Sarita aprovecha una pausa para arreglar con mil cuidados una uña que se le ha roto minutos antes con aquella infernal confusión de cables y clavijas, ya tiene el desgarrón igualado, y ahora pule sutilmente con la lima, está muy concentrada, seguro que no va a responder a Raimundo Silva como él desearía, él que cuando venía por el pasillo había tenido aquella brillante idea, ayudado quizá por el duelo dialéctico con Costa, son las ventajas de un ejercicio gimnástico intelectual, pero ahora se verá si va a servir de algo, la pregunta es ésta, Sabe si la doctora María Sara puede recibir llamadas, es que tengo un asunto, otra frase suspensa, la mirada ansiosa, realmente el momento no podría ser peor, la inevitable irritación de quien acaba de romperse una uña larga y ovalada, y encima va a tener que buscar en el listín el número de teléfono, suponiendo que la telefonista esté dispuesta a dárselo, Mala suerte, piensa Raimundo Silva, a mí tenía que pasarme esto, la uña, la lima, Ay, señor Silva, no sabe usted el trabajo que estas uñas me dan, a ver cuándo me quitan de aquí este trasto viejo y me ponen una centralita moderna, de esas de botoncitos, electrónica, saber si puede recibir llamadas, eso no lo sé, pero le doy el número, apunte. Lo sabía de memoria, era vanidad suya recordar cuantos más números mejor, hacer alarde de retentiva, tiene una retentiva fenomenal, esta Sara, y menos mal, porque lo tuvo que repetir dos veces, tan confuso estaba Raimundo Silva, primero sin encontrar donde escribir, después engañándose en las cifras, oyendo seis en vez de tres, al tiempo que el cerebro seguía prendido en el examen de una duda, luego expuesta, como quien no da importancia a la cosa, Claro que si no la han llamado de aquí es porque no puede recibirlas, Yo no la he llamado, pero pueden haberlo hecho desde dirección por el teléfono directo, claro, el teléfono directo no pasa por la telefonista, se puede hablar tranquilamente por los teléfonos directos, Raimundo Silva cree recordar incluso que hay un teléfono directo en el despacho del director literario. Sarita da por concluida la restauración de la uña y observa críticamente el resultado, teniendo en cuenta la gravedad del daño ha hecho todo lo que podía, incluso está moderadamente satisfecha, será por eso por lo que pregunta, Si quiere, llamo ahora desde aquí, y Raimundo Silva se quedó sin respuesta, movió negativamente y con fuerza la cabeza, en ese momento, providencia divina, la central dio señal de llamada, dos señales casi simultáneas, el mundo entró en su órbita rutinaria, así se lo parecerá a quien no sepa que Raimundo Silva ya lleva en el bolsillo el número de teléfono de María Sara, y ésa es la gran diferencia en el universo.

Contra sus hábitos de hombre ahorrativo, volvió a casa en taxi, y el caso realmente no era para menos, porque le tardaba el momento de poder sentarse a su mesa, descolgar el teléfono y marcar el número de María Sara, decir, Me he enterado de que está enferma, espero que no sea nada de cuidado, la novela se la he entregado a Costa, que se mejore, tiene razón, y es que para enfermar hay que tener salud, la frase es estúpida, qué le vamos a hacer, al menos la mitad de las cosas que decimos son poco inteligentes, no, Costa no me ha dado otro trabajo, es igual, no tiene importancia, aprovecho para descansar, sí, descansar, ordeno papeles, hago balance de mi vida, es una manera de hablar, evidentemente, lo que hago es pensar que estoy pensando en la vida y no estoy pensando en nada, pero no la he llamado para aburrirla con mis problemas y dificultades, de vivir, claro, que se mejore, espero verla pronto por la editorial, adiós. Pero la señora María, pese a no ser su día ha venido a trabajar, explica que mañana tiene que llevar a un sobrino al médico, que ése, sí, sería el día de estar aquí, y entonces pensó que lo mejor era trabajar hoy, Raimundo Silva no sabía que la asistenta tuviese un sobrino, Mi hermana no puede faltar al trabajo, Está bien, no tiene importancia, y se encerró en el despacho para telefonear. Pero la decisión acabó allí. En definitiva, e incluso con la puerta cerrada, no se sentía cómodo incluso para una conversación tan sencilla, informarse del estado de salud de un superior jerárquico, Cómo va, doctora, sería tal vez diferente, y sin duda más fácil, si en vez de doctora fuese doctor, aunque, Raimundo Silva tendría que confesarlo si en juicio se lo exigieran, de las veces que en tantos años estuvieron los varios directores enfermos, al corrector nunca se le ocurrió telefonearles a casa para saber noticias de su preciosa salud. Concluyendo, resumiendo, lo que Raimundo Silva parecía no querer, por alguna oscura razón, o por el contrario muy clara si tenemos en cuenta la personalidad que de este hombre se viene definiendo, retraída, perpleja, es que la señora María se diera cuenta de que su patrón estaba telefoneando a una mujer. El resultado del absurdo conflicto acabará siendo que él pida que le sirvan el almuerzo en la mesa de la cocina y que salga para liberarse de aquellas dos obsesivas presencias, la del teléfono y la de la señora María, obviamente inocentes y desconocedoras de la guerra en que los metieron. Está Raimundo Silva comiendo su acostumbrado potaje de habichuelas y hortalizas, mientras un guiso de patatas con carne espera en el cazo, cuando se oye dentro la voz de la señora María que pregunta, Puedo tirar esta rosa, que está ya mustia, y con un tono casi de pánico responde él, No, no, déjela, ya lo haré yo, no se llegó a oír el comentario con que terminó el diálogo la asistenta, pero algo dijo, palabras que si no fueron de despecho lo imitaban perfectamente, sin olvidar, una vez más, que es imposible engañar realmente a una mujer, aunque asistenta, si en casa de hombre donde nunca antes se había visto una flor en jarro aparece una rosa, y además blanca, es posible que la señora María dijese, Hay moros en la costa, expresión histórica y popular de una sustancial desconfianza originada en los tiempos en que los moros, ya entonces barridos de tierra portuguesa, venían a asolar nuestras costas y villas marineras, y hoy reducida a mera reminiscencia retórica, aunque de alguna utilidad, como acaba de verse.

Sin el auxilio de los cruzados, que van ya mar adentro, Raimundo Silva se ve privado del peso militar de esos doce mil hombres en que habíamos depositado tantas de nuestras esperanzas, y le quedan apenas, aproximadamente, no más que otros tantos portugueses, en número insuficiente para cercar todo en un frente continuo, y que, siempre estando a la vista de los moros, no podrán desplazarse en conjunto para, por ejemplo, dar asalto a cualquiera de las puertas, sin que de tal movimiento se den cuenta de inmediato los de dentro, que más tiempo tendrán de guarnecer poderosamente los blancos del ataque que los de fuera para ir de un lado a otro por montes, valles y no poca agua. Se hace por tanto necesario reconsiderar toda la estrategia, y para examinar in loco el teatro de operaciones, vuelve Raimundo Silva a subir al castillo, desde cuyas levantadas torres pueden los ojos abarcar la extensión, como un tablero de ajedrez donde pelearán, objetivamente hablando, los peones y los caballeros, bajo la mirada del rey y de los obispos, acaso con ayuda de otras construidas torres, si vale la sugerencia de uno de estos extranjeros que con nosotros se ha quedado, Las armamos a la altura de las murallas, y luego las llevamos empujando hasta unirlas, después, sólo falta saltar dentro y matar a los infieles, Dicho así parece fácil, respondió el rey, pero hay que ver si tenemos carpinteros bastantes, De eso no hay duda, respondió el otro, aquel Enrique de nombre y gran piedad, vivimos por suerte en un tiempo en que cualquier hombre puede hacerlo todo, sembrar el cereal, segarlo, moler el grano, hornearlo y al fin comer el pan, si no muere antes, o, como en este caso, construir una torre de madera y subir a ella espada en mano para matar moros o ser muerto.

Mientras el debate prosigue, aún sin conclusión pero ya con previsión de pérdidas, Raimundo Silva repasa mentalmente la localización de las puertas, la de Alfofa, sobre cuyo muro vive, la de Ferro, la de Alfama, la del Sol, que directamente dan a la ciudad, y la llamada de Martim Moniz, única del castillo que da para lo abierto. Está claro pues que los doce mil soldados del rey Afonso tendrán que ser divididos en cinco grupos para cubrir las puertas igualmente, y quien dice cinco debería decir seis, porque no podemos olvidarnos del mar, que verdaderamente mar no es, sino río, aunque el uso hace ley, los moros le llamaron mar, y nosotros, hasta hoy, también se lo llamamos, ahora bien, siendo así, de los grupos hablamos, qué es lo que tenemos, una ridiculez, dos mil hombres para cada frente de batalla. Sin contar, Dios nos ayude, con el problema que presenta el estuario. Por si no era suficiente lo escarpado de los accesos, si se exceptúa la puerta de la Alfama, que está en terreno llano, tenía que venir el estuario a entrometerse para agravar la ya de por sí complicada distribución de las tropas, por ahora dispersas en los altos y cuestas del monte de San Francisco, hasta San Roque, descansando, ahorrando fuerzas en la suavidad de las sombras, pero si desde tal distancia no se puede lanzar un ataque, ni las armas de tiro alcanzan, tampoco sería esto un cerco digno de tal nombre con aquel estuario allá abajo, desguarnecido, dando paso franco a refuerzos y abastecimientos llegados del Otro Lado, que contra ellos no llegaría a ser duradero obstáculo la frágil línea de bloqueo naval que pudiera establecerse. Siendo así, parece que no hay otra solución que pasar cuatro mil hombres al otro lado, mientras el resto irá rodeando por el camino que tomaron los parlamentarios de João Peculiar y Pedro Pitões, colocándose finalmente frente a las tres puertas vueltas hacia el norte y oriente, a saber, la de Martim Moniz, la del Sol y la de Alfama, como explicado ya quedó y ahora se repite, para comodidad del lector y redondeo del discurso. Volviendo a la cautelosa y dubitante frase de Don Afonso Henriques, dicho así parece fácil, no obstante, una simple mirada al mapa mostrará de inmediato la complejidad de los problemas de intendencia y logística que va a ser necesario poner en ecuación y resolver. El primero tiene que ver directamente con los medios navales disponibles, que son escasos, y es aquí cuando más se irá a notar la falta que nos hacen los cruzados, con su completa armada y aquellos centenares de botes y otros barquitos de servicio, que, si aquí estuvieran, en un abrir y cerrar de ojos transportarían a los soldados en un anchísimo frente de avance, obligando a los moros a dispersarse a lo largo de la margen y, en consecuencia, a enflaquecer la defensa. El segundo, y ahora decisivo, será la elección del punto o puntos de desembarco, cuestión de crucial importancia, pues hay que tener en cuenta no sólo la mayor o menor proximidad de las puertas, sino también las dificultades del terreno, desde el barrizal de la boca del estuario hasta las vertientes abruptas que defienden del lado sur el acceso a la Porta de Alfofa. Tercero, cuarto y quinto problemas, o sexto y séptimo, podríamos enunciar aún si no fueran todos ellos efecto más o menos matemáticamente derivado de los dos primeros, por ello nos limitaremos a mencionar un solo pormenor, rico por otra parte en consecuencias en lo que respecta a la veracidad de este relato en otros particulares, como luego veremos, y viene a ser, dicho pormenor, la pequeñísima distancia que separa la Porta de Ferro de la orilla del estuario, no más de cien pasos, o, en medida moderna, unos ochenta metros, lo que inviabiliza que el desembarco aquí se haga, pues todavía la flotilla de canoas vendría remando fatigosamente por medio del estuario, con tanta carga de armas y hombres, cuando ya los muros de la ciudad estarían guarnecidos de soldados por este lado, y otros, a pie firme, junto al agua, esperarían la aproximación de los portugueses para acribillarlos a saetazas. Dirá pues Don Afonso Henriques a su estado mayor, Realmente, no es fácil, y mientras discuten nuevas variantes tácticas, recordemos a aquella gorda mujer que en la confitería A Graciosa, al inicio de estos acontecimientos, hablando del mísero estado en que llegaban los huidos del avance, dijo que los vio entrar, sangrando, por la Porta de Ferro, cosa que entonces pareció a todos verdad pura, pues la publicaba una testigo presencial. No obstante, seamos lógicos. Está claro que, por su proximidad a la orilla del estuario, la Porta de Ferro serviría, sobre todo, al tráfico fluvial de personas y mercancías, lo que, obviamente, no sería motivo para no entrar por ella refugiados si no se diese la circunstancia de estar localizada, por así decir, en el extremo sur de la muralla, siendo por tanto, de todos los accesos, el más distante para quien llegara ahuyentado del norte y del lado de Santarem. Que algunos infelices, barridos de entre Cascais y Sintra, hubieran alcanzado la ciudad por caminos que venían a dar al estuario, y, allí llegados, encontrasen aún barqueros para transportarlos a esta margen, es perfectamente admisible. Sin embargo, no serían tantos esos casos que autorizasen a la mujer gorda a hacer una referencia especial a la Porta de Ferro, cuando ella, la mujer, tan cerca estaba de la Porta de Alfofa, que hasta el menos atento de los observadores de mapas y topografías reconocerá como más adecuada, junto con las del Sol y la de Alfama, para recibir el triste aluvión. Y lo más curioso es que ninguna de las otras personas presentes hubiera desautorizado la inexacta versión de los hechos para cuya confirmación no necesitarían más que dar algunos pasos, lo que muestra hasta qué punto pueden llegar la falta de curiosidad y la pereza intelectual ante cualquier afirmación perentoria, de dondequiera que venga y cualquiera que sea la autoridad, mujer gorda o Alá, por no citar otras conocidas fuentes.

Dijo el rey, Oídas vuestras doctas opiniones, y habiendo ponderado los inconvenientes y las ventajas de los varios planes propuestos, es mi real voluntad que todo el ejército se mueva de este lugar para ir a sitiar la ciudad desde más cerca, pues desde aquí no alcanzaríamos la victoria ni hasta el fin del mundo, y procederemos como ahora os diré, a las fustas irán mil hombres afectos a la navegación, que para más no tendríamos embarcaciones bastantes, ni contando con los barcos que los moros no pudieron llevarse dentro de los muros o destruir, y que nosotros capturamos, y esos hombres tendrán por misión cortar todas las comunicaciones por mar, que nadie pueda entrar o salir por ahí, y el grueso restante de las tropas irá a concentrarse en el Monte da Graça, donde finalmente nos dividiremos, dos quintos para el lado de poniente, y el sobrante quedará allí para guardar la puerta del norte. Pidió entonces Mem Ramires la palabra para notar que siendo mucho más ardua y peligrosa la tarea de los soldados que irían a atacar las puertas de Alfofa y del Ferro, por quedar, digámoslo así, atrapados entre la ciudad y el estuario, prudente sería reforzarlos, al menos durante el tiempo que tardasen en consolidar posiciones, pues gran desastre sería si los moros, haciendo una rápida surtida y encontrando flaca resistencia, empujasen a los portugueses hasta el agua, donde no tendríamos más que elegir entre morir ahogados o trucidados, puestos, y es un decir, entre el alfanje y el caldero. Le pareció bien al rey el consejo, y allí mismo nombró a Mem Ramires capitán del frente occidental, dejando para más tarde la designación de los otros mandos, En cuanto a mí, siendo por naturaleza y real deber de todos vosotros comandante, tomaré también bajo mis directas órdenes un cuerpo de ejército, precisamente el que va a quedarse en el Monte da Graça, donde se instalará el cuartel general. Fue la vez de intervenir el arzobispo Don João Peculiar para decir que a Dios no le parecería bien que los muertos de esta batalla por la conquista de la ciudad de Lisboa acabaran sepultados de cualquier manera por estos montes y valles, y que, al contrario, deberían recibir sepultura cristiana en camposanto, y que, una vez que desde que allí llegaran algunos ya habían muerto, por enfermedad o en peleas, y por ahí andaban enterrados, fuera del real, se consagrara un cementerio en este mismo lugar, ya que de hecho principiado estaba. Usó entonces de la palabra el inglés Gilberto, en nombre de los extranjeros, argumentando que sería indecente, por confuso, que en dicho cementerio se mezclasen portugueses y cruzados, pues éstos, si quisiera Dios que en estos parajes dejasen la vida, deberían a todo título ser considerados mártires, tal como prometidos mártires eran ya aquellos otros que, navegando ahora en el mar, a Tierra Santa fueron a morir, por lo que en su opinión se habrían de consagrar no uno sino dos cementerios, quedando cada cual muerto con su igual difunto. Agradó al rey la propuesta, aunque se notaron algunos murmullos de despecho entre los portugueses, que hasta muriendo se veían privados de las glorias del martirio, y al minuto siguiente, saliendo ya todos fuera, se marcaron los límites provisionales de los dos cementerios, dejándose la consagración de ellos para cuando el terreno quedara libre de estos vivos pecadores, ya dadas las órdenes para, en el momento propio, desenterrar y volver a enterrar a aquellos desgarrados muertos primeros, por una casualidad todos portugueses. El rey, cumplidos ya los trabajos de agrimensura, cerró la sesión, de la que, para constancia, se labró el acta competente, y Raimundo Silva regresó a casa, pasada la media tarde.

No estaba ya la señora María, lo que enfadó a Raimundo Silva, y no por haber ella abreviado sus tareas, si así lo hizo, sino porque ahora no había nadie entre él y el teléfono, ningún indiscreto testigo que, con su presencia, pudiera absolverlo de la cobardía, o timidez, opción vocabularia menos contundente, que lo derrotó al enfrentarse con aquel su otro yo que con tan fina astucia había arrancado a la telefonista de la editorial el número de la doctora María Sara, secreto, como se vio, de los mejor guardados del universo. Pero ese diferente Raimundo Silva no es compañía cierta, tiene sus días, o ni tanto, sólo horas y segundos, a veces irrumpe con una fuerza que parece capaz de remover mundos, los de fuera y los de dentro, pero no dura, tan deprisa viene luego la otra parte, fuego que apenas encendido ya se apaga. El Raimundo Silva que está delante del teléfono, impotente para levantar el auricular y marcar un número, fue hombre, desde lo alto del castillo, y teniendo a sus pies la ciudad, fue hombre, decimos, capaz de elaborar las tácticas más convenientes a la ingente tarea de cercar y conquistar Lisboa, pero ahora poco le falta para arrepentirse del momento de audacia loca en que cedió a la voluntad del otro, y llegando al punto de buscar en los bolsillos el papel donde tomó nota del número, no para utilizarlo, sino con la esperanza de haberlo perdido. No lo ha perdido, está ahí, en la mano abierta, arrugado, como si, y así había sido realmente, aunque de eso no se acuerde Raimundo Silva, durante todo el tiempo lo hubiera estado buscando y tocando, con miedo de perderlo. Sentado a la mesa, con el teléfono al lado, Raimundo Silva imagina lo que podría ocurrir si decidiera marcar el número, qué conversación trabaría diferente de la antes inventada, y cuando está pasando revista a las diversas posibilidades, se le ocurre y es absurdo que se le ocurra por primera vez, que nada sabe de la vida particular de María Sara, si está casada, viuda, soltera o divorciada, si tiene hijos, si vive con sus padres o sólo con uno de ellos, o con ninguno, y esa realidad ignorada se vuelve amenazadora, agita y derrumba las frágiles arquitecturas del sueño y la estúpida esperanza que ha andado levantando desde hace algunas semanas en suelo de arena y ninguna firmeza, Supongamos que marco el número y me sale una voz de hombre que me dice que no puede ponerse ella al teléfono, que está en la cama, pero que le diga lo que pretendo, si es recado, pregunta o información, que no, que sólo quería saber si la doctora María Sara está mejor, sí, un colega, y mientras estaba diciéndolo me preguntaría, una vez más, si realmente la palabra tiene aplicación en este caso, tratándose de la relación profesional existente entre un corrector y su jefe, y llegando la conversación al final yo preguntaría Con quién he hablado, y él respondería Soy el marido, aunque cierto es que ella no lleva alianza, pero eso no significa nada, no faltan por ahí matrimonios que no la usan y por eso no se consideran menos felices, o no lo son, qué más da, por otra parte, la respuesta del hombre sería igual en cualquier caso, diría Soy el marido, aunque no lo fuese, desde luego con seguridad no me iba a responder Soy su compañero, eso de compañero ha dejado de usarse, y mucho menos Soy el hombre con quien ella vive, nadie se expresaría de modo tan grosero, pero hay algo en María Sara que me dice que no está casada, no se trata sólo de la falta de alianza, es algo indefinible, una manera de hablar, una manera de estar atenta que en cada momento parece querer evadirse hacia otro lugar, y cuando digo casada también podría decir vivir con un hombre, o tener un hombre aunque no viva con él, eso a lo que suele llamarse una relación formal, o relaciones casuales, sin compromiso ni consecuencias, son las que más abundan en los tiempos de hoy, que de tales bienaventuranzas no puedo decir que tenga yo gran experiencia, poco más hago que observar el mundo y aprender de quien sabe, el noventa por ciento del conocimiento que creemos tener de ahí nos viene, no de lo que vivimos, y está también lo presentido, esa nebulosa informe donde ocasionalmente brilla una súbita luz a la que damos el nombre de intuición, ahora bien, yo presiento e intuyo que no hay hombre alguno en la vida de María Sara, aunque parezca imposible siendo tan bonita como es,no será ninguna suprema belleza, pero es bonita, digo de cara y de figura, en cuanto al cuerpo, a la vista, bueno, los cuerpos sólo se sabe lo que valen cuando están desnudos, ésta es buena ciencia, la de las evidencias, y aún mejor después, cuando ya se conoció lo que está cubierto y de él se ha gustado.

