Finalmente quedó terminada la torre. Era una pieza estupenda de ingeniería militar que se desplazaba sobre ruedas macizas y se componía de un complejo sistema de trabazones internos y externos que unían entre sí las cuatro plataformas que definían la estructura vertical, una inferior que se asentaba directamente en los ejes fijos de las ruedas, otra superior que se prolongaba amenazadora hacia el lado de la ciudad, y dos intermedias que servían para reforzar el conjunto y servirían de protección temporal a los soldados que se prepararan para subir. Una polea maniobrada desde abajo permitía hacer subir rápidamente serones llenos de armas, de modo que no faltasen en lo más duro del combate. Cuando la obra se dio por acabada, la tropa rompió en vivas y aclamaciones, ansiosa por lanzarse al asalto, tan fácil le parecía ahora la conquista. Los propios moros debían de estar asustados, un silencio estupefacto acalló los insultos que constantemente llovían desde arriba. El entusiasmo en el campamento de la Porta de Ferro aún se hizo mayor al saberse que las torres de los franceses y de los normandos llevaban atraso, por lo tanto, allí estaba la gloria al alcance de la mano, no había que hacer más que empujar el carro de asalto hasta pegarlo al muro, fue entonces cuando Mem Ramires como capitán dio la voz, Empujad, muchachos, vamos por ellos, y todos hicieron cuanta fuerza podían. Desgraciadamente, no habían tenido en cuenta que el terreno de delante era inclinado, y a medida que avanzaban ya bajo el fuego enemigo, la torre se iba inclinando hacia atrás por la parte de arriba, haciéndose evidente que, aunque consiguieran llegar al muro, la plataforma superior se quedaría demasiado apartada como para poder tener utilidad alguna. Entonces el caballero Enrique, avergonzado por su imprevisión, dio orden de volver al principio, ahora los carpinteros cederían lugar a los zapadores, se trataba de abrir un camino liso y derecho, tarea realmente peligrosa, pues los cavadores tendrían que trabajar al descubierto bajo la avalancha de proyectiles de todo tipo que caían desde la muralla, y tanto peor cuanto más se aproximasen. Incluso así, y a pesar de las bajas sufridas, se abrieron unos veinte metros por donde ya podría avanzar la torre, sirviendo de cobertura para el trecho siguiente. En esto estaban, haciendo cada cual lo mejor de que era capaz, moros de un lado, cristianos de otro, cuando de repente el suelo cedió de un lado y tres ruedas se enterraron hasta los cubos, haciendo que la torre se inclinara asustadoramente. Se oyó un grito general, de aflicción y de miedo en el campo de los portugueses, de diabólica alegría en los adarves donde la negra morisma asistía como desde un palco. En equilibrio periclitante, la torre rechinaba de arriba abajo, con todo el maderamen sujeto a tensiones que no habían sido previstas, y pronto algunas trabazones se rompieron. Perdida la cabeza, viendo a punto de malograrse lo que debería ser demostración magnífica de su ingenio, el caballero Enrique se desesperaba, soltaba en lengua germánica plagas que desde luego en nada condecían con la fama, pese a todo merecida, en que era tenido, pero que la grosería inherente a estos primitivos tiempos más que justificaba. Por fin, calmándose, fue a examinar de cerca la situación, los estragos, concluyendo que el remedio, si lo era, estaba en prender en las vigas superiores, del lado opuesto al sentido de la inclinación, unas cuerdas muy largas, y poner a toda la compañía a tirar de allí, para dar holgura a las ruedas enterradas y poder calzarlas con piedras, sucesivamente, hasta hacer que la torre volviera a la vertical. El plan era perfecto, pero, para que se alcanzase el desiderátum, era necesario, primero, proceder a una operación arriesgadísima, que consistiría en liberar las ruedas retirando precisamente la tierra que amparaba a la pesada construcción, pues en ella, aunque inclinada, se apoyaba la plataforma inferior. Era un riesgo, un albur, una ecuación con una enorme y aterradora incógnita, pero no se encontraba otra solución, aunque, en rigor, deberíamos llamarle ínfima probabilidad. Fue ésta la ocasión que los moros eligieron para lanzar desde arriba una lluvia de saetas y virotes con mechas inflamadas, que zumbaban en el aire como enjambres de abejas y venían a caer aquí, allí, dispersas, el viento que hacía perjudicaba afortunadamente la puntería de los arqueros, pero tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se rompe el asa, bastó que un virote acertase en el blanco para que los otros inmediatamente aprendieran el camino, queriendo al fin la mala suerte que la torre acabara despeñándose, no tanto por efecto de la inclinación, agravada por la excavación de la tierra, sino por causa de los agitados esfuerzos para apagar el fuego que había prendido en diversas partes. De la brutal caída quedaron muertos o malheridos los soldados que en lo alto de la torre estaban prendiendo las cuerdas, y también algunos de los que trabajaban con las palas en las ruedas, y finalmente, pérdida sin remedio, el caballero Enrique, alcanzado por un virote ardiente que su sangre generosa pudo apagar aún. Como él, pero por haber recibido de lleno en el pecho una viga que se había soltado en el derrumbe, murió también el fiel criado, quedando así Ouroana sola en el mundo, lo que, pudiendo ser recordado en otra ocasión, aquí se deja ya mencionado, teniendo en cuenta la importancia del hecho para la continuación de esta historia. No se describe el júbilo de los moros, seguros como estaban, y más en aquel momento, del mayor poder de Alá sobre Dios, comprobado por la derrota fragorosa de la torre maldita. Y tampoco es posible describir el pesar, la rabia y la humillación de la gente lusitana, aunque alguna de ella no se cohibiese de murmurar que cualquier persona con dos dedos de frente y experiencia de guerra debería saber que las batallas se ganan con la punta de la espada, y no con ingenios extranjeros que tanto pueden estar a favor como en contra. Destrozada, la torre ardía como una hoguera de gigantes, y en ella se reducían a torreznos y cenizas sabe Dios cuántos hombres que en la confusión del derrumbe habían quedado presos. Un desastre.
El cuerpo del caballero Enrique fue llevado a su tienda, donde Ouroana, sabedora ya del infortunio, hacía su planto obligado de concubina, sin más. Yacía el caballero en la tarima, con las manos en oración, atadas sobre el pecho, y habiendo sido tan rápida la muerte, allí estaba de rostro sereno, tan sereno que parecía dormir, e incluso, mirando más de cerca, diríamos que sonríe, como si estuviera ante las puertas del paraíso, sin más torre ni arma que la bondad de sus acciones en la tierra, pero tan seguro de entrar en la bienaventuranza como de estar muerto. Siendo el calor mucho, al cabo de unas horas ya se le desfiguraban los rasgos, se sumía su feliz sonrisa, entre este cadáver ilustre y cualquier otro destituido de méritos particulares no se notará diferencia, más tarde o más temprano acabaremos todos por quedar iguales ante la muerte. Ouroana se desgreñó el pelo, rubio de un rubio gallego, y lloraba, un tanto cansada de no sentir disgusto, sólo una discreta pena de un hombre contra quien no tenía más razones de queja que el haberla robado con violencia, que en cuanto al resto, siempre había sido bien tratada, según lo que hoy podemos imaginar de lo que hace ocho siglos pasaría entre una barragana y el hidalgo su dueño. Quiso Ouroana saber qué fin había tenido el criado fiel, que muerto o muy herido debería estar para no venir a lamentarse a la cabecera de su amo, y le dijeron que lo habían transportado inmediatamente al cementerio del otro lado del estuario, aprovechando la oportunidad de estarse despejando el terreno de las calcinadas vigas y troncos, para que no quedaran por allí dificultando los movimientos, y en una única maniobra de limpieza recogieron también y se llevaron los cadáveres completos, que de los trozos más pequeños encontrados se hizo sepultura expedita en un rebaje de esta cuesta, donde será difícil que puedan resucitar cuando suenen las trompetas del Juicio Final. Se encontró, pues, Ouroana libre de señores directos o indirectos, e hizo cuestión de demostrarlo a la primera ocasión, cuando uno de los hombres de armas del caballero Enrique, sin respeto al difunto, quiso allí mismo poner mano en ella, estando sola. Como un relámpago apareció en la mano de Ouroana un puñal que ella con previdente diligencia había retirado del cinto del caballero cuando lo trajeron, delito en el que afortunadamente no la sorprendió nadie, que un caballero debe ir al túmulo, si no con todas sus armas sí al menos con las menores. Ahora bien, un puñal en frágiles manos de mujer, aunque estén habituadas a los trabajos de laboreo y a los cuidados del ganado, no era amenaza que pudiera poner miedo a un guerrero teutón, sin duda consciente de la superioridad de su aria raza, pero hay ojos que valen por todos los armamentos del mundo, y si éstos no eran de los que podían aclarar los interiores del malvado, podían a tres pasos intimidarlos, añadiendo que el recado no podría ser más claro, Si me pones la mano encima, o te mato o me mato, dijo Ouroana, y él retrocedió, con menos miedo de morir que de ser culpado por la muerte de ella, aunque pudiese siempre alegar que la pobrecilla, no soportando las ascuas del pesar, allí, ante sus ojos, se había quitado la vida. Prefirió el soldado retirarse, pidiendo a Dios que si de estas aventuras en tierra extraña fuese él servido que escapara, le haga encontrar aquí, si aquí queda, o en la Germania distante, una mujer como esta Ouroana, que aunque no sea aria, la recibiría con mucho gusto.
