La lluvia no ha disminuido. En la puerta del edificio de la editorial, Raimundo Silva, de mal humor, miraba el cielo entre las ramas de los árboles, pero el cielo era una nube pesada, única, sin aberturas de azul, y la lluvia caía con una regularidad irritante, ni más ni menos. No vamos a tener otro día, murmuró, repitiendo un dicho antiguo de gente habituada a meteorologías prácticas, pero en el que no se debe creer completamente, porque después de aquel día otros vendrán, y para Raimundo Silva éste no es ciertamente el último. Mientras esperaba el improbable alivio de los meteoros, iban Saliendo empleados a comer, pasaba de la una, la charla había sido demorada. Pensó que no le gustaría ver aparecer a Costa, tener que hablar con él, oírle, soportar su mirada recriminatoria, y en este instante descubrió que aún menos quería ver a otra persona, a la doctora María Sara, que es posible que esté bajando ya en el ascensor, y que, viéndolo parado en la puerta, puede creer que se ha quedado a propósito, con el pretexto de la lluvia, para poder continuar la charla en otro ambiente, en un restaurante, por ejemplo, al que él la invitaría, o hipótesis aún más aterradora, que ella se ofrezca a llevarlo en coche, a casa, en actitud humanitaria y generosa, vista la lluvia que cae incesante, de ninguna manera, no es ninguna molestia, entre, entre que se está poniendo perdido. Claro que Raimundo Silva no sabe si la doctora María Sara tiene coche, pero las probabilidades de que lo tenga son muchas, su aire no engaña, es persona moderna y expeditiva, basta observar sus gestos metódicos, medidos, gestos de quien sabe manejar la caja de cambios en el segundo exacto y que se ha habituado, con una mirada rápida, a valorar distancias y espacios de maniobra. Oyó detenerse el ascensor y miró rápidamente hacia atrás, era el director literario que aguantaba la puerta para que pasara la doctora María Sara, venían los dos hablando animadamente, no había nadie más en el ascensor, entonces Raimundo Silva se metió el libro entre la chaqueta y la camisa, fue un reflejo de protección, y, abriendo bruscamente el paraguas, se deslizó rozando las casas, encogido como un perro ahuyentado a pedradas, su cuerpo era eso mismo, un perro que huye, con el rabo entre las piernas, Seguro que van a comer juntos, pensó. Retuvo el pensamiento mientras bajaba la calle, luego se examinó a sí mismo para entender la razón de aquel pensamiento, pero sólo encontró un muro blanco, sin inscripciones, él mismo un interrogante.
Para llegar a casa utilizó dos autobuses y un tranvía, ninguno de ellos lo dejaba a la puerta, daro está, pero no tenía otra manera de acercarse, taxis libres ni uno. De todos modos, la lluvia no le ahorró la mojadura, en definitiva no se moja uno más cayendo al mar océano que al río de nuestra aldea, quiere esto decir que si Raimundo Silva hubiera hecho todo el camino a pie no se mojaría más de lo que está, hecho una sopa. Durante el trayecto, pasó por un momento poco agradable, o casi terrible, si preferimos dramatizar la situación, cuando fantaseó con la doctora María Sara en el restaurante, contándole al director literario la jocosa historia del corrector, Entonces le dije que escribiese un libro y él se quedó desconcertado con la idea, y más aún, me respondió que la historia del No del Cerco de Lisboa había sido consecuencia de una perturbación mental, imagínate, Es cómico ese hombre, siempre con esa cara de palo, pero es competente en el trabajo, hay que reconocerlo, y el director literario, tras cometer, con notable franquía, este acto de caridad y de justicia, da el asunto por terminado y pasa a lo que más le interesa, Oye, María Sara, y si cenásemos un día de éstos, podíamos ir luego a cualquier lado, a bailar, a tomar una copa. Al doblar la esquina, un traidor golpe de viento volvió el paraguas, todo el agua que del cielo caía fue a dar contra la cara de Raimundo Silva, y el viento era ciclón, maelström, huracán, fue cosa de pocos segundos, pero de agónica desesperación, a salvo sólo el libro entre la chaqueta y la camisa. Pasó el remolino, volvió la calma, y el paraguas, pese a llevar ahora una varilla estropeada, pudo volver a cumplir con su función, verdad es que más simbólica que efectiva, No, pensó Raimundo Silva, y se quedó en esta palabra, luego no sabremos si fue de ésta de la que se sirvió la doctora María Sara para responder a la invitación del director literario, o si es este hombre que va subiendo las Escadinhas de San Crispim, donde no ve ni rastro del perro vagabundo, finalmente no cree que pueda haber en el mundo gente tan despiadada que ose burlarse así de un pobre corrector indefenso. Sin contar con que, posiblemente, la doctora María Sara irá a almorzar a su casa.
Cambiado de ropa, más o menos seco, Raimundo Silva preparó la comida, coció unas patatas para componer el plato de atún en conserva por el que acabó de decidirse tras un examen de las alternativas, escasas, y, adobando esa frugalidad con el acostumbrado plato de potaje, se sintió bastante reconfortado y restaurado de energías. Mientras comía, tropezó en su espíritu con una curiosa impresión de extrañeza, como si, experiencia sólo imaginaria, hubiera acabado de llegar de un largo y demorado viaje por tierras distantes y otras civilizaciones. Obviamente, en existencia tan poco dada a aventuras, cualquier novedad, insignificante para otros, puede pasar por revolucionaria, aunque, para proponer sólo este reciente ejemplo, su memorable atrevimiento contra el texto casi sagrado de la Historia del Cerco de Lisboa no le había causado un efecto que ni de lejos se le pareciera, ahora la casa está como si fuera pertenencia de otra persona, y él un extraño, hasta el olor es otro, y los muebles están como fuera de lugar o deformados por una perspectiva regida por leyes distintas. Preparó un café muy caliente, como era costumbre en él, y con el platillo y la taza en la mano, sorbiendo a traguitos recorrió la casa para sentirla otra vez suya, empezó por el cuarto de baño, donde habían quedado vestigios de la operación de tintorería a que se había sometido, sin adivinar que acabaría avergonzándose de ella, después la salita de estar donde casi nunca estaba, con la televisión, la mesa baja, un diván, un pequeño sillón y una estantería de puertas acristaladas, y luego el despacho, que le restituyó la familiaridad de lo que fue mil veces visto y tocado, y finalmente el dormitorio, la cama de caoba antigua, el ropero de la misma madera, la mesita de noche, muebles nacidos para mayores paredes y aquí contrahechos, encogiendo el espacio. Sobre la cama, donde lo había tirado al entrar, está el libro, último mohicano de la diezmada tribu, refugiado en la Rua do Milagre de Santo António por inexplicable deferencia de la doctora María Sara, inexplicable, se dice, que no es bastante haber propuesto, Escriba un libro, sólo por ironía, que una complicidad, por lo que tiene de íntimo, no tiene sentido aquí, a no ser que la doctora quiera sólo ver hasta qué punto es él capaz de llegar en los caminos de la locura, una vez que fue él mismo quien habló de perturbación mental. Raimundo Silva posó el platillo y la taza en la mesita de noche, Quién sabe si no será un síntoma esta impresión de extrañeza, como si no fuese mía la casa o no perteneciera yo a este lugar y a estas cosas, la pregunta quedó en suspenso, sin respuesta, como todas las que así comienzan, Quién sabe. Tomó el libro, la ilustración de la cubierta era realmente imitación de una miniatura antigua, francesa o alemana, y en ese instante, borrando todo lo demás, le invadió una sensación de plenitud, de fuerza, tenía en las manos algo que era exclusivamente suyo, cierto es que desdeñado por los otros, pero por esa misma razón, Quién sabe, aún más estimado, al final este libro no tiene quien lo quiera y este hombre no tiene, para querer, más que este libro.
Un tercio de nuestras cortas vidas lo pasamos durmiendo, no hay quien lo ignore, y tanto que basta tener ojos para nuestra propia experiencia, entre el acostarse y el levantarse las cuentas son fáciles de hacer, descontando los insomnios quien de ellos sufra, y, en general, el tiempo gastado en ejercicios nocturnos del arte amatorio, aún y siempre estimados y practicados en las dichas horas muertas, pese a la creciente divulgación de los horarios flexibles que, en éste y otros particulares, parecen encaminarnos finalmente a la realización de los dorados sueños de la anarquía, es decir, aquella edad apetecida en la que podrá cada quien hacer lo que le dé la real gana, con la única condición, elemental, de no herir o limitar la real gana de sus prójimos. Sí, no hay nada más simple, pero el hecho de que hasta hoy no hayamos conseguido siquiera identificar con perdurable certeza a nuestros prójimos entre la multitud de los ajenos, viene a demostrar, si preciso fuera, lo que por tradición sabíamos, que la dificultad de realizar lo sencillo sobrepasa en complejidad a todo oficio o técnica, o, en otras palabras, es menos dificultoso concebir, crear, construir y manipular un cerebro electrónico que encontrar en el nuestro propio la simple manera de ser feliz. Sin embargo, tras el tiempo, tiempo viene, decía el otro, y la esperanza es siempre lo último que se pierde. Desgraciadamente, somos nosotros los que podemos empezar a perderla desde ahora mismo, porque el tiempo que aún falta para la felicidad universal se cuenta por astronómicas medidas, y esta generación no aspira a vivir tanto, aparte de ser patente que se está desanimando mucho.
Tan largo rodeo, convertido en irresistible por esa manera que las palabras tienen de tirar unas de otras, de manera que parecen no hacer más que seguir el deseo de quien finalmente tendrá que responder por ellas, pero llevándolo al engaño, a punto de dejar, cuántas veces, la punta de la narración abandonada en un lugar sin nombre y sin historia, el puro discurso sin causa ni objetivo, cuya fluctuación precisamente lo irá a convertir en apto para servir como escenario o aderezo de no importa qué drama o ficción, este rodeo, que empezó por indagar sobre horas de sueño y horas de vigilia para acabar en gastada reflexión sobre la cortedad de las vidas y la longevidad de las esperanzas, este rodeo, acabemos, encontrará la justificación si, súbitamente, nos preguntásemos cuántas veces, a lo largo de la vida, va una persona a la ventana, cuántos días, semanas y meses allí ha pasado, y por qué. Generalmente, lo hacemos para saber cómo está el tiempo, para estudiar el cielo, para acompañar a las nubes, para devaneos con la luna, para responder a quien llamó, para observar a la vecindad, y también incluso para ocupar los ojos distrayéndolos, mientras el pensamiento acompaña las imágenes en su discurrir, nacidas como nacen las palabras, así. Son miradas, son momentos, y largas contemplaciones de lo que no llega a ser mirado, una pared lisa y ciega, una ciudad, el río ceniciento o el agua que cae de los aleros.
Raimundo Silva no abrió la ventana, mira por detrás de los cristales, y sostiene en sus manos el libro, abierto por la página falsa, como se dice que falsa es la moneda acuñada por quien para tal cosa no tenía legitimidad. Resuena la lluvia sordamente en el cinc del alpende, y él no la oye, puesto que, diríamos nosotros buscando comparación apropiada a las circunstancias, es como un rumor aún lejano de cabalgada, un batir de cascos en tierra blanda y húmeda, un remansarse las aguas en los charcos, extraño suceso éste, si en invierno siempre se sucedían las guerras, qué sería de los hombres de a caballo, poco arropados por debajo de lorigas y cotas de malla, con la lluvia entrándoles por rendijas, hendiduras e intersticios, y de la tropa de a pie ni hablamos, descalza en el barro o poco menos, y con las manos tan engarabitadas de frío que apenas pueden sostener las armas diminutas con las que vienen a conquistar Lisboa, qué idea la del rey, venir a la guerra con este tiempo, Pero el cerco fue en verano, murmuró Raimundo Silva. La lluvia en el cobertizo se había vuelto audible pese a caer con menos fuerza, el chapotear de los caballos se va alejando, irán a recogerse a sus cuarteles. Con un movimiento rápido, inesperado en persona habitualmente tan sobria de gestos, Raimundo Silva abrió la ventana de par en par, algunas gotas le salpicaron la cara, el libro no, porque lo había protegido, y la misma impresión de fuerza plena y desbordante se apoderó de su cuerpo y de su espíritu, ésta es la ciudad que fue cercada, las murallas descienden por allí hasta el mar, que siendo tan ancho el río bien merece tal nombre, y luego suben, empinadas, hasta donde no alcanzamos a ver, ésta es la mora Lisboa, si no fuese porque es pardusco el aire de este día de invierno, distinguiríamos mejor los olivares de la ladera que baja hacia el estero, y los de la otra margen, ahora invisibles como si los cubriera una nube de humo. Raimundo Silva miró y volvió a mirar, el universo murmura bajo la lluvia, Dios mío, qué dulce y suave tristeza, y que no nos falte nunca, ni siquiera en las horas de alegría.
Ciertos autores, quizá por adquirida convicción o complexión espiritual naturalmente poco aficionada a pacientes indagaciones, aborrecen la evidencia de no ser siempre lineal y explícita la relación entre lo que llamamos causa y lo que, por venir después, llamamos efecto. Alegan ésos, y no hay que negarles razón, que desde que el mundo es mundo, pese a que ignoremos cuándo comenzó, nunca se ha visto un efecto que no tuviera su causa, y que toda causa, sea por predestinación o simple acción mecánica, ocasionó y ocasionará efectos, los cuales, punto importante, se producen instantáneamente, aunque el tránsito de la causa al efecto haya escapado a la percepción del observador y sólo mucho tiempo después logre ser aproximadamente reconstituido. Yendo más lejos, con temerario riesgo, sustentan dichos autores que todas las causas hoy visibles y reconocibles han producido ya sus efectos, no teniendo nosotros más que esperar que ellos se manifiesten, también, que todos los efectos, manifestados o por manifestar, tienen sus ineluctables causalidades, aunque las múltiples insuficiencias de que padecemos nos hayan impedido identificarlas en términos de con ellos establecer la necesaria relación, no siempre lineal, ni siempre explícita, como comenzó por ser dicho. Hablando ahora como toda la gente, y antes de que tan laboriosos raciocinios nos empujen hacia problemas más arduos, como la prueba por la contingencia del mundo de Leibniz o la prueba cosmológica de Kant, con lo que de lleno nos encontraríamos preguntando a Dios si existe realmente o si anduvo confundiéndonos con vaguedades indignas de un ser superior que todo debería hacer y decir por lo claro, lo que esos autores proclaman es que no vale la pena que nos preocupemos con el día de mañana, porque, de cierta manera, o de manera cierta, todo cuanto acontezca ha acontecido ya, contradicción sólo aparente, como quedó demostrado, pues si no se puede hacer volver la piedra a la mano que la lanzó, tampoco escapamos nosotros del golpe y de la herida si fue buena la puntería y por desatención o inadvertencia del peligro no nos desviamos a tiempo. En fin, vivir no es sólo difícil, es casi imposible, mayormente en aquellos casos en que, no estando la causa a la vista, nos esté interpelando el efecto, si aún ese nombre le basta, reclamando que lo expliquemos en sus fundamentos y orígenes, y también como causa que ya ha empezado a ser, puesto que, como nadie ignora, en toda esta contradanza es a nosotros a quien compete encontrar sentidos y definiciones, cuando lo que nos apetecería sería cerrar sosegadamente los ojos y dejar correr un mundo que mucho más nos viene gobernando de lo que se deja, él, gobernar. Si tal sucede, es decir, si ante los ojos tenemos lo que, por toda señal y representación, tiene visos de efecto, y de él no percibimos una causa inmediata o próxima, el remedio está en contemporizar, en dar tiempo al tiempo, ya que la especie humana, sobre la cual, recordémoslo, aunque parezca venir a despropósito, no se conoce otra opinión que la que ella tiene de sí misma, está destinada a esperar infinitamente los efectos y a buscar infinitamente las causas, al menos eso es lo que, hasta hoy, infinitamente ha hecho.
Esta conclusión que tiene tanto de suspensiva como de providencial, nos permite, por hábil mudanza del plano narrativo, regresar al corrector Raimundo Silva en el momento preciso en que está ejecutando un acto de cuyos motivos no hemos podido enterarnos, entretenidos como estábamos en el enjundioso examen general de las causas y de los efectos, afortunadamente interrumpido cuando empezaba a deslizarse hacia ontológicas y paralizantes angustias. Ese acto es, como todos, un efecto, pero su causa, quién sabe si oscura para el propio Raimundo Silva, nos parece impenetrable, pues no se comprende, teniendo en cuenta los datos conocidos, por qué está este hombre vaciando en el fregadero de la cocina la benemérita loción restauradora con que había mitigado los estragos del tiempo. De hecho, y a falta de una explicación que sólo él mismo pertinentemente podría dar, y no queriendo arriesgarnos a hipótesis y suposiciones, que no pasarían de juicios temerarios y poco cautelosos, resulta imposible establecer aquella deseada y tranquilizadora relación directa que haría de cualquier humana vida un encadenamiento irresistible de hechos lógicos, todos perfectamente trabados, con sus puntos de apoyo y calculadas flechas. Contentémonos, al menos por ahora, con saber que Raimundo Silva, en la mañana siguiente a la de su ida a la editorial, y tras una noche de insomnio, entró en su despacho, agarró el escondido frasco de tinte capilar y, después de un brevísimo instante, lugar para la última vacilación, lo vertió entero en la pila de fregar, haciendo en seguida correr aguas abundantes que en menos de un minuto hicieron desaparecer de la faz de la tierra, literalmente, al artificioso líquido malamente denominado Fuente de Juvencia.
Cometido este notable gesto, los pasos siguientes repitieron la rutina habitual, por última vez referida aquí, salvo que ocurran variantes significativas, y estos pasos fueron afeitarse, bañarse, alimentarse, y luego abrir la ventana para airear la casa hasta sus rincones más profundos, la cama, por ejemplo, con las sábanas plenamente expuestas y ya frías, sin vestigios del inquieto insomnio, y menos aún de los sueños que el exhausto sueño acabó por traer, fragmentos sólo, imágenes insensatas a las que la luz no llega, invisibles hasta para los narradores, que las personas mal informadas creen que tienen todos los derechos y disponen de todas las llaves, si así fuese, se acababa una de las cosas buenas que el mundo aún tiene, la privacidad, el misterio de los personajes. El tiempo sigue lluvioso, pero no tan diluvianamente como ayer, la temperatura parece haber bajado, se cierra pues la ventana, tanto más cuanto que la atmósfera de la casa ya se ha purificado con el soplo vigorizante que venía del lado de la barra. Es hora de ponerse a trabajar.
La Historia del Cerco de Lisboa está sobre la mesita de noche, Raimundo Silva tomó el libro, dejó que se abriera por sí mismo, las páginas son las que sabemos, no habrá otra lectura. Luego se sentó a la mesa de trabajo, donde está esperando el inacabado libro de poemas, inacabada su revisión, quiere decirse, y también, leída sólo un tercio, corregidas algunas faltas de concordancia, propuestas algunas aclaraciones, e incluso, discretamente, enmendados ciertos yerros de ortografía, la novela que trajo Costa y no tenía urgencia. Raimundo Silva dejó de lado las obligaciones del deber, y, con la Historia del Cerco de Lisboa ante sí, descansó la frente en los dedos dispuestos en arco, mirando fijamente el libro, pero sin verlo, como se notaba por la expresión de ausencia que poco a poco se iba extendiendo por su rostro. La Historia del Cerco de Lisboa no tardó en ir a hacer compañía a la novela y al libro de poemas, el tablero de la mesa escritorio es una superficie lisa, limpia, una tabla rasa, para hablar con plena propiedad del lenguaje, el corrector se quedó así durante largos minutos, se oye el rumor vago de la lluvia allá fuera, nada más, la ciudad es como si no existiera. Entonces Raimundo Silva sacó una hoja de papel blanco, también ella lisa, limpia, también ella una tabla rasa, y, en lo alto, con su clara y cuidada caligrafía de corrector, escribió Historia del Cerco de Lisboa. Subrayó dos veces, retocó alguna letra, y en el instante siguiente la hoja ya estaba rasgada, rasgada cuatro veces, que menos que eso no es inutilización suficiente, y más que eso se entiende como precaución maníaca. Colocó otra hoja de papel, pero no para escribir en ella, pues la dispuso rigurosamente de modo que quedaran paralelos sus cuatro lados con los cuatro lados de la mesa, tendría que torcer el cuerpo todo, lo que él quiere es algo a lo que poder preguntar, Qué voy a escribir, y después esperar una respuesta, esperar hasta que se le confundan los ojos y no vea más la blanca, estéril superficie, sino una confusión de palabras surgiendo de la profundidad como cuerpos ahogados que luego vuelven a hundirse, no vieron bastante del mundo, vinieron sólo para eso, no vuelven más.
Qué voy a escribir, no es la única pregunta, pronto se le ocurrió otra, también ella imperiosa, y tan inmediata de urgencias que se volvería casi irresistible tomada como reflejo casi instantáneo, pero determina la prudencia que no volvamos al debate en que nos hemos perdido anteriormente, y que más exigiría, para que no recayésemos una y otra vez en confusiones conceptuales, la distinción entre relaciones íntimas y esenciales y relaciones accidentales, esto como mínimo, lo que finalmente importará del caso es saber que Raimundo Silva, después de haber preguntado, Qué voy a escribir, preguntó, Por dónde voy a empezar. Se diría que la primera pregunta era la más importante de las dos, porque es la que va a decidir sobre los objetivos y las lecciones de lo escrito en el futuro, pero, no pudiendo y no queriendo Raimundo Silva remontarse tanto que acabase por redactar una Historia de Portugal, felizmente corta por haber empezado hace tan pocos años y tan a la vista estar su límite próximo, que es, como queda dicho, el Cerco de Lisboa, y careciendo de suficiente marco narrativo un relato que empezase sólo en el momento en que los cruzados respondieron, Negativo, a la petición del rey, se perfila entonces la segunda pregunta como referencia factual y cronología ineludible, lo que equivale a preguntar, usando palabras del pueblo común, Por qué punta empieza esto.
De modo que parece necesario retroceder un poco, por ejemplo, empezar por el discurso de Don Afonso Henriques, lo que, por otra parte, permitiría una nueva reflexión sobre el estilo y las palabras del orador, y quizá por la invención de otro discurso, más de acuerdo con el tiempo, la persona y el lugar, o, simplemente, la lógica de la situación, y que, por su sustancia y particularidades, pudiera justificar la fatal negativa de los cruzados. Mas aquí se plantea una cuestión previa, conviene saberlo, quiénes fueron en aquel paso los interlocutores del rey, para quién hablaba él, qué gente tenía delante cuando soltó su plática. Afortunadamente, no se trata de un imposible, basta ir a la fuente limpia, a los cronistas, a la propia Historia del Cerco de Lisboa, esta que Raimundo Silva tiene sobre su mesa, es muy explícita, no hay más que hojear, buscar, encontrar, la información es de buena fuente, se dice que directamente del célebre Osberno, y así podemos enterarnos de que estaba el conde Arnoldo de Aarschot, que mandaba a los guerreros llegados de las diversas partes del imperio germánico, que estaba Cristiano de Gistell, jefe de flamencos y boloñeses, y que la tercera parte de los cruzados era gobernada por cuatro condestables, eran ellos Herveu de Glanvill, con el personal de Norfolk y Suffolk, Simón de Dover, con los navíos de Kent, André, con los londinenses, y Saherio de Archelles con el resto. Sin mando principal, pero dotados de autoridad, fuerza militar e influencia política para influir en las discusiones, tendremos que mencionar también al normando Guillermo Virulo y a un hermano suyo llamado Rodolfo, ambos duros de pelar.
