IV

Durante los primeros días de aquel mes de agosto de 1317, ayudados por la lectura de una bellísima copia hecha por los monjes de Ripoll del Liberperegrinationis del Codex Calixtinus [8], preparamos meticulosamente cada detalle de nuestro próximo viaje a la tumba del Apóstol Santiago en tierras de Galicia. Recibimos, asimismo, abundante y muy provechosa información de varios clérigos que habían realizado la peregrinación en años recientes, y que nos contaron que el infinito número de caminos jacobeos que recorre Europa se reduce drásticamente en Francia a cuatro vías principales: la «tolosana» por Toulouse, la «podense» por Le Puy, la «lemovicense» por Limoges, y la «turonense» por Tours. Era evidente que si Evrard debía alcanzar los Pirineos desde París, la ruta más directa para él hubiera sido la «turonense», que pasaba por Orleans, Tours, Poitiers, Burdeos y Ostabat para penetrar en España por Valcarlos y Roncesvalles. Sin embargo, nosotros, por la situación más meridional de Aviñón, bajaríamos hasta Arlés para tomar la ruta conocida como «tolosana», que partiendo de Saint-Gilles, pasaba por Montpellier y Tolosa, para cruzar los Pirineos por el Summus Portus [9].


Por más vueltas que le daba, no tenía ni idea de cómo iniciar la búsqueda de un oro que, sin duda, estaría escondido de manera insuperable. Me decía, para tranquilizarme, que, si verdaderamente esas riquezas se hallaban ocultas a lo largo del Camino, quienes prepararon los escondrijos tuvieron que dejar rastros que permitieran su recuperación. Por desgracia, era seguro que esas señales obedecerían a códigos secretos que dificultarían mucho, por no decir que imposibilitarían, su localización a cualquiera que no estuviera en posesión de las claves, pero confiaba en que los templarios, como iniciados que eran, hubieran recurrido a signos crípticos universales conocidos también por mí. Me decía, además, que aquel oro no había sido puesto en el Camino con la única finalidad de que Evrard lo encontrase durante su huida, así que, probablemente, empezar el Camino en Aragón en vez de hacerlo desde Navarra, iba a ser un beneficio más que una pérdida, ya que lo recorreríamos en su versión más larga.


Debería fijarme especialmente en las antiguas propiedades de la Orden del Temple, lugares más que probables para encontrar respuestas a mis preguntas, pero me preocupaba el gran número de granjas, encomiendas, castillos, molinos, palacios, herrerías e iglesias que habían formado parte de estas propiedades. La Orden se había establecido durante el primer tercio del siglo XII por todo Aragón, Cataluña y Navarra, extendiéndose después por Castilla y León. Habían luchado bravamente defendiendo las fronteras con los musulmanes y habían participado en todas las batallas importantes -como las ocupaciones de Valencia y Mallorca junto a Jaime I de Aragón, la conquista de Cuenca, la batalla de las Navas de Tolosa y la toma de Sevilla-. Su antiguo patrimonio, pues, era inconmensurable y estaba repartido por todas las tierras cristianas de España. Una ruta como el largo Camino de Santiago planteaba un serio problema a quien, como yo, tuviera que visitar todas y cada una de las edificaciones levantadas o adquiridas por los freires del Temple durante dos siglos y eso sin contar que, como no sabía qué método habían utilizado para señalizar sus ocultas riquezas, debía examinar cualquier elemento que llamara mi atención.


Para comenzar nuestra falsa peregrinación, tanto Jonás como yo necesitábamos asumir nuevas personalidades que nos protegieran de los peligros con los que, evidentemente, íbamos a encontrarnos. Tras mucho pensar, y para no retorcer en exceso la cuerda de la mentira -ya llegaría la hora de hacerlo a conciencia-, yo me convertí en aquello que hubiera llegado a ser de forma natural de no haber seguido los dictados del espíritu y el conocimiento, es decir, me convertí en el caballero Galcerán de Born, segundo hijo del noble señor de TaradelL, viudo reciente de una prima lejana, que peregrinaba hasta el solar del Apóstol en compañía de su primogénito, García Galceráñez, para pedir perdón por antiguas faltas cometidas contra su joven y fallecida esposa. La trama se completaba con la penitencia impuesta por mi confesor de recorrer el Camino en la pobreza más absoluta, haciendo uso, por toda riqueza, de la generosidad de las gentes. Por fortuna, según el propio Codex Calixtinus:


Peregrini sive pauperes sive divites a liminibus Sancti Jacobi redientes, veL advenientes, omnibus gentibus caritative sunt recipiendi et venerandi. Nam quicum que illos recepent et diligenter hospicio procuraverit, non solum beatum Jacobum, verum etiam ipsum Dominum hospitem habebit. Ipso Domino in evangelio dicente: Qui vos recipit me recipit [10].


Jonás, que desde nuestra salida de Ponç de Riba iba perdiendo desvergonzadamente el pelaje de respetuoso y humilde novicius, protestó enérgicamente:

– ¿Por qué no podemos hacer esa dura peregrinación con algo de comodidad? ¡Es terrible pensar en lo que nos espera! Creo que no me apetece acompañaros.

– Tú, García Galceráñez, vas a venir conmigo hasta el final, quieras o no quieras.

– No estoy de acuerdo. Deseo volver a mi monasterio.


¡Paciencia, paciencia!

– ¿Otra vez con lo mismo? -exclamé, soltándole un papirotazo.


Por fin, el jueves 9 de agosto cruzamos a pie las murallas de Aviñón y dejamos atrás el soberbio Pont St.-Bénézet, sobre el negro Ródano, cuando todavía la luz del sol asomaba escasamente en el cielo. No tardamos mucho en encontrarnos con el primer grupo de peregrinos que, como nosotros, se encaminaba hacia Arlés. Se trataba de una nutrida familia teutona la cual, junto con sus parientes cercanos y todos sus criados, se dirigía a Santiago para consumar una vieja promesa. Aquel primer mediodía comimos de su comida y bebimos de su vino, pero, al atardecer, los teutones se dieron cuenta de que perdían mucho tiempo sofrenando el paso de sus carros y sus caballos para ajustarse a nosotros, que íbamos a pie, y se despidieron alegremente, con grandes muestras de simpatía. Les dijimos adiós con alivio -no hay gente más amable y pesada que la germana-, y volvimos a quedarnos solos en el camino. Al caer el sol, encendimos una hoguera junto al río y dormimos al raso, escuchando el incansable croar de las ranas.


Tardamos todavía media jornada más en llegar hasta Arlés, y lo hicimos en un estado realmente lamentable: en primer lugar, ni el muchacho ni yo estábamos acostumbrados a caminar tanto, así que las sandalias de cuero nos habían lacerado las carnes hasta casi dejar los huesos al aire; y, en segundo lugar, la cojera nos había obligado a recorrer las últimas millas con unos balanceos mortificantes, así que, además de las llagas y las úlceras ensangrentadas, sufríamos de multitud de dolores en todas las partes del cuerpo comprendidas entre el pelo de la cabeza y las uñas de los pies. Si al menos hubiéramos podido alojamos en una hostería como la de París, habríamos descansado de nuestras penas sobre buenos jergones de paja, pero la penitencia de pobreza impuesta por el inexistente confesor del inexistente caballero de Born nos negaba, incluso, ese mísero consuelo. Dicha penitencia no era un capricho necio por mi parte, aun cuando Jonás no pudiera verlo de otra forma. El hecho de tener que depender de la limosna y la misericordia ajenas nos permitiría acceder a casi cualquier casa, castillo, burgo, aldea, parroquia, monasterio o catedral que saliera a nuestro encuentro, lo que nos facilitaría en extremo las charlas y contactos con las gentes del lugar. Ninguna información es trivial cuando se carece de todos los datos necesarios. De manera que, maltrechos y descalabrados, tuvimos que cobijarnos, como otros muchos peregrinos, en las naves de la venerable basílica de San Honorato, de donde un sacristán nos echó a patadas antes del amanecer para que pudiera celebrarse la primera misa del día. ¡Y vivediós que me alegré de que nos expulsaran! Estaba harto de la pestilencia, la suciedad, las ratas, los insectos y las pulgas de nuestro alojamiento y de la fetidez de nuestros compañeros de acomodo.


Esa mañana, con mis últimas monedas, compré lienzos y ungüento para nuestras desolladuras, así como algo de pan de cebada y miel. Con una fina aguja de hueso pinché las ampollas de mis pies y las de los pies del muchacho, cuidando de no rasgar la piel muerta al extraer la serosidad, y luego apliqué meticulosamente la untura. Aunque teníamos muchas ganas de visitar el famoso cementerio de Ailiscampis -en el cual, según la leyenda, descansaban los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno-, nuestros cuerpos nos lo impidieron, obligándonos a descansar junto a la fuente de una plazuela hasta que se hizo de noche. Regresamos entonces a la iglesia de San Honorato para maldormir y esperar el día siguiente -domingo-, en que tendría lugar el solemne acto religioso de bendición y despedida de los numerosos concheiros que nos habíamos reunido a tal efecto en Arlés durante las últimas semanas. Es costumbre que los peregrinos viajen en grupos para protegerse de los bandidos y los salteadores que infestan los caminos; sin embargo no era mi intención hacer el viaje con nadie (al menos, una vez que hubiéramos entrado en tierras de Aragón), pero resultaba más prudente empezar el largo recorrido con las viandas y los regalos que la ciudad entregaba a los viajeros con motivo de su marcha.


La muchedumbre se congregó a las puertas de la basílica desde primeras horas de la mañana. El ambiente era festivo y el tiempo acompañaba, pues hacía calor y el sol despuntaba con firmeza. Los canónigos de todas las iglesias de la ciudad concelebraron con gran fasto la Santa Misa, al término de la cual, unos a unos y otros a otros -pues varias hileras había-, nos fueron entregando los útiles de peregrino después de pronunciar la bendición para cada atributo o prenda; la escarcela para la comida:

En nombre de nuestro Señor Jesucristo, recibe esta escarcela, hábito de tu peregrinación, para que castigado y enmendado te apresures en llegar a los pies de Santiago, adonde ansías llegar, y para que después de haber hecho el viaje vuelvas a/lado nuestro con gozo, con la ayuda de Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén [11].


El bordón para las caminatas y la defensa:

Recibe este báculo que sea como sustento de la marcha y del trabajo, para el camino de tu peregrinación, para que puedas vencer las catervas del enemigo y llegar seguro a los pies de Santiago, y después de hecho el viaje, volver junto a nos con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. [12]


La calabaza para el agua, el sombrero para el sol y la esclavina para el frío y el mal tiempo. La mayoría llevábamos, además, una caja de estaño colgada del hombro en la que guardábamos los documentos y salvoconductos necesarios para el viaje (los de Jonás y míos eran, obviamente, falsos). Luego, en la plaza, hubo comida y bebida para todos mientras los juglares cantaban versos atrevidos y actuaban los mimos y los magos. Jonás se atracó de almendras azucaradas y tuve que arrancarle de las manos, cuando ya la tenía en los labios, una copa rebosante de vino aromatizado.


Salimos en grupo de Arlés para dirigirnos, más diseminados, hacia Saint-Gilles, a unas diez millas de distancia, entre Nimes y el Ródano, lugar donde se hallaba enterrado el cuerpo del santo del mismo nombre, que gozaba en toda Francia de una fama excelente por su rapidez en responder a las súplicas. Este santuario era parada inevitable del Camino por la ruta tolosana, ya que visitar el sepulcro del santo y besar su altar se consideraba muy provechoso y milagrero.


Llegamos al anochecer y, una vez hubimos dejado nuestras escasas pertenencias en la alberguería, nos dispusimos a cumplimentar la salutación. Acostumbrados a la oscuridad del exterior, cuando entramos en la iglesia los brazos se nos fueron a la cara en un gesto de protección que de poco nos valió, pues el templo resplandecía como el oro, iluminado por miles de cirios, candelas y lamparillas y, era una luz tan fuerte, que Jonás, cuya admiración no tenía límites, se pasó un buen rato parpadeando y lagrimeando hasta que se habituó. En verdad la tumba de aquel varón era algo notable y digno de ser visitado. Protegía su cuerpo un arca de oro, cuya cubierta a dos aguas presentaba una decoración en forma de escamas de pez, con trece piedras de cristal de roca engastadas en el remate. En el centro de la cara anterior del arca, dentro de un círculo dorado rodeado por dos filas de piedras preciosas de todas clases, la figura sedente de Jesucristo impartía la bendición con una mano mientras que con la otra sostenía un libro abierto en el que podía leerse: «Amad la paz y la verdad.» Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la franja central del lado izquierdo del arcón, en la que aparecían burdamente representados los doce signos solares: aries, tauro, géminis, cáncer, leo, virgo, libra, escorpio, sagitario, capricornio, acuario y piscis. Me estaba preguntado, intrigado, qué demonios hacían aquellos signos allí, cuando de pronto me sobresalté y me llevé la mano al cinto, sin recordar que no iba armado:

– Beatus vir qui timet dominum [13] -dijo una voz ronca y grave a cierta distancia de mi espalda.

Caeli enarrant gloriam Dei [14] -respondí rápidamente dándome la vuelta para ver al desconocido emisario a quien estaba esperando desde nuestra salida de Aviñón.


Semioculto en la penumbra y embozado en un largo manto oscuro, un individuo de aspecto inquietante, de gran estatura y corpulencia, nos contemplaba inmóvil. Permanecimos durante unos segundos observándonos mutuamente en actitud hosca, hasta que el hombre dio un paso hacia la luz y se dejó ver con mayor claridad. Le hice una seña a Jonás para que permaneciera donde estaba y me dirigí pausadamente hacia él, sin dejar de mirarle a los ojos, de un azul muy claro. Llevaba los cabellos cortos y la barba larga, ambos de un intenso color rubio muy en contraste con su vestimenta. Su complexión era formidable, sus mandíbulas prominentes y lucía una enorme y abultada frente ósea. Sin duda debía tratarse de alguien importante dentro de los cuerpos de guardia del Santo Padre.

Sire Galcerán de Born -dijo cuando estuve cerca-, soy el conde Joffroi de Le Mans, vuestra sombra.


Aquello no podía dejar las cosas más en su sitio.

– Conde Joffroi de Le Mans, soy freire Galcerán, caballero del Hospital de San Juan de Jerusalén, médico y vuestra carga.


Pareció sorprenderse con mi respuesta, seguramente por estar más acostumbrado a causar miedo y consternación que indiferencia.

– Estas son mis órdenes -continuó, como si no me hubiera escuchado o como si todo lo que no fuera ponerme al tanto de ellas careciera de importancia-. Seguiros día y noche hasta que encontréis el tesoro de los templarios, ayudaros con mis armas y las armas de los cinco hombres que me acompañan en caso de que necesitéis ayuda, mataros a vos y a vuestro novicio sí intentáis engañar a la Santa Madre Iglesia.


Sentí cómo crecía dentro de mí la indignación conforme el maldito conde iba hablando. Allí estábamos mi hijo y yo buscando un tesoro que nos importaba un ardite, cumpliendo una ambiciosa misión que, de tener éxito, sólo serviría para enriquecer más a quienes ya eran ricos, pasando penalidades en una peregrinación que no deseábamos hacer y, encima, venia aquel azotacalles y nos amenazaba de muerte.

– Vuestras órdenes no me interesan, conde -respondí irritado-. Para mi es como sí vos no existierais, puesto que sólo sois mí sombra. Yo tengo un encargo que cumplir, y lo cumpliré.

– Por razones de Estado, su santidad Juan XXII desea que llevéis a cabo el trabajo lo más pronto posible.

– Ya lo suponía, no me pilla de sorpresa -repuse-. Pero habéis de saber, conde Joffroi, que todavía no sé hacer milagros y que Su Santidad tendrá que conformarse con lo que la velocidad de mis pies y la agudeza de mis ojos puedan rendir. De vos sólo deseo una cosa antes de rogaros que desaparezcáis de mí vista: ¿cómo podré pediros ayuda si llega el caso? Ya veis que no llevo armas.

– Nosotros lo sabremos -replicó dándose la vuelta y alejándose-. Siempre os estaremos vigilando.

– Gracias, conde -exclamé a modo de despedida. Y el eco de mi voz se apagó en las naves del templo, no sin que yo percibiera una nota aguda de temor escondida en mi última sílaba. ¿Estaría mi Orden al tanto de aquella amenaza o sería exclusivamente una maniobra del Papa? En cualquiera de los dos casos, no podía pedir ayuda a nadie.


Tardamos tres días en llegar a Montpellier y otros diez en alcanzar Toulouse, visitando en los alrededores de la ciudad los sepulcros de san Guillermo de Aquitania, en Gellone -que murió luchando contra los sarracenos-, de los santos mártires Tiberio, Modesto y Florencia, enterrados en la abadía benedictina de Saint-Thibéry, a orillas del río Hérault, y de san Saturnino, confesor y obispo, que sufrió martirio atado a unos fieros toros sin domar que le arrastraron por unas escalinatas de piedra destrozándole la cabeza y vaciándole los sesos.


Me preocupaba la influencia que todas estas truculentas historias pudieran tener en la joven mente de Jonás. Aunque ya me estaba encargando yo de contarle otro tipo de cosas y de sembrar buenas semillas en su entendimiento, todavía no había llegado la hora de su completa iniciación, pues le faltaban unos cuantos años para poder ser armado caballero (sus orígenes eran oficialmente inciertos y, aunque esto se resolviera antes o después, aún tardaría un tiempo en ser capaz de llevar la armadura y sus accesorios, de manejar la lanza y, sobre todo, de blandir, a brazo partido, una pesada espada de buen acero franco). Lamentablemente, su formación en el cenobio de Ponç de Riba le hacía muy vulnerable a las llamativas y seductoras hazañas de los santos y los mártires, la mayoría de los cuales, en el caso de no haber sido simples guerreros cuyas batallas resultaron en provecho de la Iglesia, ni siquiera habían sido cristianos, verificándose que el largo brazo eclesiástico había maquillado sus vidas -casi siempre paganas o iniciadas-, para ajustarlas a los cánones romanos de la santidad.


El fervor religioso de Jonás crecía según avanzaba nuestra peregrinación y según el número de sepulcros que visitábamos, pero mi preocupación llegó al máximo cuando, llegados a Borce a finales de agosto, al pie mismo del Summus Portus, le descubrí escondiendo en el morral el pedazo de tocino ahumado que nos había dado una buena mujer cuando le pedimos comida por

amor de Dios y de Santiago.

– ¿Qué diablos haces? -le interrogué mientras le retiraba las manos y abría su escarcela para mirar dentro. Un hedor nauseabundo me atacó el olfato cuando aparté las dos o tres cosas que cubrían la superficie: comida de varios días, en estado de putrefacción, se descomponía en el fondo del morral. Algo me barruntaba yo y por eso había estado esperando el momento de pillarle in flagrante delicto-. ¿Se puede saber qué es todo esto?


Ni un mínimo asomo de vergüenza o temor se reflejó en su rostro infantil cubierto de bozo en el bigote y las quijadas. Antes bien, percibí un gesto de obstinación, de terquedad ofendida cuando le miré fijamente.

– No tengo por qué explicaros nada.

– ¿Cómo que no? Estás echando a perder los alimentos que tanto nos cuesta conseguir y, en lugar de comértelos, los arrojas como desperdicios al fondo de la escarcela.

– Es un asunto sólo mío y de Dios.

– Pero ¿qué tonterías son ésas? -bramé hecho una furia-. Caminamos sin descanso desde que sale el sol hasta que se pone, y tú, en vez de alimentarte para reponer fuerzas, te dedicas a desperdiciar la comida. ¡Quiero una explicación ahora mismo o probarás la suavidad de esta vara en tus flacas posaderas! -Y arranqué una rama flexible y larga de un haya que tenía a mi diestra.

– Quiero ser mártir -murmuró.

– ¿Que quieres ser qué…?

– ¡Que quiero ser mártir!

– ¡Mártir…! -grité mientras un resto de sensatez me avisaba de que, o me calmaba, o perdería más que ganaría con aquel condenado muchacho.

– El sufrimiento y el martirio son caminos de perfección y de acercamiento a Dios.

– Pero ¿ a ti quién te ha dicho eso?

– Me lo enseñaron en el cenobio, pero lo había olvidado -dijo a modo de excusa-. Ahora sé que mi vida sólo tiene un sentido: ser mártir de Cristo, morir purificado por el sufrimiento. Quiero llevar la corona de espinas de los elegidos.


La estupefacción me impidió soltar una blasfemia. Me dije que aquel hijo mío estaba necesitando desesperadamente una buena formación militar y cortesana. Lo malo era que en aquel momento estábamos rodeados de montañas, entre Borce y el poblado de Urdós -que ya se divisaba en la distancia-, a punto de abandonar el valle de Aspe para ganar la cumbre del Sum-mus Portus, y que, en ese entorno, no podía proporcionársela. Tenía que resolver la situación utilizando algún ardid. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto todos los movimientos probables de la partida.

– Está bien, muchacho -admití finalmente-. Puedes ser mártir. En realidad es una idea excelente.

– ¿Sí…? -preguntó con desconfianza, mirándome de reojo.

– Sí. Yo te ayudaré.

– No sé, no sé… Me parece muy extraño vuestro súbito cambio de actitud, sire.

– No deberías recelar de quien sólo pretende auxiliarte para que alcances con éxito las puertas del cielo. Verás, desde hoy, y aprovechando tu debilidad, puesto que debes llevar varios días sin comer…

– Aguanto bien con pan y agua. Esto es todo lo que tomo -aclaró rápidamente.

– …desde hoy, digo, llevarás tú todas nuestras posesiones, las mías y las tuyas -le dije colgando de su hombro mi escarcela y mi lata-. Además, para completar tu suplicio, dejarás de ingerir cualquier tipo de líquidos y alimentos: el pan y el agua se han terminado.

– Creo que es mejor que lo haga a mi manera -musito.