Raimundo Silva posó el bolígrafo, se frotó los ojos cansados, después releyó las últimas líneas, las suyas. No le parecieron mal. Se levantó, se llevó las manos a los riñones y se inclinó hacia atrás, suspirando con alivio. Había trabajado horas seguidas, olvidándose incluso de cenar, tan absorbido por el asunto y por las palabras que a veces le huían, que ni se acordó de María Sara, olvido éste que sería muy de censurar si la presencia de ella en él, salvo la exageración de la metáfora, no fuera como la de la sangre en las venas, en la que realmente tampoco pensamos, pero que, estando allí y por allí circulando, es condición absoluta de la vida. Salvo la exageración de la metáfora, volvemos a decir. Las dos rosas del solitario se bañan en el agua, se alimentan de ella, verdad es que no duran mucho, pero nosotros, relativamente, no duramos tanto. Abrió la ventana y miró la ciudad. Los moros festejan la destrucción de la torre. Las Amoreiras, sonrió Raimundo Silva. Por aquel lado está la tienda del caballero Enrique, a quien enterrarán en el cementerio de San Vicente. Ouroana, sin lágrimas, vela el cadáver, que huele ya. De los cinco hombres de armas, falta uno que fue herido. El que intentó poner mano en Ouroana la mira de vez en cuando, y piensa. Fuera, escondido, Mogueime ronda alrededor de la tienda como una mariposa fascinada por la claridad de los hachones que sale por la abertura de los paños. Raimundo Silva mira el reloj, si dentro de media hora no ha telefoneado María Sara, llamará él, Cómo estás, amor mío, y ella responderá, Viva, y él dirá, Es un milagro.
Dice Fray Rogeiro que fue por este tiempo cuando hubo señales de que el hambre empezaba a apretar a los moros en la ciudad. Y no era de admirar, si pensamos que encerradas en aquellos muros como en un garrote, estaban más de sesenta mil familias, número que a primera vista asombra y a segunda aún asombra más, porque en aquellas eras remotas, familias de padre, madre y un hijo serían rarezas sospechosas, e incluso haciendo cuentas muy por bajo, llegaríamos a una población de doscientos mil habitantes, cálculo a su vez puesto en entredicho por otra fuente de investigación, según la cual sólo los hombres eran, en Lisboa, ciento cincuenta y cuatro mil. Ahora bien, si consideramos que el Corán autoriza que cada hombre tenga hasta cuatro mujeres, y en todas naturalmente haciendo hijos, y si no olvidamos los esclavos, que aunque poco tienen de persona también comen, por lo que debieron de ser los primeros en sentir carencias, la conclusión nos lanza hacia números de los que manda la prudencia desconfiar, algo así como cuatrocientas o quinientas mil personas, imagínese. De todos modos, si no eran tantas, sabemos al menos que eran muchas, y desde el punto de vista de quienes allí vivían hasta demasiadas.
De no ser por aquella continua sed de gloria que desde tiempos inmemoriales no deja una hora de sosiego a reyes, presidentes y jefes de guerra, esta conquista de Lisboa a los moros podría haberse hecho con la mayor tranquilidad de este mundo, pues tonto es quien entra en la jaula del león para luchar con él, en vez de cortarle el sustento y sentarse a verlo morir. Cierto es que con el paso de los siglos algo hemos ido aprendiendo, y hoy es práctica bastante común usar el arma de la privación de comida y otros bienes para disuadir a quien, por tozudez o falta de entendimiento, no se ha rendido a razones más clásicas. No obstante, esos quinientos son otros y otra tendría que ser su historia. Lo que importa, en este caso, es observar la concomitancia de las dos distintas ocurrencias, como fueron la destrucción y la quema de la torre de la Porta de Ferro y las primeras alarmas de hambre en la ciudad, que, reunidas y confrontadas en las mentes del estado mayor real, hicieron claro que, aunque debía continuarse la pelea, en el propio sentido del término para honra de las armas portuguesas, la buena táctica mandaría apretar aún más el cerco, puesto que, tras el tiempo conveniente, los moros no sólo se habrían comido hasta la última migaja y la última rata de alcantarilla, sino que acabarían devorándose entre sí. Que siguieran franceses y normandos construyendo sus torres, que aplicasen de este lado los lusitanos aquellos conocimientos aprendidos en las lecciones del caballero Enrique para montar su propia máquina, que hiciese la artillería sus bombardeos regulares, que lanzasen los arqueros dardos, saetas, virotes y virotones, para dar salida a la producción diaria de las fábricas de Braço de Prata, todo esto serían sólo simbólicos gestos para inscribirlos en las epopeyas, ante la solución final, última y completa, el hambre. Órdenes, pues, rigurosas, llevaron los diferentes capitanes a sus huestes para que vigilasen día y noche la cintura de murallas, no sólo las puertas, sino sobre todo los rincones más escondidos, ciertos ángulos escusados que podrían servir de mampara, y también frente al mar, no porque por ahí pudieran ser introducidas mantenencias en la ciudad, que para lo preciso siempre serían escasas, sino para evitar que burlasen el cerco mensajeros llevando a las villas del Alentejo imploraciones de auxilio, tanto en víveres como en ataques por la espalda a los sitiadores, que tan bienvenidos serían unos como otros. Se probó en poco tiempo que la cautela era buena, cuando en el silencio de una noche sin luna fue sorprendido un pequeño batel que intentaba sortear las galeotas de la armada, transportando a un correo que, conducido ante el almirante, no tuvo más remedio que denunciar las cartas de que era portador, dirigidas a los alcaides de Almada y Palmela, en las que por claro se veía hasta qué punto había llegado ya la necesidad del infeliz pueblo de Lisboa. Pese a la vigilancia, algún otro mensajero habrá atravesado las líneas, pues semanas más tarde vino a ser encontrado, boyando junto al muro que daba al río, un moro que, izado a bordo de la fusta más próxima, se reveló ser emisario de una carta del rey de Évora, que mejor le hubiera sido no haber llegado a su destino, tan cruel, tan inhumano era su contenido, y para colmo hipócrita, considerando que de hermanos de raza y de religión se trataba, y así era lo que decía, El rey de los evorenses desea a los lisbonenses la libertad de los cuerpos, hace ya tiempo que tengo treguas con el rey de los portugueses y no puedo quebrar el juramento para incomodarlo a él o a los suyos con la guerra, redimid vuestra vida con vuestro dinero para que no sirva para vuestra desgracia lo que debiera serviros para vuestra salvación, adiós. Éste era rey, y para no quebrar treguas que tenía tratadas con nuestro Afonso Henriques, olvidado de que este mismo Afonso las quebró para atacar y tomar Santarem, dejaba morir de negra muerte a la desgraciada gente de Lisboa, mientras que el correo que de Lisboa había salido con la petición de ayuda no sólo no aprovechó la ocasión para huir a tierras seguras, sino que volvió con la mala nueva, muriendo él antes de entregar el mensaje que anunciaba el abandono y la traición. Bien es verdad que no siempre los hombres están en los lugares donde deben, a Lisboa habría acudido este moro si él fuese rey de Évora, pero el rey de Évora habría obviamente huido en el primer viaje, no fuera a darse el caso de que lo trajeran escoltado hasta Cacilhas con la respuesta, y que le dijeran, Vamos, tírate al agua, y líbrate de la tentación de volver atrás.