Enormes, desde luego, son los poderes de la imaginación, como en este caso se ha probado otra vez, cuando Raimundo Silva empezó a sentir su propio cuerpo, lo que en él estaba aconteciendo, primero un movimiento de seísmo lento, casi imperceptible, después la palpitación brusca, repetida, urgente, Raimundo Silva asiste, con los ojos entornados sigue el proceso como si estuviera recordando mentalmente una página conocida, y se queda quieto, a la espera, hasta que la sangre poco a poco refluye como marea que abandonara una caverna, lentamente, lanzando aún de tiempo en tiempo nuevas olas al asalto, pero es inútil, baja la marea, son los últimos sobresaltos, al fin no hay nada sino un manso correr de hilos de agua, las algas descienden dispersas sobre las piedras donde van a esconderse unos cangrejillos asustados que dejan en la arena mojada señales apenas perceptibles. Ahora, en un estado de medio torpor voluntario, Raimundo Silva se pregunta de dónde vienen y qué quieren decirle esos animales grotescos, con su modo insolente de caminar, inquietante, como si la naturaleza hubiese empezado por ellos su previsible desconcierto general, En el futuro seremos todos cangrejos, pensó, e inmediatamente la imaginación le mostró al soldado Mogueime en la orilla del estuario, lavándose las manos sucias de sangre y mirando los cangrejos de aquel tiempo que huían, derechitos, hacia el fondo, confundiendo con la sombra del agua su propio color terroso. La imagen desapareció rápidamente, vino otra, como diapositivas pasando, era una vez más el estuario, pero había una mujer lavando la ropa, Raimundo Silva y Mogueime sabían quién era, les habían dicho que era la manceba del tal caballero Enrique, alemán de Bonn, capturada en Galicia cuando unos cuantos cruzados desembarcaron allí para hacer aguada, la robó un criado de él, pero el caballero y el criado murieron en un asalto y la mujer anda ahora por ahí, más o menos con quien caiga, dígase más o menos, pero con cautela, porque algunas veces la han tomado contra su voluntad, dos que lo hicieron aparecieron unos días después muertos a puñaladas, no se llegó a saber quién los había matado, en tan gran juntamiento de hombres no se pueden evitar desórdenes y agresiones, sin contar con que puede haber sido también obra de moros infiltrados en el real, hiriendo por la callada y a traición. Mogueime se aproximó a la mujer, algunos pasos, se sentó en una piedra, mirando. Ella no se volvió, lo había visto de reojo cuando se acercaba, lo reconocía por la figura y el pelo y el modo de andar, pero no sabía cómo se llamaba, sólo que era portugués, en una ocasión le oyó hablar gallego. El movimiento cadencioso de las caderas de la mujer perturbaba a Mogueime. Además, no le quitaba ojo desde que el caballero murió, e incluso antes, pero un soldado raso, y más si es medieval, no se atrevería a andar metiéndose con la mujer del prójimo, aunque barragana. Cayó en tristeza y rabia al ver que luego se la llevaron otros, pero ella no se quedó con ninguno, aunque algunos la quisieran, como los apuñalados, que de tan bien que la querían la intentaron obligar. Obligarla a su vez era una idea que Mogueime no tenía, mucho menos en este descampado, con gente a la vista, unos soldados también de asueto, unos pajes que bañaban las mulas de sus señores, una escena en verdad pacífica que no parecía de cerco e intento de conquista, sobre todo si, como ahora, volvemos la espalda a la ciudad y al castillo y tenemos ante los ojos la tranquila superficie de las aguas del estuario, aquí tan metidas tierra adentro que ni llega la ondulación amplia del río, y enfrente las colinas con árboles dispersos en un suelo amarillo unas veces y otras verde oscuro, según lo cubra el mato perenne o el herbazal reseco por el verano. Hace calor, la hora es del mediodía, los ojos tienen que desviarse del agua para no quedar deslumbrados y ciegos con el resplandor fijo del sol, no los ojos de Mogueime, claro, que ésos no se despegan del bulto de la mujer. Ahora ella ha erguido el cuerpo, levanta y baja el brazo para batir la ropa, el ruido del golpe corre sobre el agua, es un sonido que no se confunde, y otro, y otro, y luego hay un silencio, la mujer descansa las dos manos sobre la piedra blanca, un viejo cipo funerario romano, Mogueime mira y no se mueve, es entonces cuando el viento trae el grito agudo de un almuédano, casi sumido en la distancia, pero aun así inteligible para quien, aunque no conozca la arábiga lengua, desde hace casi un mes los viene oyendo, tres veces al día. La mujer vuelve ligeramente la cabeza hacia la izquierda como para escuchar mejor la llamada, y estando Mogueime de ese lado, un poco más atrás, habría sido imposible que no se encontraran los ojos de él con los de ella. Todo el deseo físico de Mogueime se apagó en un ápice, sólo el corazón se desató a saltos en una especie de pánico, es difícil llevar más lejos el análisis de la situación porque hay que tener en cuenta el primitivismo de los tiempos y de los sentimientos, se corre siempre el riesgo de un anacronismo, por ejemplo, poner diamantes en coronas de hierro o inventar sutilezas de erotismo refinado en cuerpos que se contentan con ir derechos al fin empezando rápidamente por el principio. Pero este soldado Mogueime ya ha mostrado ser en algo diferente del resto cuando el debate sobre la conquista de Santarem y el forzamiento y degüello de las mujeres moras, y si es cierto que entonces se mostró propenso a tentaciones de loca fantasía, también puede ser que por eso mismo, contradictoriamente, si la verdad debe ir delante de todas las cosas, encontremos la raíz de su diferencia, en la duda, en la reordenación posterior de un hecho, en la averiguación oblicua de sus motivos, en la interrogación ingenua sobre la influencia que cada uno de nosotros tiene en los actos ajenos, sin que lo sepamos y deliberadamente despreciemos a quien de ellos pretende ser entero autor. Con los pies descalzos en la arena gruesa y húmeda, Mogueime siente el peso todo de su cuerpo como si hubiera pasado a formar parte de la piedra en que está sentado, bien podrían ahora las trompetas reales tocar al asalto que lo más seguro es que no las oyera, lo que sí resuena en su cabeza es el grito del almuédano, continúa oyéndolo mientras mira a la mujer, y cuando ella al fin desvía los ojos el silencio se hace absoluto, verdad es que hay ruidos alrededor, pero pertenecen a otro mundo, las mulas resuellan y beben en el arroyo de agua dulce que desagua en el estuario, y como probablemente no se encontraría otra manera mejor de empezar lo que ha de ser hecho, Mogueime pregunta a la mujer, Cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre, Yo soy Mogueime, para abrir un camino, para dar antes de recibir, y quedamos luego a la espera, hasta oír la respuesta, cuando viene, cuando no nos responden con el silencio, pero éste no es el caso ahora, Me llamo Ouroana, dijo ella.

El papel con el número de teléfono sigue allí, sobre la mesa, nada más fácil que marcar los seis números, y del otro lado, a kilómetros de distancia, se oirá una voz, tan sencillo, no nos importa ahora si de María Sara si del marido, lo que debemos es señalar las diferencias entre aquel tiempo y este tiempo, para hablar, como para matar, es preciso acercarse, así lo hicieron Mogueime y Ouroana, ella vino de Galicia traída a la fuerza para este cerco, manceba de un cruzado que ya murió y después lavandera de hidalgos para merecer lo que come, y él, habiendo conquistado Santarem, vino a la procura de una gloria mayor frente a los muros formidables de Lisboa. Raimundo Silva marca cinco cifras, no le falta más que una, pero no se decide, finge saborear la anticipación de un gusto, el estremecimiento de un temor, se dice a sí mismo que si quisiera completaría la serie, sólo un gesto, pero no quiere, murmura No puedo y posa el auricular como quien de repente dejara una carga que iba a aplastarlo. Se levanta, piensa Tengo sed, y va a la cocina. Llena un vaso en el grifo, bebe lentamente, disfruta del frescor del agua, es un placer sencillo, tal vez el más sencillo de todos, un vaso de agua cuando se tiene sed, y mientras bebe imagina el arroyo corriendo hacia el estuario, y las mulas rozando con el morro la flor de la corriente, hace setecientos cuarenta años, los pajes las estimulan con un silbido, verdad es que no hay muchas cosas realmente nuevas bajo la rosa del sol, ni siquiera el rey Salomón fue capaz de imaginar cuánta razón tenía. Raimundo Silva posó el vaso, se volvió, sobre la mesa de la cocina había un papel, la acostumbrada e innecesaria explicación de la asistenta, Me voy, lo dejo todo, ordenado, pero esta vez no es así, ni una palabra sobre sus obligaciones, es otro el recado, Le ha llamado una señora, dice que la llame al número, y Raimundo Silva no precisa correr al despacho para saber que el número es el mismo que está en el papel arrugado, aquel que tanto le costó encontrar. O no perder.


El motivo por el que Raimundo Silva consiguió no telefonear a María Sara tuvo tanto de sencillo como de tortuoso, lo que resulta una manera de decir que poco deberá a la exactitud, pues estos adjetivos se aplicarían con otro rigor al raciocinio con el que fue obligado dicho motivo a conformarse. Al igual que en las novelas policíacas clásicas, lo esencial de la cuestión residía en el factor tiempo, es decir la circunstancia de que la llamada de María Sara fuera hecha durante la ausencia de Raimundo Silva, a una hora no conocida, que tanto podría ser la del inmediato minuto después de haber salido de casa como la del minuto inmediatamente anterior a aquel en el que la asistenta se marchó, hora que igualmente se desconoce, por no mencionar sino esos minutos extremos. En el primer caso, habrían pasado más de cuatro horas hasta que Raimundo Silva se enteró del recado, en el segundo caso, juzgando por la costumbre, unas tres. Bien ponderado todo, significa que María Sara, si quedó a la espera de una llamada en respuesta a la suya, tuvo tiempo para pensar que tal vez Raimundo Silva regresase a casa muy tarde, a horas en que no sería de buen gusto telefonear a casa de nadie, y más si se trata de una persona enferma. Aunque, expresión restrictiva pero no irónica, no sería la enfermedad tan grave si pudo, con su propia mano y voz, llamar a esta casa vecina del castillo, donde Raimundo Silva busca y no encuenra respuesta a la pregunta inevitable, Para qué me querrá. El resto de la tarde y la noche antes de acostarse los pasó desarrollando innumerables variaciones sobre este tema, yendo de lo simple a lo complejo, de lo general a lo particular, desde una petición cualquiera de información, que sería absurda vistas las circunstancias, al absurdo aún mayor de que ella quisiera declararle su amor, asimismo, por teléfono, como quien no puede resistir más la deliciosa tentación. La irritación consigo mismo, por haberse dejado llevar por un pensamiento loco hasta esta hipótesis, alcanzó un extremo tal que, en un gesto de malhumor, se fue a la rosa blanca, que realmente se marchitaba en el solitario, y la tiró a la basura, golpeando luego con fuerza la tapa del recipiente, a manera de sentencia final, Soy un idiota, dijo en voz alta, pero no se explicó si lo era por haber dejado que los pensamientos fueran tan lejos o por haber maltratado así a una flor inocente que había durado lozana algunos días y merecía que la dejaran extinguirse, marchitándose, en una suavísima delicuescencia, con un resto de perfume y una última y escondida blancura en su íntimo corazón. Sin embargo debe añadirse que, estando acostado ya, avanzada la noche, y sin poder dormir, Raimundo Silva se levantó y fue a la cocina, abrió el cubo de la basura y recogió la mancillada rosa, que delicadamente limpió y lavó en un hilo de agua para no dañar sus frágiles pétalos, luego la restituyó al solitario, amparando su corola decaída con una pila de libros sobrepuestos, el último de los cuales, por interesante coincidencia, era la Historia del Cerco de Lisboa, ejemplar fuera de mercado. El último pensamiento de Raimundo Silva antes de quedarse dormido fue, Mañana llamo, declaración perentoria que está tan de acuerdo, en cuanto promesa, con su carácter vacilante como si hubiera sido proferida, con real decisión, por persona más resuelta, el caso está en que no todo se puede hacer hoy, ya es bastante la firmeza cuando no lo dejamos para pasado mañana.

Al día siguiente, Raimundo Silva despertó con ideas muy claras sobre cómo disponer las tropas en el terreno para el asalto, incluyendo ciertos pormenores tácticos de su propia labra. El sueño, que vino profundo, trajo sueños auxiliares por medio, que disiparon bruscamente las dudas que aún lo afligían, cosa natural en quien nunca había sido instruido en los peligros y azares de una guerra verdadera, y encima con no pequeñas responsabilidades de mando. Era por demás evidente que ya no podría obtenerse el llamado efecto sorpresa, ese que deja a las personas sin acción ni reacción, sobre todo a las cercadas, que, no habiéndolo sabido antes, comprenden que al saberlo después lo supieron demasiado tarde. Con todo este alarde de fuerzas, este ir y venir de emisarios, estas maniobras de envolvimiento, más que hartos están los moros de saber lo que les espera, y la prueba está en aquellas terrazas cubiertas de guerreros, en aquellos muros erizados de lanzas. Raimundo Silva se encuentra en una interesante situación, la de quien, jugando al ajedrez consigo mismo y conociendo de antemano el resultado final de la partida, se empeña en jugar como si no lo supiera y, más aún, en no favorecer conscientemente a ninguna de las partes en litigio, las negras o las blancas, en este caso moros y cristianos, según los colores. Y muy abiertamente lo ha venido a demostrar, véase si no la simpatía, e incluso diríamos el aprecio, con que ha tratado a los infieles, en particular al almuédano, sin hablar del respeto que manifestó al referirse al portavoz de la ciudad, aquel tono, aquella nobleza, en contraste con cierta sequedad, cierta impaciencia, e incluso ironía, que siempre aflora en el discurso cuando trata de cristianos. No se infiera de esto, sin embargo, que las inclinaciones de Raimundo Silva van todas del lado de los moros, entendámoslo más bien como un movimiento de espontánea caridad, porque, en fin, por más que lo intentase no podría olvidar que los moros van a ser vencidos, pero sobre todo porque siendo él también cristiano, aunque no practicante, le indignan ciertas hipocresías, ciertas envidias, ciertas infamias que en su propio tiempo tienen carta blanca. En fin, el juego está en la mesa, por ahora sólo se han movido los peones y algunos caballos, y según la advertida opinión de Raimundo Silva, se debe intentar un asalto simultáneo por las cinco puertas, que dos tiene Lisboa menos que Tebas, con el objetivo de probar las fuerzas de los sitiados, que, habiendo suerte, bien puede ser que en una de ellas esté un batallón más asustadizo, caso en el que tendríamos vencida la batalla en poco tiempo y con reducida pérdida de inocentes de uno y otro lado.

No obstante, antes de la gran empresa es preciso telefonear. Prolongar durante un día más el silencio, aparte de cosa de mala educación, sólo serviría para provocar dificultades en las relaciones futuras, profesionales, claro está. Raimundo Silva telefoneará pues. Con todo, para empezar, llamará a la editorial, porque es admisible la hipótesis, e incluso fuertemente presumible, de que María Sara, restablecida de su breve trastorno de salud, ya haya ido a trabajar hoy, y hasta no es de excluir que fuera ése el motivo de la llamada recibida por la asistenta, por ejemplo, pedirle que compareciera al día siguiente en la editorial a fin de tratar, sin más pérdida de tiempo, de otra corrección. Raimundo Silva cree que será así, y está tan convencido que al decirle la telefonista que la doctora no está, Está enferma, señor Silva, no recuerda que se lo dije ayer, responde, Está segura de que no ha ido a trabajar, compruébelo, y la telefonista, puntillosa, Sé muy bien quién está y quién no está, Podía haber entrado sin que usted se diera cuenta, Yo me doy cuenta de todo, señor Silva, me doy cuenta de todo, y Raimundo Silva se estremeció al oír estas sibilinas palabras, que le sonaron a amenaza, a algo equivalente a No crea que me dan gato por liebre, o No se imagine que soy tonta, no quiso averiguar adónde llegaba la insinuación, soltó atropelladamente una frase apaciguadora y colgó. Don Afonso Henriques arenga a las tropas reunidas en el Monte da Graça, les habla de la patria, ya entonces era así, de la tierra natal, del futuro que nos espera, si no habló de los antepasados es porque entonces aún casi no los había, pero dijo, Pensad que si no vencemos en esta guerra Portugal se acabará antes de haber empezado, y así no podrán ser portugueses tantos reyes que están por venir, tantos presidentes, tantos militares, tantos santos y poetas, y ministros y cavadores de azada, y obispos y navegantes, y artistas, y obreros, y oficinistas, y frailes, y directores, por comodidad de expresión hablo en masculino, porque no me olvido de las portuguesas, las reinas, las santas, las poetisas, las ministras, las cavadoras de azada, las oficinistas, las monjas, las directoras, pero para que lleguemos a tener todo eso en nuestra historia, y lo demás que no diré por no alargar el discurso y porque todo no se puede saber ya hoy, para llegar a tener todo eso, es preciso empezar por conquistar Lisboa, y, en consecuencia, vamos por ella. Aclamaron las tropas al rey y, después, a la orden de alféreces y capitanes, marcharon a ocupar las posiciones que les estaban destinadas, llevando los jefes instrucciones imperiosas para que al día siguiente, al mediodía, cuando los moros estuvieran en oración, fuera desencadenado el ataque al mismo tiempo en los cinco frentes, que Dios nos proteja a todos, que en su servicio vamos.

Súplica semejante, pasada a la primera persona del singular, habrá murmurado Raimundo Silva en el acto de marcar el número del destino, pero tan apagada fue ella que no se le oyó fuera de la boca, trémula como de adolescente, él mismo tiene ahora más en que pensar, si piensa, si no es, todo él, sólo un tímpano inmenso donde suena y resuena el timbre del teléfono, el timbre no, la señal electrónica, esperando la interrupción súbita de la llamada, y que una voz diga, Dígame, o Sí, o Hable, o tal vez Haló, o posiblemente Quién habla, no faltan posibilidades entre las fórmulas tradicionales y sus variantes modernas, pero tan aturdido estaba que no llegó Raimundo Silva a entender lo que dijeron, sólo que era una mujer, entonces preguntó, cuidando poco la cortesía, Es la doctora María Sara, no, no lo era, De parte de quién, fue lo que quiso saber la voz, De Raimundo Silva, de la editorial, no era ésta una verdad incontrovertible, pero sirvió como simplificación de la identidad, seguro que nadie pensaba que fuera a presentarse como Raimundo Bienvenido Silva, corrector de pruebas, trabajando en su casa, y aunque lo hiciese sería igual la respuesta, Espere un momento, por favor, voy a ver si la doctora María Sara se puede poner, nunca momento alguno fue tan breve, No cuelgue, voy a pasarle el teléfono, silencio. Raimundo Silva imaginó la escena, la mujer, seguramente una empleada, desconectando el enchufe de la toma, llevando el aparato con las dos manos, amparado contra el pecho, puerilmente así lo veía, y entrando en un cuarto en penumbra, luego inclinándose para enchufarlo en otra toma, Cómo está, la voz sonó inesperada, Raimundo Silva creyó oír aún a la criada decir algo como Voy a pasarle a la señora doctora, serían tres o cuatro segundos más de aplazamiento, en vez de eso la pregunta directa, Cómo está, invirtiendo la situación, a él, sí, era a quien correspondía expresar interés por el estado de la enferma, Estoy bien, gracias, y añadió rápidamente, Quería saber si está mejor, Y cómo se ha enterado de que estoy enferma, En la editorial, Cuándo, Ayer por la mañana, Entonces decidió llamar para saber cómo estoy, Sí, Gracias por su interés, hasta ahora ha sido el único corrector que se ha interesado por mi enfermedad, Bueno, creí que debía hacerlo, espero no haberla molestado, Al contrario, le estoy muy agradecida, estoy mejor, creo que mañana o pasado podré ira la editorial, No quiero molestarla más, le deseo que se mejore, Antes de colgar, cómo supo el número de mi teléfono, Me lo dio Sara, La otra, Sí, la telefonista, Cuándo, Ya se lo dije, ayer por la mañana, Y no me llamó hasta hoy, Tuve miedo de molestarla, Pero venció el miedo, Parece que sí, la prueba es que estoy hablando con usted, Pero seguro que le habrán dicho que también yo intenté hablar con usted. Durante unos segundos Raimundo Silva pensó en fingir que no había recibido el recado, pero acabó por responder, cuando ya había pasado el tercer segundo, Sí, Puedo pues admitir que me ha telefoneado porque no tenía otro remedio, al ver que había tomado yo la iniciativa, Admita lo que quiera, está en su derecho, pero admita también que yo le pedí el número a la telefonista y si lo hice no fue para quedarme con él en el bolsillo a la espera de no se sabe qué, Se quedó a la espera de no sabe qué, La razón fue otra, Cuál, Simplemente, falta de valor, Su valor, por lo visto, se limita a aquel episodio de la corrección del que no le gusta que se hable, De hecho, le telefoneo sólo para saber cómo va su salud y desearle que se mejore, Y no cree que ya es hora de preguntarme por qué le telefoneé yo, Por qué me telefoneó, No sé si me gusta ese tono, Dé importancia a las palabras, no al tono, Supuse que su experiencia de corrector le habría enseñado que las palabras no son nada sin el tono, Una palabra escrita es una palabra muda, La lectura le da voz, Excepto si se lee mentalmente, Incluso así, porque no creerá usted que el cerebro es un órgano silencioso, Soy sólo un corrector, hago como hace el zapatero, que se contenta con la sandalia, mi cerebro sabe de mí, yo no sé nada de él, Interesante observación, Aún no ha respondido a la pregunta, A qué pregunta, Por qué me telefoneó, Ahora no sé si me apetece decirlo, Veo que no soy yo el único cobarde, No recuerdo haber hablado de cobardía, Habló de falta de valor, No es lo mismo, Las dos caras de una moneda son diferentes, pero la moneda es una sola, El valor sólo está en un lado, No comprendo esta conversación, y creo que no debemos continuarla, sin olvidar que es una imprudencia, estando usted enferma, No le sienta bien el cinismo, No soy cínico, Lo sé,por lo tanto es inútil que finja, En serio, creo que no sabemos ya lo que estamos diciendo, Yo lo sé muy bien, Entonces explíquemelo, No necesita explicaciones, Está escapando de la cuestión, Es usted quien escapa de la cuestión, se esconde detrás de sí mismo, y quiere que le diga lo que ya sabe, Por favor, Por favor qué, Creo que es mejor que lo dejemos, este diálogo es casi un equívoco, Porque lo está empujando usted en ese sentido, Yo, Sí, Está usted equivocada, a mí me gustan las cosas claras, Entonces sea claro, dígame por qué es agresivo cuando habla conmigo, No soy agresivo con nadie, no tengo esa cualidad moderna, Es agresivo conmigo, por qué, No lo soy, Lo es desde el día en que nos conocimos, si precisa que se lo recuerde, Las circunstancias, Pero las circunstancias se modificaron después, y la agresividad continuó, Perdone, nunca he tenido esa intención, Ahora soy yo quien le pide que, por favor, no use palabras inútiles, Me callo, Entonces oiga, le llamé porque me sentía sola, porque tenía la curiosidad de saber si estaba trabajando, porque quería que me deseara que me mejorase, porque, María Sara, No diga mi nombre así, María Sara, usted me gusta, pausa larga, Es verdad, Es verdad, Pues le ha costado mucho decírmelo, Y tal vez nunca se lo hubiera dicho, Por qué, Porque somos diferentes, pertenecemos a mundos diferentes, Qué sabe usted de todas esas diferencias, nuestras y de los mundos, Imagino, veo, saco conclusiones, Esas tres operaciones tanto pueden llevar a la verdad como al error, Lo admito, y el error mayor, en este momento, habrá sido decirle que me gusta, Por qué, No sé nada de su vida, si está, Casada, Sí, o, Comprometida, como se decía antes, Sí, Imaginemos que estoy realmente casada, o comprometida de cualquier forma, impediría eso que yo le gustara, No, Y si yo estuviera realmente casada o tuviera otro tipo de compromiso, cree que impediría eso que usted me gustara si esto tenía que ocurrir, No lo sé, Entonces, tome nota de que me gusta, pausa larga, Es verdad, Es verdad, Oiga, María Sara, Diga, Raimundo, pero antes ha de saber que hace tres años que estoy divorciada, que hace tres años que he puesto fin a una relación y que no he empezado otra, que no tengo hijos, que quiero tenerlos, que vivo en casa de un hermano, que la persona que atendió el teléfono es mi cuñada, y que no necesita usted decirme quién fue la que cogió mi recado, porque sé que es la asistenta, y ahora, sí, tiene la palabra, señor corrector, no me haga caso, estoy casi estallando de alegría, Por qué le gusto, dígamelo, No lo sé, Y no teme que cuando lo empiece a saber pueda empezar a no gustarle, A veces ocurre eso, incluso muchas veces, Entonces, Entonces, nada, lo de después sólo después se conoce, Usted me gusta, Creo que sí, que le gusto, Cuándo nos vemos, En cuanto me levante de este lecho de dolor, Dónde, En todas partes, Ahora puedo preguntar qué enfermedad es ésa, Nada de importancia, o mejor dicho, sí, la gripe más importante de mi vida, Desde ahí no me puede ver, pero estoy sonriendo, Gran novedad ésa, la sonrisa es cosa que nunca he visto en su boca, Puedo decirle que la quiero, No, diga sólo que le gusto, Ya se lo he dicho, Entonces guarde el resto para el día en que sea verdad, si llega ese día, Llegará, No juremos sobre el futuro, mejor será esperarlo para ver si él nos reconoce, y ahora esta débil y febril mujer pide que la dejen descansar, necesita recuperar fuerzas para el caso, quizá probable, de que a alguien se le ocurra telefonear hoy, A quién, a usted, O a usted, el sentido de la frase admite dos destinatarios, depende, La ambigüedad no siempre es un defecto, Hasta luego, Deje que me despida con un beso, Está llegando el tiempo de ellos, Para mí ya tardaba, Sólo una pregunta más, Diga, Ha empezado a escribir la Historia del Cerco de Lisboa, Sí, No sé si me seguiría gustando si me dijera que no, adiós.

