia del Cerco de Lisboa contenía el quantum satis necesario de disculpas, y también la tenue pincelada de humor discreto que las relaciones cordiales entre remitente y destinatario admitirían sin abusar de la confianza, aunque al final debiera perdurar la impresión de una honesta perplejidad, de una austera interrogación sobre la irresistibilidad de algunos actos absurdos. Esta especie de meditación sobre la humana flaqueza quebrantaría las últimas resistencias, si alguna quedaba, en quien, al ser informado del lesivo atentado contra su propiedad intelectual, respondiera, dejando estupefacto al director literario, No es un caso de muerte, claro está que en la vida real no se encuentran tales abnegaciones, pero esta reflexión, excusado sería decirlo, no es de la responsabilidad del historiador, no pasa, pues, de mero añadido de doble sentido, tan a propósito introducido ahora como en cualquier otro momento y página de este relato. El cesto de los papeles quedó lleno de hojas arrugadas, de tentativas sin continuación, de borradores enmendados en todas direcciones, restos inútiles de un día entero de esfuerzos de estilo y de gramática, de milimétricas armonías para equilibrio de las partes constitutivas de la epístola, Raimundo Silva llegó incluso a desahogarse en voz alta, Si los autores siempre sufren así, pobrecillos, y halló algún contento en no ser más que un corrector de pruebas.

Subía Raimundo Silva la escalera de casa tras haber ido a echar la carta al correo, cuando oyó sonar el teléfono. No se apresuró, un tanto porque se sentía cansado, otro tanto por indiferencia o apatía, lo más probable es que fuese Costa que quería saber cómo iban las pruebas del librito de poesía o cómo iba la lectura previa de la novela que le había dejado en aquel negro día, Se acuerda. Dio tiempo para que Costa se aburriera de llamar sin resultado, pero el teléfono no callaba, sonaba con una especie de obstinación mansa, como quien está decidido a continuar sólo porque es su deber y no porque cuente con que le respondan. Metía tranquilamente la llave en la cerradura cuando recordó que no podía ser Costa el de la llamada, Costa ya no era su directo interlocutor, pobre Costa, víctima inocente, reducido ahora a una función casi mecánica de trae y lleva, él que, siendo preciso, era capaz de batirse de igual a igual con la camorra revisora. Raimundo Silva se detuvo en el umbral del despacho, y el teléfono, como si notara su presencia, redobló su estridencia hasta parecer un perrillo loco de entusiasmo al presentir al amo, sólo le faltaba tirarse mesa abajo y empezar a saltar con ansia de caricias, con la lengua fuera, jadeando, babándose de puro gozo. Raimundo Silva tiene por ahí algunos conocidos que de vez en cuando le telefonean, ha sucedido que alguna mujer sienta o finja sentir una necesidad de hablarle y oírlo, pero ésos son casos del pasado que en el pasado ocurrieron y en el pasado quedaron, voces que si de él llegaran ahora serían como algo sobrenatural del otro mundo.

Posó la mano en el teléfono, esperó aún, como si quisiera darle la última oportunidad de callarse, y al fin levantó el auricular creyendo saber exactamente qué le esperaba, Es el señor Silva, preguntó la telefonista, y él respondió, lacónico, Sí, Como nadie lo cogía, iba ya a colgar, Desea algo, Yo no, es la doctora María Sara quien quiere hablar con usted, un momento. Hubo una pausa, ruidos que debían ser de conmutación, tiempo bastante para que Raimundo Silva pudiera pensar, Se llama María Sara, en parte acertó, sin saberlo, porque si es verdad que se había quedado dormido con el dedo revelador sobre el nombre de María, también es cierto que de eso no guardaba recuerdo, que al despertar, levantando la cabeza de la mano abierta sobre el libro, y frotándose luego los ojos con las dos manos, retiró de la página aquella precaria señal de orientación, dispondría sólo de las dos referencias extremas y sabría, cuando mucho, que lo hallado estaría entre Manuela y Marula, nombres ésos, por otra parte, excluibles de inmediato por ser radicalmente inadecuados a la personalidad de la persona o personaje. La telefonista dijo, Le conecto, es un anuncio corriente entre telefonistas, lugar común de la profesión, y con todo son palabras que prometen consecuencias, tanto para bien como para mal, Le conecto, dijo, indiferente al destino que utiliza sus servicios, y no repara en lo que está diciendo, Junto, aprieto, tomo, ato, lío, fijo, uno, aproximo, vinculo, relaciono, asocio, en su idea se trata sólo de poner en comunicación a dos personas, pero ese mismo acto sencillísimo, observémoslo, transporta ya consigo riesgos más que suficientes para que no lo acometamos con liviandad. No obstante, de nada sirven los avisos, pese a que la experiencia nos demuestra diariamente que cada palabra es un peligroso aprendiz de brujo.