Transportar el cuerpo del caballero Enrique al cementerio de San Vicente, por aquellos tortuosos caminos al pie de la escarpada ladera, a dos pasos del agua para prevenir apedreamientos o cosa peor, fue, como entonces probablemente empezó a decirse, el colmo de los trabajos. Pero la hidalguía del fallecido y la grandeza de este su último hecho justificaban la costosa diligencia, que en todo caso ni comparación tiene con los tormentos que pasaron las tropas que ahora se encuentran ante la Porta de Ferro y que este mismo camino tomaron, episodio a su tiempo descrito muy por encima. Llevaban las andas mortuorias los cuatro hombres de armas, con una guarda de soldados portugueses mandada por Mem Ramires, y Ouroana detrás, a pie, como debe ir quien ha dejado de tener a quien servir de ostentación y vanidad. A decir bien, siendo ella no más que barragana ocasional, nada la obligaba a acompañar el entierro, pero pensó, en su conciencia, que no parecía procedimiento de cristiana negar al difunto una última presencia, la muerte no los había separado más de lo que la vida los había tenido separados realmente, el señor y la mujer de algunos días. Otra vida instante y exigente viene detrás, un soldado que la sigue de lejos, no a la comitiva, sino a esta mujer que, dándose cuenta, se pregunta, Qué quieres de mí, hombre, qué quieres de mí, y no responde, pero ella sabe que es el lugar del caballero Enrique lo que pretende, no este donde ahora va, pesadamente sacudido en las andarillas, bajo una sucia mortaja, sino el otro, cualquier otro donde puedan darse vivos los cuerpos, una cama verdadera, un suelo de hierba, una brazada de heno, un regazo de arena. No ignoraba Mogueime que lo más seguro es que Ouroana acabase tomada por cualquier señor que en ella se gozara, pero esto no lo perturbaba, quizá porque, en el fondo, no creyese que algún día, incluso con ayuda del destino, pudiera tocarla con un dedo, y si ella, por no quererla nadie, no tuviera más remedio en la vida que unirse a las mujeres del otro lado, ni siquiera así empujaría él la cancela de la choza donde ella estuviera para gozar su gozo de hombre en un cuerpo que, por tener que ser de todos, no podría ser de él. Este soldado Mogueime, que no sabe leer ni escribir, que no recuerda en qué tierra nació ni por qué le fue dado un nombre que parece tener más de moro que de cristiano, este soldado Mogueime, simple peldaño de aquella escalera por donde se entró en Santarem y ahora en este cerco de Lisboa con sus flacas armas de peón, este soldado Mogueime va tras de Ouroana como quien de la muerte no ve otro medio de apartarse, sabiendo que con ella volverá a enfrentarse una y muchas veces, y no queriendo creer que la vida haya de ser nada más que una serie finita de aplazamientos. El soldado Mogueime no piensa en nada de esto, el soldado Mogueime quiere a aquella mujer, la poesía portuguesa no ha nacido aún.
Fue escrito, y atrás queda, gracias a una de esas penetraciones en el futuro tan clarividentes como inexplicables por la razón, que en las aguas del estuario se lavó un día Mogueime las manos ensangrentadas, y que dos soldados del campamento real, que habían tomado a Ouroana por la fuerza, aparecieron más tarde muertos a cuchillo. Sabiendo con qué ligereza manejó Ouroana el puñal del caballero Enrique contra el hombre de armas que primero le quiso poner la mano encima, nada más fácil que dejarnos tentar por la imaginación de que, en venganza de la honra ofendida, la dicha Ouroana, a salvo de testigos, por el crepúsculo de la tarde o de la mañana, en una ocasión propicia, pasando a su alcance los violadores, les haya espetado bien hondo el puñal en la barriga, allí donde apenas llega el faldellín de la cota de malla. Sin duda de esa muerte murieron los soldados, pero no los mató Ouroana. No obstante, como el fértil imaginar no se detiene, y teniendo en cuenta que el fuerte amor de Mogueime lo podría haber llevado, por celos, a cometer tales crímenes, el cuadro anticipado, el de Mogueime lavándose las manos manchadas, quedaría con su sentido completo si de los míseros asesinados fuese la sangre que la ola prontamente diluyó y llevó, como en el tiempo desaparece también la vida. Así podría haber sido, pero no fue, murieron estos hombres, y su muerte no pasó de coincidencia, ya entonces las había, aunque apenas en ellas se reparaba. Un día, cuando hayan llegado al habla y a otras más hondas intimidades, Ouroana le preguntará a Mogueime si fue él quien mató a los soldados prevaricadores, No, respondió, y se quedó pensando que probablemente debería haberlo hecho, para mejor merecer el amor de esta mujer.
No hay mal que por bien no venga, he aquí un famoso dictado, anterior a cuantos relativismos filosóficos se engendraron, y que sabiamente nos enseña que son penas perdidas querer juzgar los casos de la vida como si de separar el trigo de la cizaña se tratase. Temiera nuestro Mogueime perder la esperanza de conquistar a Ouroana si cualquier hidalgo, por alarde o capricho, o, quién sabe, por un sentimiento más serio aunque no duradero, la tomase para sí, quitándola del valle de la mala vida al menos por el tiempo de la guerra. No sucedió tal, y esto fue un bien, pero el motivo de no haber sucedido fue él un mal, pues se había hecho público y notorio que aquella solitaria mujer, no siendo puta confirmada, había tenido comercio carnal con soldados sin graduación, dos de los cuales acabaron muertos en condiciones misteriosas, lo que, no interesando especialmente a la historia, como ya sabemos, sirvió para reforzar las razones de desinterés por parte de señores que no andan a las sobras y tienen superstición bastante para no tentar al demonio, aunque él venga en figura de tan estupenda mujer. Entonces, dejada de todos por razones tan contrarias, estaba Ouroana lavando ropa en un arroyo que desaguaba en el estuario, oficio limpio del que había tenido que valerse para proveer a su sustento, cuando ve por el rabillo del ojo que se acerca aquel soldado que la sigue por dondequiera que vaya. Aun haciendo la barba crecida tan iguales las caras de los hombres, a éste no sería fácil confundirlo, pues de altura rebasa al mayor de los otros al menos en media cuarta, y la complexión general condice, todo a su favor. Se sentó él en una piedra, cerca, y allí se quedó, callado, observando, ahora ella alza el cuerpo, levanta y baja el brazo para batir la ropa, el ruido del golpe corre sobre el agua, es un sonido que no se confunde, y otro, y otro, y luego hay un silencio, la mujer descansa las dos manos sobre la piedra blanca, un viejo cipo funerario romano, Mogueime mira y no se mueve, es entonces cuando el viento trae el grito agudo de un almuédano. La mujer vuelve levemente la cabeza hacia la izquierda, como para escuchar mejor la llamada, y, estando Mogueime de ese lado, un poco hacia atrás, habría sido imposible que no se encontraran los ojos de él con los ojos de ella. Con los pies descalzos en la arena gruesa y húmeda, Mogueime siente el peso de todo su cuerpo como si hubiera pasado a formar parte de la piedra en que está sentado, bien podrían ahora las trompetas reales tocar al asalto, que lo más seguro es que no las oyera, lo que sí resuena en su cabeza es el grito del almuédano, continúa oyéndolo cuando mira a la mujer, y cuando por fin ella desvía los ojos, el silencio se hace absoluto, es verdad que hay ruidos alrededor pero pertenecen a otro mundo, las mulas resuellan y beben en el arroyo de agua dulce que desagua en el estuario, y como probablemente no se encontraría otra manera mejor de empezar lo que ha de ser hecho, Mogueime pregunta a la mujer, Cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre, Yo soy Mogueime, para abrir un camino, para dar antes de recibir, y después nos quedamos a la espera hasta oír la respuesta, cuando viene, cuando no es con silencio como nos responden, pero no fue éste el caso de ahora, Me llamo Ouroana, dijo ella, ya lo sabía él, pero dicho por esta boca fue la primera vez.
