Los constantes enfrentamientos entre las familias romanas Gaetani y Colonna, que habían convertido Roma en un sangriento campo de batalla, obligaron al papa Benedicto XI a buscar seguridad fuera de los territorios de Italia. Su sucesor, Clemente V, que ostentaba el cargo de arzobispo de Bordeaux cuando fue elegido por el cónclave, a la vista de la situación en que se hallaban los Estados Pontificios, decidió no moverse de Francia hasta que las cosas en Roma se hubieran calmado, iniciando así el período conocido, no se sabe muy bien por qué, como «El cautiverio de Babilonia». Pero las cosas no mejoraron en absoluto, y Juan XXII, elegido dos años después de la muerte de Clemente -años en que la silla de San Pedro permaneció vacía por primera vez en su historia-, optó por seguir en su palacio episcopal de Aviñón, que se convirtió, de este modo, en el centro de la cristiandad. Después de dos Papas francos, ¿quién puede saber si el pontificado volverá algún día a Italia?
Sin embargo, lo que sí estaba claro en aquellas postrimerías del mes de abril de 1317 era que Jonás y yo debíamos recorrer cuatrocientas setenta millas a lomos de nuestras caballerías -atravesando los arriesgados desfiladeros pirenaicos-, con el tiempo pisándonos los talones. Pese a todo, nos entretuvimos más de lo deseable en Barcelona para despedirnos de Joanot y Gerard, que regresaban a Rodas.
Jonás y yo, que no podíamos relajarnos en nuestro viaje, atravesamos Foix y el Languedoc en un suspiro, parando en Narbonne un par de días para descansar y reemplazar los caballos y las mulas. Casi siempre dormíamos junto al camino, sobre nuestras capas, al resguardo de un buen fuego, y aunque al principio el muchacho se quejaba un poco de las incomodidades a las que no estaba acostumbrado, pronto encontró el placer de dormir bajo las estrellas, con el cuerpo apoyado directamente sobre la madre tierra. Yo no podía explicarle lo importante que es el contacto con las arcanas fuerzas de la vida porque él no había sido iniciado todavía, pero en poco tiempo se le vio reverdecer como una planta en primavera, y el escurrido y pálido novicio de Ponç de Riba, que ya era casi tan alto como yo, se convirtió en el vigoroso armiger al que todo caballero hospitalario tiene derecho por su condición.
Cruzamos Béziers a galope tendido, y alcanzamos el Nemausus [2] de la Galia Narbonensis en sólo una jornada de viaje desde Montpellier. Finalmente, a última hora de la tarde del 31 de mayo, entrábamos en el territorio papal llamado Comtat Venaissin, estratégicamente situado entre Francia, Alemania e Italia, y nuestros animales pisaron, al fin, el magnífico Pont St. Bénézet, sobre el negro Rhóne [3], cuando todavía el sol no había desaparecido a nuestras espaldas.
El Castillo del Obispo, alma del orbe, fue el primero de los imponentes edificios con los que tropezamos nada más cruzar las murallas de Aviñón; le echamos una mirada cansada y curiosa y continuamos nuestra exhausta cabalgata a paso sofrenado en dirección al barrio judío, tras el cual se hallaba la capitanía de los Caballeros del Hospital de San Juan.
Un siervo nos abrió las puertas y se hizo cargo de nuestras caballerías mientras nosotros éramos conducidos al interior por un armiger.
– ¿Dónde queréis alojar a vuestro escudero? -preguntó éste sin volver la cabeza.
– Llevadle con vos, hermano. Que duerma con los armigeri.
Jonás dio un respingo y me miró ofendido.
– Lo siento, frere Galcerán -dijo-, pero yo no puedo dormir en una casa de hospitalarios.
– ¿Ah, no? -repuse divertido avanzando por unos amplios y extensos pasillos cubiertos de ricos tapices-. ¿Y dónde quieres dormir?
– Si no os molesta, preferiría llegarme hasta el convento mauricense más cercano. Así se lo prometisteis al prior de mi monasterio y ya habéis incumplido bastante vuestra promesa durante el viaje, ¿no os parece?
Su insolencia se había hecho tan grande como su cuerpo, pero era preferible soportarle así antes que verle convertido en un sumiso monacus de Ponç de Riba.
– Sea. Vete. Pero mañana, con las primeras luces, te quiero listo en el patio y con los caballos preparados.