Pero lo malo de las fuentes, aunque veraces de intención, es la imprecisión de los datos, la propagación alucinada de las noticias, ahora nos referíamos a una especie de facultad interna de germinación contradictoria que opera en el interior de los hechos o de la versión que de ellos se ofrece, propone o vende, y, convertida ésta en una especie de multiplicación de esporas, se da la proliferación de las propias fuentes segundas y terceras, las que copiaron, las que lo hicieron mal, las que repitieron porque lo habían oído decir, las alteradas de buena fe, las que de mala fe se alteraron, las que interpretaron, las que rectificaron, aquellas a las que tanto les daba, y también las que se proclamaron única, eterna e insustituible verdad, sospechosas éstas por encima de cualquier otra. Todo, naturalmente, depende de la mayor o menor cantidad de documentos por compulsar, de la mayor o menor atención que se preste a la enjundiosa tarea, pero, para que nos podamos hacer una idea moderna de la naturaleza del problema en causa, basta que fantaseemos, en estos días de ahora en que Raimundo Silva está viviendo, que él u otro de nosotros necesitáramos apurar una verdad cualquiera repetida, y en su misma repetición variada, en las noticias de los periódicos, y menos mal que éste es un país pequeño y de población no extremadamente dada a las letras, que con sólo enunciar los títulos de ellos, ya es causa de mareo mental, por la abundancia, claro está, por la abundancia, el Diário de Notícias, el Correio da Manhã, el Século, la Capital, el Dia, el Diário de Lisboa, el Diário Popular, el Diário, el Comércio do Porto, el Jornal de Notícias, el Europeu, el Prímeiro de Janeiro, el Diário de Coimbra, y esto por hablar sólo de los diarios, porque después, glosando, resumiendo, comentando, previendo, anunciando, imaginando, tenemos los semanarios y las revistas, el Expresso, el Jornal, el Semanário, el Tempo, el Diabo, el Independente, el Sábado, y el Avante, y la Acção Socialista, y el Povo Libre, y decididamente no llegaríamos al final si, aparte de lo principal que falte, o influyente, incluyéramos en el rol cuanto diario u hoja se publica por esas provincias de Dios, que también ellas tienen derecho a vida y opinión.
Afortunadamente para el corrector, son otras sus preocupaciones, a él lo que le interesa es saber quiénes eran los extranjeros que en aquellos ardientes días de verano estuvieron de charla con nuestro rey Afonso Henriques, parecía que todo había quedado elucidado por la consulta a la Historia del Cerco de Lisboa, a falta de lo que se le atribuye a Osberno y de esas semejantes antigüedades que fueron, para ésta y restantes materias, Arnulfo y Dodequino, y también, lateralmente, la narración del Indiculum Fundationis Monasterii Sancti Vicentii, pero no señor, no está nada explicado, pues, por ejemplo, en la Crónica dos Cinco Reis de Portugal, que ciertamente tuvo sus razones para decir lo que sólo dice, a veces se quita, a veces se añade, no se mencionan, de extranjeros importantes, más que a Guillén de la Larga Flecha, Gil de Rolim, y un tal Don Gil de quien no quedó registrado el apellido, repárese que no aparece ninguno de los mencionados en la Historia del Cerco de Lisboa, tributaria de la supuesta osbérnica fuente, en casos así se opta generalmente por el documento más antiguo, por estar más cerca del evento, pero no sabemos lo que hará Raimundo Silva, a quien sin duda le complace el gusto medieval del nombre de Guillén de la Larga Flecha, personaje sólo por eso destinado a las más estupendas caballerías. Un recurso es buscar desempate en la obra de mayor porte, como sería, en este caso, la Crónica del propio Don Afonso Henriques, de Frei António Brandão, sin embargo y desgraciadamente, no vendrá ella a desenredar el lío, o lo liará aún más, llamando a Guillén de la Larga Flecha Guillén de la Larga Espada, e introduciendo, según lección de Setho Calvisio, un Eurico rey de Damia, un obispo bremense, un duque de Borgoña, un Teodorico conde de Flandes, y también, con aceptable verosimilitud, el ya citado Gil de Rolim, igualmente llamado Childe Rolim, y Don Lichertes, y Don Ligel, y los hermanos Don Guillermo y Don Roberte de La Corni, y Don Jordán, y Don Alardo, unos franceses, otros flamencos, otros normandos, otros ingleses, aunque sea dudoso, en algunos casos, que así de nación se identificasen cuando preguntados, considerando que en aquel tiempo, y por mucho tiempo más, un hombre, fuese él hidalgo o plebeyo, o no sabía de qué tierra era o aún no había tomado la decisión final.
Sin embargo, habiendo reflexionado sobre estas discrepancias, concluyó Raimundo Silva que profundizar en una verdad de poco serviría al caso, dado que, de estos y de otros cruzados, nobles de primera o villanos de la última, no se oirá hablar más así que el rey acabe su discurso, pues a tal está obligando la negativa que se encuentra exagerada en este único ejemplar de la Historia del Cerco de Lisboa, con todas las consecuencias. Pero, no tratando nosotros de gente liviana de entendimientos, y aún más con ayuda de la multitud de clérigos que vienen como intérpretes y guía de almas, para la negativa de ayudar a los portugueses en el cerco y toma de Lisboa habría habido un motivo fuerte, o aquellos cientos de hombres ni se hubieran dado el trabajo de desembarcar, mientras más de doce mil esperan en los barcos orden de bajar a tierra con armas, arcas y mochilas, incluyendo los femeninos acompañamientos venidos en las naves, de quien un guerrero en caso alguno debe ser privado, por más que ande en luchas espirituales, si no cómo reposaría y consolaría al carecido cuerpo. Qué motivo haya sido el tal, eso es lo que ya es hora de averiguar, por mor de credibilidades y verosimilitudes del nuevo relato, por ahora escasas.
Vamos a ver. Una primera hipótesis podría ser el clima, pero ésa inmediatamente cae por su base, no se sustenta, pues es sabido que los extranjeros, sin excepción, adoran este rico sol, estas brisas suaves, este cielo de incomparable azul, basta reparar que estamos a finales de junio, ayer fue día de San Pedro, y eran una gloria ciudad y río, dudándose en todo caso si bajo la mirada del Dios de los cristianos o del Alá de los moros, si es que no estaban juntos gozando del espectáculo y cruzando apuestas. La segunda hipótesis pudiera ser, por ejemplo, una aridez de la tierra, una sequedad de los lugares, una desolación de los horizontes, pero disparate así sólo podría concebirse en cabeza de quien no conociera Lisboa y su término, un vergel en el que se regala cualquier alma de bien, véanse todas estas huertas que se extienden por las márgenes del brillante estuario que avanza tierra adentro, en esta Baixa acunada entre la colina donde se asienta la ciudad y la otra, frontera, del lado de poniente, manifestación perfecta de que para hortalizas en general no hay manos mejores que las de los moros. Tercera hipótesis, y última, para resumir, sería que surgiera por aquí una fatal pestilencia como las que de tiempo en tiempo barren de muerte a estos pueblos de Europa y adyacentes, sin excepción de los cruzados, que por algunos simples casos endémicos no sería caso de que cunda el pánico, las personas se acostumbran a todo, es como vivir inquieto agarrado a las faldas de un volcán, en fin, son comparaciones disparatadas, que ésta no es tierra de terremotos, lo sabremos mejor dentro de seiscientos y pico de años. Quedan ahí tres hipótesis, y ninguna plausible. Así que, por mucho que nos cueste aceptarlo, la razón, la causa, el origen, el motivo, el porqué tienen que ser buscados, y quizá encontrados, en el discurso del rey. Ahí y sólo ahí.
Volverá Raimundo Silva a las primeras páginas del libro, retornará la ya comentada arenga para leerla en sus entretelas, limpiada de excrecencias, adornos y proliferaciones hasta dejarla reducida al tronco y a las pernadas principales, y entonces, con un salto acrobático, en un esfuerzo de identificación con la mentalidad de gentes con tales nombres, orígenes y atributos, sentir manifestarse en sí mismo una cólera, una indignación, un desagrado que lo lleven a decir, terminante, Señor rey, nosotros no nos quedamos aquí, pese a este buen sol que tienen, a estas vegas fertilísimas, a estos límpidos aires, a este río tan hermoso donde saltan las sardinas, quédese vuestra merced y que buen provecho le haga, adiós. A Raimundo Silva, leyendo y volviendo a leer, le pareció que el busilis de la cuestión podría estar en aquel trozo del discurso en el que Don Afonso Henriques, lengua, como ya observamos de un habla que no era exclusivamente suya, intenta convencer a los cruzados para que hagan la operación por lo más barato, diciéndoles, se supone que con expresión inocente, De una cosa, sin embargo, estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Esto oí yo, cruzado Raimundo Silva, lo oyeron mis oídos, y asombrado quedé de que rey tan cristiano no hubiera aprendido la divina palabra, aquella que por su mismo oficio debería habérsele convertido en indeclinable principio político, Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, que, aplicada al cuento, significa que el rey de Portugal no tiene por qué andar mezclando ajos con rastrojos, una cosa será que yo ayude a Dios y otra cosa es que me paguen bien en esta tierra por ése y todos los demás servicios, sobre todo habiendo peligro de dejar la piel en la empresa, y no sólo la piel, sino también todo lo que ella lleva dentro. Claro que hay contradicción evidente entre este pasaje del discurso real y aquel otro, algo anterior, cuando dice que se considera sujeto a vuestro dominio, de los cruzados, entiéndase, todo lo que nuestra tierra posee, pero no es de excluir la posibilidad de que se trate de una fórmula de cortesía usada en aquellos tiempos, que ninguna persona bien educada se atrevería a tomar al pie de la letra, tal como hoy cuando decimos a alguien a quien acabamos de conocer, Estamos enteramente a su disposición, imagínese si nos pillan la palabra y nos convierten en un mandado.
Raimundo Silva se levantó de la mesa, pasea por el pequeño espacio libre del despacho, va al corredor para desahogarse más ligeramente de la tensión de nueva especie que se está apoderando de él, y en voz alta piensa, El problema no es éste, aunque hubiese sido tal la causa de las diferencias entre los cruzados y el rey, es realmente más probable que todo aquel conflicto, insultos, desconfianzas, ayudamos, no ayudamos, tuviese como raíz la cuestión de la paga de los servicios, el rey queriendo ahorrar, los cruzados intentando sacar lo más posible, pero el problema que yo tengo que resolver es otro, cuando escribí No, los cruzados se fueron de inmediato, por eso no me sirve de nada buscar respuesta al Porqué en la historia que llaman verdadera, tengo que inventar yo mismo otra para que pueda ser falsa, y falsa para que pueda ser otra. Se cansó del ir y venir por el corredor, volvió al despacho, pero no se sentó, miró con nerviosa irritación las pocas líneas que habían quedado del destrozo, seis hojas, una tras otra, fueron rasgadas, y las enmiendas, las enmiendas como cicatrices por cerrar. Se daba cuenta de que mientras no resolviese la dificultad no sería capaz de avanzar, y se sorprendía, acostumbrado como estaba a que en los libros todo pareciese tan fácil, espontáneo, casi necesario, no porque efectivamente lo fuese, sino porque cualquier escrito, bueno o malo, siempre acaba por presentarse como una cristalización predeterminada, aunque no se sepa cómo ni cuándo ni por qué ni por quién, se sorprendía, decíamos, porque a él no se le ocurría lo que sería simplemente la idea siguiente, la idea que naturalmente debía haber nacido de la idea anterior, y, al contrario, se le negaba, o ni eso, simplemente no estaba allí, no existía, ni siquiera como probabilidad. La séptima hoja fue rasgada también, la mesa volvió a quedar limpia, lisa, tabla dos veces rasa, un desierto, ninguna idea. Raimundo Silva tomó las pruebas del libro de poesía, fluctuó aún durante unos minutos entre aquel nada y este algo, después, poco a poco, fue fijando la atención en el trabajo, pasó el tiempo, antes del almuerzo ya estaban las pruebas corregidas y releídas, listas para la editorial. Durante toda la mañana no había sonado el teléfono, el cartero viene raramente a esta casa, el sosiego de la calle sólo muy de tiempo en tiempo fue perturbado por el paso cauteloso de un coche, los autocares de los turistas no entran por aquí, dan la vuelta por el Largo dos Loios, y con la lluvia que ha caído habrán sido pocos los que se aventuraron tan alto para no ver más que horizontes cubiertos. Raimundo Silva se levantó, es hora de almorzar, pero antes fue a la ventana del dormitorio, al fin ha escampado, ya no llueve, y entre nubes rápidas aparecen y desaparecen pedazos de cielo azul, tan vivo como debía ser el de aquel día, pese a la diferencia de las estaciones. En ese momento no le apeteció a Raimundo Silva entrar en la cocina, a calentar el sempiterno potaje, a rebuscar entre las latas de atún y de sardinas, a atreverse a la manipulación con la sartén o el cazo, y no porque se le hubiese despertado el apetito de gastronomías más elaboradas, fue sólo, por así decir, un caso de hastío mental. Pero tampoco le apetecía buscar un restaurante. Mirar la carta, elegir entre plato y precio, permanecer sentado entre la gente, manejar el cuchillo y el tenedor, todos estos actos, tan sencillos, tan cotidianos le parecieron insoportables. Se acordó de que allí cerca, en la confitería A Graciosa, sirven unos emparedados mixtos, aceptables incluso para paladares más exigentes que el suyo, y con un vaso de vino para acompañar, y un café de remate, el estómago se daría por satisfecho.
Se decidió y salió. La gabardina aún estaba húmeda del chaparrón de la víspera, ponérsela le dio un estremecimiento, como si estuviera vistiéndose la piel de un animal muerto, sobre todo le molestaban los puños y el cuello, lo que debería tener era un buen abrigo para ocasiones como ésta, no es un lujo, es una necesidad, entonces quiso recordar cómo iba vestida la doctora María Sara, si con chaqueta ancha o con gabardina, cuando salió del ascensor con el director literario, y no lo consiguió, cómo iba a haberse fijado si salió huyendo en aquel mismo instante. No era ésa la primera vez que pensó en la doctora María Sara durante aquella mañana, pero ella se había comportado como una especie de vigilante, sentada en cualquier lugar de su pensamiento, observándolo. Ahora era alguien que se movía, que salía de un ascensor conversando, bajo la gabardina o el chaquetón llevaba una falda de tela gruesa y ceñida, y una blusa, o un chemisier, qué más da el nombre, tan francesa es una palabra como la otra, de un color indefinible, no, indefinible no, porque Raimundo Silva ya le ha encontrado el tono exacto, blanco-mañana, que no existe en la naturaleza realmente, tan diferentes entre sí son las mañanas iguales, pero que cualquier persona, queriéndolo, puede inventar para su propio uso y gusto, hasta el almuédano ciego, si ciego no vino del vientre de su madre mora.
En la confitería A Graciosa no servían copas de vino. Raimundo Silva tuvo que empujar el emparedado con una cerveza, poco agradable en este tiempo frío, pero que, remotamente, acababa por producir en el cuerpo un efecto semejante, una confortable lasitud interna. Un hombre ya mayor, con el pelo todo blanco, aire de jubilado, leía el periódico en una mesa próxima. No tenía prisa, seguramente almorzó en casa y vino luego a instalarse aquí para tomar un café y leer el periódico que el propietario del establecimiento, de acuerdo aún con una antigua tradición lisboeta, ponía al servicio de los parroquianos. Pero lo que atraía la atención de Raimundo Silva eran suscabellos blancos, qué nombre habría que dar a este tono de blanco, podría decir, por antítesis, blanco-crepúsculo, o de tarde, claro, teniendo en cuenta la avanzada edad del sujeto, pero la obviedad sería excesiva, inventar está muy bien, pero que sea algo que valga la pena. Se debe añadir, sin embargo, que la preocupación de Raimundo Silva no era exclusivamente de orden cromático, lo que sí lo estaba fascinando era la súbita idea de que, en definitiva, no sabía cuántos cabellos blancos tendría él mismo, si muchos, si muchísimos, hace más de diez años que empezó a teñírselos, persiguiéndolos con fiera saña, como si para esa única batalla hubiera nacido. Desconcertado, estupefacto, se descubrió deseando estúpidamente que el tiempo pasara de prisa para poder conocer su verdadera cara, la que surgiría como un recién llegado que lentamente se acercase, por debajo de cabellos que primero serían grotescos hilos de dos colores, el falso cada vez más deslavado y breve, el otro, auténtico desde la raíz, avanzando inexorablemente. En fin, pensó Raimundo Silva, bien podemos decir que es para el blanco adonde va el tiempo, e, imaginando más, vio el mundo en sus últimos días, extinguida la vida, como una enorme cabeza blanca barrida por el viento, era eso lo que había, viento y blancura. El jubilado tomó un trago de su café, sorbiendo con ruido, y luego la mitad de la copa de orujo que tenía delante, hizo, Aaah, y continuó leyendo. Raimundo Silva sintió una irritación sorda contra aquel hombre, una especie de envidia, de qué, quizá de lo que parecía ser una tranquilidad total, una crédula confianza en la estabilidad del universo, verdad es que el confort que el aguardiente da es infinitamente superior al que puede proporcionar una cerveza, y, véase en la práctica, el aguardiente es perfecto en su género hasta la última gota, y este resto de cerveza está muriendo en el fondo de la caña, no tiene otro destino que la pila de los despojos, como un agua podrida. Pidió un café, rápido, No, no quiero digestivo, es el nombre que el pueblo de los restaurantes da a la tribu de los aguardientes, brandis y orujos, y no falta quien jure por las estomacales virtudes de la medicina, el jubilado bebió de un trago lo que le quedaba en la copa, Aaaah, y, golpeando con la punta del dedo índice en el borde, le hizo señal al camarero para que la llenara otra vez. Raimundo Silva pagó y se fue, notando de pasada, que en el pelo del hombre había estrechos mechones amarillos, tal vez de un resto de tinte, tal vez la definitiva señal de la vejez, como en el marfil antiguo, que se oscurece y empieza a agrietarse.
Hace meses que Raimundo Silva no entra en el castillo, pero ahora va allí, acaba de decidirlo, aunque piense que, en definitiva, para eso salió de casa, o si no no se le habría ocurrido tan naturalmente la idea, su espíritu, recordemos, mostró un sentimiento de invencible repugnancia, de invencible resistencia a entrar en la cocina, pero lo hizo para llevarlo mejor al engaño, temió que a la sugerencia, Vamos al castillo, respondiera él de malos modos, Para hacer qué, y precisamente eso era lo que el espíritu o no sabía o no podía confesar. El viento sopla en ráfagas violentas, el pelo del corrector se agita en un remolino, los faldones de la gabardina restallan como sábanas mojadas. Es un disparate ir al castillo con un tiempo así, subir a las torres desabrigadas, puede incluso caerse en alguna de aquellas escaleras sin barandal, la ventaja es que no haya nadie, se puede disfrutar del sitio sin testigos, ver la ciudad, Raimundo Silva quiere ver la ciudad, aún no sabe para qué. La gran explanada está desierta, el suelo inundado de charcos que el viento empuja en minúsculas ondas, y los árboles gimen con las sacudidas del vendaval, esto es casi un ciclón, autorícese la exageración de esta expresión en ciudad que en el año mil novecientos cuarenta y uno sufrió los aun así más modestos efectos de una cola de tifón y todavía hoy habla de eso para quejarse de los perjuicios, como de aquí a cien años aún se quejará de que le haya ardido el Chiado. Raimundo Silva se acerca al muro, mira hacia abajo y a lo lejos, los tejados, las regiones superiores de las fachadas y de los aleros, a la izquierda el río sucio de barro, el arco triunfal de la Rua Augusta, la confusión de las calles cuadriculadas, un rincón u otro de una plaza, las ruinas del Carmo, las otras que quedaron del incendio. No permanece allí mucho tiempo, y no es porque le moleste demasiado el viento, oscuramente sabe que este su insólito paseo tiene un objetivo, no vino aquí para contemplar las torres de las Amoreiras, ya fue pesadilla suficiente que se le hayan aparecido en sueños. Entró en el castillo, siempre le sorprende que sea tan pequeño, una cosa que parece de juguete, como un lego, o un mecano. Los muros altos reducen el ímpetu mayor de la ventolera, la dividen en múltiples y contrarias corrientes que se engolfan por patios y pasajes. Raimundo Silva conoce los caminos, va a subir a la muralla por el lado de San Vicente, ver desde allí la disposición de los terrenos. Y allí está, el cabezo de la Graça, enfrentado a la torre más alta, y el rebaje hacia el Campo de Santa Clara, donde asentó acampada Don Afonso Henriques con sus soldados, que nuestros fueron, primeros padres de la nacionalidad, puesto que sus antepasados, por haber nacido demasiado pronto, portugueses no pudieron ser. Éste es un punto de genealogía que en general no merece consideración, averiguar lo que, no teniendo ninguna importancia, dio vida, lugar y ocasión a la importancia que pasó a tener lo que decimos que es importante.
No fue allí el encuentro de los cruzados con el rey, habrá sido allá abajo, al otro lado del estuario, pero lo que Raimundo Silva busca, si la expresión tiene sentido, es una impresión de tangibilidad visual, algo que no sabría definir, que, por ejemplo, podría haber hecho de él ahora mismo un soldado moro mirando las siluetas de los enemigos y el brillo de las espadas, pero que, en este caso, por un escondido camino mental, espera recibir, en demostrativa evidencia, el dato que al relato le falta, es decir, la causa indiscutible de que se marcharan los cruzados después de su rotundo No. El viento empuja y vuelve a empujar a Raimundo Silva, lo obliga a agarrarse a las almenas para mantener el equilibrio. En un momento dado, el corrector experimenta una sensación fuerte de ridículo, tiene consciencia de su postura escénica, mejor dicho, cinematográfica, la gabardina es manto medieval, el pelo suelto plumas, y el viento no es viento, sino corriente de aire producida por una máquina. Y es en ese preciso instante, cuando de una cierta manera se volvió inocente e indefenso por la ironía contra sí mismo dirigida, surgió en su espíritu, finalmente claro y también irónico, el motivo tan buscado, la razón del No, la justificación última e irrefutable de su atentado contra las históricas verdades. Ahora Raimundo Silva sabe por qué se negaron los cruzados a auxiliar a los portugueses a cercar y tomar la ciudad, y va a volver a casa para escribir la Historia del Cerco de Lisboa.
Dice la Historia del Cerco de Lisboa, la otra, que fue alborozo extremo entre los cruzados cuando hubo noticia de que venía el rey de Portugal para dar a conocer las propuestas con que pretendía atraer a la empresa a los esforzados combatientes que a Tierra Santa habían apuntado sus designios rescatadores, y dice también, fundamentándolo en la providencial fuente osbérnica, aunque no de Osberno, que casi todo aquel personal, ricos y pobres, así lo refiere explícitamente, oyendo que se aproximaba Don Afonso Henriques le fueron al encuentro festivamente, se entiende que sí, o sería que se quedaron a la espera, sin más, que tal es lo que acontece siempre en ayuntamientos de ésos, es decir, que en el resto de Europa, cuando viene el rey, corren todos a acortarle el camino, a recibirlo con palmas y vivas. Por suerte, esta explicación nos fue dada prestamente, morigeradora de las vanidades nacionales, no fuésemos a imaginar, ingenuamente, que los europeos de aquel tiempo, como los de ahora, ya se dejaban mover y conmover desmedidamente por un rey portugués, para colmo más de tan fresca data, porque viene ahí en su caballo con una tropa de gallegos como él, hidalgos unos, otros eclesiásticos, todos rústicos y poco instruidos. Quedamos sabiendo pues que la institución real aún tenía entonces prestigios bastantes para hacer salir a la gente a la calle, diciéndose unos a otros, Vamos a ver al rey, vamos a ver al rey, y el rey es este barbudo que huele a sudor, de armas sucias, y los caballos no pasan de acémilas peludas, sin raza, que a la batalla más van para morir que para florituras de alta escuela, pero, pese a ser todo en definitiva tan poco, no se debe perder la oportunidad, porque un rey que viene y va nunca se sabe si vuelve.