Raimundo Silva se dejó caer en la silla, en un instante se sintió dos veces más cansado. A nosotros, los viejos, nos dan la ley las trémulas rodillas, la cita obligatoria se rió de él injustamente, que no es viejo un hombre que apenas ha pasado los cincuenta, eso era antes, ahora nos cuidamos mejor, hay lociones, tintes, cremas, suavizantes diversos, por ejemplo, dónde se encontraría a un hombre en el mundo civilizado que después de afeitarse se aplicara todavía en la cara piedra alumbre, esa brutalidad contra la epidermis, hoy la cosmética es reina, rey y presidente, y si está visto que no podría disimular un temblor de piernas, al menos dará alguna compostura al rostro cuando haya testigos. No habiéndolos ahora, el propio rostro de Raimundo Silva se crispa mientras del otro lado la doctora María Sara, serena, con un gesto evidentemente gracioso, echa hacia atrás, con un movimiento de cabeza, el pelo del lado izquierdo para poder aproximar el auricular al oído, y dice al fin, No nos presentaron el otro día, pero me presento a mí misma ahora, me llamo María Sara, el suyo, iba a decir, Ya lo conozco, pero Raimundo Silva, arrastrado por el hábito, dijo su nombre, pero lo dijo completo, con el Bienvenido, y estuvo a punto de morirse de ridículo allí mismo. María Sara, no obstante, a pesar de no haber anunciado de su persona más que aquel poco, no pareció reparar en la confesión y lo trató de señor Raimundo Silva, sin poder adivinar cuánto bálsamo estaba derramando en la lacerada susceptibilidad del corrector, Me gustaría hablar con usted sobre la manera de organizar nuestro trabajo, estoy entrevistándome con todos los correctores, me interesa saber lo que piensan, sí, encuentros personales, no hay otra manera, mañana al mediodía, si le conviene, de acuerdo, le espero, hasta mañana. El teléfono ya ha sido colgado y Raimundo Silva aún no recupera por completo la serenidad, ahora está la casa llena de silencio, apenas se adivina una pulsación inaudible, tanto puede ser el jadeo de la ciudad como el movimiento del río, o simplemente el corazón del corrector.

