III

Una gélida y nubosa alborada de principios de junio, pocos días después de la visita al castillo del Papa, Jonás y yo partimos de madrugada rumbo al norte, hacia París. Nuestros caballos presentaban un magnífico aspecto después de aquellas jornadas de abundante comida y descanso en los establos de la capitanía y parecían, además, muy satisfechos con sus nuevas y lujosas guarniciones. Yo, por el contrario, no hubiera podido decir lo mismo sobre mí: amén de cansado, me sentía incómodo y extraño dentro de esas estiradas indumentarias de corte, recluido entre sedas y pieles finas, aprisionado en un elegante abrigo de brocado y ridículo con aquellos terribles borceguíes de puntera curva bordados en rojo y oro.


El joven Jonás seguía enfadado conmigo, sintiéndose poco menos que la víctima de un rapto vergonzoso; casi no había despegado los labios desde la primera noche, dirigiéndome sólo las palabras imprescindibles, pero como yo no tenía tiempo para tonterías, concentrado como estaba en el estudio de los documentos papales, no le hice el menor caso.


Al poco de abandonar Aviñón, apenas un par de horas después, me detuve en seco a la entrada de un pueblecillo llamado Roquemaure.

– Aquí nos quedamos -anuncie-. Adelántate hasta la posada y encarga que nos preparen comida.

– ¿Aquí…? -protestó Jonás-. ¡Pero si este villorrio no parece habitado!

– Si lo está. Pregunta por la hospedería de François. Allí comeremos. Encárgate de todo mientras doy una vuelta por las inmediaciones.


Le vi entrar en el pueblo con el cogote hundido entre los hombros, arrastrando tras de sí las jacas que nos habían dado en Aviñón para cargar el equipaje y que, por su gran tamaño, son allí muy apreciadas y reciben el nombre de haquenées. En realidad, Jonás era un muchacho notable; ni siquiera de su gran orgullo tenía él la culpa, pues se trataba de un pecado de familia que sólo se corregía con el tiempo y con los golpes de la vida.


Roquemaure estaba formado por apenas cinco o seis casas de labriegos que, en realidad, aprovechando que la calzada Aviñón-París atravesaba el pueblo, se dedicaban a dar comida y posada a los viajeros. Su proximidad con la ciudad mermaba un tanto los beneficios, pero se decía que, precisamente por su ubicación, con frecuencia acudían allí los prelados de la corte de Aviñón para encontrarse discretamente con sus enamoradas, y que así se mantenía el negocio.


Pues bien, en Roquemaure se había detenido, la mañana del 20 de abril de 1314, la comitiva del desdichado y enfermo papa Clemente, que había iniciado un viaje -culminado con la muerte- en dirección a su ciudad natal, Wilaudraut, en la Gascuña, para recuperarse de lo que los informes médicos de mi cartapacio de cuero definían como «ataques de angustia y sufrimiento, cuyo único síntoma físico era una fiebre persistente». El decaimiento del Papa obligó al séquito a detener la marcha y a buscar refugio en la única hospedería oficial de la población, la del mesonero François. Unas horas después, entre agudos espasmos de dolor, el papa Clemente moría echando sangre por todos los orificios de su cuerpo.


Ante lo irremediable, y para evitar rumores y comentarios desagradables dada la mala fama del lugar, los cardenales de la Cámara Apostólica decidieron trasladar el cadáver discretamente al priorazgo dominicano de Aviñón, donde el Papa había residido desde el Concilio de Vienne, en 1311. El camarero personal de Clemente, el cardenal Henri de Saint-Valéry, había jurado sobre la cruz que Su Santidad no había ingerido comida ni bebida alguna desde el desayuno, antes de abandonar Aviñón. Curiosamente, poco después, el cardenal Saint-Valéry había solicitado ser enviado a Roma como vicario para encargarse del control de los impuestos en los Estados Pontificios.


El comedor de la hostería era un lugar pequeño y oscuro, de penetrante olor a comida y lleno del humo que las cazuelas exhalaban al calor del fuego. Entre las barricas de vino, apiladas aquí y allá, las paredes del recinto aparecían manchadas de mugrientos lamparones que no eran una buena recomendación para estómagos delicados. Jonás me esperaba, aburrido, en la única mesa limpia del establecimiento, jugando con las migas de una hogaza que le habían dado para acompañar la pitanza. Me senté frente a él, dejando mi abrigo a un lado.

– ¿Qué nos van a servir?

– Pescado. Es todo lo que tienen para hoy.

– Muy bien, que sea pescado. Y mientras nos lo traen, hablemos. Sé que estás ofendido y quiero aclararlo.

– Yo no tengo nada que decir -profirió altanero, para inmediatamente añadir-: Hicisteis un juramento al prior de mi monasterio y habéis faltado a vuestra palabra.

– ¿Cuándo he hecho tal cosa?

– El otro día, cuando llegamos a vuestra capitanía en Aviñón.

– ¡Pero si no había convento mauricense en la ciudad! De haberlo habido, Jonás, hubieras dormido en él. Recuerda que te dije que podías marcharte.

– Sí, bueno… Pero tampoco durante nuestro viaje desde Ponç de Riba hasta aquí me llevasteis a pernoctar en abadías de mi Orden.

– Si no recuerdo mal, hicimos el viaje a tal velocidad que tuvimos que dormir al raso casi todos los días.

– Sí, también eso es cierto…

– Entonces ¿cuál es tu queja?


Le vi debatirse atormentadamente entre la falta de argumentos y la certeza indemostrable de que yo no le dejaría volver al monasterio. Mi observación silenciosa de su impotencia no era crueldad; quería que encontrara la manera de defender de forma lógica lo que sólo eran sensaciones -acertadas- que luchaban en su interior por encontrar la manera de expresarse.

– Vuestra actitud -farfulló al fin-. Me quejo de vuestra actitud. No manifestáis el apoyo que un maestro dispensa a su aprendiz para que cumpla con sus obligaciones.

– ¿A qué obligaciones te refieres?

– La oración, el santo oficio del día, la misa…

– ¿Y soy yo quien debe obligarte a algo que debería nacer de ti…? Mira, Jonás, yo jamás impediré que lleves a cabo estas actividades, pero lo que no haré nunca será recordarte que debes hacerlas. Si es tu deseo, cúmplelas, y si no lo es, ya eres mayor para plantearte seriamente tu vocación.

– ¡Pero yo no soy libre! -gimió como el niño pequeño que en el fondo era todavía a pesar de su estatura-. Fui abandonado en el monasterio y mi destino es pronunciar los sagrados votos. Así está escrito en la Regla de san Mauricio.

– Ya lo sé -confirmé paciente-. También ocurre en los monasterios cistercienses y en otros de menor importancia. Pero recuerda que siempre se puede elegir. Siempre. Tu vida, desde que empiezas a tener un cierto control sobre ella, es un conjunto de elecciones acertadas o equivocadas, pero elecciones al fin y al cabo. Imagínate que estás trepando a un inmenso árbol del cual no puedes ver el final; para llegar hasta lo más alto de la copa debes ir eligiendo las ramas que te parezcan más acertadas, y vas, permanentemente, desechando una y eligiendo otra, que, a su vez, te llevará a una nueva elección. Si arribas a donde querías arribar, es que escogiste bien la trayectoria; si no, es que en algún punto te equivocaste, tomaste la decisión equivocada y las preferencias posteriores ya estaban condicionadas por aquel error.

– ¿Sabéis lo que estáis diciendo, frere? -me advirtió acobardado-. Estáis negando la predestinación de la Providencia, estáis elevando el libre albedrío por encima de los secretos planes de Dios.

– No. Lo único que estoy elevando es el hambre de mi estómago, que ya empieza a protestar con rabia. Y recuerda que no debes llamarme frere a partir de ahora… ¡Mesonero! ¡Mesonero!

– ¡Qué! -respondió una voz airada desde el fondo de las cocinas.

– ¿Viene ya ese pescado o es que todavía tenéis que ir al río a buscarlo?

– El caballero es amigo de chanzas, ¿eh? -dijo el tabernero apareciendo de repente detrás del mostrador. Era un hombre grueso y de aspecto vulgar, que lucía una enorme papada sudorosa, y, para completar su mugrienta traza, un sucio mandil atado a la cintura, con el que se limpiaba las manos de la grasa del pescado mientras se acercaba a nuestra mesa. El provenzal que utilizaba para expresarse era muy similar a mi lengua materna catalana. En cualquier caso, hubiéramos podido comunicarnos sin dificultades gracias a la profunda semejanza entre las lenguas romances.

– Tenemos hambre, mesonero. Pero ya veo que estáis en plena faena y, por mi propio bien, no quiero molestaros.

– ¡Pues lo habéis hecho! -declaró, malhumorado-. Ahora la comida tardará más en estar lista. Además, hoy estoy solo; mi mujer y mis hijos se han marchado a casa de unos parientes, así que contentad vuestros estómagos con esa hogaza.

– ¿Vos sois el famoso François? -pregunté fingiendo admiración y observándole minuciosamente. Él se volvió hacia mí con una nueva expresión en la cara. Así que eres vulnerable a la vanidad. ¡Bien, muy bien…!, me dije satisfecho. Cuando trabajaba en alguna misión encomendada por mi Orden tenía por costumbre olvidarme de la espada, el puñal y la lanza, pues en numerosas ocasiones había podido comprobar que no servían para nada a la hora de obtener información. Había depurado, por lo tanto, hasta casi la perfección, el arte del halago, la persuasión amistosa, los trucos verbales y la manipulación de la naturaleza y el temperamento ajenos.

– ¿Por qué me conocéis? No recuerdo haberos visto antes por aquí.

– Y no había venido nunca, pero vuestras comidas son famosas por todo el Languedoc.

– ¿Sí? -preguntó sorprendido-. ¿Y quién os ha hablado de mí?

– ¡Oh, bueno, mucha gente! -mentí; me estaba metiendo en un atolladero.

– ¡Decidme uno!

– Bien, dejadme recordar… ¡Ah… sí! El primero fue mi amigo Langlois, que pasó por aquí un día camino de Nevers, y que me dijo: «Si alguna vez pasas por Aviñón, no dejes de comer en la posada de François, en Roquemaure.» También me viene a la memoria en este momento el conde Fulgence Delisle, a quien sin duda recordaréis, que tuvo el gusto de probar vuestra comida hace algún tiempo y que os elogió en el transcurso de una fiesta en Toulouse. Y, por último, mi primo segundo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, que os recomendó especialmente.

– ¿El cardenal Saint-Valéry…? -preguntó mirándome de reojo, con recelo. He aquí un hombre, me dije, que guarda un secreto. Las piezas comenzaban a encajar tal y como yo había sospechado-. ¿Es primo vuestro…?

– ¡Oh, quizá he exagerado…! -rectifiqué soltando una carcajada-. Nuestras respectivas madres eran primas segundas. Como habréis notado por mi acento, yo no soy de por aquí; soy de Valencia, al otro lado de los Pirineos. Pero mi madre era de Marsella, en la Provence. -Di un ligero toque con el pie a Jonás por debajo de la mesa para que cerrara sus desorbitados ojos-. Sé que mi primo os visitaba con frecuencia cuando era Camarero del papa Clemente. Él mismo me lo dijo en más de una ocasión antes de morir.


Me estaba jugando el todo por el todo, pero era una partida interesante.

– ¿Es que ha muerto…?

– ¡Oh, sí! Murió hace dos meses, en Roma.

– ¡Demonios…! -dejó escapar sorprendido, y luego, dándose cuenta, rectificó veloz-: ¡Caramba, lo siento, sire!

– No pasa nada. No debéis preocuparos.

– Ahora mismo os traeré la comida -dijo desapareciendo precipitadamente en la cocina.

Jonás me miró espantado.

– ¡Frere Galcerán, habéis contado un montón de mentiras! -balbució.

– Querido Jonás, ya te he dicho que no me llames frere. Debes aprender a llamarme sire, micer, señor, caballero Galcerán, o como se te ocurra, pero no frere.

– ¡Habéis mentido! -repitió machaconamente.

– Si, bueno, ¿y qué? Arderé en los infiernos, si eso te consuela.

– Creo que voy a regresar muy pronto a mí monasterio.

Durante un instante me quedé paralizado. No había previsto, por un sentido errado de secreta posesión sobre el muchacho, que él pudiera apelar a su libertad para regresar a Ponç de Riba; antes bien, había supuesto que a mi lado se sentiría libre por primera vez en su vida, lejos de los monjes y viajando por el mundo. Pero, naturalmente, él desconocía mis planes para su futuro e ignoraba que su auténtica formación estaba a punto de comenzar. Sin embargo, al parecer, me había equivocado completamente de método. Debía preguntarme qué me gustaría a mí y cómo actuaría yo si volviera a tener la edad de Jonás.

– Está bien, muchacho -dije después de unos minutos de silencio-. Hay algo que debes saber. Pero este conocimiento exige el mayor secreto por tu parte. Si estás dispuesto a jurar que callarás para siempre, hablaré. Si no, ahora mismo puedes regresar al cenobio.


Presumo que, en el fondo, no había tenido nunca la intención de abandonarme, aunque sólo fuera por el miedo que le daba el largo camino de regreso. Pero aquel bribón era tan astuto como yo y estaba aprendiendo de mí a jugar peligrosamente.

– Sabía que había alguna cosa detrás de todo esto… -observó satisfecho-. Tenéis mi juramento. -Sí, pero no te diré nada ahora. Estamos en el centro de la hoguera, ¿me comprendes?

– ¡Por supuesto, sire! Estamos haciendo algo relacionado con el secreto.

– En efecto, y ahora ¡cuidado!, vuelve el mesonero.


El grueso Françoise avanzó hacia nosotros portando una enorme cazuela humeante que escampó por todas partes un agradable aroma a pescado. En su cara traía puesta la mejor de sus sonrisas.

– ¡Aquí tenéis, sire, el mejor pescado del Ródano preparado a la provenzal, con hierbas aromáticas del Comtat Venaissin!

– ¡Espléndido, mesonero! ¿Y un poco de vino para acompañar? ¿Acaso en esta hostería no servís vino?

– ¡El mejor! -afirmó señalando las barricas que había al otro lado de la estancia.

– Pues tomaos un vaso con nosotros mientras comemos y así nos hacéis compañía.


Le hice hablar hasta que vimos el fondo de la olla y dimos buena cuenta del caldo con la hogaza de pan. Jonás, mientras tanto, le rellenaba el vaso en cuanto se le vaciaba, y se le yació varias veces a lo largo del almuerzo. Al final, me había puesto en antecedentes de su vida, la de su esposa, las de sus hijos y las de buena parte de la Curia Apostólica. Todavía no he podido encontrar un método mejor para obtener la información deseada que provocar la confianza del informante haciéndole hablar sobre sí mismo, sobre sus seres queridos y sobre aquellas cosas de las que se siente orgulloso, acompañando la atenta escucha con leves gestos apreciativos. Para cuando terminamos con el queso y las uvas, François ya estaba en mi poder.

– De manera, François -comenté limpiándome los dedos en la seda de mis finas calzas-, que vos sois el hombre en cuya casa murió el santo padre Clemente…


Su cara porcina y brillante, palideció súbitamente.

– ¿Qué…? ¿Cómo sabéis vos…?

– ¡Vamos, vamos, François! ¿Queréis decirme que no os habíais dado cuenta de lo extraño de mi presencia en esta casa a los dos meses justos de la muerte de mi primo?


François abrió la boca para decir algo pero no se oyó nada.

– ¿De verdad que no habíais recelado de tan curiosa coincidencia?… ¡No puedo creerlo de un hombre tan inteligente como vos! Volvió a abrir la boca, pero sólo pudo escucharse un sonido ahogado.

– ¿Quién sois? -preguntó por fin con un gemido-. ¿Sois algún espía del rey o del nuevo Papa?

– Ya os lo he dicho. Soy Galcerán de Born, primo del difunto cardenal Henri de Saint-Valéry, y ésa es toda la verdad. Jamás os engañaría, debéis creerme. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido callar el motivo de mi visita. Quería comprobar qué clase de persona erais y he quedado gratamente satisfecho. Por eso, paso a explicaros por qué he venido a vuestra casa.


Dos pares de ojos me observaron atentamente; unos, los de Jonás, con vivo interés; otros, los del pobre François, con un destello de agonía.

– Mi primo Henri vio anunciado el momento de su muerte durante un sueño en el que se le apareció la Santísima Virgen. -El pobre mesonero tiritaba bajo su mandil como si estuviera desnudo bajo la nieve-. Así que me escribió una larga carta suplicándome que acudiera a su lado para acompañarlo en los últimos momentos… Por culpa de la vieja nao en la que viajé desde Valencia a Roma, llegué con el tiempo justo para cogerle la mano y decirle adiós. Sin embargo, instantes antes de morir, Henri me sujetó la cabeza y acercó mi oído a su boca para confesarme algo que no pudo terminar… ¿Sabéis de lo que estoy hablando, mesonero?


François asintió y, soltando un lamento, ocultó la cara entre las manos.

– Lo que el cardenal me dijo fue: «Iré al infierno, primo, iré al infierno si no encuentras a François, el posadero de Roquemaure, y le dices que te cuente la verdad. La Virgen me anunció que tanto François como yo arderíamos en el infierno si no rompíamos antes de morir el juramento que hicimos cierto día… Dile a él todo esto, primo, dile que salve su alma.» Y, después, murió… Un par de días más tarde -continué-, entre los papeles de mí primo hallé una carta a mi nombre. En vista de que mi barco no terminaba de llegar y de que su final se acercaba, Henri me dejó unas líneas dentro de un sobre lacrado, en las que me pedía que os encontrara a vos, mesonero, «el hombre en cuya casa murió el Santo Padre Clemente». ¿Podéis explicaros…?

– ¡Todo fue muy rápido! -lloriqueó François, atemorizado-. ¡Ni vuestro primo ni yo tuvimos la culpa de nada!

– ¿Se puede saber, hombre de Dios, de qué demonios estáis hablando? -me escandalicé.

– ¡Lo que voy a decir no puede escucharlo vuestro sirviente! ¿Quién es él para conocer secretos que sólo conocen cuatro personas… tres, ahora, en todo el mundo?

– En realidad, François, este joven no sólo es mí sirviente y mi escudero, también es mi hijo, mi único hijo; por desgracia es ilegítimo, bastard… por eso lo llevo conmigo como lacayo, pero ya veis que podéis hablar con tranquilidad. No dirá nada.

– ¿Estáis seguro, sire, de que no hablará?

– ¡Jurad, Jonás! -ordené a mi sorprendido aprendiz que nunca se había encontrado en una situación tan descabellada como aquélla.

– Yo, Jonás… -murmuró atolondrado-, juro que jamás diré nada.

– Empezad, François.