Mogueime se levantó y avanzó hacia ella, seis pasos, un hombre camina leguas y leguas durante una vida y de ésas no aprovechó más que fatiga y heridas en los pies, cuando no en el alma, y viene un día en que da apenas seis pasos y encuentra lo que buscaba, aquí, durante este cerco de Lisboa, esta mujer que de rodillas estaba y ahora para recibirle se ha levantado, tiene las manos mojadas, mojada la saya, y no sé cómo nos encontramos los dos en el agua, sintiendo el manso ahogo de la corriente en los tobillos, el rechinar de las piedrecillas menudas en el fondo, uno de los pajes que dan de beber a las mulas dice bromeando, Eh, hombre, como si dijera, Eh toro, y luego desapareció, Mogueime no oye, sólo ve el rostro de Ouroana, al fin lo ve, tan cerca que podría tocarlo como a una flor abierta, en silencio tocándole con sólo dos dedos que pasan lentamente por las mejillas y la boca, por las cejas, una, otra, dibujándole el dibujo que tiene, y después la frente y el pelo, hasta preguntarle, ya la mano toda posada en el hombro, Quieres, a partir de ahora, quedarte conmigo, y ella responde, Sí, quiero, entonces se abrieron los oídos de Mogueime, todas las trompetas del rey tocaron a gloria, con tan estentóreo sonido que es imposible que a ellas no se hayan juntado otras tantas del cielo. Acabó allí Ouroana de lavar la ropa, que por haber llegado el día prometido no se había acabado la obligación, mientras Mogueime le contaba su vida, de los parientes nada porque no los conocía, y ella, al contrario, de su vida después de robada no le habló, y en cuanto a la otra es lo común de la gente campestre, ya entonces era así, y no por coincidencia. Fue Ouroana a llevar la ropa al campamento de Monte da Graça, donde había vivido en estos días, le dijeron que pasase en otra ocasión que le darían el pago, en mantenencias, claro está, pero a ella no le importó, ni tienen que importarle las demoras a quien a hidalgos sirve, que de allí iba a partir para otra vida, con este hombre al lado, quien me quiera encontrar que me busque donde la guerra está más encendida, delante de la Porta de Ferro, pero esta noche no, por ser la primera en que estaremos juntos, mujer y hombre, apartados cuanto se pueda del campamento para que sea sin testigos nuestra entrega, bajo el cielo estrellado, oyendo el murmullo de la ola, y cuando la luna nazca aún estarán abiertos nuestros ojos, Mogueime dirá, No hay otro paraíso, y yo responderé, No fueron así Adán y Eva porque el Señor les dijo que habían pecado.
María Sara llegó a la hora prometida. Traía alguna comida, municiones de boca le llamaríamos con mayor propiedad vocabular, pues vino para una guerra, y muy consciente de sus responsabilidades, Sí, un beso, dos, tres, pero ahora no te distraigas, trabajando estabas, trabajando sigues, el tiempo llega para todo, hasta cuando es poco, y nosotros vamos a tener dos noches enteras y un día completo, la eternidad, dame sólo un beso más, y ahora siéntate, dime sólo cómo va la historia, se han encontrado ya Mogueime y Ouroana, Menos eufemísticamente, quieres decir si se han ido ya a la cama, En cierto modo, sí, Cómo en cierto modo, Es que no tenían cama, se acostaron a la luz de las estrellas, Qué suerte, Noche cálida, ellos estaban juntos y la marea subía, Espero que hayas escrito esas palabras, No, no las he escrito, pero aún estoy a tiempo. María Sara llevó los paquetes hacia dentro, mientras Raimundo Silva, de pie, miraba sus hojas con la expresión de quien sigue otro pensamiento, No puedes escribir más, preguntó ella al regresar, mi llegada te ha distraído, No es lo mismo si estás o si no estás, no somos un matrimonio viejo que ya ha perdido las emociones y hasta la memoria de haberlas tenido, al contrario somos Ouroana y Mogueime empezando, Te he distraído, Gracias a Dios, pero lo que estaba pensando es que no voy a seguir escribiendo aquí, Por qué, No sé muy bien, dejar el despacho fue huir de la rutina, una infracción a la costumbre que tal vez me ayudara a entrar en otro tiempo, pero ahora, que estoy casi regresando, me apetece volver a la silla y a la mesa de corrector, que es lo que soy a fin de cuentas, Por qué esa insistencia en lo de corrector, Para que todo quede claro entre Mogueime y Ouroana, Explícate, Igual que él nunca llegará a ser capitán, yo nunca seré escritor, Y tienes miedo de que Ouroana le dé la espalda a Mogueime cuando descubra que nunca será mujer de un capitán, Cosas así se han visto, Con todo, esa Ouroana vivió vida mejor cuando estaba con el caballero y ahora, aceptó a Mogueime y supongo que no la forzó él, No estoy hablando de Ouroana, Estás hablando de mí, bien lo sé, pero lo que dices no me gusta, Lo supongo, Que dure esta relación lo que ha de durar, pero quiero vivirla limpiamente, me gustaste tú por lo que tú eres, y supongo que lo que soy no impide que yo te guste, y basta, Discúlpame, De nada te sirve pedir disculpa, el mal está en vosotros, los hombres, todos, el machismo, cuando no es la profesión, es la edad, cuando no es la edad es la clase social, cuando no es la clase social es el dinero, es que no vais a decidiros nunca a ser naturales en la vida, Ningún ser humano es natural, No es preciso ser corrector para saberlo, una simple licenciada no lo ignora, Parece como si estuviéramos en guerra, Claro que estamos en guerra, y es guerra de sitio, cada uno de nosotros cerca al otro y es cercado por él, queremos echar abajo los muros del otro y continuar con los nuestros, el amor será que no haya más barreras, el amor es el fin del cerco. Raimundo Silva sonrió, Esa historia deberías haberla escrito tú, Nunca se me habría pasado por la cabeza la idea que a ti se te ocurrió, negar un hecho histórico absolutamente incontrovertido, Ni yo mismo sabría decir hoy por qué lo hice, Realmente, pienso que la gran división de la personas está entre las que dicen sí y las que dicen no, y tengo bien presente, antes de que me lo hagas notar, que hay pobres y ricos, que hay fuertes y débiles, pero lo que yo quiero decir no es eso, benditos los que dicen no porque de ellos debería ser el reino de la tierra, Debería, has dicho, El condicional fue deliberado, el reino de la tierra es de los que tienen el talento de poner el no al servicio del sí, o que, habiendo sido autores de un no, rápidamente lo liquidan para instaurar un sí, Bien dicho, Ouroana querida, Gracias, querido Mogueime, pero yo no soy más que una simple mujer, aunque doctora, Y yo un simple hombre, pese a ser corrector. Se echaron a reír los dos y después, ayudándose, llevaron al despacho los papeles, un diccionario, otros libros de consulta, Raimundo Silva se empeñó en ser él quien llevara el florero con las dos rosas, Esto es cosa mía, yo soy su inventor. Dispuso todo sobre la mesa, se sentó, miró muy serio a María Sara como si evaluara, por su presencia allí, el efecto de la mudanza de lugar, Ahora voy a escribir sobre los milagrosos casos de que fue autor, muerto ya y enterrado, el antes por otras admirables razones tan celebrado Enrique alemán, caballero de la ciudad de Bonn, según explicadamente se cuenta en la carta de Fray Rogeiro a aquel Osberno que acabó quedándose con la fama del cronista, carta que siendo en este punto digna de confianza mínima, es de máxima fe, y eso es lo que cuenta, Y yo, respondió María Sara mientras no llega la hora de la cena, que hoy será preparada y comida en casa, me quedaré sentada en este sofá leyendo la edificante obra de los milagros de San Antonio, para cuyo apetito me había preparado tu lectura del caso prodigioso de la mula que cambió la avena por el Santísimo Sacramento, fenómeno que no tuvo repetición, pues dicha mula, siendo estéril como todas las otras, no dejó descendencia, Principiemos, principiemos.