Despertó algunas veces durante la noche, sobresaltado, como si alguien lo hubiera sacudido. Mantenía los ojos cerrados, tratando de defenderse del insomnio, y poco después pasaba del torpor inquieto a otro inquieto sueño, pero sin sueños. A última hora de la noche empezó a llover, el tejadillo del mirador era siempre el primero en dar la señal, aunque la lluvia fuera leve, y Raimundo Silva despertó con el rumor continuo de las gotas cayendo y resonando, lentamente abrió los ojos para recibir la luz cenicienta que apenas empezaba a insinuarse por los resquicios de la ventana. Como acontece casi siempre a quien despierta a esta hora, volvió a caer en el sueño, esta vez agitado de sueños, luchando con una preocupación, si tendría tiempo de teñirse el pelo, que lo necesitaba, y si sería capaz de hacerlo tan bien que no se viera que era teñido. Cuando despertó eran más de las nueve y su pensamiento inmediato fue, No tengo tiempo, luego encontró que sí. Entró en el cuarto de baño y, entornando los ojos, despeinado, con cara ceñuda, se examinó a la luz fuerte de las dos bombillas que iluminaban el espejo, una a cada lado. Las raíces blancas eran melancólicamente visibles, no bastaría ahuecarse el pelo para disimularlas, el remedio era teñirlo. Despachó en pocos segundos el desayuno, sacrificando el ya conocido apetito de tostadas con mantequilla, y volvió al cuarto de baño, donde se encerró para proceder a su particular acuñado de moneda falsa, en fin, a la aplicación del producto, como se decía en el prospecto de la caja. Cuando se teñía el pelo se encerraba siempre, aunque siempre estuviera solo en casa, hacía en secreto lo que, debería saberlo, no era secreto para nadie, y ciertamente caería muerto de vergüenza si un día lo sorprendiera alguien en lo que él mismo consideraba una lastimosa operación. Igual que el de la doctora María Sara, su pelo, en los tiempos de la verdad, era castaño, pero ahora sería imposible comparar los tonos de uno y otro, de naturaleza a naturaleza, porque el de Raimundo Silva se presenta con una tonalidad uniforme que recuerda irremisiblemente una peluca abandonada y roída de polillas, olvidada y de nuevo hallada en un sótano, confundida con antiguas imágenes, muebles, adornos, cachivaches, máscaras de otro tiempo. Faltaba poco para las once y media cuando estuvo dispuesto para salir, atrasadísimo, si no tenía la suerte de encontrar de inmediato un taxi, tendría que recordar una nueva cita, ésta de un viejo refrán, Sobre caída, coz, expresión sintética y penetrante que se puede traducir por Después de un no, un demasiado tarde, que sería, sin duda, la versión más adecuada al caso. Le favoreció vivir en la Rua do Milagre de Santo António, pues sólo un milagro podía hacer que, en calle tan yerma, y en un día así, de lluvia, apareciera un taxi libre que paró cuando le hicieron la señal y no hizo, él, señal de que llevaba otro destino. Raimundo Silva entró, feliz, dio la dirección de la editorial, pero luego, cuando tuvo ya el paraguas acomodado, se llamó idiota, su ansiedad se manifestaba de dos maneras distintas, el temor de ir, el deseo de llegar, la editorial había pasado a ser para él un sitio detestado, y, por otro lado, no era sólo por llegar puntualmente a las doce por lo que daba prisa al conductor, Tengo prisa, con riesgo de crearse un enemigo en alguien que había empezado a manifestarse como instrumento de milagro. Descender a la ciudad baja costó su tiempo, avanzar en medio de un tránsito que la lluvia demoraba fue chapotear en maleza, Raimundo Silva sudaba de impaciencia, al fin, pasaban ya diez minutos cuando entró en la editorial, bufando, en el peor estado de espíritu deseable para una cita en la que iban a discutirse responsabilidades nuevas y, seguramente, traer de nuevo a colación agravios recientes.