François se limpió las lágrimas y la nariz en los faldones de su pringoso mandil y, más sereno, inició su relato.

– Si la Virgen quiere que rompa mi juramento, ¡sea…!, lo rompo en este día por el bien de mi alma… -Y se persignó tres veces para conjurar la presencia del demonio-. En realidad, tiene razón Nuestra Señora, porque habéis de saber, caballero, que vuestro primo y yo nos juramentamos por miedo, por temor a que nos culparan de la muerte del Santo Padre.

– ¿Y por qué iban a hacer una cosa así? ¿Acaso lo matasteis?

– ¡No! -chilló con desesperación-. ¡Sólo quisimos salvarle!

– Mejor será, amigo François, que empecéis por el principio.

– Sí, sí… Tenéis razón… Pues veréis, sire, aquel día la comitiva papal se detuvo frente a mi establecimiento y, del carruaje principal, varios sirvientes ayudaron a bajar al Santo Padre, al que reconocí por la túnica roja y el gorro. Era un hombre de unos cincuenta años, con barba poblada, y parecía no encontrarse muy bien de salud. Un soldado me ordenó a gritos que echara a la calle a todos los clientes que tenía en ese momento y vuestro primo, que entró a continuación, me pidió que preparara una cama para que el Santo Padre pudiera descansar un rato antes de seguir su camino. Mi esposa y mis hijos se esmeraron adecentando el mejor cuarto que tenemos, el último del piso de arriba, y allí llevaron a Clemente, que estaba pálido y sudoroso.

– Decid… -le interrumpí-. ¿Os fijasteis en el color de sus labios? ¿Estaban grises o azules?

– Ahora que lo pienso… Recuerdo que sí me fijé, pero lo hice porque, precisamente, me llamó la atención el color rojo subido que tenían, como silos llevara pintados.

– Ajá… Continuad, por favor.

– Pasaban las horas y no había novedades. Los soldados bebían en silencio en estas mismas mesas que ahora veis, como sí estuvieran asustados y, en aquel rincón, en la tabla grande, un grupo de cardenales de la Cámara y la Cancillería conversaban en voz baja. Algunos de ellos eran viejos conocidos míos, clientes de esos que entran por la escalera del granero para que nadie les vea… En fin, les di de comer a todos, y luego subí comida para el Papa y para vuestro primo, que le cuidaba con la ayuda de un joven sacerdote que ya había bajado antes a tomar alguna cosa. Clemente estaba incorporado en el lecho, apoyado contra los almohadones, y respiraba afanosamente, ya sabéis, muy rápida y muy profundamente… Como si se ahogara; de hecho parecía que le faltaba el aire.

– ¿Y qué ocurrió?

– Su Santidad no quiso comer nada, decía que tenía el estómago cerrado y que sólo deseaba un poco de vino, pero el Camarero, vuestro primo, comentó que quizá no fuera conveniente, que le haría subir la fiebre y que lo más correcto sería regresar a Aviñón para que le viera su médico personal. Pero el Papa se negó. En realidad dio un brinco en la cama, ¿sabéis?, como si la rabia le impulsara a pesar de la debilidad, y le gritó a vuestro primo que tenía que llegar a Wilaudraut cuanto antes, que aquel médico suyo era un necio que no había sabido curarle y que si no le llevaban a su casa de la Gascuña se moriría muy pronto. En fin, yo me sentía muy violento, así que me excusé y salí, pero no bien hube alcanzado el pasillo, vuestro primo salió en pos de mí y me detuvo. Dijo que ya sabía que era imposible que en Roquemaure hubiera un físico, pero quería saber si en las aldeas cercanas sería posible encontrar a alguno. «No hace falta que sea bueno, me dijo, con que tenga buen aspecto es suficiente. Quiero alguien que calme los nervios de Su Santidad con buenas palabras, alguien que le convenza de que se encuentra bien para proseguir su camino.»

– ¿Eso dijo Henri, exactamente…?

– Sí, sire, tal cual. Y verá, aquí es donde empieza el problema, porque algunos días antes habían llegado hasta mi posada dos físicos árabes que me pidieron alojamiento para cuatro o cinco noches. No suele haber moros por estos pagos, pero tampoco es raro que ricos comerciantes, o incluso diplomáticos, crucen Roquemaure camino de España o de Italia, y son gente que paga bien, sire, con buenas onzas de oro. Los físicos se encerraron en su cuarto desde el primer día y sólo salían para comer o para dar un paseo por los contornos a media tarde. Uno de mis hijos les vio en una ocasión extender sus alfombrillas junto al río y prosternarse y hacer reverencias como hacen ellos para sus oraciones.

– Así que vos le dijisteis a mi primo que, casualmente, había dos físicos musulmanes en una de las habitaciones, y que si quería, podía avisarles y pedirles ayuda.

– Ocurrió tal como decís, caballero… Al principio el cardenal Henri no se atrevía a proponerle al Papa que se dejara examinar por dos moros, pero en vista de que no había otra solución, se lo consultó, y el Papa accedió. Por lo visto, Clemente ya había sido curado en alguna otra ocasión por médicos árabes y había quedado muy satisfecho con el resultado. Así que llamé a la puerta de aquellos caballeros y les conté lo que pasaba. Se mostraron dispuestos a colaborar y departieron largo tiempo con vuestro primo antes de entrar en la habitación en la que se encontraba el Santo Padre. Yo no sé lo que hablaron, pero vuestro primo debió hacerles muchas indicaciones porque ellos asentían con mucha cortesía. Después entraron, y yo entré también, por si les hacía falta alguna cosa. Debo añadir que, de todo esto, los que estaban abajo no sabían nada, puesto que incluso el joven sacerdote que ayudaba a vuestro primo en las obligaciones con el Papa había dejado el cuarto para rezar con los cardenales por la salud de Su Santidad, y estaban orando todos en este mismo comedor mientras sucedía lo que os estoy contando. Pues bien -prosiguió, después de dar un largo trago de vino-, los médicos reconocieron con mucha diligencia a Su Santidad. Le observaron las pupilas, la boca, le tomaron el pulso y le palparon el vientre, y finalmente le recetaron esmeraldas en polvo disueltas en vino; le dijeron que esa pócima aliviaría su estómago y bajaría la fiebre en pocos minutos. Parecía un buen remedio, y el Papa se mostró dispuesto a machacar tres hermosas esmeraldas que portaba consigo. Estaba convencido de que se curaría. Los físicos me pidieron un almirez y un poco de vino, y trituraron las esmeraldas con mucho cuidado, mezclándolas lentamente con la bebida. Eran unas piedras bellísimas, brillantes, enormes… de un verde transparente que me maravilló. Ya sé que las piedras preciosas tienen propiedades curativas, pero a mí me dolió en el alma verlas desaparecer en la boca de Su Santidad reducidas a nada.

– ¿Y qué pasó después?

– Los moros volvieron a su habitación y el Papa se sintió mucho mejor inmediatamente. Recuperó la respiración, se le fue la fiebre, dejó de sudar… Y entonces, cuando estaba a punto de bajar para reemprender el viaje, se encogió, se dobló por la mitad, y empezó a vomitar sangre. Vuestro primo y yo estábamos aterrorizados. Lo primero que pensamos fue en pedir socorro a los médicos, así que corrí de nuevo hacia su habitación. Pero, en apenas diez minutos, habían desaparecido; no quedaba en el cuarto señal alguna de su presencia, como si jamás hubieran estado allí: ni ropas, ni libros, ni huellas en las camas, ni restos de comida… Nada. ¡Ya podéis suponer la angustia que teníamos! El Papa seguía vomitando sangre y retorciéndose de dolor. Vuestro primo me cogió entonces por el cuello y me dijo: «¡Escucha, bribón. No sé cuánto te habrán pagado esos asesinos por ayudarles a matar al Papa, pero te juro que te esperan los tormentos de la Inquisición si no me dices ahora mismo qué veneno le habéis dado.» Le juré y le volví a jurar que no sabia de qué hablaba, que yo también había sido engañado y que, por muy cardenal y muy Camarero que fuera, también a él le entregarían a la Inquisición por haber permitido que dos moros envenenaran al Papa.


Françoise dio un interminable suspiro y guardó silencio. Parecía estar reviviendo en su mente la agonía de aquel día, el miedo, el pánico que había sentido al ver morir a Su Santidad Clemente V en su casa, y casi por culpa suya.

– El Santo Padre también echaba sangre por… detrás, ya sabéis a qué me refiero. Un río, sire, salía un río de sangre por arriba y por abajo.

– ¿Roja o negra?

– ¿Cómo decís…?

– ¡La sangre, demonios, la sangre! ¡Roja o negra!

– Negra, sire, muy negra, oscura -exclamó.

– Y entonces, asustados, mi primo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, y vos jurasteis no decir nada a nadie y, puesto que los físicos habían hecho su parte desapareciendo en el aire, ambos os comprometisteis a no mencionar este incidente en las declaraciones posteriores a la muerte. ¿Me equivoco?

– No, sire, no os equivocáis, así fue…

– Pero Dios no estaba conforme, amigo mesonero, y envió a su Madre Santísima para que mi primo se arrepintiera de aquel mal juramento que, seguramente, le ha retenido hasta hoy en el purgatorio, hasta el mismo momento en que habéis hablado.

– ¡Sí, si…! -aulló el pobre infeliz con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Y no sabéis lo feliz que me siento de liberar mi alma y la de vuestro primo del fuego del infierno!

– Y yo me alegro de haber sido un instrumento de Nuestro Señor para llevar a cabo tan maravillosa tarea -declaré con orgullo-. Nunca podré olvidaros, amigo Francois. Me habéis he-cho feliz permitiéndome cumplir esta sagrada misión.

– ¡Siempre os deberé la salvación de mi alma, sire, siempre!

– Sólo una cosa más… ¿Por casualidad recordáis los nombres de aquellos árabes?

– ¿Y qué importancia puede tener? -me preguntó sorprendido.

– Ninguna, ninguna… -corroboré-. Con toda probabilidad, serian nombres falsos. Pero si alguna vez me encontrara con algún médico árabe que respondiera a alguno de esos nombres, tened por seguro que pagaría con su vida el daño que le causó a mi primo y el que os causo a vos.


La mirada de François se posó en mí con húmeda veneración, y no pude evitar un ligero picorcillo en la conciencia.

– No lo recuerdo bien, pero creo que uno de ellos respondía por Fat no-sé-qué, y el otro… -Frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar-. El otro era algo así como Adabal… Adabal, Adabal, Adabal… -salmodió-. Adabal Ka, creo, pero no estoy seguro… ¡Esperad! ¡Esperad un momento! Recuerdo que aquella noche, cuando todo había pasado y la comitiva se había marchado con el cadáver, apunté los nombres de aquellos físicos por si me sometían a interrogatorio.

– ¡Bien pensado! Buscad, por favor, aquella nota.

– La puse por aquí -afirmó levantándose del asiento y dirigiéndose hacia una esquina del comedor donde, de los alfardones del techo, colgaban algunas vasijas y embutidos puestos a secar. Con esfuerzo, se subió a una de las sillas y sacó una de las jarras de su gancho. Pero no, no era aquélla. Bajó de nuevo resoplando, arrastró la banqueta un poco más allá y volvió a subir. La segunda jarra sí contenía lo que buscaba, porque sonrió contento y sacó del interior, con dos dedos, un papelillo grasiento.

– ¡Aquí está!


Me levanté y me acerqué hasta él para cogerle el papelito de la mano. Subido en aquella banqueta el mesonero me llegaba sólo hasta el cuello.


Con la infame letra de un comerciante que ha aprendido lo imprescindible para llevar su negocio, en el papelito estaba escrito:


ADAB AL-ACSA

y

FAT AL-YEDOM


– ¿Esto es todo? -pregunté-. ¿Puedo quedarme con el papel?

– Eso es todo -confirmó el grueso y sudoroso mesonero-. Y sí, podéis quedároslo.

– Bien, pues dejadnos pagar nuestra comida y nos marcharemos de aquí mi escudero y yo, felices y agradecidos por el día de hoy.

– ¡Por Dios, caballero! ¿No habéis pagado suficiente salvando mi alma de Satanás? No me debéis nada, en todo caso soy yo quien queda en deuda con vos.

– Sea. El dinero de esta comida lo entregaré a los sacerdotes de mi iglesia en Valencia, para que digan misas por el alma de mi primo.

– Dios os recompensará ampliamente por vuestro noble corazón. Esperad un momento y enseguida os traeré a la puerta vuestros caballos.


Miré a Jonás, esperando encontrar un profundo reproche en su mirada, pero tenía las mejillas coloradas por la excitación y sus ojos centelleaban de entusiasmo.

– Tengo mil preguntas que haceros -susurro.

– En cuanto nos alejemos de este lugar.


Unas tres horas después de salir de Roquemaure detuvimos nuestras caballerías en un recodo protegido del camino, un lugar perfecto a la orilla del Ródano -cuyo cauce seguíamos hacia el norte, hacia su nacimiento- para hacer un buen fuego, cenar y dormir, ya que hasta el día siguiente no llegaríamos a Vienne. Esas tres horas las había empleado en contar a Jonás la misión encargada por el papa Juan, así como los pormenores de la historia que, por su edad y tipo de vida, no podía conocer, y que estaban directamente relacionados con el problema. Mientras encendíamos el fuego, comentó:

– Creo que el Papa tiene tanto miedo a morir, frere, que si le decís que, en efecto, fueron los templarios quienes mataron a su antecesor, aprobará la petición del rey Don Dinis para no vivir amenazado; y si le decís que no, que no fueron ellos, la denegará para quitarse de en medio a los templarios para siempre.

– Puede que tengas razón, muchacho. En cualquier caso vamos a tener que averiguarlo.

– Y ya sabéis algo, ¿verdad? Todas esas mentiras y pecados contra el primero de los Mandamientos han dado algún fruto, ¿no es cierto?

– Lo único que sabemos con certeza es que dos médicos árabes examinaron a Clemente V antes de morir. Nada más.

– ¿Y qué me decís del remedio, las esmeraldas?

– Es muy común entre los que pueden permitírselo consumir piedras preciosas para luchar contra las enfermedades.

– ¿Y es cierto, surten algún efecto?

– La verdad es que no, debo reconocerlo. Pero con el tiempo aprenderás que no sólo los verdaderos preparados curan los padecimientos. ¿No te has fijado en la mejoría del Papa en cuanto tomó la pócima?

– Pero ¿qué dolencia tenía? He visto que hacíais muchas preguntas a este respecto.

– Por lo que he podido averiguar, deduzco que Su Santidad no tenía la conciencia muy limpia… Imagínate, Jonás, que tú eres Clemente V. El decimonoveno día de marzo del año de Nuestro Señor de 1314 asistes al horrible espectáculo de ver morir en la hoguera a un par de hombres a quienes conoces de muchos años atrás, hombres importantes, poderosos, cuya culpabilidad no está demostrada y que, además, como monjes, son súbditos tuyos, exclusivamente tuyos, y no del monarca francés. Como Papa, has intentado débilmente protegerles de las iras y ambiciones del rey, el soberano que te dio el papado y que te mantiene en él, pero Felipe te ha amenazado con nombrar un Antipapa si no accedes a sus pretensiones. Así que estás allí, sabiendo que los ojos de Dios te miran y te juzgan y, en ese momento, cuando el fuego empieza a morder sus carnes, el gran maestre de la Orden Templaria, te maldice y te emplaza ante el Tribunal de Dios antes de que se cumpla un año. Tú, naturalmente, te asustas, intentas no pensar en ello pero no lo puedes evitar; tienes pesadillas, te obsesionas… Quieres seguir con tu vida cotidiana como Pastor de la Iglesia pero sabes que una espada pende sobre tu cabeza. Entonces los nervios te traicionan. No todas las naturalezas son iguales, Jonás, hay gente que soporta con fortaleza las mayores desgracias físicas y que, sin embargo, se desploma ante un pequeño problema del alma; otros, por el contrario, sobrellevan grandes problemas con entereza pero braman como animales ante el menor dolor. Seguramente nuestro Papa era un hombre débil y crédulo, y empezó a padecer las torturas del infierno sin haber llegado a morir. La fiebre es un síntoma que podrás observar en pacientes enfermos y sanos; los nervios también pueden producir fiebre y, muy frecuentemente, vómitos o «estómagos cerrados», ¿recuerdas la negativa del Papa a comer algo en la posada…? También la respiración afanosa es signo de diferentes dolencias, pero descartado un problema de corazón, puesto que sus labios tenían buen color y no manifestaba dolor en ninguna parte de su cuerpo, sólo quedaban como causa los pulmones o, de nuevo, los nervios. En el caso de Clemente, creo que todo podría reducirse a un caso grave de excitación.

– ¿Por eso en cuanto ingirió las esmeraldas mejoró?

– Se sintió mejor porque creyó que se estaba curando.

– ¿Y era cierto?

– Las pruebas demuestran que no -declaré riendo.

– Pero la sangre negra… las hemorragias por arriba y por abajo…

– Bien, podemos elegir dos explicaciones: una, la que parece más probable por la forma de la muerte, es que el Papa sufrió cortes internos en el estómago y las tripas con cristales mal triturados de esmeralda que le provocaron las hemorragias, y otra, puramente especulativa, que aquellos dos médicos árabes eran en realidad dos templarios disfrazados que le administraron algún tipo de veneno en la pócima.

– ¿Y cuál creéis vos que es la verdadera?

– Vamos, Jonás, piensa un poco. He simplificado al máximo tu trabajo; ahora demuéstrame tus capacidades deductivas.

– ¡Pero yo no sé! -exclamó irritado.

– Está bien, pero sólo te ayudaré porque acabamos de empezar. Después serás tú quien tenga que ayudarme a mí.

– Haré lo que pueda.

– Veamos… Alguien como el Papa, acostumbrado a una vida cómoda, que no sabe lo que es el frío, ni el hambre, que tiene decenas de personas pendientes de sus deseos, cocineros que guisan exclusivamente para él, Padres Conciliares que le sirven como lacayos, y otras muchas cosas más de igual talante, alguien así, digo, ¿crees que bebería una pócima en la que unas esmeraldas capaces de cortarle los intestinos le pasaran antes por la boca y la garganta?

– Desde luego que no -confirmó, mordisqueándose el labio inferior y mirando las llamas de la hoguera con atención-. Alguien así habría protestado en cuanto un minúsculo cristal le hubiera arañado la lengua.

– En efecto. De modo que nos quedamos con el veneno de los templarios. Debes saber que existen miles de venenos y miles de elementos que, sin ser veneno, se convierten en tal una vez combinados con otras sustancias igualmente inocentes. Muchos de los preparados que utilizamos para curar enfermedades contienen veneno en cantidades que los herbolarios y los físicos debemos controlar muy bien para no producir el efecto contrario al deseado. Por lo tanto, si esos dos médicos eran templarios, y dados los amplios conocimientos que poseía su Orden en estas materias, por sus muchos años de contacto con Oriente…

– Eso también se podría decir de los hospitalarios.