Adiós, fue la palabra. En su cuarto, acostada, María Sara cuelga lentamente el auricular, al mismo tiempo que Raimundo Silva, sentado a su mesa, cuelga lentamente el auricular. Con un movimiento ondulatorio, ella se hunde, perezosa, entre las sábanas, mientras él, con abandono, se recuesta en el respaldo de la silla. Están felices, ambos, y hasta tal punto que sería gran injusticia separarnos de uno para quedarnos hablando del otro, como más o menos estaremos obligados a hacer, pues conforme quedó demostrado en otro más fantasioso relato, es física y mentalmente imposible describir los actos simultáneos de dos personajes, mayormente si ellos están lejos el uno del otro, al sabor de los caprichos y preferencias de un narrador siempre más preocupado con lo que cree que son los intereses objetivos de su narración que con las esperanzas legítimas de este o de aquel personaje, aunque secundario, de ver preferidos sus más modestos decires y menudas ácciones a los importantes hechos y palabras de los protagonistas y los héroes. Y como de héroes hablamos, dense como ejemplo ilustrativo aquellos encuentros maravillosos de los caballeros de la Tabla Redonda o de la Demanda del Graal con sabios ermitaños o misteriosas doncellas puestas en su camino, que llegando al fin la plática y la lección, partía el caballero rumbo a nuevas aventuras y reuniones, y nosotros obligatoriamente con él, quedando en la página abandonados, cuántas veces del todo y para siempre, el ermitaño en una, la doncella en otra, cuando nos gustaría más saber qué destino tuvieron ésos, si al ermitaño, por amor, lo retiró una reina de su ermita, si la doncella, en vez de quedarse en el bosque a la espera del próximo caballero perdido, fue ella a ver si encontraba por el mundo un hombre. En este caso de María Sara y Raimundo Silva, la cuestión se complica mucho, visto que los dos son personajes principales, como principales estarán siendo, ahora mismo, sus gestos y pensamientos, de los cuales, al fin, vista la dificultad insuperable, no nos queda otra solución que elegir algo que el criterio del lector tenga a bien aceptar como esencial, por ejemplo, en cuanto a María Sara, observar que hubo también cierta voluptuosidad en el movimiento que primero nos limitamos a calificar de perezoso, y que Raimundo Silva tiene los labios secos como si una repentina fiebre hubiera entrado en su cuerpo, y todo él empezó a temblar, es la resaca de los nervios, tensos durante la conversación, engañosamente relajados en el instante brevísimo de los adioses, y zumbando ahora como alambres tensados, o respetando la belleza y la conmoción, arpa eólica que el viento aunque ciclónico, hace vibrar. Dígase también que durando la sonrisa de María Sara tanto, y siendo o pareciendo tan genuinamente feliz la expresión de él, la cuñada le preguntó, curiosa, Quién es ese Raimundo Silva que te ha puesto en ese estado, y María Sara, sin dejar de sonreír, respondió, Todavía no lo sé. Raimundo Silva no tiene con quien hablar, sonríe apenas, ahora que la tranquilidad regresa poco a poco, se levanta, es un hombre nuevo el que sale del despacho y se dirige al dormitorio, y que mirándose a un espejo no se reconoce, aunque, tan consciente de ser esto que aquí está, que al reparar en la línea blanca de la raíz de los cabellos se limita a encogerse de hombros, con una indiferencia que es real, quizá un poco impaciente, tal vez porque son lentos los progresos de la verdad. María Sara mira la hora en el reloj de pulsera, es pronto para que vuelva a sonar el teléfono o para que ella se decida a llamar, la gran prueba de la sabiduría es tener presente que hasta los sentimientos deben saber administrar el tiempo. Raimundo Silva mira la hora en el reloj de pulsera y sale. Pasó en la calle más tiempo del necesario para ir a la florista y comprar cuatro rosas, las más suavemente blancas que había. Cruzó con la dependienta un animado diálogo antes de conseguir lo que por añadidura pretendía y para lo que, al fin, tuvo que mostrarse mucho más generoso propinador de lo que es práctica común y aún menos costumbre propia, pues no persuadieron lo bastante a la dependienta los diversos argumentos usados, desde el intento de demostrarle que la diferencia entre dos rosas y doce rosas es puramente aritmética y no de valor, hasta algunas misteriosas y veladas alusiones al cumplimiento de una promesa sobre la cual un juramento solemne le impedía abrirse como le gustaría, Aunque sólo fuera para corresponder a tanta paciencia y amabilidad. Ya con la gratificación reconfortante en el bolsillo de la bata de servicio, la dependienta accedió a dejarse impresionar, y, prosiguiendo la conversación, no sorprendería nada que acabaran concluyendo que el dinero no tuvo ninguna influencia en el entusiasmo con que ella se adhirió al inusual requerimiento del cliente, inusual, sí, puesto que, por más vueltas que se le den, dos rosas no son doce, ni siquiera una orquídea, que ésa a sí misma se basta, y hasta se prefiere. Para no ser cogido en falso, en ausencia que sería doblemente frustradora, Raimundo Silva volvió a casa en taxi, subió las escaleras corriendo, proeza gimnástica que durante unos minutos dificultó su respiración, Imprudencia, pensó, a mi edad no se debe subir de esta manera la Calçada de la Gloria, dijo gloria sin pensarlo, luego, divirtiéndose con sus mismas exageraciones, físicas y vocabulares, retiró la flor marchita del solitario, cambió el agua, y dispuso en él, con arte y lentitud de japonés, las dos rosas que había traído.

Por la ventana del cuarto se veían pasar nubes, despacio, pardas y pesadas, en el cielo violeta del atardecer. Pese a ir adelantada, la primavera aún no se había decidido a abrir las puertas al calor, al Austro tibio que lleva a desahogar los cuellos y subir las mangas, en cierto modo Raimundo Silva anda viviendo en dos tiempos y dos estaciones, el julio ardentísimo que refulge e inflama las armas que cercan Lisboa, y este abril húmedo, gris, con un sol a veces destelleante que vuelva luz dura, como un diamante liso y cerrado. Abrió la ventana, apoyó los codos en la barandilla, se sentía bien pese a lo desabrido del tiempo, felizmente la casa da la espalda al Boreas, que es el que sopla en este momento, en súbitas y pequeñas ráfagas, que contornean la esquina y le rozan luego la cara como una caricia fría. Al poco, se siente aterido y piensa que debía recogerse, cuando en un instante queda transido, literalmente transido, al recordar que allí donde está no puede oír el timbre del teléfono, si suena. Entró deprisa y se precipitó hacia el despacho como si aún quisiera percibir las últimas vibraciones, el teléfono estaba allí, quieto, negro, como siempre, pero ahora había dejado de ser un animal amenazador, un insecto acorazado de espinos y aguijones, podía ser incluso comparado con un gato dormido, enroscado en su propio calor, que despierto no amenazará con uñas de pequeña y cuántas veces mortal fiera, sino que se quedará esperando la mano que se aproxima para rozarse en ella, voluptuoso y cómplice. Raimundo Silva volvió al cuarto, se sentó a la pequeña mesa junto a la ventana sin encender la luz, a la espera. Apoyó la frente entre las manos, gesto suyo característico, con las puntas de los dedos rozaba distraídamente la raíz de los cabellos donde otra historia estuvo escrita, porque ésta de ahora, comenzada, sólo podía leerla quien los ojos tuviera lúcidos y abiertos, no un ciego, a quien, por muy apurada que tuviera la sensibilidad táctil, no le dirían los dedos qué color es ése, nuevo, de unos cabellos. Pese a estar la tarde cayendo, la penumbra del cuarto no sería tan densa si no fuera por el alpende, que incluso en días claros cierra el paso a la luz cenital, y en este momento hace nacer aquí la noche cuando ahí fuera, entre los desgarrones lentos de las nubes, el cielo próximo aún se deja penetrar por los últimos rayos que el sol, pasando por detrás del mar, lanza hasta las regiones superiores del espacio. Erguidas en el estrecho solitario, las dos rosas albean en el oscuro azul del cuarto, las manos de Raimundo Silva se posan sobre la última hoja escrita, unas líneas negras indescifrables, tal vez de arábiga lengua, no estuvimos atentos a la voz del almuédano, en vano gritó él, el sol se demoró aún un largo minuto, posado sobre el horizonte nítido, esperando, después se dejó hundir, ahora cualquier palabra llegaría demasiado tarde. La silueta de Raimundo Silva se confunde poco a poco con el espesor de las sombras, las rosas aún recogen de la ventana la casi imperceptible luz retenida en los cristales y en ella se bañan, al tiempo que exhalan desde el corazón profundo de las corolas un perfume inesperado. Las manos de Raimundo Silva se levantan despacio y las tocan, una, otra, como si dos mejillas tocara, una, otra, preludio del movimiento siguiente, dos labios que lentamente se van aproximando y rozan los pétalos, la boca múltiple de la flor. Ahora que no suene el teléfono, que nada venga a interrumpir este momento antes de que por sí mismo se acabe, mañana los soldados reunidos en el Monte da Graça avanzarán como dos tenazas, a naciente y a poniente, hasta la margen del río, y pasarán a la vista de Raimundo Silva, que vive en la torre de la Porta de Alfofa, y cuando él se asome a la terraza, curioso, llevando una rosa en la mano, o dos, le gritarán desde abajo que es demasiado tarde, que ya no es tiempo de rosas, sino de sangre final y de muerte. Por este lado, en dirección a la Porta de Ferro, bajará el cuerpo de tropa que lleva por capitán a Mem Ramires y donde, en el tropel, va Mogueime, a quien su comandante, viéndolo al fin y reconociéndolo, imaginamos que por la altura, que la cara es barbada como la de todos, le gritará con una buena risa llana y medieval, Eh, hombre, altas son de más estas murallas para que a tus hombros pueda yo otra vez subir y lanzar la escala, como en Santarem hicimos y cuán bien nos aprovechó, y al rey nuestro señor, y Mogueime, puesto en confianzas, pero a quien, aun así, no se le pasa por la cabeza contradecir la versión de su oficial sobre la posición relativa de las partes constitutivas de la ya célebre escalera humana, responde con aquella filosofía de soldado que va a la guerra y contesta al general que pasa en jeep, Si ahí dentro nos volvemos a ver, será señal de que hemos ganado ambos la guerra, pero si alguno de nosotros falta al encuentro, ése la habrá perdido, y ahora, alce vuestra señoría el escudo, que ahí viene una lluvia de saetas. Raimundo Silva encendió la lámpara de la mesa, la rápida luz por un momento pareció apagar las rosas, después reaparecieron como si a sí mismas se reconstruyeran, pero sin aura ni misterio, al contrario de lo que se cree fue un botánico el autor de la célebre frase, Una rosa es una rosa es una rosa, un poeta habría dicho sólo, Una rosa, el resto cabría en el silencio de contemplarla.

Al fin, el teléfono. De un salto, Raimundo Silva se levanta, la silla empujada hacia atrás oscila y cae, y él ya está en el pasillo, un poco por delante de alguien que lo observaba sonriendo con suave ironía, Quién nos iba a decir, querido amigo, que tales cosas acabarían por ocurrirnos, no, no me respondas, es pérdida de tiempo responder a preguntas retóricas, ya varias veces hablamos de eso, vete, vete, que yo te sigo, nunca tengo prisa, lo que algún día tenga que ser tuyo, mío ha de ser, yo soy siempre aquel que llega después, vivo cada momento vivido por ti como si de ti respirase un perfume de rosas sólo guardado en la memoria, o, menos poéticamente, tu plato de hortalizas y judías blancas, donde en cada instante tu infancia renace, y no la ves, y no querría creerlo si te lo dijera. Raimundo Silva se lanzó sobre el teléfono, en un segundo de duda pensó, Y si no es ella, era ella, María Sara, que le decía, No debía haberlo hecho, Por qué, preguntó él desconcertado, Porque a partir de hoy no podré no recibir rosas todos los días, Nunca faltaré con ellas, No me refiero a rosas rosas, Entonces, Nadie debería dar menos de lo que ya dio una vez, no se dan rosas hoy para dar un desierto mañana, No habrá desierto, Es sólo una promesa, no lo sabemos, Es verdad, no lo sabemos, tampoco yo sabía que enviaría dos rosas, y usted, María Sara, por su parte, no sabe que dos rosas iguales a ésas están aquí, en un solitario, sobre una mesa donde hay unas hojas escritas con la historia de un cerco que nunca aconteció, al lado de una ventana que da hacia una ciudad que no existe tal como la veo, Quiero conocer esa casa, Probablemente no le va a gustar, Por qué, No sé decirlo, es una casa sencilla, o, menos aún, sin belleza, nos reunimos aquí yo y unos muebles, deshermanados, hay muchos libros, vivo de ellos, pero soy el que está siempre del lado de fuera, hasta cuando corrijo un error tipográfico o del autor, soy como aquel paseante que en un jardín, por escrúpulo de limpieza, levanta una hoja del suelo y, al no saber dónde dejarla, se la guarda en su bolsillo, es todo lo que llevo conmigo, hojas secas, marchitas, ningún fruto sano para la boca, Iré a hacerle una visita, No hay nada que más desee en el mundo, se interrumpió un instante breve y añadió, Por ahora, pero, como si se arrepintiese de lo que había dicho o hubiera encontrado que resultase demasiado inconveniente, corrigió, Perdone, no era ésa mi intención, y como ella seguía callada dejó salir palabras que nunca imaginaría que fuera capaz de pronunciar alguna vez, directas, francas, explícitas por sí mismas y no por cualquier juego de cautelosa insinuación, Claro que fue con intención, y no le pido disculpas. Ella se echó a reír, tosió un poco, Mi problema, en esta situación, es saber si debería haberme ruborizado antes o si es ahora cuando debo ruborizarme, Recuerdo que la vi ruborizada una vez, Cuándo, Cuando toqué la rosa que estaba en su despacho, Las mujeres se ruborizan más que los hombres, somos el sexo frágil, Ambos sexos son frágiles, también yo me ruboricé, Sabe usted mucho de la fragilidad de los sexos, Sé de mi propia fragilidad, y algo de la de los otros, si los libros saben, ellos, de lo que hablan, Raimundo, Diga, En cuanto pueda salir, iré a verlo, pero, La esperaré, Esas palabras son buenas, No entiendo, Cuando ahí esté, tendrá que continuar esperándome, y yo seguiré también a la espera, porque ni el uno ni el otro sabe cuándo llegaremos, Esperaré, Hasta pronto, Raimundo, No tarde, Qué va a hacer cuando colguemos, Acampar frente a la Porta de Ferro y rezar a la Virgen Santísima para que a los moros no se les ocurra atacarnos a la callada por la noche, Tiene miedo, Estoy temblando de pavor, Tanto, Antes de venir a esta guerra, yo era sólo un corrector de pruebas, sin mayores cuidados que trazar correctamente un deleátur para explicárselo al autor, Parece que hay interferencias en la línea, Lo que se oye son los gritos de los moros amenazando desde las almenas, Tenga cuidado, No he venido de tan lejos para morir ante los muros de Lisboa.


Si por buenos y averiguados tomamos los hechos tal como en su carta a Osberno nos relató el antes mencionado Fray Rogeiro, va a ser preciso explicar a Raimundo Silva que no se engañe sobre la supuesta facilidad de acampar, sin más, en la frontera de la Porta de Ferro, o en cualquier otra, porque esta perversa raza de moros no es tan timorata que, sin lucha, se haya encerrado a siete llaves, a la espera de un milagro de Alá capaz de desviar a los gallegos de sus funestas intenciones. Lisboa, lo hemos dicho, tiene casas fuera de sus muros, y no son ellas pocas, ni de simple veraneo o jardinaje, más bien es ésta una ciudad que rodea a la otra, y si es sabido que, dentro de unos días, cuando el cerco sea al fin una realidad geométrica, en ellas se instalarán cómodamente los cuarteles generales y las personalidades importantes, militares y religiosas, así dispensadas de soportar la relativa incomodidad de las tiendas, ahora va a ser necesario pelear duramente para expulsar a la marisma de estos apacibles arrabales, de calle en calle, de patio en patio, de azotea en azotea, batalla que no durará menos de una semana y que sólo será posible vencer porque los portugueses en esa ocasión eran superiores en número, una vez que los moros no sacaron todos sus batallones y las tropas de dentro no podían intervenir con las hondas y las ballestas, por miedo a herir o matar hermanos que a este combate de primera línea, de buen grado o sin él, se habían sacrificado. No censuremos, sin embargo, a Raimundo Silva, que, como él mismo no se ha cansado de recordarnos, no pasa de ser un simple corrector eximido del servicio militar, y sin conocimiento de estas artes, pese a que entre sus libros haya una edición resumida de las obras de Clausewitz, comprada de lance hace muchos años y que nunca abrió. Quizá haya querido abreviar su propio relato, considerando que, pasados tantos siglos, lo que cuenta son sólo los episodios principales. Hoy las personas no tienen ni tiempo ni paciencia para meterse en la cabeza pormenores y menudencias históricas, eso estaría bien para los contemporáneos de nuestro rey Don Afonso el Primero, que tenían, desde luego, mucha menos historia que aprender, una diferencia de ocho siglos a su favor no es juego ninguno, lo que a nosotros nos salva son los ordenadores, les metemos dentro todo cuanto sea enciclopedia y diccionario, y quedamos así dispensados de tener memoria propia, pero este modo de entender las cosas, digámoslo antes de que nos lo diga otro, es absoluta y condenatoriamente reaccionario, pues las bibliotecas de nuestros padres y abuelos para eso es para lo que servían, para que no sufriera carga excesiva el neopalio, que ya hace demasiado para el tamaño que tiene, minúsculo, allí en el fondo del cerebro, rodeado de circuitos por todas partes, cuando Mem Ramires le dijo a Mogueime, Ponte ahí, que voy a subirme en tus hombros, tal vez no se piense que fue esta frase obra del neopalio, donde, estando la memoria de escaleras y soldados disciplinados, está también la inteligencia, convergencia o relación de causa y efecto de la que no se puede envanecer el ordenador, pues, sabiéndolo todo, no entiende nada. Dicen.

Está Lisboa al fin cercada, ya han enterrado algunos muertos, los heridos han sido llevados en bateles hasta la otra orilla del estuario, y desde allí, por el monte arriba, unos a los cementerios, otros a los hospitales de sangre, éstos todos juntos, aquéllos según su nación y condición. En el campamento, si descontamos el pesar y el llanto por las pérdidas sufridas, nada exageradas, pues esta gente es dura de sentimientos y poco dada a lágrimas, se nota una gran confianza en el futuro y una extremada fe en las ayudas de Nuestro Señor Jesucristo, que esta vez no va a precisar darse el trabajo de aparecerse como en Ourique, ya obró prodigio bastante al hacer que los moros, en la prisa de la retirada, hubieran abandonado al apetito enemigo, nuestro, las muchas cargas de trigo, cebada, mijo y legumbres que, para provisión de la ciudad y por no caber en ella, estaban guardadas en bodegas subterráneas abiertas a media ladera, entre la Porta de Ferro y la Porta de Alfofa. Fue entonces, en esta feliz descubierta, cuando el rey Don Afonso, con una sabiduría que su poca edad no haría prever, pues tenía entonces treinta y ocho años, un chiquillo, pronunció la célebre sentencia que entró de inmediato en el circuito de las ideas portuguesas, Guardado está el bocado para quien lo ha de comer, y prudentemente mandó recoger los alimentos para no tener que inventar tan pronto otro dictado, Barriga de pobre, antes reventar que sobre, el mejor momento para racionar es el de la abundancia, remató.

Había pasado ya una semana sobre la errada previsión de Raimundo Silva, la de su primera estrategia, cuando pensó que al mediodía del día siguiente a aquel en que se movieron las tropas del Monte da Graça se daría asalto simultáneo a todas las puertas de la ciudad, con la esperanza de encontrar un punto débil en la defensa y por allí romper, o atrayendo hacia allí refuerzos que, desguarneciendo los otros frentes, los dejaran debilitados y entonces. No vale la pena terminar la frase. Sobre el papel todos los planes son más o menos buenos, no obstante, la realidad ha mostrado su irresistible vocación a desviar proyectos y desgarrar planes. No fue sólo el caso de los arrabales convertidos por los moros en baluartes, que ése acabó por ser resuelto. Aunque con grandes bajas, ahora la cuestión está en saber cómo se puede entrar por puertas tan cerradas, defendidas por piñas de guerreros encaramados a las altas torres que las flanquean y protegen, o cómo se asaltan muros de esta altura, donde las escaleras no consiguen llegar y donde nunca se quedarán dormidos los centinelas. En definitiva, Raimundo Silva está en excelentes condiciones para juzgar las dificultades de la empresa, pues desde su balcón percibe que no precisaría de una puntería rigurosa para matar o herir a cuantos cristianos intentaran acercarse a esta Porta de Alfofa, si aún aquí estuviese. Corre por el campamento el rumor de que hierven en divergencias los altos mandos, divididos entre dos tesis operativas, una que propone el asalto inmediato con todos los medios disponibles, empezando por un poderoso tiro de barrera para obligar a los moros a retirarse de las almenas, y terminando por el empleo de arietes gigantescos para embestir las puertas y derribarlas, y otra menos aventurada, que defiende el establecimiento de un cerco tan apretado que ni un ratón pueda o entrar o salir de Lisboa, o, con mayor precisión, que salgan los que quieran, pero que no entre ninguno, que al fin por hambre rendiríamos la ciudad. Argumentan los adversarios de la primera tesis que la conclusión, es decir, la entrada victoriosa en Lisboa, se asienta en una premisa falsa, que es la de suponer que el tiro de barrera sería suficiente para hacer retroceder a los moros de las almenas, A esto, caros señores, se llama vender el huevo en el culo de la gallina, lo más seguro es que ni se muevan, no precisarán más que armar unas coberturas, unos alpendes, bajo los cuales se abrigarían, y así, muy a su salvo, nos fusilarán desde arriba con todo sosiego o nos echarán aceite hirviendo encima, que es mala costumbre de ellos. Responden los defensores del ataque inmediato que quedar a la espera de que los moros se rindan por hambre no es cosa de hidalgos de tan alto linaje como los que allí se encuentran, y que fue ya inmerecida caridad proponerles que se retirasen llevándose haberes y pertenencias, ahora sólo la sangre podrá lavar los muros de Lisboa de la mancha infame que hace más de trescientos cincuenta años infecta estos lugares que puros a Cristo es hora de restituir. Ha oído el rey a unos y otros, a unos y otros reconoce un tanto de razón y se la niega, porque si es verdad que no le parece propio de su dignidad quedarse a la espera de que el fruto caiga maduro del árbol, tampoco cree que un ataque lanzado a lo bruto pueda causar efecto, aunque traigan para hundir las puertas de la ciudad a todos los carneros del reino. Pidió entonces el caballero Enrique licencia para recordar que en todos los cercos de Europa se han venido usando, con los mejores resultados, unas torres móviles de madera, es decir no tan móviles pues para mover un artefacto de ésos se precisa una multitud de gente y de bestias, lo que cuenta es que en lo alto de la torre, cuando alcance la altura conveniente, construiremos un pasadizo que, bien protegido de ataques, irá poco a poco avanzando en dirección al muro, y desde él se lanzarán nuestros soldados como torrente incontenible, llevándose por delante sin merced ni recurso a la nefanda marisma, y concluyó la explicación diciendo, Grandes son las ventajas que vendrán a Portugal de imitar, en éste como en otros casos, lo que en Europa se está haciendo de más moderno, aunque al principio experimentéis dificultades para meteros en la cabeza las tecnologías nuevas, y, por mí, sé de la construcción de tales torres lo suficiente para enseñar a los nativos, Vuestra Alteza no tiene más que darme órdenes, confiado que el día de la distribución de premios no quede en olvido la especial importancia de mi contribución en el marco de los apoyos con que, pese a las defecciones comprobadas, pudo contar Portugal en esta hora decisiva de su historia.