– ¿Y eso por qué? En realidad lo que tú buscas a través del sacrificio es la muerte. ¿No has dicho que querías el martirio y la corona de espinas de los elegidos? Pues que yo sepa, el martirio es la muerte no natural por Jesucristo. ¿Qué diferencia hay entre morir hoy o morir mañana? No importa el tiempo, lo que cuenta es la cantidad de sufrimiento que puedas presentar ante el tribunal de Dios.

– Ya, pero creo que si lo hago a mi manera tendrá más valor. La agonía será más lenta. Me dieron ganas de propinarle un sonoro guantazo en esa cara de tonto que tenía, pero aparenté tomar en consideración sus palabras y sopesar los pros y los contras de cada opción.

– Está bien, hazlo a tu manera. Pero si tomas pan y agua, deberías al menos dejarte sangrar. Ya sabes que es un remedio infalible para evitar los pecados y para mantener la pureza del alma. En Ponç de Riba habrás visto, probablemente, cómo sangraban a los monjes díscolos.

– No, no quiero sangrías -puntualizó apresuradamente-. Creo que con cargar con todo este peso y con mantenerme hasta la muerte a base de pan y agua es suficiente.

– Conforme, como tú quieras. Sigamos andando pues.


Dejamos el valle atrás y ascendimos el camino hasta Fondería. A mediodía cruzamos la selva de Espelunguera y atravesamos el río, encaminándonos a las rampas de Peiranera. No podíamos haber elegido otra temporada mejor para atravesar las montañas y disfrutar del esplendor de la naturaleza; caminábamos rodeados de grandes pinos y abetos, hayas, álamos y rosales silvestres y llevábamos por compañía a bucardos, ardillas, corzos y jabalíes. Recorrer el mismo camino en invierno, entre ventiscas y tormentas de nieve, hubiera sido un suicidio. Aun así, muchos peregrinos lo preferían, pues el peligro de toparse con osos o con ladrones era mucho menor.


Toda la jornada caminamos teniendo como referencia, recortado contra el infinito, el espléndido pico de Aspe, esa peña de roca pura y forma puntiaguda que guía los pasos de los peregrinos hasta el punto más alto de la cumbre, el Portus Aspen o Summus Portus, a partir del cual da comienzo el verdadero Camino del Apóstol. En él, apenas hubimos puesto el pie en la cima, Jonás, agotado por el esfuerzo de la ascensión, el peso de nuestras parcas pertenencias y los días de ayuno, se desmayó.


Afortunadamente, a escasa distancia de la cumbre, monte abajo, se encontraba el hospital de Santa Cristina, uno de los tres hospitales de peregrinos más importantes del mundo -los otros dos eran el de Mons Iocci, en la ruta de Roma, y el de Jerusalén, a cargo de mi Orden-, y mientras Jonás se recuperaba en él de su martirio y de sus deseos de llevar «la corona de espinas de los elegidos», yo tuve que buscar acomodo en la hospedería de la cercana localidad de Camfrancus [15].


El físico de Santa Cristina que le examinó afirmó que al menos le harían falta dos días para recuperar las fuerzas y reemprender el Camino. En mi modesta opinión, un buen guisado de carne con verduras y media jornada de sueño le habrían bastado para reponerse por completo; pero como se suponía que yo sólo era un noble caballero que peregrinaba en pobreza a Compostela para hacerse perdonar viejas deudas galantes, quedaba fuera de mis facultades emitir juicios médicos.


Como no tenía otra cosa que hacer, al día siguiente, por la mañana temprano, continué desfiladero abajo hasta Jaca, con el sombrero de alas calado hasta los ojos: recuerdo que aquel día lucía un sol aún más brillante que el que nos había acompañado durante todo el viaje. Tenía la intención de examinar bien el terreno y de no dejar escapar ningún detalle que pudiera resultarme útil. Me decía que, lógicamente, sería por allí, al principio mismo del Camino, por donde debían empezar a aparecer las señales, o las claves necesarias para interpretar dichas señales. Hubiera sido absurdo por parte de los milites Templi Salomonís distribuir grandes riquezas a lo largo de una prolongada y concurrida ruta de peregrinación sin establecer en el origen mismo del trayecto el lenguaje necesario para poder recuperarlas.


Abandoné el cauce del río Aragón para adentrarme en la población de Villanúa. No sé muy bien qué me inspiró a detenerme allí, pero fue una suerte, porque en el interior de la pequeña iglesia encontré una imagen negra de Nuestra Señora. Una intensa alegría se apoderó de mí y me llenó el corazón de gozo. La Tierra, la Magna Mater, irradia sus propias fuerzas internas hacia el exterior a través de vetas que fluyen por debajo del suelo. Estas corrientes fueron llamadas «Serpientes de la Tierra» por las antiguas culturas ya desaparecidas, que utilizaron el color negro para representarlas. Las Vírgenes Negras son símbolos, signos que indican en estos tiempos cristianos -y sólo a quien los sepa interpretar-, los lugares donde esas potencias internas brotan con mayor pujanza. Lugares sagrados, arcanos, preciosos lugares de espiritualidad. Si algún día el hombre dejara de vivir en contacto directo con la tierra, y no pudiera, por tanto, absorber su energía, se perdería a sí mismo para siempre y dejaría de formar parte de la esencia pura de la Magna Mater.


No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmóvil, absorto en mis pensamientos, meditando. Por unas horas me recuperé a mí mismo, recuperé al Galcerán que había abandonado Rodas para encontrar a su hijo y aprender unas nuevas técnicas médicas, recuperé la paz interior y el silencio, mi propio e inspirador silencio, del cual brotó, como una oración, el hermoso verso del poeta Ibn Arabi [16]: «Mi corazón lo contiene todo…» Sí, me dije, mi corazón lo contiene todo.


No llegué a Jaca ese día, por supuesto, pero sí al día siguiente, en que crucé el río por un puente de piedra, dejando Villanúa a mí izquierda. Entré en la ciudad por la puerta de San Pedro siguiendo la vía peregrina, y me recibió una urbe limpia y acogedora, aunque excesivamente ruidosa. Aquel día se celebraba mercado, y las gentes se arremolinaban en la plaza y bajo las arcadas en medio de un ruido ensordecedor y de una gran algarabía, entre empujones, insultos y riñas. Sin embargo, toda percepción exterior quedó en suspenso cuando vi, de pronto, el tímpano de la puerta oeste de la catedral, la de acceso para los peregrinos que entraban allí para rezar ante la imagen del Apóstol y ante las reliquias de la mártir santa Orosia, patrona de la ciudad.


No fue el soberbio crismón [17] de ocho brazos lo que provocó mi estupor, sino los dos magníficos leones que lo flanqueaban, ya que, además de que su perfección era incomparable -pocas veces los había visto tan bellamente reproducidos-, ambos estaban gritando, para quien supiera oírles, que aquella edificación contenía «algo», «alguna cosa» tan principal y sagrada que era necesario entrar en el recinto con los cinco sentidos bien despiertos. El león es un animal de significación solar, estrechamente unido al concepto de luz. Leo es, además, el quinto signo del Zodíaco, lo que significa que el sol pasa por este signo entre el 23 de julio y el 22 de agosto, es decir, la época más caliente y luminosa del año. Para la tradición simbólica universal, el león es el centinela sagrado del Conocimiento mistérico, cuya representación críptica es la serpiente negra. Y precisamente era una serpiente lo que había bajo el león de la izquierda, o para mayor precisión, el león de la izquierda aparecía en actitud de proteger a una figura humana que sujetaba una serpiente. El león de la derecha, por su parte, aplastaba con su pata el lomo de un oso, símbolo, por su letargo, de la vejez y la muerte. Pero lo más interesante del conjunto era la cartela situada al pie del tímpano, que decía lo siguiente: Vivere si queris qui mortis lege teneris. Huc splicando veni renuensfomenta venení. Cor viciis munda, pereas ne morte secunda. [18] ¿A qué otra cosa podía estar refiriéndose aquella llamada -«Si deseas vivir, tú que estás sujeto a la ley de la muerte, ven suplicante…»-si no era al comienzo mismo del proceso iniciático? ¿Acaso no era Jaca la primera ciudad del Camino sagrado, marcado desde el cielo por la Vía Láctea y seguido por millones de personas desde que el mundo era mundo? Santiago no fue más que la explicación de la Iglesia a un fenómeno pagano de remotísimos orígenes. Mucho antes de que Jesús naciera en Palestina, la humanidad ya viajaba incansablemente hacia el Final del Mundo, hacia el punto conocido como Finisterrae, el «fin de la Tierra».


¿Qué era aquello tan importante que la catedral de Jaca guardaba en su interior? No tenía más remedio que entrar y buscarlo, porque estaba claro que los leones podían avisar, pero jamás desvelarían un secreto. Recorrí el templo de punta a punta, husmeé cada rincón, cada pilar, cada columna y cada sillar, y por fin lo encontré junto al claustro, en la capilla de Santa Orosia. Emplazada en un recoveco oculto por las sombras, la diminuta imagen de una Nuestra Señora sedente portaba una cruz ¡en forma de Tau! Digo que era una imagen de Nuestra Señora porque como tal se exponía, aunque jamás vi figura menos sagrada y menos ornada de los símbolos de su grandeza. Se trataba de una mujer joven, ataviada con ropajes de corte, con la cabeza ceñida por una vulgarísima corona ducal y con una socarrona sonrisa en los labios. Toda su actitud corporal, con el torso incorporado, las piernas haciendo fuerza contra el suelo para sostener el peso de la cruz y esa forma de sentarse en el borde mismo del banco, toda su actitud, digo, estaba encaminada a exhibir la Tau, echándola hacia adelante como diciendo: «Mirad bien los que veáis, mirad esta cruz que no es tal cruz sino una señal, contempladla, os la pongo delante mismo de la cara.» Tomé buena nota de todo lo visto y emprendí alegremente el camino de regreso hacia mi hospedería.


Cuando, recién amanecido el día siguiente, entré en el hospital de Santa Cristina para recoger a Jonás, éste todavía dormía en su jergón bocabajo, como si una saeta le hubiera alcanzado en mitad de la espalda y hubiera caído de bruces con el cuerpo descoyuntado. Me aproximé despacio para no despertar a los otros enfermos de la sala y respiré con placer el olor a recinto limpio y saludable. No pude dejar de evocar mi hospital de Rodas, tan ventilado y pulcro como éste. ¡Cómo añoraba mi casa! Sin embargo, los recuerdos comenzaban a ser ya vagos e imprecisos y, por primera vez, tuve la ligera e inexplicable intuición de que nunca regresaría.


Desde el camastro vecino al de Jonás, un anciano de aspecto extraño me miraba fijamente con dos ojuelos negros y brillantes como dos azabaches. Se estaba secando los labios después de haber dado un gran trago de una calabaza que dejó en el suelo, junto al camastro. Era de constitución enteca y sarmentosa, de enormes orejas colgantes con lóbulos anormalmente abultados y casi calvo, con unos restos de cabello fino y gris a modo de corona de laurel. Su mirada era dura y ardiente, con reflejos minerales, y sus movimientos tenían un no sé qué de felino, una rápida suavidad muy a tono con aquella sonrisilla taimada con la que me obsequiaba.

– Vos sois don Galcerán de Born, el padre de García -dijo con una seguridad tal que me sorprendió. No recordaba haberle visto el día que dejé allí a Jonás.

– Cierto. ¿Y vos quién sois? -susurré mientras tomaba asiento con cuidado en el borde de la yacija del muchacho.

– ¡Oh, yo no soy nadie, caballero, no soy nadie!

Sonreí. No era más que un pobre viejo medio chiflado.

– Me recordáis a Ulises, el de Troya -comenté de buen humor-, cuando dijo llamarse Nadie para engañar al cíclope Polifemo. [19]

– Pues llamadme Nadie, si os place. ¿Qué importa tener hoy un nombre y mañana otro? Todo es igual y diferente a la vez. Yo soy el mismo con cualquier nombre.

– Veo que sois un hombre sabio -dije por halagarle, aunque en realidad me daba un poco de lástima escucharle proferir tal sarta de tonterías.

– Mis palabras no son tonterías, don Galcerán, y si las pensáis un poco os daréis cuenta.


Hice un gesto de extrañeza y le miré inquisitivamente.

– ¿De qué os sorprendéis? -me preguntó.

– Habéis respondido a lo que estaba pensando y no a lo que he dicho.

– ¿Qué diferencia hay entre lo que se dice y lo que se piensa? Observando a la gente con atención comprobaréis que, estén diciendo lo que estén diciendo, su cara y su cuerpo expresan lo que en verdad cavilan.


Sonreí de nuevo, divertido. Aquel desvencijado saco de huesos sólo era un hombre perspicaz y marrullero. Nada más.

– Me ha dicho vuestro hijo que os encamináis a Compostela -añadió, arrebujándose con la frazada, dejando sólo la cabeza al descubierto-, a rendir homenaje al Santo Cuerpo del apóstol Santiago, hermano del Señor.

– En efecto, hacia allí vamos, si Dios lo quiere.

– Hacéis bien llevando al muchacho con vos -declaró firmemente-. Aprenderá muchas cosas buenas durante el viaje y nunca las olvidará. Tenéis un hijo excelente, sire Galcerán. García es un muchacho extraordinariamente despierto. Debéis estar muy orgulloso de él.

– Lo estoy.

– Y se os parece mucho. Nadie puede negar que es hijo vuestro, aunque su cara difiera un poco en los rasgos principales.

– Eso es lo que dice todo el mundo.


Ya me estaba cansando de aquella conversación, pero como el tono adusto de mis respuestas parecía no incomodar al viejo, fruncí el ceño y me giré hacia Jonás.

– Veo que queréis despertar al chico.


No contesté. No deseaba ofenderle, pero tenía otras cosas que hacer.

– ¡Veo que queréis despertar al chico! -repitió apremiante.


Seguí sin contestar.

– Y veo también que no queréis continuar hablando.


Revolví con la mano la melena enmarañada de Jonás, para despertarle. Ya no quedaba en aquella cabeza la menor seña de la pasada tonsura monacal.

– Por mí, de acuerdo -murmuró el viejo con indiferencia, dándose la vuelta-. Pero recordadlo, don Galcerán: me llamo Nadie. Vos me habéis puesto ese nombre.


Y se durmió como un bendito mientras el sol comenzaba a entrar a raudales por los vanos del muro.

– ¿De qué hablabais con el abuelo? -preguntó la voz somnolienta de Jonás, que volvía a la vida poco a poco mientras se giraba hasta quedar panza arriba.

– De nada importante -respondí-. ¿Estás listo para continuar caminando?

– Naturalmente.

– ¿Continúas con tu aspiración de ser mártir?

– ¡Ah, no, ya no! -afirmó muy convencido, abriendo los ojos e incorporándose hasta quedar sentado frente a mí-. Ahora quiero ser caballero del Santo Grial.

– ¿Caballero de qué? -inquirí sobresaltado.


Realmente la mocedad es una época terrible de la vida, pero no para quien la atraviesa, como dicen, sino para quien tiene que soportarla cerca.

– Caballero del Santo Grial -repitió mientras se levantaba y buscaba sus ropas.

– Está bien -admití con resignación, y le alcancé con la mano los calzones y el jubón. Aunque parezca increíble, Jonás había crecido todavía más durante aquellos dos días de convalecencia. Su cuerpo larguirucho había dado otro estirón y los calzones le quedaban ridículamente cortos. Si seguía así, dentro de poco sería más alto que yo. Él se miró las piernas descubiertas y sonrió satisfecho. Era casi imposible negar la evidencia de su origen, sobre todo porque yendo siempre el uno al lado del otro, las semejanzas saltaban a la vista mucho más que las diferencias aportadas por su madre.


Para mi desgracia, durante las siguientes jornadas tuve que escuchar interminables relatos sobre la fascinante leyenda del Grial. Según Jonás, instruido en estos temas por el anciano Na-die -a quien él llamaba «el abuelo»-, el Santo Vaso permanecía oculto en un templo misterioso situado en una montaña llamada Montsalvat, celosamente custodiado por un singular personaje, el Rey Anfortas, que llevaba a cabo su misión con la ayuda de los perfectos y puros Caballeros del Santo Grial, similares en todo a los ángeles. Al parecer, los mejores entre estos caballeros eran Parsifal, Galaaz y Lancelot, flamantes héroes del muchacho, que unían a su ardor religioso inimaginables hazañas caballerescas, cada una de las cuales me fue narrada con todo detalle a lo largo de los cinco días que tardamos en llegar hasta Eunate, en las inmediaciones de Pons Regine [20], localidad en la que se unían las dos rutas de entrada en España del Camino de Santiago, la de Summus Portus y la de Roncesvalles.


Confieso que mientras Jonás hablaba sin parar, mi pensamiento permanecía muy lejos de sus palabras. Le escuchaba con infinita paciencia durante un rato y, cuando ya no podía más, me evadía de su perorata enfrascándome en mis cosas hasta que alguna exclamación, queja o petición me devolvía a la dura realidad. No es que le diera lo mismo que le prestara atención o no (sospecho que detectaba perfectamente mis distracciones), pero era su modo, torpe e impreciso, de tender puentes entre nosotros, incluso por encima de mí mismo. Si su formación progresaba por buen camino, terminaría descubriendo que los puentes entre las personas se tienden escuchando con generosidad y no fatigando los oídos ajenos.


Durante las jornadas de camino entre Jaca y Pons Regine, pasamos por muchos lugares sugestivos a los que presté una puntual atención. Sin embargo, el desánimo empezaba a enroscarse en mi espíritu, a oprimirlo y estrangularlo como un torniquete. Lo cierto es que llevaba demasiado tiempo alejado de los míos, alejado de mis amigos, de mis compañeros y hermanos de Orden. Llevaba mucho tiempo sin nadie a quien poder consultar mis dudas, sin tiempo para mis estudios y mi profesión. Empezaba a sentirme como un desterrado, como un leproso condenado a vivir lejos de los suyos. Era como si, de repente, despertara de un sueño y descubriera que nada de lo que había vivido hasta entonces había sucedido en realidad. Me habían cambiado de vida y de identidad sin que yo me hubiese dado cuenta, sin que yo hubiese hecho otra cosa que obedecer órdenes. Me mortificaba pensar que ni a mi propia Orden parecían importarle las consecuencias que todo aquello pudiera tener sobre mí. ¿Acaso no le inquietaba a nadie que el Perquisitore se sintiera, cada día más, un freire sin comunidad? ¿ Estaría enterado el Hospital de San Juan de que uno de sus monjes había sido amenazado de muerte por esbirros del papa Juan? El conde Joffroi de Le Mans, aunque invisible, era mi pesadilla constante. No se me escapaba que era un perro fiel de Su Santidad en el sentido más estricto del término y que ni siquiera pestañearía si tuviera que incrustar el filo de su espada en el pecho de mi hijo para cumplir la orden del Santo Padre.


Aquella mañana de mediados de septiembre amanecimos por primera vez cubiertos de escarcha y con las extremidades agarrotadas por el frío. Estaba claro que el verano tocaba lentamente a su fin y que el otoño se encontraba en puertas. Los días empezaban a ser de esos en que reina un calor insoportable mientras el sol está en lo alto pero de un frío mortificante en cuanto éste cae. Ya venia yo notando el cambio del tiempo en mis viejas cicatrices, pero sobre todo en mis encallecidos pies, que se hinchaban en demasía y me entorpecían el paso. Por fortuna, en una casa en la que paramos a descansar había podido prepararme una mixtura con tuétano de vaca y manteca fresca que me aliviaba mucho la inflamación y el dolor.


El Camino del Apóstol tuerce a la izquierda a la salida de Eneriz para llegarse hasta la capilla de Eunate. Perdida en la soledad de los campos, su espadaña guiaba al peregrino a través de una vasta llanura desolada.


Conforme nos íbamos acercando, me di cuenta que Eunate podía representar para nosotros, incluso, mucho más de lo que parecía a simple vista: podía ser lo que habíamos estado esperando desde hacía semanas, podía ser un punto de partida, una esperanza de comienzo. Los latidos de mi corazón se aceleraron y tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme y no echar a correr hacia ella dejando a Jonás abandonado en el camino. Otra de las cosas importantes que no debía perder de vista era el control de mis emociones, pues nunca se sabe qué ojos pueden estar mirando.

– ¿Qué te dice aquella iglesia, Jonás?

– ¿Tendría que decirme algo? -preguntó despectivamente. Desde la noche anterior se había apoderado de su cuerpo el espíritu de algún emperador todopoderoso. Le pasaba de vez en cuando.

– Quiero que te fijes bien en su estructura.

– Pues veo una iglesia de proporciones simples y parco ornamento.

– Pero ¿qué forma tiene? -insistí.


Clavó su mirada en ella desde la altura de su indiferencia.

– Octogonal, parece. No lo veo bien. Y está rodeada por un claustro abierto. Lo cierto es que es raro que una iglesia tenga el claustro en el exterior y no en el interior, como es lo habitual.

– ¿Ves? Ya empiezas a observar y no sólo a mirar.


El halago surtió su efecto. Carlomagno desapareció y dejó paso al novicius.

– ¿Tiene algún sentido algo de lo que he dicho?

– Lo que has dicho significa que te encuentras frente a una iglesia de factura netamente templaria y que, acaso, en este momento, sea propiedad de mi Orden por la bula disolutoria.

– ¿Cómo lo sabéis -preguntó intrigado-, cómo sabéis que es templaria?


Para entonces, estábamos ya dando un rodeo a la edificación.

– Por su forma octogonal. Toda construcción que veas que responde a esta hechura es de alzamiento templario. ¿Recuerdas que cuando descubrimos el significado oculto de los nombres de los médicos árabes que habían asistido al papa Clemente V en Roquemaure te dije que Al-Aqsa era una mezquita situada dentro del recinto del Templo de Salomón que los templarios habían utilizado como casa presbiterial en Jerusalén?

– Sí.

– Pues deja que te cuente una historia.

Nos quitamos los sombreros y nos sentamos en el suelo, agotados por el calor con la espalda apoyada contra el muro de una casa situada al Oeste de la capilla. Nuestros cuerpos agradecieron inmensamente una sombra fresca después de tantas horas de sol.