– …por sus muchos años de contacto con Oriente, repito, es casi imposible saber qué sustancia echaron en el almirez del mesonero mientras trituraban las esmeraldas. Lo que sí podemos deducir es que era muy poderosa y muy rápida. El posadero nos dijo que la sangre era negra, oscura… Si la sangre hubiera salido de los cortes infligidos por las esmeraldas, hubiera sido roja.

– ¿Por qué?

– Hay cosas del cuerpo que constituyen grandes misterios, y la sangre es uno de ellos. Simplemente, no se sabe. Lo cierto es que, según de la zona del cuerpo de la que provenga, la sangre parece tener una coloración diferente. Por eso sé que las esmeraldas no cortaron sus tripas, porque, si lo hubieran hecho, la sangre, igual que la que saldría de tu brazo si yo te cortara ahora mismo con mi cuchillo, hubiera sido roja, roja y brillante. Sin embargo, la sangre era negra, es decir, no procedía de incisiones, lo cual confirma que tenía alguna sustancia que mudaba su color, que la ensuciaba. Pero nunca sabremos qué sustancia fue.

– ¿Y los templarios? ¿Cómo pudieron hacerse pasar por moros?

– Acabo de decirte que los templarios tuvieron un conocimiento muy profundo del mundo musulmán y de sus sectas (la de los sufíes, por ejemplo, y la de los ismailíes…›. Hacerse pasar por físicos sarracenos era sencillo para ellos. Aceptemos, pues, que eran dos templarios. En primer lugar, se cumple el precepto cabalístico de los dos iniciados…

– ¿A qué os referís…?

– Ya lo irás aprendiendo poco a poco, Jonás. No puedes pretender adquirir en un solo día los conocimientos más profundos, secretos y sagrados del hombre y de la Madre Naturaleza. Baste decir que los templarios siempre van de dos en dos: su sigillum, incluso, representa a dos templarios cabalgando juntos en un mismo caballo, montura alegórica del conocimiento que conduce al adeptus por la vía de la Iniciación.

– No comprendo nada de lo que decís -suspiró.

– Y así debe ser por el momento, muchacho. Pero prosigo con mí argumento. Eran dos, y fingían ser árabes con una fidelidad tal que, incluso, hicieron creer al inocente hijo del mesonero que les había descubierto por casualidad mientras oraban en dirección a La Meca. Todo irreprochable. Pero los templarios son vanidosos. Están tan convencidos de su superioridad, de su eficacia y valentía, que acostumbran a dejar pequeños rastros, minúsculas señales que duermen durante años en espera de que alguien las desvele.

– ¿Y qué rastros han dejado esta vez, frere? -preguntó Jonás, exaltado.

– Sus falsos nombres, ¿los recuerdas?

– Si. Eran Adab Al-Acsa y Fat Al-Yedom.

– Recuérdame que una de las primeras cosas que debo enseñarte son las lenguas árabe y hebrea. Sin ellas no se puede ir hoy en día por el mundo.

– Seguramente esos nombres encierran algo que yo no soy capaz de comprender.

– En efecto. Verás, lo primero es escuchar su sonido. Debes darte cuenta que sólo disponemos de la trascripción hecha por un hombre ignorante cuyos oídos no están acostumbrados a la cadencia de la lengua árabe. Por tanto, lo primero es escuchar.

Adab Al-Acsa y Fat Al-Yedom.

– Muy bien. Ahora, vayamos palabra por palabra: Adab; Adab es, sin lugar a dudas, Ádâb, que significa «Castigo», así que ya ves que vamos por buen camino. En cuanto a Al-Acsa, no ofrece ningún problema, se trata, evidentemente, de la mezquita de Al-Aqsa, que significa «La Única», situada dentro del recinto del Templo de Salomón y que los templarios utilizaron como residencia, como casa presbiterial o casa-madre, desde los tiempos del rey Balduino II hasta la pérdida de Jerusalén. Por lo tanto, y aunque parezca un poco enmarañado, la traducción de Adab Al-Acsa sería «Castigo de La Única» o, por aproximación, «Castigo de los templarios».

– ¡Asombroso!

– Pero aún nos queda el segundo nombre: Fat Al-Yedom. Fat, como Adab, no tiene demasiados problemas. Se trata de Fath, que significa «Victoria», pero ¿victoria de quién? Lo cierto es que no conozco, ni recuerdo haber leído nada sobre un hombre o un lugar llamado Al-Yedom, pero el mundo es muy grande, y, como demostró Al-Juarizmí, cuyo verdadero nombre era Muhammad ibn Musá, la Tierra es un inmenso globo redondo que puede recorrerse eternamente sin principio ni fin. Quizá haya en él algún lugar que lleve ese nombre.

– ¿Que la Tierra es redonda? -se escandalizó Jonás, abriendo mucho los ojos-. ¡Menuda majadería! Todo el mundo sabe que la Tierra es plana y que se sostiene sobre dos columnas situadas al este y al oeste, y que si quisiéramos avanzar más allá de sus extremos caeríamos en un abismo infinito.

– De momento, y hasta que estudies suficientes matemáticas y astronomía, dejaremos que sigas creyendo esa tontería.

– ¡Es la verdad que explica la Iglesia!

– ¡Magnífico! Ya te dije que no pienso discutirlo en este momento. Me interesa mucho más resolver el enigma encerrado en las palabras Al-Yedom. Si nuestra pareja de templarios quería que sus huellas pudieran ser seguidas con apenas media luz, como es el caso del primer nombre, la solución del segundo también tiene que estar a nuestro alcance y sólo debemos desandar el camino que ellos recorrieron para elegir sus apelativos árabes. El primero significa algo así como «Castigo de los templarios», y el segundo empieza por «Victoria de», ¿de quién? ¿De una persona, de otro lugar, de un símbolo…? Al-Yedom, Al-Yedom -repetí incansablemente buscando una pista en el sonido-. No puede ser tan difícil, ellos querían que alguien lo descubriera… Empecemos suponiendo que sea «Victoria de» alguien, en ese caso ese alguien sería Al-Yedom… -me detuve en seco, deslumbrado por la brillantez del recurso-. ¡Pues claro! ¡Demonios, si lo teníamos delante! ¡Si era tan fácil que incluso debieron reírse mucho cuando lo prepararon!

– Pues yo no lo comprendo.

– Piensa, Jonás. ¿Cuál es la primera regla para ocultar un mensaje?

– No lo sé, aunque me encantaría saberlo. -¡Jugar con el orden de las letras, Jonás! ¡Simplemente, jugar con el orden de las letras y de las palabras! Hace años, por razones que ahora no vienen al caso, tuve que leer algunos tratados sobre la utilización de alfabetos secretos y lenguajes cifrados, y en todos ellos se recomendaba siempre el sistema más simple: los juegos de palabras, el retruécano, la asonancia, el anagrama y el jeroglífico. Por definición, el intruso siempre andará al acecho de un sistema o un código complejo e imposible y pasará por alto lo más sencillo y evidente.

– ¿Queréis decir que las letras de Al-Yedom son también las letras de otra palabra? -inquirió Jonás bostezando y dejándose caer lentamente sobre su manto. A pesar de su apariencia, no era más que un muchacho demasiado cansado.

– ¡Piensa, Jonás, piensa! ¡Es sencillísimo!

– No puedo pensar, sire… Me estoy durmiendo.

– ¡Molay, Jacques de Molay, el Gran Maestre! Ha sido la «Y» de Yedom la que ha llamado mi atención, ¿comprendes? Bailando las letras construyeron Al-Yedom con De Molay. «Victoria de Molay»… ¿Qué te parece, eh? Ingenioso… «Castigo de Al-Aqsa», es decir, «Castigo de los templarios» y «Victoria de Molay». Querido muchacho, creo que vamos a…


Pero Jonás dormía profundamente al calor del fuego, con la cara apoyada sobre el brazo.


Descansamos una noche en Vienne y de allí pasamos a Lyons, y fuimos subiendo hasta La Chaise Dieu, Nevers, Orleans y, por fin, París. Un largo viaje de diez días durante los cuales enseñé a Jonás mis exiguos conocimientos de la lengua francesa que yo, por mi parte, procuré ampliar en cada ocasión que el camino me presentaba, hablando con unos y con otros hasta sentirme moderadamente seguro de mis expresiones. Nunca he comprendido a esas personas que se dicen incapaces de aprender una lengua; las palabras son instrumentos, como los del herrero o los del cantero, y no encierran más secreto que cualquier otro arte. Las lecciones, que tanto para el maestro como para el alumno mejoraban jornada a jornada, me permitieron también abordar para Jonás los primeros y rudimentarios conocimientos en materias tales como filosofía, lógica, matemáticas, astronomía, astrología, alquimia, cabalística… Jonás embebía todas y cada una de mis palabras y era capaz de repetir punto por punto lo que yo le había dicho. Tenía una memoria portentosa, pero no sólo portentosa por su capacidad para retener, sino también por su asombrosa capacidad para olvidar todo aquello que no le interesaba.

Por las noches, sobre todo aquellas que pasábamos a la intemperie en mitad del campo, le miraba dormir a la luz de las brasas buscando en sus rasgos los rasgos lejanos de su madre. Y, para mi tormento, los encontraba. Tenía las mismas cejas finas y la misma frente despejada, y el óvalo de su cara dibujaba los mismos ángulos perfectos y las mismas sombras. Algún día ten-dría que contarle la verdad… Pero aún no. Aún no era el momento, yo no estaba preparado y me preguntaba, lleno de temor, si lo estaría alguna vez.


Entramos en París una calurosa y soleada mañana de verano, apenas unos días después del decimocuarto cumpleaños de Jonás, cruzando la muralla de Felipe Augusto por la puerta de la torre de Nesle y saliendo justo por el otro lado: como no podíamos alojarnos en la capitanía provincial de mi Orden, buscamos acomodo en una casa de huéspedes del suburbium del Marais, fuera de las murallas, en un hostel llamado Au Lion d‘Or. La elección no era casual: unas pocas casas más allá comenzaba lo que en su día fue el populoso barrio judío de París, ahora casi desierto tras la expulsión ordenada por Felipe, y, a su lado, imponentes y majestuosas, se elevaban hacia el cielo las torres puntiagudas de la residencia conventual de los caballeros templarios. Sólo hacía falta admirar por un momento aquel conjunto de construcciones amuralladas en medio de un terreno pantanoso -y, por sectores, roturado-, para comprender hasta dónde había llegado el poder y la riqueza del Temple. Más de cuatro mil personas, entre milites, refugiados de la justicia real, artesanos, campesinos y judíos, habían vivido en su interior. Lo verdaderamente increíble no era que Felipe IV hubiera tenido redaños suficientes para ordenar la detención masiva de sus ocupantes en mitad de la noche, no; lo que jamás cabría en cabeza humana es que lo hubiera conseguido: aquella fortaleza en las afueras de París parecía realmente inexpugnable. Ahora estaba en manos de mi Orden, y aunque me duela decirlo, ya no quedaba nada en ella de su antiguo esplendor.


Nuestro cuarto en el Hostel au Lion d‘Or era amplio y soleado, disponía de un ancho scrinium para trabajar, una mesilla con un lavamanos y tenía unas vistas inmejorables de los campos del forisburgus [4] del Marais; además, y esto es lo importante, las comidas de la dueña no eran del todo malas. Mi lecho de madera estaba en el Centro del cuarto y el jergón de bálago de Jonás bajo las ventanas; en un primer momento pensé que sería mejor cambiarlo de lugar para evitarle una pulmonía, pero luego varié de opinión: tumbado en aquel lugar podría observar las constelaciones y los fenómenos celestes. Un par de mantas bastarían para aliviarle del frío nocturno.


Si se me permite el comentario, diré que lo único malo de París es que está lleno de gente. Por todas partes encuentras grupos de estudiantes, de actores que representan sus obras, de mercaderes que discuten precios, de nobles a la caza de aventuras, de campesinos, de obreros, de capellanes camino de sus residencias o de los numerosos conventos de la ciudad, de judíos, vagabundos, menesterosos, pintores, orfebres, meretrices, jugadores, guardias reales, caballeros, monjas… Dicen que viven allí doscientas mil personas, y la cosa llega hasta el punto de que las autoridades han tenido que poner pesadas cadenas fijadas en los extremos de las calles para poder bloquearlas de inmediato a fin de moderar la circulación de personas, coches y jinetes. Jamás había visto en ciudad alguna, y he conocido bastantes a lo largo de mi vida, un tráfico tan terrible como el de París; no pasa día que no muera alguien atropellado por el carruaje de algún amante de la velocidad. Naturalmente, con tanto alboroto, los robos son tan comunes como el Pater Noster, y hay que llevar mucho cuidado para que no te birlen la bolsa del oro sin que te des cuenta. Y para terminar con la lista de males de París, diré que, si hay algo todavía más abundante que las personas son las ratas, unas ratas enormes como lechones. Un día cualquiera en esa ciudad puede resultar agotador.


En mitad de aquella locura yo debía encontrar a una mujer llamada Beatriz d‘Hirson, dama de compañía de Mafalda d‘Ar-tois, suegra de Felipe V el Largo, rey de Francia. Bien pensado, los salvoconductos extendidos a mi nombre por la Orden valenciana de Montesa me servirían de muy poco para ser admitido en presencia de una mujer como Beatriz d‘Hirson, que aunque ca-rente, al parecer, de título nobiliario, debía ser descendiente de la más rancia nobleza francesa para ocupar un cargo como el de dama de compañía de la poderosa Mafalda. Estuve meditando sobre ello un buen rato y finalmente llegué a la conclusión de que lo mejor sería escribirle una carta de presentación en la que dejaría entrever, con exquisita sutileza, que mi interés por verla estaba relacionado con algún asunto relativo a su antiguo amante, Guillermo de Nogaret. Esto, si yo no estaba equivocado en mis sospechas, provocaría un recibimiento inmediato.


Escribí la carta con todo cuidado y envié a Jonás al palacio de la Cité para entregarla en persona, si eso era posible; no quería que esas letras pudieran caer en manos de cualquiera. Yo, entretanto, pasé la mañana revisando mis notas y planeando los pasos subsiguientes. Se imponía obligatoriamente una rápida visita al bosque de Ponç-Sainte-Maxence, a pocas leguas de París hacia el norte, para estudiar en persona el lugar donde Felipe IV el Bello, padre del actual rey, había caído del caballo, decían, y había sido atacado por un enorme ciervo. Según los informes que me había facilitado Su Santidad, la mañana del 26 de noviembre de 1314 el rey había salido a cazar por los bosques de Ponç-Sainte-Maxence en compañía de su camarero, Hugo de Bouville; su secretario particular, Maillard, y algunos familiares. Cuando llegaron a la zona -que el rey conocía bien porque cazaba allí con frecuencia-, los campesinos les indicaron que, en dos ocasiones recientes, había sido visto por los contornos un raro ciervo de doce cuernas y hermoso pelaje grisáceo. El rey, deseoso de conquistar tan impresionante pieza, se lanzó en su captura con tanto empeño que terminó por dejar atrás a sus compañeros y por perderse en la floresta. Cuando tiempo después consiguieron encontrarlo, estaba tendido en el suelo repitiendo sin cesar: «La cruz, la cruz…» Fue trasladado inmediatamente a París, aunque él (que apenas podía hablar), pidió que le llevaran a su querido palacio de Fontainebleau, en el que había nacido. La única señal de violencia que los médicos pudieron encontrar en su cuerpo fue un golpe en la parte posterior de la cabeza que debió provocarse, con toda seguridad, al caer del caballo, cuando fue atacado por el ciervo. Falleció después de doce días de demencia durante los cuales su único y constante deseo era beber agua, y cuando murió, para terror de los presentes y de la corte en general, sus ojos se negaron a ser cerrados. Según la copia que obraba en mi poder del informe de Reinaldo, gran inquisidor de Francia -que acompañó al rey durante sus últimos días-, los párpados del fallecido monarca volvían a abrirse una y otra vez, por lo que se hizo necesario taparlos con una venda antes de enterrarlo.


Para mí estaba claro que en aquellos papeles se planteaban muchas preguntas sin respuesta, por ejemplo: ¿por qué el rey no había hecho sonar su trompa cuando fue atacado por el ciervo?, ¿dónde estaba la jauría de perros?, ¿quién había visto a ese venado de cornamenta imposible?, ¿había cazado alguien realmente a ese animal después del accidente?, ¿cómo pudo perderse el rey en unos parajes que, al parecer, conocía perfectamente?… En cuanto a los síntomas que presentaba: sed, incapacidad para expresarse, locura, párpados rebeldes… todo eso encajaba bien con el golpe en la cabeza. Yo había leído sobre casos de gente que, sí llegaban a despertar después de un golpe así y no morían, habían mudado de carácter para siempre, o habían perdido la razón, o repetían mecánicamente palabras o movimientos corporales sin sentido, o tenían visiones, o se les despertaba un hambre insaciable que terminaba matándolos, o, como en este caso, una sed insoportable. No era eso lo que me preocupaba, estaba claro que el golpe en la cabeza era la causa de todo, pero ¿y esas palabras, «La cruz, la cruz…»?, ¿a qué cruz se refería el rey?


Jonás regresó un par de horas más tarde con la camisa colgando fuera del jubón, las calzas llenas de barro y las mejillas coloradas.

– ¿Qué novedades me traes? -le pregunté sonriendo.

– ¡París es la ciudad más hermosa del mundo entero! -exclamó dejándose caer todo lo largo que era sobre su jergón.

– ¿Acaso has conocido a alguna guapa muchacha?


Incorporó un poco la cabeza y me miró con reproche.

– Todavía soy novicius.

– Al parecer, no por mucho tiempo -comenté dejando a un lado el cálamo y el scaepellum-. ¿Has podido entregar la carta a Beatriz d‘Hirson?

– ¡Ha sido terrible, sire! Veréis, llegué hasta la zona del palacio que llaman La Conciergerie, donde vive la corte, y que es, en verdad, la construcción más bella de Francia. Los guardias de la verja me impidieron el paso, claro, y yo les pedí que avisaran a esa dama porque traía un mensaje importante para ella. Primero se rieron mucho de mí, pero, ante mi insistencia, enviaron a un mozo al interior del palacio. Tardó muchísimo en volver y, cuando lo hizo, dijo que la dama no me recibiría porque no sabía quién era yo ni tampoco quién erais vos, sire. De verdad que no comprendo -dijo malhumorado-cómo me habéis enviado tan inocentemente a una misión tan complicada. ¿No sabéis que a la nobleza no se accede así como así?