Venía pues Don Afonso Henriques, y los jefes de los cruzados, de quienes queda ya hecha mención completa, salva sea la insuficiencia de las fuentes, lo esperaban puestos en línea con algunas de sus gentes, porque el resto del ejército seguía en la flota a la espera de que los señores decidieran el destino que todos iban a tener, sin exclusión del suyo propio. Al rey lo acompañaban el arzobispo de Braga, João Peculiar, el obispo de aporto, Pedro Pitões, famosas lenguas para el latín, y una cantidad cabal de gente para formar, sin desdoro, el real séquito, y eran éstos Fernão Mendes, Fernão Cativo, Gonçalo Rodrigues, Martim Moniz, Paio Delgado, Pêro Viegas, también llamado Pêro Paz, Gocelino de Sousa, otro Gocelino, pero Sotero, o Soeiro, Mendo Afonso de Refoios, Múcio de Lamego, Pedro Pelagio, o Pais da Maia, João Rainho, o Ranha, y otros de los que no quedó registro, pero que estaban allí. Se acercaron los parlamentarios y, hechas las presentaciones, que tomaron su tiempo, pues aparte del nombre y los apellidos se enunciaban los atributos de señorío, anunció el obispo de aporto que el rey iba a discursear, y que él sería su fiel intérprete, según había jurado ante las leyes, la humana y la divina. Entretanto todos los de a caballo se habían bajado de las mulas, el rey se había subido a una piedra para estar más sobresaliente desde la cual, además, podría gozar de una magnífica vista sobre las cabezas de los cruzados, el estuario en toda su amplitud, las huertas abandonadas tras la asolación cometida por los portugueses que en los dos días anteriores hicieron razia general de frutas y verduras. Allá en lo alto, el castillo donde se distinguían minúsculas figuras en las almenas, y, descendiendo, la muralla de la ciudad, con sus dos puertas de este lado, la de Alfofa y la de Ferro, cerradas y atrancadas, detrás de ellas se presentía la inquietud de la gente mora murmurando, todavía a salvo, en qué iría a dar todo aquello, el río cuajado de barcos, y el ajuntamiento en la colina frontera, se veían los pendones y las flámulas ondeando al viento, bonito espectáculo, algunos fuegos ardiendo, no se sabe para qué, pues el tiempo está cálido y no es hora de comer, el almuédano oye las explicaciones que le está dando un sobrino y empieza a temer lo peor, manera de decir que lo malo aún sería más o menos soportable. Alzó entonces el rey la poderosa voz, Nosotros aquí, aunque vivamos en este culo del mundo, hemos oído grandes loores a vuestro respecto, que sois hombres de mucha fuerza y diestros en las armas lo más que se puede ser, y no lo dudamos, basta poner los ojos en las robustas complexiones que ostentáis, y en cuanto al talento para la guerra, nos fiamos del rol de vuestros hechos, tanto en lo religioso como en lo profano. Nosotros aquí, pese a las dificultades, que tanto nos vienen del ingrato suelo como de las varias imprevidencias de que padece el espíritu portugués en formación, vamos haciendo lo posible, ni siempre sardina ni siempre gallina, y para colmo hemos tenido la mala suerte de tener aquí a estos moros, gente de escasa riqueza si vamos a compararlos con los de Granada y Sevilla, por eso más vale echarlos de aquí de una vez para siempre, y en este punto se plantea una cuestión, un problema que paso a someter a vuestro criterio, y que es el siguiente, Realmente, lo que a nosotros nos convendría sería una ayuda así como gratuita, es decir, se quedan ustedes aquí durante un tiempo, a ayudar, y cuando todo esto acabe se conforman con una remuneración simbólica y siguen luego para los Santos Lugares, que allí serán pagados y repagados, tanto en bienes materiales, puesto que los turcos no se comparan en riqueza con estos moros, como en bienes espirituales, que se derraman sobre el creyente nada más que poniendo pie en esa tierra, Pedro Pitóes, mire que he aprendido el latín bastante para percibir cómo va la traducción, pero vosotros ahí, señores cruzados, por favor, no os impacientéis, que esto de la remuneración simbólica ha sido una manera de hablar, lo que yo quería decir es que para garantizar el futuro de la nación nos convendría mucho quedarnos con las riquezas todas que están en la ciudad, que no va a ser nada de asombro, pero es muy verdad el dicho que dice o llegará a decir, No hay mejor ayuda para el pobre que la del pobre, en fin, hablando se entiende la gente, nos dicen ustedes cuánto cobran por el servicio, y veremos luego si se puede llegar al precio, aunque mande la verdad que en todo habla por mi boca, yo tengo razones para pensar que, aunque no lleguemos a un acuerdo, solos seremos capaces de vencer a los moros y tomar la ciudad como hace tres meses tomamos Santarem con una escalera de mano y media docena de hombres, que habiendo entrado después el ejército, fue toda la población pasada a espada, hombres, mujeres y niños, sin diferencia de edades y de que tuvieren o no armas en mano, sólo escaparon los que consiguieron huir, y fueron pocos, ahora bien, si esto hicimos, también cercaríamos Lisboa, y si esto os digo no es porque desprecie vuestro auxilio, sino para que no nos veáis tan desprovistos de fuerzas y de coraje, y no he hablado aún de otras razones mejores, que es el contar nosotros, portugueses, con la ayuda de Nuestro Señor Jesús Cristo, cállate Afonso.
No se crea que nadie de la comitiva o de la ranchada extranjera se haya permitido la insolencia de mandar callar al rey, dirigiéndose a él sólo por su nombre de pila, como si hubiera comido alguna vez de su mismo plato, aquello fue, sí, un hablar del propio consigo mismo, como Cállate, boca, que, como no ignorara quien tuviere la costumbre de oír y buscar los entendimientos sutiles que vienen con las palabras y que son más que ellas, significa, realmente, que quien habla se muere por decir lo que aparentemente decide callar. Aun así hay que contar con la benévola curiosidad ajena para que se remueva el obstáculo táctico, lanzando, por ejemplo, una pregunta en estos términos aproximados, Bueno, bueno, acabe ya, no nos deje así en suspenso, pero también puede acontecer de muy distinta manera y conforme a la persona y a la circunstancia, en este caso el de la intervención fue Guillermo Vitulo, aquel malencarado, que habrá sido o no de la Larga Espada, quien, con cierta brutalidad, se atrevió a dudar, Nuestro Señor Jesús Cristo ayuda a todos los cristianos, y a ninguno más que a otro, no faltaba más, se acabaría la religión si algunos fueran hijos y otros hijastros. Algunos cruzados miraron reprensivamente al del aparte, sin embargo más por la forma que por el fondo, pues en cuanto a éste, debería ser general la concordancia de que, en la oratoria del rey, aparte de una censurable avaricia que quizá acabe echándolo todo a perder, hubo mucha petulancia, mucho orgullo, parecía más bien un arzobispo hablando que un simple rey que ni el título tiene derecho a usar, pues no se lo reconoce el papa, el cual, por mucho favor, tres años antes le dio tratamiento de dux, y que no se queje. No fue el silencio tan largo cuanto se imaginaría por el tiempo que tardó en decirse, pero lo fue por demás, y suficiente, para que quedara cargada de tempestad la atmósfera de la reunión, a Don Afonso Henriques no le agradó nada la desconfianza, e iba a abrir la boca, sin duda para soltar una palabrota, cuando un cruzado más diplomático, fue él Saherio de Archelles, lanzó un puente de conciliación, No dudamos de que hayan tomado Santarem los portugueses con sólo una escalera de mano y con la ayuda de Dios, como soberanamente lo hizo al permitir que se vinieran abajo las murallas de Jericó al toque de unas trompetas, sin necesitar siquiera que las tocaran siete guerreros sino siete sacerdotes, y tampoco es de mayor asombro que los portugueses hayan causado matanza semejante, si en la misma ciudad de Jericó fueron muertos, aparte de los hombres, de las mujeres, de los niños y de los viejos fueron muertos, digo, los bueyes, las ovejas y los jumentos, lo que a nosotros sí nos perturba es que un hombre comprometa, aunque rey sea, el nombre del Señor, cuya voluntad, bien sabemos, sólo se manifiesta donde y cuando quiere, no bastando pedir, rogar, suplicar, importunar, y sobre lo de hijos e hijastros no me pronuncio.
Complació a Don Afonso Henriques, aparte de lo ajustado de la cita bíblica, el tono mesurado con que se expresó Saherio de Archelles, cierto es que tan dudoso en cuanto a la sustancia como el de Guillén de la Larga Saeta, pero que, al contrario de éste, había tenido la precaución de cuidar tanto la forma como la música, y, tras haber concertado durante unos minutos con el arzobispo de Braga y con el obispo de Oporto, para lo que tuvo que bajar de la piedra, volvió a subir a ella y dijo, Sabed, señores, que esta tierra portuguesa adonde habéis venido fue lugar, no aquí, sino más para el meridiano, y hace sólo ocho años, de una prodigiosa aparición de Cristo Nuestro Señor, que, diferentemente, no siendo yo Josué ni hebrea mi gente, obró, sobre enemigos más formidables que estos que desde allí nos miran temblando de miedo, una victoria que en nada queda por debajo de la de Jericó y otras de calidad semejante, y si tal hecho fuimos capaces de acometer, bien pudiera ser que ante los muros de Lisboa volviera a manifestarse el Salvador del Mundo, caso en que, queriéndolo Él, tan poco valdría nuestro arte militar como el vuestro, y no seríamos, juntos todos, más que maravillados testigos del poder y de la majestad de Dios. Mientras el rey hablaba, asentían complacidos con la cabeza el arzobispo y el obispo, y cuando él tan brillantemente terminó su plática, aplaudieron arrebatados con ambas manos, acompañando la fiesta todos los demás portugueses con igual entusiasmo. Los cruzados se miraron, perplejos, por un momento no supieron qué responder, y fue Gil de Rolim quien al fin tomó la palabra, para decir, Tenéis razón, señor, que todo esto podría hacerlo sin esfuerzo Cristo Nuestro Señor, pero lo que nosotros queremos saber, llegados a donde estamos, no es lo que Él haría, sino lo que Él hizo, y por eso os rogamos que hagáis vos relato circunstanciado de tan gran victoria, que, por lo que tenemos entendido, oír de ella valdrá bien el largo y trabajoso viaje que a esta tierra, vuestra y por ahora también de moros, nos trajo. Consultó otra vez el rey con el arzobispo y el obispo, y, habiendo todos concordado, dijo, Oíd, pues.
Sonó el teléfono. Tiene un timbre antiguo, de los que atruenan toda la casa, y la concentración de Raimundo Silva era tan fuerte que, con el sobresalto inesperado, la mano hizo un movimiento brusco y un trazo en el papel, como si el mundo, acelerándose, se hubiera deslizado de súbito bajo la pluma. Atendió, preguntó, Dígame, y reconoció de inmediato la voz de la telefonista de la editorial, Le pongo con la doctora María Sara, dijo. Mientras esperaba, miró el reloj, faltaban diez minutos para las seis, Qué rápido ha pasado el tiempo, y era verdad que el tiempo había pasado rápido, pero pensarlo no tenía otra utilidad que servirle de precaria protección, como de cortina de delgado humo que la brisa extiende y barre, mientras Raimundo Silva se demorase pensando, Qué rápido ha pasado el tiempo, el otro tiempo, aquel hacia el que de repente se había visto lanzado, le daría la ilusión de dejarse retardar, pausa sustentada sobre una vibración, la mano derecha parece temblarle levemente, posada sobre el papel. Entonces la telefonista dijo, incorregible, La doctora María Sara está al aparato, Raimundo Silva cerró el puño, el tiempo se enturbió, confuso, después se explayó, fluyó en su corriente natural, Buenas tardes, señor Silva, Buenas tardes, Cómo le va, Bien, y usted, cómo está, Muy bien, gracias, sigo organizando el trabajo aquí, y precisamente quería saber cómo van las pruebas de ese libro de poesía, Ahora mismo he acabado la revisión, me pasé todo el día trabajándolo, mañana se lo llevo a la editorial, Ah, estuvo todo el día ocupado en el libro, No exactamente todo el día, dediqué unas horas a la lectura de la novela que el señor Costa me pasó, Pues ha aprovechado bien su tiempo, No tengo otra cosa en que aprovecharlo, La frase es interesante, Lo será, pero la dije sin intención, me ha salido sin pensar, Por lo visto se le da bien eso, Eso qué, Decir sin pensar, hacer sin pensar, Siempre me he tenido por un hombre reflexivo, creo que lo soy, un hombre reflexivo, Aun así, sujeto a impulsos, Señora, por favor, si voy a tener que estar oyendo constantes alusiones a lo que pasó, mejor será que me busque trabajo en otra editorial, No quise molestarlo, perdone, de mi boca no saldrá jamás otra palabra sobre el caso, Se lo agradezco, Bueno, entonces tráigame mañana esas pruebas, y en cuanto a la novela, visto que puede trabajar todo el día en ella, espero que me la pueda entregar también rápidamente, No tardaré, no se preocupe, No me preocupo, señor Silva, sé que puedo contar con su colaboración, Nunca he decepcionado a quien ha tenido confianza en mí, Entonces, no me decepcione a mí, Así lo haré, Hasta mañana, señor Silva, Hasta mañana, doctora María Sara. La mano que sostenía el teléfono planeó en el aire, descendió lentamente, y tras haber posado el auricular se quedó allí, como si de él no quisiera separarse o como si estuviera aún a la espera de una palabra que no pudiera ser dicha. Mejor hubiera sido que Raimundo Silva se preocupara de las otras, las pronunciadas, por ejemplo, cualquiera se daría cuenta de que la doctora María Sara no se creyó la declaración de que estuvo todo el día trabajando en el libro de poesía, ni siquiera cuando añadió el perfeccionamiento plausible de unas supuestas dos horas dedicadas a la lectura de la novela, pero ella no podía, positivamente no podía, saber cómo ocupó él su tiempo durante aquel día, lo que hizo fue ponerse a adivinarlo, en fin, cosas de mujeres, todas se tienen por sibilas y pitonisas prodigiosas y acaban engañándose como el más común de los hombrecillos a quien generalmente consideran con irónica y tolerante benevolencia. Pero lo que sobremanera perturbaba a Raimundo Silva era que ella hubiera dicho, y gravemente lo dijo, aunque sin acentuar demasiado el tono, No me decepcione, sin duda no estaba refiriéndose a la más que demostrada competencia profesional de quien, en una vida de trabajo, perdónese la repetición, pero es lo que siempre se olvida, la vida de trabajo, de quien no cometió más que un error, y ese mismo revelado, reconocido y felizmente disculpado. Ahora bien, excluidos, obviamente, aquellos motivos de naturaleza más íntima que las relaciones entre ambos, tal como están, liminarmente rechazan, lo que queda es la probabilidad, alta, de una alusión indirecta a la famosa sugerencia de que escribiera él la Nueva Historia del Cerco de Lisboa, a la que, de súbito y doblemente, se descubría obligado, no sólo por el hecho de haberla empezado ya, sino también porque, con seriedad al menos igual, había respondido No la decepcionaré, y en aquel momento todavía no sabía lo que estaba diciendo.
Raimundo Silva miró el papel, Oíd pues, agarró el bolígrafo para continuar el relato, pero se dio cuenta de que tenía el cerebro vacío, otra vez una página blanca, o negra de palabras superpuestas, entrecruzadas, indescifrables. Después de lo declarado por Don Afonso Henriques, no tenía más opción que, con palabras suyas, contar el milagro de Ourique, introduciendo en él, claro está, la esperada porción de escepticismo moderno, por otra parte autorizada por el gran Alexandre Herculano *, y dando sueltas al lenguaje, aunque sin exceder el comedimiento, por no ser los correctores habituales heraldos de osadías en materia tan vigilada por la opinión pública. Sin embargo, se quebró la tensión, o fue sustituida por otra, tal vez el impulso regresase más tarde, en horas nocturnas, como una inspiración nueva, que dicen autoridades que nada se puede hacer sin ella. Raimundo Silva ha oído que, en casos así, lo mejor es no forzar lo que llamamos la naturaleza, dejar que el cuerpo siga la fatiga del espíritu, sobre todo que no luchen uno contra otro, por heroicas y edificantes que sean las historias de tales batallas, y ésa es una opinión sabia, aunque no la más favorecida por aquellos que sobre todo tienen ideas en cuanto a lo que cada uno de nosotros ha de hacer, pero mucha menos voluntad de usarlas en sí mismos. El rey sigue anunciando, Oíd pues, pero es un disco rayado que se repite, se repite, hipnóticamente se repite. Raimundo Silva se frota los ojos cansados, la página del cerebro está en blanco, está escrita por la mitad, con la mano derecha coge la Crónica de Don Afonso Henriques, de Frei António Brandão, que ha de venir a servirle de guía cuando, esta noche o mañana, vuelva al relato, y, no siendo capaz de escribir ahora, lee para enterarse del mítico episodio, es el segundo capítulo, No eran de calidad las cosas que traía entre manos el esforzado príncipe Don Afonso Henriques que le consintieran tomar mucho reposo, ni los pensamientos ocupados en la grandeza del negocio presente daban lugar a poderse aquietar y tomar alivio. Y así, para divertir de algún modo aquella molestia, echó mano a una Biblia sacra, la cual en su tienda tenía, y, empezando a leer en ella, la primera cosa que encontró fue la victoria de Gedeón, insigne capitán del pueblo judaico, quien, con trescientos soldados, rompió a los cuatro reyes madianitas con sus ejércitos, pasando a espada ciento veinte mil hombres, sin contar muchos otros que murieron en el alcance. Alegre el infante con tan buen encuentro, y tomando de esta victoria pronóstico feliz de la que esperaba, se confirmó más en la resolución de dar batalla, y, con el corazón inflamado y los ojos puestos en el cielo, rompió en estas palabras: Bien sabéis vos, mi Señor Jesús Cristo, que por vuestro servicio y por la exaltación de vuestro santo nombre emprendí esta guerra contra vuestros enemigos; Vos, que sois todopoderoso, ayudadme en ella, animad y dad esfuerzo a mis soldados para que los venzamos, pues son blasfemadores de vuestro santísimo nombre. Dichas estas palabras le sobrevino un blando sueño, y comenzó a soñar que veía a un viejo de venerable presencia, el cual le decía que tuviera buen ánimo, porque ciertamente vencería en aquella batalla, y con evidente señal de ser amado y favorecido por Dios vería con sus ojos antes de entrar en ella al Salvador del mundo, el cual lo quería honrar con su soberana visión. Estando el infante en este alegre sueño, ni muy durmiendo, ni del todo despierto, entró en la tienda João Fernandes de Sousa, de su cámara, y le hizo saber cómo hasta allí había llegado un hombre viejo, el cual pedía audiencia y, según daba a entender, era sobre negocio de mucha importancia. Mandó el infante que entrase si era cristiano, y, en cuanto lo vio, reconoció en él al mismo que acababa de ver en sueños, con lo que quedó sumamente consolado. El buen viejo repitió al infante las mismas palabras que en sueños había oído, y, certificándolo de la victoria y de la aparición de Cristo, añadió que tuviera mucha confianza en el Señor, por ser de Él amado, y que en él y en sus descendientes había puesto los ojos de su misericordia hasta la decimosexta generación, en que se atenuaría la descendencia, pero en ella aún en ese estado pondría el Señor sus ojos, y la habría. Que de parte del mismo Señor le advertía que, cuando en la siguiente noche oyera tocar la campana de su ermita, en la que moraba hacía setenta años guardado por particular favor del Altísimo, saliera al campo, porque le quería Dios mostrar la grandeza de su misericordia. Oyendo el católico príncipe tan soberana embajada, trató al embajador con veneración y dio a Dios con profundísima humildad infinitas gracias. Salió fuera de la tienda el buen viejo y volvió a su ermita, y el infante, esperando la señal prometida, gastó en oración fervorosa todo el espacio de la noche hasta la segunda vigía, en la que oyó el son de la campana, armado entonces con su escudo y espada salió fuera del campamento, y, poniendo los ojos en el Cielo, vio de la parte oriental un resplandor hermosísimo, el cual poco a poco iba dilatándose y haciéndose mayor. En medio de él vio la salutífera señal de la Santa Cruz, y en ella clavado al Redentor del mundo, acompañado en circuito de gran multitud de ángeles, los cuales en figura de mancebos hermosísimos aparecían ornados de vestiduras blancas y resplandecientes, y pudo notar el infante ser la Cruz de grandeza extraordinaria, y estar levantada sobre la tierra casi diez codos. Con el asombro de visión tan maravillosa, con el temor, y la reverencia debidos a la presencia del Salvador, depuso el infante las armas que llevaba, se quitó la vestidura real, y descalzo se postró en tierra y, con abundancia de lágrimas comenzó a rogar al Señor por sus vasallos, y dijo: ¿Qué merecimientos hallaste, mi Dios, en un tan gran pecador como yo, para enriquecerme con merced tan soberana? Si lo hacéis para acrecentar mi fe, parece no ser ello necesario, pues os conozco desde la fuente del Bautismo como Dios verdadero, hijo de la Virgen sagrada, según la humanidad, y del Padre Eterno por generación divina. Mejor sería participar a los infieles la grandeza de esta maravilla, para que, abominando de sus errores, os conocieran. El Señor entonces, con suave tono de voz que el príncipe puede bien alcanzar, le dijo estas palabras: No me he aparecido de este modo para acrecentar tu fe, sino para fortalecer tu corazón en esta empresa y fundar los inicios de tu Reino en piedra firmísima. Ten confianza, porque no sólo vencerás esta batalla sino todas las más que dieres a los enemigos de la Fe católica. Tu gente hallarás pronta a la guerra, y con gran ánimo te pedirán que con título de rey comiences esta batalla; no dudes en aceptarlo, pero concede libremente la petición porque yo soy el fundador y destructor de los Imperios del mundo, y en ti y en tu generación quiero fundar para mí un reino en cuya industria será mi nombre notificado a gentes extrañas. Y para que tus descendientes conozcan de qué mano reciben el reino, comprarás tus armas al precio con que compré al género humano, el de aquel por el que fui comprado de los judíos, y quedará este reino santificado, amado por mí por la pureza de la Fe y la excelencia de la piedad. El infante Don Afonso, cuando oyó tan singular promesa, se postró de nuevo en tierra y, adorando al Señor, le dijo: ¿En qué merecimientos fundáis, mi Dios, una piedad tan extraordinaria como la que usáis conmigo? Pero ya que así es, poned los ojos de vuestra misericordia en los sucesores que me prometéis, conservad libre de peligros a la gente portuguesa, y, si contra ella tenéis algún castigo ordenado, os pido me lo deis antes a mí y a mis descendientes, y quede a salvo este pueblo a quien amo como a hijo único. A todo dio el Señor respuesta favorable, diciendo cómo nunca de él ni de los suyos apartaría los ojos de su misericordia, porque los había escogido como sus obreros y segadores para hacerle gran siembra en regiones apartadas. Con esto desapareció la visión, y el infante Don Afonso, lleno de fortaleza y de los júbilos del alma que se dejan entender, dio vuelta hacia el campo y se recogió en su tienda.
Raimundo Silva cerró el libro. Pese a estar fatigado, su voluntad sería continuar la lectura, seguir los episodios de la batalla hasta la derrota final de los moros, pero Gil de Rolim, tomando la palabra en nombre de los cruzados presentes allí, dijo al rey que, de este modo notificados del memorable prodigio obrado por el Señor Jesús en región también ella tan apartada, al sur de Castro Verde, en sitio que llaman de Ourique, provincia de Alentejo, en la mañana del día siguiente le daría respuesta. Por lo que, cumplidos los saludos y ceremonial de ordenanza, igualmente se recogieron a sus tiendas.
El rey durmió mal, con un sueño inquieto que constantemente se interrumpía, pero pesado y negro como si de él no tuviera que despertar jamás, y fue un dormir donde no acontecieron sueños ni pesadillas, ningún viejo de aspecto venerable anunciando el suave milagro, Aquí estoy, ninguna mujer gritando, No me maltrates que soy tu madre, sólo una densa e inexplicable negrura que parecía envolverle el corazón y cegarlo. Despertaba sediento y pedía agua, que bebía ávido, e iba a la entrada de la tienda para acechar la noche, impaciente con el tardo movimiento de los astros. Era luna llena, de aquellas que transforman el mundo en fantasma, cuando todas las cosas, las vivas y las inanimadas, murmuran misteriosas revelaciones, pero va diciendo cada cual la suya, y todas desencontradas, por eso no logramos entenderlas y sufrimos la angustia de casi saber y quedarnos no sabiendo. El estuario brillaba entre las colinas, el río llevaba las aguas como un resplandor, y las hogueras atizadas en las terrazas del castillo y los gruesos hachones que señalaban cada uno de los barcos de los cruzados eran como fuegos pálidos en la luminosa oscuridad. El rey miraba a un lado, miraba a otro, imaginaba cómo estarían aquellos moros y aquellos francos mirando las hogueras del campamento portugués, qué pensamientos, qué miedos y qué desdenes, qué planes de batalla, qué decisiones. Volvía a tumbarse en el catre, sobre la piel de oso en que solía dormir, y esperaba al sueño. Se oían voces alrededor, algún rumor de armas, el candil encendido en la tienda hacía danzar las sombras, después el rey entraba en el silencio y en un negro infinito, se quedaba dormido.