– Salomón fue un rey culto e inteligente que gobernó Israel unos mil años antes del nacimiento de Cristo -empecé-. Para que te hagas idea de la clase de persona que era, te diré que suyo es el hermoso Cantar de los cantares de la Biblia y también los libros de la Sabiduría, los Proverbios y el Eclesiastés. ¿Te parece suficiente como presentación? Pues bien, este rey sabio y justo quiso edificar un templo en honor de Yahvé. Si has leído el primer Libro de los Reyes recordarás que allí se detalla minuciosamente su construcción, para la cual se utilizaron los mejores materiales de los reinos de Oriente: madera de cedro, piedra, mármol, cobre, hierro y oro, grandes cantidades de oro. Fíjate bien: absolutamente todas las paredes fueron recubiertas con láminas de este metal precioso y los objetos de culto y el gran candelabro de siete brazos fueron fundidos en oro macizo. Nada era bastante hermoso para cobijar y proteger el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley que Moisés cinceló con sus propias manos en el monte Sinaí. Porque eso es lo que contenía el templo, Jonás: el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley. Para guardarlas lo mandó construir Salomón. -Me callé un momento y tomé aire-. Todo el edificio era de proporciones inmensas y también de una inmensa belleza: los querubines situados encima del Arca (de oro puro, naturalmente) eran como leones con alas y cabeza humana y las dos columnas enormes de la fachada del Templo tenían unos receptáculos de aceite encendido que la iluminaban día y noche.


El muchacho tenía el cuello torcido en su afán por no dejar de mirarme mientras le contaba aquella historia. Estaba completamente embobado.

– Pero no eran los materiales la parte más valiosa del templo -continué-. ¡Ni muchísimo menos…! Gente muy especial intervino en su diseño. Makeda, la reina de Saba [21], atraída por la renombrada sabiduría de Salomón y por su profunda espiritualidad, emprendió un largo viaje hacia el norte para conocerle y «probarle con enigmas», como dice la Biblia. Permaneció junto a él durante mucho tiempo, transmitiéndole el Conocimiento sagrado de los tiempos primigenios para que lo utilizase en la edificación del templo.

– ¿Qué Conocimiento era ése? -preguntó Jonás, intrigado.

– Un Conocimiento al que tú, muchacho, algún día podrías tener acceso sí eres digno de ello -dije, engañándole, pues, como era evidente, su iniciación ya había comenzado-. Pero calla y escucha. El templo de Salomón respondía, pues, a ciertos modelos y dimensiones procedentes de tradiciones ocultas e iniciáticas.

– ¿Qué tradiciones ocultas e iniciáticas?

Hice como que no le había oído y continué.

– Tenía tres recintos concéntricos en el interior de los cuales se encontraba el sancta sanctorum, el lugar santísimo donde se custodiaba el Arca y donde nadie podía entrar so pena de muerte, excepto el gran sacerdote, que podía hacerlo una vez al año. Cuatro siglos después, Jerusalén fue destruida por las tropas del rey Nabucodonosor II, y con ella el hermoso Templo de Salomón.


Dejé vagar mis ojos por los resecos muros de la capilla de Eunate. Tenía sed, así que bebí un largo trago de mi calabaza y Jonás me imitó.

– En lo que fue aquel triple recinto, se alza hoy día la mezquita llamada Qubbat al-Sakkra, o Cúpula de la Roca, que, curiosamente (por no tratarse de una característica de la arquitectura islámica), cuenta también con los tres recintos concéntricos. Además, su estructura, y esto es todavía más inexplicable, es octogonal. Justo al lado, también dentro de lo que fue el perímetro del templo, está la pequeña mezquita de Al-Aqsa, que los templarios utilizaban como residencia monástica, ya lo sabes. Convirtieron, pues, Al-Aqsa en vivienda y Qubbat al-Sakkra en iglesia…, en su iglesia. Numerosas ciudadelas y fortalezas templarias en Tierra Santa y en Europa presentan la estructura salomónica del triple recinto, e incontables construcciones, iglesias y capillas, como ésta de Eunate, reproducen la extraña planta octogonal de Qubbat al-Sakkra, la Cúpula de la Roca.

– ¿Así que esta pequeña capilla cristiana perdida en mitad de las tierras de Navarra debe su forma a una mezquita musulmana situada a miles de millas de aquí?

– En efecto.

Parecía impresionado.

– ¿Y qué ocurrió con el oro del Templo de Salomón?

– Desde que el pueblo de Israel supo que Nabucodonosor se preparaba para atacar, el Arca de la Alianza fue puesta a buen recaudo y el oro se escondió en un lugar seguro, así que el rey babilonio no pudo llevarse a su tierra los tesoros que esperaba. Lo cierto es que, en compensación, se llevó a los judíos como esclavos, pero ésa es otra historia. Siglos después, cuando los israelitas regresaron a Jerusalén, el templo fue reconstruido, aunque de manera más sencilla, pero del Arca, las Tablas de la Ley y las riquezas no volvió a saberse nada. Y así hasta el día de hoy. ¿Qué te parece?

– Me parece extraño -musitó caviloso-. Como también me parece extraño que los Caballeros del. Temple adoptaran el nombre del Templo de Salomón, su primera residencia. ¿No es un poco absurdo?

– Los Caballeros del Temple no se llamaban así, su verdadero nombre era el de Pobres Caballeros de Cristo, pero todo el mundo les conocía por Caballeros del Temple o templarios. Sin embargo, tienes mucha razón en dirigir tu interés hacia este punto, pues está ciertamente relacionado con lo que hablábamos. En 1118 un noble francés, Hugues de Payns, se presentó ante el rey Balduino II, rey de Jerusalén, y le pidió permiso para defender, con la ayuda de otros ocho caballeros franceses y flamencos, a los peregrinos de Occidente que viajaban hasta allí para visitar los Santos Lugares. Era un ofrecimiento generoso que venía a cubrir una necesidad urgente ya planteada por el rey, así que éste aceptó complacido. Los nueve caballeros sólo hicieron, a cambio, un simple ruego: poder instalar su residencia en los terrenos que anteriormente ocupaba el Templo de Salomon.

– ¿Eso fue lo primero y lo único que pidieron nada más llegara Jerusalén?

– A fe que sí. ¿No te parece curioso?

– ¡Desde luego! Pero no se me alcanza por qué tanto interés. ¿Para poder llamarse Caballeros del Temple o templarios?

– Pero ¿es que no lo ves, Jonás? A pesar de su ofrecimiento al rey de Jerusalén para vigilar los caminos y defender a los peregrinos, una vez obtenido el antiguo templo, los nueve caballeros se encerraron en él ¡durante nueve años!, sin salir al campo de batalla, sin enfrentarse ni una sola vez con los infieles y sin defender a ningún viajero, dedicándose exclusivamente, según, decían, a la oración y a la meditación. Piensa Jonás: nueve caballeros encerrados en el Templo de Salomón durante nueve años, sin reclutar sirvientes y sin dejar entrar o salir a nadie de él sin su consentimiento. ¿No es extraño? Acabado este período, seis de los nueve templarios regresan a Francia para conseguir la aprobación de sus estatutos en el concilio de Troyes.

– ¿Queréis decir que cuando los templarios llegaron a Jerusalén tenían algún objetivo secreto en mente?

– Los templarios buscaban algo especial cuando llegaron a Tierra Santa, no cabe duda. Quizá te haga falta saber algo más. San Bernardo de Claraval, fundador y primer abad de Claraval, doctor Ecclesiae e impulsor del Cister, de quien sin duda has oído hablar por ser una figura prestigiosa de la Iglesia -Jonás negó con la cabeza y yo suspiré, resignado-, fue el encargado de traducir y estudiar los textos sagrados hebraicos hallados en Jerusalén después de la toma de la ciudad en la primera Cruzada. Años después, publicó un polémico texto, De laude novae militiae, en el que planteaba la necesidad de unos monjes soldados que defendieran la fe por medio de la espada, lo cual era un concepto completamente nuevo por aquel entonces. San Bernardo era tío carnal de uno de los ocho caballeros que acompañaban a Hugues de Payns, de quien también era amigo personal. Así que la idea de fundar la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo fue, sin duda, de san Bernardo. Ahora ya tienes todos los datos que precisas para arribar tú solo a la conclusión lógica.

– Bueno… -titubeó-. Quizá…

– ¡Venga, rápido! ¡Piensa!

– San Bernardo encontró algo en aquellos documentos hebraicos, algo que quería conseguir, para lo cual envió a los nueve caballeros a Jerusalén. ¡Ya lo entiendo! -exclamó, de repente, alborozado-. ¡Lo que estáis intentando decirme es que el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley debieron permanecer ocultas en algún lugar secreto del Templo de Salomón, y que esos documentos que Bernardo tradujo decían exactamente dónde se encontraban! Por eso envió a los caballeros.

– Si los documentos hubieran señalado claramente el lugar en que se encontraba el Arca con las Tablas, los caballeros no hubieran necesitado nueve años completos para encontrarlas, ¿no te parece?

– Es verdad. Bueno, pues los documentos sólo decían dónde podían hallarse aproximadamente, en algún lugar del Templo, sin especificar.

– Eso es más sensato. Aunque también es posible que las encontraran y que, dada la importancia y la sacralidad de lo hallado, durante aquellos nueve años los primeros templarios se dedicaran a lo que decían, a orar y a meditar.

– Y si todo esto lo sabía la gente, como vos lo sabéis, ¿por qué nadie les quitó el Arca? ¿Por qué la Iglesia no se la reclamó?

– Porque los templarios lo negaron siempre y, si alguien niega algo con la fuerza y la perseverancia suficientes, resulta imposible desmentirlo si no se tienen pruebas, y pruebas nunca las hubo. Sospechas, sí; todas. Pero pruebas, ninguna.

A mi mente acudió veloz el recuerdo de aquella noche (que ahora parecía tan lejana) en que Evrard, durante su delirio de muerte en la mazmorra de la antigua fortaleza templaria del Marais, gritaba dando órdenes de evacuar Al-Aqsa y de salvar el Arca de la Alianza.

– ¿Y vos creéis, sire, que en esa capilla templaria -preguntó Jonás señalando Eunate con el mentón- encontraremos algo relativo a todo esto?

– Relativo a todo esto, no lo creo, Jonás -dije incorporándome con la ayuda del bordón-. De entre todos los secretos de los templarios, que son muchos, el del Arca es el más inviolable de todos. Pero estoy bastante seguro de que si encontraremos las primeras pistas de los escondites del resto de las riquezas templarias, las que ocultaron en el Camino antes de su disolución como Orden.

– Pero ¿y el Arca? -insistió con tozudez.

– Los siglos se encargarán de desvelar la evidencia.

– ¡Pero nosotros ya no lo veremos! -protestó mientras avanzábamos hacia la iglesia.

– Ese es el problema de no poseer la inmortalidad: nos perdemos el futuro.


Entramos en la ermita por una de las dos aberturas del claustro exterior y, circulando por su deambulatorio -también ochavado como la iglesia-, empecé a descubrir las señales inconfundibles de la tradición iniciática: en uno de los capiteles se veía la figura de un Crucificado sin cruz rodeado por catorce apóstoles; en otro, leones solares enfrentados; en otros más, rostros satánicos de cuyas bocas salían enredaderas formando laberintos o espirales, al final de las cuales, o en el centro, se encontraba siempre la figura de la piña, representación simbólica de la fecundidad y la inmortalidad. Nada de todo aquello me aportaba nueva información. Si yo hubiera sido un peregrino, y nada más que un peregrino, probablemente hubiera disfrutado contemplando aquellas imágenes, meditando sobre ellas, intentando descifrarlas y aplicando sus conclusiones a mi propia vida; pero mi vida y la de mi hijo estaban en peligro y no tenía tiempo que perder.

– Mirad, sire -Jonás se había detenido delante de una de las columnas dobles y miraba atentamente el remate-. Ésta es la única representación normal que veo en todo este extraño claustro.

Me acerqué y observé el capitel. Por uno de sus lados podía verse la escena en la que el ciego Bartimeo, sentado a la vera del camino, llamaba a gritos a Jesús, Hijo de David, suplicándole el milagro de recobrar la vista. Y por el otro, la resurrección de Lázaro, el momento en que la losa del sepulcro era descorrida y Jesús ordenaba a su amigo que saliera al exterior para asombro de los presentes. Tanto Bartimeo como Jesús exhibían minúsculas cartelas de piedra bajo sus pies con lacónicos mensajes: Fili David miserere mei, la del ciego, y Ego sum lux, la de Jesús. «Bueno -me dije-, al menos ya es algo.»


Terminado el deambulatorio del claustro, penetramos en el interior de la capilla por la puerta norte. En un largo friso que daba a la arquería, todo el programa de la iniciación secreta se exponía a los ojos de cualquiera que pasara por allí. No me sorprendió en absoluto: podía ser muy difícil interpretar los misterios inmutables sin la ayuda de un maestro, pero algunos lo habían conseguido, llegando después muy lejos en el estudio del Conocimiento mistérico. Afortunadamente, la narración del friso utilizaba la simbología críptica -las palabras sabias siempre necesitarán intérpretes-, de manera que unos, los iniciados, pudiéramos leer lo que se decía y otros pudieran llegar a leerlo si su espíritu les animaba a ello. Deduje que, de alguna manera, el Camino de Santiago, el Camino de la Vía Láctea, estaba organizado para asistir a esos seres especiales capaces de alcanzar la iniciación por sí mismos. Tarea terrible, sí, pero no irrealizable.

– ¿Qué significan todas esas imágenes?

– ¿Qué imágenes?

– Esas cabezas apoyadas unas en las otras, por ejemplo.

– Es la transmisión racional del Conocimiento del que antes te hablé. Es la primera fase de la iniciación.

– ¿Y esas quimeras y sirenas con colas de dragón?

– El dolor y el miedo del hombre ante el peligro y lo desconocido.

– ¿Y por qué los monstruos llevan una flor, en el vientre?

– Porque perder el miedo libera al hombre y le hace capaz de alcanzar la verdad.

– ¿Por qué esa figura encapuchada lleva a un niño en los brazos?

– Porque el niño acaba de nacer después de morir.

– ¿Y esa mujer desnuda enroscada en una serpiente?

– Ésa, Jonás, es la Diosa Madre del mundo, la Magna Mater, la Tierra. Recuerda que ya te hablé de ella en una ocasión.

– ¿Y qué hace una diosa pagana en un templo cristiano?

– Todos los templos de la Tierra están consagrados a una única divinidad, la llamen como la llamen.

– ¿Y qué hace una diosa con una serpiente?

– La Serpiente es el símbolo del Conocimiento. También te he hablado sobre ello.

– Sólo hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo puede haber nacido el niño después de morir?

– Eso, Jonás, te lo explicaré en otra ocasión -dije secándome el sudor del rostro con la manga de la saya. ¡Qué manera de preguntar!-. Ahora quiero averiguar adónde lleva aquella escalera de allí.


En el lado sur de la capilla, una puertecilla entreabierta dejaba ver una escalera de caracol. Todavía nadie se nos había presentado desde que habíamos alcanzado las inmediaciones de Eunate, así que no vi inconveniente en subir por ella y comprobar adónde llevaba. No me sentí defraudado cuando alcanzamos una pequeña linterna que nos permitió contemplar un hermoso paisaje: los vastos y silenciosos campos que rodeaban Eunate estaban a nuestros pies. Un poco más allá se vislumbraban los edificios de Puente la Reina.

– Aquí debe aposentarse el vigía, como en Ponç de Riba -dedujo el muchacho.

– ¿Qué vigía, si por estos parajes no hay nadie?

– ¡Alguien tendrá que vigilar por si llegan los moros!

– ¿Y para qué crees que sirve aquel campanario que se ve en Puente la Reina, mucho más alto y más al sur?

– Pues vigilarán desde los dos puestos.

– Es posible, no digo que no -convine con él-. Pero esta linterna sirve para algo más que la vigilancia. ¿Es que no te has dado cuenta de la espléndida visión celeste que se disfruta desde aquí? En una bella noche de verano, el cielo debe poder tocarse con las manos. Sin duda, este pequeño recinto sirve de observatorio para el estudio de los astros.

– ¿Y quién va a estudiar los astros si aquí no hay nadie?

– Ten por seguro que alguien vendrá alguna vez a mirar el cielo, durante las noches o durante los solsticios y los equinoccios, y no sólo en esos momentos; hay épocas del año en que leer las constelaciones es de vital importancia. Un lugar tan bueno como éste debe ser muy frecuentado por astrólogos.

– ¿Y aquella ciudad de allá, Puente la Reina, es nuestro próximo destino? -preguntó Jonás señalando con el dedo.

– En efecto. Allí comeremos hoy, en alguna alberguería o en la casa de algún buen samaritano misericordioso.


Q uatuor vie sunt que ad Sanctum Jacobum

tendentes, in unum ad Pontem Regine, in horis Y

spanie, coadunantur… [22]


Son cuatro los caminos a Santiago que en Puente la Reina, ya en tierras de España, se reúnen en uno solo, dice Aymeric Picaud en el Codex Calixtinus. Y bien cierto es, pues si hasta entonces nuestro viaje había sido más bien solitario -apenas nos habíamos encontrado con dos o tres grupos de peregrinos y algún penitente esquivo-, en Puente la Reina nos dimos cuenta de la gran cantidad de gente que purgaba sus pecados recorriendo con esfuerzo el itinerario sagrado. Yo mismo estaba maravillado de la generosidad con que habíamos sido tratados y alimentados hasta entonces por los villanos, labriegos y monjes de los lugares por los que habíamos pasado, pero nada era comparable con la alegría y la prodigalidad con las que, ya desde Obanos, nos recibieron los navarros de aquellos pagos. ¡Qué falsas me parecían las palabras de Picaud!: «Los navarros son un pueblo bárbaro, diferente de todos los demás en sus costumbres y naturaleza, colmado de maldades, de color negro, de aspecto innoble, malvados, perversos, pérfidos, desleales, lujuriosos, borrachos, agresivos, feroces y salvajes, desalmados y réprobos, impíos y rudos, crueles y pendencieros, desprovistos de cualquier virtud y enseñados a todos los vicios e iniquidades, parejos en maldad a los Getas [23] y a los sarracenos, y enemigos frontales de nuestra nación gala. Por una moneda, un navarro o un vasco liquida, como pueda, a un francés.» Sin embargo, pocas veces en mi vida había visto tanta gente satisfecha reunida en una misma ciudad, ni una ciudad tan volcada y entregada a una sola meta: la atención al peregrino.


Apenas vislumbradas las primeras casas de Puente la Reina, llamé la atención a Jonás acerca de la torre de la iglesia que teníamos delante: aunque comenzaba con una contundente forma cuadrada, su final era una hermosa y delicada cúpula octogonal. El muchacho me sonrió con complicidad. Luego supimos que se trataba de la parroquia del barrio de Murugarren, la iglesia de Nuestra Señora dels Orzs [24], propiedad de los templarios hasta la disolución de la Orden. Al parecer, el rey García VI había hecho entrega de la villa a los Caballeros del Temple en 1142, con la condición de que acogieran a los peregrinos propter Amorem Dei. Esa tradición de hospitalidad seguía profundamente arraigada y viva en el lugar.


Aunque todos los peregrinos que, como nosotros, entraban en la ciudad se detenían en la parroquia de Nuestra Señora dels Orzs para rezar, Jonás y yo continuamos internándonos por las rúas peregrinas. Teníamos hambre y deseábamos descansar, así que dejamos para más tarde los rezos y las visitas obligadas y nos encaminamos hacia el otro lado del pueblo, hacia la hospedería de peregrinos, ubicada junto a uno de los dos hospitales con los que contaba la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia de Santiago, que lucía una hermosa portada de ejecución mozárabe, y atravesamos la rúa Mayor, flanqueada por multitud de palacios y de casas con linaje -los escudos nobles podían verse sobre los portalones-. Al final de esta calle se encontraba el famoso puente que daba nombre y fama a la ciudad.


Jamás, ni en mis muchos años de vida ni en mis muchos viajes, había visto un puente de tanto mérito, tan donairoso y ligero como el de Puente la Reina. Parecía surgir de su base como por encantamiento y su imagen estaba tan perfectamente reflejada en el agua, que no se podía distinguir en qué lugar empezaba el puente real y en qué lugar el especular. Seis arcos de medio punto y cinco pilares atenuados por pequeños arcos servían para mantener la piedra flotando en el aire y facilitar el paso sobre el río Arga a los peregrinos jacobeos. Fue la reina doña Mayor, esposa de Sancho Garcés III, rey de Navarra, quien mandó levantar el hermoso puente. Pero ¿quién fue el pontífice? [25] Aunque yo jamás llegara a conocer su identidad, seguro que se trataba de un maestro iniciado. Y la sagaz perspicacia de Jonás no me defraudó.

– Lo que no comprendo -dijo con el ceño fruncido y tono aciago-, es por qué han construido esta pontana con forma de empinada colina, de manera que tenemos que ir ascendiendo hasta la cúspide sin ver nada de lo que nos espera al otro lado. ¡Con lo cansados que estamos!

– Este hermoso puente a dos vertientes es un símbolo más de los muchos que estamos encontrando en el Camino. Deberías analizar con detalle su estructura y darle una oportunidad al mensaje.

– ¿Queréis decir que pudiendo construir un cómodo puente de trazado horizontal, levantaron a propósito esta horrible rampa, castigo de caminantes?

– Bueno, sí…, ésa sería más o menos la idea.

– ¡No puedo comprenderlo de ninguna manera!

Suspiré. Este hijo mío no tenía término medio: o bien demostraba una inteligencia deslumbrante y la curiosidad de un sabio, o bien, ante las más insignificantes incomodidades físicas, se volvía zoquete y lerdo como una bestia de carga.


En la hospedería comimos hasta hartarnos asadura de cabrito con garbanzos y calabaza dulce y dormimos una buena siesta sobre cómodos jergones. A media tarde estábamos listos para visitar la ciudad.

– Creo que va a llover -comentó el muchacho, al salir a la calle, mirando el cielo cubierto de nubes.

– Quizá, pero precisamente por eso debemos acelerar el paso.

– Quisiera comentaros una cosa, sire.

– ¿Qué es ello? -pregunté distraído mientras subíamos de nuevo el extraordinario puente.