– La nobleza, mi querido Jonás, la auténtica nobleza, no tiene mucho que ver con los cortesanos. -Pues bien, sire, a los cortesanos no se les puede hacer llegar mensajes como si tal cosa

– ¿Y cómo resolviste el problema? -pregunté con interés.

– ¿Y cómo sabéis que lo resolví?

– Porque tu actitud hubiera sido muy distinta de no haber podido cumplir el encargo. Para empezar no habrías entrado con esa cara de alegría, ni estarías contándome tu odisea con ese tono de reproche si no la hubieras culminado con éxito. De ese modo, enfatizas tu victoria.

– ¿Qué es odisea?

– ¡Pardiez, Jonás! ¡Eres un ignorante! ¿Es que en el monasterio no has leído la hermosa obra De bello Trojano de Iosephus Iscanus, o la popular Ilias Latina de Silio Itálico, que recitan hasta los goliardos en las universidades?

– ¿Queréis conocer el final de mi historia o no? -atajó enfadado.

– Quiero, pero el tema de tu educación vamos a tener que hablarlo seriamente un día de éstos.

– Pues bien, estuve dando vueltas por la Cité durante un rato, viendo las obras de la nueva catedral de Notre-Dame y visitando las capillas de St.-Denis-du-Pas y St.-Jean-le-Rond, en cuyas puertas se dejan por la noche a los niños abandonados como yo, ¿lo sabíais?

– ¿Cómo iba a saberlo?

– Bien… El caso es que después de un rato, volví a La Conciergerie, dispuesto a no moverme hasta que encontrara una ocasión propicia para hacer llegar el mensaje. Como me aburría, me senté junto a una vieja que vendía tortas fritas junto a la verja y entablé una interesante conversación sobre las costumbres de los habitantes del palacio. Me dijo que el coche de Mafalda d‘Artois no tardaría en salir, como todos los días, por una de las puertas laterales de la rue de la Barillerie y, que si estaba atento, podría verla pasar por la Tour de l‘Horloge. Entonces me dije que una señora de tanta importancia no puede salir a la calle de día sí no va acompañada por sus damas, así que la tal Beatriz d‘Hirson estaría seguramente dentro del carruaje. En cuanto la vieja me señaló el lujoso vehículo de la madre de la reina, calculé la distancia, la velocidad y el salto necesario para encaramarme a la portezuela de la cámara.

– ¡Vivediós, Jonás!

– ¡Haríais bien en no blasfemar en mi presencia, sire, o me veré obligado a dejar de hablaros!

– ¡No seas tan melindroso, muchacho! -protesté airado, dando una firme patada en el suelo que retumbó como un tambor sobre la madera-. Más que novicius, en ocasiones pareces una delicada damisela. He conocido novicius con peor vocabulario que el mío.

– Serán los de vuestra Orden, que ni son novicias ni son nada.


Sentí ganas de abofetearle, pero recordé a tiempo que, no en vano, y en buena medida por mi culpa, había pasado catorce años entre monjes mauricenses. Su evolución era rápida y favorable, de modo que debía darle algo más de tiempo.

– ¡Maldita sea -grité a pleno pulmón, dando un puñetazo sobre mi scrinium-, termina de hablar de una vez!


Otro, en su lugar, se hubiera acobardado, pero él no: se sentó cómodamente con la espalda apoyada contra la pared y me miró con descaro.

– Bueno, pues cuando el coche de Mafalda d‘Artois estaba a punto de llegar a mi altura, cogí impulso con una pequeña carrera y salté pasando justo por delante del morro de uno de los caballos de la guardia. Mi estatura favoreció la artimaña. Metí la cabeza por el ventanuco y pregunté con voz suave y galante, para no asustar a las damas: «¿Alguna de ustedes es Beatriz d‘Hirson?» Dentro había tres mujeres, pero no hubiera sabido decir quién era cada una de ellas; lo gracioso es que los ojos de dos de las damas se volvieron hacia la tercera, que permanecía silenciosa y asustada en un rincón del carruaje. Deduje, pues, que la tal Beatriz era ella y le alargué la mano con vuestra carta, pero para entonces los guardias ya estaban tirando de mi hacia atrás, gritando como locos y golpeándome en la espalda y en las posaderas con todas sus fuerzas. Miré a la dama, le dediqué la mejor de mis sonrisas para parecer un joven galante, y dejé caer la nota sobre su vestido mientras le decía afectuosamente: «Leedla, señora, es para vos.» Salí despedido hacia el suelo pero, por fortuna, caí de pie en un charco de barro. -Suspiró y miró con lástima sus sucias calzas nuevas-. Los guardias me golpearon hasta que eché a correr como alma que lleva el diablo en dirección al Ponç aux Meuniers, perdiéndome entre la multitud. Bien -concluyó satisfecho-, ¿qué os parece mi actuación?


Mi pecho estallaba de orgullo paterno.

– No está mal, no está mal… -murmuré con el ceño fruncido-. Hubieras podido terminar en los calabozos del rey.

– Pero estoy aquí y todo ha salido espléndidamente: la dama tiene vuestra nota y ya sólo debemos esperar la respuesta. ¡Me gusta Paris! ¿A vos no os pasa lo mismo…?

– Prefiero, si de elegir se trata, otro tipo de ciudad más tranquila.

– Sí, lo comprendo… -murmuró inocentemente-. La edad avanzada influye mucho en los gustos.


Ponç-Sainte-Maxence era un bosque tan profundo y oscuro que, a pesar de encontrarnos en una luminosa mañana de primavera, mientras nos adentrábamos en él teníamos la torva sensación de estar penetrando en un lugar lleno de peligros y misterios desconocidos. En un par de ocasiones elevé la mirada hacia la cúpula del ramaje y apenas pude divisar un resquicio por donde se cola-se la luz del sol. Sólo los pájaros parecían contentos en lo alto de aquellos árboles. Era, sin duda, el lugar ideal para la caza del venado, cuyos balidos se escuchaban por doquier, pero más parecía una floresta maldita, propiedad de los seguidores del Maligno, que un grato lugar de holganza.


No distaba mucho de París -en dos horas podían cabalgarse cómodamente las quince leguas de distancia poniendo a buen paso las caballerías-, pero la diferencia entre un lugar y otro era tal, que la separación entre ambos semejaba tan grande como la que separa cualquier punto del orbe de los infiernos. No era de extrañar, por tanto, que después del triste suceso del rey Felipe el Bello la corte hubiera dejado de practicar la caza en aquellos territorios de la Corona.

Jonás y yo nos íbamos internando poco a poco siguiendo cautelosamente una senda abierta en la espesura, mirando a nuestro alrededor de reojo como si temiéramos el ataque repentino de un ejército de malos espíritus. Por eso, cuando escuchamos los ahogados golpes de un hacha golpeando contra la madera, el corazón nos dio un vuelco y detuvimos los caballos con un brusco tirón de bridas.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Jonás atemorizado.

– Tranquilízate, muchacho. No es más que un leñador. Vamos en su busca, pues quizá sea él la persona que necesitamos. Espoleamos los caballos y los pusimos al galope para acercarnos con rapidez hasta el claro de la arboleda desde donde procedían los golpes. Un viejo, contrahecho y jorobado, de unos sesenta años, atacaba los restos de un tronco con poca fortuna; se le veía cansado y sudoroso, y me pareció, por el tinte cerúleo de su piel, que no le quedaba mucho tiempo de vida. Un enorme rodal húmedo se destacaba en la entrepierna de sus calzones, delatando una incontinencia de orina que mi olfato advirtió aun sin haber desmontado. Al vernos llegar, se irguió todo lo que su giba le permitía y nos miró desconfiadamente.

– ¿Qué buscáis por estos pagos? -nos espetó a bocajarro con voz ruda y áspera.

– ¡Extraño saludo, hermano! -exclamé-. Somos hombres de bien que hemos errado el camino sin querer y que, al escuchar vuestros hachazos, creímos haber hallado nuestra salvación.

– ¡Pues os equivocasteis! -rezongó volviendo a su tarea.

– Hermano, por favor, os pagaremos bien. Decid, ¿por dónde se sale de este bosque? Queremos volver a Paris.


Levantó la cabeza y pude ver una nueva expresión en su rostro.

– ¿Cuánto pagaréis…?

– ¿Qué os parecen tres escudos de oro? -propuse, sabiendo lo exagerado de la oferta; quería parecer desesperado.

– ¿Por qué no cinco? -regateó el muy ladrón.

– Está bien, hermano, os daremos diez, diez escudos de oro, pero por ese dinero queremos también un vaso de vino. Estamos sedientos y cansados después de dar tantas vueltas.


Los ojillos del chalán brillaban como cuentas de vidrio bajo la luz del sol; se hubiera muerto del disgusto si hubiera sabido que estaba dispuesto a llegar hasta los veinte escudos; pero su codicia le había traicionado.

– Dadme el oro -exigió tendiéndome la mano-. Dadme el oro.


Me acerqué hasta él con el caballo y me incliné para dejar en su mano negra los escudos, que sujetó con avidez.

– Si volvéis por donde vinisteis, tomando siempre la senda de la derecha, llegaréis a la carretera de Noyon.

– Gracias, hermano. ¿Y el vino?

– ¡Oh, si…! Veréis, aquí no tengo, pero si seguís una milla hacia allá -dijo señalando hacia el norte- encontraréis mi casa. Decidle a mi mujer que vais de mi parte. Ella os atenderá.

– Que Dios os lo pague, hermano.

– Ya lo habéis pagado vos, caballero.

– ¿Por qué tratáis con tanta cortesía a un vulgar siervo? -me preguntó Jonás en cuanto nos alejamos lo suficiente para no ser oídos-. Ese hombre es un esclavo, aunque sea esclavo del rey, y, además, un ladrón.

– No soy partidario de establecer diferencias por la condición que impone el nacimiento, Jonás. Dios Nuestro Señor era hijo de carpintero y la mayoría de sus Apóstoles no pasaban de humildes pescadores. La única desigualdad posible entre los hombres es la bondad y la inteligencia, aunque debo reconocer que, en este caso, no brillaban ni la una ni la otra.

– ¿Entonces?

– Si le hubiera tratado con la insolencia que merecía, me hubiera sacado igualmente los diez escudos, pero no estaríamos ahora camino de su casa. La suerte nos acompaña, Jonás: no olvides que una mujer, por muy grosera que sea, y, especialmente si se pasa la vida encerrada en una covacha en mitad de un bosque, siempre es más amable y más dada a la conversación.


Encontramos a la dueña sentada a la puerta de la choza, despatarrada sobre una silla de paja y madera, bebiendo de una jarra. La cabaña era cochambrosa, miserable, mugrienta e inmunda… exactamente igual que la dueña, una mujer que en algún momento, aunque pareciera imposible, debía haber tenido dientes y pelo. Vi un gesto de repugnancia en la cara de Jonás y pensé que, como él, por mi gusto me alejaría de allí a uña de caballo. Pero ella, o cualquiera como ella que viviera en la zona, tenía que proporcionarme la información que necesitaba.

– ¡Que la paz de Dios esté con vos, señora! -grité cuando nos acercábamos.

– ¿Qué queréis? -preguntó sin inmutarse un ápice.

– Nos envía vuestro marido, a quien hemos pagado diez escudos de oro, para que nos deis un poco de vino antes de seguir camino hasta París.

– Pues bajad de los caballos y serviros, aquí mismo tengo una jarra.


Jonás y yo desmontamos, atamos los caballos a un árbol y nos dirigimos hacia la mujer.

– ¿Seguro que le habéis pagado diez escudos de oro?

– Así es, señora, pero como veo que desconfiáis, aquí os entrego un escudo más para vos. Nos hemos perdido en el bosque y, si no fuera por las indicaciones de vuestro marido, no podríamos salir nunca de estos contornos.

– Sentaos y bebed -dijo señalando unos bancos de madera-. El vino es bueno.


En realidad, el vino era asqueroso, con un agrio sabor a vinagre viejo, pero ¿qué otra cosa serviría de excusa para entablar conversación?

– ¿Y qué hacéis por aquí? Hacía mucho tiempo que nadie de la ciudad se acercaba hasta Ponç-Sainte-Maxence.

– Mi joven amigo y yo somos coustilliers del rey Felipe el Largo, a quien Dios cuide muchos años.


La mujer no me creyó.

– ¿Cómo podéis ser coustillier del rey si no sois francés? Vuestro acento es… raro, de ninguna parte.

– ¡A fe que tenéis razón, señora! Veo que sois una mujer inteligente. Mi madre era francesa, hija del conde Brongeniart, de quien seguramente habréis oído hablar porque fue consejero de Felipe III el Atrevido. Mi padre, en cambio, era navarro, súbdito de la reina Blanca de Artois, a quien acompañó en su huida cuando, escapando de las ambiciones aragonesas y castellanas sobre Navarra, huyó a París en compañía de su pequeña hija Juana. Esta vieja historia es conocida por todos. Cuando mi madre murió, mi padre regresó a su tierra llevándome consigo. Hace muy poco tiempo que volví, pero el rey tuvo a bien nombrarme coustillier de su gabinet por ser un Brongeniart.


La vieja estaba deslumbrada por tanto nombre de alta alcurnia, y yo terminé mi discurso bebiendo un trago de aquel vinagre con el aire candoroso y distraído de alguien que ha contado algo tan cierto y tan evidente que no hay nada más que hablar.

– Y decidme, sire, ¿qué os ha traído por este bosque?

– Veréis, señora, el papa Juan ha solicitado del rey un informe completo sobre la muerte de su padre, el rey Felipe IV el Bello, porque no sé si sabréis que, cuando fue encontrado por estos pagos después del caer del caballo, sólo decía dos palabras: «La cruz, la cruz…», y el Papa está interesado en canonizarle, lo mismo que Bonifacio VIII canonizó en 1297 a Luis IX, bisabuelo de nuestro rey actual. Ahora bien, señora, dejadme que os confiese un secreto… -y bajé la voz como si en lugar de encontrarnos en mitad de un umbrío bosque estuviéramos en una feria de ganado o en una plaza pública-: El rey no quiere que su padre sea elevado a los altares, ¡faltaría más que tuviera que cargar para siempre ante la historia con el peso de un bisabuelo y un padre santos…! Siempre saldría mal parado en cualquier comparación.

– ¡Cierto, cierto…! -confirmó con entusiasmo la arpía.

– Así que, en lugar de enviar a la guardia real o a los obispos o a los consejeros, el rey nos ha enviado a nosotros, dos coustilliers, para que investiguemos los hechos que rodearon la muerte de su padre, pero advirtiéndonos encarecidamente que encontremos en ellos algo que sirva para tirar por tierra los deseos del papa Juan. Por eso necesitamos encontrar a alguien que sepa exactamente qué pasó aquel día, que tenga todos los detalles y que, por un poco de dinero, esté dispuesto a hablar. ¿Sabríais vos de alguien así?

– ¡Yo misma, sire!

– ¿Vos, señora, cómo es posible? -pregunté sorprendido.

– Mi marido y yo lo sabemos todo, ¿no veis que en este bosque no puede pasar nada sin que nos enteremos los diez o quince siervos que en él vivimos?

– ¡Ah, esto sí que es interesante! Mira, Jonás, esta mujer es la persona que buscábamos. ¿Cómo os llamáis, señora?

– Marie, sire, Marie Michelet, y mi marido, Pascale Michelet.

– Pues ved que aquí os entrego cinco escudos de oro, que con el que os di antes y los diez que entregué a vuestro marido, son una pequeña fortuna.

– ¡Y a mí qué! -aulló enfadada-. Lo que le disteis a mí marido fue por el vino y las indicaciones, y lo que me disteis a mi al llegar fue porque os dio la gana. Por cinco escudos de oro no sé si lo recordaré todo.

– Pero mirad, Marie, que no traigo más y que lo que os he dado soluciona vuestra vida para siempre -protesté-. Bien… Tenéis razón. Quizá vuestra información contenga algún detalle importante que merece ser pagado con generosidad. Tomad, pues… Estos son mis últimos cuatro escudos. Veinte traía y ninguno me llevo.

– Podéis preguntar lo que queráis -afirmó la vieja Marie cogiendo avariciosamente las monedas; me dije a mí mismo que la miseria engendra miseria y que, quizá, si aquella misma mujer hubiera nacido en una familia distinguida, podría haber sido hoy una dama generosa y elegante, madre y abuela respetada, y, con toda probabilidad, desdeñosa del dinero.


Marie contó que aproximadamente un mes antes del día del accidente, dos campesinos libres que vagaban en busca de trabajo, se habían instalado en las cercanías de Ponç-Sainte-Maxence y, a falta de otra cosa, ayudaban a los hombres del bosque cortando leña y, de vez en cuando, si alguno cazaba algún venado, «aunque esto, sire, no lo digáis, porque ya sabéis que es un delito matar a los animales del rey», ellos se encargaban de curtir la piel y de fabricar calzas y camisas y fundas para dagas con el cuero. Aquellos dos campesinos libres se llamaban Auguste y Félix, y eran de Rouen, y ellos fueron quienes avistaron el ciervo, «un ciervo enorme, sire, un ciervo alto como un caballo, con un pelaje brillante y unas cuernas enormes, de doce vástagos».

– ¿Lo vio alguien más, Marie?

– ¿A quién, rediós?

– Al venado, ¿lo vio alguien más aparte de Auguste y Félix?

– No sabría deciros… -La vieja hacía memoria con esfuerzo; parecía lista y despabilada (el hambre despabila al más tonto), pero su vida había sido dura y la mente no era, precisamente, la parte de su cuerpo que más había ejercitado-. Si, creo que sí, pero no estoy segura. No recuerdo bien si el hijo de Honoré, un leñador que vive más al norte, dijo que también lo había visto, o que le había parecido verlo…, no se.

– Está bien, no preocuparos. Seguid.


Auguste y Félix estaban entusiasmados con el animal. Le seguían por el bosque día y noche, pero no lo cazaron; ellos nunca cazaban y, además, dijeron que un animal así merecía morir a manos de un rey. Cuando Felipe el Bello se presentó con su séquito aquel día, fue Pascale quien le habló del ciervo y quien le contó las maravillas que los de Rouen habían contado sobre el animal.

– Y el rey, entonces, se lanzó entusiasmado en pos del venado de cuernas milagrosas.

– ¡Ji, ji, ji! ¡Ya lo creo! ¡Y se mató!

– Y ¿dónde estaban aquel día Auguste y Félix?

– Dijeron que no querían perderse la cacería y que subirían a aquel cerro. -Y lo señaló, a su derecha, con un dedo grueso, sucio y sarmentoso-. A aquél, sí, ¿lo veis?, para observarlo todo desde lo alto.

– ¿Iban armados?

– ¿Armados Auguste y Félix…? ¡Quia! Ellos nunca iban armados, ¿no os he dicho ya que no cazaban jamás?