La doctora María Sara se levantó de la silla, acudió a su encuentro, cordial, Cómo está, señor Silva, Le ruego que disculpe mi retraso, la lluvia, el taxi, No tiene importancia, siéntese. El corrector se sentó pero hizo el ademán de levantarse de nuevo, porque la doctora María Sara volvía a su mesa, No se mueva, por favor, y cuando volvió llevaba un libro que dejó sobre la mesita baja, entre los dos sillones forrados de napa negra. Luego se acomodó, cruzó las piernas, llevaba una falda de tejido grueso, ceñida en la medida justa, y encendió un cigarrillo. Los ojos del corrector acompañaron el movimiento que animaba las regiones superiores, reconocía el rostro, el pelo suelto, caído sobre los hombros, y de repente sintió un choque al distinguir en él, nítidamente, unas canas que brillaban bajo la luz del techo, No se las tiñe, pensó, y tuvo ganas de huir de allí. La doctora María Sara le había preguntado si quería fumar, pero él no la oyó, sólo a la segunda vez, No fumo, gracias, respondió, y bajó los ojos, llevándose en ellos la imagen de una blusa de escote en pico, de un color que su perturbación le impidió definir. Ahora no quitaba los ojos de la mesa, fascinado, estaba allí la Historia del Cerco de Lisboa, vuelta hacia él, sin duda a propósito, todo, el nombre del autor, el título en letras grandes, una ilustración en medio de la portada en la que se percibían caballeros medievales con el símbolo de los cruzados, y sobre las murallas del castillo desproporcionadas figuras de moros, era difícil saber a esta distancia si se trataba de la reproducción de una miniatura antigua o de una composición moderna de estilo arcaizante, falsamente ingenuo. No quería seguir mirando la portada provocadora, pero tampoco deseaba enfrentarse con la doctora María Sara, que en aquel momento le estaría observando implacablemente, como una cobra dispuesta a lanzar el último y definitivo salto. Pero ella dijo, en tono de voz natural, sin ninguna entonación particular, deliberadamente neutra, tan simple como las cuatro palabras que pronunció, Este libro es suyo, hizo una pausa, demorada, y añadió, colocando esta vez un peso mayor en algunas sílabas, Digámoslo de otro modo, ese libro es el suyo. Confundido, Raimundo Silva levantó la cabeza, El mío, preguntó, Sí, es el único ejemplar de la Historia del Cerco de Lisboa que no lleva fe de erratas, en él continúa diciéndose que los cruzados no quisieron ayudar a los portugueses, No comprendo, Diga más bien que está intentando ganar tiempo para saber cómo se debe hablar conmigo, Perdón, pero mi intención, No necesita justificarse, no se va a pasar la vida dando explicaciones, lo que yo realmente esperaba era que me preguntase por qué motivo le entrego un ejemplar no enmendado, un libro que mantiene intacto el fraude, que insiste en el error, que persevera en la mentira, elija usted mismo el calificativo que más le guste, Se lo pregunto ahora, Ha tardado demasiado, ya no me apetece responderle, pero lo dijo sonriendo, aunque se le notase la tensión en la línea de la boca, Se lo ruego, insistió él, sonriendo a su vez, y quedó sorprendido consigo mismo, en una situación así mostrar los dientes a una mujer de quien no sé nada y que debe de estar burlándose de mí, seguro. La doctora María Sara apagó el cigarrillo, encendió otro, parecía nerviosa. Raimundo Silva la observó con atención, la balanza empezaba a inclinarse de su lado, pero él no entendía por qué, y mucho menos cuál era el sentido de todo aquello, porque estaba claro que no había sido convocado para debatir o simplemente recibir instrucciones sobre el nuevo procedimiento de corrección, lo que allí estaba pasando hacía evidente que el asunto del Cerco no quedó definitivamente arreglado en aquella negra hora del decimotercer día en que vino para ser juzgado, Pero no creas que vas a someterme a otra humillación, pensó, sin querer admitir que estaba siendo deshonesto con los hechos, cuando, verdaderamente, le había sido evitado el vejamen de un despido ignominioso, por ejemplo, aunque tampoco contaba con que fueran a condecorarlo o citarlo en la orden del día, ascendiéndolo a jefe de correctores, lugar que antes no existía y que, por lo visto, ahora sí.