– ¿Recordáis al conde aquel que os amenazó en Saint-Gilles?

Me detuve en seco en la cúspide. A nuestros pies, la ciudad parecía ahogarse bajo la nublada luz.

– Sí. ¿Qué pasa con él?

– Nos está siguiendo desde que cruzamos Obanos.

– Nos está siguiendo desde que salimos de Aviñón -gruñí, reanudando el paso.

– Cierto, sire, pero ahora lo hace de forma más descarada. Os lo digo porque me parece que quiere volver a hablaros.

– ¡Si quiere hablar conmigo ya sabe lo que tiene que hacer! De repente mi humor estaba igual de negro que la tarde. Ya no me interesaba visitar la ciudad. La triste verdad era que no tenía una maldita pista que me condujera al oro -excepto, quizá, el insignificante capitel de Eunate, que podía no revelar nada aparte de un error del maestro cantero- y Joffroi de Le Mans lo sabía, sabía que mis manos seguían vacías. Por eso intentaba amedrentarme. Su ostentación no era más que un apremio. Pero no necesitaba sus bravuconadas para ser plenamente consciente de mi fracaso. Un trueno espantoso retumbó en el cielo y se quedó vibrando en el aire, como si hubieran partido el universo con una piedra y los pedazos se desmoronaran.

– Está a punto de empezar a llover, sire.

– Está bien. Entremos en aquella taberna -rezongué.

Sobre la puerta, una burda talla de madera pintada, colgada de un espetón, mostraba una pequeña culebra ondulante. Debajo, en letras góticas, se podía leer: «Coluver.» [26]

– El dueño debe ser francés -comenté mientras empujaba la puerta.

– El dueño y todos sus clientes -añadió Jonás, sorprendido, cuando estuvimos dentro.


Una masa intransitable de aldeanos y peregrinos francos abarrotaba el local con un estruendo espantoso. Instintivamente, me llevé la mano a la nariz y la cubrí para evitarme el desagradable olor a cocimiento de sobaquina humana.

– ¡No hay ni una maldita mesa! -grité al muchacho con la boca pegada a su oreja.

– ¿Qué decís? -me respondió también a gritos.

– ¡Que no hay una maldita mesa!

– ¡Mirad! -chilló sin hacerme caso, señalando, al fondo, un oscuro rincón. Allí, bajo una ristra de embutidos colorados puestos a secar, un brazo desnudo y escuálido se agitaba llamándonos. En un primer momento no reconocí a su propietario, pero luego los rasgos se me fueron haciendo familiares y uní, por fin, cara y nombre. Bueno, lo de nombre es un decir. Allí estaba Nadie, el anciano del hospital de Santa Cristina, saludándonos con alborozo y ofreciéndonos ocupar un lugar a su lado en aquel largo tablero abarrotado de gente.

Nos encaminamos hacia él con gran esfuerzo, abriéndonos paso a empellones. A cada paso recibíamos los gruñidos de un montón de francos borrachos.

– ¡Mi señor Galcerán! -exclamó el viejo cuando nos tuvo a su lado-. ¡García, querido muchacho! ¡Qué alegría tan grande encontraros por aquí!

– ¿Cómo habéis llegado a Puente la Reina antes que nosotros, abuelo? -le preguntó Jonás con los ojos llenos de admiración, mientras tomábamos asiento a su lado.

– Hice parte del camino en carruaje, en compañía de unos bretones que tenían prisa por llegar a Santiago. Yo me quedé aquí, en Puente la Reina, para descansar; a mi edad ya no se pueden cometer excesos.

– Pues no os vimos.

– Ni yo tampoco os vi, y eso que os estuve buscando. Los bretones de quienes os hablo gustaban de viajar también durante la noche. Seguramente, os encontraríais en el interior de algún templo cuando nos cruzamos, o durmiendo junto a la trocha.

– Es posible -convine de mala gana, dando unos puñetazos sobre la mesa para llamar la atención de la tabernera.

– ¿Habéis visto muchas cosas hasta ahora, joven García?

– ¡Oh, si, abuelo! He visto mucho y he aprendido mucho.

– ¡Contadme, contadme, estoy deseando escucharos!


Eran las palabras mágicas que abrían las compuertas, siempre a punto de estallar, de la verborrea de Jonás. Recuerdo que cruzó mi mente el temor a que hablara más de la cuenta, pero, afortunadamente, el chico no perdía la cordura a pesar de su inmadurez. Empezó a relatarle al viejo, con todo detalle, sus propias reflexiones personales en torno a las leyendas del Santo Cáliz y entró luego al trapo con los agotadores pormenores de su futura carrera como caballero del Grial. Entretanto, la tabernera nos trajo la bebida (un buen vaso de excelente vino de la tierra para mí y agua de cebada para el muchacho) y yo me perdí en mis pensamientos mientras examinaba al gentío que nos envolvía.


Hacía ya rato que un grupo de peregrinos francos cantaba a voz en cuello unos alegres romances en lengua provenzal, marcando el ritmo, muy vivo, con los golpes de las jarras contra las mesas y con palmadas y silbidos. Como el alboroto de la cantina era enorme, al principio no les había hecho caso. Pero algo, no sé qué, me hizo aguzar el oído y atender, quedándome de improviso sin sangre en las venas: la letra de la monserga contaba que una judía francesa que había venido a España para visitar Burgos, había sido inútilmente requerida de amores por sus compañeros de viaje, deseosos, al parecer, de contar uno a uno los infinitos lunares repartidos por su cuerpo. Tuvieron que dejarla en paz porque, como eran peregrinos, no querían pecar contra Santa Maria, pero al final se desvelaba que la judía era hechicera y que les había amenazado con dejarlos calvos y sin dientes si insistían en sus requiebros.


Aferré a Jonás por un brazo y tiré de él, girándolo hacia mí.

– ¡Escucha! -le ordené sin miramientos.

Entre rugidos y risotadas, los francos estaban empezando de nuevo con la letra de la cancioncilla, y como los versos eran fáciles de recordar, otros grupos se les estaban sumando. Jonás prestó atención y luego me miró.

– ¡Sara! -exclamó excitado.

– Seguro.

– ¿Quién es Sara? -preguntó Nadie con mucha curiosidad.

– Una conocida nuestra, a quien dejamos no ha mucho en París.

– Pues creo que ya no está allí, si lo que dice la canción es cierto -repuso el viejo.


El muchacho y yo le ignoramos, atentos únicamente a la troya.

– Voy a enterarme -exclamó Jonás levantándose.

– Mejor voy yo -le detuve, obligándole a sentarse de nuevo-. Se burlarían de ti.


Me abrí paso entre la gente hasta llegar al grupo de peregrinos y me agaché hacia la sucia oreja del franco que parecía dirigir el cotarro. El hombretón escuchó mi petición, me examinó prolijamente, pareció meditar y, luego, estalló en carcajadas y haciendo un gesto con la mano a sus compañeros, se levantó y me llevo a un aparte.

– En efecto, sire -me confirmó con una sonrisa-, la judía de la canción se llama Sara. Ayer mismo se separó de nosotros y se unió a un grupo de judíos que viajaba hacia León.

– ¿Y sabéis adónde se dirigía ella?

– ¡Ya lo dice nuestra canción, micer! Hacia Burgos. Parece que allí hay un hombre que la está esperando. Tenía mucha prisa por llegar, por eso nos dejó. Los judíos con los que se fue viajaban más rápido que nosotros. ¡Y eso que hacemos la ruta con las mejores carretas de toda Francia! Sólo hemos tardado dos semanas en completar el trayecto desde Paris.

– ¿A qué distancia calculáis que pueda estar ahora? -le pregunté.

– No sé… -masculló pinzándose el labio inferior con los dedos-. Podría estar a dos o tres jornadas a caballo. No creo que mas.


Le di las gracias y regresé junto a Jonás y a Nadie, que me esperaban impacientes.

– ¿Era Sara?


El muchacho mostraba una enorme expectación.

– Si, era ella. El francés me lo ha confirmado.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– No lo sé con certeza -repliqué dando un trago de vino; notaba la garganta seca como la estopa-. Pero se encuentra a pocas millas de distancia. Dos o tres días a caballo, como máximo.

– ¿Queréis alcanzarla? -preguntó Nadie con una curiosa entonación.

– Somos peregrinos sin recursos y no podemos comprar cabalgaduras -le aclaré de muy malos modos.

– Eso tiene fácil arreglo. Yo no cumplo penitencia de pobreza, así que puedo adquirir caballos para los tres.

– Sois muy amable, pero dudo que dispongáis de medios suficientes -proferí con el afán de ofenderle. Pero Nadie no era un caballero que debe defender su honor, ni siquiera tenía traza de noble o de hidalgo; parecía, más bien, un comerciante poco acaudalado.

– Los medios de que dispongo son cosa mía, sire. No os incumbe entender sobre esta materia. Os estoy ofreciendo la posibilidad de alcanzar a vuestra amiga. ¿Aceptáis?

– No. No podemos aceptar vuestra generosidad.

– ¿No podemos? -se sorprendió Jonás.

– No, no podemos -repetí mirándole fijamente a los ojos para que se callara de una maldita vez.

– Pues no veo por que no -insistió el viejo-. Hay unas caballerizas muy buenas detrás del hospital de San Pedro, con monturas de primera, y conozco al dueño. Nos venderá los animales que le pidamos a un precio razonable.

– ¿Estáis seguro, padre, de que no podemos? -insistió el muchacho, haciendo hincapié en la palabra padre, usándola como si fuera un cuchillo.


Le lancé una mirada asesina que rebotó como una flecha sobre un escudo. Le esperaba una buena a aquel estúpido novicius en cuanto llegáramos a la alberguería.

– Pensadlo bien, don Galcerán. Llegaríais antes a Santiago sin romper vuestro voto de pobreza.


Sabia que no debía, sabia que tenía una misión que cumplir y que viajar a caballo significaría perder pistas importantes, sabía que el conde Joffroi nos pisaba los talones y que vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y sabia que, por encima de cualquier otra cosa -¿qué cosa era esa que me impulsaba a correr tras la judía?-, yo jamás había incumplido una orden.

– Está bien, anciano, acepto vuestro ofrecimiento. La cara de Jonás reflejó una gran satisfacción, mientras que el viejo se levantaba de la mesa con una sonrisa.

– Vamos, pues. Apenas tenemos tiempo de comprar los animales y partir hacia Estella. Allí pasaremos la noche.


Por mí mente cruzó rápidamente la idea de que Nadie era uno de esos individuos que, incapaces de ganarse amigos de otra manera, los compran a base de regalos y favores, y que, una vez los han adquirido (o creen que los han adquirido), se enseñorean en el trato, tomando en sus manos las riendas de las vidas y las haciendas de sus victimas, hasta que éstas, siempre de mala manera -pues no hay otra forma de desprenderse de estas fatigosas relaciones-, terminaban dándose a la fuga, desesperadas. La segunda cosa que pensé en aquel instante era que habíamos caído en una trampa mortal en la cual Nadie era la araña y Jonás y yo los pequeños e indefensos insectos que le iban a servir de cena. Y la tercera cosa, que, si le acompañábamos a comprar los caballos, no íbamos a tener tiempo de visitar Nuestra Señora deis Orzs, la antigua iglesia templaría.

– Hay algo que debemos hacer antes de partir, Jonás.

El muchacho asintió.

– ¿Qué es ello? -preguntó Nadie, impaciente.

– Visitar la parroquia de Murugarren. No podemos marcharnos de Puente la Reina sin haberle rezado a Nuestra Señora. La cara del viejo reflejó contrariedad.

– No creo que eso sea imprescindible. Sólo es una iglesia más, una de tantas. Podréis rezar a la Santísima Virgen en otros muchos lugares.

– Me extraña que un viejo peregrino como vos diga una cosa así.

– Pues no debería extrañaros -repuso con acritud, pero de inmediato cambió el tono de voz, suavizándolo mucho-. Debéis comprender que, precisamente porque conozco muy bien la ruta del Apóstol, sé que no os faltarán emplazamientos de devoción mariana en los que rezar.

– Lo sabemos, pero quizá nosotros, al contrario que vos, no volvamos nunca por estos pagos.


Nadie pareció quedarse pensativo.

– Dejad, al menos, que el muchacho venga conmigo -dijo al fin-. Su parecer me será muy útil para elegir nuestras monturas.

– Sí, por favor, dejad que vaya con él -suplicó el tonto de mi hijo, implorante.

– Sea -accedí, aunque de mala gana-. Vete con él a comprar los caballos. Nos encontraremos en la hostería dentro de una hora.


¿Por qué?, me preguntaba mientras caminaba solo por la rúa Mayor, ¿por qué todo esto?, ¿por qué he aceptado el viaje a caballo?, ¿por qué he permitido que el viejo se inmiscuya en nuestras vidas?, ¿por qué estoy desatendiendo mi primera y principal obligación, una misión en la que el Papado y el Hospital de San Juan tienen importantes intereses?, ¿por qué descuido lo que es conveniente para mi hijo, su gradual iniciación en los Misterios, imposible de llevar a cabo en compañía de Nadie?, ¿por qué desafío de este modo al conde de Le Mans?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?…


La parroquia -y en esto no podía negar su origen templario-presentaba una extraña estructura en dos naves (en lugar de la nave única o de las tres naves, como es lo habitual), perfecta-mente iguales a pesar de que una de ellas se exhibía como capilla adyacente, carente de altar y de imagen sagrada. En la primera, una Virgen sentada en un trono con un niño clavado en sus rodillas, miraba inexpresivamente el espacio frente a ella, como sí nada de lo que allí ocurriera pudiera afectaría en modo alguno. Era la imagen de Santa Maria deis Orzs, una talla pulcra y bien labrada pero de nulo interés mistérico. ¿Es que los templarios habían pasado por alto Puente la Reina? No podía creerlo, así que me encaminé hacia la segunda nave con una cierta desazón.


El ábside estaba extrañamente cubierto por una pesada tela negra que, por supuesto, despertó al punto mi curiosidad. ¿Qué podía haber debajo? Una iglesia no mantiene una nave vacía porque sí, tiene que existir alguna poderosa razón para una actitud tan desconcertante, y puesto que no se veían restos de obras ni andamios que justificaran tal protección, el encubrimiento debía obedecer a algún otro motivo. No lo dudé ni un instante y, a riesgo de ser amonestado por alguno de los peregrinos que oraban allí en aquellos momentos, levanté una de las esquinas inferiores del paño.

– ¿Qué hacéis? -chilló una voz aflautada en el silencio del templo.

– Miro. ¿Es que no se puede? -respondí sin soltar la tela.

– No se debe.

– Eso no es una prohibición -dije, mientras escudriñaba apresuradamente lo que había debajo. -¡Soltad ahora mismo el lienzo o me veré obligado a llamar a la guardia!


No podía creer lo que tenía ante mi… Simplemente, no podía creerlo. Debía conservar en mi mente todos los detalles. Necesitaba tiempo para mirar bien.

– ¿Y quién sois vos para gritar dentro de una iglesia? -pregunté estúpidamente con la pretensión de entretener a mi interlocutor. Sus pasos se acercaban veloces por la nave.

– ¡Soy un cofrade de la parroquia! -exclamó la voz apenas un segundo después, ya junto a mi oreja, al mismo tiempo que una mano vieja y deficiente aplastaba la tela contra el muro, dando por definitivamente finalizada mi inspección-, el encargado de su custodia y vigilancia. ¿Y vos quién sois?

– Un peregrino de Santiago, sólo un peregrino -exclamé fingiendo tribulación-. No he podido resistir la curiosidad. Decidme, ¿de quién son estas hermosas pinturas?

– Del maestro germano Johan Oliver -me explicó el mezquino vigilante-. Pero, como veis, están sin terminar. Por eso no pueden verse.

– ¡Pues son insuperables!

– Si, pero probablemente serán sustituidas por un Crucifijo de verdad, por uno de similares características al que hay pintado en el muro.

– ¿Y eso por qué? -pregunté con curiosidad.

– ¡Y yo qué sé!

– Sois muy poco amable, cofrade.

– ¡Y vos habéis faltado al respeto debido a este sagrado recinto! Así que ¡largo, bellaco! ¡Fuera de aquí! ¿Acaso no me oís? ¡He dicho que a la calle!


Salí de la iglesia casi corriendo, pero desde luego no por temor a las bravatas de aquel cofrade, que para mi no tenía ni media bofetada -por eso adopté una actitud humilde, resultaba más creíble para un jacarero de su especie-, sino porque necesitaba sentarme en alguna parte y pensar cuidadosamente en todo lo que había visto.


A poca distancia tropecé con la bellísima puerta de la iglesia de Santiago y me senté, como un mendigo, contra una de las jambas. No sé por qué me quedé allí, pero pocas eran las cosas que yo entendía de la ruta que estaba recorriendo. Todo era mágico y simbólico, todo era múltiple y ambiguo, cada signo representaba mil cosas posibles y cada cosa posible se relacionaba misteriosamente con lugares, conocimientos, hechos o períodos infinitamente lejanos en el espacio o el tiempo, o cercanos, pero esto sólo servía para aumentar su misterio.


Tras el lienzo negro del ábside había encontrado la representación más extraordinaria de cuantas había visto a lo largo de mi vida: sobre un fondo universal, la figura de un crucificado de tamaño y hechura humanas colgaba, agonizante, de un árbol ahorquillado en forma de Y griega, con el cuerpo vuelto hacia la izquierda y la cabeza girada: en sentido contrario. El dramatismo de la escena era tan crudo y sublime, y el verismo era tal, que no podía reprimir un estremecimiento cada vez que lo recordaba. Pero había más: sobre la cabeza del Cristo, o sobre la copa del árbol, el ojo avizor de un águila mayestática examinaba un lejano ocaso solar. Eso era lo que había visto y eso era lo que debía interpretar. Si nada es casual en esta vida, aquella representación tenía el aspecto de ser lo menos casual que ha existido en la historia del mundo. Estaba allí por algo, por algo tenía aquella apariencia y desde luego también por algo se hallaba cubierta y bien cubierta.


Empecé a sopesar posibles interpretaciones. Nunca es bueno llegar a conclusiones precipitadas. Así pues, ¿qué tenía? Tenía un pintor germano, llamado Johan Oliver, que había dejado sin terminar unas pinturas; tenía unas pinturas que pronto serían sustituidas por un crucifijo real de similares características al del panel mural [27]; y tenía un extraordinario panel mural tapado por un lienzo negro que impedía su contemplación. Ésos eran los hechos. Ahora los símbolos. Tenía una crucifixión sin cruz -en uno de los capiteles del claustro de Eunate había encontrado la misma alusión-, ya que el árbol en forma de Y griega, con un tronco sin descortezar del que salían, desde la altura del abdomen de Cristo, los dos vástagos superiores, no era una cruz, sino una conocida representación de la Pata de Oca, signo de reconocímiento de las hermandades secretas de maestros constructores y pontífices iniciados (ejecutores, como Salomón en su templo, de los principios sagrados de la arquitectura trascendente); tenía un águila majestuosa, símbolo de iluminación, que podía representar tanto la brillante luz solar como a san Juan Evangelista; y tenía, por último, un bellísimo crepúsculo, prefiguración de la muerte mistérica que convierte al iniciado en hijo de la Tierra y del Cielo.


Pues bien, ¿y qué?, ¿qué conclusión podía sacar de todo eso? Quizá el nexo de unión entre todos estos factores era algo tan absurdo que, teniéndolo delante, no podía verlo, o quizá era una relación tan tenue que, por su misma insignificancia, no lograba aprehenderla. También era posible, me dije desesperado, que el vínculo fuera tan rebuscado y confuso que nadie que no estuviera en posesión de la clave precisa, de la concreta para aquel enredo, podría desensamblar correctamente las piezas. Y tampoco podía dejar de lado, por supuesto, el capitel de Eunate, con su significativo error evangélico, que presentaba, además, verosímiles correspondencias con las pinturas del muro. Mi ceguera me exasperaba; no hacia más que buscar posibles combinaciones de símbolos, nombres y afinidades. Quizá me faltaba algo, quizá me estaba equivocando de procedimiento… La triste verdad es que no conseguía encontrar nada lógico.


Durante los años que dediqué al estudio de la Qabalah, una de las cosas fundamentales que aprendí fue que un buen cabalista jamás se rinde ante los obstáculos y los problemas que se le plantean en sus pesquisas. Antes bien, acepta la existencia de dichas dificultades como otro aspecto más del aprendizaje y, una vez hecho esto, se encuentra en la actitud adecuada para percibir lo que debe ser cambiado.


Los cascos de unos caballos me sacaron de mi enajenación. Y cuando digo los cascos de unos caballos quiero decir, literalmente, los cascos de unos caballos, y no su sonido, que en modo alguno hubiera penetrado hasta mi cerebro: sentado como me hallaba en la puerta de la iglesia de Santiago, con la cabeza hundida entre los hombros y la mirada gacha, vi avanzar hacia mi las patas de unos animales que se me plantaron frente a la cara y, antes de que tuviera tiempo de perder el color, la voz ofendida de Jonás empezó a reprocharme mí ausencia desde la altura que le otorgaba su palafrén:

– ¿Acaso no habíamos quedado en la hostería una hora después de separarnos, padre? ¡Pues ya podíamos esperaros…, padre!

– ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -quise saber mientras me incorporaba dificultosamente, apoyando las palmas de las manos contra las columnas del pórtico.

– El tiempo que lleváis sentado no lo sabemos -me explicó Nadie inclinándose ligeramente para ofrecerme las riendas de mi corcel-. Pero vuestra ausencia ha durado más de dos horas, don Galcerán.

– ¡Más de dos horas…, padre! -me increpó con insolencia el muchacho.


No lo pensé dos veces. Alargué el brazo derecho y agarré a Jonás por el cuello del jubón, tirando hacia abajo sin misericordia. Como tenía los pies ensartados en los estribos, se tambaleó y cayó al empedrado en mala postura, sin que por eso yo le soltara de mi traba. Desde abajo, sus pupilas reflejaban espanto y terror y las mías un resquemor que estaba muy lejos de sentir.