– Pero sabían hacer vainas para puñales.

– ¡Y muy bien, por cierto! En la casa debo tener alguna, ¿queréis verla?

– No, no será necesario.

– Auguste y Félix no subieron armados al cerro. Aquel día sólo portaban sus cayados, que les servían para caminar mejor por el bosque y para abrirse paso entre los matorrales.

– ¿Y los perros, Marie, porque no estaban con el rey cuando fue atacado por el ciervo?

– El rey corría más que los perros.

– ¿Tan rápido iba?

– ¡Volaba! La jauría siempre va delante indicando el camino que sigue la presa, pero el rey creyó ver al ciervo en otra direcciónn, y se separó del grupo.

– ¿Y la trompa, por qué no hizo sonar la trompa cuando se perdió y le atacó el ciervo?

– No la llevaba.

– ¿No la llevaba? -me sorprendí-. Ningún cazador sale al campo sin su trompa.

– Así es, y el rey tenía una muy bonita atada al cinto, yo la vi. Era de tamaño mediano, de oro puro y piedras preciosas. ¡Debía valer una fortuna!

– ¿Y cómo es posible que después no la llevara?

– ¡Yo qué sé!… Sólo sé que Pascale estuvo una semana buscándola por la zona donde el ciervo embistió al rey porque decía que cuando le encontraron en el suelo gritando «La cruz, la cruz…», la trompa no estaba y que ya no debía llevarla encima cuando fue atacado porque no había llamado a sus compañeros. Ellos lo juraron.

– Pascale la buscaba para devolverla, naturalmente -comenté con soma.

– Naturalmente… -masculló Marie.

– Sólo quiero saber una cosa más, Marie. ¿Dónde están ahora Auguste y Félix?

– ¡Huy qué pregunta! ¡Eso no lo saben ni ellos!

– ¿Por qué? -quiso saber Jonás.

– Porque se marcharon a buscar trabajo en otra parte. Se quedaron por aquí hasta la Pascua y luego volvieron a Rouen. Poco después empezó el hambre. La gente se moría como los perros, peleándose por un bocado de pan. Nos visitaron un par de veces más, durante un año o así, y luego dijeron que se iban a buscar trabajo en Flandes, en las fábricas de telas. No hemos vuelto a saber de ellos -Marie se arrellanó cómodamente en su asiento de madera y paja, dando por terminada la conversación-. ¿Habéis encontrado lo que buscabais para complacer al rey?

– Si -respondí poniéndome de pie; Jonás me imitó-. Le diré que me habéis ayudado satisfactoriamente.


La vieja, desde su asiento, nos contempló a ambos con curiosa atención.

– Si no fuera por lo que habéis… diría…


Zanjé el asunto bruscamente. Yo, que me precio de ser tan sublime en mis mentiras, me comporto como un aprendiz cuando las cosas se salen del ámbito de lo acostumbrado.

– ¡A caballo, Jonás! ¡Adiós, Marie, os deseo que disfrutéis de vuestro dinero, es un dinero que habéis ganado gracias al Papa!


Dos días después de que Jonás entregara mi carta a Beatriz d‘Hirson -de aquella manera tan sumamente discreta y moderada-, llegó por fin su respuesta de la mano de un viejo criado que temblaba, al entregármela, como una hoja sacudida por un vendaval. Viéndole escapar escaleras abajo con la rapidez de un muchacho, deduje que su miedo, por otra parte injustificado, debía ser un pálido reflejo del que había visto en su dueña al recibir de ella la nota que ahora estaba en mis manos.


Aquel día me sentía cansado y con un ligero sabor amargo en algún lugar del alma que no era capaz de identificar, así que eché a Jonás a la calle -que se marchó muy contento, libre como los pájaros y con ganas de aventura-, y me senté cómodamente, con los ojos entrecerrados y todo el cuerpo en actitud de meditación, para intentar aclarar los pensamientos y los sentimientos que se agitaban en mi interior desde hacia tiempo sin que les prestase atención. Había olvidado por completo mis estudios de la Qabalah -el Sefer Yetzirah, el Libro de la Creación, y el Zobar, el Libro del Esplendor-, había olvidado también el desarrollo de mi vida interior, de mi espíritu, la comunicación con la Deidad… Y me sentía agitado y atormentado por recuerdos del pasado, lo mismo que un castillo sitiado por un poderoso ejército de fantasmales mesnadas. Necesitaba un poco de paz. Me concentré, primero, en mi respiración, y luego en mis atormentadas emociones. Ahora estaba en casa. Serénate, Galcerán, tienes que recobrar el sosiego, me dije, no es propio de ti dejarte atrapar por estas amarguras. Podrás encontrar la paz en cuanto regreses a Rodas, en cuanto subas de nuevo las laderas del monte Ataviro, en cuanto descanses en las playas de fina arena escuchando el ruido del mar del Dodecaneso… Pero, para volver a Rodas, tienes que acabar cuanto antes con este trabajo que te ha encomendado Su Santidad y dejar a Jonás en Taradell, con sus abuelos. Entonces te recuperarás a ti mismo y volverás a estar tranquilo.


Permanecí mucho tiempo dentro de mí, dialogando conmigo mismo más o menos en estos mismos términos, y salí de allí dando gracias a la Deidad por haber encontrado un poco de calma. Desanduve la senda de la concentración, respiré profundamente con mi cuerpo físico y moví las manos y el cuello para desentumecerme.

– ¡Menos mal! -suspiró Jonás con alivio-. Creí que estabais muerto. De veras.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí? -me sorprendí-. ¿No te había mandado a la calle?

– Y he estado en la calle -protestó-. He visto una representación de marionetas en la Bûcherie y he estado observando a los operarii que trabajan en las obras de los arbotantes de Notre-Dame. Ahora son las tres de la tarde, sire. Hace una hora que os observo. ¿Qué clase de oración es la que estabais haciendo? Ni siquiera vuestros párpados se movían.

– Ha llegado una carta de Beatriz d‘Hirson -anuncié por toda respuesta.

– Lo sé, la he visto. Está ahí, sobre vuestro lectorile. No la he leído, ¿qué dice?

– Quiere vernos esta noche, a la hora de vísperas, frente al puente levadizo de la fortaleza del Louvre.

– ¿Fuera de las murallas? -se sorprendió Jonás.

– Nos recogerá con su coche. Presumo que no tiene un lugar donde recibirnos que considere completamente seguro, así que me temo que hablaremos dando vueltas en su carruaje por el suburbium.

– ¡Estupendo! ¡Los carruajes de los cortesanos son tan cómodos como los aposentos de un príncipe, sire!

– ¡Pero qué sabrás tú de aposentos principescos sí no has visto nada, Jonás, si acabas de salir del monasterio! -exploté injustamente.

– Vuestra extraña oración no os ha tranquilizado.

– Mi extraña oración me ha servido para comprender que lo único importante para mí en estos momentos es terminar con esta dichosa misión, informar al Papa y al gran comendador, y regresar cuanto antes a mí casa, a Rodas.

– ¿Y yo qué? -preguntó él.

– ¿Tú…? ¿Acaso crees que voy a cargar contigo el resto de mi vida?


Era evidente que estaba de muy mal humor.


Hacía un frío endemoniado en las húmedas calles de París. Nuestras bocas emitían nubes de vaho mientras esperábamos en las sombras el carruaje de Beatriz d‘Hirson. Por fortuna, los abrigos de piel que traíamos de Aviñón eran largos y nos cubrían las piernas. El muchacho se había tocado la cabeza, además, con un bonete de fieltro y yo con un sombrero de castor que me protegía el cuero cabelludo del viento gélido. Esa tarde, la dueña de nuestro hostal, a petición mía, había subido a nuestro cuarto para rasurarnos la cara y desmochamos el pelo, pero Jonás se había negado en redondo a dejarse cortar la melena: en las calles de París había visto a los muchachos de su edad con los cabellos largos -símbolo de nobleza y de hombres libres- y había decidido imitarlos; también se había negado a dejarse pasar la navaja por las mejillas -aunque sólo tenía una ligera pelusa oscura en las quijadas-, orgulloso de su flamante virilidad. Creo que aquella nueva actitud hacia su aspecto era su manera de decirme que no deseaba regresar al cenobio.

– He estado pensando, sire, sobre la visita que hicimos el otro día a Ponç-Sainte-Maxence -dijo mientras daba pequeños saltitos para conservar el calor del cuerpo bajo los ropajes.

– ¿Y qué has pensado? -pregunté con pocas ganas.

– ¿Queréis que os cuente mi teoría sobre la muerte del rey Felipe el Bello?

– Adelante. Te escucho.


Siguió saltando como una liebre y expulsando grandes bocanadas de aliento lechoso. A nuestra espalda, la imponente fortaleza cuadrada del Louvre apagaba las últimas luces de sus torretas. Aunque en pocos minutos Paris quedaría completamente a oscuras, todavía se veían brillar algunas discretas linternas en unas cuantas ventanas y terrazas del castillo y, gracias a ellas, pese a las tinieblas, podía divisarse contra el fondo negro de la noche -un negro tan oscuro como la tinta-, la alta figura del Torreón que emergía desde el interior del castillo como una flecha que apuntara amenazadoramente al cielo.

– Creo que Auguste y Félix son nuestros viejos amigos templarios Ádâd Al-Aqsa y Fath Al-Yedom y que se instalaron en Ponç-Sainte-Maxence con tiempo de sobra para preparar su siguiente trampa: sabían que, antes o después, el rey iría allí a cazar. Empezaron a correr el rumor entre los siervos sobre el maravilloso venado y, cuando el rey se presentó, se subieron al cerro y esperaron el momento propicio. La fortuna les favoreció, y el rey se separó del grupo creyendo que había visto al animal. Entonces… -Se detuvo un segundo, reflexionando, y luego siguió-. Pero no puede ser, porque si ellos estaban en el cerro… -No estaban en el cerro -le ayudé. -¡Pero la vieja dijo…!

– Volvamos al principio. ¿Por qué sabes que eran nuestros templarios?

– Bien, no tengo pruebas, pero ¿no es curioso que los nombres árabes y los nombres franceses empiecen por las mismas letras, A y F? Tiene que tratarse de los mismos templarios que estuvieron en la posada de François en Roquemaure, ¿no?

– Buena deducción, pero hay algo que lo confirma mucho mejor. Los templarios tienen expresamente prohibida la caza por su Regla, ¿no escuchaste lo que dijo la mujer del leñador sobre que Auguste y Félix no cazaban jamás? Un caballero templario no puede cazar ni con aves, ni con arco, ni con ballesta, ni con perro. La única caza que tiene permitida es la del león, y tampoco la del león real, sino el león simbólico, el Maligno. Por ese motivo Auguste y Félix jamás mataban venados en el bosque.

– ¡Voto a…!

– ¡Muchacho -le dije irónicamente-, estás blasfemando!

– ¡No es cierto!

– ¡Si lo es, te he oído! Tendrás que confesar tu pecado -repuse con malicia.

– Lo haré mañana a primera hora.

– Así me gusta. Pero sigamos, decías antes de mi interrupción que ellos no podían haber matado al rey porque estaban en lo alto del cerro.

– Y vos habéis dicho que no, que no se encontraban allí.

– Naturalmente. Si hubieran estado en el cerro no habrían podido matar al rey y, desde luego, lo hicieron.

– ¿Dónde estaban, pues?


Me arropé con mi abrigo y deseé que la dama D‘Hirson no se retrasara mucho.

– Primero, es fundamental aceptar la presencia del ciervo, pero no de un ciervo prodigioso, sino de un ciervo probablemente grande, de largas cuernas y domesticado, que hoy debe vagar en libertad por los mismos bosques que nosotros visitamos hace dos días. Auguste y Félix debieron atraparlo al poco de instalarse allí (debemos pensar que poco después de matar a Guillermo de Nogaret, que murió entre el papa Clemente y el rey Felipe), lo domesticaron, más o menos, y construyeron unas falsas cuernas de doce vástagos con los restos de las cornamentas de otros animales. No olvides que ellos se hacían cargo de la piel de los venados que cazaban los habitantes del bosque, y eso implica llevarse también las cabezas. Fabricaron, pues, las falsas cuernas de manera que engarzaran perfectamente en la cabeza del animal. Debieron también preparar algún artificio para que, en pocos segundos, esos cayados que usaban para caminar por la floresta se convirtieran en una cruz perfecta que encajase también entre los vástagos falsos. ¿Te imaginas el efecto? El rey ve al ciervo y lo sigue, separándose del grupo; a veces el animal desaparece de su vista en la espesura, pero vuelve a encontrarlo enseguida y continúa en su loca carrera que le separa más y más de su séquito. Es probable, y aquí nos movemos en terreno inseguro, que en algún momento Auguste o Félix ocultaran al animal en algún lugar elegido de antemano y que el rey tuviera que detenerse a la espera de verlo saltar de nuevo por algún lugar. Entonces aparece Auguste, o Félix, y le dice que él puede ayudarle a encontrar al ciervo. Le lleva de un lado a otro, diciendo que lo ve por allí o por allá, y el rey se deja guiar confiadamente, porque arde en deseos de cazar un venado tan raro cuya cornamenta deslumbrará a la corte. El animal reaparece de pronto y el rey, agradecido, le dice a nuestro amigo: «Pídeme lo que quieras», y él le contesta: «Vuestra trompa de oro», y el rey se la da. Ahora, sin que se dé cuenta, ha quedado aislado y listo para caer en la trampa. Corre tras el venado y, justo en el lugar donde más tarde apareció en el suelo, lo vuelve a perder de vista. Se detiene allí, atento, inmóvil y solo…, completamente solo. Entonces escucha un ruido, un crujir de hojas, y se vuelve raudo a mirar, y ¿qué es lo que ve? ¡Ah!… Aquí empieza la sugestión. Ve al dócil y domesticado animal tan inmóvil como él y tan cerca que casi puede escuchar su respiración, mostrándole su enorme cornamenta milagrosa en cuyo centro se distingue una gran cruz de madera, probablemente reluciendo bajo el sol gracias a una buena capa de resma. Y el rey se asusta, retrocede con su caballo, con seguridad le viene a la mente la maldición de Molay, que no ha conseguido olvidar (recuerda que él fue el último de los tres en morir, así que debía estar atemorizado esperando que le llegara el momento). De repente se siente enfermo; quiere llamar a sus compañeros de cacería pero su mano no encuentra la trompa en el cinto: se la había entregado al campesino. Y ya no puede pensar más, un fuerte golpe en la cabeza le derriba del caballo (recuerda también que la única señal de violencia que encontraron los médicos estaba situada en la nuca, en la base del cráneo, lo cual nos confirma que el ataque se realizó por una persona que estaba de pie en tierra), cae y comienza a desvariar: «La cruz, la cruz…» Auguste y Félix recuperan rápidamente sus bastones, desmontan la falsa cornamenta y liberan al animal; quizá echaron a correr hacia el cerro para enterrar allí los vástagos y para que, cuando el rey fuera descubierto más tarde, a ellos se les viera regresar desde aquella zona. Pero les preguntarían si habían visto algo.

– Y seguramente contestaron con naturalidad que sólo habían visto cómo el rey era atacado por el ciervo y cómo caía derribado del caballo, pero que, aunque gritaron para avisar, la distancia impidió que sus voces fueran escuchadas.

– Debimos examinar el lugar donde encontraron al rey.

– ¿Para qué? Después de tres años, Jonás, allí no queda nada. Además, la espesura habrá cubierto cualquier huella, aunque dudo que nuestros amigos dejaran alguna.

– Quizá -admitió no muy convencido-. ¡Mirad, por ahí viene un carruaje!


El faetón de Beatriz d‘Hirson se acercaba al Louvre silencioso como una sombra siniestra en la noche, bamboleando una pequeña linterna en el pescante. El cochero retrancó las caballerías frente a nosotros y yo me acerqué discretamente hasta el ventanuco de la portezuela que no lucía ningún escudo o divisa que pudiera servir para identificar al propietario. Sin asomarme, pregunté en voz baja:

– ¿Mi señora Beatriz d‘Hirson?

– Subid.


En cuanto Jonás y yo nos hubimos acomodado en el interior, el carruaje arrancó de nuevo. Dos mujeres nos esperaban dentro: una, la de mejores ropajes y con el rostro oculto por el amplio capuchón de un manto, era sin duda la dama a quien deseábamos ver; la otra, una jovencita con traza de criada, permanecía muda y amedrentada junto a su ama en un rincón del asiento.

– Quisiera pediros disculpas por la preocupación evidente que os he causado -dije a modo de saludo-. No debéis temer nada de mí, señora; jamás os pondría en peligro.

– No sé si creeros, señor De Born; la forma que tuvo vuestro joven amigo de hacerme llegar aquella carta no fue la más apropiada. He tenido que mentir mucho a mi señora Mafalda d‘Artois.

– Lo lamento. No encontramos otro recurso.


Sólo tres luces permanecían encendidas en París durante toda la noche: la del cementerio de los Inocentes, la de la Torre de Nesle y la del Grand Châtelet. Por debajo de alguna de ellas -o de cualquier otra que aquella noche estuviera encendida por casualidad- pasamos justo en ese momento y tuve ocasión de admirar el rostro de Beatriz d‘Hirson. Era ésta una mujer de edad avanzada, de unos cuarenta años aproximadamente, aunque todavía muy hermosa. Sus ojos, de un azul profundo y marino, tenían, sin embargo, un brillo helado y, cuando, más tarde, se retiró la capucha y nos volvió a iluminar la claridad de una luz -dimos vueltas y vueltas desde la Torre Barbeau hasta la poterna de St.-Paul, pasando, naturalmente, por la Torre de Nesle varias veces-, vimos que tenía el cabello teñido de rojo y que lo llevaba recogido en un moño con una redecilla bordada de perlas.

– Comprenderéis que no dispongo de mucho tiempo. He salido de palacio con un engaño y no sería conveniente que nadie me viera dando vueltas por París a estas horas de la noche.


Beatriz d‘Hirson no era, desde luego, una mujer de carácter agradable ni tampoco demasiado paciente.

– No os retrasaré.


El asunto era complicado; de aquella dama yo lo desconocía todo, y tampoco, por mucho que había reflexionado sobre ello a la luz de mis informes, disponía de un punto vulnerable por el cual situarla en la disposición más favorable para mí. Beatriz no era, como aquel miserable de François, o como la infeliz de Marie, una persona ignorante a quien se pudiera atrapar en una sencilla red de mentiras sabiamente aderezadas con algo de temor supersticioso o de relumbre nobiliario, y, aunque así fuera, yo no podía estar seguro. Por tanto, mi única posibilidad consistía en desarrollar una teoría moderadamente verosímil en la cual ella se sintiera sutilmente implicada, de forma que los gestos de su rostro, o mejor, los movimientos de su cuerpo, ya que viajábamos prácticamente a oscuras, y también los tonos de su voz me fueran guiando por el oscuro laberinto de la verdad. En este caso, mis únicas armas eran la intuición y un poco de mala voluntad.