Inclinábase el rey a anunciar su decisión, oídos ya tan avisados consejos, cuando otros dos cruzados se levantaron y pidieron la palabra, uno normando, otro francés, para decir que también ellos eran peritos en levantar torres de aquéllas, y que allí mismo pedían reconocimiento de competencias al respecto, haciendo valer la economía de sus métodos, tanto en diseño como en construcción, con la confianza de que serían aceptadas sus propuestas. En cuanto a las condiciones, también ellos se entregaban a la magnanimidad del rey y a su gratitud se confiaban, uniéndose por tanto al caballero Enrique, y haciendo suyas sus palabras por las mismas causas y razones. A quienes no gustó este giro del debate fue a los portugueses, ni a los partidarios de la espera ni a los que lo eran de la acción inmediata, si bien por motivos diferentes, sólo de acuerdo unos y otros en rechazar la hipótesis, peligrosamente creíble, de que los extranjeros llevaran la primacía, sin que la gente de esta tierra sirviera más que de mano de obra anónima, sin derecho a dejar su nombre inscrito en la obra y en la lista de recompensas. Verdad era que a los defensores del cerco pasivo no les desagradaba del todo el proyecto de las torres, pues resultaba evidentísimo que no podrían ser construidas en el desorden de los ataques, sin embargo a estas consideraciones habría que sobreponer siempre el orgullo patriótico, y así acabaron aquéllos haciendo frente común con los impacientes y partidarios de una acción pronta y directa, intentando de esa manera aplazar la simple recepción de las propuestas extranjeras. Ahora bien, la prueba de que Don Afonso Henriques merecía verdaderamente ser rey, y no sólo rey, sino rey nuestro, está en que supo decidir como Salomón, otro ejemplo de despotismo ilustrado, al fundir en un solo plan estratégico las diferentes tesis, disponiéndolas en una armoniosa y lógica sucesión. Felicitó en primer lugar a los partidarios del ataque inmediato por las virtudes de valor y osadía que así demostraban, dio luego su enhorabuena a los ingenieros de las torres por su sentido práctico adornado por los modernos dones de la invención y la creatividad, se congratuló finalmente con los demás por encontrar en ellos el loable mérito de la prudencia y la paciencia, enemigas de riesgos innecesarios. Hecho esto, sintetizó, Determino, pues, que el orden de las operaciones sea el siguiente, primero, asalto general, segundo, en el caso de que falle, avanzarán las torres, la alemana, la francesa, la normanda, tercero, si todo falla, mantendremos el cerco indefinidamente, que algún día se rendirán. Los aplausos fueron unánimes, o porque hablando el rey así debe ser, o porque todos encontraron satisfacción bastante en la decisión tomada, lo que vino a expresarse por tres diferentes dictados, o divisas, cada cual para su facción, decían los primeros, Candela que va delante, alumbra dos veces, contestaban los segundos, El primer mijo, para los pardales, remataban irónicos los terceros, Reirá mejor quien ría el último.

La evidencia de la mayor parte de los acontecimientos que constituyeron, hasta ahora, lo más sustancial del meollo de este relato, ha venido a demostrar que a Raimundo Silva no le sirvió de nada intentar hacer valer sus puntos de vista propios, ni cuando ellos transcurrían por así decir en línea recta, obligatoriamente, de la negativa introducida en una historia que, hasta ése su acto, se mantenía presa de esa especie de fatalidad particular a la que llamamos hechos, ya tengan ellos sentido en su relación con otros, ya surjan como inexplicables en un determinado momento del estado de nuestro conocimiento. Se da cuenta él de que su libertad comenzó y acabó en aquel preciso instante en que escribió la palabra No, de que a partir de ahí se había puesto en movimiento una nueva fatalidad, igualmente imperiosa, y que no le queda ahora sino intentar comprender lo que, habiendo comenzado por parecer iniciativa y reflexión suya, resulta tan sólo de una mecánica que le era y continúa siendo exterior, de cuyo funcionamiento alimenta apenas una muy vaga idea y en cuya actividad interviene no más que por el manejo aleatorio de palancas o botones cuya real función se desconoce, sabiendo únicamente que ése es su papel, botón o palanca movidos aleatoriamente por la emergencia de impulsos no previsibles, o, si adivinables e incluso autoestimulados, fuera de toda previsión en lo que se refiere a sus consecuencias próximas o remotas. Por eso se puede comprobar que, no habiendo él previsto, efectivamente, contar la nueva historia del cerco de Lisboa como aquí viene contada, se ve de pronto confrontado con el resultado de una necesidad tan implacable como la otra, aquella de la que había creído huir por la simple inversión de un signo y en la que al fin volvía a caer, ahora en negativo, o para hablar en términos menos radicales, como si hubiera escrito la misma música bajando medio tono en todas las notas. Raimundo Silva está pensando, seriamente, en poner punto final a su relato, en hacer regresar a los cruzados al Tajo, que no deben de ir muy lejos, estarán tal vez entre el Algarve y Gibraltar, y dejar así que la historia se cumpla sin variaciones, como mera repetición de hechos, según consta en los manuales y en la Historia del Cerco de Lisboa. Considera que ha dado ya su fruto verdadero el pequeño árbol de la Ciencia del Error por él plantado, o lo tiene prometido, que ha sido colocar a este hombre ante aquella mujer, y si eso hecho está, que empiece un capítulo nuevo, tal como se interrumpe un diario de navegación en el momento del descubrimiento de la nueva tierra, claro está que nadie prohíbe que se continúe escribiendo el diario de a bordo, pero será ya otra historia, no la del viaje, terminado, sino la del encuentro y la de lo que fue encontrado. Sin embargo, Raimundo Silva sospecha que tal decisión, si la tomara, no le iba a gustar a María Sara, que ella lo miraría indignada, y quizá incluso con una insoportable expresión de decepción. Siendo así, no habrá, por ahora, punto final, sólo una suspensión hasta la anunciada visita, que, por otra parte, en este momento en que estamos, Raimundo Silva sería incapaz de escribir una sola palabra más, si tiene perdida la serenidad del todo al ponerse a imaginar que tal vez Mogueime, en la víspera del asalto en masa ya decidido, y teniendo ante los ojos los muros de Lisboa resplandecientes de hogueras en las terrazas, se pusiera, él, a pensar en una mujer algunas veces avistada en estos días, Ouroana, barragana de un cruzado alemán, y que a esta hora estará durmiendo con su señor, en el Monte da Graça, en casa cubierta sin duda, y en una estera tendida en los ladrillos frescos en los que nunca volverá a acostarse un moro. Mogueime se ahogaba dentro de la tienda y salió para refrescarse, los muros de Lisboa, iluminados por las hogueras, parecían hechos de cobre, Que yo no muera, Señor, sin probar el gusto de la vida. Se pregunta ahora Raimundo Silva qué semejanzas hay entre este imaginado cuadro y su relación con María Sara, que no es barragana de nadie, con perdón de la impropia palabra, sin cabida hoy en el vocabulario de nuestras costumbres, ella dijo, Hace tres meses he puesto fin a una relación, no he empezado otra, son situaciones obviamente distintas, se supone que de común está sólo el deseo, que tanto lo sentía el Mogueime de aquel tiempo como lo está sintiendo el Raimundo de ahora, las diferencias, que las hay, son culturales, sí señor.

En una de estas vueltas del pensamiento, Raimundo Silva fue distraído de sus preocupaciones por el recuerdo súbito de que en ninguna ocasión mostró María Sara curiosidad por saber cómo estaba él de relaciones sentimentales, para darles un nombre en el que todo cabe. Tal indiferencia, que al menos formalmente lo era, le provocó un movimiento de despecho, A fin de cuentas, no soy hombre acabado, qué se cree ella, y acto continuo se dio cuenta de que estaba dando voz a una especie de enfado infantil, disculpable según el conocido hecho de ser los hombres, todos, unos perfectos niños, agravado, ese enfado, por el malhumor de una virilidad ofendida, Orgullo de macho, orgullo de bestia, rezongó, y apreció la expresividad lapidaria de la fórmula, semánticamente intachable. Realmente, la actitud de María Sara podía ser explicada por su discreta naturaleza, hay personas absolutamente incapaces de forzar las puertas de la intimidad ajena, lo que, si bien se mira, no es el caso de ésta, que en todas las circunstancias, desde el principio, tomó las riendas y la iniciativa, sin contemplaciones. La explicación ha de ser pues otra, por ejemplo, considerar María Sara que su franqueza debía de ser espontáneamente retribuida, y, siendo así, no es imposible que a esta misma hora esté ella con malos pensamientos del tipo de Ojo con hombre que no habla y perro que no ladra. Tampoco se ha de excluir la probabilidad, más de acuerdo con la moral de los modernos tiempos, de haber encarado ella cualquier eventual relación con él como factor sin importancia, del género Yo sólo tengo que demostrar lo que siento, no voy a averiguar primero si el caballero está libre o no, que lo diga él. En todo caso, quien tuvo la idea de ir al fichero de personal para saber el domicilio de un corrector pudo también aprovechar la oportunidad para asegurarse de su estado civil, aunque se tratara de información antigua. Soltero es lo que está escrito en la ficha de Raimundo Silva, pero, si él se hubiera casado después, seguro que a nadie se le ocurriría registrar el cambio de estado. Aparte de eso, no se ignora que entre el estado de soltero y el de casado, o de divorciado, o de viudo, no son pocas las situaciones posibles, antes, durante y después, resumibles en las respuestas que cada uno va encontrando a la pregunta, A quién es a quien yo quiero, independientemente de querer a quien, incluyéndose aquí, claro está, todas las variantes principales y secundarias, tanto activas como pasivas.

En los dos días siguientes, María Sara y Raimundo Silva hablaron mucho por teléfono, repitiendo algo de lo que ya antes habían dicho, maravillándose a veces con lo que de nuevo iban encontrando y buscando las mejores palabras para expresarlo de modo diferente, proeza prácticamente imposible, como se sabe. Fue en la tarde del segundo día cuando María Sara anunció, Mañana voy a trabajar, saldré una hora antes y paso por su casa. A partir de este momento, Raimundo Silva empezó a confirmar todo cuanto se afirma sobre el carácter infantil de los hombres, inquieto como si sintiera la necesidad de expulsar de sí una sobrecarga de energía, impaciente por el hecho de que el tiempo sea la más vagarosa de las cosas de este mundo, caprichoso también, o antipático, como mentalmente le llamó la señora María, al ver confundida la rutina de sus servicios de limpieza y ordenación por las exigencias absolutamente absurdas de un hombre normalmente acomodaticio. La primera sospecha de ella, la de que había moros en la costa, manifestada cuando vio la rosa en el solitario, y que se convirtió en casi certeza, aunque certeza sin objeto, cuando las rosas pasaron a ser dos, se transformaba ahora en convicción firme ante el alboroto, por así decir impropio, de quien llegó incluso a exhibir un dedo índice sucio de polvo recogido en una moldura de la puerta, repitiendo así la desagradable tradición de las amas de casa maníacas de la higiene. Raimundo Silva sólo empezó a entender que debía dominrse cuando la señora María, provocativa, le preguntó, Quiere que cambie hoy las sábanas o espero hasta el viernes como de costumbre. Infantiles, los hombres son también transparentes. Menos mal que Raimundo Silva no estaba en aquel momento en el dormitorio, así la señora María no llegó a verlo tan aturdido, aunque a ella le bastaba, como confirmación de haber dado en el blanco, el afligido temblor de voz que su oído finísimo identificó, No veo motivo para alterar los hábitos de la casa, frase que no llegó a engañarla y que acabó por despertar en él otra inquietud, vaga, sinuosa, que intentaba repeler las únicas palabras con las que lealmente se expresaría, demasiado crudas para ser recibidas en su monólogo interior, Estarán las sábanas lo bastante limpias si acabamos en la cama, y no sabe qué responder, oye a la señora María que dice, chocarrera en su punto justo, ni más ni menos, Creí que querría que se las cambiara, y se calla cobardemente, si ella cambia las sábanas, que lo haga por su cuenta, será el destino quien decida. Sólo cuando la asistenta se vaya irá él a comprobar, y ve entonces que ha puesto las sábanas limpias, pese a todo la señora María es misericordiosa, pero él no acaba de decidirse entre quedar satisfecho o contrariado. Qué complicada es la vida.

Pasaba poco de las cinco cuando sonó el timbre. Un toque leve, como de pasada, que precisamente hizo correr a Raimundo a la puerta como si tuviese miedo de que fuese una vez para nunca más, sólo en la sinfonía de Beethoven el destino llama y vuelve a llamar, en la vida no es así, hay ocasiones en las que tuvimos la impresión de que alguien estaba esperando fuera, y cuando fuimos a ver no había nadie, y en otras llegamos sólo un segundo tarde, la diferencia es que, en este caso, aún podemos preguntarnos, Quién habrá sido, y pasarnos el resto de la vida soñando con eso. Raimundo Silva no necesitará soñar. María Sara está allí, en el umbral, y entra, Hola, dijo, él respondió, Hola, y se quedaron los dos en el estrecho pasillo, un poco sombrío ahora que la puerta se ha cerrado. Raimundo Silva encendió la luz murmurando, Perdón, como si hubiera adivinado un pensamiento a María Sara, suspicaz y equívoco, Lo que tú quieres es aprovecharte de la oscuridad, crees que no me doy cuenta, la verdad es que empieza mal la tan deseada visita, estos dos que al teléfono tantas veces fueron inteligentes y brillantes, hasta ahora sólo se han dicho Hola, cuesta creer que después de las promesas implícitas, del juego de las rosas, de estos valerosos pasos que ella dio, quién sabe si no estará desilusionada con la manera de recibirla. Afortunadamente, en situaciones como ésta, difíciles, el cuerpo es rápido en comprender que el cerebro no está en condiciones de dar órdenes y se mueve por su propia cuenta, en general hace lo que conviene, y por el camino más corto, sin palabras, o usando de ellas lo que les sobra de inocua y casual, fue así como Raimundo Silva y María Sara se encontraron en el despacho, ella no se ha sentado aún, tiene su mano en la mano de él, tal vez ni una ni otro tengan conciencia de que están así desde que ella entró, sólo saben que están cogidos de la mano, la derecha de él y la izquierda de ella, María Sara busca una silla con la mirada, es entonces cuando Raimundo Silva, como si no hubiera otra manera de retenerla aún un instante, se lleva la mano de ella a los labios, y dio resultado, sí señor, porque María Sara, en el instante siguiente, estaba mirándolo de frente y él podía atraerla un poco hacia sí, los labios rozándale apenas la frente, junto a la raíz de los cabellos. Tan cerca e inmediatamente después tan lejos, porque ella retrocedió, cierto es que sin brusquedad, al tiempo que decía, Es una visita, recuérdelo. Él la soltó suavemente, Lo recuerdo, dijo, e indicó una silla, Al lado hay una salita con asientos más confortables, pero creo que se sentirá mejor aquí donde estamos, y tras decir esto se sentó en la única silla que quedaba, la del escritorio, permanecieron separados por la mesa, como en un consulta, Dígame qué le pasa, pero María Sara no hablaba, sabían ambos que le competía hablar a él, aunque sólo fuera para dar la bienvenida a quien acababa de llegar. Y él habló. Lo hizo en un tono uniforme, prácticamente sin modulaciones de persuasión o insinuación, queriendo que cada palabra valiese por sí misma, por el significado desnudo que en aquel momento y en aquella situación pudiese alcanzar, Vivo solo en esta casa, hace ya muchos años, no tengo mujer excepto cuando la necesidad aprieta, y entonces sigo sin tenerla, soy una persona sin atributos especiales, normal hasta en los defectos, y no esperaba ya mucho de la vida, en fin, esperaba conservar la salud porque es una comodidad, y que el trabajo no faltase, a esto, que no es poco, lo reconozco, se limitaban mis ambiciones, ahora me gustaría que la vida me diese lo que nunca recuerdo haber tenido, el sabor que realmente tiene. María Sara lo oyó sin apartar los ojos de los de él, salvo por un rápido movimiento en el que la atención concentrada fue sustituida por una expresión de sorpresa y curiosidad, y dijo, cuando Raimundo Silva llegó al fin, No estamos, creo yo, estableciendo las condiciones de un contrato, ni necesita informarme de lo que ya sabía, Es ésta la primera vez que le hablo de cosas particulares de mi vida, Las cosas que creemos particulares casi siempre son de conocimiento general, no imagina lo que se acaba sabiendo al cabo de dos o tres conversaciones aparentemente desinteresadas, Estuvo haciendo preguntas sobre mí, Hice preguntas sobre los correctores que trabajan para la editorial, para ayudarme a tener una idea, comprende, pero la gente está siempre dispuesta a decir más de lo que se le pregunta, es cuestión de estimularla un poco, de encaminarla sin que se den cuenta, Ya había notado esa habilidad suya, desde el principio, Sólo la uso para fines buenos, No me estoy quejando. Raimundo Silva se pasó la mano por la frente, vaciló un segundo, luego dijo, Me teñía el pelo, dejé de teñírmelo, las raíces blancas no son un espectáculo agradable, perdone, pronto volveré a estar con mi pelo natural, Pues yo he dejado de estarlo, por su culpa he ido hoy a la peluquería a teñirme mis venerables canas, Eran tan pocas que creo que no valía la pena, Entonces se había fijado, La miré desde lo bastante cerca, como me habrá mirado a mí para preguntarse cómo un hombre de mi edad no tenía aún canas, Nunca me pregunté tal cosa, a primera vista se notaba que se teñía el pelo, a quién cree que podría engañar, Probablemente sólo a mí mismo, Como yo he decidido ahora empezar a engañarme, Es igual, Qué es lo que es igual, Sus razones para teñirse, las mías para dejar de hacerlo, Explíquese mejor, He dejado de teñirme el pelo para ser como soy, Y yo, por qué me lo teñí yo, Para seguir siendo como es, Casuística admirable, voy a tener que practicar gimnasia mental todos los días para estar a su altura, No soy yo el más alto de los dos, sí el más viejo. María Sara sonrió levemente, Es una evidencia inconmovible que, por lo visto, le preocupa mucho, No me ha preocupado, la edad de cada uno sólo tiene un significado real en relación con la edad del otro, supongo que seré joven para una persona de setenta años, pero no tengo la menor duda de que para un muchacho de veinte estoy en la vejez, Y con relación a mí, cómo se ve, Ahora que se ha teñido sus escasas canas y yo estoy dejando aparecer todas las mías, soy un hombre de setenta años ante una muchacha de veinte, Sus cuentas están equivocadas, sólo quince años nos separan, Entonces tengo treinta y cinco años. Se echaron a reír los dos, y María Sara dijo, Vamos a llegar a un acuerdo entre los dos, Qué acuerdo, Que el tema de la edad y de las edades ha quedado agotado con esta conversación, Intentaré no volver a él, Será conveniente que haga algo más que intentarlo, porque no seré yo la interlocurora, Hablaré con el espejo, Hablará consigo mismo, si le gusta, pero no he venido a su casa para esto, Imagino que preguntarle para qué vino sería pretencioso por mi parte, O grosero, No estoy diciendo lo que debería, de repente me sale una frase que lo echa todo a perder, Que no le asuste ese miedo, no ha echado a perder nada, la verdad es que los dos estamos asustados, Si yo me levantara de aquí y le diera un beso, quizá, No lo haga, pero si lo hace no lo anuncie primero, Cada vez peor, otro en mi lugar sabría cómo proceder, Otro en su lugar tendría aquí otra mujer, Me rindo, He dicho que era sólo una visita, le pedí que esperase, Es lo que hago, pero yo ya sé lo que quiero, Convengo en que es importante saber qué se quiere, todo el mundo tiene en la boca frases así, pero creo que es mucho mejor querer lo que se sabe, se tarda más, es cierto, y la gente no tiene paciencia, Me rindo otra vez, qué puedo hacer entonces, Puede mostrarme su casa, habitualmente se empieza por ahí, Dime cómo vives y te diré quién eres, Al contrario, te diré cómo no debes vivir si me dices quién eres, Estoy intentando decirle quién soy, Y yo intentando descubrir cómo vamos a vivir. Raimundo Silva se levantó, se levantó también María Sara, él dio la vuelta a la mesa, se acercó, pero no demasiado, sólo le rozó un brazo, como para indicarle que iba a empezar la visita, con todo, ella se demoraba, miraba la mesa, los objetos de encima, la lámpara, papeles, dos diccionarios, Es aquí donde trabaja, preguntó, Sí, aquí trabajo, No veo señales de cierto cerco, Las verá, el castillo no es sólo este despacho.

Sabemos que hay mucho más que esto, el cuarto de baño, hasta hace unas semanas también laboratorio de cosmética, la cocina, de las tostadas y de la comida repetitiva y frugal, el despacho, donde ahora mismo estábamos, la sala de estar, inhóspita y abandonada, esta puerta que da al dormitorio. Con la mano en el pomo, Raimundo Silva parece vacilar antes de abrirla, lo retiene una especie de respeto supersticioso, decididamente es un hombre de otros tiempos, y teme ofender el pudor de una mujer poniéndole delante de los ojos la libidinosa visión de la cama, aunque haya sido ella quien le ha pedido, Muéstreme su casa, lo que nos permite suponer que sabía muy bien lo que la esperaba. Al fin se abre la puerta, es el dormitorio con sus caobas excesivas, y enfrente, todo a lo ancho, la cama, la colcha blanca, gruesa, debajo de la almohada el embozo de la sábana, inmaculado, hay una luz que se filtra por la ventana y suaviza los contornos de las cosas, y también un silencio que parece respirar. Estamos en abril, las tardes son largas ya, los días se prolongan, será por eso por lo que Raimundo Silva no enciende la luz, también para que no se eche a perder esta penumbra apenas iniciada, que, a su vez, lo desasosiega, no irá María Sara a pensar mal de sus intenciones, lo sabemos de sobra, por experiencia y por oírlo contar, como tantas veces se llega al deslumbramiento por el camino de una oscuridad, en el corazón profundo de la oscuridad. María Sara vio inmediatamente las dos rosas en el solitario, sobre la pequeña mesa al lado de la ventana, y las hojas de papel, una medio escrita en el centro, a la izquierda una pequeña rima, ahora debía Raimundo Silva encender aquella lámpara para crear efecto y atmósfera, pero no lo hizo, se acercó a un lado, casi a los pies de la cama, como si quisiera esconderla, y esperaba las palabras, temblaba al no poder adivinar qué palabras iban a ser dichas, no pensaba en gestos, en actos, sólo en palabras, aquí, en este cuarto.