– Escúchame, García Galceráñez: que sea la última vez en tu vida que le faltas el respeto a tu padre -silabeé-. La última, ¿me has oído? ¿Quién te has creído que eres, miserable paniaguado impertinente? Dale gracias a la Virgen por tener el cuerpo libre de verdugones y sube a tu montura antes de que me arrepienta.


Le aupé a pulso, por la ropa todavía pinzada, y le dejé caer como un títere sobre la silla de montar. Vi la rabia y la impotencia reflejadas en su rostro descolorido y tembloroso, incluso vi un rayo de odio atravesando su mirada, pero el chico no era malo y el enfado se le disolvió en amargas lágrimas mientras yo montaba y abandonábamos Puente la Reina al paso lento de nuestros caballos. Ya no era el crío que encontré al llegar al cenobio de Ponç de Riba, aquel pequeño García que me espiaba por las ventanas de la biblioteca y que salía corriendo de la enfermería recogiéndose los diminutos faldones del hábito de puer oblatus. Ahora tenía el cuerpo de un hombre, la voz de un hombre y el genio vivo de un hombre, y por todo ello, aunque su mente siguiera siendo en muchas ocasiones la de aquel niño, tenía que empezar a comportarse como un verdadero hombre y no como un vulgar villano.


Al salir de Puente la Reina pusimos los animales al galope. Mi corcel era un espléndido cuadrúpedo de buena alzada y ligero como el viento, con el que hubiera luchado sin temor en cualquier batalla. Pero el bridón que Nadie había comprado para sí era, con diferencia, el mejor de los tres, bizarro y arrogante, y de sangre impetuosa.


En un Pater Noster cruzamos los poblados de Mañeru y Cirauqui y, siguiendo el trazado de una antigua calzada romana, alcanzamos rápidamente la aldehuela de Urbe. El sol declinaba por el oeste, a nuestra derecha, cuando atravesamos un puentecillo de dos arcos sobre el pequeño caudal del río Salado: «¡Cuidado con beber en él, ni tú ni tu caballo, pues es un río mortífero!», afirmaba Aymeric Picaud en el Codex. No es que le creyéramos, pero, por sí acaso, seguimos su consejo a rajatabla.


Pasado el río, ascendimos una colina y, por buen camino, nos internamos en Lorca. Desde allí, cruzando un soberbio puente de piedra, alcanzamos Villatuerta, a la salida de la cual el Camino se bifurcaba hacia Montejurra e Irache, por la izquierda, y hacia Estella, por la derecha, dirección que tomamos sin frenar nuestras cabalgaduras.


Estella era una ciudad monumental y grandiosa, abastecida de todo tipo de bienes. Por su centro discurrían las aguas dulces, sanas y extraordinarias del río Ega, superado por tres puentes que unían sus riberas al principio, en el centro y al final de la población. Dentro de ella, las iglesias, los palacios y los conventos se sucedían uno tras otro, rivalizando en belleza y suntuosidad. No se podía pedir más a una urbe del Camino, desde luego.


Nos hospedamos en la alberguería monástica de San Lázaro, y allí nos sorprendimos al descubrir que la lengua oficial de Estella era el provenzal, que los monjes de la alberguería eran franceses y que la mayoría de la población estaba constituida por descendientes de francos que llegaron desde su país para establecerse como comerciantes. Unos pocos navarros y los judíos de la aljama integraban el resto de la vecindad.


Aprovechando una breve ausencia de Nadie durante la cena, interrogué a los cluniacenses galos de nuestra alberguería. Me tranquilizó mucho la conciencia saber que nada templario me había dejado en el tranco de aquel día, pues los milites del Temple apenas habían hecho acto de presencia por aquellos pagos, como no fuera para luchar en alguna célebre batalla contra los sarracenos. Tampoco en Estella había habido emplazamientos templarios, lo que mucho celebré en mi fuero interno, pues me liberaba de cualquier investigación por el momento. Cuando vi volver a Nadie con paso alegre hacia la mesa, mudé el cariz de mis preguntas y me interesé por un grupo de judíos franceses que viajaban hacia León y que debían haber pasado por allí el día anterior, o dos días antes, a lo sumo.

– Si queréis saber algo de judíos -me contestó el monje con un brusco cambio de actitud, que pasó de la simpatía al menosprecio más evidente-, preguntad en la aljama de Olgacena. Debéis saber que ningún asesino de Cristo se atrevería a cruzar la santa puerta de nuestra casa.


Jonás, que desde el incidente de aquella tarde en Puente la Reina se mostraba más amable, cortés y educado que nunca, me miró sorprendido.

– ¿Qué le pasa?

– Los judíos no son bien vistos en todas partes.

– Eso ya lo sé -protestó con una voz blanda como el algodón-. Lo que quiero saber es por qué se ha puesto tan agresivo.

– La intensidad del odio hacia los judíos, García, varia notoriamente de un sitio a otro. Aquí, por alguna razón que desconocemos, debe revestir una especial virulencia.

– Quiero acompañaros a la aljama.

– Yo me apunto también a esa correría -declaró rápidamente Nadie.

– Y yo digo que iré solo -anuncié con un tono de voz que no admitía réplica, mirando a Jonás para que no se le ocurriera añadir nada al respecto. No estaba dispuesto a admitir a Nadie a mi lado en nada de lo que llevara a cabo y si llevaba a Jonás conmigo tendría que llevar también al viejo. Creo que el muchacho lo entendió (y si no lo entendió, al menos pareció aceptar mi orden con mansedumbre). Así pues, acabada la cena, ellos dos se encaminaron al dormitorio y yo salí de nuevo a la calle en busca de la aljama.


La encontré cerca del convento de Santo Domingo, en la ladera sobre la iglesia de Santa Maria de Jus del Castillo. Las puertas de la madinat al yahud [28] estaban a punto de ser cerradas y tuve que suplicarle al bedin [29] que me dejara pasar.

– ¿Qué buscáis aquí a estas horas, señor?

– Busco información sobre un grupo de peregrinos hebreos que debieron atravesar Estella recientemente y que se dirigían a León.

– ¿Venían de Francia? -quiso saber, pensativo.

– ¡En efecto! ¿Los visteis?

– ¡Oh, sí! Pasaron ayer por la mañana. Eran las distinguidas familias Ha-Leví y Efraín, de la ciudad francesa de Périgueux -me informó-. No permanecieron aquí mucho tiempo. Comieron con los muccadim [30] y se marcharon. Con ellos viajaba una mujer que se ha quedado entre nosotros hasta hoy. Pero partió al alba, ella sola. Una verdadera berrieh [31] -murmuro.

– ¿Se llamaba Sara por casualidad, Sara de Paris?

– En efecto.

– Tenéis mucha razón, bedin, se trata, sin duda, de una mujer de carácter. Y es a ella precisamente a quien busco. ¿Qué podríais decirme?

– ¡Oh, pues no mucho! Al parecer tuvo algún problema con los Ha-Leví y decidió separarse del grupo. Ayer por la tarde compró un caballo en Estella y hoy, a primera hora, se ha marchado. Creo que iba a Burgos.

– La mujer de quien habláis… -quise saber para no cometer ningún error-, ¿tenía el cabello blanco?

– ¡Y lunares, muchos lunares! La verdad es que es raro que una judía tenga manchas en la piel como las que ella tiene. Al menos aquí, en Navarra, no lo habíamos visto antes.

– Gracias, bedin. Ya no necesito entrar en la aljama. Me habéis dicho todo lo que necesitaba saber.

– Señor, si puedo preguntaros… -exclamó cuando me encontraba ya a cierta distancia de las puertas.

– Decid.

– ¿Por qué la buscáis?

– Eso quisiera saber yo, bedin -respondí sacudiendo la cabeza-. Eso quisiera saber yo…


Siempre que llegábamos a una población, Sara acababa de marcharse de allí. A cualquiera que preguntáramos por ella en Aye-gui, Azqueta, Urbiola, Los Arcos, Desojo o Sansol, nos daba puntual razón sin dificultades, pero parecía que un destino maldito la mantenía siempre a la misma distancia de nosotros. Me desesperaba al comprobar la penosa lentitud de nuestro paso pues, aunque forzáramos al máximo nuestras caballerías, desde que abandonamos Estella tuvimos que luchar con un viento rabioso que nos venia en contra y una lluvia pertinaz que convirtió en gachas los caminos y senderos por los que transitábamos.


Nos demoramos algún tiempo en la villa de Torres del Río, apenas a media jornada de Logroño, porque cuando divisé desde lejos la solemne torre de su iglesia, supe que aquel emplazamiento no lo podía pasar de largo: se trataba de un diminuto conjunto de casas apretujado en torno a un hermoso templo octogonal.


Para detenernos allí y poder visitar la capilla templaria, tuve que vencer la tenaz resistencia de Nadie, que parecía más interesado que nosotros dos en dar alcance a Sara. Le di una explicación baladí sobre rezos, promesas y jaculatorias, pero no pareció convencerle en absoluto y, mientras estuvimos dentro del recinto, inesperadamente gemelo de Eunate, no paró de importunar y molestar con estúpidas observaciones y grotescas intromisiones en las pocas frases que intenté cruzar con el muchacho para que también él advirtiera los detalles importantes de lo que estábamos contemplando.


Las diferencias entre las capillas templarias de Eunate y Torres del Río eran imperceptibles. Ambas presentaban la misma estructura y las mismas representaciones y, de nuevo, un solo capitel diferente a todos los demás, el situado a la derecha del ábside, con un mensaje evangélico portador de una errata. En esta ocasión no se trataba de la resurrección milagrosa de Lázaro, sino de la del propio Jesús, y, en ella, dos mujeres contemplaban hieráticas el Santo Sepulcro vacío con la losa medio abierta. Su inmovilidad era total, su inexpresividad espantaba. Parecía que la impresión las hubiese matado. Sin embargo, la verdadera extravagancia de la escena se hallaba en la apócrifa cualidad de que el Sepulcro vacante dejaba escapar una nube de humo que se elevaba en una suerte de espirales laberínticas. ¿En qué pasaje de las Escrituras se decía que Jesucristo se hubiera volatilizado en forma de fumarola?


Como ya era habitual, en la aljama de Torreviento, en Viana, nos informaron de que Sara acababa de marcharse apenas unas horas antes. Estábamos realmente tan quebrantados por la batalla contra el vendaval, que nos detuvimos a descansar en un hostal de la ciudad, el de Nuestra Señora de la Alberguería, donde unos criados nos ofrecieron una hogaza de pan excelente y un ánfora de inmejorable vino de la tierra. Jonás, que estaba callado como un muerto de puro cansancio, se tumbó sobre el banco en el que se hallaba sentado y desapareció de mi vista detrás de la mesa.

– El chico está agotado -murmuró Nadie, mirándole con afecto.

– Todos estamos agotados. Estas galopadas contra la ventisca fatigan a cualquiera. -¡Tengo una idea excelente para animarnos! -exclamó de pronto, alborozado-. ¡García, eh, García, abre los ojos!

– ¿Qué pasa? -preguntó una voz legañosa debajo de la madera.

– Voy a enseñarte un juego extraordinario.

– ¡No quiero jugar!

– ¡A fe que sí! Nunca en tu vida has visto una cosa igual. Es un juego tan divertido y enigmático que te repondrás enseguida.


El viejo sacó de su escarcela una pequeña talega y un lienzo cuadrado que desplegó cuidadosamente sobre la mesa. Jonás se incorporó a medias y echó una mirada rápida con los ojos entornados. El lienzo llevaba dibujada una vuelta en espiral dividida en sesenta y tres casillas adornadas con bellos emblemas, algunos fijos y otros variables. Nadie desató cuidadosamente los cordones de la taleguilla y sacó un par de dados de hueso y varios tacos de madera pintados de diferentes colores.

– ¿Cuál prefieres? -preguntó a Jonás.

– El verde.

– ¿Y vos, mi señor don Galcerán?

– El azul, sin duda -dije sonriendo y sentándome más cómodamente para ver bien el casillero. Jonás hizo lo mismo. Siempre me han gustado mucho los juegos de tablas y, afortunadamente para mí, el Hospital de San Juan de Jerusalén (al contrario que la mayoría de las Órdenes) los permite e incluso los alienta. En mi juventud, el ajedrez fue una de mis grandes pasiones, y durante mis estudios en Siria y Damasco me gustaba mucho intervenir en largas partidas de Escalera Real de Ur o de Damas. Aquel pasatiempo que Nadie nos proponía no lo había visto hasta entonces, y era raro porque los conocía casi todos (al menos, todos los que se jugaban en Oriente).

– Yo me quedaré con el taco rojo -anunció él-. Bien, este juego es uno de los favoritos de los peregrinos a Compostela. Se llama La Oca y consiste en lanzar los dados y avanzar tantas casillas como puntos se obtengan. Gana el que llegue primero a la última casilla.

– ¿Y ya está? -preguntó despectivamente Jonás, echándose para atrás.

– No es tan sencillo como parece, joven García. En este juego aparecen muchos factores que lo vuelven apasionante. Ganar no es lo que importa. Lo que cuenta es la perseverancia y llegar hasta el final. Ya lo veras. Nadie puso nuestras tres fichas junto a la primera celda del trapo, la número uno, y tiró sus dados. Pensé que, como en todo juego de tablas en el que figura un recorrido, La Oca debía contener en su más secreto interior algún antiguo significado iniciático. Esta magnífica ave ha sido, desde la antigüedad más remota y olvidada, una deidad de carácter benéfico que acompañaba a las almas en su viaje al más allá. Fue precisamente una bandada de ocas la que avisó a los ciudadanos de Roma de la llegada de los bárbaros, salvando la ciudad. Los egipcios, por ejemplo, tenían una expresión muy concreta, «de oca a oca», para expresar el tránsito inverso de la reencarnación desde la muerte al nacimiento, pues es esta ave la que transporta el alma de un punto a otro. La voluntad firme de llegar hasta el final del juego de la que hablaba Nadie debía ser, sin duda, una metáfora de la tenacidad necesaria para recorrer el largo y difícil viaje interior que lleva a la iniciación, que el tablero intentaba representar figuradamente. Me fijé que, cada nueve casillas (las numeradas como 9, 18, 27, 36, 45, 54 y 63), aparecía una de esas palmípedas sagradas cuya pata era el símbolo de los maestros iniciados; en las casillas 6 y 12 aparecían puentes; en la 26 y en la 53, un par de dados; en la 31, un pozo; en la 42, un laberinto; y en la 58, la muerte.

La tirada de Nadie dio un resultado de 7, la de Jonás un 3 y la mía un 12, así que me tocó empezar a mi. Los dados me dieron cinco puntos.

– Como en vuestra primera tirada habéis sacado un cinco -explicó Nadie muy sonriente-, debéis avanzar directamente hasta la casilla número 53 y volver a tirar.

– ¡Menuda tontería! -bufó Jonás.

– Son las reglas del juego, muchacho -le espetó Nadie con cara seria-. También en la vida real hay golpes de suerte.


Recogí los dados y tiré de nuevo: seis y cuatro, en total diez puntos. ¡Había llegado directamente a la última casilla con sólo dos tiradas!

– ¡No vale! Yo todavía no he podido jugar -protestó el muchacho, mirando incrédulo mi ficha en el centro.

– Ya te he dicho -le explicó pacientemente Nadie- que son las reglas del juego. Si tu padre ha llegado al final con tanta suerte, por algo será. No existen las casualidades. Vos, don Galcerán, ya habéis alcanzado la meta, habéis recorrido el camino de la manera más rápida posible. Meditad sobre ello. Ahora me toca a mí.


Agitó los dados entre ambas manos y los lanzó sobre la mesa. Las piezas de hueso apuntaron un seis y un uno, o sea, un total de siete.

– ¿Os habéis fijado que los dados, en sus puntuaciones opuestas, siempre suman siete, el número mágico? -preguntó mientras movía su taco de madera y lo colocaba sobre la figura de un pescador.

– Ahora me toca a mí… -dijo Jonás alcanzando los dados.


Al muchacho los dados le dieron un tres y un cuatro.

– ¡Siete también! -exclamó situando su taco junto al de Nadie.

– De eso nada, García -dijo éste retirando la madera verde-. Si un jugador, en su primera tirada, repite el número de otro anterior, se queda en la casilla número 1. Así que, al principio.

– ¡Este juego es estúpido! ¡No quiero seguir!

– Si has empezado, debes terminar. Nunca hay que abandonar una partida a medias, como tampoco una tarea o un deber.


El viejo volvió a agitar los dados y a lanzarlos sobre el lienzo. Cuatro y seis, diez. Como mi última tirada. Luego le tocó el turno a Jonás: dos y uno, tres. Luego Nadie llegó en su tercera tirada, a la casilla número 27, en la que había una oca:

– ¡De oca a oca y tiro porque me toca! -gritó alborozado llevando su taco hasta la casilla número 36 y agitando nuevamente los cubitos de hueso. Sacó un seis en total. Su madera roja avanzó rápida como el rayo hasta la casilla 42, en la que, sin embargo, un laberinto le detuvo en seco:

– Ahora estaré un turno sin jugar y luego tendré que retroceder hasta la casilla 30.

– ¿Qué habéis dicho antes? -pregunté impresionado.

– Que estaré un turno sin jugar.

– ¡No, antes! • -«De oca a oca y tiro porque me toca.» ¿Os referíais a eso?

– ¿«De oca a oca»…? -Esbocé una sonrisa-. ¿Conocéis el origen de esa expresión y su significado? -

– Por lo que sé -farfulló de mal humor-, sólo es una frase del juego, pero vos parecéis saber algo más.

– No, no -desmentí-, sólo me han hecho gracia los versos.


La partida continuó todavía un rato más entre ellos dos. Yo miraba el desarrollo con gran interés, porque lo cierto era que aquel juego no daba respiro a quien debía culminarlo por la vía lenta: cuando Jonás «cayó» en la Posada, estuvo dos tandas sin jugar, en el Pozo tuvo que esperar a que Nadie «cayera» también dentro para poder salir de allí y, finalmente, los dados le hicieron «perderse» en el Laberinto, mientras Nadie conseguía una buena racha y se precipitaba «de oca a oca» hasta el final.

– Bueno, pues si el juego ya se ha terminado -apostilló Jonás levantándose-, vámonos. A este paso no arribaremos nunca a Logroño.

– El juego no se ha terminado, joven García. Tú todavía no has llegado al Paraíso.

– ¿Qué Paraíso?

– ¿Acaso no ves que la última casilla, la grande del centro, tiene dibujados los jardines del Edén? Mira las fuentes y los lagos, los prados verdes y el sol.

– ¿Debo terminar yo solo, sin competir con otros jugadores? -inquirió sorprendido-. ¡Qué juego más extraño!

– El objetivo del juego es llegar el primero a la última casilla, pero el hecho de que alguien llegue antes que tú no significa que tú ya hayas terminado. Tienes que hacer tu propio camino, enfrentarte a las dificultades y superarlas antes de alcanzar el Paraíso.

– ¿Y si caigo en esta casilla, la de la calavera? -dijo señalándola con el dedo.

– La casilla 58 es la muerte, pero en el juego (como fuera de él, debo añadir) la muerte no es el final. Si caes en ella simplemente retrocedes a la número 1 y vuelves a empezar.

– Vale, jugaré…, pero otro día. Ahora de verdad que quiero partir.


Había tal sinceridad y cansancio en su voz que Nadie recogió los bártulos y salimos hacia los establos sin mediar palabra. Aquella noche dormimos en Logroño y al día siguiente partimos en dirección a Nájera y Santo Domingo de la Calzada. El viento y la lluvia continuaban malhumorándonos el viaje, dificultando nuestra marcha y cansando en exceso a los animales, que se revolvían inquietos y hacían extraños a las órdenes de las bridas. Si hay un fenómeno de la naturaleza que altere el ánimo, ese fenómeno es el viento. Es difícil comprender por qué, pero igual que el sol aviva el espíritu y la lluvia lo entristece, el viento siempre lo inquieta y perturba. Yo mismo me notaba receloso y enojado, pero en mí caso había, además, una razón de peso. Al despertar al alba, en Logroño, había encontrado en la paja del jergón, exactamente junto a mi cara, una nota clavada con una daga que rezaba de esta guisa: «Beatus vir qui timet dominum» [32]. Tal como imaginaba, el conde Joffroi de Le Mans estaba perdiendo la paciencia y reclamaba resultados, pero ¿qué más podía hacer yo? Oculté rápidamente entre mis ropas el puñal que sujetaba la misiva e hice añicos el mensaje antes de desparramarlo por el suelo y esparcirlo con el pie. El hecho de saber positivamente que el Papa no nos haría daño en tanto no hubiéramos encontrado el oro aliviaba muy poco mi preocupación.


Cruzamos la amplia vega del río Ebro bajo un cielo encapotado, atravesando un paisaje, de viñas y campos de labor cortado al sur por los picos nevados de la sierra de la Demanda. Después de un duro repecho encontramos la ciudad de Navarrete, villa próspera y artesana, dotada de muy buenos hospitales para peregrinos. Cruzamos sus calles siguiendo el trazado del Camino, admirando las numerosas casas y palacios blasonados que veíamos a derecha e izquierda. Las gentes del lugar, afables como pocas, nos saludaban con cortesía y amabilidad.


A la salida de Navarrete, la pista de barro que era nuestro suelo cruzaba la senda de Ventosa y ascendía suavemente, entre bosques, al Alto de San Antón, donde comenzó de nuevo a llover.

– Esta zona es insegura -comentó Nadie mirando en derredor con desconfianza-. Por desgracia, son muy frecuentes los asaltos de los bandoleros. Deberíamos apretar el paso y alejarnos de aquí cuanto antes.


El rostro de Jonás se iluminó de repente.

– ¿En serio hay bandoleros por estos contornos?

– Y muy peligrosos, muchacho. Más de lo que nos conviene. Así que pon tu caballo al galope y ¡vámonos! -exclamó espoleando al suyo por las bravas y lanzándose colina abajo.


Poco antes de entrar en Nájera, el Camino bordeaba un pequeño cerro por la vertiente norte.

– Este es el Podium de Roldán -dijo Nadie mirando a Jonás-. ¿Conoces la historia del gigante Ferragut?