– Veréis, señora, soy físico, y pertenezco a una escuela médica radicada en Toledo, en el reino de nuestro soberano Alfonso XI de Castilla. Recientemente llegaron a nuestras manos unos extraños documentos (perdonad que no pueda aclararos su procedencia, pues se verían involucrados muchos importantes caballeros francos), en los cuales se aseguraba que vuestro… amigo, el guardasellos del rey Felipe el Bello, Guillermo de Nogaret -hubo aquí una primera conmoción de telas en el vestido de mi señora Beatriz-, había fallecido de una muerte terrible: totalmente demenciado, entre gritos espantosos y vómitos de sangre, y retorcido por unos insoportables calambres que le enroscaban el cuerpo. Aquellos documentos venían acompañados por una carta, cuyos sellos impresionaron incluso a nuestros más notables profesores, en la que se nos pedía que informásemos de manera confidencial acerca de cuál podía ser la enfermedad que lo había matado y, en caso de no tratarse de una enfermedad, qué tipo de veneno era el que el asesino había utilizado. -Aquí hubo una segunda conmoción de telas, acompañada de un cambio de postura del cuerpo-. No me preguntéis, señora, a quién pertenecían los sellos de la carta porque, ni a vos os conviene saberlo, por vuestra cercanía a dicha persona, ni a mí revelároslo, por prudencia y para cumplir un juramento. Pero veréis, ni nosotros, ni los físicos de otras eminentes escuelas a quienes discretamente hemos consultado, han podido nombrar una dolencia que provoque esos síntomas y, en cuanto al veneno… Ni siquiera nuestros más expertos herbolarios (y os aseguro que Toledo no sólo tiene, como sabréis, los médicos más excelentes, sino también los mejores pharmacopolae) han podido determinar la sustancia mortífera. Por todo ello, mi escuela ha decidido enviarme a París por si aquí pudiera recoger alguna información que nos sirviera para responder adecuadamente a la petición de esa persona principal que antes os mencionaba.


Después de mi discurso tenía dos certezas: la primera -que ya sospechaba de antemano-, que la amante de Nogaret estaba al tanto de que, en la muerte del guardasellos había algo turbio, y dos, que ese algo turbio estaba relacionado con un veneno; ergo, Beatriz d‘Hirson sabía algo sobre el veneno que había matado a Nogaret.

– Bien, caballero De Born… -comentó la dama con voz neutra-. ¿Y en qué puedo ayudaros yo? Todo lo que habéis dicho me sorprende y acongoja sobremanera. No tenía idea de que hubiera podido morir envenenado ni, mucho menos, de que… alguien poderoso e importante de la corte de Francia tuviera interés en desvelarlo.


¡Ahí estaba el punto flaco, el talón de Aquiles, la puerta franqueable!

– ¡Oh, sí, mi señora! Y, como ya os he dicho, alguien muy, muy importante.

– ¿Alguien como el rey? -preguntó con voz insegura.

– ¡Por Dios, mi señora Beatriz, he hecho un juramento!

– ¡Muy bien, no os forzaré a incumplir vuestra palabra, caballero! -exclamó sin mucha convicción-. Pero, imaginemos, sólo imaginemos, que fuera el rey… -su voz tembló de nuevo-. ¿Para qué querría saber una cosa así después de tres años?

– No se me ocurre ninguna explicación. Acaso vos lo sepáis mejor que yo.


Calló unos instantes, sumida en la reflexión.

– Veamos… -dijo al fin-. ¿Quién os animó a entrevistaros conmigo? ¿Quién puso mi nombre a vuestra disposición?

– En uno de los documentos llegados a Toledo se afirmaba que vos fuisteis la primera persona en acudir a la cámara del guardasellos real cuando comenzaron sus gritos y que estabais a su lado cuando murió. Por eso pensé que quizá podríais facilitarme algún detalle, algo que, aunque a vos os pueda parecer insignificante, resulte vital para mi trabajo.

– Tengo oído -comenzó ella, que seguía mortificada por la identidad de esa «persona principal»-que el rey estaba preocupado por ciertos rumores que afirmaban que tanto su padre como Guillermo habían muerto a manos de los caballeros del Temple. ¿Conocéis la historia?

– Todo el mundo la conoce, mi señora. El gran maestre de los templarios, Jacques de Molay, maldijo al rey, al papa Clemente y a vuestro amigo mientras ardía en la hoguera. Quizá Felipe el Largo quiera conocer la verdad sobre la muerte de su padre -dije admitiendo así, de manera indirecta, la identidad del misterioso personaje que tanto preocupaba a la dama.

– Y debe quererlo con muchas ganas o no habría enviado secretamente cartas y documentos hasta las escuelas médicas de Toledo.

– Así es -confirmé de nuevo, aumentando a propósito su angustia-. Y puesto que lo habéis adivinado, no voy a mentiros: no me extrañaría nada que, además de pedirnos a nosotros esos informes, hubiera solicitado alguna otra investigación.


Aquella noche, el corazón de la antigua amante de Nogaret no hacía otra cosa que saltar del fuego a la olla y de la olla al fuego. Hacia casi una hora que conversábamos en el carruaje; por muy grande que fuera Paris, los centinelas de la muralla acabarían por sospechar si seguían viéndonos pasar una y otra vez.

– Haremos un trato, sire Galcerán de Born. Si yo os facilito información para que elaboréis con éxito ese informe, ¿seríais vos capaz de jurar por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo que me eximiríais de toda responsabilidad y que libraríais mí nombre de sospechas para siempre?

– ¡Le matasteis vos, mí señora Beatriz! -exclamé con muchos aspavientos, sabiendo como sabía que no era cierto.

– ¡No, yo no le maté! ¡Puedo jurarlo ante Dios! Pero tengo fundados recelos para sospechar que me utilizaron para matarle, y vuestra presencia aquí, y todo lo que me habéis contado, me llevan a creer que los verdaderos asesinos desean hacerme parecer culpable ante los ojos del rey.

– Juro por Dios, por la santísima Virgen y por mi propia vida -dije poniéndome la mano en el pecho, por si ella pudiera advertirlo-, que, si es cierto que vos no le matasteis, mi informe os librará para siempre de toda sospecha.

– Que Jesucristo os condene si incumplís vuestro juramento -apuntó con voz grave.

– Lo acepto, mi señora. Y ahora contadme, pues no debéis tener ya mucho tiempo y no quisiera dejaros sin conocer la verdad.


Beatriz d‘Hirson se aclaró la garganta antes de comenzar y dio una ojeada a la calle, tan negra como nuestro cubículo, levantando ligeramente la cortinilla de la portezuela.

– Vos, señor físico, no tenéis ni idea de las cosas que pasan en la corte, de los crímenes, las ambiciones y las luchas por el poder que se desarrollan cada día dentro de los muros de palacio… Guillermo era un hombre muy inteligente; él y el consejero Enguerrando de Marigny tenían toda la confianza del rey Felipe IV y podría decirse que gobernaban el país. Guillermo y yo éramos amantes desde la época de los enfrentamientos con Bonifacio VIII, desde que él regresó de Anagni, después de la liberación del Papa por la sublevación popular. ¡Qué tiempos…! Yo era entonces viuda reciente y él era el hombre más poderoso de la corte. -Suspiró con melancolía-. Luego vino el problema de los templarios. Guillermo decía que había que terminar con ellos porque eran un «Estado podrido dentro del Estado sano». El fue quien organizó toda la campaña contra la Orden, quien retuvo a Molay y quien realmente lo quemó en la hoguera. Aquel día… -Se quedó en suspenso un momento, pensativa-. El día de la muerte de Molay estaba enfermo de rabia. «Me matarán, Beatriz -me dijo totalmente convencido-, esos bastardos me matarán. Su gran maestre lo ha ordenado desde la pira antes de morir, y puedes estar segura de que no viviré más allá de un año.» Cuando el Papa pereció, el estado de salud de Guillermo, de salud mental me refiero, se deterioró mucho.

– ¿Qué le ocurrió?

– No dormía nunca, pasaba las noches en vela, trabajando y, como no descansaba, siempre estaba inquieto y de mal humor. Daba gritos por cualquier cosa. Ordenó que su comida y su bebida fueran catadas por un siervo, delante de él, para evitar que le envenenaran, y no salía jamás a la calle si no era protegido por una guardia personal de doce espadas. Además, los problemas en el reino eran muy graves por aquel entonces, había muchos escándalos en la corte por asuntos de desfalcos al Tesoro. Los nobles, los burgueses y los clérigos se oponían a la política fiscal del rey y se produjeron peligrosas alianzas entre Borgoña, Normandía y el Languedoc. Por si algo faltaba, los enfrentamientos por cuestiones de poder entre los miembros de la familia real eran cotidianos y, como remate final, el rey Felipe estaba incluso más preocupado que Guillermo por la maldición de Molay. Todo funcionaba mal -suspiró de nuevo-. Por fin, una noche de triste recuerdo para mi, me anunció que nuestra amistad debía terminar, que no podíamos seguir visitándonos, y yo, aunque protesté (algo que una dama no debe hacer jamás pero que yo hice), no tuve más remedio que callar cuando me aseguró que ya no me amaba y que había encontrado una nueva amiga más joven. -Un gemido ahogado se escapó de su garganta-. ¡Me negué a aceptarlo! Sabía que lo de su nueva amiga no era cierto, que Guillermo sólo deseaba mantenerme a salvo alejándome de él, así que no tuve más remedio que acudir a…


Y se quedó callada.

– ¿A quién acudisteis, señora? No os detengáis.

– Acudí a una hechicera que anteriormente había prestado muchos y buenos servicios a mi señora Mafalda.

– ¿Recurristeis a una hechicera…?

– Mi asombro no tenía límite-. ¿Vos?

– Sí, a una judía, una habitante del gueto, una mujer versada en las artes mágicas que había trabajado anteriormente para otras damas de la corte.

– ¿Y cuál era vuestra demanda?

– Quería algo que ayudara a Guillermo, que calmara sus atormentados nervios, que le ayudara a descansar y que le hiciera volver a mi lado.

– ¿Y qué os dio la hechicera?

– Primero quiso que le llevara una vela del aposento de Guillermo, y luego me dijo que le pidiera a mi señora Mafalda un pellizco de unas cenizas mágicas que tenían el poder sobrenatural de atraer al demonio.

– ¿Cómo es eso posible? ¿La suegra del rey en posesión de unas cenizas que atraen al demonio?

– Eran cenizas de la lengua de uno de los dos hermanos D‘Aunay, aunque presumo que no sabéis de quiénes os hablo.

– Pues no, no lo sé.

– Los hermanos D‘Aunay -susurró-fueron los amantes de Juana y Blanca de Borgoña.

– ¡Las esposas del rey Felipe el Largo y de su hermano Carlos, las hijas de Mafalda d‘Artois!

– En efecto. Los hermanos D‘Aunay murieron en la hoguera por haber sido amantes de la reina y de su hermana. Mi señora Mafalda recogió de la pira, por indicación de la hechicera, la lengua a medio quemar de uno de los hermanos, y luego la redujo a cenizas para conjurar con ellas al demonio. Parece que esas cenizas son muy poderosas y que consiguen que el Maligno conceda todo lo que se le pide. Mi señora Mafalda me regaló una pizca, y eso, junto con la vela de la cámara de Guillermo, fue lo que le llevé a la hechicera. Me dijo que pasara al día siguiente, que me entregaría la candela conteniendo ya el conjuro, y que sólo debía volver a colocarla en su sitio y esperar que surtiera efecto.

– Y eso fue exactamente lo que hicisteis.

– Cierto, por desgracia, pues esa misma noche Guillermo murió.


Beatriz d‘Hirson comenzó a llorar acongojadamente. Su criada le tendió un pañuelo para que se secara los ojos, pero ella lo despreció. Aquélla era una mujer curtida en mil batallas cortesanas, no menos peligrosas que cualquier combate entre ejércitos enemigos, pero, tres años después de su muerte, el recuerdo del hombre al que había estimado todavía la hacía llorar como una doncella enamorada. Indudablemente, el veneno que había matado a Nogaret estaba oculto en la vela; quizá se tratara, en vista de que no había sido ingerido sino quemado, de algún compuesto sulfúrico, de algún derivado gaseoso del mercurio, pero no estaba seguro; necesitaba consultar algún electuario de venenos y contravenenos o, mejor todavía: necesitaba consultar a la propia hechicera.

– ¿Creéis que la judía os dio la vela envenenada?

– Por supuesto. Estaría dispuesta a jurarlo.

– ¿Y por qué no la denunciasteis, por qué no contasteis la verdad?

– ¿De veras pensáis que alguien me hubiera creído? Con razón venís de un reino tan bárbaro como el de Castilla. Escuchad, señor físico, prestad mucha atención a lo que os voy a decir: la persona que mató a Guillermo fue la misma que me dio las cenizas. ¡Y que Dios me perdone por lo que acabo de decir!

– ¿Mafalda d‘Artois?

– ¡Basta -gritó-, se acabó la conversación! No diré ni una palabra más. Vos ya tenéis lo que queríais. Espero que cumpláis el sagrado juramento que habéis hecho por vuestra vida ante Dios y ante la Santísima Virgen.


Beatriz d‘Hirson se equivocaba; yo no tenía aún todo lo que quería. A pesar del largo camino recorrido para llegar hasta allí, todavía no disponía de pruebas que presentar a Su Santidad respecto a las muertes que me había mandado investigar. Las posibilidades de encontrar el rastro de los médicos árabes de Aviñón y de los campesinos libres de Rouen eran inexistentes, pero aquella judía existía, estaba en algún lugar del gueto, y, por descontado, había conocido a los asesinos de Nogaret.

– Lo cumpliré, señora, no sintáis temor. Pero necesito algo más, sólo un poco más para resolver este enigma y poder libraros para siempre de cualquier acusación. Decidme cómo se llama la hechicera y dónde vive.

– Con otra condición -repuso Beatriz-. Que no le digáis que yo os envío; si se lo dijerais, mi señora Mafalda estaría enterada mañana mismo a primera hora, y podríais desencadenar una serie de acontecimientos en los que vuestra propia vida podría correr peligro. ¡No olvidéis nunca el poder de Mafalda d‘Artois! La vida para ella sólo tiene un objeto: ver a sus futuros nietos coronados como reyes de Francia, y por ello sería capaz… Por ello ha sido y es capaz de cualquier cosa.

– Estad tranquila a ese respecto, mi señora Beatriz. Sé que no me conocéis lo suficiente para confiar en mí y, sin embargo, lo habéis hecho, y sé que sólo contáis con mi juramento para vivir tranquila de ahora en adelante. Pues bien, sabed que también os juro completo silencio sobre vos cuando esté con la hechicera y que no deseo que perdáis ni una hora de sueño tranquilo por temor a mis palabras: jamás hablaré, y tampoco lo hará mi joven compañero.

– Gracias, sire Galcerán. Espero que cumpláis vuestra palabra, eso es todo.


La dueña golpeó con la mano el techo del carruaje y éste se detuvo en mitad de la noche.

– El nombre, mi señora Beatriz, el nombre de la hechicera -le urgí viendo que Jonás y yo debíamos bajarnos.

– ¡Ah, sí!… Sara, se llama Sara. Vive en lo que queda del barrio judío después de la expulsión, en la calle de los plateros. Preguntad por ella. Todo el mundo la conoce.


Instantes después el carruaje se alejaba de nosotros, dejándonos abandonados en mitad del Quai des Celestins. Debía faltar una hora u hora y media para completas, y hacía un frío muy desagradable.

– Volvamos a la hostería, sire -me pidió Jonás rechinando los dientes-. Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño.

– Pues lo siento por ti, muchacho, pero todavía tardarás un poco en calentarte al fuego, en cenar y en tumbarte en el jergón -le avisé utilizando el mismo orden en que él había presentado sus necesidades-. Antes que nada vamos al barrio judío, y me temo que la noche va a ser muy larga.

Me miró con los ojos desorbitados.

– ¿Al barrio judío?


No hallé ninguna diferencia entre las callejuelas limpias, estrechas y aromáticas (canela, orégano, clavo…) del gueto de Paris y las de las aljamas castellanas que había conocido en mi juventud, o incluso las de los calls de Aragón y Mallorca que había visitado durante mi infancia. Caminábamos alumbrados por la azulada luz de la luna, completamente perdidos entre hileras de casuchas apiñadas unas con otras, deshabitadas la mayoría, confiando en que, antes o después, alguien terminara por asomarse a una puerta o a una ventana para poder preguntarle por la casa de Sara la hechicera. Los judíos habían sido expulsados en 1306 de todos los reinos de Francia, pero siempre persistían grupos de rezagados que terminaban por adaptarse a las nuevas condiciones.


Justo cuando dejábamos la ruinosa sinagoga a nuestra derecha y nos internábamos hacia lo que parecía el auténtico corazón del barrio judío, tropezamos con un anciano que salía de una vivienda en ruinas y que nos miró atemorizado.

– «Bendito sea el Señor por siempre, amén» -le dije en hebreo. Este versículo del salmo es algo parecido a un saludo ritual entre judíos, una fórmula de reconocimiento que el viejo acogió de inmediato con agrado.

– «Bendito sea por siempre, amén» -me respondió esbozando una amable sonrisa-. ¿Qué buscáis por aquí, gentiles, a estas horas?

– Buscamos la casa de Sara, la hechicera. Quizá tú puedas ayudarnos.

– Pues no busquéis más. Su puerta es aquélla, la que está cubierta por un pequeño toldo. Sara ha debido olvidarse esta noche de quitarlo.

– Que la paz sea contigo -me despedí.

– ¿Era hebreo esa lengua que hablabais con el judío? -me preguntó Jonás en cuanto nos hubimos alejado unos pasos del anciano.

– En efecto.

– ¿Y por qué conocéis vos la lengua hebrea?

– ¡Ay, Jonás, Jonás…! ¡Cuántas cosas quieres saber antes de tiempo! Mira, ésta es la calle de los plateros, en efecto, ¿ves los dibujos de las paredes? Llamemos a la puerta. Tuve que golpear varias veces la madera antes de que alguien se dignara a abrir. Una mujer de edad indefinida -no se veía bien en la oscuridad-, cubierta por una túnica negra desceñida sobre la que llevaba un mandil de cuero, se asomó por un resquicio.

– ¿Qué queréis? -preguntó con rudeza.

– Queremos hablar con Sara, la hechicera.

– ¿Para qué?

– Necesitamos su ayuda.

– ¿Quién os envía?

– Un comerciante muy satisfecho con un antiguo trabajo que hizo para él.