El armiger carraspeó.
– Hermano…
– Decid.
– Siento tener que informar a vuestro escudero de que en la ciudad de Aviñón no hay comunidades mauricenses. -Se detuyo frente a una puerta bellamente labrada y sujetó las manijas con ambas manos-. Ya hemos llegado.
– Muy bien, Jonás, escucha -le dije volviéndome hacia él, exasperado-. Ahora seguirás al criado y dormirás con los armigeri, y mañana por la mañana te darás una buena fregada por todo el cuerpo con agua fría, te quitarás la suciedad del camino, y harás desaparecer de mi vista esa vieja saya mauricense… Y ahora, vete.
El gran comendador de Francia, el prior de Aviñón y otros destacados oficiales de mi Orden me esperaban en la sala. Mi aspecto no era precisamente el más correcto para un encuentro de tan alto nivel, pero ellos parecieron no dar importancia al hábito sucio, al mal olor y a la barba de varios días. En realidad, se trató sólo de una corta bienvenida y de ponerme en antecedentes de cómo iba a ser el inmediato encuentro con el Papa: únicamente el gran comendador de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, y yo, acudiríamos a la cita con el Pontífice, y, para mi sorpresa, me anunció que lo haríamos disfrazados de franciscanos -con los que, por cierto, Su Santidad no tenía muy buenas relaciones por causa de las famosas tesis sobre la pobreza de Nuestro Señor Jesucristo-, y que haríamos el camino a pie y sin darnos a conocer hasta que llegáramos a sus habitaciones privadas, donde nos esperaba a la hora de maitines.
– ¡A la hora de maitines! -grité aterrorizado-. ¡Mi señor Robert, por caridad, ordenad que me preparen un baño urgentemente! No puedo presentarme ante Su Santidad con este aspecto. También me gustaría comer algo, si es que nos alcanza el tiempo.
– Tranquilo, hermano, tranquilo… La cena está caliente y detrás de esa puerta os espera el barbero. No os preocupéis; todavía faltan tres horas.
Era noche cerrada cuando, transformados de repente en un par de poverellos de Francesco, el comendador y yo afrontábamos las preguntas de las patrullas papales que hacían la ronda nocturna por la ciudadela. Con la mayor serenidad, respondíamos, simplemente, que nos habían llamado de la catedral de Notre Dame des Doms, donde una anciana sin familia estaba agonizando en la sacristía. Era una respuesta absurda, y si los soldados se hubieran parado a pensar, se habrían dado cuenta de que, a esas horas, ni siquiera los freires franciscanos salen de su convento por una anciana que debía estar ya muy bien atendida espiritual y sacramentalmente por algún prelado de la iglesia en la que, supuestamente, agonizaba. Pero no se apercibieron, así que nos dejaron pasar sin problemas. Siempre digo que la gente piensa demasiado poco.
Notre Dame des Doms, por encontrarse junto al Castillo del Obispo -dentro del recinto protegido por las antiguas murallas romanas-, era un destino perfecto: nos permitía avanzar en la dirección correcta sin despertar sospechas. Por fin, la dejamos a un lado y, dando un pequeño rodeo, nos encontramos de pronto frente a los portalones de las cuadras papales.
– Fijaos -me susurró frey Robert-. Están entornados.
Parecía no haber nadie en las inmediaciones, así que empujamos las maderas y nos colamos dentro. El interior estaba húmedo y caliente. Algunos animales se alertaron por nuestra presencia y relincharon y piafaron inquietos. Pero, por fortuna, no apareció ni un alma para comprobar qué estaba pasando.
Una linterna situada estratégicamente en el guadarnés nos indicó el buen camino y de este modo, siguiendo señales parecidas, nos introdujimos hasta la cámara privada del Papa por una puerta oculta en la pared que venía a dar a la parte posterior de un pesado tapiz de damasco. Una chimenea encendida caldeaba la estancia, ocupada en su centro por una enorme cama con dosel en cuyos cortinajes estaban bordados los escudos pontificios y, sobre una sencilla mesa de madera, tres vasos de oro y una jarra de plata llena de vino nos indicaron que nuestra presencia era esperada y que debíamos aguardar la llegada de nuestro anfitriónn.