No había pasado más que una semana después de que el caballero Enrique fue sepultado en el cementerio de San Vicente, camposanto de los mártires extranjeros, cuando estaba Fray Rogeiro en su tienda compilando los apuntes que había tomado durante una vuelta que dio por los campamentos, caballero de su fiel mula, que en verdad tenía todas las cualidades propias de la especie, pero sufría de una gula incurable que no dejaba hierbajo ni grano de avena a salvo de sus dientes amarillos, estaba Fray Rogeiro así, de noche cerrada, cuando, por fatiga del viaje, después de haber dado tres dulces cabezadas, le entró un sueño tan profundo que parecía obra sobrenatural. Dice aquí que faltando al coro de la noche de Navidad, por asistir en la enfermería a un religioso agonizante, mereció San Antonio que se desunieran las paredes para adorar allí la hostia consagrada en el tiempo de la misa. Estaba durmiendo Fray Rogeiro, cuando entró en la tienda un caballero armado de todas sus armas menores, excepto la daga, y dirigiéndose a él lo sacudió por un hombro también tres veces, la primera con cuidado, la segunda con más ánimo, la tercera con fuerza. Dice aquí que estando San Antonio predicando al aire libre empezó a llover, e hizo entonces que lloviese sólo en derredor, quedando los oyentes en seco. Abrió Fray Rogeiro los ojos espantado y vio que tenía ante él al caballero Enrique, que le dijo, Levántate y ve a aquel lugar donde los portugueses enterraron a mi escudero, alejado de mí, y trae su cuerpo y entiérralo junto al mío, a la par de mi sepultura. Dice aquí que a una devota suya hizo oír San Antonio su voz a la distancia de una legua, y que a otra unió los cabellos cortados a los que en la cabeza continuaban. Miró Fray Rogeiro, y no viendo más al caballero ni sepultura alguna, creyó que estaba durmiendo y soñando, y para no desmentirse a sí mismo volvió a quedarse dormido. Dice aquí que habiendo San Antonio encontrado a un penitente y encontrando que él merecía absolución, se la dio, haciendo al mismo tiempo desaparecer todas las letras de un papel donde el dicho llevaba escritas sus culpas. Volvió Fray Rogeiro a dormir a sueño suelto, soñando que alguna comida averiada le había causado aquel molesto sueño, cuando volvió a entrar el caballero, otra vez lo sacudió para despertarlo, y dijo, No duermas, fraile, que te ordené que fueses a buscar a mi escudero a la tumba donde yace lejos de mí, y tú me oíste y no hiciste caso. Dice aquí que habiéndose derramado el vino en una bodega, San Antonio lo hizo volver a los toneles. Debía de estar Fray Rogeiro muy cansado para quedarse de inmediato dormido otra vez, despreciando, primero la petición, después la orden, pero ahora estaba inquieto en su sueño, como si adivinase que pronto le sería interrumpido, y así fue, que entró el caballero con suma ira y una espantosa y brava catadura, increpándolo con palabras de gran miedo, Vas a ver lo que te hago como no vayas inmediatamente a cumplir lo que tantas veces te he venido ya a decir. Dice aquí que con la señal de la cruz convirtió San Antonio un sapo en un capón, y después con la misma señal hizo de un capón un pez. No sería Fray Rogeiro digno de su sagrado ministerio si no hubiera aprendido con la lección de San Pedro, según la cual se puede negar y rechazar dos veces, pero que a la tercera, hasta sin que cante el gallo, se arriesga uno a sufrir brutales represalias, mayormente en casos en que intervengan espíritus, cuya fuerza material siempre rebasa la de los vivos en no sé qué tanto por ciento. Dice aquí que San Antonio con la señal de la cruz arrancó los ojos a un hereje por castigo, y por compasión volvió a restituírselos. Levantóse pues inmediatamente Fray Rogeiro de su conforto, y cogiendo una candela bajó al estero, asustando de paso a no pocos centinelas que creían que por allí pasaba un alma penada, tomó un batel y, esforzándose en los remos, atravesó al otro lado. Dice aquí que San Antonio unió prodigiosamente dos vasos rotos y devolvió el vino derramado al tonel de una devota, demostrando así que los milagros se pueden repetir sin que padezca mengua la potencia milagrosa. Adónde habrá ido Fray Rogeiro a buscar las fuerzas necesarias para el hercúleo trabajo que le había sido asignado, no se sabe, aunque se presume que al propio miedo que sentía, pero en poco tiempo abrió la sepultura y retiró al escudero, a quien a cuestas transportó al barco, y, empapado en sudores fríos y en sudores calientes, regresó al punto de partida, acarreó el tremendo peso cuesta arriba hasta San Vicente, y al lado del monumento del caballero hizo fosa y nueva sepultura. Dice aquí que estando San Antonio en Sicilia vio caer a una devota suya en un charco y que, incontinenti, la hizo salir de él compuesta y aseada. Entró Fray Rogeiro en su tienda y durmió el resto de la noche como una piedra, y cuando de mañana despertó y recordó lo que le había ocurrido, no sólo no dudó, pues tenía las manos y el hábito manchados de tierra y viscosidades sospechosas, sino que se escandalizó con el ingrato proceder del caballero, que ni se había dado el trabajo de venir a darle las gracias, él, que de aquel modo tan temprano lo había arrancado del precioso sueño. Dice aquí que San Antonio, estando en Roma, predicó en una sola lengua y lo entendieron perfectamente varias naciones. Ahora bien, no se acabaron así las manifestaciones maravillosas del caballero Enrique, antes bien ocurrió que a la cabecera de su tumba apareció una palma semejante a aquellas que tres siglos después traerán los romeros de Jerusalén en sus manos. Dice aquí que en Ferrara libró San Antonio a una inocente mujer de la injusta muerte maquinada por su marido, haciendo que un recién nacido hablase y declarase la inocencia de la madre. Creció la palma, empezó a echar hojas y se hizo alta, y vino el rey y todo el pueblo de soldados y de gente del común que por los campamentos andaba, y todos dieron muchas gracias a Dios. Dice aquí que en Arimino, siendo apedreado por los herejes, pasó San Antonio a las playas del mar y convocando a los peces les hizo un admirable sermón. Empezaron a venir los enfermos y cogían hojas de aquella palmera, y colgándoselas en el pecho eran curados inmediatamente de cualquier enfermedad que cada uno tuviese. Dice aquí que pasando de Arimino a Padua, convirtió San Antonio a veintisiete ladrones con un solo sermón. Qué prodigio, qué hermoso milagro. Dice aquí que, habiendo reprendido severamente San Antonio a un mozo que le había dado un puntapié a su propia madre, quedó el agresor tan compungido y arrepentido del mal que había hecho, que fue inmediatamente por un cuchillo y sin más advertencia se cortó el malicioso pie. Otros enfermos hubo que cogían las palmas y las tostaban y pisaban y mezclando el polvo con agua o vino, lo bebían, quedando luego sanos de cualquier dolor que en el cuerpo tuviesen. Dice aquí que se desangraba el mozo a punto de perder la lastimosa vida, y tantos gritos dio que se juntó pueblo alrededor de él queriendo saber el porqué, y él explicó, llorando mucho, que Fray Antonio le había dicho que aquél era el castigo que merecía, y en esto vino la madre quejándose de que el fraile había matado a su hijo, atribuyendo la imprudencia de éste al celo excesivo del santo. Corrió la fama de las virtudes curativas de la palma, y de tal manera que, en poco tiempo, de tanto llevar las hojas y los tallos, no le quedó nada sobre tierra, y como no le pusieron buena guardia, vinieron algunos de noche y arrancaron aquello que bajo tierra había quedado y se lo llevaron. Dice aquí que acudió San Antonio a la muchedumbre y, tomando el pie, que estaba separado de la pierna, con sus propias manos lo ajustó por los vestigios de la misma cisura, y haciendo sobre él la señal de la cruz, instantáneamente quedó unido con la misma solidez y la misma seguridad. No tendría fin el inventario bendito de las milagrosas obras del caballero Enrique si por extenso y con particularidades las discriminásemos todas, camino este que finalmente nos llevaría muy lejos del propósito de esté relato, que es, más que saber qué destino tuvo Lisboa, cosa que no es secreto para nadie, explicar cómo conseguimos nosotros, sin ayuda de los cruzados, llevar a buen fin el designio patriótico de nuestro rey Afonso, primero en este nombre y en todo. Dice aquí que, predicando San Antonio en Milán, apareció en Lisboa e hizo absolver a su padre de una deuda que no debía, y también dice que, estando predicando en Padua, apareció al mismo tiempo en Lisboa, donde hizo que un difunto hablara y de ello resultó el librar a su padre de la muerte. Ahora bien, testigos oculares de tales y tan maravillosos sucesos, dos hombres sordomudos que habían venido en la flota, pero no se sabe si ingleses, aquitanos, bretones, flamencos o renanos, fueron un día a la tumba del caballero y se acostaron al lado de ella, con gran devoción, pidiendo en sus voluntades que tuviera con ellos piedad y misericordia. Dice aquí que éstos fueron los milagros principales obrados por San Antonio en vida, pero que después de su muerte se observaron innúmeros y de tal calidad que en nada quedan a deber, hasta hoy, a los que operó por influjo de su presencia, en este papel sólo se mencionará uno de ésos como buena prueba de lo que queda dicho, y viene a ser que hizo pasar San Antonio a una devota suya de estéril a fecunda, y pariendo ella una mole informe la convirtió en creatura elegante, transformando así mitad de un milagro en milagro entero. Y estando los dos sordomudos así yaciendo, se quedaron dormidos ambos y en sueños les apareció el caballero Enrique en figura y traje de romero, y traía en su mano un bordón de palma, y habló a aquellos mancebos, y díjoles así, Levantaos y holgad y habed gran placer, id y sabed que por mis merecimientos y los de estos mártires que aquí yacen habéis ganado la gracia del Señor Dios, la cual gracia es con vosotros, y dicho esto, desapareció, y ellos, al despertar, notaron que podían oír, y hablar también, pero hablaban como tartajas, de manera que no se entendía en qué lengua estaban hablando, si la de los ingleses, la de los aquitanos, la de los flamencos, la de los renanos, o, conforme no pocos afirmaban, la de los portugueses, Y después, Después los dos tartajas volvieron a la sepultura del caballero con más devoción aún, si es posible, pero fueron oraciones perdidas, que tartajas quedaron para toda la vida, lo que a fin de cuentas no debiera extrañarnos, una vez que en cuestión de milagros no se puede comparar un caballero Enrique a San Antonio.