La mujer nos observó con curiosidad durante unos segundos que se hicieron eternos y terminó por abrir la puerta y franquearnos el paso.

– Entrad, pero no se os ocurra tocar nada.


Al principio, sus extraños y abundantes cabellos blancos, que le caían sueltos sobre los hombros, me confundieron por unos instantes al estimar su edad, pero pronto me di cuenta que no se trataba, ni mucho menos, de una anciana, ya que no debía tener aún los treinta años. Me fijé que iba con los pies descalzos sobre el frío suelo y, cuando se giró para dejarnos paso, observé a la luz de las velas que su piel era blanca como la leche y que estaba cubierta por una constelación de pecas y lunares de todos los tamaños, tonalidades y formas. Los tenía a cientos por todas partes, incluso en los pies. Era la mujer de belleza más extraña con la que había topado en mi vida.


Inesperadamente, la estancia en la que entramos me conmovió: buscando, sin duda, lograr la apariencia de un lugar en el que se practicaba la hechicería, aquella misteriosa Sara la había decorado exageradamente con los elementos más absurdos que se pueda imaginar. Por más que yo buscaba con la mirada, aparte del caldero en el que bullía un brebaje espumoso, no podía encontrar las genuinas señales de los verdaderos brujos. En una de las paredes se hallaba dispuesto un altar en el que ardía el fuego de varios cirios y, entre ellos, decenas de cuencos, vasos, jarras, vasijas, tazones y cálices de mil colores y envergaduras contenían sustancias líquidas, sólidas, granuladas, muertas e, incluso, vivas, de variada procedencia: mercurio, raíces, azufre, gusanos, semillas, flores, extraños jugos, piedras, arena, picos y patas de aves, hierbas… Otra de las paredes reproducía en grandes dimensiones un gran círculo mágico con un hexagrama azul en su centro, en cuyas puntas, a su vez, brillaban seis estrellas doradas. Así, claro, a la fuerza le tenía que sobrar uno de los siete días de la semana: en el exterior del círculo, siguiendo idealmente los radios del hexagrama, había dibujado los símbolos de la Luna (lunes), de Marte (martes), de Mercurio (miércoles), de Júpiter (jueves), de Venus (viernes) y de Saturno (sábado), pero no había tenido estrellas suficientes para añadir el Sol (domingo). Para ello hubiera necesitado un heptagrama, y ya no hubiera sido exactamente lo mismo.


En fin, abreviaré mencionando que había un candelabro judío de siete brazos junto a un atanor de alquimista, una piel de serpiente junto a un pez-lobo flotando en un frasco, y un caldero para transmutaciones mágicas bajo una cruz ahorquillada en forma de U. Cortinajes brillantes y, sobre una rama de olivo, un grajo negro y vivo, y una blanca calavera, completaban el escenario.


Jonás no salía de su asombro mirando aquellos objetos incomprensibles para él, y un cierto temor infantil le hacia pegarse a mi costado más de lo normal. La hechicera se sentó en una silla, detrás de un pequeño altar cubierto por un mantel sembrado de puntos dorados, y nos indicó con un gesto de su mano que tomáramos también asiento en dos taburetes que se encontraban a nuestras espaldas.

– Os escucho. ¿Qué es lo que deseáis de mí? -preguntó.

– No me andaré por las ramas -comencé, llevando mi mano lenta y ostentosamente hasta la empuñadura de mi larga espada de doble filo-. Necesito sin tardanza una información que sólo vos poseéis y estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguirla.

– ¡Valiente majadero! -exclamó ella echándose para atrás divertida; sus ojos y sus labios sonrieron con ironía-. No me importa que seáis burgués, caballero, noble o el mismísimo rey de Francia; sois un majadero, sire. Intentáis amedrentarme con el gesto de fuerza propio de un niño. Pero, mirad, estoy dispuesta a consentiros estas brabuconadas en mi casa si pagáis el precio que os pida por lo que sea que hayáis venido buscando.

Debo reconocer que me desconcertó. Por supuesto que no había pensado en ningún momento utilizar de veras mi arma, pero había creído que ese gesto la atemorizaría lo suficiente para colocarla en una posición vulnerable durante nuestra conversación. Me había equivocado; la había creído menos astuta de lo que era. Ella aprovechó mi desconcierto.

– Hablad de una vez. ¿Acaso queréis pasar aquí toda la noche?

– No lidiemos más, hechicera, acepto mi derrota -dije, y sonreí amistosamente con toda la gentileza que pude, llevando a cabo un rápido cambio de táctica. Sus rasgos semitas (ojos negros y pequeños, nariz aquilina, frente amplia) se conjugaban armoniosamente con esos otros rasgos sorprendentes (pelo blanco, piel lechosa e incontables lunares, pecas y lupias). Lo cierto es que la hebrea señoreaba una turbadora belleza. Me pillé a mí mismo disfrutando con estos pensamientos pecaminosos que iban contra mi voto de castidad, que me prohibía el trato con mujeres, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para alejarlos de mi mente. Entonces ella me miró largamente con desprecio y me volvió a desconcertar. Reaccioné a marchas forzadas-. Bien, veréis, he sabido que fuisteis vos quien preparó la vela envenenada que terminó con la vida de Guillermo de Nogaret.


No despegó los labios. Continuó mirándome despectivamente sin inmutarse.

– ¿Me habéis oído o es que sois sorda?

– Os he oído, ¿y qué? ¿Acaso pretendíais que me echara a llorar o que gritara de espanto?


En ese momento el grajo chilló: «¡Que gritara de espanto, que gritara de espanto!», y Jonás pegó tal brinco en su taburete que casi se cayó redondo al suelo.

– ¡Esto es cosa del diablo, sire! -exclamó arreglándose la ropa. -Vuestro joven hijo no es muy valiente que digamos… ¡Mira que asustarse de un pájaro!


Ahora fui yo quien dio un respingo delator. ¿Aquella maldita mujer no sería bruja de verdad? Estaba empezando a preocuparme.

– Jonás no es mi hijo, señora, es mi escudero, y, si no os importa, me gustaría volver a nuestro asunto, que me parece mucho más importante que vuestros comentarios y los comentarios de vuestro grajo.

– Ya os dije que os estaba escuchando.

– Muy bien, lo haremos a vuestra manera. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?

– ¿Y por qué debería responder a esa pregunta?

– ¿Cuántas monedas queréis por la respuesta verdadera?

– ¿Escudos de oro o florines papales? -preguntó ladinamente.

– Escudos de oro.

– Dos.

– Muy bien. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?

– No, yo no lo preparé. Y ahora dejad sobre la mesa los dos escudos.


Solté la bolsa de las monedas de mi cinto para que pudiera verla bien y puse cuatro escudos sobre el mantel de puntos dorados.

– Si no fuisteis vos, ¿quién fue?


Se quedó pensativa un momento, mirando el dinero con avidez, pero frenada por algo invisible.

– Coged dos de esos cuatro escudos, sire. Esa pregunta no la responderé.

– Está bien, la formularé de otra manera dentro de un rato.


Ella sonrió, arqueando las cejas con escepticismo, pero no dijo nada.

– ¿Trabajáis para Mafalda d‘Artois?

– Trabajo para mucha gente, pero si lo que queréis saber es si tengo con ella algún compromiso especial, la respuesta es no. Todos los que vienen aquí terminan pensando, no sé por qué, que estoy a su servicio -y se rió-, pero no es cierto. Yo no tengo amos ni dueños, así que repito la respuesta: no, no trabajo para Mafalda d‘Artois; he hecho algunos favores a esa dama y ella me los ha pagado generosamente, pero nada más.


Yo iba dejando sobre la mesa dos escudos por cada respuesta.

– Entre esos favores de que habláis, ¿estaba el de envenenar a Guillermo de Nogaret?

– No. Mafalda d‘Artois sabe mucho más sobre venenos que yo misma y no me hubiera necesitado para eso; ella sola habría podido hacerlo perfectamente. De hecho… Pero ¿es que no conocéis los acontecimientos más recientes de Francia, sire? -inquirió muy sorprendida-. No, ya veo que no. Claro, vos no sois francés. ¿De dónde sois? -Yo moví negativamente la cabeza-. ¡Ah, no me lo queréis decir! Bien, no es necesario, por vuestro acento diría que nacisteis al otro lado de los Pirineos, en alguno de los reinos de España, pero seguramente hace mucho tiempo que no vivís allí. Vuestra lengua habitual debe ser, dejadme adivinar, el… latín, sí, el latín. ¿Es que sois un monje camuflado? Decídmeloo, por favor, quiero saber si he acertado.


Y arrastró hacía mi dos de los seis escudos que tenía delante de ella. Me hizo gracia el juego y los cogí.

– Habéis acertado en todo -dije.

– Así que monje -sonrió-. Pero no un monje de convento ni un clérigo de iglesia. ¿Qué tipo de monje podéis ser? Alguien presto a sacar la espada -comenzó a enumerar-, alguien que pregunta sobre secretas intrigas palaciegas, alguien que viaja con un escudero… Sin duda, debéis pertenecer a alguna Orden Militar. ¿Sois templario? ¿Quizá hospitalario?


Arrastró otros dos escudos de oro hacia mí.

– Pertenezco a la Orden de Montesa, señora.

– ¿Montesa? No sé, no recuerdo haberla oído nombrar.

– Es una Orden creada recientemente por el rey Jaime II de Aragón en el reino de Valencia.

– ¡Ajá!… Bien, entonces estos dos escudos no los habéis ganado -y los recuperó atrayéndolos hacia ella-. No sabéis mentir, sire.

– Ahora me toca a mi -observé escamado-. ¿Vino a vuestra casa la dama de compañía de Mafalda d‘Artois, Beatriz d‘Hirson, para pediros algo que hiciera regresar a su lado a su amante Guillermo de Nogaret?

– Si. Vino -afirmó, ratificando sus palabras con un gesto de la cabeza-. Quería un hechizo que devolviera la paz al guardasellos real y que, al mismo tiempo, actuara como un filtro de amor.

– ¿Y le proporcionasteis ambas cosas?

– Sí.

– ¿En la vela?

– Si, en la cera de la vela.

– También le pedisteis cenizas de la lengua de uno de los hermanos D‘Aunay para atraer el poder del demonio.

– Es cierto. Mafalda d‘Artois tiene esas cenizas y le pedí a Beatriz d‘Hirson que me trajera una cantidad muy pequeña, apenas nada, lo suficiente para mezclarlas con la cera y proferir los sortilegios necesarios.


Los escudos de oro comenzaban a formar una montaña entre las manos de Sara.

– Pero en la vela había algo más…

– Si, es verdad.

– ¿Qué más había?

– Cristal blanco y Serpiente del Faraón.

– ¡Mercurio combustible y aceite de vitriolo!

– ¡Vaya, pero si también sois un experto alquimista!

– ¿Por qué, señora, por qué añadisteis el mercurio y el ácido a la mezcla?

– Vais a perder mucho dinero si andáis repitiendo las preguntas dos veces. Ya os dije antes que no fui yo quien preparó el veneno.


La miré directamente a los ojos y me di cuenta que para bregar con aquella mujer no tenía más que dos opciones: una, ofrecerle a cambio del nombre del envenenador una suma de dinero tal que no pudiera rechazarla, y dos, dar por ciertas mis sospechas sobre los templarios y esperar que cayera en la trampa. Decidí jugar fuerte con las dos.

– Está bien, señora, veo que el asesino es alguien que merece vuestra confianza o que os pagó un precio tan alto por vuestro silencio que mis escudos de oro no son más que calderilla para vos. Pero si así fuera, si poseyerais tanto dinero, seguramente ya no viviríais aquí, ni os dedicaríais a la hechicería, por lo tanto la segunda posibilidad queda eliminada y sólo nos queda la primera: el asesino es alguien a quien apreciáis.

– Repito, mi señor, que sois un majadero -afirmó apoyando las palmas de las manos sobre el borde de la mesa y echando el cuerpo hacia adelante como para ganar mí espacio físico. Lo cierto es que estaba muy hermosa; sin querer, me fijé que las guedejas de pelo blanco le empezaban a caer suavemente por los lados de la cara y, mientras tanto, el grajo repetía: «¡Majadero, majadero!»

– ¿He dicho algo incorrecto?

– De momento lo que no me habéis dicho todavía es vuestro nombre.

– Tenéis razón. Lo lamento. Mi nombre es Galcerán, Galcerán de Born, y soy médico. Y el nombre de mi escudero es García, pero prefiero llamarle Jonás.

– Hermosa simbología… -observó; ¿por qué estaba empezando a sospechar que aquella hechicera judía había adivinado el vínculo que me unía con Jonás?-. Pero escuchad, pues esta charla se está prolongando mucho y deseo que os marchéis cuanto antes: el asesino, como vos le habéis calificado, no era un solo hombre sino dos, dos caballeros dignos y honorables que gozan de mi absoluta confianza y de toda mi estima. En una ocasión, hace mucho tiempo, ambos salvaron a mi familia de morir en la hoguera -su voz se tomó de pronto opaca y cruel-. Mi padre era el prestamista más importante del barrio judío y tenía incontables enemigos entre los gentiles, que estaban deseando verle arder en el fuego de la Inquisición. Alguien le acusó falsamente de haber apuñalado y quemado una hostia consagrada. ¡Menuda necedad! Tuvimos que abandonar a toda prisa nuestra casa y escapar con las manos vacías para salvar nuestras vidas. Los dos caballeros que os he mencionado nos ayudaron a huir, nos dieron refugio y nos ocultaron hasta que el peligro pasó. Como comprenderéis, tenía una deuda tan inmensa con ellos que me ofrecí a colaborar en cuanto solicitaron mi ayuda. Es cierto que, contra mi deseo, me pagaron una considerable suma de dinero, mucho mayor, probablemente, de lo que podáis suponer, pero ¿por eso debería abandonar mis artes? Cada cual ejerce un oficio en esta vida, y yo soy hechicera, y me gusta serlo, y no dejaría de serlo aunque tuviera tres veces la cantidad que mis amigos me pagaron.

– Deduzco, pues, que vuestros amigos eran templarios y que vos y vuestra familia os refugiasteis en la fortaleza del Marais huyendo de la justicia real y de la Inquisición.

– Habéis acertado -exclamó sorprendida-. ¡Estos dos escudos son vuestros!

– ¡Dejaos de juegos, señora! -grité dando un doloroso puñetazo sobre mi propia rodilla-. ¿Veis esta bolsa? Contiene cien escudos y cien florines de oro. ¡Tomadla, es toda vuestra! Pero no sigáis tejiendo encajes en torno a mi cabeza porque no estoy dispuesto a aceptarlo. ¡Quiero los nombres de vuestros amigos y los quiero ahora! ¡Sabed que no corren ningún peligro, que mi boca no les denunciará! Sólo estoy buscando la verdad. Sólo quiero averiguar si Guillermo de Nogaret murió a manos de los templarios o no.


Sara se echó a reír a carcajadas.

– ¡Pero si ya os lo he dicho! Estáis tan furioso que no os habéis dado cuenta de que ya os he confirmado que mis amigos habían preparado el veneno y que, en efecto, eran templarios.


Estaba harto de aquella maldita mujer. Antes de que Jonás se me acercara y me susurrara al oído un estúpido «Es verdad, sire, ya os lo ha dicho», tuve que reconocer que era endiabladamente ingeniosa y que me ganaba en enredos.

– Además, micer Galcerán, desgraciadamente, y aunque desconozco para qué queréis esta información, en estos momentos puedo deciros sus nombres sin peligro para ellos, puesto que uno ya no está en Francia, y no volverá jamás… -me pareció notar en su voz un resto de amargura-, y el otro está preso en los calabozos del rey. Qué ironía, ¿no os parece? Mi amigo está encarcelado precisamente en los calabozos de la fortaleza del Marais, la fortaleza que antes fuera su casa y que ahora es su prisión.

– ¿Detenido? ¿Bajo qué acusación?

– ¡Es tan grotesco! -silabeó-. Está detenido por asesinar al rey Felipe el Bello y, siendo cierto, ni siquiera su acusador, el rey Felipe el Largo, cree que sea culpable de verdad de ese delito.

– No entiendo ni una palabra.

Me miró con conmiseración.

– Cuando murió Felipe IV se rumoreó que lo habían matado los templarios, pero mis amigos hicieron un buen trabajo y no pudieron encontrar pruebas para demostrarlo, supongo que conocéis los hechos, ¿o no? -Asentí con la cabeza-. Entonces subió al trono su hijo mayor, el rey de Navarra, Luis X, que murió súbitamente a los dos años de ser coronado, dejando viuda y preñada a su esposa Margarita, que poco tiempo después dio a luz un varón. Todo el mundo estaba satisfecho, menos Mafalda d‘Artois, naturalmente. Le llamaron Juan, el rey Juan I, y mira por donde, muere también misteriosamente al poco de nacer. Le ha llegado el turno, por fin, a Felipe de Poitiers, el actual rey Felipe V el Largo, casado con Juana de Borgoña, hija de Mafalda d‘Artois. ¿Lo entendéis ya?

– Lamento tener que reconocer que no sé adónde queréis llegar.

– Felipe el Largo, con cierta parte de razón, está convencido de que su suegra Mafalda ha sido la artífice de todas las muertes que os he mencionado: la de su padre, la de su hermano mayor y la de su sobrino recién nacido. Y lo mismo que el rey, lo piensa también toda la corte y todo el reino. El gran sueño de Mafalda d‘Artois había sido siempre que alguna de sus dos hijas llegara a reina de Francia. (por eso las casó con dos de los tres hijos del rey, Felipe y Carlos, puesto que el mayor, Luis, ya estaba comprometido con Margarita). Mafalda quiere ver a sus descendientes sentados en el trono de este país al precio que sea, y parte de ese precio lo pagó envenenando a Luis X y a su hijo Juan I.

– Pero el rey Felipe el Largo -dije yo continuando con su argumento- no está tranquilo. En cualquier momento alguien puede echarle en cara que es rey porque su suegra le ha despejado el camino.

– Exacto. El pobre infeliz sólo está equivocado al creer que Mafalda también mató a su padre. Ése es el único crimen que ella no cometió, pero como no lo sabe con certeza se siente inseguro. ¿Qué hacer?, se pregunta. Organiza entonces una ridícula batida para atrapar a los pocos templarios que quedan sueltos por París, aquellos que, por los motivos que fuera, se reconocieron culpables de las necias acusaciones de su padre y de Nogaret y que, por eso mismo, fueron condenados a castigos menores y casi inmediatamente puestos en libertad. La excusa para estas nuevas detenciones fue imputarles la muerte de Felipe el Bello, librando así de sospechas a Mafalda d‘Artois y, con ello, legitimando y limpiando su propia coronación.