Pasaron las horas, la luna descendió y acabó por desaparecer. Entonces las estrellas cubrieron el cielo todo, centelleando como reflejos en el agua, abriendo espacio al blanco camino de Santiago, después, cuánto tiempo después, la primera luz de la mañana se fue abriendo lentamente detrás de la ciudad, negra en el contraluz, poco a poco se iban extinguiendo las almenaras, y cuando apuntó el sol, invisible aún desde este lugar en el que estamos, se oyeron las acostumbradas voces que resonaban entre las colinas, eran los almuédanos llamando a la oración a los creyentes de Alá. Son menos madrugadores los cristianos, en los barcos no hay aún señal de vida, y el campamento portugués, salvo los fatigados centinelas que cabecean, continúa inmerso en un inmenso sueño, una letargia entrecortada de ronquidos, de suspiros, de murmullos, que sólo mucho más tarde, salido ya el sol y levantado, liberará los miembros y soltará las voces, el remolón y desgarrador bostezo matinal, el interminable desperezarse que hace restallar los huesos, este día más, este día menos. Se avivan las hogueras, ahora están ya los calderos al fuego, los hombres se aproximan, cada uno con su escudilla, vienen los centinelas rendidos, otros de refresco se distribuyen por el campamento masticando el último bocado, al tiempo que, junto a las tiendas, los nobles comen sus apenas diferentes manjares, si no hablamos de carne, que es la diferencia mayor. Se sirven de grandes platos de madera, juntamente con ellos los eclesiásticos que entre el levantarse y el comer dijeron misa, y todos hacen pronósticos sobre lo que dirán los cruzados, dice uno que no se quedan si no se les prometen más rotundas riquezas, dice otro que tal vez se contenten con la gloria de servir al Señor, aparte de una propina razonable, por las molestias. Miran desde lejos los barcos, hacen augurios sobre los movimientos de los marineros, si maniobran para quedarse o, al contrario, alivian las anclas, son suposiciones inconsecuentes nacidas de la ansiedad, antes que de allí vengan a dar respuesta al rey no se moverán los barcos, e incluso después, dependiendo de la ocasión, acaso tengan que esperar aún el favor de la marea para fijar el fondeadero o largar mar adentro.
El rey está esperando. Se agita impaciente en el asiento colocado ante la tienda, está armado, aunque con la cabeza descubierta, y no dice palabra, mira y espera, nada más. Va mediada la mañana, el sol está alto, el sudor corre a chorros bajo las lorigas. Se nota que el rey está irritado pero que no quiere manifestarlo. Sobre él han armado un toldo que la brisa hace restallar suavemente, al compás con el estandarte real. Un silencio que no es como el de la noche, tal vez aún más inquietante porque del día lo que se espera es movimiento y ruido, un silencio de presagio cubre la ciudad, el río, las colinas de alrededor. Cierto es que cantan las cigarras, pero ése es un canto que viene de otro mundo, es el rechinar de la invisible sierra que está serrando los fundamentos de éste. Sobre las murallas, entre las almenas, los moros miran también, y esperan.
Al fin hay un movimiento de bateles entre las galeras principales fondeadas a la entrada del estero, de cada una de ellas baja gente que entra en las embarcaciones, y ahora vienen para acá, se oye sobre el agua lisa el batir de los remos, el chapoteo de las palas, poco falta para ser de puro lirismo la imagen general, un cielo limpio y azul, dos barquitos avanzando sin prisa, falta aquí el pintor para registrar estos suaves colores de la naturaleza, la oscura ciudad subiendo la colina y el castillo arriba, o, cambiando el punto de vista, el campamento portugués sobre un fondo de accidentada orografía, barrancos y costaneras, dispersos olivares, algunos rastrojos, vestigios de incendios recientes. El rey ya no está allí, se ha recogido en su tienda, porque, siendo real persona, no tiene que esperar a nadie, los cruzados, sí, y se reunirán aquí, aguardando respetuosamente, y luego saldrá Don Afonso Henriques, armado de pies a cabeza, para escuchar el mensaje. Se acercan algunos de los guerreros de calidad que estuvieron en la conferencia con el rey, y vienen con rostro cerrado, impenetrable, nosotros ya sabemos que van a negarse a auxiliar a los portugueses, pero éstos aún están en santa ignorancia, alimentan, como es costumbre decir, una esperanza, no pueden imaginar la justificación que darán como fundamento de resolución tan grave, alguna darán, bajo pena de ser tachados de livianos y faltos de consideración. Vienen Gil de Rolim, Ligel, Lichertes, los hermanos La Corni, Jordán, Alardo, viene también un alemán hasta ahora no mencionado, de nombre Enrique, natural de Bonn, caballero de buena fama y de virtuosa vida, como en su tiempo se probará, y un religioso inglés muy erudito, Gilberto de su gracia, y además, en funciones de portavoz, Guillermo Vitulo, el de la Larga Espada, o de la Larga Flecha, a los portugueses les dio un salto el corazón con el mal presentimiento cuando vieron que éste iba a ser el lengua, pues de sobra sabe cuánta mala voluntad tiene contra el rey, hay casos así, sin motivo que se perciba le tomamos manía a alguien, y no hay quien nos la quite, No me cae bien, no me cae bien, y basta.
Salió Don Afonso Henriques de la tienda, llevando de consejeros a Don Pedro Pitões y a Don João Peculiar, y fue éste, tras consultar con el rey, quien tomó la palabra para dar las bienvenidas a los emisarios, en latín las dio, claro está, que no quedan peores que las otras, y afirmar cuánto placería al rey oír la respuesta que le traían, cuya no dudaba ser la más provechosa en gloria de Dios Nuestro Señor. La fórmula es buena, porque no pudiendo nosotros, obviamente, saber qué es lo que a Dios más conviene, dejamos a su criterio la responsabilidad de elegir, compitiéndonos sólo ser humildes si ella viene a topar contra nuestros intereses y no exagerar las expresiones de contento si, al contrario, vienen a servir maravillosamente a nuestras conveniencias. La eventualidad de que a Dios le sean igualmente indiferentes el sí y el no, el bien y el mal, no puede entrar en cabezas como fueron hechas las nuestras, porque, en fin, Dios siempre ha servir para algo. No es, con todo, hora de navegar por tan torcidos meandros, porque ya Guillermo de la Larga Espada, en postura de cuerpo y movimiento de gestos que descaradamente pugnan con la actitud de reverente subalternidad que debería guardar, está diciendo que, gozando el rey de Portugal de tan eficaces y fáciles ayudas de Nuestro Señor Jesús Cristo, por ejemplo, en el peligroso paseo que se dijo fue la batalla de Ourique, mal le había de parecer al mismo Señor que presumieran los cruzados que estaban allí en tránsito, de sustituirlo en la nueva empresa, por lo que daba como consejo, si recibirlo querían, que fuesen los portugueses solos al combate, pues ya tenían segura la victoria y Dios les agradecería la oportunidad de demostrar Su poder, ésta y tantas veces cuantas para ello fuese solicitado. Habiéndose explicado en su lengua natal Guillermo Vitulo, lo oyeron los portugueses, mientras duró la arenga, poniendo cara de entendidos, como es costumbre en estos casos,sin poder imaginar que la decisión iba contra sus intereses y conveniencias, lo que, no obstante, vino a saberse luego en el siguiente y fatal minuto, con la exactitud que se puede, cuando el fraile intérprete que acompañaba al de la Larga Espada tradujo, reluctante, pues su propia boca se negaba a articular palabras de tanto sarcasmo, y algunas otras que están pidiendo segunda lectura, por los indicios que parece haber en ellas de calumniosa duda sobre el poder divino de cortar, tajar, poder y disponer, de dar y quitar victorias, de hacer que gane uno contra mil, las cosas sólo resultan difíciles cuando luchan cristianos contra cristianos, o moros contra moros, aunque, en el segundo caso, la cuestión sea con Alá, él se las arregle.
El rey oyó en silencio, y en silencio se quedó, con las manos aferradas al puño de la espada, derecha ésta y firme la punta contra el suelo, como si de ese mismo suelo ya hubiera tomado definitivamente posesión. Y fue Don João Peculiar quien, rojo de santa indignación, profirió la frase con que debería avergonzarse el provocador, No tentarás al Señor tu Dios, que todos muy bien te han entendido, hasta los flacos en doctrina, porque, en verdad, más que desdeñar a los portugueses, Guillermo Vitulo, en otra situación y por diferentes palabras, no había hecho más que repetir el nefando intento del Demonio al decir a Jesús, Tírate desde aquí, que viniendo los ángeles a ampararte, no correrás ningún peligro, y Jesús respondió, No tentarás al Señor tu Dios. Con lo que debería Guillermo avergonzarse, pero no se avergonzó, antes bien parecía retorcérsele en la boca una sonrisa de escarnio. Preguntó entonces Don Afonso Henriques, Es ésa la decisión de los cruzados, Ésta es, respondió el otro, Entonces, marchad, y que Dios os acompañe hasta Tierra Santa, donde ya no podréis invocar ningún pretexto para huir a la batalla como estáis huyendo de ésta, si no me engaño. Fue entonces cuando Guillermo Vitulo llevó la mano a la espada que le dio nombre, lo que habría podido tener las más funestas consecuencias si no se hubieran interpuesto sus compañeros, y más que el movimiento de los cuerpos se interpusieron las palabras que uno de ellos dijo, Gilberto fue él, único de aquella banda que, más que los intérpretes, podía expresarse en fluyente latín, como eclesiástico mayor, de estudios superiores, y lo que dijo fue esto, Señor, es verdad lo que Guillermo Vitulo acaba de deciros, que no se quedan aquí los cruzados, pero no hace mención de los motivos materiales que los mueven a la negativa, en fin, allá ellos, no obstante algunos han decidido quedarse, y ésos son los que aquí veis, que para eso vinimos en la embajada, Gil de Rolim, Ligel, Lichertes, los hermanos La Corni, Jordán, Alardo, Enrique, y yo, de todos el más insignificante y humilde, a tu servicio. Quedó Don Afonso Henriques tan contento que se le pasó de pronto la ira, y, allí mismo desprendiéndose de prejuicios jerárquicos, se fue hacia Gilberto y lo abrazó, lanzando de paso su desprecio al malvado Guillén, que de nombre va bien servido, y dijo en voz alta, Por esa resolución os prometo que seréis el primer obispo de Lisboa cuando sea cristiana la ciudad, y en cuanto a vosotros, señores, que habéis querido quedaros conmigo, os doy por seguro que no tendréis razón de queja de mi magnanimidad, y dicho esto volvió la espalda y entró en la tienda. Así se separaron las aguas, es decir, se quedó Guillén desamparado, que hasta su fraile se apartó de él tres prudentes pasos, mirando desconfiado si habría señal de pies de cabra o de cuernos de cabrón en el atrevido y ahora derrotado energúmeno.
Juntando lo que efectivamente fue escrito a lo que está sólo en la imaginación, llegó Raimundo Silva a este lance crítico, y muy adelantado va, si recordamos que, aparte de la ya más de una vez confesada falta de preparación para todo cuanto no sea la menuda tarea de revisar pruebas, es hombre de escritura lenta, siempre cuidando concordancias, avaro en la adjetivación, molesto en la etimología, puntual en el punto y otras señales, lo que delata de inmediato que cuanto aquí en su nombre se ha leído no pasa, a fin de cuentas, de versión libre y libre adaptación de un texto que probablemente pocas semejanzas tendrá con éste y que, en lo que podemos prever, se mantendrá reservado hasta la última línea, fuera del alcance de los aficionados a la historia naïf. Por otra parte, basta reparar en que la versión de que disponemos lleva ya doce páginas densísimas, y está claro que Raimundo Silva, que de escritor nada tiene, ni los vicios ni las virtudes, no podría, en día y medio, haber escrito tanto y tan variado, que sobre los méritos literarios de lo que hizo no hay que hablar, por ser esto historia, luego ciencia, y por carencia de autoridad propiamente dicha. Se recuerdan de nuevo estas prevenciones para que siempre tengamos presente la conveniencia de no confundir lo que parece con lo que seguramente estará siendo, pero ignoramos cómo, y también para qué dudamos, cuando creíamos estar seguros de una realidad cualquiera, si lo que de ella se muestra es preciso y justo, si no será sólo una versión entre otras, o peor aún, si es versión única y únicamente proclamada.
La tarde va mediada, son horas de visitar a la doctora María Sara, que está esperando las pruebas del libro de poesía. La asistenta está ordenando la cocina, o plancha, apenas se la nota, tan discreta es en su trabajo, probablemente piensa que escribir o enmendar lo que fue escrito es obra de religión, y Raimundo Silva, que desde la mañana no ha salido, le pregunta, Qué tal el tiempo, como nunca tiene mucho que decirle aprovecha las ocasiones, o inventa algunas, por eso no se acercó a la ventana como es costumbre suya inveterada, y debería haberlo hecho, siendo hoy el día especial que es, sin duda saben ya en la ciudad que los cruzados se van, el espionaje no es un invento de las guerras modernas, y la señora María responde, Está bien, expresión sintética que, en verdad, sólo significa que no llueve, pues diciendo nosotros tan frecuentemente Está bien, pero frío, o Está bien, pero hace viento, nunca dijimos ni diremos, Está bien, pero llueve. Raimundo Silva va a buscar información complementaria, si hay amenaza de lluvia, o viento como el de ayer, y cómo estamos de temperatura. Puede salir sin otras defensas que las moderadas, la gabardina, sequísima y ahora presentable, de los dos cachecoles, el más ligero, lástima que no se pueda decir manta de cuello, que tampoco sonaba bien, pero en fin, sería portugués de aquí y no como el francés, cachecol, que es el portugués de todas partes, lengua nueva, aunque aún en preparación, sobre todo en las playas del reino del Algarve, pero invadiendo ya poderosamente el reino de Portugal. Fue a la cocina para hacer las cuentas de la semana con la señora María, ella miró el dinero y suspiró, siempre lo hace, como si recibirlo fuese ya empezar a separarse de él, al principio Raimundo Silva se ponía nervioso, le parecía que ella recurría a aquella desolada mímica para expresar su enfado por ser tan mal pagada, por eso no descansó hasta que tuvo información suficiente sobre los baremos generalmente practicados por la clase media baja a la que pertenece, concluyendo que estaba razonablemente bien situado, verdaderamente no se podría decir de él que explotaba el trabajo ajeno, no obstante, por si acaso, aumentó el salario que venía pagando, lo que no pudo fue acabar con el suspiro.
Tres son los caminos principales que unen la casa de Raimundo Silva a la ciudad de los cristianos, uno que, siguiendo la Rua do Milagre de Santo António, y según la rama de la trifurcación que escoja, tanto puede acabar en Caldas o en la Madalena como en el Largo da Rosa, y sus adyacentes bajas y altas, en la Costa do Castelo, en el fondo las Escadinhas da Saúde y el Largo de Martim Moniz, y, por el medio, al arranque de la Calzada de Santo André, el Terreirinho y la Rua dos Cavaleiros, otro que por el Largo dos Lóios lo lleva en dirección a las Portas do Sol, y finalmente el más común, por las Escadinhas de San Crispim, todo en bajada, que en pocos minutos lo pone en la Porta de Ferro, donde espera el tranvía que lo llevará al Chiado, o de donde parte, a pie, hasta la Praza da Figueira, si pretende usar el metro, como es el caso de hoy. La editorial está cerca de la Avenida do Duque de Loulé, demasiado lejos, a esta hora ya declinante, para subir por la Avenida da Liberdade, en general por la acera de la derecha, pues nunca le ha gustado la otra, no sabe por qué, aunque la impresión de gusto y disgusto no sea constante, tiene altos y bajos, unas veces de un lado, otras del otro, pero realmente es en el lado derecho donde se siente mejor. Un día, mientras a sí mismo se iba llamando maníaco, decidió ir señalando en un plano de la ciudad las extensiones de acera de la avenida que le gustaban y las que le desagradaban, y descubrió, con sorpresa, que era más extensa la parte agradable del lado izquierdo, pero que, teniendo en cuenta el grado de intensidad de la satisfacción, el lado derecho acababa por prevalecer, lo que significaba que iba muchas veces subiendo por este lado de aquí y miraba la acera del otro lado con pena por no estar allí. Claro es que no toma estas pequeñas obsesiones demasiado en serio, de algo le sirvió ser corrector, aun hace pocos días, cuando estaba charlando con el autor de la Historia del Cerco de Lisboa, argumentó que los correctores han visto mucho de literatura y de vida, entendiéndose que lo que de la vida no supieron o no quisieron aprender en la literatura, ella se encargó de enseñarlo, especialmente en el capítulo de tics y de manías, que es de general conocimiento que no existen personajes normales, pues entonces no serían personajes, supongo, lo que, en conjunto, tal vez signifique que Raimundo Silva haya ido a buscar a los libros que corrigió algunos rasgos imprecisos que, pasado el tiempo, habrían acabado por formar en él, con lo que en él era de naturaleza, ese todo coherente y contradictorio a lo que solemos llamar carácter. Ahora que está en las Escadinhas de S. Crispim, mirando al perro, que lo mira a él, podría preguntarse uno a qué personaje de ficción se parece ahora, es una pena que no sea lobo el animal, pues entonces vendría inmediatamente a pelo la referencia a San Francisco, o puerco, y sería San Antón, o león, y sería San Marcos, o buey, y sería San Lucas, o pez, y podría ser San Antonio, o cordero, y sería el Bautista, o águila, y sería el Evangelista, no basta el haber dicho que el perro es el mejor amigo del hombre, tal como va el mundo, bien puede acabar siendo el último.
Con la condición de que le retribuyan la amistad, como ahora está pensando Raimundo Silva delante del escuálido animal, es por demás evidente que a los vecinos de San Crispim no les gusta la especie canina, acaso sean ellos aún, los vecinos, descendientes directos de los moros que por deber de religión detestaban aquí a los perros de aquel tiempo, pese a ser unos y otros hermanos en Alá. El perro, con más de ocho siglos de maltrato en la sangre y en la herencia genética, alzó de lejos la cabeza para iniciar un lamento prolongado, una voz exasperada y sin pudor, pero también sin esperanza, pedir de comer, gimiendo o tendiendo la mano, más que degradación sufrida por fuera es renuncia llegada de dentro. Raimundo Silva no tiene hora marcada, Hasta mañana, dijo la doctora María Sara, pero ya se va haciendo tarde, lo peor es este perro que no lo deja seguir su camino, del gemido pasó al llanto, al contrario de las personas que primero lloran y después aúllan, y lo que él pide, ruega, suplica e importuna, como si este simple hombre fuese la propia persona de Dios, es un mendrugo de pan, un hueso, ahora usan unos contenedores de basura trabajosos de abrir o derribar, de ahí que la necesidad sea tanta, mi Señor. Ante seguir adelante y el remordimiento de haberlo hecho, Raimundo Silva decide volver a casa para buscar algo que un perro hambriento no se atreva a rechazar, mientras sube la escalera mira el reloj, Se está haciendo tarde, repitió, entró de improviso, atemorizando a la asistenta, a quien sorprende viendo la televisión, pero, sin darle importancia, fue a la cocina, revolvió en los cajones, entre los cazos, abrió el frigorífico, la señora María no se atrevió a preguntar, Necesita algo, y menos aún a asombrarse como es su relativo derecho, porque, ya se sabe, fue sorprendida en flagrante delito de pereza para el trabajo, y ahora intenta recomponerse, ha apagado el televisor y empieza a cambiar muebles de sitio, hace ruidos demostrativos de una actividad frenética, en vano se afana, que Raimundo Silva, si efectivamente ha advertido la culpa cometida, ni pensó en eso, de tan preocupado como venía con la hora tardía y la idea de quedar bien cuando pusiera delante del perro el producto de la rebusca, que va envuelta en un diario, un trozo de chorizo cocido, un tajo de tocino, tres mendrugos, qué pena no haber tenido un hueso robusto para la sosiega, no hay nada mejor, mientras la digestión se va haciendo, que un hueso para excitar las glándulas salivares y fortalecer la dentadura de un perro. Se oye un portazo, Raimundo Silva baja ya la escalera, seguro que la señora María se asomó a la ventana a espiar, luego entró en la sala, volvió a encender el televisor, no había perdido ni cinco minutos de la telenovela, qué es eso.
El perro no se había movido, apenas dejó caer la cabeza, el hocico junto al suelo. Las costillas salientes, como de Cristo crucificado, le tiemblan en los encajes del espinazo, este animal es un idiota rematado, empeñado en vivir en las Escadinhas de San Crispim donde ha pasado hambres famosas, despreciando las abundancias de Lisboa, Europa y el Mundo, pero esto son juicios fáciles, no se trata de obstinación alguna, sino de un caso de timidez, por tanto respetable, los atrevidos nada perciben de dificultades, por ejemplo, qué terremoto produciría en la mente de este perro el descubrimiento de que a los ciento treinta y cuatro conocidos peldaños de la escalera se había añadido súbitamente otro, no es que haya ocurrido, se trata de una hipótesis, qué infeliz se sentiría el animal ante un abismo imposible de transponer, aún recordamos cuánto le costó seguir el otro día a este hombre hasta la Porta de Ferro, ciertas experiencias es mejor no repetirlas. Desde tres pasos más allá, Raimundo Silva ve al perro acercándose al periódico extendido, y el animal duda si debe mirarlo a él, para prevenir el probable puntapié, o lanzarse sobre la comida cuyo olor le retuerce las entrañas brutalmente, la saliva le inunda los dientes, oh dios de los perros, por qué has hecho tan difícil la vida para tantos de nosotros, siempre es así, echamos a los dioses la culpa de esto y de aquello, cuando somos nosotros los que inventamos y fabricamos todo, incluyendo las absoluciones de esas y más culpas. Raimundo Silva comprende que el perro tiene miedo, se aleja, el animal avanza un poco, le tiembla el morro de ansiedad, de repente la comida estaba y dejó de estar, en dos movimientos desapareció, y la lengua pálida y ancha lame la grasa impregnada en el papel. Es un espectáculo miserable este que el destino ofrece a los ojos de Raimundo Silva, olvidade ahora de la doctora María Sara, y de pronto se encuentra identificado con el personaje de las ficciones que faltaba, aquel San Roque a quien precisamente dio asistencia un perro, tiempo era de que el santo correspondiese al favor, y así no sufre desmentido la aserción de que todo en la vida tiene su correspondencia, aunque sea al revés, punto de vista nuestro, claro está, porque del de los perros nada sabemos, qué será Raimundo Silva a los ojos de éste, digamos que un viviente con cara de hombre, para que quede al fin completa la antes enunciada colección de animales apocalípticos y sea también Raimundo Silva el San Mateo que faltaba, cómo va a poder él con una carga tan pesada.