María Sara se acercó a la mesa, durante unos segundos se quedó allí, parada, como si aguardase la explicación siguiente del guía, él podía decirle, por ejemplo, Fíjese en las rosas, y ella tendría que desviar los ojos, interesarse por las flores, gemelas de las otras que tiene en casa, y, luego, una alusión cómplice por su parte, una discreta expresión de sentimiento tal vez amoroso, Nuestras rosas, acentuando el pronombre, pero él sigue callado y ella no hace más que mirar la página medio escrita, no necesita preguntar para saber que están aquí las señales del cerco, aún indescifrables a la media luz, pese a la buena caligrafía del cronista. Comprende que Raimundo Silva no va a hablar, y ella querría y al mismo tiempo no quiere que hable, que nada venga a interrumpir este silencio irreal, pero que ocurra algo que impida la irrupción de otro mundo en este en el que estamos, la misma muerte, tal vez, único otro mundo verdaderamente, que entre marcianos y terrestres, si se encontraran, siempre habría de común la vida. En el instante preciso aparta un poco la silla y se sienta, con la mano izquierda enciende la lámpara, la luz cubre la mesa y difunde por el cuarto un halo como de tenuísima e impalpable neblina. Raimundo Silva no se movió, intenta analizar una difusa impresión de que con aquel gesto María Sara acaba de tomar posesión material de algo ya antes poseído por la conciencia, inmediatamente piensa que por muchos años que viva no habrá nunca otro momento como éste, aunque ella vuelva a esta casa y a este cuarto muchas veces, aunque, idea absurda, aquí acabaran viviendo todos los momentos de la vida. María Sara no tocó el papel, tiene las manos juntas en el regazo, y lee desde la primera línea, no sabe qué fue escrito en la página anterior, y en las otras, desde el inicio de la historia, lee como si en estas diez líneas se contuviera todo cuanto le importase saber de la vida, una sentencia final, un último resumen, o, al contrario, la carta sellada donde se encuentra consignado el nuevo rumbo de su navegación. Ha acabado de leerlo, y sin volver la cabeza, pregunta, Quién es esta Ouroana, y ese Mogueime, quién es, estaban los nombres, y poco más, como sabíamos. Raimundo Silva dio dos pasos breves hacia la mesa, se detuvo, Aún no lo sé bien, dijo, y se calló, porque debería haberlo adivinado, las primeras palabras de María Sara eran para indagar quiénes eran ellos, éstos, aquéllos, cualesquiera otros, en definitiva, nosotros. María Sara pareció contentarse con la respuesta, tenía experiencia suficiente de lectora para saber que el autor sólo conoce de los personajes lo que ellos han sido, e incluso así no todo, y poquísimo de lo que serán. Dijo Raimundo Silva, como si respondiera a una observación hecha en alta voz, No creo que podamos llamarles personajes, Personas de libro personajes son, contestó María Sara, Los veo más bien como si pertenecieran a un escalón intermedio, diferentemente libres, por lo que no tendría sentido hablar ni de la lógica del personaje ni de la necesidad contingente de la persona, Si no puede decirme quiénes son, dígame al menos qué hacen, Él es soldado, estuvo en la toma de Santarem, a ella la raptaron en Galicia para servir de barragana a un cruzado, Hay una historia de amor, Si se le puede llamar así, Lo duda, Es que no sé cómo se amaba en aquel tiempo, es decir, soy capaz quizá de imaginar el sentimiento, pero no tengo idea ni información de cómo lo expresarían entonces un hombre y una mujer del pueblo, la lengua, en este caso, no sería obstáculo, los dos hablaban gallego, Invente una historia de amor sin palabras de amor, sans mots d’amour, supongo que alguna vez habrá ocurrido, Lo dudo, al menos en la vida real, y por lo que sé, es imposible, Y esa Ouroana, siendo barragana de un cruzado, imagino que hidalgo, cómo va a parar al soldado Mogueime, El mundo da muchas vueltas, y nos da a nosotros muchas más, y al fin está la muerte, el cruzado Enrique, que así se llama, va a morir pronto, Ah, ese cruzado suyo es el mismo de la Historia del Cerco de Lisboa, de la otra, Exactamente, Entonces va a contar también eso de los milagros que obró después de muerto, No perdería la oportunidad, El de los dos mudos, Sí, pero con una ligera modificación, la respuesta de Raimundo Silva vino acompañada de una sonrisa. María Sara puso la mano sobre el montoncito de cuartillas, Puedo mirar, preguntó, No querrá leer eso ahora, por otra parte, estoy aún lejos del final, la historia estaría incompleta, No tengo paciencia para esperar más, y tampoco son tantas las hojas, Por favor, hoy no, Tengo curiosidad por saber cómo ha resuelto el problema de la negativa de los cruzados, Mañana hago fotocopias y se las llevo a la editorial, Bien, de acuerdo, ya que no puedo convencerlo. Se levantó, Raimundo Silva estaba muy cerca, Es tarde, dijo María Sara, y miró hacia la ventana, Puedo abrirla, preguntó, No se preocupe, no voy a hacerle nada, dijo Raimundo Silva, tengo presente que ha venido de visita y nada más, Tenga también presente que eso es una tontería, quiero respirar, ver la ciudad desde aquí, nada más.

Era un crepúsculo suave, el frío del atardecer apenas se sentía. Lado a lado, con los codos apoyados en el alféizar, María Sara y Raimundo Silva miraban en silencio, conscientes de sus mutuas presencias, el brazo de uno sintiendo el brazo del otro, y, poco a poco, la tibieza de la sangre. El corazón de Raimundo Silva latía con fuerza, le resonaba en los oídos, el de María Sara parecía querer agitarla de la cabeza a los pies. El brazo de él se acercó un poco más, el de ella permaneció donde estaba, expectante, pero Raimundo Silva no se atrevió a ir más lejos, poco a poco lo iba invadiendo el miedo, Puedo fallar, pensaba, no veía muy claro, o no quería ver, en qué podría fallar, pero esa misma indeterminación aumentaba su pánico. María Sara sintió que todo él retrocedía, como un caracol que se recoge a la protección de la concha, cada vez más profundo, y dijo cautelosamente, Es bonita la vista. Las primeras luces aparecían en las ventanas tocadas aún por un resto de claridad diurna, los faroles de la calle acababan de encenderse, alguien cerca de allí, en el Largo dos Lóios, habló en voz alta, alguien respondió, pero las palabras eran incomprensibles. Raimundo Silva preguntó, Los ha oído, Sí, los oí, No conseguí oír lo que decían, Yo tampoco, Nunca sabremos hasta qué punto nuestras vidas cambiarían si algunas frases oídas pero no percibidas hubieran sido entendidas, Lo mejor, creo yo, sería empezar por no simular que no percibimos las otras, las claras y directas, Tiene toda la razón, pero hay gente a quien atrae más lo dudoso que lo cierto, menos el objeto que el vestigio de él, más la huella en la arena que el animal que la dejó, son los soñadores, Y ése es, evidentemente, su caso, Hasta cierto punto, aunque tenga que recordarle que no fue mía la idea de escribir esta nueva historia del cerco, Digamos que yo presentí que tenía delante a la persona indicada para hacerlo, O que, prudentemente, prefiere no cargar con la responsabilidad de sus sueños, Estaría aquí si eso fuese verdad, No, La diferencia es que yo no busco huellas en la arena. Sabía Raimundo Silva que no necesitaba preguntar qué era entonces lo que buscaba María Sara, ahora podría ponerle un brazo sobre los hombros, como sin intención, un gesto simple, sólo fraterno por ahora, y dejar que ella reaccionase, quizá que relajase el cuerpo, tal vez que se volviera, cómo decir, redonda, y se dejase caer un casi nada hacia el lado, inclinando un poco la cabeza, a la espera del gesto siguiente. O se quedaría tensa, protestando silenciosamente, deseando que él percibiese que aún no era el tiempo, Pero entonces, cuándo, se preguntaba Raimundo Silva a sí mismo, olvidado del miedo que había sentido, Después de lo que acabamos de decir, de lo que explícitamente nos prometimos, lo lógico sería que ya nos hubiéramos abrazado y besado, al menos, sí, al menos. Se enderezó como sugiriendo que debían retirarse hacia dentro, pero ella continuó inclinada en el alféizar, y él le preguntó, No tiene frío, No, nada de frío. Reprimiendo un movimiento de impaciencia, volvió a la posición anterior, sin saber ahora de qué hablar, imaginando viciosamente que ella estaba divirtiéndose a su costa, todo era mucho más fácil cuando le telefoneaba, pero no podía decirle, Váyase, que voy a llamarla. Entonces, para salir de aquella situación embarazosa, se le ocurrió la idea de buscar un tema neutro, Esa casa de enfrente ocupa el sitio de una de las torres que defendían la puerta que estaba en este lugar, aún se nota la forma en la base, Y la otra torre, dónde estaba, debía de haber dos, Aquí mismo, donde estamos, Está seguro, Con seguridad absoluta, no, pero todo indica que sí, considerando lo que se sabe sobre el trazado de lo que sería esta parte de la muralla, Entonces aquí en la torre, qué somos nosotros, moros o cristianos, De momento, moros, estamos aquí justamente para impedir que los cristianos entren, No lo conseguiremos, ni va a ser preciso esperar al final del cerco, fíjese en los paneles de azulejos con los milagros de San Antonio, a la entrada de la calle, Abominables, Los milagros, No, los azulejos, Por qué se llama esta calle del Milagre de Santo António, cuando sólo en los paneles hay tres, No sé, tal vez el santo haya hecho algún milagro especial a los concejales, verdad es que quedaría más bonito de los Milagros, lo que no es imaginable, por ejemplo, es que San Antonio haya contribuido militarmente a la conquista de Lisboa, porque entonces aún no había nacido, Dos de los milagros del panel son conocidos, el de la aparición del Niño Jesús y el de la cántara partida, el otro no lo conozco, hay un caballo, o una mula, no me he fijado bien, Es una mula, Y qué sabe del caso, Tengo aquí un libro, lo compré de lance hace tiempo, es del siglo XVIII, en el que se cuentan todos los milagros del santo, incluido éste, Y qué dice, Mejor sería que lo leyera, Queda para otra vez, Cuándo, No lo sé, mañana, pasado, un día. Raimundo Silva respiró hondo, era imposible simular que no entendía las palabras, y se juró a sí mismo recordárselas, inapelable, a María Sara como promesa definitiva que imperativamente reclama su cumplimiento propio. Quedó tan alegre, tan suelto y libre, que le puso sin pensarlo la mano en el hombro y dijo, No, seré yo quien le lea la historia de la mula, vamos adentro, Es muy larga, Como todo, se puede contar en diez palabras, o en cien o en mil, o no acabar nunca.

Raimundo Silva cerró la ventana y fue al despacho. María Sara lo oyó murmurar, No está aquí, dónde diablos lo he metido, y luego entró en la sala de estar, abría y cerraba las puertas de la librería, al fin, Aquí está. Reapareció con un tomo en cuarto, encuadernado en piel, vetusto de aspecto, con garantía de origen, y venía contento como quien buscó y ha encontrado, pero no el libro, Siéntese, dijo, y ella se sentó en la silla junto a la mesa, tenía la mano sobre la hoja de papel donde estaban los nombres de Ouroana y de Mogueime, él se quedó de pie, parecía mucho más joven, feliz, Oiga ahora atentamente, que vale la pena, empiezo por el título, ahí va, Sol Nacido a Occidente y Puesto al Nacer el Sol, San Antonio Portugués Luminaria Mayor en el Cielo de la Iglesia Entre los Astros Menores en la Esfera de Francisco, Epítome Histórico y Panegírico de Su Admirable Vida y Prodigiosas Acciones, Que Escribe y Ofrece a la Serenísima, Augusta, Excelsa, Soberana Familia de la Casa Real de Portugal, Cuyos Ínclitos Nombre y Apellidos se Felicitan y Esmaltan Con las Sagradas Denominaciones de Franciscos y Antonios, Por Mano del Reverendísimo Antonio Teixera Alveres, del Consejo de Su Majestad, Que Dios Guarde, Su Desembargador de Palacio, Magistrado Supremo del Consejo Real, del Consejo General del Santo Oficio, Canónigo Doctoral en la Catedral de Coimbra, y Lector de Prima Jubilado en las Dos Facultades de Cánones y Leyes, et coetera, Brás Luís Abreu, Cistagano Familiar del Santo Oficio, uff. María Sara se echó a reír, Espero haber entendido que el autor de la mirífica obra es ese Brás Luís de Abreu, Pues lo entendió muy bien, y la felicito, oiga ahora, página ciento veintitrés, atención, que empiezo, Con la noticia de que algunas Provincias de aquel Reino, el reino de que habla es Francia, se hallaban inficionadas de este contagio, el de la herética protervia, como se explica unas líneas más arriba, partió Antonio de Lemonges hacia Tolosa, Ciudad en este tiempo tan abundante de comercios como enriquecida de vicios, y lo que más es, pestilente seminario de los Herejes Sacramentarios que niegan la real presencia de Cristo en la Hostia Consagrada. Apenas se vio el Santo puesto en la palestra de los errores, cuando empezó a descender a la arena de los conflictos, sólo para subir de inmediato al carro de los triunfos. Picado por el ardiente celo de la gloria de Dios y de las verdades infalibles de su Fe, arboló en los pendones de la caridad las banderas de la doctrina, en los cuarteles de la penitencia las armas de la Cruz, y hecho trompeta Evangélica de la Divina palabra, tocó a marchar voces, a degollar vicios. Era el odio que tenía a los Heréticos tan implacable como incansable la actividad fogosa de su celo. Se sacrificó entero en aras de la Fe por víctima de su crueldad, como quien con tantas veras había ensayado la vida para la muerte, los afectos para el martirio. No se descuidaban aquellos Pájaros de mal agüero, que viviendo en la funesta noche de sus errores sólo rinden su altivez obstinada a las armas de la luz, de maquinar contra su vida venenos disfrazados, contra su honra diabólicos artificios, contra su reputación infernales inventos, solicitando, cuanto podían alcanzarlo las fuerzas de su malicia, desacreditar y oscurecer las luces de tanta doctrina, los trofeos de tamaña Santidad. Empezó a predicar Antonio con aplauso y admiración de todos los Católicos, y aún más porque, reconociéndolo Extranjero, lo veían hablar la propia lengua con tanta elegancia, fluencia y expedición que parece que se hubiera naturalizado en el Idioma, que, como él, se había legitimado en los afectos. Voló la Fama de los maravillosos productos que hacía en las Almas la eficacia de su Palabra, y los Herejes Predicantes, que empezaban a reconocer el gran daño, así lo entendían ellos, que se les seguía del nuevo predicador, porque en muchos, que se convertían de sus errores, iban perdiendo el crédito, con la soberbia y la presunción, vicios tan familiares en esta canalla, determinaron entrar con Antonio en Mercurial disputa, fiando de sus sofísticas cavilaciones una campal victoria.

Por ahora no se ven señales de mula, dijo María Sara, En aquel tiempo los caminos del mundo no eran cómodos, y los de la escritura lo eran aún menos, observó Raimundo Silva, y continuó, Fiáronse y se confiaron para este efecto de un insigne Dogmatizante Tolosano, entre ellos el más célebre y de mayor nombre, llamado Guialdo, hombre audaz, presuntuoso y muy versado en Sagradas Escrituras, inteligentísimo en la lengua Hebrea, en el ingenio acre, fogoso en el genio, y en todo aparejado siempre para las mayores disputas. No rechazó el Santo el cartel de desafío por satisfacer el duelo de la Fe, poniendo toda su confianza en Dios como único Agente de su causa. Se fijó día y sitio para la contienda. Fue innumerable el concurso, igualmente de Católicos que de Sectarios. Empezó el Hereje primero que Antonio, que siempre en el teatro del Mundo hizo primer papal la Malicia, orando con vanidosa ostentación de sus mal empleados estudios e introduciendo aliñadas parladurías con una abundante verbosidad de algunos cavilosos Silogismos. Dejó pasar la modestia del Santo aquella tormenta de palabras, llenas de artificio, vacías de verdad, y entró luego a rechazar sus depravados yerros, con tanta copia de lugares de la Sagrada Escritura, exornados con tan vivas razones, con tan legítimos sentidos, y con discursos tan apropiados, que ya la obstinación del Hereje se daba por vencida cuanto a los fatigados discursos del entendimiento, si aún no se mantuviera firme cuanto a los diabólicos caprichos de la voluntad. No individuo los agudos dilemas con que Antonio ennobleció este combate, porque superiores a la narración se entreguen al silencio de la historia como misterios de la fama, baste decir que procedió tan doctamente ilustre que, excediéndose a sí mismo, hizo más glorioso el suceso con la victoria de un imposible. Atención ahora, María Sara, ya se oye el batir de los cascos de la mula. Entre corrido y confuso se hallaba el perverso Dogmatizante por verse derrotado en la presencia de los mismos que con tanto orgullo esperaban ver triunfantes sus engaños. Y viendo totalmente deshechas las artificiosas redes de sus fraudulentas sofisterías, empezó a tentar la modestia y la humildad del Santo con este malintencionado discurso, En fin, Padre Antonio, dejémonos de las voces, conceptos y disputas, sólo nos queda ir a las obras, y ya que como preciado de Católico e hijo de la Iglesia Romana confías en los milagros, que en confirmación de los Artículos de la Fe fueron en los primitivos tiempos los motivos más poderosos de la prudente credulidad, yo me daré por últimamente derrotado si a favor de este artículo de la presencia Real del cuerpo de Cristo en el Sacramento obra Dios algún milagro. Antonio, que para coger en los conflictos la palma, tenía siempre a Dios de su mano, esperando en Él, respondió, Contento estoy, y confío en la misericordia de mi Señor Jesús Cristo, que por adquirir tu alma y las de tantos como siguen con abominable ceguera los impíos Dogmas de tus errores, ha de hacer ostentación de su poder infinito, a favor y en crédito de esta verdad Católica. A esta varonil y Santa resolución tornó el hereje, Pues yo soy el que he de elegir el milagro. Yo sustento en mi casa una Mula. Si ésta, después de tres días en que no haya comido ni bebido, a la vista de la Hostia Consagrada no le apetece ni mirar para el sustento por más que se lo ofrezcan, creeré firmemente ser verdad infalible que está Cristo en el Sacramento. Movido del Divino instinto, aceptó prontamente el Santo con un contento presagio del triunfo, que en su gran corazón sólo se admitía el desasosiego introducido por el alborozo. Y en confianza de que era tanto de Dios aquella causa, se prometió seguramente la victoria, previniéndose para el combate con las armas de la Humildad y con los aproches de la Oración.

Estoy estremecida, dijo María Sara, con la solemnidad del momento, y con el vernáculo, pero esos aproches me parecen un galicismo escandaloso, Así es, para que no olvidemos que hasta en el peor paño cae una mancha, continuemos, Llegó el día determinado, se juntó numeroso concurso de una y otra parte, la de los Católicos, confiada pero humilde, la de los Herejes, sobre incrédula, presuntuosa. Celebró Antonio el tremendo Sacrificio de la Misa en el más vecino Templo, y recibiendo en sus manos, con toda reverencia, la Hostia Consagrada, salió a donde el hambriento Bruto estaba prevenido. Le pusieron ante los ojos, y bien junto a la boca, una crecida ración de cebada, y, al mismo tiempo, con imperiosa voz, le dijo el Santo, En virtud y en nombre de Jesús Cristo, que tengo en mis indignas manos, te mando, Oh Creatura irracional, que, despreciado ese sustento, llegues a dar debida adoración a tu Creador, para que, convencida la proterva obstinación de los hombres, confiese las verdades de la Fe Católica Romana, obligada del instinto menos obstinado de los Brutos. Aún Antonio no había acabado de proferir semejantes palabras, cuando el Bruto torpe en esto no mostró que lo era, rechazando la comida que ya había empezado a devorar, y venciendo en sí las poderosas instancias de su natural apetito, se acercó al Santo y, postrado de rodillas, adoró a Cristo Sacramentado, con pasmo y admiración de todos los circunstantes. Atendían todos a este maravilloso espectáculo con lágrimas en los ojos, y siendo en todos un efecto, eran los afectos varios, porque las que en los Católicos eran lágrimas de devoción y ternura, en los Herejes eran de compunción y arrepentimiento. Celebraron los Católicos los triunfos de la Fe y detestaron más los Herejes los errores de la Secta. Sólo algunos rebeldes a la misma evidencia, enamorados aún de los absurdos, parece que galanteaban los oprobios. No obstante, no pudieron negarse, confundidos de estáticos, de modo que los mismos que antes de la batalla se prometían en los movimientos de su orgullo los aplausos del triunfo, fueron después, por la inmovilidad de sus acciones, las primeras estatuas ofrecidas a la victoria.

Raimundo Silva hizo una pausa para decir, Sigue un párrafo que describe la conversión de Guialdo y de sus parientes y amigos, ahorro la lectura, pero lo que no podemos perdernos es la perorata, Oh siempre admirable virtud la de Antonio. Ella hace que los Brutos se vuelvan humanos para confusión de los Hombres, ella hace que los Hombres dejen de ser fieras con la lección de los Brutos. Se quejaba David de que los irracionales domésticos sólo conocían el establo, donde hallaban el sustento, sin atender a la mano del Señor, que les hacía el beneficio, pero en esta ocasión a imperios de Antonio, olvidada la ingratitud de su naturaleza, despreció este viviente agradecido el sustento y el establo para adorar al verdadero Señor que le dio el ser y el sustento. Oh venturoso Animal. Ahora se conoce en ti que hay Brutos discretos, pues dejas a tantos Hombres brutos avisados. Una vez en Belén dejaste de comer la paja para agasajar a Dios nacido, ahora en Tolosa dejas de comer la cebada para adorar a Dios Sacramentado. Olvidaste la paja en el Pesebre para adorar al Niño manifiesto en la casa del pan, olvidaste la cebada en la Palestra por venerar a Cristo oculto en las especies del trigo. Ojalá fueras tú digno de razón como eres digno de aplauso. Tu instinto sí será fantasía, pero parece discurso, tu noción no será raciocinio, pero parece entendimiento. Sin tener memoria, parece que tienes advertencia en lo que veneras. Sin tener voluntad, parece que muestras afectos en lo que adoras. Sin tener entendimiento, parece que descubres juicio en lo que conoces. Dos milagros obró en ti Antonio en un solo prodigio para ser muchas veces prodigioso en este solo portento. Hizo que tu instinto bruto pareciera idea racional porque adoraste, hizo que tu animal voracidad pareciese abstinencia penitente porque no comiste. No fueron sólo dos los asombros, porque eran más en aquel paso los brutos. Era Guialdo ciego en la creencia de aquel misterio, manco en la Fe de aquella presencia, pero la fe que Antonio le dio la vista a la vista de aquella maravilla nunca rastreada, la fe que a Guialdo movió de inmediato con la palanca de tamaña novedad, nunca jamás vista. He aquí cómo, en una sola acción de Antonio Soberano, resultaron tres milagros estupendos, porque tres veces esmerado en la virtud fuese en él lo único triplicidad, porque tres veces milagroso en las obras fuese en él el admirable superlativo. Amén.

Raimundo Silva cerró el formidable libro con un movimiento de solemnidad burlesca y repitió, Amén, Está en el discurso del autor ese Amén, o es un añadido suyo, preguntó María Sara, Una tumefacción oratoria así no pedía menos, Qué mundo éste, en que tales cosas se creían y escribían, Yo diría más bien, este en que tales cosas no se escriben, pero todavía se creen, Definitivamente, estamos locos, Nosotros dos, Me refería a las personas en general, Yo soy de esos que siempre han tenido al ser humano por un enfermo mental, Como lugar común, no está mal, Tal vez le suene menos a lugar común mi hipótesis de que la locura es el resultado del choque producido en el hombre por su propia inteligencia, aún no nos hemos repuesto de la conmoción tres millones de años después, Y, según esa idea, iremos cada vez peor, No soy adivino, pero mucho me temo que sí. Fue a colocar el libro en la mesa en el exacto momento en que se levantaba María Sara, se quedaron los dos frente a frente, ninguno puede huir, y no lo quiere. Él le puso las manos en los hombros, era la primera vez que la tocaba así, ella alzó la cabeza, le brillaban mucho los ojos, tocados por la luz baja de la lámpara, y murmuró, No diga nada, ni una palabra, no me diga que le gusto, que me quiere, déme sólo un beso. Él la atrajo un poco hacia sí, pero no tanto que se tocasen sus cuerpos, y se inclinó lentamente hasta tocar con los labios los labios de ella, primero nada más que tocarlos, un roce levísimo, Y luego, tras una vacilación, las bocas se abrieron ligeramente, de pronto el beso total, intenso, ansioso. María Sara, María Sara, murmuró él, no se atrevió a decir otras palabras, ella no respondía, quizá no supiera decir aún Raimundo, muy equivocado está quien cree que es fácil pronunciar un nombre, en el amor, por primera vez. María Sara se retraía, él quiso seguirla, pero ella movió la cabeza, se alejó, sin brusquedad salió de los brazos de él, Tengo que irme, dijo, déme mi chaqueta, está en el despacho, y el bolso, por favor. Cuando Raimundo Silva volvió, ella tenía en la mano la hoja de papel y sonreía, El mundo está lleno de estos locos, dijo, y Raimundo Silva respondió, Mogueime, lo veo allí abajo, delante de la Porta de Ferro, a la espera de la orden de atacar, Ouroana, cuando caiga la noche, será llamada a la tienda del caballero Enrique para que éste goce en ella, en cuanto a nosotros, somos los moros que creen poder vigilar desde lo alto de una torre el avance del destino. María Sara recibió la chaqueta, que no se puso, el bolso, y se encaminó hacia la puerta del cuarto. Él la acompañó, hizo un ademán para retenerla, No, en un momento ella había abierto la puerta de la escalera, y desde allí anunció, Vuelvo mañana, no necesitas ir a la editorial a llevarme las fotocopias, y no me telefonees, por favor.

Raimundo Silva cenó poco, estuvo escribiendo hasta tarde, cuando llegó la hora de irse a la cama comprendió que no iba a sercapaz de abrirla, de acostarse en las sábanas limpias, ni siquiera de deshacer la armonía de la almohada sobre el embozo. Sacó del armario dos mantas de reserva y las llevó a la sala de estar, en el diván estrecho improvisó una cama, y allí durmió.