– Lo raro es… -comentó frey Robert en un susurro; yo le sacaba una cabeza en altura, así que apenas me miraba cuando me dirigía la palabra-, que se pueda dejar tan vacío un palacio episcopal sin que a nadie se le ocurra hacer preguntas.
– Escuchad -dije yo-. Están todos en el piso inferior. ¿No oís, sire, los cantos del Matutinale bajo vuestros pies? El Papa ha debido convocar al rezo a todo el personal para dejarnos expedita la entrada.
– Tenéis razón. Este Papa es astuto como un zorro… ¿Sabíais que, a pesar de su avanzada edad, en menos de un año ha tomado con firmeza las riendas de la Curia y ha llenado las vacías arcas del Tesoro Apostólico? Se habla ya de millones de florines de oro…
– He pasado casi un año y medio encerrado en un cenobio mauricense -me disculpé por mi ignorancia-, y no sé mucho acerca de las cosas que han pasado en el mundo.
– Pues, veréis, es opinión general que los Padres conciliares decidieron cortar por lo sano y quedarse con el mal menor después de dos años encerrados en cónclave sin tomar ninguna decisión. No obstante, a pesar de haber sido designado por aburrimiento, Juan XXII ha resultado una excelente elección: tiene un poderoso carácter, muy osado y tenaz, y está resolviendo, uno a uno, todos los problemas que tenía la Iglesia hasta su llegada.
Mientras frey Robert me exponía con evidente admiración las espectaculares proezas del nuevo Papa, observé que, al poco, los rezos llegaban a su fin y que fuera de la estancia se empezaban a escuchar los pasos sigilosos y las voces ahogadas de los sirvientes. No tuvimos que esperar mucho para ver cómo se abría la puerta y cómo su santidad Juan XXII hacía acto de presencia en el dormitorio precedido por un afanoso y solícito cubicularius.
Juan XXII, en el mundo Jacques d‘Euse, era un hombrecillo menudo de aspecto insignificante que se movía con suavidad y elegancia, como si ejecutara una danza misteriosa cuya música sólo él pudiera escuchar. Tenía los ojos pequeños y redondos, muy juntos, y todo su rostro se afilaba hacia el pico del mentón -orejas, nariz, labios-para darle el extraño aspecto de una peligrosa ave rapaz. Vestía una capa magna de color púrpura cuya cola se arrastraba y se movía como un perro tras su amo. Al quitarse la birreta, su noble y pequeña cabeza apareció monda y redonda como una pelota. Frey Robert y yo, a pesar de nuestros hábitos franciscanos, hincamos rodilla en tierra con gesto militar y abatimos nuestras testas a la espera de su bendición, una bendición que se demoró hasta el agotamiento porque, mientras nosotros permanecíamos de hinojos, Su Santidad se acomodó en un sillón de brocado, se dejó arreglar cuidadosamente las vestiduras por el cubicularius y se bebió un buen vaso de vino caliente sin prestar atención a nuestra presencia. Luego carraspeó y nos ofreció, por fin, el bellísimo anillo pastoral, hecho de un solo y enorme rubí, para que lo besáramos.
– Pax vobiscum… -murmuró rutinariamente.
– Et cum spiritu tuo -respondimos frey Robert y yo como un solo hombre.
– Incorporaos, caballeros del Hospital. Tomad asiento.
El cubicularius nos obsequió con sendas copas de vino caliente que sujetamos ávidamente entre las manos, y nos dispusimos a escuchar lo que el Santo Padre quería decirnos.
– Vos debéis ser Galcerán de Born -comenzó el Santo Padre-, al que llaman el Perquisitore.
– Sí, Santidad.
– Debéis sentiros orgulloso, caballero de Born -su voz era acre y aguda, y mientras hablaba tamborileaba con los dedos sobre los brazos de su sillón-, vuestro senescal de Rodas habla maravillas de vos. A Nuestra demanda de ayuda respondió que tenía el hombre perfecto para la delicada misión que vamos a encomendaros. Dijo, para que lo sepáis, que, además de un monje devoto, erais un hombre de grandes recursos y de muchos ardides, con una reconocida capacidad para descubrir la verdad, y que no sólo gozabais de una gran reputación como médico sabio, responsable y competente, sino que, además, sabíais investigar y resolver los problemas como ninguna otra persona era capaz de hacerlo. ¿Es eso cierto, sire Galcerán?