Que no le pesará tanto, si observamos la rapidez con que en un instante empezó a bajar la escalera, recordando de súbito a la doctora María Sara que lo estará esperando, ahora sólo en taxi llegará a tiempo, aunque no está la vida para gastos suntuarios, mal diablo se lleve al perro, yo en plan samaritano, seguramente no iría a casa a buscar comida si fuera una vieja la que estuviese pidiendo en las Escadinhas de San Crispim, bueno, si fuese una vieja, tal vez sí, pero apuesto a que no si fuese un viejo, es interesante comprobar cómo la propia bondad, suponiendo que estemos hablando de ella, varía con las circunstancias y los objetos, con la salud del momento, con el humor de la ocasión, la bondad, mal comparada, es como un elástico, se extiende, se encoge, capaz de envolver a la humanidad entera o sólo a la persona, egoísta, esto es, bondadosa para sí misma, con todo siempre una buena acción refresca el alma, el animal se ha quedado allí, agradecidísimo, aunque, siendo el hambre tanta, de poco más le habrá servido la pitanza que para llenar la caries de un diente, pobre animalillo, manera piadosa de decir, pues no es tan pequeño, qué raza, todas, salvo las más recatadas que nunca bajan a la calle, o si bajan vienen con correas y tapa-culo, éste al menos es libre, goza de perras libres, pero poco gozará si nunca sale de las Escadinhas de San Crispim, si nunca sale de las Escadinhas de San Crispim. En este punto, Raimundo Silva interrumpió conscientemente el discutir mental al que se había abandonado mientras el taxi lo llevaba, notó un repentino malestar, no físico, sino más bien como si alguien dormido dentro de sí se hubiera despertado súbitamente y gritado por encontrarse inmerso en la oscuridad profunda, por eso repitió, dando tiempo para que pasase el susto, Si nunca sale de las Escadinhas de San Crispim, de quién estoy hablando, preguntó, el taxi subía la Rua da Prata y él iba dentro, al fin pertenecía al reino de los hombres, no al de los perros, y podía salir de las Escadinhas de San Crispim siempre que le apeteciera o precisase, como ahora mismo se demuestra, va a la editorial para hablar con la doctora María Sara, que dirige a los correctores, le entregará las pruebas definitivas del libro de poesía, y luego puede que decida no regresar inmediatamente a casa, ha acabado un libro, aunque tan delgado que no tiene cuerpo de libro, hará pues como de costumbre, comer en el restaurante, ir al cine, aunque lo más probable es que no lleve encima dinero suficiente para un programa tan amplio, hace cuentas mentales, el contador del taxi, intenta recordar cuánto tendrá en la cartera, y está en estas aritméticas cuando comprenae que no saldrá esta noche, no puede olvidar que ha empezado un libro nuevo, no, no es la novela de Costa, miró el reloj, son casi las cinco, el taxi sube por la Avenida do Duque de Loulé, se para en un semáforo, avanza, ahí, por favor, y cuando Raimundo Silva saca el dinero para pagar, comprueba, en una mirada rápida, que el dinero no le llegaría para restaurante y cine, uno de los dos sí, pero uno sin el otro no tiene gracia ninguna, Ceno en casa y sigo con aquello, aquello es la Historia del Cerco de Lisboa, alguna vez lo habría dicho antes, cuando corregía las pruebas de un libro de ese título, en tiempo de su inocencia.
El ascensor es antiguo y estrecho, propicio a intimidades si no fuera por la transparencia de las puertas y de los paneles laterales, con todo, en el intervalo entre dos descansillos, prestando atención vigilante a los tramos de escalera que por un lado suben y por otro bajan, siempre es posible iniciar algún juego de manos, y hasta un furtivo beso si la urgencia aprieta. En años de trabajo que ya son muchos, Raimundo Silva ha utilizado esta jaula mecánica, a veces solo, otras acompañado, y nunca, hasta hoy, al menos no se acuerda, fue acometido por tan turbadores pensamientos, cierto es que al principio prefería subir por la escalera, por falta de paciencia cuando el ascensor tardaba, y también porque aún se sentía ágil de piernas y ligero de corazón, capaz de competir con la juventud de todas estas oficinas, incluyendo la editorial, aunque en ésta la media de edad siempre haya tirado más para lo alto. El trayecto es corto, sólo dos pisos, hay que tener en cuenta, no obstante, que tratándose como se trata de un edificio antiguo, los pisos son casi dos veces más altos de lo que ahora se estila, son éstos parecidos, en lo tocante a la altura, a los de su viejísima morada del Castelo, realmente no es esto novedad, a lo alto siempre siguió lo bajo y a lo bajo lo alto, probablemente sea una de las leyes de la vida, también nuestro padre un día nos pareció un gigante y ahora lo miramos por encima del hombro, y va decayendo de año en año, pobrecillo, pero callémonos, para que el pobre pueda sufrir en silencio. A Raimundo Silva le parece absurdo acordarse del fallecido padre en este ascensor, cuando habían empezado a asaltarlo aquellas eróticas sugestiones, verdad es que quien piensa apenas sabe lo que piensa, y no por qué lo pensó, pensamos desde que nacemos, supongo, y no sabemos cuál fue nuestro primer pensamiento, ese del que todos fueron después, y hasta hoy, consecuencia, la biografía definitiva de cada uno sería remontar el río de los pensamientos hasta su fuente primera, y cambiar de vida supongo que sería, si fuese posible venir andando y repitiendo el curso de ellos, tener súbitamente otro pensamiento e ir tras él, llegaríamos tal vez al día en que estamos, si al elegir otra vida no la hiciésemos más breve, y aunque de ésta se tratase no como corrector, y subiríamos en un ascensor distinto, quizá para hablar con otra persona, no con María Sara. Está ahora Raimundo Silva en el mismo lugar desde el que vio bajar al director literario con la doctora María Sara, y lo vemos ahora mirar el espejo vacío con severidad desdeñosa, como si fuese a reprochar a la mujer que allí estuvo su inmoral comportamiento, porque esas cosas, hay que decirlo, no son para hacerlas en un ascensor, no se deben hacer, digo, aunque bien sé que no falta por ahí quien las haga, y aún peores, Fue sólo un apretón, señor corrector, sólo un beso, señor corrector, Es igual, ya fue de más, en nombre de mi propia e incurable envidia os condeno, en los últimos centímetros de la subida Raimundo Silva se colocó en medio del ascensor, los otros no cabían, tuvieron que salir, muertos de vergüenza irían si todavía hubiera vergüenza en este mundo, lo más probable es que se estén riendo del moralista hipócrita, Están verdes, dijo la zorra.
Mirar, ver y reparar son maneras distintas de usar el órgano de la vista, cada cual con su intensidad propia, hasta en las degeneraciones, por ejemplo, mirar sin ver, cuando una persona se encuentra ensimismada, situación común en las antiguas novelas, o ver y no enterarse, si los ojos por cansancio o por hastío se defienden de sobrecargas incómodas. Sólo el reparar puede llegar a ser visión plena, cuando en un punto determinado o sucesivamente la atención se concentra, lo que tanto sucederá por efecto de una deliberación de la voluntad cuanto por una especie de estado sinestésico involuntario en el que lo visto solicita ser visto nuevamente, pasando así de una sensación a otra, reteniendo, arrastrando la mirada, como si la imagen tuviera que reproducirse en dos lugares distintos del cerebro con diferencia temporal de una centésima de segundo, primero la señal simplificada, luego el dibujo riguroso, la definición nítida, imperiosa, de un grueso pomo de latón brillante, en una puerta oscura, barnizada, que súbitamente se convierte en presencia absoluta. Ante esta puerta, muchas y muchas veces ha esperado Raimundo Silva a que le abran desde dentro, con el ruido de disparo del cierre eléctrico, y nunca como hoy tuvo consciencia tan aguda, atemorizante casi, de la materialidad de las cosas, un pomo que no es su simple superficie lúcida, pulida, sino un cuerpo cuya densidad puede comprobarse hasta el encuentro con esa otra densidad, la de la madera, y es como si todo fuese sentido, experimentado, palpado dentro del cerebro, como si sus sentidos, ahora todos ellos y no sólo la vista, reparasen en el mundo porque finalmente repararon en un pomo y en una puerta. Se oyó el restallido al saltar el resorte que abría, los dedos empujaron la puerta, dentro la luz parece fortísima, y no lo es, pero Raimundo Silva se siente como si flotara en un espacio sin referencias, como en una de esas atmósferas saturadas de claridad ahora de moda en los filmes de cosas sobrenaturales o de apariciones extraterrestres, con dispendio excesivo de voltios, espera que la telefonista dé un grito de terror o caiga en trance extático si por el lado de fuera de sí mismo se manifiesta, en una proliferación de tentáculos sensitivos o en una irradiación de belleza suprema, la vibración caleidoscópica en que, por un instante que ya se extingue, se ha convertido su sensibilidad. Pero la telefonista, cuyas obligaciones, aparte de manipular clavijas, incluyen abrir la puerta y atender a quien llega, le hace una señal con los dedos mientras acaba de hablar por teléfono, y luego, cordial, familiar y nada sorprendida, Hola, señor Silva, lo conoce desde hace años y cada vez que lo ve no le encuentra más diferencias que las del tiempo que pasa, si al cabo de un rato le preguntasen cómo encontró al corrector responderá, pero sin segura convicción, No sé, tal vez un poco nervioso, esto dirá y nada más, o no es buena observadora o Raimundo Silva ya ha vuelto a su ser natural, si es que desde fuera se podía descubrir lo que acontecía por dentro, incluso fijándose, Quisiera hablar con la doctora María Sara dijo, y la telefonista, que se llama también Sara, pero sin María y está muy orgullosa de aquella media coincidencia, le dice que la doctora María Sara está en el despacho del doctor, el doctor es el director literario, ni tiene que decir el nombre, siempre lo fue, los otros, desde el director de todos hasta Costa, son gente de a pie, y Raimundo Silva, más brusco que de costumbre, le dice que pregunte si lo puede recibir o si quiere que deje las pruebas del libro de poesía aquí mismo, ya sabe ella de qué se trata. Sara oye lo que le está diciendo la doctora María Sara, asiente con la cabeza, el diálogo es corto, pero tal vez por un resto de visión intensa, pese a la pálida sombra de lo que había sido al otro lado de la puerta, Raimundo Silva observa hilo por hilo, el pelo rubio de la telefonista, de un color como de paja molida, ella mantiene la cabeza baja, no puede adivinar qué ferocidad hay en esta mirada, ferocidad es una exageración expresiva, claro está, que el hombre no quiere mal a la mujer, son sus ojos irresponsables, él sólo espera que le digan qué tiene que hacer, vino de lejos y a toda prisa, y tendrá que dejar las pruebas en el mostrador de entrada, como cualquier mandado que trajo una carta sin respuesta, la doctora María Sara dice que la espere en el despacho, la telefonista ha alzado la cabeza, sonríe, Gracias, Sarita, la llaman Sarita desde siempre, ha quedado así, pese a haberse casado y enviudado, hay gente con mucha suerte, mujeres, evidentemente, que los hombres, por lo general, poco tiempo han tenido para ser niños, y algunos no lo han sido nunca, como se sabe y escribió, y otros se quedaron así para siempre pero no se atreven a decirlo.
Raimundo Silva no tuvo que esperar mucho, tres, cuatro minutos, quizá ni eso. Se quedó en pie, mirando, con la impresión extraña de haber entrado aquí por primera vez, no es sorprendente, la memoria no conservaba ningún recuerdo anterior de este despacho, probablemente estaría afecto a los servicios de administración antes de las recientes mudanzas, y tampoco, ahora se daba cuenta con sorpresa, le habían quedado imágenes de cuando fue llamado por la doctora María Sara, no recordaba, por ejemplo, si estaba ya entonces sobre la mesa aquel florero con una rosa blanca, y en la pared un panel de registro donde, podía verlo, se leía su nombre, en la línea superior, y debajo los nombres de otros correctores que trabajaban en casa, tenían todos ellos, en la cuadrícula siguiente, indicaciones abreviadas de los títulos de las obras, fechas, señales coloreadas, un organigrama sencillo, una especie de mapa de la ciudad de los correctores, sólo seis. Podemos imaginarlos, cada uno en su casa, en Castelo, en las Avenidas Novas, quizá en Almada o en Amadora, o en Campo de Ourique, o Graça, inclinados sobre las pruebas de un libro, leyendo y enmendando, y a la doctora María Sara pensando en ellos, alterando una fecha, cambiando un verde por un azul, dentro de poco ni dará importancia a los nombres, serán para ella un trazado gráfico que suscitará ideas, asociaciones, reflejos, pero por ahora cada uno de esos nombres representa aún una información por asimilar, Raimundo Silva primero, después Carlos Fonseca, Albertina Santos, Mario Rodrigues, Rita Pais, Rodolfo Xavier, tratándose de un organigrama sería natural que estuvieran dispuestos por orden alfabético, pues no lo están, no señor, Raimundo Silva es el de la primera línea, y la razón tal vez tenga una explicación fácil, quizá en el momento de hacer aquel cuadro sería él quien más preocupaba a la doctora María Sara.
Que viene entrando y dice, Perdone que le haya hecho esperar, el ruido de la puerta y las palabras sobresaltaron a Raimundo Silva, sorprendido de espaldas, y ahora se vuelve precipitadamente, No tiene importancia, responde, sólo vine para, no termina la frase, también a este rostro es como si lo viera por primera vez, tantas veces, en estos días, ha pensado en la doctora María Sara, y al final no era en su imagen en lo que pensaba, el simple nombre ocupaba todo el espacio disponible del recuerdo, y progresivamente fue invadiendo el lugar del pelo, de los ojos, de las facciones, el ademán de las manos, sólo podía reconocer de lejos la suavidad de la seda, no porque la hubiera tocado alguna vez, ya lo sabemos, y también hay que aclarar que no estaba recurriendo a sensaciones antiguas para imaginar mórbidamente lo que ésta podría ser, por imposible que parezca Raimundo Silva conoce todo de esta seda, el brillo, el movimiento blando del tejido, las fluctuantes arrugas, danzando como arena, aunque el color de ahora no sea el de entonces, también emergido en las brumas de la memoria, si no es falta de respeto citar el himno patrio. Aquí le traigo las pruebas, como acordamos, dijo Raimundo Silva, y la doctora María Sara las recibió, por así decir, distraída, está ahora sentada a la mesa, invitó al corrector a sentarse, pero él respondió, No vale la pena, y desvió la mirada hacia la rosa blanca, tan cerca de ella está que puede verle el corazón suavísimo, y, como palabra trae palabra, recuerda un verso que en tiempos revisó, uno que hablaba del íntimo rumor que abre las rosas, le pareció éste un hermoso decir, venturas que pueden acontecer incluso a poetas mediocres, El íntimo rumor que abre las rosas, repitió para sí, y oyó, aunque no se crea, el roce inefable de los pétalos, o habría sido el roce de la manga contra la curva del seno, Dios mío, apiadaos de los hombres que viven de imaginar.
La doctora María Sara dijo, Muy bien. Sólo estas palabras, en un tono que no prometía otras, y Raimundo Silva, tan buen entendedor hasta de medias palabras, comprendió, dichas estas dos, que nada más tenía que hacer allí, había venido para entregar las pruebas, las había entregado, no le quedaba más que despedirse, Buenas tardes, o preguntar, Necesita algo más de mí, pregunta muy común que tanto sirve para expresar una humildad subalterna como una impaciencia refrenada, y que, en el caso presente, usando el tono adecuado, se podría convertir en alusión picante, lo malo es que muchas veces el destinatario oye las frases pero no se entera de la intención, basta que estuviese hojeando con atención profesional unas pruebas tipográficas, y más aún si de versos se trataba, que exigen cuidado especial, No, no necesito nada, respondió, y se levantó, fue en este instante cuando Raimundo Silva, sin pensar ni premeditar, tan ajeno al acto como a sus consecuencias, tocó levemente con dos dedos la rosa blanca, y la doctora María Sara lo miró de frente, estupefacta, no lo estaría más si él hubiera hecho aparecer esta flor en el solitario vacío, o cometido cualquiera otra proeza similar, lo que del todo no se esperaría es que mujer tan segura de sí se perturbase de repente hasta el punto de cubrírsele de rubor el rostro, fue obra de un segundo, pero flagrante, realmente parece increíble que se pueda ruborizar así alguien en los tiempos que corren, qué habría pensado ella, si es que pensó algo, fue como si el hombre, al tocar la rosa, hubiese aflorado en la mujer una escondida intimidad, de las del alma, no del cuerpo. Pero lo más extraordinario fue que Raimundo Silva se ruborizó también, y más tiempo que ella permaneció con sus rubores, seguramente porque se sentía en un ridículo mortal, Qué vergüenza, se dijo a sí mismo o vendrá a decírselo. En situaciones como ésta, faltando la osadía, y no nos preguntemos, Osadía para qué, la salvación está en la fuga, es buen consejero el instinto de conservación, lo peor viene luego, cuando repetimos las horribles palabras, qué vergüenza, todos hemos pasado por errores así, de rabia y de humillación la emprendemos a puñetazos con la almohada, Cómo pude ser tan estúpido, y no sabemos responder, probablemente porque habría que ser muy inteligente para conseguir explicar la estupidez, menos mal que estamos protegidos por la oscuridad del cuarto, nadie nos ve, aunque tenga la noche, y por eso la tememos tanto, ese don protervo de hacer irremediables y monstruosas hasta las pequeñas contrariedades, cuanto más una desgracia como ésta. Raimundo Silva volvió la espalda bruscamente, con la idea vaga de que todo se había perdido en su vida y que nunca más podría volver a esta casa, Es absurdo, absurdo, repetía en silencio y le parecía que lo decía mil veces mientras huía hacia la puerta, En dos segundos saldré, estaré fuera, lejos, cuando en el último y preciso instante lo detuvo la voz de María Sara, inesperadamente tranquila, en tal contradicción con lo que en este momento está pasando aquí, que fue como si el significado de las palabras se hubiera perdido en el aire, si no fuese por la certeza final del ridículo, Raimundo Silva habría fingido que entendió mal, por tanto no tendría otro remedio que creer que ella dijo realmente, Salgo dentro de cinco minutos, sólo el tiempo de arreglar un asunto en la dirección literaria, puedo montármelo de chófer si quiere. Con la mano aferrada al pomo de la puerta, él buscaba desesperadamente aparentar naturalidad, y cuánto le estaba costando, una parte de sí le ordenaba, vete, la otra lo miraba como un juez y sentenciaba, no tendrás otra oportunidad, todos los rubores y sorpresas habían perdido importancia en comparación con el gran paso dado por María Sara, pero en qué dirección, Dios mío, en qué dirección, y hay que ver cómo nosotros, humanos, estamos hechos, que a pesar de la confusión en que se debatía, de sentimientos, ya se ve, aún le sobraba frialdad de espíritu para identificar la irritación que le causó lo de me lo monto de chófer, absolutamente inadecuado a la ocasión por su patente vulgaridad, lo llevo a donde quiera, podía haber dicho María Sara, pero probablemente no se le ocurrió, o creyó que debía evitar la ambigüedad de una frase semejante, Lo llevo a donde quiera, lo llevo a donde yo quiera, bien es verdad que el estilo elevado suele fallar cuando más lo precisamos. Raimundo Silva consiguió soltarse de la puerta y permanecer firme, observación que parecería de dudoso gusto si no fuese expresión de una ironía amigable mientras esperamos que responda, Gracias, pero no quiero desviarla de su camino, ahora bien, aquí sí que viene muy a propósito decir que el soneto está sufriendo con la enmienda y que al desastrado corrector sólo le quedaría morderse la lengua si el tardío sacrificio le valiera de algo, por suerte no lo percibió María Sara, o fingió no percibirlo, por la duplicidad maliciosa de la frase, al menos no le temblaba la voz cuando dijo, Vengo en seguida, siéntese, y él hace lo que puede para que no le tiemble la suya al responder, No vale la pena, me gusta estar de pie, por las palabras que antes dijo parecía que recusaba el ofrecimiento, vemos ahora que aceptó. Ella sale, volverá antes de que pasen los cinco minutos, entretanto se espera que recobren ambos el ritmo de la respiración, el sentido de la valoración de las distancias, la regularidad del pulso, lo que no será pequeña proeza después de tan peligrosa esgrima. Raimundo Silva mira la rosa, no son sólo las personas quienes no saben para qué nacen.
Un día, tal vez por efecto de una luz que hará recordar ésta, límpida y fría tarde que va cayendo, se dirá, Recuerdas, primero el silencio en el coche, las palabras difíciles, la mirada tensa y expectante, las protestas y las insistencias, Déjeme en la Baixa, por favor, tomaré un tranvía, De ninguna manera, lo llevo a casa, no me cuesta nada, Pero se sale de su camino, Yo no, el coche, No es cómodo subir al lugar donde vivo, Al pie del castillo, Sabe dónde vivo, En la Rua do Milagre de Santo António, lo he visto en su ficha, después un cierto y todavía vacilante desahogo, cuerpo y espíritu medio distendidos, pero las palabras cautelosas, hasta el momento en que María Sara dijo, Pensar que estamos en lo que fue ciudad mora, y Raimundo Silva, fingiendo que no percibía la intención, Sí, estamos, e intentando cambiar de conversación, pero ella, A veces me pongo a pensar cómo sería aquello, la gente, las casas, la vida, y él callado, obstinadamente callado ahora, sintiendo que la detestaba, como se detesta a un invasor, llegó al punto de decir, Me bajo aquí, estoy cerca, pero ella no paró ni respondió, y el resto del camino lo hicieron en silencio. Cuando el coche se detuvo en la puerta, Raimundo Silva, aunque sin tener la seguridad de que eso fuera un acto de buena educación, creyó que debía invitarla a subir y se arrepintió de inmediato, es una falta de delicadeza, pensó, y no debo olvidar que soy su subordinado, fue entonces cuando ella dijo, Otro día, hoy es tarde. Sobre esta frase histórica se hará extenso debate, porque Raimundo Silva es capaz de jurar que las palabras entonces dichas fueron otras, y no menos históricas. Aún no ha llegado el momento.
En estos últimos días, por pesado que tuviera el sueño el almuédano, sin duda se habría despertado, si es que logró dormirse, el rumor de una ciudad entera viviendo en estado de alerta, con gente armada subiendo a torres y adarves, mientras el pueblo menudo no se calla, en juntamientos de calles y mercados, preguntando si ya vienen los francos y los gallegos. Temen por sus vidas y haberes, claro está, pero los más afligidos son aquellos que tuvieron que abandonar las casas en que vivían, del lado de fuera de la cerca, todavía defendidas por la tropa, pero donde inevitablemente se van a trabar las primeras batallas, si ésa es la voluntad de Alá, loado sea, y, aunque venza Lisboa a los invasores, del próspero y desahogado arrabal no van a quedar más que ruinas. En lo alto del alminar de la mezquita mayor, como todos los días, el almuédano lanzó su grito estrídulo, sabiendo que ya no despertará a nadie, como mucho estarán durmiendo los niños inocentes, y, contra costumbre, cuando todavía flota en el aire el último eco de la llamada a la oración, comienza a oírse el murmullo de la ciudad rezando, en verdad mal tenía que salir del sueño quien en el sueño no acababa de entrar. La mañana tiene la hermosura de julio, de fina y suave brisa, y, si la experiencia no engaña, vamos a tener un día de calor. Terminada la oración, el almuédano se dispone a bajar cuando de súbito le llega desde abajo un alarido tan desordenado y asombroso que el ciego, asustado, cree por un momento que se desmorona la torre, en otro que están ya los malditos cristianos dando asalto a las murallas, para percibir al fin que son de júbilo los gritos que de todas partes irrumpen y hacen sobre la ciudad un como resplandor, ahora puede él decir que ya conoce lo que es la luz, si ella tiene en los ojos de quien ve el efecto que en sus oídos están causando estos alegres sonidos. Pero cuál es el motivo. Tal vez Alá, movido por las preces ardientes del pueblo, haya enviado a sus ángeles del sepulcro, Munkar y Nakir, a exterminar a los cristianos, tal vez haya hecho caer sobre el ejército de los cruzados el inextinguible fuego celestial, tal vez, de terrestre humanidad, el rey de Évora, avisado de los peligros que amenazan a sus hermanos de Lisboa, haya mandado mensajero con recado, Aguanten ahí a los malvados, que mi tropa de alentejanos está ya en camino, lo decimos así por venir esa gente alén del Tajo, quedando demostrado, de camino, que ya había alentejanos antes de que hubiera portugueses. Con riesgo de moler sus frágiles huesos contra los peldaños, el almuédano desciende a toda prisa la ceñida espiral, y cuando llega abajo lo derriba el vértigo, es un pobre viejo que otra vez parece querer meterse tierra adentro, ilusión nuestra nacida de ejemplos pasados, ahora se ve que todo el esfuerzo que hace es para levantarse, mientras pregunta a la oscuridad que le rodea, Qué ha pasado, díganme qué ha pasado. En el instante siguiente hay ya brazos ayudándole a alzarse, y una voz fuerte y joven casi grita, Se van los cruzados, los cruzados están retirándose. De fe y conmoción cayó allí de hinojos el almuédano, pero cada cosa a su tiempo, Alá no se escandalizará si tardan un poco más los agradecimientos que le son debidos, primero ha de difundirse la alegría. El buen samaritano levantó al viejo a pulso, lo puso definitivamente en pie, le compuso el turbante, descolocado con la agitación del descenso y la caída, y le dijo, Deja eso ahora, vamos a la muralla a ver cómo se desbandan los infieles, ahora bien, estas palabras, no siendo como son de consciente maldad, sólo se explican porque la ceguera del almuédano de gota serena, repárese, nos está mirando, es decir, tiene los ojos clavados en nuestra dirección y no puede vernos, qué tristeza, cuesta creer que tanta transparencia y limpidez sean, al fin, la piel de la opacidad absoluta. El almuédano levantó las manos y se tocó con ellas los ojos, Pero yo no veo, en este instante el hombre lo reconoce, Ah, eres el almuédano, y hace un movimiento como para alejarse, que enmienda de inmediato, No importa, ven conmigo a la muralla, yo te contaré lo que pasa, a hermosas actitudes como éstas solemos llamar nosotros caridad cristiana, lo que una vez más viene a demostrar hasta qué punto las palabras andan ideológicamente desorientadas.