– No lo había oído nombrar en mí vida.

– En el Liber IV del Codex Calixtinus -apunté con cierta envidia del viejo, que parecía saberlo todo del Camino del Apóstol- se recoge la Crónica de Turpino, arzobispo de Reims, que narra las hazañas de Carlomagno por estas tierras, y allí se encuentra reseñada la lucha entre Roldán y Ferragut.

– Así es, en efecto -admitió Nadie, asintiendo con la cabeza-. Cuenta Turpino que en Nájera, la ciudad que tienes delante de ti, había un gigante del linaje de Goliat, llamado Ferragut, que había venido de las tierras de Siria con veinte mil turcos para combatir a Carlomagno por encargo del emir de Babilonia. Ferragut no temía ni a las lanzas ni a las saetas y poseía la fuerza de cuarenta forzudos. Media casi doce codos de estatura, su cara tenía casi un codo de largo, su nariz un palmo, sus brazos y piernas cuatro codos, y los dedos tres palmos. -Nadie exhibió sus diminutas y encallecidas manos como ejemplo de las manos del gigante-. En cuanto Carlomagno supo de su existencia, acudió a Nájera enseguida y, apenas se enteró Ferragut de su llegada, salió de la ciudad y le retó a singular combate. Carlomagno envió a sus mejores guerreros: en primer lugar el dacio Ogier, a quien el gigante, en cuanto lo vio solo en el campo, se acercó pausadamente y con su brazo derecho lo cogió con todas sus armas y, a la vista de todos, se lo llevó a la ciudad como si fuera una mansa oveja. Luego Carlomagno mandó a Reinaldos de Montalbán y, enseguida, con un solo brazo, Ferragut se lo llevó también a la cárcel de Nájera. Después envió al rey de Roma, Constantino, y al conde Hoel, y a los dos al mismo tiempo, a uno con la derecha y a otro con la izquierda, Ferragut los metió en la cárcel. Por último se enviaron veinte luchadores, de dos en dos, e igualmente los encarceló. Visto esto, y en medio de la general expectación, no se atrevió Carlomagno a mandar a nadie más para luchar contra él.

– Y entonces ¿qué pasó?

– Entonces, un día, llegó por allí Roldán, el caballero más valiente de Carlomagno. Desde lo alto de ese cerro que ves ahí, diviso el castillo del gigante en Nájera, y cuando Ferragut apareció en la puerta, tomó del suelo una piedra redonda, una de dos arrobas, midió cuidadosamente la distancia y, tomando impulso con una carrera, lanzó con fuerza el pedrusco que dio al gigante entre los ojos derribándolo en el acto. Desde entonces ese cerro se conoce como Podium de Roldán. [33]

– Pero ¿sabes qué es lo mejor de toda esta gesta, García? -pregunté a mi hijo con una sonrisa en los labios-. Que la historia da fe de que Carlomagno jamás llegó a entrar en tierras de España. Se detuvo en los Pirineos, en Roncesvalles, y no pasó de allí. ¿No recuerdas el cementerio de Ailiscampis, en Arlés, donde, según la leyenda, descansan los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno? De modo que jamás pudo llegar hasta Nájera. ¿Qué te parece?


El muchacho me miró desconcertado y, luego, se rió, balanceando la cabeza de un lado a otro con la condescendencia del viejo sabio que no comprende al mundo. También Nadie soltó una sonora carcajada que hizo eco con la mía.


Seguimos camino dejando Huércanos a la derecha y Alesón a la izquierda, y poco después hacíamos entrada en Nájera cruzando un puente de siete arcos sobre el río Najerilla. Nájera había sufrido mucho por su condición de ciudad fronteriza entre Navarra y Castilla, padeciendo repetidamente las luchas entre ambos reinos hasta su definitiva incorporación a Castilla. Encontramos albergue en el noble monasterio de Santa María la Real, fundado trescientos años antes por un colombroño de Jonás, García I el de Nájera. Preparamos nuestros jergones con montones de crujiente paja de centeno y suaves pellejos de oveja, cenamos de buen grado las ricas viandas que nos sirvieron (pan de cebada, tocino, queso y habas frescas) y salimos en busca de la escurridiza Sara haciendo uso de nuestros bordones de peregrinos. En esta ocasión, para mi pesar, no pude desprenderme ni de Jonás ni de Nadie.


Todavía con luz crepuscular franqueamos las recias puertas de roble y hierro de la gran aljama de la ciudad. Hacia un frío endiablado y una densa humedad calaba la ropa hasta los huesos. Al contrario que en Estella, en Nájera se advertía una gran estimación por los israelitas que, al vivir sin el temor de ser agraviados por los gentiles, habían establecido comercios en todos los barrios y en todas las calles principales del centro, especialmente alrededor de la plaza del mercado y del palacio de Doña Toda.


La aljama najerense era idéntica en su trazado al barrio judío de París y a los calls y juderías de Aragón y Navarra: callejuelas ceñidas, adarves, casas pequeñas con patios y rejas de madera, baños públicos… Los hebreos, estuvieran donde estuvieran y por encima de fronteras y culturas, formaban un pueblo ardorosamente unido por la Torá, y sus barrios (auténticas ciudades amuralladas dentro de las propias ciudades cristianas) les mantenían a salvo de las creencias, usanzas y conductas ajenas. Su temor al éxodo inesperado les llevaba a desarrollar tareas que no implicaran posesiones de penoso acarreo en caso de expulsión, y por eso la mayoría de ellos eran grandes estudiosos y apreciados artesanos, aunque los que se dedicaban a la usura y obtenían de ella pingües beneficios, o los que cobraban los diezmos para los reyes cristianos, despertaban en el pueblo un odio feroz.


En los callejones de la aljama preguntamos a cuantos nos cruzamos si habían oído hablar de una judía francesa llamada Sara que debía haber pasado por allí ese mismo día o quizá el día anterior, pero nadie supo decirnos nada en concreto. Cuando, por fin, un vecino nos indicó la conveniencia de preguntar a un tal Judah Ben Maimón, renombrado sedero cuyo establecimiento era lugar de reunión para los muccadim de la judería najerense, optamos por hacerle una visita, ya que si la francesa había pasado por allí, él lo sabría con certeza y podría informarnos.


Judah Ben Maimón era un venerable anciano de largas patillas blancas y rizadas. Su rostro arrugado desprendía gravedad y sus ojos negros brillaban intensamente con la claridad de la lumbre. Un penetrante olor a tinturas impregnaba la tienda, angosta aunque opulenta, de cuyo techo, cruzado de alcándaras, colgaban hermosísimas telas irisadas que, a la luz de las llamas, desprendían reflejos tornasolados. El mostrador a un costado y, enfrente, unas repisas colmadas de tambores de sedas persas y moriscas constituían todo el mobiliario.

– ¿En qué puedo servirles, nobles señores?

– Shalom, Judah Ben Maimón -dije adelantándome un paso hacia él-. Nos han dicho que sois el hombre indicado para darnos razón de una mujer judía que ha debido pasar por Nájera en las últimas horas. Se llama Sara y es de París.


Judah se quedó en suspenso unos instantes mientras nos observaba detenidamente con gran curiosidad.

– ¿Qué queréis de ella? -preguntó.

– La conocimos no hace mucho en su ciudad y, hace unos días, en Puente la Reina, nos informaron que se hallaba, como nosotros, camino de Burgos. Nos gustaría volver a verla y creemos que ella no pondrá reparos a que la encontremos.


Los dedos del judío comenzaron a tamborilear sobre el mostrador mientras abatía la cabeza como si tuviera que tomar una importante decisión. Al poco, la irguió de nuevo y nos miró.

– ¿Cuáles son vuestros nombres?

– Yo soy don Galcerán de Born, peregrino a Santiago, y éste es mi hijo García. El anciano es un compañero de viaje que ha tenido a bien agregarse a nosotros.

– Está bien. Esperad aquí -dijo desapareciendo tras unas cortinas a su espalda.


El muchacho y yo nos miramos, desconcertados. Yo arqueé las cejas para indicarle mi perplejidad y él, en idéntica respuesta, se encogió de hombros. Aún no había puesto fin al gesto cuando las cortinas se levantaron de nuevo y la cara aturdida de Sara apareció frente a nosotros.

– Pero ¿cómo es posible…? -preguntó casi en un grito.

– ¡Sara la hechicera! -exclamé soltando una carcajada-. ¿Dónde habéis dejado vuestro grajo parlanchín?

– Se quedó en París, en casa de una vecina a quien vendí mis útiles de brujería.


Sonreía. ¡Qué sonrisa más encantadora! Sin duda, yo era víctima de algún embrujo, pues no podía dejar de mirarla. A través de una bruma inexistente observé que llevaba el extraño pelo blanco recogido tras la cabeza con una redecilla, que su piel nacarada había adquirido un agradable tono dorado debido sin duda al viaje y que las constelaciones de lunares y pecas continuaban en sus sitios respectivos, según yo recordaba quizá demasiado bien. Como siempre que estaba con ella, tenía que ejercer un férreo control sobre mis emociones. Me di cuenta que me hallaba, precisamente, en la situación que había querido evitar cuando me encontrara con Sara: ella sabia que Jonás era mi hijo, pero había prometido tratarle como mi escudero, que era lo que el muchacho creía ser; por otro lado, allí estaba Nadie, que gracias a una mentira, creía que Jonás era mí hijo verdadero, como así era. ¿Y ahora qué hacía yo? Debía tomar, rápidamente, las riendas de la situación, antes de que se produjera algún desliz irreparable.

– Aquí tenéis a mi hijo García, ¿le recordáis, Sara?


Sara me miró sin comprender, pero, como era una mujer perspicaz, en cuanto me vio desviar la mirada imperceptiblemente hacia el viejo, se puso a la altura de las circunstancias.

– Me alegro de veros, García -repuso poniéndose de puntillas para alcanzar con la mano la testa despeinada de Jonás-. Veo que habéis seguido creciendo y que ya sois tan alto como vuestro padre.

– Y yo me alegro de que no hayáis traído a vuestro grajo -puntualizó Jonás por todo saludo, pero, a pesar de la brusquedad que imprimió a sus palabras, sus labios curvados en sonrisa y el rojo bermellón de sus carrillos indicaban la satisfacción que sentía de volver a verla.

– Y éste, Sara -dije continuando con los saludos y las presentaciones-, éste es Nadie, un compañero de viaje que nos ha facilitado con su generosidad el que hayamos podido encontraros.

– ¡Qué nombre tan curioso! ¿Cómo habéis dicho que se llama…?

– Me llamo Nadie, doña Sara. Fue don Galcerán quien me puso este nombre, aunque bien es verdad -quiso puntualizar rápidamente- que tengo otro más apropiado a mi condición de viajero y comerciante, pero como Nadie me gusta, si no os incomoda demasiado, llamadme así.

– Por supuesto, señor, cada cual es muy libre de hacerse llamar como más le guste.

– ¿Y vos, Sara? -pregunté sin dejar de mirarla-. ¿Qué hacéis vos por aquí?

– Es una historia muy larga para el corto tiempo que ha pasado desde que os marchasteis de París. Y ahora tampoco es el momento de contarla. Lo importante es saber si habéis cenado y, sí no es así, si os apetecería compartir conmigo la humilde mesa de los Ben Maimón.

– Sí que hemos cenado -comenté desolado, y profundamente arrepentido de no haber dejado al muchacho y al viejo en el albergue. Aparte de concretar que haríamos el camino juntos hasta Burgos, no tenía ninguna buena excusa para prolongar el encuentro con Sara; estaba claro que en aquel momento ni yo podía contarle a ella el motivo de nuestro viaje ni ella podía contarme a mí el motivo del suyo. Me convencí de que la única solución era concertar una cita para más tarde, para cuando hubiera logrado desembarazarme de mis dos acompañantes, pero, por fortuna, Sara había tenido los mismos pensamientos, porque cuando nos despedimos hasta el día siguiente en la puerta de la tienda de Judah, se las arregló para deslizar subrepticiamente en mi oído el recado de que me esperaba en la puerta del mercado en cuanto el chico y el viejo se durmieran.


Poco antes de la hora de maitines, a medianoche, la respiración acompasada de Nadie y los farfulleos incoherentes del muchacho me indicaron que había llegado el momento de abandonar el aposento de la alberguería y dirigirme a la cita con Sara. Tuve que avanzar escondiéndome de las patrullas nocturnas, pero al final llegué a las puertas del mercado y distinguí, en la penumbra, dos siluetas que me estaban esperando.

– Este es Salomón, el aydem [34] de Judah -susurró Sara, y, cogiéndome de la mano, tiró de mí en dirección a la aljama-. Venid. Aquí corremos peligro.


Como tres malhechores que escapan de la justicia, rodeamos a hurtadillas las murallas de la judería y, al llegar a un recodo disimulado en las faldas del monte, las atravesamos por un portillo diminuto oculto tras la maleza.


En pocos minutos nos encontrábamos de nuevo en la sedería de Judah, que nos esperaba pacientemente avivando el fuego.

– Ven, Salomón -le dijo a su yerno-. Ellos deben hablar a solas.

– Gracias, abba [35] -musitó Sara, dejando caer sobre los hombros la mantellina con la que se había cubierto la cabeza hasta ese momento-. Tomad asiento, sire -me dijo, indicando dos taburetes que habían dispuesto para nosotros frente a la hoguera.


Si el mundo se hubiera parado en aquel momento, si aquella noche, aquel instante hubiera durado eternamente, yo no hubiera protestado ni hubiera exigido el regreso del sol. Tenía bastante para llenar el resto de mi vida con mirar el rostro de Sara iluminado por el fuego y su pelo blanco, suelto, argentando entre la seda.

– ¿Empiezo yo o empezáis vos? -preguntó con ese tonillo impertinente que tan bien recordaba de París.

– Empezad vos, señora, tengo una gran curiosidad por saber qué hacéis en estas tierras.


Sara sonrió y se entretuvo contemplando los leños al rojo. Uno de ellos se cuarteó con un crujido y se desparramó sobre los demás.

– ¿Recordáis que yo había hecho algunos favores a Mafalda d‘Artois, la suegra del rey Felipe el Largo?

– En efecto, así me lo dijisteis.

– Pues bien, al parecer su dama de compañía, Beatriz d‘Hirson, con la que vos mantuvisteis una entrevista, según supe poco después, alertó a Mafalda sobre la conveniencia de hacerme desaparecer. Eran muchas las cosas que yo sabía de la suegra del rey, demasiadas para que una ligera insinuación no abriera la caja de Pandora.

– Lamento haber sido el causante de vuestra desgracia.

– ¡Oh, no, sire Galcerán! ¡Pero si me habéis hecho un favor! -replicó con firmeza, retirándose el pelo de la cara y enganchándolo suavemente tras las orejas-. Si vos no hubierais removido el fango, probablemente yo hubiera seguido toda mi vida en el agonizante gueto de Paris. Cuando supe por una buena amiga, dama también de la corte, que las tropas se apresuraban a detenerme por orden de Mafalda, comprendí que había estado perdiendo el tiempo y que aquello era una señal para que me pusiera en marcha y llevara a cabo lo que de verdad deseaba hacer.

– ¿Y qué es ello? -pregunté intrigado.

– A vos no voy a mentiros, puesto que también vuestra vida está involucrada con los Mendoza. Pero lo que voy a contaros deberéis guardarlo siempre en secreto y vuestros labios no proferirán nunca una sola palabra de lo que ahora os voy a confesar.

– Os juro por mi hijo -dije, y recordé cuántas veces había jurado en falso a lo largo de mi vida para obtener información-, que jamás diré nada a nadie.

– Cuando Manrique de Mendoza tuvo que escapar de Francia, le prometí que le seguiría en cuanto me fuera posible. Ya supondréis que éramos amantes.

– ¡Pero si él es monje! -objeté escandalizado.

– ¡Y vos sois bobo, micer Galcerán! -exclamó riendo-. Manrique no es ni el primero ni el último que cohabita con mujer. ¿En qué mundo vivís?

– Escuchad, Sara, en las órdenes militares el voto de castidad es uno de los más importantes. Tanto el Temple, como la Orden Teutónica o la del Hospital de San Juan de Jerusalén castigan severamente el trato carnal con mujeres. El monje acusado de ello pierde el hábito y la casa, sin posibilidad de perdón.

– ¿También vuestra nueva Orden de Montesa castiga con el mismo rigor?


Sus labios mostraban una sarcástica sonrisa mientras me reprochaba la falsa identidad que yo había utilizado -mal- ante ella, en Paris. Levanté las cejas y apreté los labios, con una mueca divertida de disculpa y, siguiendo la broma, asentí con la cabeza.

– Pues entonces -repuso ella con desprecio-, os perdéis lo más bello que hay en la vida, sire. Yo aceptaría de buen grado ser expulsada del mundo, si hiciera falta, a cambio del placer del amor.


Sí, hubo un tiempo muy lejano en que yo también opinaba como ella. Pero entonces las cosas eran distintas y también yo era otra persona.

– Así pues, ¿vais a reuniros con Manrique?

– Me dijo que le buscara en Burgos, que allí le encontraría. Y allí voy.

– También nosotros vamos a Burgos. Sabréis que en el convento de las Huelgas profesó Isabel de Mendoza. Es curioso que ambos hermanos se encuentren, años después, en la misma ciudad -dije reflexionando sobre ello-. Quiero volver a ver a la madre de mi hijo y quiero que los dos se conozcan, y quiero también que Jonás conozca allí su verdadero origen.

– ¿Es ése el motivo de vuestro viaje?


Aunque hubiera querido, no habría podido contarle la verdad, entre otras muchas razones porque Sara amaba a un templario y yo estaba buscando, sin demasiado éxito, el oro de los templarios para el Papa y para mi Orden. ¿Cómo insinuarle ni remotamente el fin último de nuestra peregrinación? Y, por otro lado, ¿cómo hacer camino con ella intentando encontrar los tesoros sin que se diera cuenta? En cualquier caso, para llegar a Burgos sólo faltaban dos o tres días, así que tampoco el riesgo era excesivo. Luego, Sara se quedaría con Manrique y nosotros continuaríamos nuestra marcha hasta Compostela.

– En efecto, reunir a Jonás con Isabel, su madre, es el motivo de nuestro largo viaje.

– Dejad que os pregunte, micer Galcerán: ¿culminasteis con éxito la misión que os llevó a París?

– Así es, Sara, y gracias a vos. Los documentos de Evrard fueron muy útiles para corroborar las sospechas que motivaron aquella investigación.

– ¿Y ese extraño viejo que os acompaña, ese tal Nadie?

– No tengo ni idea de quién es. Sólo sé que, al poco de cruzar los Pirineos, apareció en nuestra vida y no hemos conseguido librarnos de él.

– Hay algo extraño en ese hombre -declaró Sara con enojo, frunciendo la frente-, algo que no termina de gustarme.


¡Un momento!, me dije, Sara tenía razón. Yo había experimentado la misma desconfianza desde el primer momento y esa sensación provenía de que algo no encajaba bien en la historia de Nadie.

– ¿Qué os pasa, sire Galcerán? Os habéis quedado muy pensativo.


¿Quién demonios era el viejo? ¿Por qué sabía tantas cosas y por qué había demostrado tanto interés en obstaculizar nuestra visita a los lugares templarios en Puente la Reina y Torres del Río? Ciertamente, Nadie podía ser cualquiera, me dije receloso, podía ser cualquiera porque, en realidad, no era nadie, como bien indicaba su mote, pero ¿cómo averiguar su auténtica identidad?

– Sire…

– No preocuparos, Sara -resoplé agobiado-. Simplemente, acabo de darme cuenta de algo que puede ser importante.

– ¿Queréis contármelo?

– Mejor será que no os diga nada todavía, pero no debéis alarmaros. Este asunto lo voy a resolver muy pronto. Lo que necesito saber es si os incomodaría mucho hacer a pie el trecho que nos falta hasta Burgos. Es muy probable que debamos prescindir de nuestros caballos.

– Me gustará caminar con Jonás y con vos, freire.

– ¡No, no! -exclamé aterrado-. ¡No debéis darme ese apelativo!

– ¿Por qué? ¿Acaso no sois monje?

– Sí, silo soy -reconocí-. Pero en este viaje, por motivos particulares, no puedo asumir mi verdadera personalidad. Como habréis podido observar, Jonás responde por su verdadero nombre de García Galceráñez y yo por mi condición de caballero. Viajamos como padre e hijo, como peregrinos que cumplen penitencia de pobreza hasta Santiago. Así que, os lo suplico, no nos descubráis.

– ¿Que no descubra qué?

– Lo de nuestras identidades falsas -declaré sorprendido.

– ¿Qué identidades falsas? -preguntó con sonsonete zumbón.


En verdad, aquella hechicera tenía la capacidad de alterar mis nervios, pero en aquel momento no podía perder tiempo irritándome con sus juegos verbales: me devanaba los sesos pensando cómo deshacerme de Nadie lo antes posible. No me cabía ninguna duda de que la compañía del viejo era peligrosa y, aunque pudiera estar equivocado y el buen hombre fuera un santo, no tenía sentido prolongar una asociación que no había sido de mi gusto desde el principio. Y mucho menos ahora que Sara iba a viajar con nosotros.


De repente, se me ocurrió una idea brillante.

– Sara, ¿habría por ahí una jícara para calentar agua?

Me miró desconcertada.

– Supongo que si, tendría que buscar en la cocina.

– Traedla, por favor, y mirad también si la esposa de Judah tiene centeno y pasas de Corinto.

– ¿Qué queréis hacer? -preguntó enarcando las cejas.

– Ahora lo veréis.


Mientras ella desaparecía en el interior de la vivienda, yo abrí mí escarcela sobre el mostrador y busqué la talega de hierbas que había preparado en Ponç de Riba por si nos hacia falta algún remedio durante el viaje.


Sara regresó enseguida con un pocillo de cobre rebosante de agua y un par de bolsas de tela.

– ¿Necesitáis algo más?