Generalmente, se considera demostración de insuperable bravura que sea el mismo condenado a muerte quien dé la orden de fuego al pelotón que lo va a fusilar, y hasta los más pacíficos o cobardes de nosotros, si puede ser y ayudan las circunstancias, habremos soñado alguna vez con ese fin glorioso, sobre todo si queda alguien para narrar el hecho, que glorias puertas adentro son menos estimadas. De hecho, es preciso haber venido al mundo con nervios de la más firme aleación, o, si son vibrátiles y estalladizos, estar poseído por una pasión por encima de lo común, patriótica o similar, para con nuestra ronca y luego para siempre callada voz gritar, Fuego, descargando así de culpa las conciencias de los matadores y alzando la nuestra propia, en el último destello, a las alturas sublimes del sacrificio y de la abnegación total. Es probable que el escenario habitual de estos actos, en particular en sus versiones cinematográficas, contribuya a una exaltación capaz de convertir a cualquier banal persona en un héroe, sólo por casualidad ausente del lugar dramático, precisamente por haber venido hoy al cine, a ver, bien en falso, bien en verdadero, cómo simuló morir el célebre actor, o cómo, documentalmente, muere un ajusticiado sin nombre. No hay ninguna insinuación maliciosa en esta duda, apenas lo que suponemos que es cierto, que ningún condenado a la silla eléctrica, o a la horca, o a la guillotina, o al garrote, o a la hoguera, habrá dado voz de acción para que enchufen la corriente, o abran la trampilla, o suelten la hoja afilada, o den vueltas al tornillo, o enciendan el fósforo, tal vez por no tener esas muertes dignidad, incluyendo las de más larga tradición en el arte, tal vez por faltar en ellas el factor militar, la institución de las armas, donde tantas veces suele hacer nido el heroísmo, que incluso cuando el condenado no pasaba de vulgar paisano, las balas que recibió en el pecho fueron rescate de la mediocridad y viático, o salvoconducto, gracias al cual le acabará siendo permitido, cuando llegue la hora, entrar en el paraíso de los héroes, sin querella de sentidos ni de causas, que allí se pierde la idea de tales diferencias terrenales.

Tan largo rodeo en la materia no ha tenido otra justificación que mostrar cómo, por inocencia, puede acontecer que alguien dé voz a su propia muerte, incluso aunque no siendo ella inmediata, y cómo, en este caso, palabras dichas con un santo propósito se convirtieron en sierpes furiosas que por nada de este mundo volverán atrás. Era mediodía, y los almuédanos habían subido a la terraza de los alminares para convocar a los creyentes a oración, que no por estar la ciudad cercada y puesta, en alborozos de guerra iban a dejar de cumplirse los ritos de la fe, pese a saber el de la mezquita mayor que de todos lados lo avistaban soldados cristianos, en particular los que asedian la Porta de Ferro, allí tan cerca, no le daba esto cuidado, en primer lugar por no ser la proximidad tanta que lo alcanzase un dardo perdido, en segundo lugar porque sus propias palabras lo habían de defender de los peligros, La ilaha illa lla, iba a clamar, Alá es el único Dios, y para qué le serviría sino lo fuese. Ahora bien, situado frente a las cinco puertas, el ejército de los portugueses no espera nada más que oír este grito para lanzar el ataque general y simultáneo, siendo éste el primer ítem en que, como sabemos, vino a articularse el plan definitivo de combate, conforme fue establecido por nuestro buen rey, oídos los pareceres de su estado mayor. Al irónico esmero de poner en boca de los moros inadvertidos la orden de asalto, deberemos resistir la tentación de, llevados por el hábito, llamarle maquiavélico, pues Maquiavelo, en ese tiempo, aún no había nacido y ninguno de sus antepasados, contemporáneos o anteriores a la toma de Lisboa, se había distinguido internacionalmente en el arte de engañar. Es necesario gran cuidado en el uso de las palabras, no empleándolas nunca antes de la época en que entraron en la circulación general de las ideas, bajo pena de que alguien se nos eche encima con inmediatas acusaciones de anacronismo, lo que, entre los actos reprensibles en la tierra de la escritura, viene a continuación del plagio. En verdad, si fuésemos ya entonces una nación importante, como lo somos hoy, no habría sido preciso esperar tres siglos a Maquiavelo para enriquecer la práctica y el vocabulario de la astucia política, sin más pensar llamaríamos afonsino a este golpe genial, Alá es el único Dios, grita el almuédano, y, como un solo hombre, avanzan los portugueses a paso de carga y dando voces para animarse contra las puertas de la ciudad, aunque un observador medianamente experto, a condición de ser imparcial, no podría dejar de observar cierta falta de convicción en las huestes corredoras, como quien no cree que con tan poco se vaya a llegar tan lejos. Cierto es que los arcos y las ballestas disparaban una verdadera lluvia de saetas, virotes y virotones sobre las almenas, para alejar de ellas a los moros de la guardia y dejar huelgo a los asaltantes de primera línea que, con hachas y martillos, intentan quebrar las puertas, mientras otros, manejando los pesados arietes, embisten rítmicamente contra ellas, pero los moros no se apartan, primero protegidos por los cobertizos que habían construido, y luego, cuando éstos empezaron a arder, incendiados por las teas atadas a las saetas mayores, los tiraron de los muros abajo sobre las cabezas de los portugueses, que así tuvieron que recular, chamuscados como cerdos después de la matanza. Apagados los fuegos más vivos, para lo que algunos soldados de Mem Ramires tuvieron que lanzarse a las aguas del estuario, de donde salieron rechinando y reclamando ungüentos, la artillería lanzó una nueva barrera, ahora más prudente, empleando con preferencia piedras y bolas de barro duro, porque los moros, diabólicamente maliciosos, nos daban el cambio con nuestras propias municiones, aconteciendo incluso que muriera un portugués, que visto está que nadie huye a su destino, con un virote de ida y vuelta del que había sido el primer tirador. Son casos que, aunque raros, acontecen en estos episodios de guerra, principalmente en trabajos de cerco, pues en éstos se aprovecha todo, flecha va, flecha viene, y si no fuese la depreciación resultante del uso ininterrumpido, una batalla como ésta podría no acabar nunca, incluso sin contar con las fábricas de elaboración continua de Braço de Plata, llegándose hasta el extremo de quedar un solo superviviente para un arsenal completo, tantas armas y nadie a quien matar.

Desde lo alto del alminar, el almuédano oía el fatal tumulto, cuán diferente del alarido de alegres voces que le había llegado a los oídos en aquel mismo lugar, cuando los cruzados partieron. Ahora no necesitaba bajar corriendo para saber qué pasaba, de sobras sabía que era la batalla que se reanudaba después de la pausa que siguió a la pérdida del arrabal, pero no se sentía inquieto, los gritos que oía, de sus hermanos, no eran de derrota y desesperación, sino de ánimo, así le parecían, y sin duda era así, que siendo ciego tenía la compensación de un oído finísimo, pese a la edad. En los otros minaretes de la ciudad, probablemente, estarían también sus almuédanos escuchando el tumulto, seis, ocho, diez ciegos de tantas otras mezquitas, colocados entre el cielo y la tierra, en negra oscuridad. Todos ellos eran responsables de este ataque, ellos eran los que habían dado la orden, pero, inocentes, no ligaban las palabras dichas con su efecto obvio, cada uno estaría diciendo, Qué coincidencia, y preferirían pensar que, aún en los aires los ecos de la santa llamada a la oración, si bien que confundidos ya con los bramidos y los juramentos de quienes combatían, era como si la presencia palpable de Alá protegiera la ciudad, enorme cúpula hecha de miríadas de otras pequeñas cúpulas vibrantes que iban descendiendo, desde el castillo, ladera abajo, hasta el río, mientras alrededor el Dios de los cristianos debería de estar con falta de escudos para defender de los proyectiles de arriba a sus escépticos soldados. Asustados por el tumulto, ladran los perros por estas laderas, buscan rincones y empiezan a enterrar huesos, para algo les ha de servir el instinto cuando hasta las personas dotadas de juicio presienten la aproximación de los días malos.

Esta alusión a los perros moros, es decir a los perros que con los moros aún convivían, cierto es que en su condición de impurísimos animales, pero que de aquí a poco comenzarán a alimentar con su sucia carne el cuerpo enflaquecido de las criaturas humanas de Alá, esta alusión, decíamos, hizo recordar a Raimundo Silva al de las Escadinhas de S. Crispim, si es que por el contrario, no fue un recuerdo no consciente de él lo que dio pie a la introducción del cuadro alegórico, con aquel breve comentario sobre juicio e instinto. Casi siempre, para tomar el tranvía, Raimundo Silva va hasta Portas do Sol, aunque sea mayor la distancia, y también por ahí regresa. Si le preguntásemos por qué lo hace, respondería que, teniendo una tan sedentaria profesión, le conviene mucho andar a pie, pero la razón verdadera no es precisamente ésa, de hecho no le importaría nada descender los ciento treinta y cuatro escalones, ganando tiempo y beneficiándose de las sesenta y siete flexiones de cada rodilla, si, por vanidad masculina, no se sintiera también obligado a subirlos, con la resultante cansera, que a todos toca si por aquí pasean, como se deja ver por la raridad de los alpinistas. Solución conciliatoria sería bajar por allí hasta la Porta de Ferro y tomar, para subir, el camino más largo y suave, pero hacerlo habría sido reconocer, de modo más que implícito, que pulmones y piernas ya no son lo que eran, valoración sólo presumible, porque el tiempo de la vida robusta de Raimundo Silva no entra en esta historia del cerco de Lisboa. En dos o tres veces que tomó, para bajar, en estas semanas, aquel camino, Raimundo Silva no encontró al perro, y pensó que, cansado de esperar de la avaricia de los vecinos la ración vital mínima, habría emigrado hacia otros parajes más abundantes de restos, o simplemente se le acabó la vida por haber esperado demasiado. Recordó su gesto de caridad y se dijo a sí mismo que bien lo podría haber repetido, pero esto de perros, se sabe cómo es, viven con la idea fija de tener un dueño que les dé confianza y pan y los tenga como reyes para siempre, se nos quedan mirando con aquella ansiedad neurótica y no hay más remedio que ponerles el collar, pagar la licencia y meterlos en casa. La alternativa será dejarlos morir de hambre, tan lentamente que no quede lugar para remordimientos, y, si es posible, en las Escadinhas de S. Crispim, por donde no pasa nadie.

Llegó noticia de que se había dispuesto otro camposanto en una planicie frontera al castillejo, bajo la ladera que está a mano izquierda del campamento real, por razón del trabajo que daba transportar a los muertos por barrancos y charcos hasta el monte de San Francisco, adonde llegaban molidos y, con este tiempo de gran calor, oliendo peor que los vivos. Como aquél, también el cementerio de San Vicente es doble, portugueses a un lado, extranjeros a otro, lo que, pareciendo desperdicio de espacio, responde en definitiva al deseo de ocupación inherente a la condición humana, que tanto sirve a los vivos como a los muertos. Aquí vendrá a parar, llegada su hora, el caballero Enrique, al que pronto le llegará esa otra hora suya, la de probar la excelencia táctica de las torres de asalto, confirmado como ya fue el malogro de los ataques directos contra puertas y murallas, ítem primero del plan estratégico. Lo que él no sabe, ni nadie se lo puede decir, es que el momento en que tendrá puestos en sí los esperanzados ojos del ejército, salvo los de los envidiosos, que ya en este tiempo los había, ese mismo momento, en el umbral de la gloria, será el de su infausta muerte, infausta militarmente hablando, digámoslo, porque a la otra gloria, más alta, estaba finalmente destinado quien de tan lejos viniera. Sin embargo, no anticipemos. Se trata ahora de enterrar a los treinta muertos nacionales que costó la tentativa contra la Porta de Ferro, y a ésos los llevarán las barcas al otro lado del estuario, y por la cuesta arriba cargándolos en angarillas improvisadas con palos toscamente aparejados. A la orilla de la fosa serán desnudados de las ropas que puedan aprovechar los vivos, si no están molestamente encortezadas en sangre, y aun así alguno menos escrupuloso y delicado las lavará, de donde viene a resultar que, en la generalidad de los casos, los muertos bajan a la sepultura tan desnudos como la tierra que los recibe.

Alineados, con los pies descalzos tocando la primera franja del lodo que las mareas altas y las olas mantienen fresco y blando, los muertos, bajo las miradas y burlas de los moros vencedores, allá en lo alto de los adarves, esperan la hora de embarcar. La tardanza está en ser, para el transporte, más los voluntarios que los necesarios, lo que podría sorprendernos tratándose de tarea tan penosa y lúgubre, contando incluso con el atractivo de la compensación vestimentaria, pero es el caso que todo el mundo quiere ir de barquero y camillero, porque al lado del cementerio se acababa de instalar, en estos días, el barrio del puterío, hasta ahora dispersas las mujeres por esos barrancos y revesas más escondidos a la espera de ver en qué paraba la guerra, si sería llegar, ver y vencer, ahí cualquier arreglo precario serviría, o si se iba a dar un cerco prolongado, como todo indica que vendrá a ser, apeteciendo entonces mayores comodidades, y en esta circunstancia se escoge un espacio sombreado, por estar caliente el tiempo y tirar del cuerpo el ejercicio, se arman unos cuantos chamizos de palos y ramajes sirviendo de toldo, para cama no se requiere más que una brazada de heno o unos rústicos hierbajos que con el tiempo se volverán terrizo confundido con el polvo de los muertos. No serían precisos extremos de erudición para notar, ahora, cómo ya en aquellos medievos tiempos, pese a la resistencia de la Iglesia a los símiles clásicos, andaban en confusión Eros y Tánatos, en este caso con Hermes como intermediario, pues no pocas veces con las mismas ropas de los muertos se pagaban los buenos servicios de mujeres que por estar en la infancia de su arte y en un país que se iniciaba, aún acompañaban con alegría y verdad los transportes del cliente. Ante esto, ya no sorprenderá el debate, Voy yo, voy yo, que no es señal de compasión por los compañeros perdidos ni pretexto para escapar por unas horas a las contingencias del frente de batalla, sí es apetito insoportable de la carne, dependiente, quién lo iba a decir, de los caprichos de favoritismo u obstinación de cualquier sargento-ayudante.

Y ahora pasemos un poco a lo largo de esta fila de cuerpos sucios y ensangrentados, tumbados hombro con hombro a la espera de la hora del embarque, algunos de ojos aún abiertos, desorbitados hacia el cielo, otros que con los párpados entornados parecen reprimir unas ganas enormes de reírse, es un muestrario de llagas, de heridas abiertas que las moscas devoran, no se sabe quiénes son o fueron estos hombres, sólo los amigos de más cerca conocen sus nombres, o porque de los mismos lugares vinieron o porque juntos se encontraron en un mismo peligro, Murieron por la patria, diría el rey si aquí viniera a rendir a los héroes el último homenaje, pero Don Afonso Henriques tiene en su propio campamento sus propios muertos, no precisa venir desde tan lejos, el discurso, si lo hace, deberá ser entendido como contemplando en partes iguales a cuantos más o menos a esta hora esperan despacho, mientras se están discutiendo cuestiones importantes para saber quién va de tripulante en las barcas o estará de fajina en el cementerio abriendo fosas. El ejército no tendrá que avisar a las familias por telegrama, En el cumplimiento de su deber cayó en el campo del honor, manera sin duda más elegante para explicar por lo claro, Murió con la cabeza aplastada por una piedra que un moro hijoputa le tiró desde allá arriba, y es que estos ejércitos no tienen aún catastro, y los generales, cuando mucho, y muy por encima, saben que al principio traían doce mil hombres y de ahora en adelante lo que tienen que hacer es ir descontando todos los días unos cuantos, soldado en el frente no precisa nombre, Oye tú, bestia, como retrocedas un paso te meto un tiro en los cuernos, y él no retrocedió, y cayó la piedra, y lo mató. Le llamaban Galindo, es éste, en estado tal que ni la madre que lo parió lo reconocería, aplastada la cabeza de un lado, el resto cubierto de sangre seca, y tiene a la derecha a Remigio, de flechas traspasado, dos de lado a lado, que los dos moros que al mismo tiempo lo eligieron como blanco tenían ojo de halcón y brazo de sansón, pero no van a tener que esperar mucho, que dentro de unos días les va a tocar la vez a ellos, y quedarán, como éstos, expuestos al sol, a la espera de sepultura, dentro de la ciudad, que estando cercada ya no se puede llegar al cementerio, donde los gallegos cometieron las más nefandas profanaciones. A su favor, si tal se pudiese decir, sólo tienen los moros las despedidas de la familia, el alarido de las mujeres, pero eso, quién sabe, hasta será peor para la moral de las tropas, sujetos a un espectáculo de lágrimas de dolor y sufrimiento, de lutos sin consolación, Hijo mío, hijo mío, mientras en el campamento cristiano todo pasa entre hombres, que las mujeres, si allí están, es para otros motivos y por otros fines, abrirse de piernas a quien venga, soldado muerto, soldado puesto, las diferencias de altura y grosor, con el hábito, ni se notan, salvo casos excepcionales. Galindo y Remigio van a atravesar por última vez el estuario, si es que ya lo habían atravesado en este sentido, que estando el cerco aún en sus inicios no faltan aquí hombres que no han llegado todavía a aliviar sus humores secretos y entraron en la muerte llenos de una vida que no aprovechó a nadie. Con ellos, tendidos en el fondo de la barca, unos sobre otros, comprimidos por la estrechez del espacio, irán también Diogo, Gonzalo, Fernán, Martinho, Mendo, García, Lourenço, Pêro, Sancho, Álvaro, Moço, Godinho, Fuas, Arnaldo, Soeiro, y los que aún faltan para la cuenta, algunos que tienen el mismo nombre, pero aquí no mencionados para que no se nos pueda protestar, De ése ya ha hablado, y no sería verdad, que bien podría ser que escribiéramos, Va en la barca Bernardo, y ser treinta los muertos con un nombre solo, nunca nos cansaremos de repetir, Un nombre no es nada, la prueba podemos encontrarla en Alá que, a pesar de los noventa y nueve que tiene, no ha conseguido ser más que Dios.

Va Mogueime en la barca, pero va vivo. Ha escapado ileso del asalto, ni un arañazo, y no fue porque se hubiera resguardado de la pelea, al contrario, de él se puede jurar que estuvo siempre en primera línea de fuego, de servicio en los arietes, como Galindo, pero ése no tuvo suerte. Ser mandado al funeral vale pues tanto como una citación en la orden, una alabanza con las tropas en parada, un día de holganza, que el sargento sabe muy bien cómo aprovecharán sus hombres el tiempo entre la ida y la vuelta, pena grande es la suya por no poder ir en el acompañamiento, va con su capitán Mem Ramires al campamento del príncipe, donde los jefes han sido llamados para hacer balance, obviamente negativo, del asalto, por aquí se ve que la vida de las patentes superiores no es siempre de rosas, y esto sin hablar de la hipótesis muy probable de que el rey eche la culpa del malogro a los capitanes, y éstos a su vez echen la culpa a los sargentos, que, pobrecillos, no podrán disculparse con la cobardía de los soldados, pues, como es sabido, lo que un soldado vale al sargento lo debe. Si tal viniera a acontecer, es de prever que sean canceladas las próximas licencias para entierro, que naveguen solos los muertos, a fin de cuentas no tienen más que un rumbo, y ya es hora de que empiece la historia de los buques fantasma. Desde la ladera de enfrente, las mujeres, en el umbral de las cancelas, miran las barcas que se acercan con su carga de muertos y deseos, y alguna que dentro esté con un hombre se agitará desleal para despacharlo pronto, pues estos soldados de las góndolas funerarias, tal vez por necesidad inconsciente de equilibrar la fatalidad de la muerte con los derechos de la vida, son mucho más ardientes que cualquier militar o paisano en acto de rutina, y ya se sabe que la generosidad siempre crece en proporción a la satisfacción del ardor. Por muy poco que valga un nombre, estas mujeres lo tienen también, aparte del general de putas con que las conocen, y son Tarejas, como la madre del rey, o Mafaldas, como la reina que vino de Saboya el año pasado, o Sanchas, o Mayores, o Elviras, o Dordias, o Enderquinas, o Urracas, o Doroteas, o Leonores, y dos de ellas tienen nombres preciosos, una que se llama Chamoa, otra Moninha, que da ganas de sacarlas de la vida y llevárselas a casa, no como Raimundo Silva habría hecho con el perro de las Escadinhas de S. Crispim, por piedad, sino para intentar saber qué secreto liga la persona al nombre que tiene, incluso cuando ella parece todavía menos que él.

Viene Mogueime en la travesía con dos objetivos públicos y uno reservado. De los públicos ya se ha hablado bastante, están ahí las fosas abiertas para recibir a los muertos y abiertas las mujeres para recibir a los vivos. Con las manos aún sucias de la tierra negra y fresca, Mogueime desatará los calzones, y sin más ropa quitada que el sayo alzado, se acercará a la mujer elegida, ella también de saya subida enrollada en la barriga, el arte amatorio está aún todo por inventar en tierras hace tan pocos días conquistadas, los moros se han llevado consigo lo mucho que de él saben, se dice, y si alguna de estas rabizas, siendo mora de origen, por casualidad y azares de la vida vino a dar en el trato internacional, de las artes de su raza hará secreto ahora, hasta que pueda empezar a vender a precio mayor las novedades. Claro está que los portugueses no son del todo brutos en la materia, al fin las posibilidades dependen de medios más o menos comunes a toda la gente, pero les falta evidentemente refinamiento e imaginación, talento para el movimiento sutil, maña para la suspensión sabia, en fin civilización y cultura. Por ser héroe de esta historia, no se crea que Mogueime es más competente y artista que cualquiera de los compañeros. Si a su lado roncó de placer Lorenzo y gritó Elvira, con igual vehemencia responderán aquí estos dos, Dorotea hace incluso cuestión de no quedarse tras la otra en prodigalidades de expansión, y Mogueime, si también le supo, no tiene motivo alguno para callarse. Mientras no llegue a rey el poeta Don Dinis, contentémonos con lo que hay.

Cuando las barcas regresan a la otra orilla, mucho más ligeras, no irá Mogueime en ellas. No porque haya decidido desertar, tal idea no le pasaría por la cabeza, mucho menos a una persona con su reputación y con lugar ya asegurado en la Gran Historia de Portugal, no son cosas que se pierdan por liviandad, una locura, él es Mogueime y estuvo en la toma de Santarem, y basta. Su motivo reservado, que ni a Galindo confiaría, es ir desde aquí, por caminos que quedaron explicados cuando el ejército se desplazó desde el Monte de San Francisco al Monte da Graça, hasta el campamento del rey, donde sabe que separadamente están las tiendas de los cruzados, a ver si por feliz acaso, al doblar una esquina, encuentra a la concubina del alemán. Ouroana se llama, en quien no para de pensar, aunque no tenga ilusiones en cuanto a ser ella bocado para su diente, pues un soldado sin graduación no puede aspirar más que a putas de todo el mundo, barraganas exclusivas es placer y derecho de señores, cuando mucho, cambiadas, y eso entre iguales. En el fondo, no cree que vaya a tener la suerte de verla, pero bien que le gustaría volver a oír aquel golpe en la boca del estómago por dos veces experimentado, pese a todo no se puede quejar, que en medio de tanto macho exasperado de celo, las hembras están en general guardadas, y más aún si salen a tomar el aire, la prueba es que llevaba Ouroana de acompañante a un criado del caballero Enrique, armado como para el combate, no obstante pertenecer al servicio interno.