La doctora María Sara, con un movimiento rápido, se levantó, era interesante observar que la rapidez de sus gestos no perjudicaba una especie de fluidez natural que les quitaba toda apariencia de brusquedad, y fue a la mesa a buscar una hoja de papel que entregó a Raimundo Silva, A partir de ahora, los trámites de trabajo de revisión serán los que constan en estas instrucciones, no hay alteraciones de fondo en el modo como las cosas se hacían hasta ahora, y, como podrá ver, lo más importante es que, en los casos en que el corrector trabaje solo, como usted, las pruebas pasarán por una revisión final, que tanto podré hacer personalmente yo como otro corrector, aunque siempre se respetarán por encima de todo los criterios del primero, lo que se pretende es sólo establecer una última revisión que impida errores y remedie faltas de atención, O desvíos intencionales, añadió Raimundo Silva, intentando una sonrisa amarga, Se equivoca, ése fue un episodio del que ni siquiera vale la pena decir que después del robo, trancas la puerta, porque tengo la seguridad de que los ladrones no volverán jamás y la puerta podrá seguir como estaba, las reglas que ahí tiene obedecen a simple sentido común, no es un código penal para disuadir y castigar atentados de criminales empedernidos, Como yo, Un único delito, que además, repito, no volverá a ocurrir, no hace de una persona normal un delincuente, y mucho menos empedernido, Gracias por la confianza, No necesita mi confianza, es una cuestión de lógica y de psicología elemental, sólo un niño no lo entendería, Tengo mis limitaciones, Cada uno tiene las suyas. Raimundo Silva no respondió, se quedó mirando el papel que sostenía en las manos, pero sin leerlo, para un corrector tan veterano como él era, difícilmente se inventaría una sorpresa capaz de durar más, en efectos, que el tiempo de su enunciación. La doctora María Sara permanecía sentada, pero había enderezado el tronco y se inclinaba un poquito hacia delante, como para hacer ver que, por su parte, había terminado la conversación, y que en el segundo inmediato, si nada en contra ocurría, estaría en pie para pronunciar las últimas palabras, esas palabras a las que no se suele prestar atención, esas fórmulas de despedida cuyo sentido han desgastado la repetición y el hábito, comentario, por otra parte, repetido, introducido aquí como eco de otro, hecho en diferente tiempo y lugar y que en consecuencia no merece desarrollo, vide Retrato del Poeta en el Año de su Muerte.

Raimundo Silva dobló la hoja de papel dos veces, demorándose en los ángulos, y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego hizo un movimiento que engañó a la doctora María Sara, parecía que se iba a levantar, pero no, era sólo una manera de tomar impulso, de modo que no se quedara a mitad de una frase que decidió decir, lo que, todo junto, más o menos significa que estos momentos, y los momentos son siempre muchos, aunque sean pocos los segundos, los habían vivido ellos en equilibrio inestable, compelido el corrector, contra su voluntad, a seguir el movimiento de la doctora, invirtiendo ésta su propio impulso al percibir que se había equivocado sobre las intenciones de él. Aún más que el teatro, sabría el cine mostrar estas sutiles danzas de gestos, pudiendo incluso descomponerlos y recomponerlos sucesivamente, pero la experiencia de la comunicación ha venido a probar que esa abundancia aparente de visualizaciones no disminuyó la necesidad de las palabras, cualquier palabra, incluso sabiendo ellas decir tan poco sobre las acciones e interacciones del cuerpo, de la voluntad que hay en él o que él es, de lo que llamamos instinto en ausencia de otro nombre, de la química de las emociones, y de lo demás que, precisamente por falta de palabras, no se mencionará. Pero, no tratando nosotros aquí de cine, ni de teatro, ni siquiera de vida, nos vemos forzados a decir en más tiempo del que necesitamos, sobre todo porque nos damos cuenta de que, después de una primera, una segunda y a veces una tercera tentativa, sólo una parte mínima de las sustancias habrá quedado explicada, y aun así muy dependiente de las interpretaciones, y, dicho esto, en meritorio esfuerzo de comunicación, perturbadamente volvemos al principio, a punto de, inhábiles, aproximar o distanciar el plano de enfoque, con riesgo de velar los contornos del motivo central y volverlo, por así decir, inidentificable. En este caso, sin embargo, afortunadamente, no habíamos perdido de vista a Raimundo Silva, lo dejamos en aquel movimiento ondulatorio que había de transportar la frase, ni la doctora María Sara, de algún modo sumisa, con perdón de la excesiva palabra, no por pérdida de su voluntad, sino por una última y quizá