– Poned la jícara al fuego. Cuando el agua escalfó, eché las pasas de Corinto y el centeno, para que la base de la cocción fuera dulce y suave. Luego, abriendo un par de saquitos recuperados de la talega de los remedios, eché en el cocimiento un puñado de hojuelas de Sene de Alejandría, y, con el puñal, tomé una punta generosa de corteza en polvo de la temible Rhamnus frangula, conocida como arraclán, arraclanera, frángula o avellanillo, según la zona, cuyo sabor amargo y áspero quedaría cubierto por la pulpa dulce de las pasas. Cuando el centeno empezó a reventar, calculé el tiempo y, retirándolo de la lumbre, lo dejé decantar unos minutos y luego lo eché en un paño que dejó colar en mi calabaza un liquido bilioso y fluido como la orina.

– Bien se ve que mañana Nadie no podrá viajar con nosotros -musitó la hechicera con una sonrisa pícara en los labios.

– Habéis comprendido mi idea.

– ¡Demasiado bien, me temo!


Regresé al albergue y me introduje subrepticiamente en el dormitorio, al fondo del cual ardía una lamparilla de sebo frente a una imagen de Nuestra Señora. Sigiloso como un gato y aguzando los sentidos para prevenir cualquier mal trance, agarré la calabaza de Nadie y vertí en su interior parte del contenido de la mía, mezclándolo con el agua. Si todo funcionaba como yo tenía previsto, Nadie bebería un gran trago nada más despertarse, según su costumbre, y aunque pudiera percibir un sabor extraño en el liquido, seria demasiado tarde para sus intestinos. Con un poco de suerte, cabía incluso la posibilidad de que, amodorrado, no se diera ni cuenta.

Y, en efecto, con las primeras luces de la mañana, el viejo bebió y, al poco, el purgante comenzó a surtir efecto: sus gemidos de dolor se escucharon por todo el albergue mientras él corría -casi volaba- en camisa hacia los establos sujetándose el vientre con las manos. Jonás le miraba divertido desde el lecho, profundamente admirado de la velocidad que el viejo imprimía a sus piernas para ir a descargar las tripas.

– ¿Está enfermo? -preguntó, siguiendo con la mirada la nueva carrera de Nadie hasta la puerta. -No creo. Debe ser un simple trastorno por la cena de anoche.

– Pues ya ha hecho cuatro viajes a la cuadra. No habrá quien entre allí a buscar los animales. ¿No podéis darle nada que le mejore?

– Me temo -repuse ocultando una sonrisa- que no hay nada que pueda aliviarle.


No obstante, mientras nosotros desayunábamos nuestras sopas de pan y leche, la mirada dolorosa del enfermo me conmovió y le recomendé que tomara tres veces al día arcilla bien diluida en agua para cortar la flojedad de vientre. Si no mejoraba, le dije, lo mejor sería que acudiera al hospital de Santiago, en las afueras de la ciudad.

– Desde luego, no me siento con fuerzas para seguir viaje -musitó.

– Nosotros no podemos detenernos, amigo. Recordad que Sara tiene prisa por llegar a Burgos cuanto antes y que nos está esperando ahora mismo en la aljama.


En su cara apareció un rictus de malevolencia.

– Los caballos son míos y se quedan conmigo, así que decidid qué queréis hacer.

– Pues os damos las gracias por la ayuda que nos habéis prestado para dar con nuestra amiga -precisé-, pero, como comprenderéis, ahora que la hemos encontrado debemos proseguir el viaje con ella y no con vos.


La mirada del viejo manifestó una muda incredulidad.

– Pero vuestra amiga viaja a caballo -protesto.

– No, ya no.

– Pues os daré alcance en uno o dos días -se trataba casi de una amenaza.

– Estaremos contentos de recuperaros como compañero de viaje -mentí.


Recogimos a Sara en las puertas de la aljama y desanduvimos camino para salir de Nájera por delante de Santa María la Real en dirección a Azofra. Íbamos risueños y eufóricos mientras atravesábamos las tierras rojas, repletas de viñedos, que flanqueaban la senda. Desaparecida como por ensalmo la distancia creada por Nadie entre Jonás y yo, el muchacho volvía a parecer el mismo chico listo, despierto e inteligente que había demostrado ser durante nuestro viaje a Paris. El cielo seguía nublado y la luz era triste y plomiza, pero la conversación que manteníamos era tan animada que ni nos dimos cuenta de las incomodidades que suponía volver a pisar con los pies la masa de barro que cubría los caminos.


En Azofra nos desviamos hacia San Millán de la Cogolla para pedir comida al mediodía. Nos sorprendió mucho comprobar que San Millán, al contrario de lo que pudiera parecer, no era un solo monasterio, sino dos bien separados: San Millán de Suso -de Arriba-y San Millán de Yuso -de Abajo-. Al monasterio de arriba, el de Suso, se llegaba a través de un bosquecillo que venia a dar, directamente, a la explanada en la que se hallaba una iglesia en verdad hermosa de ejecución visigótica y mozárabe. Un lugar como he visto pocos a lo largo de mi vida. Allí se había criado y había vivido el célebre poeta Gonzalo, llamado de Berceo por haber nacido en esa localidad. Gonzalo fue quien escribió los Milagros de Nuestra Señora, veinticinco poemas en los que la intercesión milagrosa de la Virgen salva a sus devotos concediéndoles el perdón. Pero también era el autor de obras tan conocidas como el Poema de santa Oria, compañera espiritual de san Millán, y la Vida de santo Domingo de Silos. Su merecida fama le venía de haber sido el primero en redactar sus obras en la lengua vulgar del pueblo y no en latín, como él mismo explicaba en unos versillos: «Quiero fer una prosa en roman paladino, en cual suele el pueblo fablar a su vecino, ca non son tan letrado por fer otro latino, bien valdra como creo un vaso de bon vino.»


La tumba de alabastro de san Millán, un alabastro negro hermosamente tallado, se encontraba situada frente a la entrada del templo, al cual se accedía por una galería llena de sepulcros. Una vez en el interior, se vislumbraba una nave partida en dos por una curiosa arquería que, culminada por sendos arcos, daba acceso a dos capillas gemelas a los pies del recinto.


Pero no habían terminado allí las numerosas sepulturas que contenía aquel lugar: hacia el ábside, una escalera de madera permitía acceder a los restos del primitivo monasterio formado por muretes que unían criptas en las que se enterraban en vida los primeros monjes de aquel extraño cenobio. Una de las criptas llamó particularmente mi atención por el hecho de estar tapiada con una pared ante la cual se veían abundantes ramos de flores frescas.

– ¿A quién pertenece esa hornacina? -pregunté a un benedictino que pasaba en aquellos momentos por allí.

– Es la celda donde se emparedó santa Oria, patrona, junto con san Millán, de este sagrado lugar.

– ¿Cómo que se emparedó? -quiso saber, aterrada, la pobre Sara, poco acostumbrada a ciertas penitencias y martirios cristianos.


El monje hizo como que no la había oído (ni visto) y comenzó a explicarme a mí la historia de santa Oria, que había llegado a Suso en 1052, a los nueve años, acompañada por su madre, doña Amuña. Como era lógico, sintió de inmediato la llamada del Señor, y quiso dedicar su vida a la oración y la penitencia. Sin embargo, su deseo de profesar allí fue rechazado por tratarse de un cenobio de varones y por estar poco implantada en la zona la costumbre de que las mujeres adoptaran la vida de los anacoretas. A pesar de que Oria suplicó, lloró e insistió, la negativa se mantuvo, así que la niña decidió emparedarse de por vida en una celda cercana a la iglesia donde su presencia no perturbara a los monjes, que lo único que hicieron por ella durante veinte años (tiempo que tardó en morir) fue arrojarle comida y agua a través de un minúsculo ventanuco.

– ¡Es la historia más horrible que he escuchado en toda mi vida! -exclamó Sara cuando el benedictino desapareció, muy satisfecho, ladera abajo-. ¡No puedo creer que una niña de nueve años exigiera ser emparedada hasta la muerte! Eso debió ser cosa de su madre.

– ¿Y qué más da? El caso es que se emparedó -murmuré distraído, mirando fijamente la pared que cubría la celda-sepulcro. Era un muro sólido de piedras unidas con argamasa.


¿Eran imaginaciones mías… o estaba viendo lo que creía que estaba viendo? No podía dar crédito a mis ojos. Fui dibujando paso a paso un semicírculo en torno al muro para cerciorarme.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo? -clamó la hechicera con tono de pocos amigos. La miré con los ojos brillantes y llenos de entusiasmo.

– ¡Venid aquí! ¡Ven tú también, Jonás! Poneos aquí, si, aquí, y así, para que apreciéis bien las piedras con el sol a contraluz. ¿Qué veis? Invisible salvo con la luz enfrentada, y sólo desde un único punto del arco -cualquier variación insignificante hacia un lado o hacia otro provocaba la desaparición de la figura-, una cruz en forma de Tau se destacaba en el muro que cerraba la celda de Oria. Sara se fijaba cuanto podía pero no veía nada.

– ¡La Tau! ¡De nuevo la Tau! -exclamó Jonás triunfante.

– ¿Cómo de nuevo? -me sorprendí.

– ¿Acaso no me contasteis que en la catedral de Jaca habíais encontrado otra?


Otra, otra, otra… Las palabras de Jonás rebotaban y volvían a rebotar dentro de mi cabeza, como si alguien las gritase en el interior de una profunda cueva y el eco las devolviera una y otra vez. Otra Tau. Sí, otra Tau en Jaca, en la catedral, en la capilla de Santa Orosia. Santa Orosia, Orosia… Oria, santa Oria. ¡Cristo! ¡No podía ser! ¡Era demasiado hermoso! ¡Demasiado evidente! La deformación de los nombres de las supuestas santas me había confundido. En ambos, la clave estaba en el diptongo latino «au», que se había transformado, como en francés, en «o». «Au» de «Aureus», oro, y Oria venia de «Aurea», que quiere decir «de oro», y Orosia, «Aurosea», «del color del oro», ambas muy bien señaladas por sus respectivas Taus. «Tau-Aureus», como rezaba el mensaje de Manrique de Mendoza a su compañero Evrard, «la señal del oro». Eso era lo que los dos leones del tímpano de la catedral de Jaca estaban gritando a quien supiera oírles.

– ¡Jonás! -grité-. Baja a San Millán de Yuso y busca acomodo para esta noche. ¡Al precio que sea! ¡Y lleva a Sara contigo!


Eché a correr monte arriba como un pobre loco poseído y me dediqué a buscar cantales y ramas que pudieran servirme como mazo y cincel, herramientas que esa noche iba a necesitar para tirar abajo el muro de la tumba de la pobre niña, cuya existencia física real empezaba a poner seriamente en duda. Crear leyendas, mitos, modificar vidas, construir santos o bendecir falsas reliquias es la inveterada costumbre de la Iglesia de Roma.

– Lo habéis hallado, ¿no es cierto?


La voz me sobresaltó. Giré medio cuerpo hacia mi izquierda y me encontré cara a cara con el conde Joffroi de Le Mans. Su porte patibulario volvió a impresionarme. A pesar de las ropas, que eran sin duda de una gran elegancia, su corpulencia abrupta y esa frente rocosa y protuberante le conferían un carácter marcadamente criminal.

– En la tumba de santa Oria, ¿no es verdad? -continuo.


¿Por qué enfadarme? Allí tenía al representante del Papa en persona, al mismísimo Juan XXII camuflado de soldado esperando ávidamente su oro. Lo que sea que yo hubiese encontrado ni era mío ni lo sería nunca, así pues ¿por qué ofuscarme?

– En efecto -mascullé con desagrado-, en la tumba de santa Oria. Sólo hay que echar abajo el muro que la cubre. Lo más probable es que se halle enterrado bajo el suelo o tras alguna roca de las paredes de la cueva. No será difícil sacarlo a la luz.

– Esa tarea me corresponde a mí, freire. Vos habéis terminado. Continuad viaje.

– Os equivocáis, conde -exclamé cargado de ira-. No hemos terminado en modo alguno. Por si os interesa saberlo, lo que hallaréis en la tumba de santa Oria no es más que una ínfima parte, una pequeña partida de las riquezas que hay escondidas a lo largo del Camino. Y necesito estar presente cuando las desenterréis porque puede haber algún indicio que me ayude a proseguir la búsqueda. Os diré que podréis encontrar más oro en la catedral de Jaca. Enviad allí un emisario o lo que os plazca. En la capilla de la patrona de la localidad, santa Orosia, probablemente tras la pared que se halla a espaldas de la figurilla de una Santísima Virgen sedente, que porta una cruz en forma de Tau, encontraréis lo que probablemente sea la primera remesa de oro templano a este lado de los Pirineos. Pero atended: exijo una relación detallada de todo lo que aparezca.


Le Mans me miró inexpresivamente y, tras unos instantes, asintió. Era probable que él estuviera limitándose a cumplir con un trabajo más o menos rutinario, pero yo había llegado a aborrecerle de tal modo que le consideraba, más que a cualquier otra persona en el mundo, mi principal enemigo.

– Ni la mujer ni el niño podrán estar delante. Sólo vos.

– Muy bien -repuse y, dándole la espalda, descendí ladera abajo, despreocupado ya de cuanto pudiera hacer falta para los trabajos de la noche. ¿No estaba el conde a cargo del tesoro? Pues que estuviera también a cargo de cuantas pesadas tareas ocasionara. No pensaba mover ni un dedo para sacarlo a la luz. En el fondo, él tenía razón: mi única obligación era encontrarlo; todo lo demás era de su competencia.


Jonás estaba impaciente por saber. Sara y él me esperaban en la puerta del albergue sentados junto a una hoguera con un grupo de peregrinos bretones. Al verme, el muchacho dio un res-pingo y quiso incorporarse para correr hacia mi. Sin embargo, un gesto disimulado de Sara, que le sujetó levemente con la mano, le contuvo. De nuevo me di cuenta de que aquella judía era una mujer admirable. No sabia nada de lo que yo estaba haciendo pero, en lugar de preguntar, indagar o sonsacar, aceptaba tranquilamente el misterio y vigilaba el apasionado temperamento del muchacho para que no despertara los recelos de nadie, como si intuyera que muchos ojos podían estar observándonos.


Sin decir nada, me senté junto a ellos y permanecimos de charla con los bretones hasta la hora de la cena, bebiendo un vino excelente que aquéllos portaban en un pellejo de cabrito que fue pasando de mano en mano. Los monjes nos sirvieron en las escudillas una espesa sopa de cebolla y calabaza, acompañada con pedazos de tocino seco y hogazas de pan de trigo.


Al cerrar la noche, una vez que todos se hubieron retirado a descansar, emprendí de nuevo la subida a Suso para encontrarme con el conde. La oscuridad hacia parecer siniestro el mismo bosquecillo que durante el día me había dado la sensación de ser plácido y agradable. Mis pasos crujían sobre la hojarasca y, a mi alrededor, en las ramas altas de los árboles, ululaban los búhos y silbaban las lechuzas. La tenue llama de mi lamparilla de sebo se estremecía y sofocaba con la brisa fría que corría a ráfagas por el boscaje. Íntimamente me sentí agradecido por llevar al cinto el puñal de Le Mans, pero si una banda de peligrosos salteadores me hubiera atacado en aquel momento, no me hubiera sentido peor de lo que me sentí cuando por fin alcancé el viejo monasterio y llegué a la tumba de santa Oria.


Unos tablones de madera apoyados sobre la roca cubrían la boca de la cripta ahora sin tapiar, pues el muro que la emparedaba había desaparecido. Cúmulos de escombros se amontonaban por los alrededores y ni un alma circulaba por allí, como si el mundo se hubiera quedado deshabitado por algún maleficio. Dentro de la celda, el suelo aparecía excavado y unas escaleras de madera permanecían apoyadas en el interior de un pozo de tamaño algo mayor que los demás. Al asomarme, alumbrando por encima de mi cabeza con la lamparilla de sebo, vi una pequeña cámara hueca, un sótano completamente vacío salvo por varios rollos abandonados de cuerdas de cáñamo. El maldito conde no había querido esperar para hacerse cargo del tesoro.

– ¡Joffrooooooi! -aullé en mitad del silencio de la noche con toda la fuerza que la rabia y la impotencia dieron a mis pulmones. Pero no obtuve contestación. Me ahogaba de indignación, me hervía la sangre de ira.


No di ningún tipo de explicaciones a Sara y al chico, aunque los dos se morían por saber qué había pasado y a qué obedecía mi malhumor. Ignorándoles, me encerré en un mutismo hermético y, en silencio, iniciamos al día siguiente la caminata del nuevo tranco. No paraba de darle vueltas a lo sucedido. ¿En tan poco valoraban el Papa y mi Orden lo que yo estaba haciendo? ¿Acaso habían dado instrucciones a ese necio de Le Mans para que actuara a mis espaldas, despreciándome y tratándome como a un sirviente? ¿Pensaban, quizá, que yo iba a robar el oro? En aquel momento me encontraba como al principio: con las manos vacías por culpa de la ceguera y la avaricia de aquellos que, cómodamente, esperaban en Aviñón el resultado de mi trabajo. Quizá entre las riquezas encontradas en la celda no había nada que me hubiera servido para reanudar las pesquisas, pero ¿y si no era así? ¿Y si el estúpido de Le Mans había estropeado algo importante? De nada valía mi enojo. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Pasamos por Santo Domingo de la Calzada y Jonás y yo rendimos devoción ante su sepulcro, tal como marca la tradición del Camino. El sosiego que inundaba el interior del templo me fue devolviendo poco a poco la calma. Aproveché aquella breve separación de Sara para poner al muchacho al tanto de lo sucedido, el cual, después de escucharme hasta el final, se quedó ensimismado mirando la gallera de madera en la que permanecían encerradas dos aves de corral de plumaje blanco (en conmemoración de un milagro realizado por santo Domingo, que resucitó a un inocente injustamente ahorcado). Luego, bajando la cabeza, dijo:

– Siento reconocerlo, sire, pero Le Mans sólo es un lacayo de Su Santidad. Por lo que sabemos de él, seria incapaz de hacer nada que no le hubiese ordenado su amo. Que Dios me perdone por pensar mal del Papa -¿por qué tenía la sensación, escuchándole, de que era un hombre y no un mozalbete quien hablaba? ¡Qué cambios de un día para otro! Deseaba con todo mi corazón que cuando se detuviera aquella rueda de transformaciones, el resultado final fuera tan admirable como el que ahora tema delante-, pero creo que el conde sólo ha hecho lo que le habían mandado hacer.

– Lo cual demuestra, una vez más -añadí, siguiendo su razonamiento-, que estamos siendo utilizados para una empresa que poco tiene de honorable y digna.


En ese momento, inesperadamente, el gallo cantó dentro de la jaula. Un rumor creció en el interior de la iglesia. Jonás y yo nos miramos extrañados y miramos a nuestro alrededor buscando una explicación a aquella algarabía. Un viejo lombardo ataviado con la vestimenta de peregrino nos sonrió.

– ¡El gallo ha cantado! -dijo en su lengua, dejando escapar el aire y la saliva entre los pocos dientes que le quedaban-. Todos los que lo hemos oído tendremos en adelante buena suerte para el Camino.


El día del equinoccio de otoño, el vigésimo primero de septiembre, salimos de Santo Domingo cruzando el puente sobre el río Oja, y seguimos la calzada que llevaba hasta Radicella [36].


Atravesamos Belfuratus [37], Tlosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embargo, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus propios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.


Por de pronto, en contra de lo que decía nuestro guía sobre la carencia de arbolado de Castilla, al día siguiente tendríamos que cruzar los boscosos Montes de Oca, un tramo breve pero sumamente penoso que aquella noche nos imponía un buen descanso para recuperar las fuerzas perdidas.


Hallamos alojamiento en la hospedería de la iglesia y como la pobre Sara tenía los pies hinchados como odres de vino, tuve que prepararle un remedio a base de tuétano de hueso de vaca y manteca fresca.

– ¿Veis? -comentaba jocosa-. Me han crecido los pies.


Como los dolores de su espinazo no le permitían aplicárselo adecuadamente, ordené a Jonás que la ayudara. Era un compromiso para el muchacho, que enrojeció hasta ponerse del color de la grana y comenzó a sudar a pesar del frío del recinto en el que nos hallábamos los tres solos, pero mucho más peligroso y pecaminoso hubiera sido para mi, que de seguro hubiera sudado tanto o más que mi hijo, incumpliendo así el principal de mis votos. Sin embargo, lo que si hice fue envolverle yo mismo los pies en lienzos bien calientes para terminar la cura, no sin antes fijarme pecaminosamente en que sus dedos eran increíblemente ágiles y articulados, casi como los dedos de las manos, y me alteró en extremo comprobar que también en ellos había lunares. Cuando levanté los ojos, Sara me estaba observando de una manera tan especial que me arrastró hacia regiones prohibidas para mi, de las que, con gran esfuerzo, tuve que regresar apartando la mirada.


No se me había pasado por alto el curioso nombre de los montes. Era muy significativo que la puerta de entrada a Castilla estuviera marcada tan elocuentemente por la Oca, pues no sólo se trataba de los Montes, sino del río, de la imagen de Nuestra Señora de Oca, que permanecía en la parroquia, y del mismísimo pueblo, que antes de llamarse Villafranca, o «Villa de los francos», por la costumbre de denominarlo así que adoptaron los peregrinos, había recibido también el nombre de Oca. No podía dejar de pensar, mientras intentaba dormirme aterido de frío y con el estómago casi hueco, que debía existir alguna relación desconocida entre el animal sagrado, el juego iniciático que nos había enseñado el viejo Nadie, la puerta de entrada a Castilla y el símbolo de la Pata de Oca de las hermandades de canteros, constructores y pontífices iniciados.