Grandes son las diferencias entre la paz y la guerra. Cuando las tropas aquí estuvieron acampadas, mientras los soldados decidían si sí o si no se quedaban, las mayores luchas registradas no fueron más allá de escaramuzas rápidas, cambios aéreos de saetas y girándulas de insultos, Lisboa aparecía, por así decir, como una joya reclinada en la ladera, ofrecida a las voluptuosidades del sol, toda cubierta de centelleos, rematada en lo alto por la mezquita del castillo, rebrillante de mosaicos verdes y azules, y, en la vertiente vuelta hacia este lado, el arrabal, del que la población aún no se había retirado, si con algo podía compararse sería con la antecámara del paraíso. Ahora, fuera de los muros hay casas quemadas y paredes derruidas, e incluso desde tan lejos se contempla el caminar de la ruina, como si el ejército portugués fuese un enjambre de hormigas blancas tan capaces de roer madera como piedra, aunque se les partan los dientes y el hilo de la vida en el áspero trabajo, como ya se ha visto y se ha de ver. Mogueime no sabe si tiene miedo de morir. Encuentra natural que mueran otros, en las guerras pasa siempre, o para que pase son hechas las guerras, pero si fuese capaz de preguntarse a sí mismo qué es lo que realmente teme en estos días, respondería que no es tanto la posibilidad de la muerte, quién sabe si ya en el próximo asalto, si no a otra cosa a la que simplemente llamaríamos pérdida, no de la vida en sí, mas de lo que en ella sucede, por ejemplo, si pudiendo Ouroana llegar a ser suya pasado mañana, quisiera el destino, o la voluntad de Nuestro Señor, que a pasado mañana no llegase por tener que morir mañana mismo. Pensamientos de éstos ya sabemos que no los puede tener Mogueime, él va por un camino más directo, que venga la muerte tarde, que pronto venga Ouroana, y entre la hora de llegar ella y partir él esté la vida, pero también este pensamiento es demasiado complejo, resignémonos entonces a no saber qué piensa realmente Mogueime, entreguémonos a la aparente claridad de los hechos, que son los pensamientos traducidos, aunque en el paso de éstos a aquéllos siempre algunas cosas se quiten y añadan, lo que al fin viene a significar que sabemos tan poco de lo que hacemos como de lo que pensamos. El sol va alto, pronto será mediodía, seguro que están los moros observando los movimientos del campamento, a ver si como ayer vuelven los gallegos a atacar cuando los almuédanos llamen a oración, que por ahí se ve el ningún respeto que guardan los desalmados a la fe de los otros. Mogueime, para acortar camino, cruza el estuario por el vado a la altura de la Plaza de los Restauradores, aprovechando la marea baja. Andan por aquí, desahogando los miedos e intentando mariscar, soldados de los que se enfrentan con la Porta de Alfofa, vinieron de lejos, no hay duda, ya entonces se decía, Ojos que no ven, corazón que no siente, en este caso no se trata de las intermitencias de la pasión, sino de buscar alivios alejados del teatro de la guerra, cuya vista, tras la fiebre del combate, los más delicados no soportan. Y para evitar que éstos se escapen andan por ahí unos cabos, como pastores o perros vigilando el ganado, no hay otra manera, que la tropa tiene cobrada la soldada hasta agosto y dará su cuerpo a lo contratado, día tras día, hasta cumplido el plazo, salvo impedimento de haberse cumplido con anterioridad otro plazo, el de la vida. El segundo brazo del estuario no lo puede pasar Mogueime a vado, ni en bajamar, por ser más hondo, por eso va subiendo a lo largo de la orilla hasta llegar a los arroyos de agua dulce, donde un día de éstos verá a Ouroana lavando ropa y le preguntará, Cómo te llamas, pero es sólo un pretexto para sacar conversación, si hay algo en esta mujer que para Mogueime no tenga secretos es su nombre, tantas son las veces que lo ha dicho, los días no sólo se repiten, son iguales, Cómo te llamas, preguntó Raimundo Silva a Ouroana, y ella respondió, María Sara.

Eran casi las siete de la tarde cuando María Sara llegó. Raimundo Silva estuvo escribiendo hasta las cinco, siempre con la atención distraída, componía con dificultad dos o tres líneas y luego se ponía a mirar por la ventana, las nubes, una paloma que da vueltas y se posa en la barandilla y lo mira a través del cristal con su ojo colorado y duro, agitando la cabeza con movimientos que eran al mismo tiempo rápidos y fluidos, el cesto de los papeles, que se trajo del despacho, estaba lleno de hojas rotas, un destrozo, si todos los días, a partir de ahora, van a ser como éste, hay gran peligro de que su historia no acabe, quedándose los portugueses hasta el fin de los tiempos ante esta ciudad de Lisboa, invicta, sin ánimo para conquistarla y sin fuerzas para renunciar a ella. Durante el día tuvo que resistir mil veces la tentación de telefonear, lo que todavía contribuyó más para desviarle el tino de lo que quería escribir, viniendo a resultar que, en trabajo útil, no había adelantado más que una página, y aun así gracias a aquella benevolencia que tantas veces nos lleva a tolerar lo que no tiene otro mérito sino el de no ser insoportable. La última media hora la pasó casi toda en el balcón, una y otra vez mostrándose sin disfraz, como quien, estando a la espera, no le importa que se sepa y murmure, pero casi siempre apoyado en la moldura interior de la ventana, con medio cuerpo oculto, y acechando el lado del Largo dos Lóios, donde María Sara dejará el coche. La vio aparecer en la esquina de la casa de los paneles de San Antonio, con paso tranquilo, ni deprisa ni lenta, vestía la chaqueta y la falda que él ya le conocía, al hombro el bolso, el pelo suelto, danzando, y el deseo le puso un súbito nudo en la boca del estómago, no como le aconteció a Mogueime, que a ése fueron golpes. Se dio cuenta de que esto, sí, era deseo verdadero, que ayer había sido más bien una vibración convulsiva y continua de todo su ser, acaso resoluble por vía de un contacto físico expedito que, probablemente, de haberse consumado, dejaría señales de frustración o, todavía peor, de desencanto. Fue a abrir la puerta y salió al descansillo, María Sara estaba subiendo ya y miraba hacia arriba, sonriendo, y él sonrió, Qué tarde, dijo, Ya se sabe, el tráfico, ayer fue un día excepcional, salí antes de la editorial, respondió ella, y, avanzando, le dio un beso rápido en la mejilla, y entró. La puerta más próxima, como sabemos, es la del dormitorio, no tendría sentido alguno, en el estado en que están las cosas, buscar otra, tanto más cuanto que este dormitorio no es sólo dormitorio es también, aunque provisionalmente, lugar de trabajo, por eso, repetimos, neutralizado en cierto modo. Pero Raimundo Silva le quitó el bolso del hombro, lentamente, como si la estuviera desnudando, fue un gesto no premeditado, son esas ocasiones en las que la intuición ayuda a lo que de ciencia falta, Ayer, al despedirse, me trató de tú, dijo, Es la falta de hábito, no estoy acostumbrada aún, respondió María Sara, Quiere ir al despacho, No, aquí estamos bien, pero tú no tienes donde sentarte, Voy a buscar una silla. Cuando volvió, María Sara estaba leyendo la última página del manuscrito, Has avanzado poco, dijo, Por qué habrá sido, preguntó Raimundo Silva, Sí, por qué habrá sido, repitió ella, esta vez sin sonreír, y mirándolo como quien espera una respuesta, Mire la cama, Qué tiene la cama, y en otro tono, Sólo yo estoy usando el tú, Tal vez yo tenga más dificultades para habituarme, pero voy a repetir Mira la cama, Y yo respondo, Qué le pasa a la cama, Notas alguna diferencia en ella con relación a ayer, Es la misma cama, Claro que es la misma, pero lo que quiero que me digas es si crees que ha sido abierta y utilizada, siendo mujer, observarás que las dobleces y el embozo de la sábana están intactos, que la almohada no tiene ni una arruga, que la colcha está lisa, con todas las franjas alineadas, Sí, es verdad, Fue así como la asistenta la dejó ayer, Entonces no has dormido aquí, No, Por qué, dónde, Respondo primero a la segunda parte de la pregunta, dormí ahí dentro, en un diván, Y por qué, Porque soy un chiquillo, un adolescente a quien se le anticiparon las canas, porque no fui capaz de acostarme ayer aquí solo. Nada más. María Sara dejó la hoja en la mesa, se acercó a él y lo abrazó, Nunca precisarás decirme que te gusto, Lo diré, Pero no así, Usaré palabras, Y yo quiero oírlas, sé que voy a olvidar muchas de ellas, el momento, el lugar, la hora, pero lo que no podré olvidar es esto, y cuando tocaste la rosa. Estaban uno en brazos del otro, pero no se besaban aún, se miraban y sonreían mucho, el rostro alegre, y después la sonrisa se fue recogiendo lentamente como agua que la tierra estuviera sorbiendo y saboreando, hasta que al fin se quedaron serios los dos, mirándose, una rápida sombra sutil aleteó por el dormitorio, vino y huyó en seguida, y, entonces, unas alas inmensas y poderosas envolvieron a María Sara y a Raimundo Silva, apretándolos como a un único cuerpo, y el beso empezó, tan diferente de aquel que aquí se dieron ayer, eran las mismas personas, eran otras, pero decir esto es no haber dicho nada, porque nadie sabe lo que el beso es verdaderamente, tal vez la devoración imposible, tal vez una comunión demoníaca, tal vez el principio de la muerte. No fue Raimundo Silva quien condujo a María Sara a la cama, ni ella hacia allí lo impelió suavemente como distraída, allí se hallaron, sentados primero en el borde, arrugando la colcha blanca, después él la echó hacia atrás y continuaron besándose, ella le rodeaba la nuca con los brazos, el brazo derecho de él servía de apoyo a la cabeza de ella, pero el izquierdo parecía vacilar, sin saber qué hacer, o sabiéndolo y no atreviéndose, como si un final e invisible muro se hubiera interpuesto en el último segundo, lo guió finalmente la sabia mano, tocó la cintura de María Sara, descendió hasta la cadera y se posó, casi sin presión, en las redondeces del muslo, para subir después lentamente, cuerpo arriba, hasta el pecho, ahora la memoria de los dedos puede reconocer la suavidad del tejido de la blusa que tocaba por primera vez, la sensación fue rapidísima y en el mismo instante diluida por la conciencia tumultuosa de que bajo la mano banal del hombre estaba el prodigio de un seno. Aturdido por el contacto, Raimundo Silva levantó la cabeza, quería mirar, ver, saber, tener la certidumbre de que era su propia mano la que allí estaba, ahora sí, el muro invisible se desmoronaba, más allá de él quedaba la ciudad del cuerpo, calles y plazas, sombras, claridades, un cantar que viene de no se sabe dónde, las infinitas ventanas, la peregrinación interminable. María Sara colocó su mano sobre la de Raimundo Silva, y él la besó muchas veces, hasta que ella la retiró llevando la de él consigo, y el seno erguido, aún cubierto, se ofreció a los besos. Fue ella quien, sin prisas, disfrutando con su propio movimiento, se desabotonó la blusa y la abrió, sobre el encaje blanco del sujetador la piel era encaje mate, y rosado el pezón, Dios mío, entonces la mano de Raimundo Silva volvió, dulce, violenta, y con un solo gesto resuelto hizo salir el seno, elástico y denso. María Sara gimió cuando la boca de él, ansiosa, lo chupó, se estremeció todo su cuerpo, y luego más profundamente porque la mano de Raimundo Silva se había posado sobre su vientre, inesperadamente, para, ya sin sorpresa, llegar hasta el pubis, donde se crispó y forzó, invasora. Estaban aún vestidos, ella sólo con la chaqueta suelta y la blusa desabrochada, y fue Raimundo Silva quien recogió el seno descubierto, tan delicadamente que los ojos sorprendidos de María Sara se humedecieron de lágrimas. La penumbra del cuarto se iluminó súbitamente, seguro que por el lado de la barra se habían abierto las nubes del atardecer y el último sol entró por la ventana, oblicuo, lanzando sobre aquel lado de la pared una vibración de luz color cereza, que a su vez difundía por el dormitorio una invisible palpitación, un temblor conmovido de átomos despiertos por la claridad que se iba desvaneciendo, como si éste fuera un mundo apenas nacido y aún sin fuerzas, o viejo de haber vivido mucho, sin fuerzas ya. María Sara y Raimundo Silva, por pudor o por intuición, no se habían desnudado por completo, conservaban la última pieza íntima, y ella no se había quitado el sujetador. Estaban tumbados, cubiertos, y temblaban. Él le cogió las manos y las besó, ella repitió el gesto, se aproximaron con un movimiento ondulatorio del cuerpo, tan cerca que las respiraciones se confundían, después las bocas se tocaron y el beso se convirtió en un devorarse de labios y de lenguas, mientras las manos de uno buscaban el cuerpo del otro, apretaban, acariciaban, entonces empezaron a oírse palabras, sueltas, entrecortadas, jadeantes, amor mío, te quiero, cómo fue posible, no lo sé, tenía que ser, abrázame, te deseo, ese antiquísimo murmullo que, con estas u otras palabras, más dulces aún, o crudas, o toscas, o brutales, persigue desde la noche de los tiempos, séanos permitida la expresión una vez más, lo inefable. Torpe, la mano de Raimundo Silva luchaba con el cierre del sujetador, pero fue María Sara quien, con un simple toque y un movimiento de hombros, se liberó, y a los senos liberó de su prisión, ofreciéndolos a los ojos, las manos, a la boca de él. Después, al fin, se desnudaron del todo, cada uno ayudando al otro o a él entregándose, Desnúdame, dijeron, y en verdad ya estaban desnudos, pero ahora podían tocarse, palpar, sondear, de súbito Raimundo Silva echó la ropa hacia atrás, allí estaba María Sara, los senos, el vientre, el pubis alto, los muslos largos, y él, sin vergüenza, olvidado de miedos, mostrándose a la luz, aunque tan poca, sólo la sábana blanca brillaba como si la inundara la luz de la luna, la noche caía muy lentamente sobre la ciudad, parecía como si el mundo exterior se pusiera a la espera de un milagro nuevo, pero nadie se dio cuenta cuando aconteció, aquí, cuando los sexos de estos dos se sintieron por primera vez, cuando por primera vez gimieron juntos, cuando sordamente gritaron, cuando todas las compuertas del diluvio se abrieron sobre la tierra y las aguas de la tierra, y después la calma, el amplio estuario del Tajo, dos cuerpos lado a lado bogando, de manos dadas, uno dice, Oh, mi amor, y otro, Que nada en el futuro sea menos que esto, y de repente ambos tuvieron miedo de lo que habían dicho y se abrazaron, el cuarto estaba oscuro, Enciende la luz, dijo ella, quiero saber si esto es verdad.


María Sara pasó la noche en casa de Raimundo Silva. Después de haberle pedido que encendiera la luz, y asegurarse, con todos los sentidos, de la verdad de estar allí, desnuda y con este hombre desnudo al lado, mirándolo y tocándolo, y sin resguardo ofreciéndose a sus ojos y a sus manos, dijo, entre dos besos, Voy a llamar a mi cuñada. Se enrolló en la colcha blanca y corrió descalza al despacho, desde el dormitorio Raimundo Silva oyó marcar el número, e inmediatamente, Soy yo, luego hubo un silencio, probablemente la cuñada estaría manifestándole extrañeza por la tardanza, preguntando, por ejemplo, Hay alguna novedad, y María Sara, que precisamente de grandes y numerosas novedades estaba habilitada para hablar, respondió, No, sólo quería avisar de que no voy a ir a casa, lo que, a decir verdad, era una novedad absoluta, teniendo en cuenta que ocurría por primera vez desde que se fue a vivir a casa del hermano, después del divorcio. Otro silencio, la sorpresa discreta de la cuñada, inmediatamente cómplice, las palabras que dijo, María Sara se echó a reír, Luego te lo cuento y dile a mi hermano que no se ponga así, en plan de protector de viudas y doncellas, que mi caso no es de ésos. Del otro lado, la cuñada habría expresado una preocupación familiar razonable, Espero que sepas lo que estás haciendo, es lo mínimo que se puede decir en situaciones como ésta, y María Sara respondió, De momento me basta saber que es verdad, y después de una pausa, dijo simplemente, Sí, no precisó de más Raimundo Silva para entender que la cuñada de María Sara había preguntado, Es el corrector, y María Sara respondió, Sí. Después de haber colgado, ella se quedó allí unos momentos, súbitamente todo había adquirido un aire de irrealidad, estos muebles, estos libros, y dentro, en el dormitorio, estaba un hombre acostado, por la parte interna de los muslos sintió que se deslizaba una caricia fría, y pensó, Es de él, se estremeció y se enrolló más en la colcha, pero el gesto le hizo cobrar conciencia de la desnudez completa de su cuerpo, y ahora luchaba en ella el recuerdo de las recientes sensaciones con un pensamiento irritante que no quería dejarla, Si él se hubiera quedado desnudo encima de la cama, el pensamiento se interrumpía allí, o era ella que se negaba a seguir hasta el fin, pero se comprendía claramente que se trataba de una amenaza, de una decisión tomada, incluso sin estar el destinatario formalmente explícito. Le sorprendió que él no la llamara, la campanilla del teléfono dio señal del fin de la comunicación, parecía que el silencio se apoderaba de la casa como si fuese un enemigo furtivo e inquietante, y después pensó que había hallado el motivo, él no sabría cómo llamarla, sí, diría María Sara, pero la cuestión no estaba en las palabras, estaba en el tono con que fuesen dichas, cómo elegir entre el tono imperativo de quien cree ser ya el propietario de un cuerpo y la expresión de una dulzura sentimental que no diríamos fingida, pero en la que seguramente habría una parte de deliberación demasiado consciente para ser natural. Volvió al cuarto, pensando, mientras iba por el corredor, Él está cubierto, él está cubierto, tan ansiosamente como si de eso fuera a depender todo el futuro de las palabras y obras que aquí habían sido dichas y hechas, Raimundo Silva estaba cubierto hasta los hombros.

Cenaron en un restaurante de la Baixa, ella quiso saber cómo iba la historia del cerco, No va mal, me parece, para lo absurdo que es, Te falta aún mucho para terminarla, Podría acabarla en tres líneas, dentro de la fórmula, luego se casaron y fueron muy felices, en nuestro caso, los portugueses, en un supremo esfuerzo, tomaron la ciudad, o bien me pongo a enumerar armas y bagajes, a enredar personas y personajes, y nunca llegaré al final, una alternativa sería dejarla como está, ahora que ya nos hemos encontrado, Preferiría que la terminaras, tienes que resolver la vida de ese Mogueime y de esa Ouroana, el resto será menos importante, de todos modos sabemos cómo va a acabar la historia, la prueba es que estamos cenando en Lisboa, sin ser nosotros moros ni turistas en tierra de moros, Probablemente pasaron por aquí las barcas que llevaron al cementerio los muertos del ataque ante las puertas de la ciudad, Cuando volvamos a casa voy a ponerme a leerla desde el principio, Eso si no estamos ocupados en cosas más interesantes, Tenemos mucho tiempo, caro señor, Además, la historia es corta, en media hora la tienes leída toda, me limité, como verás, a lo que me parecía consecuencia del hecho de que los cruzados se hubieran ido sin querer ayudar a los portugueses, Y que daría una novela, Es posible, pero cuando me metiste en estos trabajos, sabías que yo no pasaba de un normal y modesto corrector, sin otras cualidades, Las suficientes para aceptar el reto, Mejor deberías llamarle provocación, Sea, provocación, Qué idea tenías en la cabeza cuando me desafiaste, qué buscabas, En aquel momento no lo veía con mucha claridad, por muchas explicaciones que pudiera haberme dado a mí misma, o a ti, cuando me las pediste, ahora ya es evidente que era a ti a quien buscaba, A este tipo flaco y serio, con el pelo mal teñido, que vive encerrado en casa, triste como un perro sin amo, Un hombre que me gustó desde que lo vi, un hombre que había puesto deliberadamente un error allí donde estaba obligado a enmendarlos, un hombre que se había dado cuenta de que la distinción entre el no y el sí es el resultado de una operación mental que sólo tiene como objetivo la supervivencia, Es una buena razón, Es una razón egoísta, Y socialmente útil, Sin duda, aunque todo dependa de quiénes fueran los dueños del sí y del no, Nos orientamos por normas generadas según consensos, y dominios, es evidente que variando el dominio varía el consenso, No dejas salida, Porque no hay salida, vivimos en un cuarto cerrado y pintamos el mundo y el universo en sus paredes, Recuerda que han ido ya hombres a la Luna, Su cuartito cerrado fue con ellos, Eres pesimista, No llego a tanto, me limito a ser un escéptico de la especie radical, Un escéptico no ama, Al contrario, el amor es probablemente la última cosa en la que el escéptico aún puede creer, Puede, Digamos más bien que necesita. Acabaron de tomar el café, Raimundo Silva pidió la cuenta, pero fue María Sara quien, con un gesto rápido, sacó de la cartera y colocó en el platillo la tarjeta de crédito, Soy tu directora, no puedo permitir que pagues la cena, se acabaría el respeto a la jerarquía si los subordinados empezaran a dárselas de generosos con sus superiores, Lo admito por esta vez, en todo caso te recuerdo que estoy en camino de convertirme en autor, y entonces, Entonces sí que no pagarás nada, dónde se ha visto que el autor pague la cena al editor, realmente no sabes nada de relaciones públicas, Siempre he oído decir que de los infelices autores sacan los editores almuerzo y cena, Calumnias indecentes, manifestaciones inferiores de un odio de clase, Yo no soy más que corrector, estoy fuera de esa guerra, Si lo tomas tan a pecho, No, no, paga tú, pero mis razones para admitir que pagues son otras, Cuáles son, Es que con toda esta arrastrada historia del cerco casi no he trabajado en la corrección y por tanto, siendo tú la responsable del estado periclitante de mi economía, es de justicia que pagues, para compensarte mañana te hago las tostadas del desayuno, Vas a dejarme con un saldo deudor tremendo.