Vamos a cenar, dijo María Sara, y Raimundo Silva preguntó, Y qué tenemos hoy de cena, Será quizá pescado, quizá capón, pero si los milagros se hacen también de detrás hacia delante, no te extrañe que nos salte un sapo de la sartén.
Han pasado más de dos meses desde que se inició el cerco, tres meses del pago de la última soldada. Había esperado mucho Don Afonso Henriques, como en su tiempo fuimos informados, de las artes de ingeniería militar del caballero Enrique, y también de aquellos franceses y normandos no nombrados, pero la desastrosa muerte del santo hombre, aunque madre de otros prodigios, y la destrucción de la torre que debería atacar el muro sur de la Porta de Ferro, hicieron, en toda la gente, que el entusiasmo bélico pasara de fuego vivo a lumbre blanda, como es posible observar por lo atrasado que está el trabajo de aquellos extranjeros y por las interminables discusiones en que vienen gastando su tiempo los maestros carpinteros portugueses, que no logran ponerse de acuerdo sobre si más vale repetir tal cual la obra del alemán, respetando la patente, o introducir en ella modificaciones estructurales, por así decir, que den a la torre un toque nacional. Se robusteció la esperanza del rey con dos motivos, uno de ellos efecto directo del otro, y venía a ser, motivo primero, que si el asalto resultaba bien, quedaba la ciudad ganada, y por tanto, motivo segundo, podría licenciar a la tropa, mandarla a casa, hasta la próxima campaña, ahorrando una soldada general. Tuvo Don Afonso la honradez de no esconder los apuros por los que pasaba su tesorería, sin liquidez, lo que, por otra parte, sólo en su favor hablaba, pues sencillez y franqueza no son cualidades que habitualmente exornen a los gobernantes de todo el mundo, sin excepción de los nuestros. Pero esta manera de estar en la política nunca es compensada como merecería, y ahora tenemos aquí a un rey con la apetecida ciudad de Lisboa ante los ojos y sin poder llegarle, y encima obligado a rapar el fondo de las arcas para pagar sus haberes a un ejército que anda ya murmurando contra la tardanza. Claro está que no es ésta la primera vez que la corona se retrasa en los pagos, mayormente en estado de guerra, pensemos sólo en las vicisitudes de un conflicto, la recogida de dinero, el transporte, la cuestión de los cambios, el resultado de todo eso junto hace que la llamada a caja se haga generalmente tarde y a deshora, y no son raros los casos en los que la infelicidad es tanta que muere el soldado antes de recibir el sueldo, a veces por minutos.
Si hubiese Don Afonso Henriques conseguido el dinero unos días antes, la historia de este cerco hubiera sido diferente, no en su conocida conclusión, sino en sus trámites intermedios. Es que, con el paso del tiempo, estábamos ya a mediados de septiembre, y sin que se supiera cómo y de dónde había salido la inaudita idea, empezaron los soldados a decirse unos a los otros que, siendo tanto o tan poco hombres como los cruzados, también por igual deberían ser merecedores, y que estando sujetos a la misma muerte, les deberían ser reconocidos derechos en todo iguales a los de ellos, cuando llegase la hora del pago. Hablando claro, lo que ellos querían saber era por qué bulas iban los cruzados a tener derecho a saqueo, y aun así la mayoría se habían desinteresado de la empresa, mientras el soldadito portugués tendría que contentarse con un magro salario, asistiendo de bolsillos vacíos, al jolgorio, ocio y festival de los extranjeros. A los oídos de los capitanes llegaron ecos de estos movimientos y encuentros, pero la pretensión era tan absurda, iba en tal manera contra toda ley y usanza, tanto las escritas como las consuetudinarias, que la respuesta fue encogerse de hombros y un comentario displicente, Son parvos, con lo que pretendían significar, Son pequeños, que en aquel tiempo aún se daba importancia a la etimología, no es como hoy, que no puede llamársele parvo a nadie, aunque sea obviamente menguado, sin que le pongan de inmediato a uno una querella por ofensa. Por el sí o por el no, mandaron los capitanes recado a Don Afonso Henriques para que se diera prisa en liquidar los sueldos atrasados, porque andaba relajándose la disciplina y la tropa remoloneaba cada vez que los sargentos mandaban atacar, Por qué no va él, que tiene divisas, y era muy injusto el comentario, que nunca sargento alguno se quedó en la trinchera viendo en qué paraban los resultados del asalto, si debía avanzar para recoger los laureles o quedarse para reprender y castigar a los cobardes fugitivos. Al cabo de más de una semana, cuando las opiniones subversivas ya habían dejado de expresarse por la boca pequeña para ser proclamadas en voz alta en ayuntamientos espontáneos o convocados, corrió la noticia de que al fin iba a serles pagado el sueldo. Suspiraron de alivio los capitanes, pero pronto se les cortó la respiración cuando los de las cajas vinieron diciendo que no aparecía nadie a cobrar. En el propio campamento del rey la afluencia fue diminutísima, e incluso ésa debería ser interpretada como consecuencia de una intimidación, que en cualquier momento podía el quinto darse de narices con el rey y preguntarle éste, Has ido ya a cobrar, y de dónde iba a sacar el tímido recluta valor para responder, Sepa su alteza por qué no he ido, o me pagan lo mismo que a los cruzados, o no vuelvo a la guerra.
Todo el temor de los capitanes era que los moros se apercibieran de la bellaquería que circulaba por los campamentos de los cristianos, no fuera el caso que aprovechasen el desconcierto que en ellos reinaba para, en surtidas fulminantes, irrumpir al mismo tiempo por las cinco puertas y barrer a unos al mar y precipitar a los otros desde las alturas. Por eso, antes de que se hiciera irremediablemente tarde, mandaron llamar, no a los cabecillas, que no los había, sino a unos cuantos soldados que, por hablar más alto, habían ganado cierto imperio sobre los otros, y quiso el destino que en la Porta de Ferro fuese Mogueime uno de ellos, que su amor por Ouroana no le distraía de las responsabilidades cívicas y de los justos intereses personales y colectivos. Así que fueron los tres procuradores al capitán, a quien, preguntados, participaron de las sabidas razones. Usó Mem Ramires, y es de creer que en los otros campamentos haya sido éste también el discurso, de arrebatadoras exhortaciones patrióticas, las cuales, pese a ser una novedad, no conmovieron a los soldados de su firmeza, pasando después de los gritos a las amenazas, que tampoco produjeron efecto, y finalmente, tomando a Mogueime como interlocutor, exclamó Mem Ramires, con la voz embargada de emoción, Cómo es posible que tú, Mogueime, estés metido en esta conspiración, tú, que fuiste mi compañero de armas en Santarem, cuando generosamente me prestaste tus hombros y tu gran estatura para que yo pudiera lanzar a las almenas la escalera por donde después todos subimos, y ahora, olvidado del papel importantísimo que representaste en aquella gloriosa jornada, desagradecido a tu capitán, ingrato a tu rey, estás ahí, encuadrillado con unos vagabundos ambiciosos, cómo es posible, y Mogueime, sin desconcertarse, no respondió más que esto, Mi capitán, si necesita subir otra vez a caballo de mis hombros para llegar con la espada, las manos o la escalera al adarve más alto de Lisboa, cuente conmigo, vamos ya si quiere, pero la cuestión no es ésa, la cuestión es que queremos que se nos pague como a los extranjeros, y repare mi capitán hasta dónde llega nuestra sensatez, que no vinimos aquí a pedir que se pague a los extranjeros como nos pagan a nosotros. Los otros dos procuradores asintieron en silencio, que tal elocuencia no precisaba reiteración, y acabó la conferencia.