El hombre abrió camino entre la gente que se apretaba para subir por una estalera que llevaba al adarve, Den paso al almuédano, den paso, hermanos, pedía, y la gente se apartaba y sonreía de puro amor fraterno, pero para que no todo sean rosas, o porque no son rosas todo, hubo allí un desconfiado que estropeó la buena obra, cierto es que no tuvo valor para mostrar la cara, pero soltó desde las filas de atrás, Mira qué vivo, lo que quiere es colarse, y el almuédano, consciente como estaba de que así no era, dijo hablando en dirección a la voz, Que Alá te castigue por tu maldad, y Alá debió de tomar buena nota del encargo, pues el calumniador será el primero que muera en el cerco de Lisboa, antes incluso que cualquier cristiano, lo que dice mucho de las iras del Altísimo. Arriba llegaron, pues, el viejo y su protector, y por el mismo método de aviso y petición, buenamente acogido sin excepciones, pudieron tomar lugar en camarote de primera, con vista abierta al estuario, el amplio río, el mar inmenso, pero no fue esta grandeza lo que hizo al hombre exclamar, Oh, qué maravilla, sí lo que dijo inmediatamente, Almuédano, sería capaz de darte mis ojos para que pudieras ver lo que yo veo, la armada de los cruzados navegando río abajo, el agua lisa y brillante como sólo ella puede ser, y toda azul, del color del cielo que la cubre, los remos suben y bajan acompasadamente, parecen las barcas un bando de aves que va bebiendo mientras vuela raso, doscientas aves de arribada que tienen nombre de galeras, fustas, galeotas y no sé qué más, que soy hombre de tierra, no de mar, y cómo van de rápidas, las llevan los remos y la marea, por ella madrugaron y ya parten, ahora los de delante deben de haber sentido el viento, están izando las velas, ah, qué otra maravilla serían si fuesen blancas, este día es de fiesta, almuédano, además, en la otra margen, están nuestros hermanos de Almada haciendo gestos, tan alegres como nosotros, salvados también por la voluntad de Alá, Él, el Más Alto, el Misericordioso, el Increado, el Viviente, el Confortador, el Clemente, por la gracia de Quien nos hemos libertado de la amenaza pavorosa de esos perros que están saliendo de la barra, cruzados son y atravesados sean, con ellos pueda morir y caer en el olvido la belleza de su salida, y que Malik, guardián del infierno, los tenga para siempre y castigue. Aplaudieron los circunstantes la maldición final, todos menos el almuédano, no por estar en desacuerdo, sino porque había cumplido antes su parte de vigilante moral cuando pidió el castigo del desconfiado y atrevido, mal parecía de hecho que reincidiese en soltar maldiciones quien tiene por oficio llamar a la oración a la comunidad de los hermanos, es que punir por una vez al día ya es de sobras para un simple ser humano, y el propio Dios no sabemos si va a aguantar tamaña responsabilidad eternamente. Por esa razón se quedó el almuédano callado, pero también por otra, que venía de ser ciego y por tanto no saber si había motivos para una alegría completa, Se han ido todos, preguntó, tras una pausa que fue tiempo para asegurarse, el compañero respondió, Los barcos sí, Explícate mejor, qué más hay que barcos, Es que están allá, a orillas del estero, y van ahora andando hacia el campo del gallego, unos cien que desembarcaron, llevan consigo armas y bagajes, desde aquí no es fácil contarlos, pero no serán más de cien. Dijo el almuédano, Si se quedaron ésos, o desistieron de ir a la cruzada, sin más, y cambiaron sus tierras por ésta, o habiendo cerco y batalla estarán con Ibn Arrinque cuando él venga contra nosotros, Crees tú, almuédano, que con tan poca gente suya y ésta casi ninguna que se le junta, Ibn Arrinque, maldito sea él y cuanto genere su sangre, pondrá cerco a Lisboa, Lo intentó una vez con los cruzados y falló, ahora querrá demostrar que no los necesitaba, sirviendo éstos de testigos, Dicen los espías que el gallego no tiene más que unos doce mil soldados, no llegan para rodear la ciudad y apretar el cerco, Tal vez no, si a nosotros no nos aprieta el hambre, Ves negro el futuro, almuédano, Veo, soy ciego. En este momento, otro hombre que allí estaba con ellos extendió el brazo, apuntó, Hay agitación en el campo cristiano, los gallegos se van, Parece que te has equivocado, dijo el compañero del almuédano, Sabré que me equivoqué cuando me digas que no se ve ni un solo bulto de soldado cristiano en toda la redondez de la tierra que te rodea, Me quedaré aquí vigilando e iré luego a la mezquita a decírtelo, Eres un buen musulmán, que Alá te dé en esta vida y en la eterna el premio que perfectamente mereces. Digamos nosotros ya, anticipando, que una vez más Alá tomó buena cuenta del voto del almuédano, pues, en lo que a esta vida toca, sabemos que éste a quien impropiamente llamamos Buen Samaritano será el penúltimo moro que muera en el cerco, y sobre la vida eterna no tenemos más que esperar que alguien mejor informado nos diga, llegado el tiempo, qué premio fue el tal y para qué. Por nuestra parte, aprovechamos la ocasión para mostrar que no estamos de menos en ejercicios de bondad, de caridad y de fraternidad, ahora que el almuédano preguntó, Quién me ayuda a bajar la escalera.
También el corrector Raimundo Silva va a precisar que le ayuden a explicar cómo, habiendo escrito que los cruzados no se quedaron para el cerco, aparecen ahora desembarcando unas tantas personas, un centenar más o menos si creemos el cálculo de los moros, hecho de lejos y a ojo. Cierto es que tal cosa no es completa novedad para nosotros, pues ya sabíamos, desde el feo lance en que Guillén de la Larga Espada abruptamente le habló al rey, que unos cuantos hidalgos extranjeros allí mismo habían declarado que podíamos contar con ellos, pero ni los dichos dieron entonces motivo de su decisión ni Don Afonso Henriques manifestó ganas de saberlo, por lo menos no las mostró públicamente, y si en privado le informaron, en privado quedó todo, no hay registro, ni tampoco interesaría a la trama de estos casos. Sea como fuere, lo que Raimundo Silva no puede es continuar en la suya, es decir, que ningún cruzado había querido hacer negocio con el rey, porque ahí está la Historia Acreditada diciéndonos que, dejando aparte alguna no conocida excepción, aquellos señores prosperaron mucho en tierra portuguesa, basta recordar, para que no se piense que hablamos en vano y también para que no sufra desmentido el refrán No dar punto sin nudo, que a Don Alardo, francés, le dio nuestro buen rey Vila Verde, y a Don Jordán, francés como él, la de Lourinha, y a los hermanos La Corni, que con el tiempo cambiaron su nombre por Correia, les tocó Atouguia, donde sí hay alguna confusión es en Azambuja, que no se sabe si fue dada entonces a Gil de Rolim o más tarde a un hijo suyo del mismo nombre, en este caso no se trata de un fallo de registro, sino de imprecisión en el que existe. Ahora bien, para que esta y otra gente pudiera cobrar sus prebendas, era necesario empezar por hacerla desembarcar, y ahí la tenemos, dispuesta a merecerlas con las armas, quedando de este modo más o menos conciliado el terminante No del corrector con el Sí, o el Quizá, o el Aun así, de que se hizo la historia patria. Se dirá que todos aquellos juntos y otros no mencionados apenas darán la media docena, y que se pueden contar por muchos más estos que vienen andando hacia el campamento, siendo por tanto natural curiosidad querer saber quiénes sean ellos y si también recibieron tierras y señoríos al cabo de sus trabajos. Reparo es éste que no cabe y que debería ser simplemente despreciado, pero es señal de buena formación moral ser tolerante con la ignorancia sin culpa, y paciente con la temeridad, por eso esclarecemos que lo más común de este personal, aparte de algunos hombres de armas a sueldo de los señores, son criados que vinieron de mandado para las operaciones de carga y descarga y para lo demás que se requiera, constando aún, en papel de concubinas o barraganas adscritas a los servicios particulares de tres hidalgos, otras tantas mujeres, una de ellas de origen, las restantes cogidas en desembarcas de refresco y aguada, que, verdad sea dicha, mejor fruta que ésta no se descubrió hasta hoy ni consta que crezca en los mundos desconocidos.
Raimundo Silva posó el bolígrafo, se frotó los dedos marcados por las aristas, después, con un movimiento lento, de cansancio, se recostó en la silla. Está en el cuarto donde duerme, sentado a una mesa pequeña que colocó al lado de la ventana, de manera que mirando a su izquierda puede ver los tejados del barrio y también, a trechos, entre los tejados, el río. Decidió que para su trabajo de corrección de obra ajena continuará sirviéndose del despacho interior, pero esto que está escribiendo, venga o no a ser la historia del cerco de Lisboa, lo hará a las claras, con la luz natural cayendo sobre sus manos, sobre las hojas de papel, sobre las palabras que vayan naciendo y quedando, que no quedan todas las que nacen, a su vez haciendo ellas luz sobre el entendimiento de las cosas, hasta donde se puede, y a donde, a no ser por ellas, no se llega. Apuntó en un papel suelto el pensamiento, si tanto se le puede llamar, con la idea de venir a utilizarlo más tarde, si es preciso, en alguna reflexión sobre el misterio de la escritura, que culminará probablemente, siguiendo la lección definitiva del poeta, en la precisa y sobria declaración de que el misterio de la escritura está en que no hay en ella misterio alguno, verificación que, de ser aceptada, nos conduciría a la conclusión de que si no hay misterio en la escritura, no lo habrá tampoco en el escritor. Se divierte Raimundo Silva con este remedo de meditación profunda, su memoria de corrector está llena de versos y de prosa, son trozos, fragmentos, y también frases completas, con sentido, que se quedan en el recuerdo como células quietas y resplandecientes venidas de otros mundos, la sensación es la de estar emergido en el cosmos, aprehendiendo el perfecto significado de todo, sin misterio. Si Raimundo Silva pudiera alinear, por orden cierto, todo cuanto su memoria contiene de palabras y frases sueltas, bastaría dictarlas, registrarlas en una grabadora, y tendría así, sin el penoso esfuerzo de escribir, la Historia del Cerco de Lisboa que aún está buscando, y, siendo otro el orden, otra sería la historia, otro el cerco, Lisboa otra, infinitamente.
Ya van los cruzados mar adentro, librándonos de la exigente e incómoda presencia de trece mil figurantes, pero la tarea de Raimundo Silva en poco se vio simplificada, pues tantos como aquéllos, por lo menos, son los portugueses, y muchísimos más que la suma de unos y otros son los moros de dentro de la ciudad, incluyendo los huidos de Santarem que aquí vinieron a parar, creyendo encontrar protección tras estas murallas, pobres de ellos, heridos y desgraciados. De qué manera ha de lidiar Raimundo Silva con toda esta gente, es la formal pregunta. Por su gusto, suponemos que tomaría a cada uno de ellos de por sí, estudiaría su vida, los precedentes y los consecuentes, los amores, las disputas, la maldad y la bondad que en ella hubo, y especialmente cuidaría mucho de los que van a morir en breve, pues no es de prever que en los tiempos más próximos surja otra oportunidad de dejar algún registro escrito de lo que fueron e hicieron. Tiene Raimundo Silva clara consciencia de que a tanto no pueden alcanzar sus limitados dones, en primer lugar porque no es Dios, y aunque lo fuese, sí incluso el otro, a pesar de la fama, no consiguió nada que se pareciera a este propósito, en segundo lugar porque no es historiador, categoría humana que más se acerca a la divinidad en el modo de mirar, y en tercer lugar, inicial confesión, porque la creación literaria nunca se le dio bien, debilidad ésta que obviamente dificultará un convincente manejo de la fabulación inventiva de la que todos, más o menos, participamos. Del lado de los moros, lo máximo conseguido hasta ahora es un almuédano que aparece de vez en cuando y que se encuentra en la menos satisfactoria situación posible, pues siendo algo más que un figurante, no lo es bastante para convertirse en personaje. Del lado de los portugueses, quitando al rey, al arzobispo, al obispo y a un puñado de hidalgos conocidos, y éstos interviniendo sólo como portadores de un nombre, lo que hay de patente y de indiscernible es una enorme confusión de caras que no se sabe a quién pertenecen, trece mil hombres que hablan sabe Dios cómo y qué, teniendo sentimientos, quién lo duda, los expresan de manera tan distinta a nuestra comprensión que más cerca estarán ellos de sus enemigos moros que de nosotros, que tenemos título y bandera de descendientes.
Raimundo Silva se levanta y abre la ventana. Desde aquí, y si las informaciones de la Historia del Cerco de Lisboa de que fue corrector no engañan, puede ver el lugar donde acamparon los ingleses, los aquitanos y los bretones, más allá de la cuesta de la Trindade hacia el lado sur y hasta el barranco de la Calçada de S. Francisco, metro más, metro menos, allí está la iglesia de los Mártires, que no deja mentir. Ahora, en la Nueva Historia, es el campamento de los portugueses, todos juntos de momento, a la espera de lo que el rey decida, si nos quedamos, si nos vamos, a ver qué pasa. Entre la ciudad y el campamento de los lusitanos, para llamarles como ellos aún no se llamaban a sí mismos, vemos el amplio estuario, tan extenso, tierra adentro, que para darle la vuelta a pie enjuto sería preciso pasar, en su brazo oriental, por donde empieza la Rua da Palma, y, en el brazo occidental, por alturas de la Rua das Pretas, una buena caminata a través de campos que aún ayer eran tratados con mimo y ahora, aparte de saqueados de todo cuanto se pudiera comer, se ven pisados y quemados como si la caballería del Apocalipsis hubiera pasado por allí con sus cascos de fuego. Había declarado el moro que el campamento portugués se estaba moviendo, y así era, pero poco después volverán a estar quedos, que quiso Don Afonso Henriques recibir con todo su ejército a los señores cruzados que se aproximaban, al frente de la menguada tropa desembarcada, así honrándolos especialmente, y tanto más cuanto que mucho lo enfadara la partida de los otros. Conociendo nosotros ya lo suficiente de estos encuentros y asambleas de gente granada en sangre y en poder, es tiempo de ver quién más está, qué soldados son éstos, nuestros, dispersos entre el Carmo y la Trindade, esperando órdenes, sin el refrigerio de un cigarro, están por ahí sentados o parados de pie o paseando entre amigos, a la sombra de los olivos, que con el buen tiempo que ha hecho son pocas las tiendas armadas, y la mayoría del personal ha dormido al relente, con la cabeza sobre el escudo, sintiendo, por algún tiempo, de noche, el calor de la tierra, y después calentándola a ella con su propio cuerpo, hasta el día en que acaben juntándose un frío y otro frío, que sea tarde. Fuerte motivo tenemos para andar mirando a estos hombres, toscamente armados, en comparación con los arsenales modernos de Bond, Rambo and Company, y éste es el motivo, encontrar por aquí a alguien que pueda servirle de personaje a Raimundo Silva, pues éste, tímido por naturaleza o talante, contrario a multitudes, se quedó en su ventana de la Rua do Milagre de Santo António sin atreverse a bajar a la calle, y muy mal hizo, si no era capaz de venir solo que pidiese compañía a la doctora María Sara, que ya hemos visto que es mujer de decisiones resolutas, o si no, tal vez más romántica e interesante señal de soledad, sino de ceguera, que trajera consigo al perro de las Escadinhas de S. Crispim, qué bonito cuadro sería una barquita de remos atravesando el manso estuario, en el agua de nadie, y un corrector remando, mientras el perro, sentado a popa, viene bebiendo los aires y, en los intervalos, mordiendo tan discretamente cuanto puede las pulgas que le clavan aguijones en sus partes más sensibles. Dejemos pues tranquilo a este hombre aún no del todo preparado para ver, él que de rever ha hecho profesión, y que sólo ocasionalmente, por pasajero disturbio psicológico, se fija, y busquémosle alguien que, no tanto por méritos propios, por otra parte siempre discutibles, como por una especie de predestinación adecuada, pueda tomar su lugar en el relato naturalmente, tan naturalmente que después venga a decirse, como se dice de una evidencia de coincidentes, que nacieron el uno para el otro. Sin embargo, no es fácil. Una cosa es tomar a un hombre y llevarlo a una multitud, como en otros casos se vio, y otra es buscar en la multitud a un hombre, y, con sólo verlo, decir, Es éste. Casi no hay viejos en el campamento, estamos en un tiempo en que se muere pronto y mucho, sin contar que para la guerra les pesarían las piernas y les flaquearían los brazos, no todos pueden aguantar tanto como Gonzalo Mendes de Maia, el Lidiador, que, teniendo ahora setenta años, parece estar en la flor de la edad, y a los noventa aún andará a mandobles en campaña contra el rey de Tánger, muriendo finalmente. Vamos buscando y oyendo, qué extraña lengua habla nuestra gente, es una dificultad añadida a todas, que tan difícilmente los entendemos a ellos como ellos a nosotros, pese a pertenecer todos a la misma portuguesa patria, en definitiva, eso que modernamente llamamos conflicto generacional quizá no sea más que una cuestión de diferencias de lenguaje, es un suponer. Está aquí un corro de hombres sentados en el suelo, bajo un frondoso olivo que, por lo retorcido del tronco y general vetustez del aspecto, debe al menos de doblar en años al Lidiador, y si él hiere y mata, éste se contenta con producir aceite, cada uno es para lo que nace, dicen, pero este dictado se inventó para los olivos, no para los hombres. Éstos de aquí, por ahora, no hacen más que escuchar a otro, joven alto de barba corta, de pelo negro. Algunos ponen cara de quien ya ha oído la historia mil veces, pero sin hastío, son soldados que estuvieron en Santarem cuando lo de la célebre toma, los otros, por la atención que prestan al relato, se ve en seguida que pertenecen a la incorporación reciente, vinieron uniéndose al ejército por el camino, con paga por tres meses como los demás, de sueldo se hace soldada y de soldada soldado, y, mientras no empieza la guerra, entretienen la sed de gloria propia con las hazañas de la gloria ajena. A este hombre habrá que reconocerle un nombre, que lo tiene, sin duda, como cualquiera de nosotros, pero el problema está en que tendremos que escoger entre el que él supone que es suyo, Mogueime, y el que le darán más tarde, Moigema será, no se piense que tales equívocos ocurrían sólo en las antiguas y bárbaras edades, de alguien de este siglo supimos que pasó treinta años diciendo llamarse Diego Luciano, hasta el día en que, precisando sacar papeles, descubrió que en definitiva no pasaba de Diocleciano, y no cambió con el cambio de nombre, pese a ser de emperador. Esta cuestión de los nombres no se debe tomar como insignificante, Raimundo no podría ser José, María Sara no querría ser Carlota, y Mogueime no merece que le llamemos Moigema. Y dado que podremos ahora aproximarnos, sentémonos en el suelo, y oigamos.
Dice Mogueime, Fue por la callada de la noche, estuvimos a la espera hasta la madrugada, en un valle encubierto y escondido, tan cerca de la villa que oíamos gritar a los centinelas en el muro, teníamos tomadas en los brazos las riendas con cuidado para que no relincharan los caballos, y cuando vino el cuarto de la luna, que los capitanes entendieron que estaban los vigías medio dormidos, nos fuimos todos de allí, quedaron los pajes en la vaguada, con las bestias, y por el sendero conseguimos llegar a la fuente de Atamarma, que este nombre le dieron por ser dulces sus aguas, y yendo más allá nos acercamos al muro, pero pasaba entonces por él la ronda, y tuvimos a la fuerza que esperar otra vez, callados callados en un campo de trigo, y cuando le pareció bien a Mem Ramires, que era el que mandaba en aquellos que estaban conmigo, empezamos a subir a toda prisa la ladera, la intención era prender en el muro una escala alzándola en una lanza, pero quiso la mala fortuna, o el Maligno para entorpecer la obra, que resbalase con grande estruendo yendo a caer en el tejado de un ollero, con aflicción mucha de todos, si los vigías despertaban había peligro de perder la empresa, nos encogimos cosidos a la sombra del muro, y luego, como no daban los moros señal, me llamó Mem Ramires por ser el más alto y me mandó que subiese a sus hombros, y yo prendí la escalera arriba, después subió él, y yo con él, y otro conmigo, y cuando esperábamos a que subieran los demás, despertaron los vigías y uno de ellos preguntó, Menfu, que quiere decir, Quién anda ahí, y Mem Ramires, que habla el arábigo como si fuera moro, dijo que éramos de la ronda y que habíamos vuelto atrás por unas órdenes, y habiendo el moro bajado de la torre, le cortó la cabeza, que lanzamos fuera, quedando así seguros los nuestros de que habíamos entrado en la plaza, pero el otro vigía descubrió quiénes éramos y empezó a gritar grandes voces, Anauchara, Anauchara, que en la lengua de ellos quiere decir, Celada de cristianos, pero entonces éramos ya diez sobre el muro, ahí empezó la ronda a correr y comenzaron las cuchilladas de una parte y de otra, gritaba Mem Ramires llamando en su ayuda a Santiago, patrón de España, y el rey Don Afonso,que estaba fuera, respondía con altas voces diciendo, Santiago y Santa María Virgen, acudidnos, y decía también, Matadlos a todos, que no escape uno, en fin, las consignas de costumbre, entretanto por otra parte subieron veinticinco de los nuestros, y se fueron a las puertas trabajando de abrirlas, pero sólo lo pudieron conseguir después que desde fuera les lanzaron un macho de hierro con el que rompieron embudos y cerraduras, y entró entonces el rey con los suyos e, hincado de hinojos en el suelo, en medio de la puerta, empezó a dar gracias a Dios, pero pronto se levantó porque venían los moros corriendo a defender la entrada, pero ya les había llegado la hora de la muerte, que los nuestros avanzando en rodillo los mataron, y con ellos a muchas mujeres y niños, y gran multitud de ganados, y fue tanta la sangre que corría por las calles como un río, y de esta guisa se ganó Santarem, a cuya toma fui, y otros que aquí están conmigo. Algunos de los nombrados asintieron con la cabeza confirmando, sin duda tendrían sus propios hechos que contar, pero siendo de esos a quienes las palabras faltan siempre, primero por no ser en número bastante, segundo porque no acuden cuando se les pide, se quedaron como estaban, callados en el corro, oyendo a aquel más locuaz y hábil en el iniciado arte de hablar portugués, perdonen la exageración, que tendríamos la más avanzada lengua del mundo si hace ocho siglos y medio un simple militar sin graduación pudiera ya construir discurso tan claro, donde ni las felicidades narrativas faltan, la alternancia de lo breve y lo largo, el corte súbito, la mudanza de plano, la suspensión, hasta la ironía levemente irrespetuosa de hacer que el rey se yerga de su oración de gracias, no fuera el caso de que llegase el alfanje antes del amén, o, para recurrir por milésima vez al inagotable tesoro de la sabiduría popular, fíate de la Virgen y no corras, verás lo que acontece, que se supone que no iba a ser cosa buena. Uno de los reclutas, sin más experiencia de guerra que ver pasar la tropa, pero dotado de perspicacia y buen sentido, entendiendo que ninguno de los de la vieja guardia quería tomar la palabra, dijo lo que sin duda todos estaban pensando, Pues para mí que Lisboa va a ser un hueso más duro de roer, interesante metáfora que hizo regresar al relato al perro y a los perros, pues serán precisos muchos y muchísimos para conseguir meter el diente en los altos y alentados muros que desde allá nos desafían, y donde están albeando albornoces y relampagueando armas. El aviso ennegreció de agüeros los ánimos de los compañeros, en esto de las guerras nunca se sabe quién va a morir, y realmente hay suertes que acontecen una vez y nunca más, muy locos estarían los moros de Lisboa si se acostaran a dormir cuando la hora fatal está llegando, apostemos a que esta vez no va a ser preciso que ningún centinela grite, Menfu, porque demasiado saben ellos quiénes están ahí y qué quieren. Menos mal que en este momento melancólico estaban presentes dos pajes de los que se quedaron a guardar los caballos en aquel escondido y encubierto valle de Santarem, y empezaron a holgar, con grandes risotadas, recordando lo que habían hecho ellos y los otros a unas cuantas moras fugitivas de la ciudad que el destino encaminó hacia esta parte, negro destino, que después de tomadas por fuerza una y muchas veces, las mataron sin duelo, como a infieles que eran. Disintió Mogueime usando de su autoridad de combatiente de primera línea, dijo que estaba bien, en el acceso de la batalla, matar sin mirar a quién, pero no así, después de haber disfrutado de los cuerpos de ellas, que de cristianos sería el haberlas dejado ir, declaración ésta, humanitaria, que los pajes contestaron argumentando que siempre las deberemos matar, jodidas o no, para que no puedan generar más moros perversos y rabiosos. Parecía que no iba a saber Mogueime dar respuesta a tan radical razón, pero de un repliegue oculto del entendimiento sacó unas pocas palabras que dejaron a los pajes sin habla, Pues quizá habéis matado en ellas a hijos de cristianos, y fue el caso que a éstos les faltaron también las palabras, pues bien podían haber respondido que hijo de cristiano sólo lo es si de cristiana también lo fuera, lo que debió enmudecerlos fue una súbita conciencia de su importancia de apóstoles, si donde quiera que dejen simiente dejan señal de cristiandad. Un clérigo que por azar pasase por allí, un capellán castrense, podría aclarar definitivamente el tema dejando limpias de dudas las almas y fortalecidas las razones y la fe, pero la gente de religión está toda con el rey, esperando a los hidalgos extranjeros, ahora deben de haber llegado, muestra de eso dieron las aclamaciones, cada uno hace la fiesta que puede, dentro de lo debido, en este caso tanto por tan poco.