María Sara tenía el coche en el Largo dos Lóios, a ambos les había apetecido dar un paseo a pie en la noche casi tibia, un poco húmeda. Antes de por el Limoeiro, se quedaron un rato en el mirador contemplando el Tajo, el ancho y misterioso mar interior. Raimundo Silva pusó su brazo en el hombro de María Sara, conocía este cuerpo, lo conocía, y de conocerlo le venía esta sensación de fuerza infinita, y otra, contraria, de infinito vacío, de lasitud perezosa, como una gran ave que pairase sobre el mundo aplazando el momento de posarse. Ahora volvían a casa, lentamente, la noche les parecía interminable, no tenían que correr para detener las horas, o empezarlas deprisa, que más que esto no permite el tiempo. Dijo María Sara, Tengo curiosidad por leer lo que has escrito, puede que tengas razón cuando dices que vas camino de convertirte en escritor, Pensaba que tenías la sensatez de no tomarme en serio, Nunca se sabe, nunca se sabe, Los mejores paños no sirven sólo para que en ellos caigan manchas, Si ya como corrector estoy condenado a las penas del infierno, imagina mi destino como autor, Peor que el infierno, supongo que sólo el limbo, También yo lo creo, pero para el limbo ya estoy pasado de edad, y como estoy bautizado, aunque logre escapar del castigo, del premio no escaparé, por lo visto no hay alternativa, aquí estaba la Porta de Ferro, la echaron abajo hace doscientos años, más o menos, lo que de ella quedaba, claro, que la de los moros nadie sabe cómo era, No cambies de conversación, la idea es buena, Qué idea, La de publicar esa novela, En nuestra editorial, Sería una hipótesis, Darías una pésima directora literaria, sobornable por los sentimientos, Parto del principio de que el libro tendrá calidad suficiente, Y crees que nuestros patronos, después de haberse visto ridiculizados, Si tienen algún sentido del humor, Nunca lo he comprobado, aunque puede que sea por culpa mía, por falta de cualidades receptivas, Acaba el libro y luego veremos, nada se pierde con intentarlo, Lo que tengo allí en casa no es un libro, son sólo unas decenas de páginas con episodios sueltos, Es un punto de partida, Muy bien, pero entonces pongo una condición, Cuál, Seré el corrector de mi propia obra, Para qué, el autor es siempre un mal corrector de sí mismo, Para que no pase un sí por un no. María Sara se echó a reír y dijo, Me gustas. Y Raimundo Silva, Estoy haciendo lo posible para seguir gustándote. Iban subiendo la Calçada do Correio Velho, el camino que él siempre evitaba, pero hoy se sentía alado, y la fatiga, que sin duda tenía, era diferente, no exigía reposo, pedía una fatiga nueva. A esta hora la calle estaba desierta, el lugar y la ocasión eran propicios, Raimundo Silva besó a María Sara, nada hay más común que esto en los días que corren, el beso en la vía pública, pero debemos tener en cuenta que Raimundo Silva viene de una generación discreta que no hacía demostración de sentimientos, y mucho menos de deseos. El atrevimiento, a fin de cuentas, no fue nada del otro mundo, una calle solitaria y poco iluminada, pero es un principio. Continuaron subiendo, se pararon al inicio de las escaleras, S. Crispim tiene ciento treinta y cuatro escalones, dijo Raimundo Silva, y empinados como los de los templos aztecas, pero llegando a lo alto en seguida estamos en casa, No me quejo, vamos, Allá arriba, debajo de aquellos ventanales, hay aún vestigios de la muralla construida por los godos, por lo menos eso dicen los entendidos, Entre los que ahora te cuentas tú, Ni pensarlo, sólo sé algunas cosas que he leído, he estado divirtiéndome o instruyéndome, poco a poco, descubriendo la diferencia entre mirar y ver y entre ver y reparar, Eso es interesante, Es elemental, supongo incluso que el verdadero conocimiento estará en la conciencia que tengamos del cambio de un nivel de percepción, por decirlo así, a otro nivel, Hombre bárbaro, el más godo de todos, quien viene cambiando de niveles soy yo desde que empezamos a trepar montaña arriba, parémonos un poco en este escalón, que necesito respirar, al menos un minuto, sentémonos. Esta palabra, y el acto subsiguiente, le trajeron de golpe a Raimundo Silva el recuerdo de aquel día en el que, huyendo del temor de ser interpelado por un Costa indignado y amenazador, bajó atropelladamente estas escaleras y se sentó ahí, en uno de los peldaños, escondiendo, de ojos imaginariamente acusadores, no sólo su cobardía sino también la vergüenza de sentirla. Un día, cuando esté lo bastante seguro del amor que está naciendo, tendrá que contarle a María Sara todas estas pequeñas miserias del espíritu, aunque puede ocurrir igualmente que resuelva quedarse callado para que no sufra ningún desdoro la imagen positiva que en el futuro consiga dar de sí mismo, y mantener. No obstante, ya en este mismo momento, cuando aún no ha tomado ninguna resolución sobre lo que hará en el futuro, siente la incomodidad de un escrúpulo desatendido, un remordimiento que se anticipa a la falta, una espina mental. Promete que no se olvidará de este aviso premonitorio de su conciencia, y de pronto se da cuenta del silencio que se ha interpuesto entre los dos, tal vez cierta incomodidad, pero no, el rostro de María Sara está tranquilo, sereno, tocado por la claridad de una luna escasa que diluye un poco las sombras en este lugar donde están y adonde no llega la iluminación pública, la incomodidad sólo reside en él, y sin ninguna otra razón que saber que está ocultando algo, digamos que no la vergüenza del miedo, sino el miedo de la vergüenza. Si María Sara no habla es sólo porque piensa que no tiene que hablar, si Raimundo Silva va a hablar es porque no quiere explicar la verdadera causa de estar callado, Hace tiempo había por aquí un perro vagabundo, pero ha desaparecido, y a partir de esta declaración compuso una historia de su encuentro con el animal, añadiéndole parte suficiente de imaginación para hacerla más auténtica y real, No quería irse de aquí, dos o tres veces le di comida, y creo que también lo alimentaban algunos vecinos, pero poco entre unos y otros, porque el animal parecía siempre a punto de morirse de hambre, no sé qué le habrá pasado, si tuvo el valor de irse a correr mundo y buscarse la vida, o si murió aquí mismo, poco a poco, hoy pienso que debería haberme ocupado más de él, nada me costaba traerle todos los días unos restos o comprarle incluso de esas comidas para perros que hay ahora, que la cosa tampoco iba a arruinarme. Durante unos minutos Raimundo Silva fue repitiendo sus responsabilidades y culpas, consciente, sin embargo, de que estaba encubriendo con un falso remordimiento el otro verdadero, dudoso éste, incierto el que vendrá, después, súbitamente, se calló, se sentía ridículo, pueril, tanta preocupación por un perro vagabundo, sólo le faltaba que María Sara hiciera un comentario cualquiera, sin interés, por ejemplo, Pobre animal, y fue exactamente esto lo que dijo, Pobre animal, y luego, levantándose, Vamos.

Sentado a la pequeña mesa donde ha escrito la Historia del Cerco de Lisboa, mirando la última página, a la espera de la palabra providencial que por atracción o choque reactivará el flujo interrumpido, Raimundo Silva debería decirse a sí mismo, como María Sara en las Escadinhas de S. Crispim ayer por la noche, Vamos, pero ahora en un tono diferente, como orden imperativa, Vamos, escribe, avanza, desarrolla, abrevia, comenta, remata, sin ninguna semejanza con la modulación suave de aquel otro Vamos, que, no perdurando en el espacio, continuó resonando dentro de ellos como un eco sucesivamente amplificado, paso a paso, hasta transformarse en un canto glorioso cuando la cama se abrió otra vez para recibirlos. El recuerdo de la noche magnífica distrae a Raimundo Silva, la sorpresa de despertar por la mañana y ver y sentir un cuerpo desnudo a su lado, el placer inexpresable de tocarlo, aquí, allí, suavemente, como si todo él fuese una rosa, decir para sí, Despacio, no la despiertes, deja que te conozca, rosa, cuerpo, flor, después la urgencia de las manos, la caricia prolongada e insistente, hasta que María Sara abre los ojos y sonríe, dijeron al mismo tiempo, Amor mío, y se abrazaron. Raimundo Silva busca la palabra, en otra ocasión podrían servir estas mismas, Amor mío, pero es dudoso que Mogueime y Ouroana sepan decirlas alguna vez, aparte de que, en el punto en que estamos, esos dos ni siquiera se han encontrado, cómo van a declarar tan abruptamente sentimientos cuya expresión parece fuera de su alcance.

Mientras tanto, instrumento del destino sin saberlo, el caballero Enrique debate, en su fuero íntimo, si llevará consigo a Ouroana al campamento de Mem Ramires o si la dejará en el campamento real, entregada a los cuidados y a la vigilancia de su criado favorito. Sin embargo, está tan acostumbrado a ese criado que no se siente inclinado a prescindir de él, y, considerándolo todo, lo llamó para decirle que preparase armas y bagajes porque mañana temprano bajarán de estas alturas protegidas para unirse a las tropas que luchan en la Porta de Ferro, donde, a su gobierno y mando, construirán una torre de asalto, A ver quién la acaba más deprisa, si nosotros o los franceses, o los normandos, en la Porta do Sol y en la Porta de Alfama, Y Ouroana, vuestra barragana, qué se hará de ella, preguntó el criado, Irá conmigo, son grandes los peligros, allí están frente a frente moros y cristianos, Luego veré lo que convenga, aunque es cierto que no se han atrevido los infieles a salir a dar batalla fuera de los muros. Así concertados, el criado avisó a Ouroana y organizó la mudanza, irían también con el caballero Enrique cinco de sus hombres de armas, que no era este alemán tan rico señor que a su cuenta hubiera llevado un ejército, su especialidad era más bien la ingeniería, la cual, si casi siempre depende de mucha gente para hacer las máquinas, depende siempre de lo que el ingeniero lleva dentro de su cabeza, ciencia, ingenio y arte. A la mañana siguiente, bien temprano como se dijo, después de oír misa, fue el caballero Enrique a besar las manos del rey, Adiós, señor, que me voy al trabajo. Un poco apartados, sin derecho a despedida real, estaban el privado y los hombres de armas, Ouroana en unas andas, éstas más por ostentación de su señor que por su delicada complexión, que en los campos de Galicia donde fue robada era hija de labradores y con ellos trabajaba en el riguroso amaño de la tierra. Don Afonso Henriques abrazó al caballero, Santa María te acompañe y te proteja, dijo, y te ayude a levantar esa torre hasta ahora nunca vista en estos parajes, vais a trabajar con carpinteros de barcos, que ha sido lo más semejante que pudimos encontrar, pero si ellos son tan buenos alumnos como yo tengo información de que tú eres buen maestro, mis próximos cercos, en eso de torres de asalto, se harán con mano de obra nacional, sin incorporación extranjera, Señor, a mi país llegó prolija fama de la modestia, de la humildad, de la frugalidad y del espíritu de abnegación de los portugueses, siempre bien dispuestos para el servicio de la familia y de la patria, ahora bien, si a tantas y tan raras cualidades añaden ellos alguna inteligencia y mucha fuerza de carácter y voluntad, entonces, señor, doy por seguro que no habrá torre que no seáis capaz de construir, tanto en este próximo día de mañana como en todos los que aún están por venir. Calaron hondo en el ánimo del rey estos esperanzados votos, tanto más cuanto que venían de quien venían, y fue tanto lo que le complacieron que, alejándose un poco con el caballero Enrique, en confianza, le confidenció el secreto de una preocupación suya, a saber, Os habéis dado cuenta, ciertamente, de que una parte de mi estado mayor no anda muy conforme con esa idea de las torres, es gente conservadora, aferrada al artesanado, por eso, si veis que alguien se os presenta con historias y trucos dilatorios o derrotistas venid a decírmelo en seguida, que yo tomo muy a pecho, como rey moderno que soy, llevar adelante esa empresa sin aplazamientos excusados, teniendo en cuenta que mis finanzas, devoradas por esta guerra, van de mal en peor, ya veis que no me convendría nada, lo que se dice nada, tener que pagar nueva soldada a finales de agosto, que es cuando vencen los tres meses, porque, aunque nuestra tropa gane poco, todos juntos son un gasto de mil diablos, que nos vendría como miel sobre hojuelas poder tomar esta ciudad antes de agosto, imaginad cuánta esperanza tengo puesta en esa vuestra torre y en las otras, y así os exhorto, estimulo y aplaudo para que realicéis firmemente nuestro designio, por cuya remuneración no tenéis que preocuparos, pues ahí están los bienes de los moros para que con vuestras propias manos os paguéis una y diez veces. El caballero Enrique respondió que podía quedar descansado el rey, que él lo haría todo de lo mejor con ayuda de Dios, y que de las dificultades de tesorería sería discreto confidente, y que nunca, nunca, se inquietara por el pago de sus servicios, Que el mejor pago, mi señor, está en el cielo, y allí para conquistar la ciudad del paraíso otras torres se precisan, las de las buenas obras, como esta que prometemos de no dejar aquí un moro vivo si se obstinan en la tozudez de no rendirse. Despidió el rey al caballero prometiéndose a sí mismo no perderlo de vista, pues tanto parece servir para obispo como para general, y si resulta afortunado el negocio de las torres, le hará propuesta de naturalización, condonación de tierras y título para poder empezar aquí su vida.

Que el caballero Enrique no estaba dispuesto a perder tiempo es algo que se vio en seguida, porque, apenas llegado al campamento de Porta de Ferro, se reunió en conferencia con Mem Ramires para que le fuesen consignados los hombres suficientes para la portentosa obra, comenzando inmediatamente por la tala de los árboles que había por allí, unos nacidos al azar de la naturaleza, otros plantados por las mismas manos de los moros, que entonces no podían adivinar que estaban, literalmente, juntando leña para quemarse, son, digámoslo una vez más, las ironías del destino. Pero no debemos seguir adelante en estas descripciones sin primero decir del alborozo causado por la llegada del caballero y sus acompañantes, no era el caso para menos, que venía un técnico extranjero, y además alemán, que es ser técnico dos veces, algunos, escépticos por naturaleza o por cuenta ajena, dudaban de los méritos y de los resultados, otros decían que no se debe juzgar mal lo que aún no ha habido tiempo de probar, finalmente, los prácticos y objetivos abundaban en el reconocimiento de la evidencia de que mejor se combate al moro teniéndolo delante y a nuestra altura que estando él arriba tirándonos piedras aprovechándose de la ventaja de la gravedad y nosotros abajo, sufriendo los efectos de una y otras, ajeno a tan polémicas cuestiones, referentes al complejo militar-industrial en formación, con ojos sólo para la mujer que venía en las andas, Mogueime apenas podía creer su suerte. Nunca más precisaría andar rondando por el campamento de Graça, siempre en peligro de que apareciera una patrulla de la policía militar interesada en saber, Qué estás haciendo aquí tan lejos de tu campamento, ahora ha venido la montaña a Moisés, no porque no hubiera querido Moisés ir a la montaña, todos somos testigos de cuánto se esforzó, sino porque por encima de Moisés sabemos que está el sargento ayudante, está el alférez, está el capitán, y, siendo éste tiempo de guerra, son las licencias menos que las oportunidades, aunque ayude la inventiva. Esta Ouroana que llega, no se va a pasar todo el tiempo encerrada en la tienda, a la espera de que el caballero Enrique interrumpa su trabajo de plancha y astillero para venir a desahogar en ella las inquietudes que tan fácilmente transitan de un espíritu que quiere ser místico con Dios a la carne que mística sólo con la carne ansía estar, esta Ouroana, teniendo en cuenta el reducido espacio del teatro de operaciones, estará muchas más veces y más fácilmente al alcance de la vista, en paseos y devaneos por el campamento y a la orilla del río viendo saltar los atunes, en aquellas sosegadas horas que son en general las del caer de la tarde, cuando las tropas andan por ahí intentando recomponerse del violento calor del día y de los ardores aún peores de la batalla. Es de esperar, con todo, que los esfuerzos del personal se concentren ahora en la construcción de las torres, pues siendo tan escasos los efectivos sería suicida dispersarlos en acciones sin probabilidades de éxito, salvo aquellas, de diversión, destinadas a mantener ocupado al enemigo, en orden a asegurar a los carpinteros la tranquilidad de que van a precisar para llevar a buen fin el arriesgado trabajo. En sus apuntes para la carta a Osberno, anotó Fray Rogeiro, aunque de tal cosa no viniera a hacer mención en la redacción definitiva, una minuciosa descripción de la llegada del caballero Enrique al campamento de Porta de Ferro, incluyendo cierta alusión, por lo visto irrefrenable, a la mujer que con él venía, Ouroana de nombre, hermosa como el amanecer, misteriosa como el nacer de la luna, fueron expresiones del fraile, que la prudencia disciplinaria, por un lado, y el pudor parece que puntilloso del destinatario, por otro, aconsejaron expurgar. Ahora bien, es muy posible que este y otros recalcados movimientos de alma hayan sido causa, por vía de sublimación, del cuidado con que Fray Rogeiro decidió acompañar los dichos y los hechos del caballero alemán, antes, pero sobre todo después de su infeliz muerte, infeliz pero no desgraciada, como a su debido tiempo se verá. Por claro, diremos que no pudiendo Fray Rogeiro satisfacer en Ouroana sus apetitos, no encontró mejor salida, salvo otro cualquier secreto, que exaltar hasta la desmesura al hombre que se gozaba en el cuerpo de ella. Todo se puede esperar de la complejidad del alma humana.

Vino la señora María a la hora de costumbre, después del almuerzo, y apenas entró se puso a resoplar de un modo que tanto tenía de discreto como de ostensivo, cometimiento en extremo difícil de alcanzar, pues lleva la doble finalidad de pretender disimular que se pretende saber algo, mostrando al mismo tiempo que no se está dispuesto a permitir que el otro se dé por desentendido. Es, por excelencia, un arte diplomático, pero dirigido por la intuición, si no por el instinto, y que, en general, alcanzaba su objetivo principal, que era el de crear en el corrector un vago sentimiento de pánico, como si de pronto se revelaran en público sus más ocultos secretos. La señora María es sádica y no lo sabe. Dio las buenas tardes desde la puerta del dormitorio, resopló dos veces más para que Raimundo Silva se diera cuenta de que no por ser ella una pobre asistenta carecía de olfato de bastante calidad para captar lo que en el aire pudiera haber quedado de un perfume. Raimundo Silva respondió al saludo y continuó escribiendo, limitándose a lanzar una mirada rápida hacia ella, decidido a no enterarse de lo que estaba pasando, la señora María, asombrada primero y luego con esa expresión especial que significa, Ya me parecía a mí, mirando a la cama, que, en vez del tirón sumario que Raimundo Silva había aprendido a darle para que no se confundiera con yacija de mendigo, se presentaba intachable, como sólo manos femeninas son capaces de dejar. Carraspeó para llamar la atención, pero Raimundo Silva se fingía distraído, aunque su corazón estuviese en estúpido alborozo, No tengo que dar cuentas de mi vida, pensaba, y se indignó consigo mismo por buscar justificaciones cobardes, él que había comenzado ahora un amor así, entero, entonces levantó la cabeza, preguntó, Quiere algo, en un tono seco, agresivo, que desarmó la impertinencia de la mujer, No señor, no quiero nada, sólo estaba mirando, Raimundo Silva podría haberse contentado con el desconcierto de la respuesta, pero prefirió desafiar, Mirando qué, Nada, la cama, Qué le pasa a la cama, Nada, que está hecha, Sí, lo está, y qué, Nada, nada, la señora María se volvió de espaldas, se había acobardado, no hizo la pregunta que le ardía en la lengua, Quién la hizo, y así no supo qué respuesta le daría Raimundo Silva, quien, a su vez, tampoco lo sabía. Durante todo el tiempo la señora María no volvió a aparecer por la habitación, como si estuviera indicándole a Raimundo Silva que consideraba que aquella parte de la casa quedaba ya fuera de su jurisdicción, pero, o no pudo o no quiso sofocar la frustración malhumorada, ni poner sordina a los ruidos propios de su trabajo, y, al contrario, exagerándolos. Raimundo Silva resolvió tomarse el caso a broma, pero el abuso se iba haciendo notorio, por eso fue hasta el pasillo, Menos ruido, por favor, que estoy trabajando, la señora María podía haberle respondido que también ella lo estaba, y que no tenía la suerte de otros, que se pueden ganar la vida sentados, quietos y callados, pero la necesidad, aunque sea tan conflictiva como ésta, puede más que la voluntad, y se calló. Lo que más irrita a la señora María es que tan grandes mudanzas estén pasando sin que ella sepa gran cosa, que si no fuera la expertísima persona que es, un día de éstos, inesperadamente, se daría de narices con otra mujer en casa sin poder siquiera hacerle la pregunta deseada, Quién es usted, quién la ha metido aquí, los hombres son unos insensibles y unos incompetentes, qué le costaba a Raimundo Silva media frase risueña de confidencia, por mucho que doliera siempre sería un lenitivo para tan amargos celos, que ése es el mal que sufre la señora María, y no lo sabe. Otras consideraciones, de las prácticas y prosaicas, ocupan también sus pensamientos, siendo la principal el peligro en que pueda estar su empleo si a esa mujer, suponiendo que no se trate de un apaño temporal, le da por empezar a meterse en su trabajo, Limpie eso otra vez, exhibiendo la punta de un dedo sucio del polvo de una moldura de una puerta, ese gesto odioso al que ninguna asistenta hasta hoy ha sabido responder con una frase que entraría en la historia, Pues métase ese dedo en el culo y verá como le sale aún más sucio. Pobre de quien ha venido al mundo para obedecer, piensa la señora María, y vuelve a limpiar lo que estaba limpio, mientras, sin ver por qué, se le suben las lágrimas del corazón a los ojos, quiso el azar que esto ocurriera ante el espejo del cuarto de baño, a la señora María, en este momento, ni sus lindos cabellos la consuelan. A media tarde sonó el teléfono, Raimundo Silva atendió, era de la editorial, se frustraron las expectativas de la asistenta, cosas del trabajo, Sí, estoy disponible, decía él, Mándeme el original cuando quiera, doctora María Sara, o si prefiere, voy a buscarlo yo, el resto de la conversación fue del mismo tenor, corrección, plazo, monólogos como éste los había oído la señora María muchas veces, la única diferencia estaba en el interlocutor inaudible, antes era un tal Costa, ahora una señora doctora cualquiera, tal vez por eso se quebró un poco el tono de voz de Raimundo Silva, y quebrado era el pensamiento de la señora María, Ay estos hombres, pero, a pesar de ser tan aguda, ni se le pasó por la cabeza que Raimundo Silva pudiera estar hablando precisamente con la mujer con quien aquella noche había dormido, gozando del placer inefable de emplear palabras neutras sólo por ellos traducibles a otro lenguaje, al de la emoción, evocadora de sentimientos, pronunciar libro y oír beso, decir sí y entender siempre, oír buenas tardes y entender te amo. Si tuviera la señora María algunas nociones del arte de la criptofonía, se iría de aquí sabedora del secreto todo, riéndose de quien cree poder reírse de ella, manera de pensar evidentemente forzada y que sólo el despecho explica, pues ni Raimundo Silva ni María Sara imaginan que están haciendo sufrir a la señora María, y si lo supieran no se burlarían de ella, o no serían merecedores de cuanto de bueno están viviendo. Con todo esto, no está excluido que a la señora María acabe cayéndole bien María Sara, también del corazón puede esperarse todo, hasta la armonía de sus contradicciones.

Raimundo Silva está solo otra vez, durante unos segundos se interrogó todavía, curioso, sobre el melifluo tono con que la señora María se ha despedido, mujer desconcertante que tan pronto aparece de mala cara como da muestras de querer metérsenos en el corazón, pero la Historia del Cerco de Lisboa lo llamó a la otra realidad, a la construcción de la torre destinada a liquidar de una vez por todas la resistencia de los moros, y sabiendo nosotros que de eso depende la existencia de una patria, no podemos dar el trabajo por interrumpido, aunque a Raimundo Silva le gustara mucho más tener aquí a María Sara que andar dando cuenta de operaciones de las que nada sabe, aparejo de troncos, desbastar las tablas, afinar las clavijas, trenzar las cuerdas, todos esos materiales que, reunidos, van levantando poco a poco una torre que no es la de Babel, ésta de ahora no aspira a subir más alto que el adarve de la muralla, y, en cuanto a las lenguas, la intención de Don Afonso Henriques no es repetir la multiplicidad de ellas, sino cortar ésta por la raíz, tanto en sentido figurado, alegórico, como en el propio y sangriento. Cuando vuelva María Sara, mañana por la tarde, como prometió al marcharse, para quedarse esa noche y la siguiente, y también el día entre ellas, que es domingo, la obra estará adelantada, pues otros sucesos esperan a su vez, y el tiempo cambió de nombre, ahora se llama urgencia, Calma, dirá María Sara, no caben más cosas en un año que en un minuto sólo por ser minuto y año, no es el tamaño del vaso lo que importa, sino lo que cada uno de nosotros pueda poner en él, aunque acabe por desbordarse y se pierda. Como también esta torre se perderá.

Más de una semana tardó la construcción. Entre la mañana y la noche, el caballero Enrique no vivía sino para su idea, e, incluso cuando en la tienda reposaba, se le cortaba el sueño con sólo pensar que podía haber quedado poco firme una viga de apoyo, y llegaba hasta el punto de levantarse en medio de la madrugada para asegurarse de la solidez de unos encajes y de la buena tensión de unas cuerdas. Tan excelente señor era y tan piadoso que en el acceso del trabajo, no le parecía indigno meter un hombro a la carga si a uno de los extenuados soldados se le quebraba, en un instante de flaqueza, el muelle de los riñones. En una de estas ocasiones se encontró Mogueime tras él, que también Mogueime andaba ayudando en lo de la torre, y fue el caso que venía Ouroana a ver la marcha de la obra y naturalmente a mirar para quien sólo ojos debería tener, su señor y amo, pero esto no impidió que notara la fijeza con que la miraba el soldado alto que estaba detrás, se había fijado en él desde el primer día, siempre mirándola donde quiera que la encontrase, primero en el campamento del Monte de San Francisco, después en el campamento del rey, ahora en esta estrecha punta de tierra, tan estrecha que parecía obra de milagro que cupieran allí todos sin tropezar unos con otros, por ejemplo, este hombre y esta mujer que no han hecho más que mirarse. Mogueime veía a un palmo de distancia la nuca ancha del alemán, sobre la que caían largos cabellos rubios empastados de polvo y de sudor, matarlo en medio de esta confusión quizá no fuera difícil y quedaría Ouroana libre, pero no más próxima que ahora. Tentaciones de muerte violenta, apretando mucho el remordimiento sólo de tenerlas, deberían ser llevadas al confesor, pero descubrir también al fraile que vivía codiciando la mujer de la víctima, aunque concubina, era más de lo que en su valor cabía. De furor y rabia hizo un gesto brusco y golpeó en la espalda del alemán, que miró hacia atrás, pero tranquilo y sin sorpresa, era frecuente el caso en ayuntamientos de tan descompasado esfuerzo, y ese mirar directo fue bastante para que se disolviera la ira de Mogueime, no podía odiar a un hombre que nunca le había hecho mal, sólo por desear tanto a la mujer que era de él.

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