Hizo Mem Ramires su informe al rey, el cual, en lo esencial, coincidía con los de otros capitanes, sugiriendo, con todo respeto, que mandase su alteza que comparecieran en su presencia los delegados del movimiento de las fuerzas armadas, que tal vez ante la majestad real se les redujese el atrevimiento y se les encogiesen los ánimos. Dudó Don Afonso Henriques en condescender, pero la situación apretaba, en cualquier momento podían los moros darse cuenta de la inactividad de los enemigos, y, en desespero de causa, pero furioso, mandó venir a los procuradores. Cuando los cinco hombres entraron en la tienda, el rey, de cerrada catadura y con los potentes brazos cruzados sobre el pecho, los increpó sañudamente, No sé si mandar que os corten los pies que os han traído, o la cabeza, de donde saldrán, si a tal cosa os atrevéis, vuestras osadas palabras, y tenía los ojos llameantes puestos en el más alto de los delegados, que era, como se adivina, Mogueime. Fue hermosa cosa de ver, probablemente sólo posible en aquellos inocentes tiempos, cómo pareció crecer aún más la figura de Mogueime y cómo le vino clara la voz para decir, Si vuestra alteza nos manda cortar la cabeza y los pies, será todo vuestro ejército quien quedará sin pies ni cabeza. No quería Don Afonso Henriques creer a sus oídos, que un soldado de la infantería popular pretendiese reivindicar para su vil gremio méritos que sólo a la caballería de los nobles deberían ser reconocidos, que ella, sí, es verdadero ejército, sin que sirva la peonada más que para redondear las huestes en el campo de batalla o para hacer cordón en los cercos, como es el caso en el que estamos. Incluso así, y porque la naturaleza lo había dotado de algún sentido del humor, conformado, evidentemente, a las circunstancias del tiempo, encontró graciosa la respuesta del delegado, no tanto en cuanto al fondo de la cuestión, más que discutible, como por causa del feliz juego de palabras. Volviéndose hacia los cuatro capitanes, que también habían sido llamados, dijo en tono de sonriente escarnio, Este país, por lo visto, empieza mal, y después, cambiando de expresión y afirmándose mejor en Mogueime, añadió, Yo te conozco, quién eres tú, Estuve en la toma de Santarem, señor, respondió Mogueime, y a mis hombros subió el capitán Mem Ramires, que ahí está, Y por eso te crees autorizado para venir aquí a protestar y a reclamar lo que no puede ser tuyo, No es por eso, señor, sino porque lo quisieron mis compañeros, de quienes, como éstos, soy voz y lengua, Y qué queréis, ellos y tú, Ya lo sabéis, señor, queremos tener parte justa en el saqueo, como quien aquí vino a dar su sangre, que, derramada, es igual en color a la de los cruzados extranjeros, como igualmente a ellos hieden nuestros cuerpos si la muerte nos toca y podrecemos, Y si yo dijese que no, que no tendréis parte en el saqueo, Entonces, señor, tomaréis la ciudad con los pocos cruzados que os quedan de los que no se fueron, Es una rebelión esto que estáis cometiendo, Señor, os ruego que no lo toméis así, y si es verdad que hay alguna ganancia en nuestro espíritu, pensad también que es acto de justicia pagar igual a igual, y que este país en principio de vida empezará mal si no empieza justo, recordad, señor, lo que ya nuestros abuelos dijeron, que lo que torcido nace no hay quien lo enderece, no queráis que torcido nazca Portugal, no lo queráis, señor, Dónde te han enseñado a hablar así, que ni clérigo mayor, Las palabras, señor, están en el aire, cualquiera puede tomarlas. Don Afonso Henriques, que ya había calmado su furia, se quedó pensando, con la mano derecha prendida en la barba, y había en su mirada una cierta expresión de melancolía como si dudase de tantos actos que practicara, y los otros, desconocidos, que lo esperaban en el futuro para valorarlo según la medida del alma con que viniese a enfrentarse con ellos, y estando así unos minutos, en un silencio que ninguno de los presentes se atrevía a quebrantar, dijo por fin, Marchad, luego os instruirán vuestros capitanes sobre lo que con ellos voy a decidir.
Hubo fiesta en los cinco campamentos, que hasta en el Monte da Graça se perdió la timidez, cuando, reunidas las tropas en alarde, vinieron los heraldos a anunciar la merced que hacía el rey de que a todos los soldados, sin diferencia de graduación o antigüedad, les quedaba reconocido el derecho de saqueo en la ciudad, según las costumbres y salvaguardadas las partes que correspondían a la corona y las que se habían prometido a los cruzados. Las aclamaciones fueron tantas y tan prolongadas que definitivamente se convencieron los moros de que había llegado la hora del asalto final, aunque ningunos preparativos anteriores lo hicieran esperar. Tal no sucedió realmente, pero desde lo alto de los muros pudieron ver la actividad en los campamentos, igual que las hormigas alborotadas por el súbito descubrimiento de una mesa puesta y servida a la orilla del caminillo por el que no habían hecho más que acarrear barbas de espigas y migajas de compango. En una hora se pusieron de acuerdo los maestros carpinteros, en dos hervían de diligencia los astilleros donde, perezosamente, la carcoma iba acabando con las torres en construcción, manera figurada de decir, pues los hilótomos y los anobios no está dotados de instrumentos de corte y perforación capaces de enfrentarse con la madera verde y vencerla, y en tres tuvo alguien la idea de que, cavando por debajo de la muralla una mina honda y llenándola de leña y pegándole fuego, el calor de aquel horno haría dilatar las piedras y desencajarse las junturas, con lo que, empujando también Dios un poco, se vendría todo al suelo en un amén. Murmuran los escépticos y los que siempre están maldiciendo de la naturaleza humana que estos hombres, antes insensibles al amor de la patria e indiferentes al futuro de las generaciones, por el amor al satánico lucro se desvelaban ahora, no sólo en el duro trabajo del cuerpo, sino también en las invisibles y superiores operaciones del alma y de la inteligencia, pero habrá que decir que rematadamente se equivocan, pues lo que allí era motor de voluntades y generador de alegrías resultaba infinitamente más del contento que en el espíritu siempre hará nacer una justicia que sea igual para todos y que de que cada uno haga destinatario escogido de un integral e incorruptible derecho.
Con estas nuevas disposiciones de los cristianos, que incluso a distancia se hacían patentes, empezó el desánimo a filtrarse en el ánimo de los moros, y si en la mayor parte de los casos era a la propia y necesaria lucha contra la flaqueza despuntante adonde iban a buscar fuerzas nuevas, algunos hubo que cedieron a los miedos reales e imaginados e intentaron salvar el cuerpo buscando en un precipitado bautismo cristiano la condenación de su islámica alma. Por la callada de la noche, usando cuerdas improvisadas, bajaron de las murallas y, ocultos en las ruinas de las casas del arrabal y entre los arbustos, esperaron al nacer del día para surgir a la luz. Con los brazos en alto, con la cuerda que les había ayudado a bajar la muralla puesta alrededor del cuello como señal de sujeción y obediencia, caminaron hacia el campamento, al tiempo que daban altas voces, Bautismo, bautismo, creyendo en la virtud salvadora de una palabra que hasta entonces, firmes en su fe, habían detestado. Desde lejos, viendo a aquellos moros rendidos, creyeron los portugueses que venían a negociar la propia rendición de la ciudad, aunque les pareciera raro que no hubiesen abierto las puertas para que salieran, ni obedecido al protocolo militar prescrito en estas situaciones, y sobre todo, aproximándose más los supuestos emisarios, resultaba notorio, por lo andrajoso y sucio de las ropas, que no se trataba de gente principal, pero cuando al fin fue comprendido lo que ellos pretendían, no tiene descripción el furor, la saña enloquecida de los soldados, baste decir que en lenguas, narices y orejas cortadas fue aquello un matadero, y, como si tanto fuese nada, con golpes, puñetazos e insultos los hicieron volver a la ciudad, algunos, quién sabe, esperando sin esperar un imposible perdón de aquellos a quienes habían traicionado, pero fue un triste caso, que todos acabaron allí muertos, apedreados y acribillados a flechazos por sus propios hermanos. Después de esta trágica aventura cayó sobre la ciudad un silencio pesado, como si un luto más profundo tuviesen que purgar, tal vez el de una religión ofendida, tal vez el insoportable remordimiento de los actos fratricidas, y fue entonces cuando, rompiendo las últimas barreras de la dignidad y del recato, el hambre se mostró en la ciudad en su más obscena expresión, que menor obscenidad es la exhibición de los comportamientos íntimos del cuerpo que ver extinguirse ese cuerpo por mengua de alimento bajo la indiferente e irónica mirada de dioses que, habiendo dejado de guerrear unos contra otros por ser inmortales, se distraen del aburrimiento eterno aplaudiendo a los que ganan y a los que pierden, a unos porque matan, a otros porque mueren. Por orden inverso a las edades se apagaban las vidas como candelas agotadas, primero los niños pequeños, que no encontraban ni una sola gota de leche en los pechos marchitos de sus madres y se deshacían en podredumbres interiores causadas por alimentos impropios que en último recurso les querían hacer ingerir, después los más crecidos, a quienes, para sobrevivir, no bastaba lo que los adultos se quitaban de la boca, y de éstos más las mujeres que los hombres, que ellas se privaban para que ellos pudieran llevar una última energía a la defensa de los muros, incluso así los viejos eran los que mejor resistían, tal vez gracias a la poca exigencia de cuerpos que por sí mismos se disponían a entrar leves en la muerte para no sobrecargar la barca en que atravesarán el último río. Ya entonces habían desaparecido los gatos y los perros, las ratas eran perseguidas hasta en las tinieblas fétidas donde se refugiaban, y ahora por patios y jardines se raspaban las hierbas hasta las raíces, el recuerdo de una cena de perro o gato equivalía al sueño de una era de abundancia, cuando aún las personas se podían ofrecer el lujo de tirar los huesos mal descarnados. En los vertederos, ahora, se buscaban restos que diesen para el aprovechamiento inmediato o para transformarlos, por cualquier medio, en comida, y el ardor de la busca era tal que las últimas ratas, surgiendo de lo invisible en medio de la noche negra, casi nada encontraban que pudiese aprovechar a su voracidad indiscriminada. Lisboa gemía de miseria, y era una ironía grotesca y terrible que los moros tuvieran que celebrar su ramadán cuando el hambre hizo el ayuno imposible.