A Raimundo Silva, que le importa sobre todo defender, lo mejor que sepa, la heterodoxa tesis de que los cruzados se negaron a ayudar en la conquista de Lisboa, tanto le da un personaje como otro, aunque, claro está, siendo persona de impulsos, no puede evitar aquellos movimientos de simpatía o repulsa instantáneos, por así decir periféricos al núcleo de las cuestiones, que no pocas veces acaban haciendo depender de acríticas preferencias o antipatías personales lo que debería decidirse conforme a los datos de la razón y, en este caso, de la historia. Del joven Mogueime le atrajo la desenvoltura, si no el brillo con que relató el episodio del asalto a Santarem, pero, más que las bondades literarias, aquel su humanitario impulso, demostrativo de un alma bien formada, o naturalmente relapsa a las influencias negativas del medio, que le llevó a apiadarse de las infelices moras, y no porque no le agraden las hijas de Eva, aunque degeneradas, si estuviera él en el valle en vez de andar a cuchilladas con sus maridos, refocilaría la carne tanto y tan regaladamente como hicieran los otros, sin embargo, lo de cortarles el cuello que un minuto antes había besado y mordido de placer, eso no. Acepta Raimundo Silva a Mogueime como personaje, pero considera que algunos puntos han de ser previamente esclarecidos para que no queden malentendidos que puedan perjudicar, más tarde, cuando ya los lazos del afecto inevitable que unen al autor a sus mundos se hayan hecho inquebrantables, perjudicar, decíamos, la plena asunción de causas y efectos que han de apretar ese nudo con la doble fuerza de la necesidad y de la fatalidad. Es preciso, efectivamente, saber quién miente aquí y quién dice la verdad, y no estamos pensando en la cuestión de los nombres, si es Mogueime o Moqueime, como tampoco falta quien le llame, o Moigema, como está dicho, cierto es que los nombres son importantes, pero sólo llegan a serlo después de conocerlos, antes de eso una persona no es sino una persona, y basta, la miramos, está allí, podemos reconocerla en otro lugar, la conozco, decimos, y basta. Y si, en fin, acabamos sabiendo cómo se llama, lo más seguro es que del nombre conjunto nos limitemos a escoger o recibir, como más precisa identificación, sólo una parte de él, lo que prueba que, siendo el nombre importante, no todo él tiene la misma importancia, que Einstein se llamara Alberto nos es relativamente indiferente, como tampoco nos pesa no saber qué otros nombres tenía Homero. Lo que sí querría Raimundo Silva averiguar es si las aguas de las fuentes de Atamarma eran realmente dulces, como afirmó Mogueime, anunciando la lección futura de la Crónica dos Cinco Reis de Portugal, o si, por el contrario, eran amargas, como expresamente declara el otras veces citado Fray António Brandão en su estimada Crónica de Don Afonso Henriques, el cual llega al extremo de decir que por ser aguas amargosas es por lo que a la fuente la llamaban de la Atamarma, lo que puesto en vernáculo inteligible equivale a decir, rigurosamente, Fuente de las Aguas Amargas. Aunque no sea una cuestión especialmente importante, se dio Raimundo Silva el trabajo de reflexionar lo suficiente para concluir que, lógicamente, aunque sepamos que no siempre la realidad sigue el recto camino de la lógica, no tendría sentido, siendo las aguas de la tierra en general dulces, pretender distinguir una fuente por aquello que pertenece al común de ellas, motivo por el que tampoco se llamaría fuente del culantrillo a una que estuviera rodeada de helechos, pensó entonces, hasta posterior verificación de otras fuentes, históricas y documentales, que serían amargas las aguas de la Atamarma, y, continuando sus pensamientos, que un día deberá ir a saberlo de manera práctica, es decir bebiéndolas, con lo que llegará, experimental y probablemente, a la conclusión, al fin definitiva, de que son salobres, satisfaciendo así a la gente toda, una vez que salobre se puede decir que está a medio camino entre lo dulce y lo amargo.
Sin embargo, de nombres y paladares no cuida Raimundo Silva tanto como parece, a pesar de la extensión y demora de estos debates más próximos, quizá sólo demostrativos de tal pensamiento oblicuo que la doctora María Sara creyó reconocer en él, conociéndolo todavía tan poco. Lo que realmente preocupa al corrector, ahora que ya ha aceptado a Mogueime como personaje, es encontrarlo en contradicción, si no en flagrante mentira, situación para lo que no puede haber otra alternativa que la verdad, pues aquí no ha quedado espacio para una nueva fuente de la Atamarma ofreciendo conciliadoramente unas aguas que no son ni sí ni no. Dijo Mogueime, y muy por lo claro lo explicó, que subió a los hombros de Mem Ramires para prender la escala en las almenas del moro, lo que, por otra parte, vendría a demostrar, por la vía del hecho histórico, lo que aún podíamos imaginar que eran aquellas edades, tan próximas a la de oro que de ella conservaban el brillo de ciertas acciones, en este caso haber dado un hidalgo de la corte de Don Afonso su precioso cuerpo para soporte, plinto y pedestal de los plebeyísimos pies de un soldado sin otros méritos aparentes que haber crecido más que los otros. Pero lo que Mogueime dijo, y, por otra parte, nos lo confirma Fray António Brandão, lo desmiente el texto más antiguo de la Crónica dos Cinco Reis, donde se escribe, sin quitar ni poner, que Don Mendo ouue gram dor em seu coração se por uentura se espantassê as vellas pello som e amergeosse e esteue quedo hû pouco amp; depois fez lançar curuo hû mancebo Mogueime e sobio açima com asina delrey e por cima delle fez lançar a escada ao muro, y queda la cosa muy límpida y clara, pese a las particularidades léxicas y ortográficas, lo que se lee es que Mogueime se curvó para que a su lomo se subiera Mem Ramires, y que por orden de éste lo hizo, no hay prestidigitaciones de interpretación ni casuísticas de lenguaje que admitan una lectura diferente. Raimundo Silva tiene ante él los dos textos, los compara, ninguna duda puede subsistir, Mogueime es indiscutiblemente mentiroso, tanto por lo que resulta de la lógica de las situaciones jerárquicas, él soldado, capitán el otro, cuanto por la autoridad particular de que se inviste, como texto anterior que es, la Crónica dos Cinco Reis. Las personas sólo interesadas en las grandes síntesis históricas tendrán estas cuestiones por irremediablemente ridículas, pero a lo que nosotros debemos atender es a Raimundo Silva, que tiene una tarea que cumplir y que de entrada se ve enfrentado con la dificultad de convivir con personaje tan dudoso, este Mogueime, Moqueime o Moigema, que, aparte de mostrar que no sabe exactamente quién es, por ventura anda maltratando la verdad que, como testigo presencial, sería deber suyo respetar y transmitir a los venideros, nosotros.
No obstante, dijo el otro, que tire la primera piedra quien se encuentre sin pecado. Realmente, es mucho más fácil acusar, Mogueime miente, Mogueime mintió, pero nosotros, aquí, mayormente instruidos en las mentiras y verdades de los últimos veinte siglos, con la psicología labrando las almas, y el mal traducido psicoanálisis, más el resto, para cuya simple enunciación se requerirían cincuenta páginas, no deberíamos marcar a fuego los defectos ajenos, si tan indulgentes solemos ser con los nuestros propios, la prueba es que no hay recuerdo de alguien que, severo y radical juzgador de los actos por sí cometidos, llevase su ánimo ejecutorio al extremo de apedrear su propio cuerpo. Por otra parte, regresando al pasaje evangélico, nos es lícito dudar de que el mundo estuviera en aquel tiempo tan empedernido de vicios que para salvarse necesitara del Hijo de un Dios, pues es el propio episodio de la adúltera el que está ahí demostrándonos que las cosas no iban tan mal allá en Palestina, ahora sí que están pésimas, véase cómo en aquel remoto día no fue lanzada ni una piedra más contra la infeliz mujer, bastó que profiriera Jesús las fatales palabras y de súbito se recogieron las manos agresoras, de esta manera declarando, confesando e incluso proclamando sus dueños que sí señor, que él tenía razón, que en pecado estaban. Ahora bien, una gente que fue capaz de reconocerse culpada públicamente, aunque de modo implícito, no estaría del todo perdida, sino que conservaba intacto en sí un principio de bondad, autorizándonos pues a concluir, con mínimo riesgo de error, que habrá habido quizá alguna precipitación en la venida del Salvador. Hoy, sí, habría valido la pena, pues no sólo los corruptos perseveran en el camino de su corrupción, sino que se va haciendo cada día más difícil encontrar razones para interrumpir una lapidación comenzada.
A primera vista, no parecerá que estas digresiones moralizantes tengan una relación suficiente con la resistencia que Raimundo Silva ha mostrado en aceptar a Mogueime como personaje, pero pronto se comprenderá la utilidad de ellas cuando recordemos que Raimundo Silva, suponiendo que esté libre de faltas mayores, tiene culpas habituales en otra, sin duda no menor, pero mundanalmente tolerada por mérito de su propia divulgación y accesibilidad, y que es el fingimiento. De sobras sabe él que no hay mayor diferencia entre mentir sobre quién subió sobre los hombros de quién, si yo a los de Mem Ramires o si Mem Ramires a los míos, y, sólo por dar un ejemplo, el acto banal de teñirse el pelo, todo es, al fin y al cabo, cuestión de vanidad, deseo de bien parecer, tanto en lo físico cuanto en lo moral, pudiendo incluso ya desde ahora, imaginarse un tiempo en que el comportamiento humano será todo él artificioso, postergándose, sin más contemplaciones, la sinceridad, la espontaneidad, la simplicidad, esas bonísimas y luminosas cualidades de carácter que tanto trabajo costaron definir e intentar practicar en las épocas ya distantes en que, aunque conscientes de haber inventado la mentira, todavía nos creíamos capaces de vivir la verdad.
Mediada la tarde, en una pausa, entre las dificultades del cerco y las futilidades de la novela, esa que la editorial espera, Raimundo Silva salió a la calle, a despejarse un poco. No pensaba más que en eso, en dar una vuelta, en distraerse, en ordenar ideas. Pero habiendo pasado ante la puerta de una florista, entró y compró una rosa. Blanca. Y ahora vuelve a casa, un poco avergonzado por llevar una flor en la mano.
Sin aviso ni advertencia, de saña, atacaron los aviones japoneses a la escuadra norteamericana que estaba remozando obras vivas en Pearl Harbour, y fue allí el destrozo que se sabe, regular en cuanto a pérdidas de gente, si comparamos con Hiroshima y Nagasaki, pero de consecuencias catastróficas en lo que toca a bienes materiales, acorazados, portaaviones, destructores y el resto, un perjuicio capaz de arrasar las finanzas, en total trece barcos enviados al fondo sin que alguna vez hubieran llegado a disparar un tiro en serio, quitando los de las maniobras. Fue una causa remota del naval desastre el haberse perdido, en una hora cualquiera de aquella noche de los tiempos que guarda los secretos, haberse perdido, decíamos, la costumbre caballeresca de mandar publicar las guerras con un aviso previo de tres días, para que al enemigo no le faltase tiempo de prepararse, o, prefiriéndolo, de ponerse a salvo, otrosí para que no cayese, sobre quien decidiera romper la tregua, la mancha infamante de desleal al honor militar. Tiempos aquellos que jamás volverán. Porque una cosa es atacar en silencio de la noche, sin tambores ni trompetas, pero habiendo antes mandado recado, otra sería, sin aviso ni advertencia, entrar con pisadas de gato y armas prestas hasta unos portones descuidadamente abiertos y meterse adentro a matar. Ya sabemos que nadie puede huir de su destino, y está muy claro que las mujeres y los niños de Santarem estaban marcados para morir aquella noche, ése era un punto en el que habían llegado a un acuerdo el Alá de los moros y el Dios de los cristianos, pero al menos no podrían quejarse los infelices de que no habían sido avisados, si se quedaron allí fue por su libre voluntad, que a la villa de Santarem mandó nuestro buen rey a Martim Moab y dos compañeros más para que publicasen la guerra a los moros de allí a tres días, por tanto no incurría Don Afonso Henriques en culpas mentales y reales cuando dijo, antes de la batalla, No perdonéis sexo ni edad, muera el niño en los brazos de su madre, y el viejo cargado de días, la doncella moza, la vieja decrépita, porque pensó, según el uso de la cautela prescrita en el código, que sólo lo estarían esperando a pie firme los guerreros moros, todos hombres y en el vigor de la edad.
Ahora bien, en este caso del que estamos ocupándonos, el cerco de Lisboa, cualquier aviso hubiera sido redundante, no sólo por, a buen decir, estar las paces rotas desde la toma de Santarem, como por ser evidentes y manifiestas las intenciones de quien juntó ejército tan numeroso en las colinas de más allá y si no puede añadirle unas cuantas divisiones más es por culpa de un error tipográfico agravado por sentimientos de despecho y de vanidad ofendida. No obstante, y aun así, hay que cumplir y respetar las formalidades, adaptándolas a cada caso, y por esto determinó el rey que fuesen a parlamentar con el gobernador de la ciudad Don João Peculiar y Don Pedro Pitães, acompañados de hidalguía bastante, con refuerzo de hombres de armas en proporción, tanto para el lucimiento como para la seguridad. Con vista a esquivar la sorpresa de una traición irreparable, no atravesaron el estero, pues no es necesario ser estratega como Napoleón o Clausewitz para darse cuenta de que, si a los moros les diese por echar mano a los emisarios y éstos quisieran huir, el estero allí estaría para cortar cualquier tentativa de retirada rápida, si es que las tropas de asalto moriscas, entretanto, en maniobra envolvente, no habían destruido ya las barcazas de desembarco. Dieron pues los nuestros la vuelta por donde fue dicho que la vuelta tenía que ser dada, siguiendo la Rua das Taipas abajo hasta el Salitre, después, con el susto natural de quien entra en campo enemigo, resbalando en el barro en dirección a la Rua das Pretas, luego subiendo y bajando, primero al Monte de Santa Ana, después por la Rua de S. Lázaro, pasando a vado el arroyo que viene de Almirante Reis, y otra vez fatigosamente trepando, qué idea ésta, venir a conquistar una ciudad toda ella en altos y bajos, por la Rua dos Carvaleiros y por la Calçada de Santo André, hasta las inmediaciones de la puerta hoy llamada de Martim Moniz, sin razón alguna. La caminata fue larga, peor con este calor, pese a la hora matinal en que salieron, las mulas tienen el pelo empapado en espuma, y los caballos, pocos, van en el mismo estado, si no peor, por cuanto les falta la resistencia de los híbridos, son bestias más delicadas. En cuanto a la infantería, aunque ya el sudor les chorrea, no se queja, pero si, mientras todos esperan que la puerta se abra, algún pensamiento entretiene a los de a pie, es que después de tal fatiga, a campo traviesa, no vaya a ser preciso pelear ni un poquito. Mogueime está aquí, le cayó en suerte ir en el destacamento, y delante, cerca del arzobispo, vemos también a Mem Ramires, es una coincidencia interesante que se hayan juntado en este histórico momento dos de los principales protagonistas del episodio de Santarem, ambos con igual influencia en el desenlace, por lo menos mientras no sea definitivamente averiguado a quién de ellos le tocó hacer de burro del otro. El personal que viene a este parlamento es todo de portugueses, no le pareció bien al rey servirse de extranjeros para refuerzo del ultimátum, aunque, dicho sea de paso, subsistan grandes dudas sobre si el arzobispo de Braga pertenecía, de hecho, a nuestra sangre lusitana, pero en fin, ya en esos antiguos tiempos había comenzado la fama que hemos mantenido hasta hoy de recibir bien a la gente de fuera distribuyéndoles cargos y prebendas, y este Don João Peculiar, por su parte, nos pagó multiplicado en servicios patrióticos. Y si, como también se dice, era realmente portugués, y de Coimbra, veámoslo como pionero de nuestra vocación migratoria, de la magnífica diáspora, pues toda su juventud la pasó en Francia, estudiando, debiendo notarse aquí una acentuada diferencia con relación a las tendencias recientes de nuestra emigración hacia aquel país, plutôt adscrita a trabajos sucios y pesados. Quien es indudablemente extranjero, pero contado aparte por venir en misión especial, ni parlamentario ni hombre de guerra, es aquel fraile de pelo apanochado y rostro pecoso, aquel a quien ahora mismo oímos que llaman Rogeiro, pero que realmente tiene por nombre Roger, lo que dejaría abierta la cuestión de si es inglés o normando, si no fuera ella despreciable para el asunto que nos ocupa. Avisado por el obispo de Oporto de que estuviera pronto a escribir, lo que significa que el tal Roger o Rogeiro vino como cronista, cosa que ahora se evidencia al sacar él de la alforja los materiales de escritura, sólo estiletes y tablillas, ya que con los meneos de la mula se derramaría la tinta y desparramaría la letra, todo esto, ya se sabe, son suposiciones de un narrador preocupado con la verosimilitud más que con la verdad, que tiene por inalcanzable. Este Rogeiro no conoce una palabra de arábigo ni de gallego, pero en este caso no será impedimento la ignorancia, pues todo el debate, vaya por donde vaya, se hará en latín, gracias a los intérpretes y a los traductores simultáneos. En latín hablará el arzobispo de Braga, para el arábigo traducirá uno de estos frailes que vinieron, si no se prefiere recurrir a Mem Ramires, representante del ejército ilustrado, que ya ha demostrado competencia más que suficiente, después responderá el moro en su lengua, que igualmente otro fraile transportará al latín, y así sucesivamente, lo que no sabemos es si habrá por aquí alguien encargado de pasar al gallego un resumen de cuanto se diga, para que se vayan enterando del debate los portugueses de una lengua sola. Lo cierto es que, con todas estas demoras, si los discursos les salen largos, vamos a pasar aquí el resto de la tarde.
Terrazas, almenas y caminos de ronda del alcázar están abarrotados de oscuros y barbados moros que hacen gestos de amenaza, aunque callados, ahorrando palabras, que tal vez los cristianos acaben por retirarse, como hicieron hace cinco años, y siendo así serían ofensas perdidas. Se abrieron de par en par las dos hojas de la puerta, reforzadas con clavos y trancas de hierro, y salieron por ellas unos cuantos moros a marcha lenta, uno de ellos, pasado de edad, podría ser el gobernador, título este que da para todo y en el caso usado a falta de certeza en cuanto al propio, exacto y preciso, al fin no mencionado por ser tan dudoso acertar entre los dos o tres posibles, aparte de que no se puede excluir la posibilidad que desde dentro hayan mandado a negociar, por ejemplo, a un alfaquí, a un cadí, a un emir, o incluso a un muftí, aunque la mayoría son funcionarios y hombres de guerra, en número rigurosamente igual al de los portugueses que están fuera, por eso habrán tardado tanto los moros en salir, primero fue preciso organizar el destacamento. En general, se imagina uno que las autoridades civiles, militares y religiosas de los antiguos tiempos estaban, todas ellas, dotadas de órganos vocales estentóreos, capaces de hacerse oír a grandes distancias, tanto así que en los relatos históricos cuando algún jefe tiene que arengar a las tropas o a otras multitudes, a nadie le extraña que sea oído sin dificultad por centenares y millares de oyentes rumorosos, muchas veces desasosegados, cuando bien sabemos el trabajo que hoy da instalar y afinar la electrónica para que lleguen al público de las últimas filas sin desfallecimientos acústicos, sin distorsiones y borrones de sonido que, evidentemente, afectarían los sentidos y alterarían los significados. Así pues, yendo contra la costumbre y convención, y con una infinita pena por tener que desmentir aplaudidísimas tradiciones de espectáculo y de históricas escenografías, somos obligados, por amor a la simple verdad, a declarar que los emisarios de un lado y del otro se encontraron a pocos pasos de distancia, y a ese fácil alcance hablaron, como única manera de hacerse oír, quedando los circunstantes, tanto los moros del castillo como los portugueses de la compaña, a la espera del desenlace del coloquio diplomático, o de lo que, durante él, vinieran los albriciareros a comunicar aprisa, unos fragmentos de frases, unos arrebatos retóricos, unas súbitas angustias, unas dudosas esperanzas. Así definitivamente quedaremos sabiendo que no resonaron sobre los valles los ecos del debate ni de monte en monte saltaron, los cielos no se conmovieron, no tembló la tierra, el río no se volvió atrás, y es que realmente a tanto no han podido llegar hasta hoy las palabras de los hombres, incluso siendo de guerra y amenaza como éstas, al contrario de lo que imaginábamos por ingenua confianza en las exageraciones de los épicos.