– No diría yo tanto, Santidad… -murmuré abrumado-. Pero es verdad que he participado con cierto éxito en el esclarecimiento de algunos enigmas. Ya sabéis que, al fin y al cabo, los hombres son hombres aunque el Espíritu vele por la salvación de sus almas.
El Papa hizo un gesto de aburrimiento y se recogió los faldones de la capa. Pensé que había hablado demasiado y me dije que no despegaría más los labios hasta que no me fuera expresamente solicitado.
– Pues bien, sire Galcerán, en vuestras capacidades confío para poder tomar una importante decisión que puede alterar el curso de mi reinado. Por supuesto, nada de lo que se diga hoy aquí puede salir de entre estas cuatro paredes. Apelo a vuestro voto de obediencia.
– Freire Galcerán de Born no hablará, Santidad -confirmó frey Robert.
El Papa asintió repetidamente con la cabeza.
– Que así sea. Supongo -empezó- que estaréis enterado de los desagradables sucesos que llevaron a mi antecesor, Clemente, a disolver la peligrosa Orden del Temple, ¿no es cierto? -inquirió mirándome a los ojos.
Durante un instante fugaz, un gesto de incrédula sorpresa y de profundo desagrado cruzó mi semblante pero, apercibiéndome de ello, dominé rápidamente la contracción que se iniciaba en los músculos de mi cara. ¿Acaso la misión que Su Santidad pensaba encomendarme estaba relacionada con los templarios? Vivediós que, si así era, acababa de meterme en la boca del lobo.
Había oído tantas veces la historia y conocía tan a fondo los terribles detalles que la acompañaban, que todo aquel cúmulo de circunstancias se me agolpó en la cabeza mientras seguía bajo la fría e inquisitiva mirada de Juan XXII.
Tres años atrás, el 19 de marzo de 1314, Jacques de Molay, gran maestre de la extinta Orden Templaria, y Geoffroy de Charney, preceptor de Normandía, morían en la hoguera reos de perjurio y herejía. Ése fue el trágico colofón de siete años de persecuciones y torturas que pusieron fin a la Orden militar más poderosa de la cristiandad. Durante dos siglos, los templarios habían sido los dueños de más de la mitad de los territorios de Europa y habían estado en posesión de tal cantidad de riquezas que nadie, jamás, había podido cuantificar el limite de su erario. El Temple era, de facto, el principal banquero de los grandes señores y de los principales reinos cristianos de Occidente y en sus manos estaba, desde la época de Luis IX el Santo, el Tesoro Real de Francia. Según se decía, y con razón, éste había sido, precisamente, el motivo de su desgracia, pues el nieto de san Luis, Felipe IV el Bello, agobiado por la constante falta de dinero y humillado por su vasallaje económico, había encargado a su guardasellos y hombre de confianza, Guillermo de Nogaret, la tarea de crear lentamente las condiciones favorables para el desmembramiento y definitiva desaparición de la Orden Templaria, cuyas primeras detenciones habían sido llevadas a cabo en octubre de 1307.
Las razones aducidas por Felipe para justificar ante los sorprendidos reyes de Europa tal afrenta contra la todopoderosa Orden pasaban por las pruebas incontestables que obraban en su poder en las que, decía, se demostraba que los templarios habían cometido delitos que iban desde la herejía, el sacrilegio y la sodomía, hasta la idolatría, la blasfemia, la brujería y la terrible renegación. En total, catorce acusaciones que fueron confesadas por los propios freires del Temple bajo el hierro de la tortura. Pero mientras que los monarcas de Inglaterra, Alemania, Aragón, Castilla y Portugal ponían muy en duda tales imputaciones, Su Santidad el papa Clemente V, presionado terriblemente por el rey Felipe -que le había dado el papado-, decidió suprimir la Orden de los Caballeros Templarios mediante la bula Considerantes Dudum, dictando de manera inmediata Pastoralis praeementiae y Faciens misericordiam, por las cuales obligaba a todos los reinos cristianos a poner bajo la competencia de la Santa Inquisición a los templarios que se hallasen en sus territorios.