El día siguiente amaneció nublado pero, conforme el sol se fue elevando en el cielo, las nubes despejaron y la luz se hizo vigorosa y firme. Después de desayunar unos mendrugos mojados en agua y unos pedazos de sabroso queso de oveja que nos ofreció un pastor, dedicamos algún tiempo a limpiar y engrasar las correas de las sandalias mientras Sara aprovechaba para lavar en el río nuestras camisas, sayas, esclavinas y calzas que a gritos estaban pidiendo expurgo, fregado y baldeo desde semanas atrás. Fabriqué un armazón de maderas, en forma de cruz con varios travesaños, que sujeté por detrás a los hombros de Jonás y allí tendimos las prendas para que se fueran secando con el sol y el aire mientras continuábamos viaje. Iniciamos la fuerte ascensión desde el interior mismo del pueblo. Pronto el camino se convirtió en un tapiz de hojas de roble, amarillentas y ocres, desprendidas por el otoño, que crujían bajo nuestros pasos. A pesar de no ser mucho trecho, la subida se nos hizo interminable y, para mayor desgracia, casi nos perdimos en un espeso bosque de pinos y abetos en el que barrunté la presencia de lobos y salteadores. Pero el gallo de Santo Domingo nos trajo suerte y salimos de allí indemnes y salvos, aunque agotados. Por fin, promediando el día, llegamos a lo más alto de los páramos de la Pedraja e iniciamos el descenso, cruzando el arroyo Peroja. Con el sol en lo más alto, alcanzamos el hospital de Valdefuentes, un auténtico paraíso para el descanso del transeúnte, con un manantial de agua fresca y limpia que hizo nuestras delicias.


Un grupo de peregrinos borgoñones procedentes de Autun animaba los alrededores del hospital con sus chanzas y jolgorios. A ellos les preguntamos sobre la conveniencia de tomar uno u otro de los dos caminos en los que, a partir de allí, se dividía la calzada para volver a unirse, más tarde, en Burgos.

– Nosotros tomaremos mañana la vía de San Juan de Ortega -nos dijo un mozo del grupo llamado Guillaume-, porque es la ruta recomendada por nuestro paisano Aymeric Picaud.

– También nosotros hemos seguido hasta aquí sus indicaciones.

– Su fama es universal -comentó orgulloso-, dado el gran número de peregrinos que recorren al año el Camino de Santiago. Si os ponéis en marcha ahora, llegaréis a San Juan de Ortega con muy buena luz, y el albergue del monasterio es famoso por su excelente hospitalidad.


Tenía mucha razón el joven borgoñón. Después de salvar un intrincado sendero que cruzaba la floresta, tropezamos con el ábside del templo y lo rodeamos para ir a dar a una explanada a cuya derecha quedaba la hostería, en la que fuimos acogidos con cordialidad y simpatía por el viejo monje encargado de atender a los peregrinos. El clérigo era un anciano charlatán que gustaba de la conversación y que se mostraba encantado de prestar oídos a las aventuras de cuantos llegaban hasta sus dominios. Puso abundantes raciones de comida sobre la mesa y se ofreció a mostrarnos la iglesia y el sepulcro del santo en cuanto hubiéramos terminado.

– San Juan de Ortega se llamó, en el mundo, Juan de Quintanaortuño, y nació allá por el año ochenta después del mil -nos explicaba a Jonás y a mí mientras avanzábamos por la explanada en dirección a las dos puertas gemelas de entrada de la fachada principal. Sara, respetuosa pero indiferente a nuestro fervor cristiano, se había quedado a descansar en el albergue-. La gente le considera como un simple colaborador de santo Domingo de la Calzada, que es mucho más famoso por haber despejado con una sencilla hoz de segador los árboles del bosque desde Nájera a Redecilla para construir aquel tramo de Camino. -Su tono indicaba que la proeza de santo Domingo era poca cosa para él-. Pero Juan de Quintanaortuño fue mucho más que un simple colaborador: Juan de Quintanaortuño fue el verdadero arquitecto del Camino de Santiago, porque sí santo Domingo despejó un bosque, edificó un puente sobre el río Oja y levantó una iglesia y un hospital de peregrinos, san Juan de Ortega construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó esta iglesia y esta alberguería para auxilio de los jacobipetas.


Habíamos entrado en el pequeño santuario, suavemente iluminado por la luz que filtraban los alabastros de las ventanas. Un ensordecedor zumbido de moscas, que sobrevolaban en círculos la nave central, ahogó la voz del sacerdote. El sepulcro de piedra, abundantemente cincelado por todas sus caras, estaba situado frente al altar, y allí se mantenía, solitario y mudo, totalmente indiferente a nuestra presencia. El frade nos arrastró hacia un lado.

– Las mujeres estériles vienen mucho por aquí-continuo-. La popularidad de san Juan se debe sobre todo a sus milagros para devolver la fertilidad. Y buena culpa de ello la tiene este dichoso adorno.

– Y señaló el capitel que teníamos sobre nuestras cabezas, el del ábside izquierdo, en el que se veía representada la escena de la Anunciación a María-. Pero yo creo que nuestro santo merece una celebridad mejor, por eso estoy recopilando los numerosos milagros que hizo curando a enfermos y resucitando muertos.

– ¿Resucitando muertos?

– ¡Oh, si! Nuestro san Juan devolvió la vida a más de un pobre difunto.


¿Fue casualidad…? No lo creo, hace mucho tiempo que dejé de creer en las casualidades. Mientras se producía esta conversación, un rayo de luz procedente de la ojiva central del crucero comenzó a iluminar la cabeza del ángel que anunciaba a Maria su futura maternidad. Me quedé como embobado.

– Es bonito, si -dijo el viejo observando mi distracción-, pero a mí me gusta más el otro, el de la derecha.

Y nos condujo hacia allí sin muchas contemplaciones. Jonás le seguía como un perrillo, sorteando el túmulo con un giro rápido similar al de nuestro mentor. El remate de columna del ábside derecho representaba a un guerrero con la espada en alto haciendo frente a un caballero montado. Pero yo seguía desconcertado por el otro, por aquella luz que iluminaba al ángel. Algo estaba germinando en mí cabeza. Giré sobre mi mismo y volví atrás. El rayo de luz alumbraba ahora a María. Si seguía con su trayectoria, acabaría iluminando la figura en piedra de un anciano, probablemente un san José, que descansaba todo el peso de su edad sobre un báculo en forma de Tau…


Ego sum lux…, recordé, y, de pronto, todo tenía sentido.


Era increíble el refinamiento de los templarios para esconder su oro. Habían ocultado sus riquezas tan magníficamente que, de no haber conseguido el mensaje de Manrique de Mendoza, jamás hubiéramos encontrado ni una sola de las partidas. La clave era la Tau, pero la Tau sólo era el reclamo, la llamada que atraía al iniciado; luego venía el esclarecimiento de las pistas que, como las piezas de una máquina, tenían que engarzar unas con otras para poder funcionar. Empecé a preguntarme si la Tau no sería tan sólo una de las muchas vías posibles, si no existirían otros reclamos como, por ejemplo, la Beta o la Pi, o quizá Aries o Géminis. La abundancia de posibilidades me produjo vértigo. Y para entonces el rayo de luz acariciaba ya al anciano con el báculo en forma de Tau y parecía demorarse en él perezosamente.

– Cuando el caballero quiera -exclamó el viejo clérigo a mi espalda-, podemos volver a la hostería.

– Os estamos profundamente agradecidos, frade, por vuestra amabilidad. Pero, si no os incomoda, mi hijo y yo nos quedaremos un rato rezando al santo.

– ¡Veo que san Juan ha despertado vuestra piedad! -advirtió gozoso. -Alzaremos plegarias por una hija de mi hermano que lleva años esperando concebir un hijo.

– ¡Hacéis bien, hacéis bien! Sin duda, san Juan os otorgará lo que pedís. Os esperaré en casa con vuestra amiga judía. Quedad con Dios.

– Id vos con Él.


En cuanto hubo desaparecido, Jonás se volvió hacia mí y me escudriño.

– ¿Qué os pasa? No tenemos ninguna prima estéril.

– Atiende, muchacho.


Le cogí por el pescuezo y moví su cabeza, como si fuera la de un pelele de trapo, hacia el capitel de la Anunciación.

– Observa bien al viejo san José.

– ¡Otra Tau! -exclamó alborozado.

– Otra Tau -convine-. Y mira ese rayo de luz que está desapareciendo; todavía la ilumina un poco.

– Si aquí hay una Tau -afirmó, soltándose de mi pinza con un cabeceo-, sin duda hay también otro escondite de tesoros templarios.

– Claro que lo hay. Y yo sé dónde está.

Me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.

– ¿Dónde, sire?

– Haz memoria, muchacho. ¿Qué fue lo que más nos llamó la atención en Eunate?

– La historia del rey Salomón y todos aquellos animales extraños de los capiteles.

– ¡No, Jonás! ¡Piensa! Sólo había un capitel que era distinto a los demás. Tú mismo me lo señalaste.

– ¡Ah, si, aquel de la resurrección de Lázaro y el ciego Bartimeo!

– Exacto. Pero si recuerdas bien, la frase cincelada en la cartela de la escena de la resurrección era incorrecta. En ella, Jesús, mientras resucitaba a su amigo, decía: Ego sum lux, pero, según los Evangelios, Jesús no pronunció esas palabras en aquel momento. ¿Y qué tenemos aquí, en San Juan de Ortega?

– Tenemos una Tau y un rayo de luz que la alumbra.

– Y un santo taumaturgo que, según el frade de este lugar, era experto en resucitar difuntos, como la escena del capitel de Eunate y como la del capitel de la iglesilla templaria de Torres del Río, ¿recuerdas? También allí había un solo capitel de apariencia normal con el motivo de la resurrección de Jesús.

– ¡Es verdad! -exclamó, golpeándose el muslo con el puño cerrado. No podía negarse que era hijo mío. Incluso sus gestos más irreflexivos eran un mal remedo de los míos-. Pero eso no nos dice dónde está escondido el oro.

– Si nos lo dice, pero por si quedase alguna duda, también disponemos de la información recogida en la iglesia templaria de Puente la Reina.

– ¿Qué información?

– Recordarás lo que te conté acerca de las pinturas murales de Nuestra Señora dels Orzs. -El chico afirmó-. Pues bien, encima de un árbol en forma de Y griega, o de Pata de Oca, símbolo de las hermandades secretas de pontífices y arquitectos iniciados (y recuerda que san Juan de Ortega era uno de ellos), un águila mayestática examinaba una puesta de sol. Como ya sabes, el águila simboliza la luz solar, y el ocaso allí dibujado se corresponde con esta hora en la que ahora nos hallamos; ese rayo de sol que ha iluminado la Tau es un rayo de luz crepuscular.

– Bueno, bien, pero ¿dónde está el oro? -se impacientó.

– En el sepulcro de san Juan de Ortega.

– ¡En el sepulcro! Queréis decir… ¿dentro del sepulcro?

– ¿Por qué no? ¿No recuerdas los capiteles? Las lápidas estaban siempre apartadas a un lado para permitir la salida del muerto redivivo. Así ocurrió con el muro que cubría la cripta de santa Oria, y apuesto lo que quieras a que encontrarán el tesoro de santa Orosia de Jaca dentro de alguna sepultura a la que haya que quitar una pared. Aunque…

– Aunque… ¿qué?

– En Torres del Río una nube de humo salía del sepulcro abierto. De hecho, las dos figuras femeninas, las dos Marías del Evangelio, más parecían cadáveres que otra cosa. Es posible, Jonás, es muy posible que el sepulcro de san Juan de Ortega contenga alguna trampa, algún veneno volátil suspendido en el aire.

– Pues no se lo digáis al conde Le Mans -dejó escapar alegremente-. Debe estar a punto de aparecer. Que lo abra él. ¿No es lo que desea?

– Si -afirmé con una sonrisa parecida a la suya-, es una idea excelente. No digo que no sienta tentaciones de dejarle morir envenenado. Pero esta vez, muchacho, el tesoro lo recuperaremos nosotros. Le Mans no tiene que enterarse hasta que no hayamos visto el interior de esa tumba.

– ¡Pero moriremos nosotros!

– No, porque sabemos que ese riesgo existe y pondremos los medios necesarios para impedir que ocurra. Y ahora, joven Jonás, aunque te cueste un esfuerzo enorme, pon cara de ángel serMico y abandonemos esta iglesia como si hubiéramos estado rezando piadosamente: ni un gesto, ni un movimiento que delate lo que sabemos, ¿entendido? Recuerda que los esbirros de Le Mans nos observan.

– Tranquilo, sire, y fijaos en mí.


De repente se desmoronó. Su abatimiento y tristeza eran tan exagerados que tuve que darle un coscorrón.

– ¡No tanto, zoquete!


Si volvíamos al santuario, Le Mans se enteraría, así que debíamos encontrar una buena excusa que hiciera razonablemente lógica una nueva visita. Por fortuna, nos la proporcionó el propio clérigo del lugar:

– Debo ir a la iglesia a apagar las velas de las lámparas y los cirios del altar -murmuró desperezándose y dando un largo bostezo.


Estábamos sentados frente a un fuego, envueltos en viejas y agujereadas mantas de lana. Sara dormitaba, inquieta, en su asiento; estaba nerviosa porque al día siguiente se iba a encontrar en Burgos con el de Mendoza. También yo me sentía alterado por la cercanía del encuentro con Isabel, pero no sabía qué era lo que más me afectaba, si ver a la madre de Jonás después de tantos años o que Sara encontrara a su amado Manrique.

– Dejad que vaya mi hijo -propuse.

– ¡Oh, no! Tengo por costumbre rezar a san Juan todos los días a estas horas mientras apago las candelas.

– Está bien, pues dejad que vayamos mi hijo y yo y, en agradecimiento por lo bien que nos habéis tratado, ambos rezaremos al santo por vos y en vuestro lugar.

– ¡No es mala idea, no señor! -profirió encantado.

– Es muy buena idea -corroboré para no darle tiempo a pensar-. Jonás, coge el apagavelas del frade y vamos.


Jonás cogió de un rincón el cayado con el cucurucho de latón en lo alto y se quedó de pie junto a la puerta, esperándome. Yo me incorporé y me acerqué a Sara para decirle que nos íbamos, pero estaba tan dormida que no lo advirtió. Hubiera podido ponerle la mano en el hombro para despertarla y nadie hubiera pensado nada malo de mi; hubiera podido, incluso, cogerle una mano y acariciarsela, y tampoco hubiera ocurrido nada extraordinario; hubiera podido rozarle el peio suavemente, o la mejilla, y ni el buen cura se hubiera escandalizado. Pero no hice nada de todo aquello, porque yo sí hubiera sabido la verdad.

– Sara, Sara… -susurré cerca de su oído-. Id a la cama. Jonás y yo volveremos ahora mismo.


Atravesamos la explanada alumbrados por la luz del plenilunio. La iglesia estaba igual de vacía que cuando la dejamos, aunque más silenciosa porque el mosconeo, felizmente, había desaparecido.

– ¿Cómo haremos para levantar la tapa del sepulcro? -susurró Jonás.

– «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes.

– ¿Quién?

– ¡Vivediós, Jonás! ¡No has recibido la menor educación!

– ¡Pues ahora vos sois el único responsable de ella, así que ya sabéis!


Hice como que no le había oído y saqué de debajo de mi saya una azuela y la daga de Le Mans y, enarbolándolas, me acerqué a la sepultura.

– Toma -dije alargándole el estilete-, raspa la argamasa por el otro lado y cuando hayas terminado trae el apagavelas.

No fue difícil mover la plancha con la ayuda de la vara una vez que la hubimos desprendido, aunque había que hacerlo con mucho cuidado para no quebrar la madera.

– Quitate la camisa -ordené a Jonás-, y pártela en dos. Luego, empapa los pedazos en el agua bendita de la pila.

– ¡En el agua bendita!

– ¡Haz lo que te digo! ¡Y rápido, si no quieres morir envenenado!


Embozamos nuestros rostros con las telas mojadas sujetándolas con sendos nudos tras las cabezas y entonces di el empujón definitivo a la tapa, que cedió y se retiró un codo aproximadamente. Del interior se alzó una bocanada de humo amarillo que se expandió rápidamente por todo el recinto de la iglesia.

– ¡Tápate los ojos con el paño mojado y tírate al suelo! -grité, mientras me abalanzaba hacia la puerta para abrirla de par en par. La brisa de la noche disipó parte de la niebla azafranada; el resto se quedó flotando en el cielo de la nave, apenas dos palmos sobre nuestras cabezas. Si no hubiéramos estado advertidos por el capitel, habríamos muerto irremisiblemente.

– ¡Levántate despacio, muchacho!

Inclinado como un giboso para evitar la nube ponzoñosa, me asomé al interior del sepulcro. Unos peldaños de piedra descendían hacia el interior oscuro de una cripta oculta bajo el suelo de la iglesia.

– Jonás, coge uno de los candelabros del altar y tráelo. ¡Pero acuérdate de caminar inclinado! El aire es más limpio por abajo.

Descendimos con suma precaución, temiendo que faltase el suelo bajo nuestros pies, que alguna piedra se desprendiese sobre nuestras cabezas, o que alguna trampa inesperada diera con nuestros huesos, para siempre, en aquella sepultura. Pero no se produjo ninguno de aquellos incidentes. Llegamos hasta abajo sin sorpresas desagradables. A la luz de las velas contemplamos una sala pequeñita y circular con las paredes y el techo cubiertos por grandes losas de piedra. El suelo no lo vimos, porque estaba oculto por grandes cofres repletos de monedas de oro y plata, por montones de gemas sobre los que descansaban piezas de telas bordadas, coronas, diademas, collares, pendientes, anillos, vasos, cálices, cruces, candelabros y un sinnúmero de pergaminos de variadas escrituras traídos de Oriente. ¡Y aquello no era más que un tesoro menor, una pequeña parte, una minúscula pizca del total! Silenciosos y deslumbrados por los reflejos de la luz sobre las joyas estuvimos dando vueltas, mirando, tocando y calibrando valiosísimos rosarios, relicarios portentosos, vinajeras, copones, custodias y colgantes, hasta que, inesperadamente, el muchacho rompió el silencio:

– Tengo un mal presagio, sire. Vayámonos enseguida de aquí.

– ¿De qué hablas?

– No lo sé, sire… -titubeó-. Sólo sé que quiero irme. Es una sensación muy fuerte.

– Está bien, muchacho, vámonos. La vida me ha enseñado a recibir estas inexplicables señales con respeto. Más de una vez me había encontrado en serios apuros por no aceptar mis corazonadas, por no hacer caso de esos avisos misteriosos. De modo que, si mi hijo lo sentía así, había que irse… y rápido.


Sobre una mesilla de madreperla descansaba, como para hacerse notar, un vulgar lectorile de madera sin desbastar y, sobre él, abandonado, un rollo de cuero atado con cintas lacradas con el sigillum [38] templario. No lo pensé dos veces y lo cogí al vuelo, guardándolo entre los pliegues de mi saya mientras seguía al muchacho escalerilla arriba a toda velocidad.


No había nada particular en el exterior. Aparentemente, la iglesia continuaba igual de silenciosa, fría y desierta que cuando descendimos a la cripta.

– Lamento haber malogrado vuestras pesquisas -se disculpó Jonás, apesadumbrado.

– No te preocupes. Seguro que has percibido algo y no seré yo quien te culpe por ello. Todo lo contrario.


Aún no había terminado de proferir las últimas palabras cuando un chasquido nos hizo girar las cabezas, sobresaltados, hacia la sepultura. Un pequeño rumor precedió a un golpe seco, a un ruido de desmonte y desprendimiento cuyo fragor aumentó hasta hacer crepitar el suelo. Las losas de la tumba de san Juan de Ortega se inclinaron hacia el interior y cayeron al vacío, provocando una polvareda que ascendió hasta el techo del santuario y se mezcló con la nube amarilla de veneno. El estrépito era ensordecedor. Parecía que la iglesia se nos iba a venir encima de un momento a otro.

– ¡Corre, Jonás, corre! -grité con toda mi alma, dándole un empujón que lo lanzó hacia la puerta.


Pero no sé qué fue peor, porque afuera nos esperaba, espada en ristre, el conde Joffroi de Le Mans con todos sus hombres.

– ¡Hablad!

– ¡Ya os lo he explicado cien veces! -repetí dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros-. Tenía que ver lo que había allí abajo antes de que vos arramblarais con todo. ¿Qué más queréis saber?


Los hombres de Le Mans trabajaban apresuradamente en el fondo de la cripta. Ya habían sacado todos los tesoros (que se agolpaban amontonados bajo el mismo capitel de la Anunciación que me había indicado su existencia) y ahora se afanaban reparando los estragos ocasionados por el derrumbe. Por lo que habíamos podido comprobar a deshora, la tapa del sepulcro era, en realidad, la pieza que sujetaba toda la estructura de la cámara secreta y, al quitarla, habíamos provocado la avalancha, tal y como alguien calculó metódicamente que ocurriría. ¿Qué detalle había pasado por alto? ¿Cuál había sido el fallo?

– Si no os mato ahora mismo es porque habéis empezado a cumplir con vuestra misión de encontrar el oro -bramó Le Mans-, pero el Papa será puntualmente informado y tened por seguro que no quedaréis sin castigo.

– Ya os he dicho, conde, que era necesario.

– Mis hombres repararán el daño y no quedará huella del desastre cuando despunte el día. Pero si los templarios llegasen a sospechar lo que estáis haciendo, ni vos ni vuestro hijo, ni esa judía que os acompaña, viviríais para ver un nuevo sol.

– ¿Y el frade, qué pensáis hacer con él?

– Olvidadle. Ya no existe. Esta misma noche, alguien ocupará su lugar.


¿Para qué preguntar por su destino? El pobre hombre se había visto envuelto, sin tener arte ni parte, en una intriga demasiado grande para él, y había sido aplastado sin misericordia.

– Recoged vuestras cosas y partid -continuó Le Mans-. Y recordad que la próxima vez que decidáis tomar la iniciativa sin contar conmigo, vuestros trabajos habrán terminado para siempre.

– No estoy deseando otra cosa -repuse, a sabiendas de que la forma de terminar a la que ambos nos referíamos era completamente diferente.


En mitad de la noche recogimos nuestros bártulos y emprendimos camino hacia Burgos atravesando una zona de bosque de robles y pinos. La luna era nuestra lámpara y los aullidos de los lobos nuestra música de fondo. No teníamos otra dirección que la que nos marcaba el destino y hacia él nos encaminábamos. Los Mendoza, hermano y hermana, nos estaban esperando.

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