benevolente expectativa, la cuestión está en saber si va el corrector a pronunciar las palabras exactas, sobre todo evitando la peor de las cacofonías, que no condigan la palabra con el sonido, y los dos con la intención, vamos a ver cómo resuelve Raimundo Silva la dificultad, Por favor, dijo, y no hay duda de que ha empezado bien, mi reacción ante el libro, la sorpresa al oír que no está corregido, todo eso se comprende, es como cuando nos duele un punto y el cuerpo se encoge instintivamente si le tocan, sólo le digo que mi deseo sería que todo se borrara en la memoria, Lo encuentro hoy mucho menos desafiante que la otra vez que aquí estuvo, Las luces se apagan, las victorias pierden significado, los desafíos fatigan, repito que me gustaría olvidar lo sucedido, Temo que va a ser imposible si acepta la sugerencia que voy a hacerle, Una sugerencia, O una propuesta, si lo prefiere. La doctora María Sara cogió de un estante bajo que había a su lado un dossier que colocó en el regazo, y dijo, Aquí están reunidas sus opiniones sobre libros que la editorial, en años pasados, publicó o no, Esto es historia antigua, Hábleme de ella, Cree que vale la pena, Tengo mis propias razones para creer que sí, Bien, la editorial estaba entonces empezando, toda ayuda era bienvenida, y alguien en aquella época pensó que yo podía dar mi opinión sobre libros, francamente no podía pasárseme por la cabeza que esos papeles se hubieran conservado hasta hoy, Los encontré durante una inspección que hice en las partes del archivo que me interesaba para mi trabajo, Apenas me acuerdo de ellos, Los he leído todos, Espero que no se haya echado a reír ante tantos disparates, Nada de disparates, al contrario, son opiniones excelentes, bien pensadas y escritas, Supongo que no habrá encontrado cambios de sí por no, y Raimundo Silva se atrevió a sonreír, fue irresistible, pero sólo por las comisuras de la boca, para que no pareciera que se tomaba demasiadas confianzas. La doctora María Sara sonrió también, No, no había cambios, todos están puntualmente, religiosamente, en sus lugares. Hizo una pausa, hojeó al azar el dossier, pareció vacilar aún, y luego, Fueron estos informes, y el hecho, como dije ya, de estar bien escritos y mostrar, aparte de capacidad de observación crítica, una especie, cómo diré, de pensamiento oblicuo bastante singular, Pensamiento oblicuo, No me pida que se lo explique, más que sentido, lo veo, fue todo eso, repito, lo que se condensó en la sugerencia que he decidido hacerle, Y cuál es, La de que escriba una historia del cerco de Lisboa en la que los cruzados, precisamente, no hayan querido ayudar a los portugueses, tomando al pie de la letra su desvío, para emplear la palabra que le oído hace poco, Perdone, pero no entiendo bien su idea, Es muy clara, Tal vez sea eso mismo lo que me impide entenderla, Aún no ha tenido tiempo de acostumbrarse a ella, es natural que el primer movimiento sea de rechazo, No se trata de rechazo, más bien es que la veo como un absurdo, Le pregunto si conoce absurdo mayor que aquel desvío suyo, No hablemos de mi desvío, Aunque no habláramos más de él, aunque este ejemplar llevase, también él, la fe de erratas que está en los otros, aunque esta edición fuese enteramente destruida, incluso así, el No que aquel día escribió habrá sido el acto más importante de su vida, Qué sabe de mi vida, Nada, a no ser esto, Entonces no puede opinar sobre la importancia del resto, Es verdad, pero lo que yo dije no era para que se lo tomase en sentido literal, son expresiones enfáticas que siempre tienen que contar con la inteligencia del interlocutor, Soy poco inteligente, Eso es una expresión enfática más, a la que doy el valor que realmente tiene, es decir ninguno, Puedo hacerle una pregunta, Hágala, Sinceramente, está o no divirtiéndose a mi costa, Sinceramente, no lo estoy, Entonces por qué este interés, esta sugerencia, esta charla, Porque no todos los días encuentra una a alguien que haya hecho lo que usted hizo, Estaba realmente perturbado, Vaya, vaya, En definitiva, y sin querer ser maleducado, su idea no tiene ni pies ni cabeza, Entonces, en definitiva, haga como si nunca hubiera existido. Raimundo Silva se levantó, se compuso la gabardina que no se había quitado, Si no tiene otro asunto para tratar conmigo, me retiro, Llévese su libro, es ejemplar único. Las manos de la doctora María Sara no tienen anillos ni alianza. En cuanto a la blusa, chemisier o como se llame, parece de seda, de un tono pálido que permanece indefinible, beige, marfil-viejo, blanco-mañana, será posible que las puntas de los dedos vibren de modo diferente según los colores que tocan o acarician, no lo sabemos.

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