A partir de este momento, el monarca franco se consideró legalmente autorizado para llevar a cabo su particular venganza, otorgando plena libertad de acción a su guardasellos real, Guillermo de Nogaret. De este modo, treinta y seis freires milites murieron durante los interrogatorios, cincuenta y cuatro ardieron en la hoguera, los que se negaron a reconocer sus crímenes fueron condenados a cadena perpetua, y sólo aquellos que los aceptaron públicamente fueron liberados, en 1312, desapareciendo rápidamente de París y de toda Francia en el transcurso de las siguientes jornadas.
En todo esto estaba pensando yo, cuando la voz de su santidad Juan XXII me devolvió a la realidad del momento:
– Conoceréis, por tanto -dijo el Papa-, la diáspora de los templarios francos hacia reinos más benévolos que el de los Capetos y la formación, con Nuestro permiso, de nuevas Órdenes militares, más pequeñas y menos peligrosas, que hoy día llevan a cabo algunos de los servicios menores que antes prestaban los milites Templi. Pues bien, todo ello se conjuga ahora en una mixtura sorprendente para complicar aún más el difícil equilibrio político que existe en este momento entre los reinos cristianos. Sabréis que los templarios portugueses recibieron un trato muy diferente al de sus hermanos de otros países…
Asentí levemente.
– De hecho, Portugal fue el único reino de toda la cristiandad que no los sometió a la Inquisición, librándolos así del potro y los borceguíes. ¿Por qué este reino ha desobedecido todos los mandatos papales? Porque Don Dinis, el rey portugués, es un ferviente seguidor del espíritu templario… ¡Y ahora pretende -vociferó Su Santidad indignado-, pretende llegar aún más lejos y reírse de Nos!
Vació los restos del contenido de su copa de un solo trago y la dejó caer sobre la mesa con un fuerte golpe. El cubicularius se precipitó a llenarla de nuevo.
– Escuchad con atención, freire, no ha mucho que hemos recibido la increíble visita de un emisario de Don Dinis solicitándonos autorización para crear en Portugal una nueva Orden militar que recibiría el nombre de Orden de los Caballeros de Cristo. La desfachatez del rey llega hasta el punto de enviarnos por emisario a un conocido templario, Jodo Lourenço, que espera pacientemente en la ciudadela Nuestra respuesta, cualquiera que ésta sea, para regresar a uña de caballo junto a su rey. ¿Qué opináis vos, Galcerán de Born?
– Creo que el rey de Portugal actúa de acuerdo a planes muy bien meditados, Santo Padre.
– ¿Y cómo es eso, freire?
– Está claro que piensa permitir la continuidad del Temple en su reino, y el hecho de enviar a un templario como embajador prueba que no siente ningún temor a ofenderos con su desobediencia. -Decidí continuar con mi argumento ante el evidente interés del Papa-. Como Vos sabréis, el verdadero nombre de la Orden del Temple era Orden de los Pobres Caballeros de Cristo; lo del Temple les vino por su primera residencia en Tierra Santa, el Templo de Salomón, regalo del rey Balduino II de Jerusalén a los nueve primeros fundadores. Así que la diferencia entre los nombres de ambas órdenes, la que quiere fundar, los Caballeros de Cristo, y la desaparecida, los Pobres Caballeros de Cristo, es sólo de una palabra que, además, bien está que desaparezca puesto que, sin duda, los templarios eran cualquier cosa menos pobres… Al menos, en este punto el rey de Portugal se muestra honrado.
– ¿Y qué más?
– Si piensa permitir que el Temple sobreviva en su reino, necesitará, no sólo cambiarle el nombre, sino también devolverle sus antiguas posesiones. ¿A quién pertenecen en este momento?
– Al rey -exclamó el Papa con resentimiento-. Él se encargó de incautar los bienes templarios según ordenaban las bulas de Nuestro antecesor, Clemente, y ahora nos comunica con toda tranquilidad que dotará a la nueva Orden con dichos bienes y, para mayor desfachatez, por si algo faltaba en este indigno tapiz, nos hace saber que los Caballeros de Cristo se regirán por la Regla de los Caballeros de Calatrava, basada en las ordenanzas cistercienses que, fijaos de nuevo (¡y esto no lo dice el rey portugués, no, esto el rey portugués se lo calla!), son idénticas a las de la Regla de los milites Templi Salomonis.