Dijo el arzobispo, y Rogeiro luego en modo abreviado y taquigráfico dejó registro, quedando para más tarde los embellecimientos oratorios con que brindará aquel su destinatario distante, Osberno llamado, dondequiera que esté y quienquiera que sea, aunque ya introduciendo redondeos de labra propia, fruto de la inspiración estimulada, Vinimos aquí para reconciliarnos, empezó el arzobispo, y continuó, pues hemos pensado que siendo todos, nosotros y vosotros, hijos de la misma naturaleza y de un mismo principio, mal parecería que prosiguiéramos en esta más que desagradable contienda, y así gustaríamos que creyeseis que no hemos venido acá para tomar la ciudad o despojaros de ella, por donde ya podéis ir empezando a apreciar la benignidad de los cristianos en general, que aun cuando exigen lo que es suyo, no roban lo ajeno, y si nos argumentáis que a eso mismo hemos venido, responderemos que sólo reivindicamos como de nuestro derecho la posesión de esta ciudad, y que si en vos existen ni que sean sólo vestigios de los principios de justicia natural, sin más ruegos, con vuestros bagajes, dinero y peculios, con vuestras mujeres e hijos, sin duda demandaréis la patria de los moros que sois y de donde malamente vinisteis, dejándonos lo que nuestro es, no, dejadme que acabe, bien veo que movéis la cabeza a un lado y otro, mostrando ya con el gesto el no que la boca aún no ha dicho, atended que vosotros, los de la raza de los moros y moabitas, fraudulentamente robasteis al vuestro y nuestro reino el reino de Lusitania, destruyendo, hasta hoy, villas y aldeas e iglesias, son pasados ya trescientos cincuenta y ocho años desde que injustamente tenéis nuestras ciudades y la posesión de las tierras, pero en fin, visto que ocupáis Lisboa desde tan larga data y en ella nacisteis, queremos usar con vosotros de la acostumbrada bondad y os pedimos que nos entreguéis sólo la fortaleza de vuestro castillo, quedando cada uno de vosotros con su antigua libertad, porque no queremos expulsaros de vuestras casas, donde os protesto que podréis vivir dentro de las costumbres, a no ser que, por la conversión, quisierais libremente aumentar la Iglesia de Dios, única y verdadera, quien os avisa amigo es, una ciudad como ésta de Lisboa está expuesta a la ambición de muchos, de tan rica que sabemos que es y de tan feliz como parece, ved ahí los campamentos, las naves, la multitud de hombres conjurados contra vosotros, por eso os imploro, evitad la desolación de los campos y de los frutos, compadeceos de vuestras riquezas, compadeceos de vuestra sangre, aceptad la paz ofrecida mientras aún os es favorable nuestra disposición, pues bien debéis saber que mejor es la paz que se obtiene sin lucha que la alcanzada con mucha sangre, como más agradable es la salud que nunca se perdió que la salud que a la fuerza y como que compelida se salva de dolencias graves y casi mortales, no por acaso os lo digo, reparad cuán grave y peligrosa es la dolencia que os ataca, que a no ser que toméis una resolución salutífera, una de dos acontecerá, o lográis debelar el mal, o seréis víctimas de él, y ya os digo que no os fatiguéis en buscar terceras alternativas, antes deberéis acautelaros, pues habéis llegado al fin, cuidad pues vuestra salud cuando aún es tiempo, recordad el dictado romano, En la arena se aconseja el gladiador, y no me respondáis que moros sois y no gladiadores, que yo os diría que el dictado os sirve como a ellos, si vais a morir, y dicho esto, no tengo más que argumentar con vosotros, si alguna cosa tenéis que decir, decidla ya, y breve.
No parecieron palabras propias de un pastor de almas, esta sequedad fría que se adivina bajo las blanduras y las melifluas, rompiendo al fin en intimación brutal, pero, antes de seguir adelante, dejemos constatar nueva mención, ahora subrayada, de aquel de algún modo inesperado reconocimiento de que la gente que aquí está, cristiana y mora, es toda ella hija de la misma naturaleza y de un mismo principio, lo que significará, suponemos, que Dios, de la naturaleza padre y único autor del principio del que los principios vinieron, es incuestionablemente padre y autor de estos desavenidos hijos, los cuales, al combatir unos con otros, ofenden gravemente a la paternidad común en su no repartido amor, pudiendo decirse incluso, sin exagerar, que es sobre el inerme cuerpo de Dios viejo donde vienen peleando hasta la muerte las criaturas sus hijos. Dio en aquellas palabras el arzobispo de Braga clara muestra de saber que Dios y Alá es todo lo mismo, y que remontándose en el tiempo en que nada y nadie tenía nombre, entonces no se encontrarían diferencias entre moros y cristianos sino las que se pueden encontrar entre hombre y hombre, color, corpulencia, fisonomía, pero lo que probablemente no habrá pensado el prelado, ni tanto le podemos exigir, teniendo en cuenta el atraso intelectual y el analfabetismo generalizado de aquellas épocas, es que los problemas siempre empiezan cuando entran en escena los intermediarios de Dios, se llamen ellos Jesús o Mahoma, por no hablar de profetas y de anunciadores menores. Ya es mucho de agradecerle que vaya tan hondo en la vía de la especulación teológica un arzobispo de Braga armado y equipado para la guerra, con su cota de malla, su montante suspenso del arzón de la mula, su yelmo de nasal, quizá no le permitan las mismas armas que lleva llegar a conclusiones de humanitaria lógica, pues ya entonces se podía ver hasta qué punto los artefactos de la guerra pueden conducir a un hombre a pensar de modo diferente, lo sabemos mucho mejor hoy, aunque aún no lo suficiente como para que retiremos las armas a quien, en general, de ellas se sirve como único cerebro. Pero lejos de nosotros la intención de ofender a esos hombres aún poco portugueses que andan combatiendo para crear una patria que les sirva, en campo abierto cuando fuere necesario, por traición cuando convenga, que las patrias así nacieron y fructificaron, sin excepción, por eso, habiendo caído en todas, puede la mancha pasar por adorno y señal de mutua absolución.
Divagando por estas posiblemente arriesgadas consideraciones, llegamos a perder el comienzo de la respuesta del gobernador moro, y lástima es, porque él, según lo que el albriciero fue capaz de sentir y resumir, habría empezado por lanzar algunas dudas sobre el derecho e incluso sobre la simple pertinencia geográfica de la alusión al reino de Lusitania. Fue una pena, repetimos, porque la controvertida cuestión de los límites y, más que ella, la de ser al fin nosotros todos descendientes y herederos históricos de los famosos lusitanos, habría recibido, tal vez, de la argumentación de gente tan ilustrada como eran, en aquel tiempo, los letrados moros, alguna claridad, aunque la acabasen rechazando, por desfavorable, el orgullo y la patriótica presunción de quien no puede reconocerse vivo sin llevar en la sangre, al menos, dos o tres gotas de la de Viriato. Y es incluso probable que, habiéndose concluido que de Lusitania tenemos aún menos que eso, y en consecuencia menos propenso debiéndose hallar André de Resende a extraer de Luso lusíada, es casi cierto, diremos, que Camões no encontrase mejor solución que llamar a su libro, banalmente, Los Portugueses. Que somos nosotros, por lo poco que nos aprovecha, y ahora sí, antes de que el resto del discurso se pierda también, démos oídos y atención al gobernador de los moros, notando ya cómo sale tranquila su voz, en el tono de quien sosegadamente discurre sobre algunos datos de evidencia y de ella no piensa apartarse, Cómo queréis, preguntaba él, que creamos en eso que dijisteis de que sólo deseáis que os entreguemos la fortaleza de nuestro castillo, quedando nosotros en libertad, y que no queréis expulsarnos de nuestras casas, si os desmiente el ejemplo de lo que habéis hecho en Santarem, donde por muerte atrocísima hasta a los viejos robasteis la poca vida que les quedaba, y a las indefensas mujeres degollasteis como a corderos inocentes, y a los niños descuartizasteis sin que os derritiera el corazón su débil clamor, no me digáis ahora que se han apagado de vuestra memoria los tristes sucesos, que si es verdad que no podemos traeros aquí a los muertos de Santarem, podemos, eso sí, llamar a todos cuantos, heridos, llagados y mutilados, tuvieron aún fuerzas para recogerse en nuestra ciudad, esos mismos a quienes queréis exterminar de una vez, y a nosotros con ellos, pues no os ha bastado el primer crimen, desengañaos pues, que nunca fue nuestra intención entregaros Lisboa pacíficamente o someterla a vuestro dominio, dejándonos quedar en ella, concordad que sería grande nuestra ingenuidad si cambiásemos lo cierto por lo incierto, lo seguro por lo dudoso, fiados sólo de esa palabra que tan poco vale, la vuestra. Hizo el obispo de aporto un gesto violento, como si fuese a interrumpir al moro, pero el arzobispo le cortó el arrebato, Estad quedo y oigamos lo que falta, vos tendréis la última palabra. El moro continuaba, Esta ciudad fue otrora de los vuestros, sin embargo ahora es nuestra, y en el futuro tal vez vuestra vuelva a ser, pero eso pertenece a Dios que nos la dio cuando quiso y nos la quitará cuando le apetezca, porque ninguna muralla es inexpugnable contra las deliberaciones de su voluntad, así lo hemos creído nosotros siempre, porque sólo queremos lo que fuera del agrado de Dios, que tantas veces salvó de vuestras manos nuestra sangre, y a quien, por tanto, y con razón, bien como a sus designios irrevocables, no dejamos de admirar, no sólo porque en su poder están todos los males, sino también porque, por su suprema razón, nos sujeta a desgracias, dolores e injurias, en fin, marchad de aquí, pues sólo a hierro se abrirán las puertas de Lisboa, y en cuanto a esas desgracias inevitables que nos prometéis, si tuvieren que acontecer, dependerán del futuro, y atormentarnos con lo que está por venir es sólo locura y atracción voluntaria de miserias. El moro hizo una pausa como para buscar otras razones, pero debió de parecerle inútil, se encogió de hombros, y concluyó, No os demoréis más tiempo, haced vos lo que podáis, y nos lo que fuere la voluntad de Dios.
Cayeron bien en el ánimo de Raimundo Silva estas ponderadas palabras, no por el hecho de entregar a Dios la resolución de las diferencias que en Nombre de él y precisamente por su exclusiva causa llevan a los hombres a luchar unos contra otros, sino por una serenidad tan admirable ante la previsible muerte, que, siendo siempre cierta, resulta por así decir fatal al venir con figura de probable, parece esto una contradicción, pero basta pensar un poco. Confrontando los dos discursos le pesó al corrector ver cómo un simple moro a quien faltaban las luces de la verdadera fe, si bien adornado con patente de gobernador, supo, en prudencia y en elocuencia, librar más alto vuelo que un arzobispo de Braga, pese a ser éste versado en concilios, bulas y doctrinales. Muy natural es propender en nosotros el deseo de que ganen en todo los nuestros, y a Raimundo Silva, aunque sospechando que haya en el cuerpo de la nación a la que pertenece más sangre de morisma que de arios lusitanos, le habría gustado aplaudir la dialéctica de Don João Peculiar en vez de tener que humillarse intelectualmente ante el discurso ejemplar de un infiel que no dejó nombre en la historia. No obstante, cabe aún la posibilidad de que prevalezcamos al fin sobre el enemigo en esta justa oratoria, porque el obispo de Oporto toma la palabra, también él armado, pone mano en el puño del montante, sobre la cruz que allí está, y dice, Benévolamente os hemos hablado, esperando encontrar en vosotros oídos benévolos, pero si irritados nos habéis escuchado, tiempo es que os digamos palabras irritadas, y ellas serán para que quedéis sabiendo cuánto desprecio sentimos por ese hábito vuestro de esperar el correr de los hechos y los males que nos vengan, cuando claramente se muestra qué frágil y flaca es la esperanza que no depende de la confianza en el valor propio, y sí de la desgracia ajena, es como si de antemano ya os reconocieseis vencido, y puesto que habéis hablado de lo incierto y del futuro, aprended que cuantas más veces nos fue desfavorable el resultado de una empresa, tantas más veces la retomaremos para que bien nos suceda, y habiendo sido frustradas contra vosotros todas nuestras tentativas hasta hoy, aquí estamos intentándolo de nuevo, para que al fin experimentéis el destino que os espera cuando entremos por esas puertas que ahora no nos queréis abrir, sí, vivid vos lo que sea de la voluntad de Dios, que a nosotros esa misma voluntad nos hará venceros, y sin más que valga la pena de deciros, nos retiramos sin saludaros, como tampoco queremos vuestros saludos. Dichas estas palabras de insultante despedida, volvió el obispo de Oporto las riendas de su montura, aunque según la jerarquía no competía a él tomar tales iniciativas que lo había movido un impulso de su airado ánimo, y ya llevaba en pos de sí la compañía toda, cuando inesperada se levantó la voz del moro, sin vestigio alguno de la insolente resignación que había puesto al prelado fuera de sí, ahora hablaba con no menor insolencia y orgullo, y he aquí lo que dijo, Peligroso error es el vuestro si confundís paciencia con timidez de espíritu y temor a la muerte, mirad que así no lo hicieron vuestros padres y abuelos, a quienes vencimos una y mil veces por la fuerza de las armas, por toda España, bajo ese mismo suelo que pisáis yacen algunos que creyeron poder oponerse a nuestro dominio, no creáis, pues, que han acabado para vosotros las derrotas, aquí contra estos muros se quebrarán vuestros huesos, aquí serán cortadas vuestras manos ávidas, id, y preparaos para morir, nosotros, lo sabéis ya, siempre lo estamos.
No hay una nube en el cielo, el sol brilla alto y ardiente, una bandada de golondrinas va y viene, ruedan sobre las cabezas de los dos enemigos, y gritan ásperamente. Mogueime mira para el cielo, siente un estremecimiento, tal vez la causa sea el loco chillar de las aves, tal vez la amenaza del moro, el calor del sol no conforta, entrechocándose los dientes con un frío súbito, vergüenza de un hombre que con una simple escalera de mano hizo caer Santarem.
En el silencio se oyó la voz del arzobispo de Braga, una orden dada al escribano, Fray Rogeiro, no dejaréis constancia de lo que ha dicho ese moro, fueron palabras lanzadas al viento y nosotros ya no estábamos aquí, íbamos bajando la cuesta de Santo André, camino del real donde el rey nos espera, él verá, sacando nosotros las espadas y haciéndolas brillar al sol, que ha comenzado la batalla, esto sí podéis escribirlo.
En los primeros días después de tirar los tintes con los que durante años había escondido los estragos del tiempo, Raimundo Silva, como un sembrador ingenuo a la espera de ver romper el primer tallo, observaba con atención obsesiva, de la mañana a la noche, la raíz de los cabellos, saboreando mórbidamente la expectativa del choque que ciertamente le iba a causar el surgimiento de su verdad capilar desnuda de artificio. Pero porque el cabello, a partir de cierta edad, es vagoroso en el crecer, o porque el último tinte hubiera alcanzado, o teñido, las propias capas subcutáneas, dígase de paso que todo esto no es más que suposición obligada por una necesidad de explicar lo que en definitiva poca importancia tiene, Raimundo Silva acabó por ir dando cada vez menos importancia al caso, y últimamente metía el peine al pelo tan libre de cuidados como si estuviera en su primera juventud, debiendo observarse no obstante que había en esta actitud cierta parte de mala fe, una especie de falsificación de sí consigo mismo, más o menos traducible en una frase que no fue dicha ni pensada, No veo porque soy capaz de fingir que no veo, lo que llegó a convertirse en una convicción aparente, aunque no formulada, si es posible, e irracional, de que el último tinte había sido definitivo, algo así como un premio concedido por el destino en pago de su valeroso gesto de renuncia a las futilidades del mundo. Hoy, sin embargo, que tiene que ir a la editorial a llevar la novela al fin leída y lista para la imprenta, Raimundo Silva, entrando en el cuarto de baño, acercó lentamente el rostro al espejo, con dedos cautelosos empujó hacia arriba el flequillo, y no quiso creer lo que veían sus ojos, allí estaban las raíces blancas, tan blancas que el contraste del color parecía volverlas fortísimas, y tenían un aire súbito, si tal se puede decir, como si hubieran brotado de la noche al día, mientras el sembrador, de puro cansancio, se había quedado dormido. En ese momento se arrepintió Raimundo Silva de la decisión que había tomado, es decir, no llegó exactamente a arrepentirse, pero pensó que podía haberla aplazado algún tiempo, eligió estúpidamente la ocasión menos oportuna, y la contrariedad que sintió fue tal que imaginó que podría tener por ahí algún frasco olvidado con un resto de tinte en el fondo, al menos hoy, mañana volveré a mis firmes resoluciones. Aun así, no buscó, en parte por saber que lo había tirado todo, en parte porque, suponiendo que encontrara algo, temía tener que decidir de nuevo, pues había la posibilidad de que acabara tomando la decisión contraria permaneciendo en este juego de ida y vuelta de una voluntad incapaz de ser suficientemente fuerte pero que se niega a ceder de una vez para siempre a la flaqueza que reconoce en sí mismo.
Cuando Raimundo Silva se puso por primera vez un reloj de pulsera, hace ya muchos años, era entonces un jovencísimo adolescente, quiso la fortuna lisonjear su vanidad, inmensa, de andar paseando por Lisboa con la hermosa novedad, colocando en su camino nada menos que a cuatro personas ansiosas de saber qué hora era, Tiene hora, preguntaban, y él, generoso, tenía horas y las daba. El movimiento de extender el brazo para hacer retroceder la manga y dejar a la vista el reloj reluciente le confería un sentimiento de importancia que nunca más volvería a experimentar. Y menos ahora cuando va en el camino de casa a la editorial, intentando pasar inadvertido en la calle y entre los pasajeros del autobús, recogiendo el mínimo gesto que pueda atraer atenciones de quien, queriendo también saber la hora, se quedase mirando con expresión burlona la indisimulable línea blanca de separación en lo alto de la frente mientras esperaba que él, nervioso, desembarazase el reloj de las tres mangas que hoy lo esconden, la camisa, la chaqueta, la gabardina, Son las diez y media, responde al fin Raimundo Silva, furioso y vejado. Un sombrero sería útil, pero es objeto que el corrector nunca usó, y aunque lo usara, con él resolvería sólo una pequeña parte de las dificultades, desde luego no va a entrar en la editorial con el sombrero encasquetado, Hola, cómo va eso, y pasar luego al despacho de la doctora María Sara con el sombrero en la cabeza, Aquí tiene la novela, lo mejor sin duda será hacer como si todo fuera natural, blanco, negro, teñido, se mira una vez, no se mira la segunda, a la tercera ya nadie se fija. Pero una cosa es reconocer esto por el intelecto, convocar a examen la relatividad que concilia todas las diferencias, preguntarse, con desprendimiento estoico, qué es, desde el punto de vista de Venus, una cana en la tierra, y otra cosa, terrible, enfrentarse con la telefonista, soportar su mirada indiscreta, imaginar las risitas y las murmuraciones que van a alimentar los ocios en los próximos días, Silva ha dejado de teñirse el pelo, está de un cómico subido, antes se habían reído porque se lo teñía, hay gente que en todo ve motivo de diversión. Y de repente todas esas preocupaciones ridículas se fueron agua abajo porque la telefonista Sara estaba diciendo, La doctora María Sara no está, está enferma, hace dos días que no viene, con tan simples palabras se vio Raimundo Silva dividido entre dos sentimientos contrarios, el contento de que ella no pudiera verle el pelo blanco despuntando, y una aflicción desmedida, que no venía de la enfermedad, de cuya gravedad aún no sabía nada, podía ser una gripe sin complicaciones, o una indisposición accidental, cosas de mujeres, por ejemplo, pero de repente se vio como perdido, uno arriesga tanto, se somete a humillaciones, todo para poder entregar en propia mano el original de una novela, y la mano no está allí, reposa tal vez en una almohada al lado del pálido rostro, dónde, hasta cuándo. Raimundo Silva, en un segundo, comprende que si demoró la entrega del trabajo fue para saborear, con voluptuosidad inconsciente, la espera de un momento que ahora se le escapa, La doctora María Sara no está, dijo la telefonista, y él hizo un movimiento para retirarse, pero después recordó que tenía que entregar el original a alguien, a Costa, evidentemente, El señor Costa está, preguntó, en ese momento se dio cuenta de que se había colocado de perfil con relación a la telefonista, con el propósito obvio de hurtarse a la contemplación, e, irritado ante la demostración de flaqueza, giró sobre los talones para enfrentarse con todas las curiosidades del mundo, pero Sarita ni lo miró, estaba ocupada metiendo y sacando clavijas de la central telefónica, aún de modelo antiguo, y se limitó a hacer un gesto afirmativo, al mismo tiempo que con un vago movimiento de cabeza apuntaba al corredor de entrada, significando todo aquello que Costa estaba y que para Costa no era necesario anunciar a este visitante, cosa que Raimundo Silva sabía muy bien, pues antes de que llegara allí la doctora María Sara no tenía más que entrar e ir en busca de Costa que, siendo Producción, podía estar en cualquiera de los otros despachos, pidiendo, reclamando, protestando, o simplemente, disculpándose en la administración, como siempre tenía que hacer, fuese o no fuese responsabilidad suya, cuando había fallos en el programa.
La puerta del despacho de la doctora María Sara está cerrada. Raimundo Silva la abre, mira adentro y siente una opresión en el diafragma, no por el hecho en sí mismo de la ausencia, sino por una impresión desoladora de vacío, de último abandono, sugerida tal vez por la ordenación rigurosa de los objetos, que, pensó él algún día, sólo es soportable cuando la perturba una presencia humana. Sobre la mesa se inclinaba, desmayada, una rosa blanca, dos pétalos se habían desprendido ya, Raimundo Silva cerró la puerta, no podía continuar allí, sujeto a que apareciese alguien, pero esta idea del despacho vacío, donde la única vida, la de la rosa, se marchitaba lentamente, traspasándose hacia la muerte por un largo desvanecimiento de las células, lo llenó de malos presentimientos, de negros agüeros, todo muy fuera de lugar, pensará poco después, Qué tengo que ver yo con esta señora, pero ni este fingido desprendimiento lo tranquilizará. Costa lo atendió cordialmente, Sí, la doctora María Sara está enferma, déme eso a mí, palabras inútiles todas ellas, que María Sara estaba enferma ya lo sabía Raimundo Silva, que Costa tomaría el original era algo más que previsible, y, en cuanto al resto, qué más daba, poco le importaba el destino próximo o remoto de la novela, lo que él quería era obtener informaciones, que nadie le daría, claro está, si por ellas no preguntaba, un empleado que ha enfermado no justifica la publicación por la casa de boletines médicos de hora en hora. Arriesgándose, pues, a ver la extrañeza de Costa ante su interés, Raimundo Silva se atrevió a preguntar, Es grave, Grave, qué, preguntó a su vez el otro, que no había entendido el alcance de la pregunta, La enfermedad de la doctora María Sara, ahora la angustia de Raimundo Silva es pensar que tal vez esté ruborizándose en este momento, Ah, creo que no, y llevando el asunto al campo de sus preocupaciones profesionales, Costa añadió, introduciendo una nota de levísima ironía dirigida tanto a la doctora ausente como al corrector presente, No se preocupe, que aunque sea larga la enfermedad, el trabajo de la editorial no va a interrumpirse. En este momento, Costa desvió ligeramente la mirada, una luz de malicia sonriente asomó a su rostro. Raimundo Silva frunció bruscamente el ceño y se quedó a la espera de un comentario, pero Costa ya había vuelto a la novela, la hojeaba como si estuviera buscando algo que no sabría definir, aunque la actitud, se notaba, no era del todo consciente, y entonces fue el corrector quien sonrió recordando aquel día en que Costa había hojeado otro libro, las pruebas erradas de la Historia del Cerco de Lisboa, de cuya falsificación, al fin frustrada, serían consecuencia todas estas grandes mudanzas, estos alborozados cambios, un cerco nuevo, un encuentro que nadie habría podido prever, unos sentimientos que empezaban a moverse, lentamente, como las olas pesadas de un mar de mercurio. De pronto, Costa vio que estaba siendo observado, creyó comprender por qué, y como quien ejecuta una venganza tardía, preguntó, También ha metido esta vez aquí algún no, y Raimundo Silva respondió con tranquila ironía, Puede estar tranquilo, esta vez metí un sí. Costa dejó de golpe el mazo de las pruebas y dijo secamente, Si no tiene más que tratar conmigo, dejó en suspenso la frase, con reticencias invisibles, pero Raimundo Silva, gracias a su larga experiencia de corrector, no precisaría de ellas para saber que debía retirarse.