Y así se llegó a la Noche del Destino, esa de la que se habla en la sura noventa y siete del Corán que conmemora la primera revelación del profeta, y en la que, según la tradición, se revelan a su vez los acontecimientos de todo el año. Para estos moros de Lisboa, sin embargo, el destino no esperará tanto tiempo, va a cumplirse en estos días, y llegó sin ser esperado, pues no lo reveló la Noche de hace un año, o no lo supieron leer en sus arcanos, engañados por estar todavía tan al norte los cristianos, ese Ibn Arrinque de mala simiente y su tropa de gallegos. No se puede averiguar la razón por la que los moros atizaron en toda la extensión de los adarves grandes hogueras que, como una enorme corona de fuego rodeando la ciudad, ardieron durante toda aquella noche, llenando de espanto y de inquieto temor religioso los corazones de los portugueses, a quienes el asombroso espectáculo por ventura haría dudar de las esperanzas de victoria si no tuvieran buena información del desespero al que habían llegado los desgraciados. Con el alba, cuando los almuédanos llamaron a oración, las últimas columnas de humo negro se alzaban hacia un cielo purísimo y, teñidas de rojo por el sol naciente, eran empujadas por una brisa suave, sobre el río, en dirección a Almada, como una amenaza.
Eran, realmente, llegados los días. La excavación de la mina había terminado, las tres torres, la normanda, la francesa, y también la portuguesa, cuya construcción en breve tiempo alcanzó a las otras, se levantaban cerca de los muros como gigantes dispuestos a alzar el puño tremendo que iría a reducir a escombros y destrozos una barrera a la que va faltando el cemento de la voluntad y de la valentía de quienes hasta ahora la defendieron. Sonámbulos, los moros ven las torres que se aproximan, y sienten que ya sus brazos apenas pueden levantar la espada y tensar la cuerda del arco, que los ojos turbios confunden las distancias, es la derrota que ahí viene, peor qué la muerte. Abajo, el fuego roe la muralla, de la mina salen chorros de humo, como de dragón agonizando. Y es entonces cuando en un esfuerzo final, los moros, intentando sacar de su propia desesperación las últimas energías, irrumpen por la Porta de Ferro para una vez más incendiar la torre amenazadora, que desde arriba, por estar mejor protegida, no lograrían destruir. De un lado y otro se mata y muere. El fuego llega a prender en la torre, pero el incendio no se propagó, los portugueses la defienden con furia igual a la de los moros, aunque hubo un momento en el que, aterrorizados, heridos unos y otros fingiéndolo, dejando las armas o con ellas vestidos, algunos huyeron lanzándose al agua, una vergüenza, menos mal que no hay aquí cruzados para registrar la cobardía y llevar de ella afrentosa noticia al extranjero, que es donde las famas se hacen o se pierden. En cuanto a Fray Rogeiro, no hay peligro, anda de observación por otros parajes, si alguien le ha delatado lo que aquí pasó, siempre podremos argumentar, Cómo puede estar tan seguro, si no estaba allí. Flaquearon a su vez los moros, los portugueses de mayor coraje avanzaban ahora, pidiendo auxilio a todos los santos y a la Virgen Santa María, y, o por esto, o porque todos los materiales tienen un límite de resistencia, lo cierto es que con tremendo estruendo se vino abajo el muro, abriéndose un boquete enorme, por el que, disipados humo y polvo, se podía al fin ver la ciudad, las calles estrechas, las casas apiñadas, la gente presa de pánico. Los moros, amargados por el desastre, retrocedieron, se cerró la Porta de Ferro, era igual, que otro vano se había desgarrado casi al lado, para él no hay puerta, a no ser, tan precaria, los pechos de los moros que surgen para cubrir la abertura, con desesperada ira que hace vacilar de nuevo a los portugueses, menos mal que la torre de aquí pudo al fin alcanzar el muro, al tiempo que un alarido de miedo y agonía se oía en la otra parte de la ciudad, eran las otras dos torres embistiendo contra la muralla, y haciendo puentes por donde los soldados, gritando, Sus, sus, a ellos, invadían los adarves. Lisboa estaba ganada, se había perdido Lisboa. Tras la rendición del castillo, se estancó la sangría. Sin embargo, cuando el sol, descendiendo hacia el mar, tocó el nítido horizonte, se oyó la voz del almuédano de la mezquita mayor clamando por última vez desde lo alto, donde se había refugiado, Allahu akbar. Se estremecieron las carnes de los moros a la llamada de Alá, pero la llamada no llegó al fin porque un soldado cristiano, de más celosa fe, o pensando que aún le faltaba un muerto para dar por terminada su guerra, subió corriendo al alminar y de un tajo degolló al viejo, en cuyos ojos ciegos relampagueó una luz en el momento de apagársele la vida.
Son las tres de la madrugada. Raimundo Silva posa el bolígrafo, se levanta lentamente, ayudándose con las palmas de las manos apoyadas en la mesa, como si de repente le hubieran caído encima todos los años que tiene por vivir. Entra en el dormitorio, que una luz débil apenas ilumina, y se desnuda cautelosamente, evitando hacer ruido, pero deseando en el fondo que María Sara se despierte, para nada, sólo para poder decirle que la historia ha llegado a su fin, y ella, que al fin no estaba durmiendo, le pregunta, Has acabado, y él respondió, Sí, he acabado, Y cómo termina, Con la muerte del almuédano, Y Mogueime, y Ouroana, qué les ha pasado, Supongo que Ouroana volverá a Galicia, y Mogueime irá con ella, y antes de partir encontrarán en Lisboa un perro escondido que los acompañará en el viaje, Por qué crees que se van, No lo sé, por lógica debieran quedarse, Qué más da, quedamos nosotros. La cabeza de María Sara descansa en el hombro de Raimundo, con la mano izquierda él le acaricia el pelo y el rostro. Tardaron en dormirse. Bajo el alpende del mirador respiraba una sombra.
[*] El Romero y el Escudero Telmo son personajes centrales de la tragedia romántica Frei Luiz de Sousa, de Almeida Garrett (1799-1854).
* Bartolomeu Lourenço de Gusmão (1685?-1727). Sacerdote jesuita portugués, convertido al judaísmo en sus últimos años, envuelto en procesos de judería por la Inquisición, inventor de diversos instrumentos mecánicos, entre ellos un pájaro volante (a passarola), posiblemente un globo con el que se dice que realizó varias ascensiones. Es personaje destacado en la novela Memorial del convento, de José Saramago.
* Alexandre Herculano de Carvalho (1810-1877). Poeta, narrador, doctrinario del romanticismo y, sobre todo, autor de una gran Historia de Portugal.