Dio otro largo trago a su copa, apurándola de nuevo hasta el fondo, y la dejó caer otra vez sobre la mesa con un golpe seco. Estaba tan indignado que hasta los ojos se le habían congestionado por la cólera. Sin duda era de una naturaleza profundamente sanguínea -y también biliosa-, muy diferente en el fondo a la imagen de impasible suavidad que había manifestado al entrar, y no podía extrañarme lo que me había contado frey Robert sobre sus rápidos triunfos y su enérgico carácter.
– Y vos os preguntaréis: ¿Qué importancia puede tener todo esto? Pues bien, si descartamos el pequeño detalle de que Don Dinis quiere humillarnos ante todo el orbe, reírse de la Iglesia y hacer burla de su Pastor, todavía quedan pendientes unos cuantos pormenores. Imaginaos que, por estos vergonzantes motivos, no le damos nuestro permiso, ¿qué podría pasar?
– No sé cuál… -interrumpí sin darme cuenta.
– ¡No hemos terminado, freire! -profirió violentamente-. Si la Orden del Temple ve frustrados sus deseos de volver a renacer de sus cenizas en Portugal, probablemente acariciará la idea de un nuevo Papa que sea más conforme con sus planes, y no descartamos la posibilidad de que, además de ese Joáo Lourenço que nos ha enviado Don Dinis, haya en la ciudadela otros templarios camuflados esperando nuestra respuesta para acabar con Nos sí es necesario.
– Si así fuera, Santo Padre -me atreví a decir-, la Orden Templaria se arriesgaría a que el próximo pontífice le negara también el permiso. Y, entonces, ¿qué haría…?, ¿asesinar a un Papa tras otro hasta que alguno accediera a sus deseos?
– ¡Ya, ya sé por dónde vais, sire Galcerán, pero estáis equivocado! No se trata del próximo pontífice, o los próximos cincuenta pontífices… ¡Se trata de Nos, freire, de Nuestra pobre vida puesta al servicio de Dios y de la Iglesia! La cuestión es: ¿Se atreverá el Temple a matarnos si le negamos el permiso? Quizá no, quizá la fama que pesa sobre la Orden sea exagerada… ¿Recordáis la maldición de Jacques de Molay? ¿Habéis oído hablar del asunto?
Según contaba la leyenda que había circulado de boca en boca por todo el orbe, cuando el fuego de la pira en la que se estaba quemando vivo Jacques de Molay, último gran maestre templario, se cimbreó de un lado a otro movido por una racha de viento, el reo quedó al descubierto durante unos instantes. Justo entonces, aprovechando la bocanada de aire, el gran maestre, que tenía la cabeza levantada hacia la ventana del palacio donde se encontraban el rey, el Papa y el guardasellos real, gritó a pleno pulmón:
– Nekan, Adonai!… Chol-Begoal!… Papa Clemente… caballero Guillermo de Nogaret… rey Felipe: os convoco a comparecer ante el Tribunal de Dios antes de un año para recibir vuestro justo castigo… ¡Malditos!… ¡Malditos!… ¡Todos malditos hasta la decimotercera generación de vuestras razas!
Un silencio amenazador puso fin a sus palabras antes de que su imagen se perdiera para siempre entre las llamas. Lo terrible fue que, en efecto, antes de ese plazo los tres estaban muertos.
– Quizá los rumores que circulan sobre esas muertes -seguía diciendo Juan XXII-no sean otra cosa que patrañas, habladurías del vulgo, embustes hechos circular por la propia Orden para aumentar su prestigio como brazo armado, secreto y poderoso, del que nadie puede escapar. ¿A vos qué os parece, freire?
– Es posible, Santidad.
– Sí, es posible… Pero a Nos no nos gustan los posibles y deseamos que vos lo averigüéis. Ésta es la misión que os encomendamos: queremos pruebas, freire Galcerán, pruebas que demuestren a ciencia cierta si las muertes del rey Felipe, del consejero Nogaret y del papa Clemente fueron producto de la voluntad de Dios o, por el contrario, de la voluntad de aquel miserable Jacques de Molay. Vuestra condición de médico y vuestra reconocida sagacidad son inestimables para este trabajo. Poned vuestras dotes al servicio de la Iglesia y traednos las pruebas que os pedimos. Pensad que, si las muertes fueron voluntad de Nuestro Señor, Nos podríamos rechazar tranquilamente la petición de Don Dinis sin temor a morir asesinado, pero si fueron obra de la Orden del Temple…, entonces, toda la cristiandad vive amenazada por la espada magnicida de unos criminales que se hacen llamar monjes.
– La tarea es inmensa, Santidad -protesté; notaba cómo el sudor corría por mis costados y cómo el pelo se me pegaba al cuello-. No creo que pueda llevarla a cabo. Lo que me pedís es imposible de averiguar, sobre todo si fueron los templarios quienes los asesinaron.
– Es una orden, freire Galcerán de Born -musitó suavemente, pero con firmeza, el gran comendador de Francia.
– ¡Sea, pues, caballero Galcerán, empezad cuanto antes! No disponemos de mucho tiempo; recordad que el templario espera en la ciudadela.
Sacudí la cabeza con gesto de impotencia. La misión era irrealizable, imposible de todo punto, pero no tenía escapatoria: había recibido una orden que no podía, bajo ningún concepto, desobedecer. De modo que aplaqué mi indignación y me sometí.
– Necesitaré algunas cosas para empezar, Santidad: narraciones, crónicas, informes médicos, los documentos de la Iglesia relativos a la muerte del papa Clemente… y también permisos para interrogar a ciertos testigos, para consultar archivos, para…
– Todo eso ya está previsto, freire. -Juan XXII tenía la desesperante costumbre de no dejar terminar de hablar a los demás-. Aquí tenéis informes, dinero, y cualquier otra cosa que os pueda hacer falta. -Y me alargó un chartapacium de piel que sacó de un arca a los pies de la mesa-. Naturalmente, no encontraréis nada que os avale como enviado papal y tampoco gozaréis de mi respaldo si llegáis a ser descubierto. Todas las autorizaciones que preciséis tendrá que proporcionároslas vuestra propia Orden. Supongo que lo comprenderéis… ¿Tenéis alguna última petición que hacernos?
– Ninguna, Santidad.
– Espléndido. Os espero de vuelta cuanto antes.
Y alargó el rubí del anillo de Pedro, el anillo del Pescador, para que lo besáramos.
De regreso a nuestra capitanía, mi señor Robert y yo guardamos un absoluto silencio. La energía del diminuto Juan nos había dejado completamente exhaustos y cualquier palabra hubiera sobrado antes de descansar nuestros oídos de su vertiginosa verborrea. Pero en cuanto entramos en el patio de nuestra casa, con las primeras luces iluminando el cielo, frey Robert me convidó a una última copa de vino caliente en sus dependencias privadas. A pesar del cansancio y la preocupación, jamás se me hubiera ocurrido rechazar la oferta.
– Hermano De Born… El Hospital de San Juan tiene otra misión para vos -comenzó el comendador en cuanto estuvimos instalados y con nuestras copas de vino entre las manos.
– La misión que me ha encomendado el Papa ya es bastante pesada, sire, espero que la de mi Orden no sea tan exigente.
– No, no…, ambas están relacionadas. Veréis, el gran maestre y el gran senescal han pensado que, puesto que tendréis que moveros por ciertos ambientes, entrar en contacto con ciertas personas y escuchar ciertas cosas, estaríais en disposición de recoger algunas informaciones muy importantes para nuestra Orden.
– Os escucho.
– Como sabéis, tras la disolución de la Orden Templaria, sus inmensas riquezas y sus prósperas posesiones debían ser divididas a partes iguales entre los monarcas cristianos y nosotros, la Orden del Hospital de San Juan. El reparto definitivo de sus numerosos bienes ha costado tres años de duros pleitos con los reyes de Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, y con los de los reinos de España. Puedo aseguraros que los caballeros hospitalarios que llevaron a término los acuerdos con unos y con otros tienen bien ganado el paraíso de los pacientes y de los mansos. No he visto jamás acuerdos tan arduos de conseguir ni victorias tan poco satisfactorias. Las fracciones de los tesoros templarios fueron distribuidas en función de las cantidades que, según los documentos, obraban en poder de recaudadores, síndicos, contables y tesoreros reales, así como de los banqueros lombardos y judíos. Sin embargo, cuando fuimos a recoger el oro de las arcas, no encontramos ni un ochavo.
– ¡Cómo!
Frey Robert hizo un gesto con la mano pidiéndome paciencia.
– Fueron encargados rápidamente estudios más serios a eminentes funcionarios y auditores -continuó-. Se intentaba averiguar qué había pasado con el oro, puesto que los castillos, las tierras, el ganado, los molinos, las herrerías, etc., afortunadamente no pudieron ocultarlos. Se investigaron los cartularios con las actividades económicas de la Orden: donaciones, compras e intercambios; contratos de préstamos, registros bancarios, transacciones, arbitrajes, percepción de derechos… Pues bien -siguió el comendador d‘Arthus levantando su copa hacia el techo con gesto desesperado-, los informes revelaron que, o bien los templarios habían sido más pobres que las ratas, o bien habían sido lo suficientemente listos como para hacer desaparecer en el aire la más que importante cantidad de mil quinientos cofres llenos de oro, plata y piedras preciosas, que fue lo que se calculó, grosso modo, que podrían haber tenido en el momento de su detención… quizá, incluso, más.
– ¿Y qué pasó con todas esas riquezas? ¿Dónde están?
– Nadie lo sabe, hermano. Es otro de los grandes misterios que esa condenada Orden ha dejado tras su desaparición. Podría decirse que nos hemos conformado con la primera explicación de los contables: el Temple era más pobre que las ratas; mejor eso que aceptar la pública humillación de haber sido burlados ante nuestras propias narices. Pero si los reyes prefieren ignorar la verdad por motivos de prestigio personal, nosotros deseamos recuperar las riquezas que legalmente nos pertenecen. Por eso, hermano Galcerán, cualquier información que pudierais obtener sobre el oro durante vuestra misión para el Papa, sería de vital importancia para nuestra Orden. Pensad cuántos hospitales podrían construirse con ese dinero, cuántas obras de misericordia podrían realizarse, cuántos hospicios podríamos levantar…
– Y en lo poderosos e influyentes que nos volveríamos -añadí, crítico-, casi tanto como los templarios antes de su desaparición.
– Sí…, eso también, naturalmente. Pero en estos delicados asuntos resulta mejor no entrar.
– Cierto -mascullé-. Mejor no entrar.
– Una última advertencia, freire Galcerán. Sabéis que nuestra Orden y la Orden del Temple fueron secularmente enemigas por cuestiones de fama y renombre. Por ello, en Rodas han pensado que, puesto que vais a encargaros de esta investigación en la que hay tantos intereses de por medio, no sería bueno para vos daros a conocer como freire hospitalario.
– ¿Y en calidad de qué, si puedo preguntarlo, llevaré a cabo la investigación?
– En calidad de nada, hermano, en calidad de vos, simplemente. Pero si os hiciera falta en algún momento identificaros para proteger vuestra persona, diréis que sois miembro de la nueva Orden Militar de Santa Maria de Montesa, recientemente creada por Jaime II de Aragón para limpiar su honor, mancillado por las acusaciones que le imputan haberse lanzado como un ave de rapiña sobre las propiedades del Temple. Por ello, ha destinado los restos menos apetitosos de esas propiedades en el Reino de Valencia a la fundación de esta pequeña Orden, cuyos miembros, los montesinos, se consideran a si mismos herederos espirituales e ideológicos de los templarios, aun cuando entre sus filas apenas figura un puñado de viejos freires milites valencianos que no pudieron optar por la huida.
– Así pues, ahora soy un montesino valenciano.
– Ante todo sois un hombre docto y prudente, hermano Perquisitore, y como tal sabéis que vuestra condición de hospitalario entorpecería sin duda vuestros trabajos, mientras que un montesino siempre será bien recibido en los lugares que por fuerza tendréis que visitar -desató cuidadosamente la basta cuerda de nudos que ceñía su falso hábito franciscano y de entre los pliegues sacó unas cartas selladas que me alargó-. Éstos son los salvoconductos, permisos y afidávit que mencionó el Papa, expedidos por la Orden de Montesa. Figuráis en ellos como médico; hemos pensado que sería más beneficioso para vos en caso de peligro.
Micer Robert se levantó costosamente de su asiento, desentumeciendo sus músculos con gestos de dolor. También mis huesos crujieron cuando me incorporé.
– Es tarde, hermano, el sol ya está fuera. Deberíamos acostarnos y descansar. Vos tenéis un largo camino por delante. ¿Por dónde pensáis empezar?
– Por los documentos que tengo en este cartapacio -repuse propinando unos golpecitos sobre la cartera que me había entregado Juan XXII-. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos probables de la partida.