– ¡Qué barbaridad! -dejó escapar Jonás completamente absorto en el relato; a los jóvenes les gustan en exceso esta clase de historias.

– Mi amigo Evrard estaba ya gravemente enfermo y no pudo escapar a tiempo de París, y ahora -dijo rabiosa, echando fuego por los ojos- se está muriendo en la prisión, injustamente acusado por un crimen que si cometió.

– ¿Habéis dicho Evrard…? -pregunté con la poca voz que conseguí sacar, a duras penas, de mi cuerpo.

– ¿Es que le conocéis? -se sorprendió. ¿Conocerle…?, pensé. No. En realidad, sólo le había visto

una vez, hacía muchísimos años, y eso no era conocer a una persona. Evrard… Evrard y Manrique de Mendoza.


Yo tenía pocos años más que Jonás cuando Manrique, el hermano de Isabel, volvió al castillo de su padre después de pasar largos años en Chipre, donde se había establecido la cúpula de su Orden desde la pérdida de la ciudad siria de San Juan de Acre en 1291. Manrique era caballero templario y llegó acompañado por su amigo Evrard. Durante las pocas semanas que pasaron en el castillo, nos contaron interminables historias de cruzados, de batallas, de monarcas y guerreros… Nos hablaron del gran caudillo moro Salah Al-Din [5], del rey leproso, de la piedra negra de La Meca, del «Viejo de la Montaña» y sus fanáticos seguidores, los Asesinos, del agua dulce del lago de Tiberíades, de la pérdida de la Verdadera Cruz en la batalla de Hattina… Isabel, la madre de Jonás, adoraba a su hermano mayor, y yo, simplemente, la adoraba a ella. Aquellas noches inolvidables, mientras Manrique y Evrard contaban sus historias junto al fuego en el noble salón de armas del castillo de los Mendoza, yo, desde la oscuridad, contemplaba en silencio el hermoso rostro de Isabel iluminado por las llamas, ese rostro que su hijo me devolvía ahora, día tras día y semana tras semana, como si fuera el retrato perfecto de su madre. Ella sabia que yo la miraba y todos sus gestos, y sus sonrisas, y sus palabras, estaban dirigidos a mí. Los nombres de Manrique y Evrard habían quedado ligados para siempre en mí memoria a los preciosos recuerdos de los años que, primero como paje y luego como escudero, pasé en la fortaleza de los Mendoza, levantada junto al río Zadorra, en tierras de Álava.

– ¿Es que le conocéis? -repitió Sara.

– ¿Qué…? ¡Ah, sí, si…! Lo conocí hace muchos años, tantos que casi lo había olvidado. Decidme… vuestro otro amigo, el compañero de Evrard, ¿se llama Manrique, Manrique de Mendoza?


La cara de la hechicera se tomó de pronto en una máscara rígida, en un agujero por el cual cruzó sin detenerse un relámpago de ira y tristeza.

– ¡También conocéis a Manrique! -musitó.


Al parecer Sara y yo compartíamos sentimientos similares de pérdida y añoranza por dos miembros distintos de la misma familia. ¿No era como para echarse a reír? Me había pasado la vida huyendo de mis fantasmas para venir a encontrarme con ellos en la humilde casa de una bruja del barrio judío de París. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas, pero no lo tenía.

– Decidme, Sara, ¿qué le pasa a Evrard?

– Se está muriendo. Tiene unas fiebres terribles, está en los huesos y, últimamente, apenas sí recobra la conciencia.

– ¿Es que acaso os permiten visitarle? -pregunté desconcertado.


Sara soltó una carcajada.

– No, no me dejan, pero no necesito el permiso de nadie para atender a Evrard. Recordad que está encerrado en las mazmorras de la fortaleza en la que yo me críe.

– ¿Queréis decir que conocéis algún acceso secreto?

– Eso mismo. Veréis, el subsuelo de Paris está agujereado por cientos de túneles y galerías que conectan con las antiguas alcantarillas romanas. En el lado izquierdo del río hay tres montes: el Montparnasse, el Montrouge y el Montsouris. Sus entrañas fueron agujereadas y explotadas como canteras desde tiempos anteriores a los romanos. Son largos corredores que cruzan el río y la ciudad por debajo y que llegan hasta otro monte, el Montmartre. Con el paso de los siglos fueron quedando en el olvido y hoy día ya nadie recuerda su existencia. Los templarios, sin embargo, utilizaban estos túneles para guardar objetos valiosos, para ocultar parte del tesoro de la corona cuando eran sus guardianes y para celebrar algunas de sus ceremonias privadas.

– ¿Y por qué los conocéis vos?

– Porque por ellos escapamos de los guardias del rey -recordó con rabia-. Luego, ya más mayor, con otros niños que también vivían en la fortaleza, volví a visitarlos, aunque a escondidas, naturalmente. Estos túneles, en su mayoría, están cegados. Las paredes se desmoronaron, especialmente en las galerías que pasan bajo el río. Pero nuestra zona, la que comunica el barrio judío con la fortaleza, se encuentra en buen estado porque los caballeros apuntalaron y reforzaron las bóvedas. De todos modos hay que conocer bien los subterráneos; si no se conocen quizá se pueda entrar, aunque es difícil, pero desde luego no se puede salir.

– Y vos utilizáis esas galerías para llegar hasta Evrard.

Sara sonrió sin decir nada.

– Llevadme hasta él -le supliqué-. Llevadme hasta vuestro amigo.

– ¿Por qué?

– Por varias razones. La primera porque soy médico y puedo, si no sanarle, al menos ayudarle; la segunda porque Evrard me conoce, y la tercera porque él es mi última esperanza para obtener las pruebas que necesito y poder volver a mi casa. No puedo pagaros nada; os di todo mi dinero. Pero si de veras apreciáis a vuestro amigo, me llevaréis hasta él.


La hechicera me observó fijamente durante un buen rato, sin parpadear ni apartar la mirada. Era una mujer de espíritu fuerte y carácter ingobernable, y presumo que sopesaba el bien y el mal que mi visita podía reportar a su apreciado y enfermo Evrard. Al final adoptó la resolución más prudente.

– No puedo prometeros nada -declaró-. Pero venid mañana a esta misma hora y os comunicaré lo que Evrard haya decidido. Esta noche se lo consultaré.

– Decidle mi nombre, decidle que hace quince años nos conocimos en el castillo de los Mendoza. Decídselo, por favor. Me recordara.

– Mañana, sire Galcerán, mañana a esta misma hora.


Evrard aceptó la entrevista, pero tal honor no carecía de peligros e inconvenientes. El viejo templario estaba muy enfermo, me avisó Sara, y su estado era de total abandono. No debía dejarme impresionar por la suciedad y el olor, que era insoportable, ya que procedía de la sangre de los excrementos y de las llagas de Evrard. Para reducir la inflamación de los dolorosos bubones, Sara había recurrido a ciertos emplastos fabricados a partir de ceras, aceites, mantecas, gomas y sales, muy eficaces para ablandar cierto tipo de abscesos, pero completamente inútiles para su enfermedad. También le daba a beber ciertos cocimientos de adormideras para mitigarle el dolor, que era insoportable, aunque con idéntico resultado negativo. Evrard se extinguía en su cárcel como un perro sarnoso y no había nada que pudiera ayudarle a bien morir.


Todo esto me lo contaba mientras iba preparando una talega con las cosas necesarias para descender a los túneles: antorchas, fósforo, lana, un poco de cal y un mortífero puñal de plata de hoja bellamente labrada con caracteres hebreos que no me dio tiempo a leer; seguramente seria el estilete que empleaba en sus ceremonias de magia. Nunca se había encontrado con nadie en aquellas caminatas nocturnas, me confesó, pero había que estar prevenido, por si acaso, contra los guardias de la fortaleza.


En cuanto Sara se cargó la bolsa al hombro, tuve que darle a Jonás la mala noticia de que no iba a acompañarnos. En un primer momento se quedó completamente mudo, como sí no hubiera comprendido bien lo que le había dicho; luego reaccionó con verdadera furia:

– ¡Vais a una fortaleza templaria y no me lleváis con vos! No puedo creerlo. ¡Os he acompañado a todas vuestras entrevistas y ahora me dejáis en la casa de una hechicera con la única compañía de un grajo loco! -Empezó a dar sonoras patadas en el suelo-. ¡No, no y no! ¡Yo también voy, digáis lo que digáis!

– Esta vez no voy a cambiar de opinión, Jonás. Así que siéntate cómodamente y espera nuestro regreso. Aprovecha para repasar tus conocimientos de hebreo y de la Qabalah, aquí tienes muchas cosas que te pueden ayudar.

– ¡Está bien, sire -vociferó encolerizado-, vos lo habéis querido! Pero mejor así, porque ya estoy harto. Me vuelvo al monasterio.

– ¿De veras…? -pregunté saliendo del cuarto en pos de Sara, que me esperaba en la puerta de la calle-. ¿Y cómo piensas llegar hasta allí?

– ¡No lo sé, pero seguro que los monjes parisinos del convento de San Mauricio estarán encantados de acogerme y de ayudarme a regresar a Ponç de Riba! Mañana mismo me voy con ellos. Ya me he cansado de viajar con vos.


Sus palabras detuvieron mis pasos durante un instante, pero, con el corazón oprimido, continué avanzando sin volverme más. Si quería marcharse, yo no le retendría. Desde luego no iba a ponerle en peligro dejándole venir con nosotros a los calabozos del rey en la antigua encomienda templaria. Su presencia no sólo no era necesaria, sino que podía resultar una carga si los guardias nos pillaban dentro de la prisión. Catorce años son muy pocos años para afrontar una condena de por vida o incluso la hoguera, a la que los francos son tan aficionados. Debo confesar, sin embargo, que también pesaba en mi ánimo el hecho de que Evrard pudiera reconocer a Jonás como hijo de Isabel, dado el gran parecido entre el muchacho y su madre, y estaba pensando en esto cuando Sara me susurró desde la oscuridad:

– Quería comentaros, sire Galcerán, que vuestro hijo guarda un parecido asombroso con Manrique de Mendoza. La única diferencia que puedo observar entre ellos es la gran estatura de Jonás, idéntica a la vuestra.


Mi cansado espíritu no encontró las fuerzas necesarias para seguir negando lo que era evidente para aquella bruja:

– Escuchad, Sara, él todavía no sabe la verdad. Os ruego que no le digáis nada.

– No os preocupéis -me tranquilizó-. Pero decidme si es cierto lo que sospecho.


Sentí en el alma un infinito cansancio.

– Su madre es, en efecto, Isabel de Mendoza, la única hermana de vuestro amigo.

– Pero, si no recuerdo mal, la única hermana de Manrique profesó en un monasterio tras la muerte de su padre.

– No quiero hablar más sobre ello. Por favor.

– ¿Sabéis cuál es vuestro problema? -dijo ella zanjando bruscamente el asunto-. Que no sabéis expresar vuestros afectos.


Caminamos en silencio por las estrechas callejuelas del barrio judío hasta llegar frente a una pequeña casa abandonada cuyas paredes parecían a punto de desmoronarse y cuya techumbre hacía tiempo que, por su apariencia, debía haberse venido abajo. La puerta, desvencijada y sin goznes, estaba medio apoyada sobre su primitivo hueco, y el interior aparecía oscuro y lúgubre. Sin embargo, a pesar de tal aspecto, Sara penetró en ella con la confianza de quien recorre un camino seguro y familiar, así que la seguí sin temor. Al fondo, en el centro de un patio lleno de maleza, un pozo seco resultó ser la entrada a las viejas canteras. Descendimos a tientas los peldaños de una disimulada escalera y sólo cuando hubimos pisado tierra firme y avanzado unos cincuenta pasos por una estrecha y húmeda galería llena de moho y escorias, la hechicera de pelo blanco se decidió por fin a encender las antorchas.

– Ahora estamos seguros -comentó en voz alta rompiendo el pesado silencio; el eco devolvió sus palabras desde mil profundidades.


A la luz de las llamas pude ver las paredes de piedra viva que conformaban aquellos antiguos túneles horadados en tiempos olvidados. Sara me llevó a través de ramales que se bifurcaban una y otra vez hasta la desesperación y me dije, preocupado, que si aquella mujer me abandonaba allí, seria incapaz de encontrar la salida. Ella conocía el camino de memoria y avanzaba con presteza, pero, quizá por seguridad, realizaba ciertas variaciones de vez en cuando, porque en alguna ocasión la vi inclinarse hacia el suelo y luego cambiar de rumbo. Caminamos sin detenernos durante una media hora larga; nos movíamos por galerías secundarias que terminaban en amplias explanadas que, a su vez, daban paso a otras galerías y a otras explanadas. Conforme más nos íbamos acercando a la fortaleza, más señales encontrábamos de la pasada utilización de aquellos subterráneos por los monjes templarios: una efigie mutilada del arcángel san Miguel abandonada en un rincón, un cofre de tres sellos abierto y vacío en medio del camino, hornacinas en las paredes con extraños dibujos en sus intersecciones (signos solares, barcas lunares de tres mástiles, águilas de doble cabeza…). Aquí y allá tropezábamos, además, con cúmulos de rocas producidos por antiguos derrumbes de las bóvedas. Sara me contó que, años atrás, cuando ella visitaba a escondidas aquel laberinto, los cofres llenos de oro, de joyas y de piedras preciosas se acumulaban a cientos contra las paredes, incluso apilados unos sobre otros, formando columnas hasta el techo. En los que estaban abiertos, mostrando su contenido, ella había visto monedas relucientes, anillos, collares preciosos, diademas, coronas tachonadas de rubíes, perlas y esmeraldas, relicarios de ébano y marfil, vasos, cálices, guardajoyas de madreperla, cruces con bellos esmaltes e incrustaciones de gemas, telas bordadas con preciosos hilos de oro y plata, candelabros tan altos como una persona y tan brillantes como el sol, y muchas más cosas igualmente maravillosas. Un tesoro difícil de imaginar sí no se ha visto, me dijo. ¿Cómo era posible que toda esa riqueza hubiera desaparecido en el aire, me pregunté sorprendido, esfumándose ante los ojos de los guardias, del rey y de los propios parisinos como si fuera humo? ¿Cuándo y, sobre todo, cómo habían sacado de aquellas galerías, sin despertar sospechas ni curiosidad, los cofres que Sara decía haber visto por centenares? Me resultaba inexplicable.


Por fin, nos detuvimos en una intersección de caminos.

– Hemos llegado. Ahora silencio absoluto, o los guardias nos oirán.


La judía se encaminó hacia una de las paredes que, a simple vista, no se diferenciaba en nada de cualquier otra, y comenzó a ascender como un gato utilizando unas estratégicas hendiduras talladas en la roca. Entramos en lo que parecía la boca de otro túnel y que resultó ser la entrada a las alcantarillas de la fortaleza templaria; nos embistió de repente una penetrante vaharada a excrementos en descomposición. Sobre nuestras cabezas se escuchaba el eco apagado de voces lejanas y un interminable redoble de pasos avanzando en todas direcciones. Seguimos nuestro camino por aquellos apestosos canales hasta enfrentarnos a una enorme reja de hierro que, a pesar de su temible apariencia, se plegó dócilmente bajo la presión de la mano de la hechicera. Minutos después, el techo comenzó a declinar y, cuando mis cabellos comenzaron a rozar las piedras, Sara se detuvo, me entregó su antorcha, y con ambas manos hizo fuerza para impulsar hacia arriba uno de aquellos enormes sillares. La piedra, misteriosamente, cedió y, aparentando no pesar mucho más que un poco de aire, se apartó para dejarnos el paso libre.

– Ahora, apagad las antorchas. Pero cuidado, no las mojéis. Luego no nos servirían para regresar.

Después que hube cumplido la orden, ascendí tras ella y entré así en la oscura mazmorra de Evrard.

– ¿Habéis tenido algún problema? -preguntó una voz de anciano desde un rincón. Las tinieblas eran tan profundas que no hubiera podido distinguir ni mi propia mano delante de la nariz.

– No, ninguno. ¿Cómo te encuentras esta noche?

– Mejor, mejor… Pero ¿dónde está Galcerán? ¿Galcerán?

– Aquí estoy, mi señor Evrard, feliz de reencontraros después de tantos años.

– Ven aquí, muchacho -me pidió con un hilo de voz-. Acércate para que pueda observarte. No, no te sorprendas -dijo soltando una risita-; mis ojos están tan acostumbrados a la oscuridad que lo que para ti son sombras para mí es luz. Ven… ¡ Oh, Jesús! Pero si te has convertido en un hombre.

– Así es, mi señor Evrard -sonreí.

– Manrique supo por alguien que te conocía que estabas viviendo en Rodas. Creo que dijo que habías hecho los votos hospitalarios.

– Así es, freire. Soy hospitalario de San Juan. Trabajo habitualmente como médico en la enfermería de la Orden en Rodas.

– Conque hospitalario, ¿eh? -repitió con sarcasmo-. Siempre han dicho que nuestras Órdenes eran enemigas encarnizadas, aunque ni Manrique ni yo tuvimos nunca problemas con los hospitalarios que conocimos a lo largo de nuestras vidas. ¿No crees tú que a veces los freires nos vemos envueltos en falsos mitos y leyendas sin fundamento?

– Opino como vos, mi señor Evrard. Pero no quiero que habléis ahora. He venido a reconoceros y no quiero que gastéis vuestras fuerzas hasta más tarde, respondiendo a mis preguntas.


Escuché una risa apagada que salía de su cuerpo. Poco a poco me iba acostumbrando a la oscuridad y aunque, desde luego, seguía sin ver demasiado, pude vislumbrar su cara y su figura. El caballero Evrard -nunca llegué a conocer su apellido-, aquel que en mis sueños tenía, como Manrique, las dimensiones de un gigante y la fuerza de mil titanes, se había convertido, para mí

sorpresa, en poco más que un montón de piel y huesos sosteniendo una cabeza que ya no era más que una calavera. Sus ojos hundidos, sus pómulos salientes en una cara devastada, aquella raleante y sucia barba grisácea, no eran, por mucho que hubiera tenido conocimiento previo de su mal estado, los del invencible guerrero cruzado de mi mocedad que, estúpidamente, había esperado volver a encontrar. El olor de la celda, por desgracia, sí resultaba inconfundible: cada enfermedad despide una emanacion característica, del mismo modo que la vejez huele diferente de la juventud. Son muchos los motivos que influyen en los olores corporales: las comidas y sus ingredientes, las telas con las que se fabrican los vestidos, la propia textura de la piel, los materiales con los que se trabaja o los lugares donde uno vive e, incluso, las gentes con las que se convive. La enfermedad de Evrard olía a tumor, a esos tumores que devoran el cuerpo y licuan las vísceras haciéndolas salir del organismo con los vómitos y los excrementos. Por su aspecto, no le quedaba más de uno o dos días de vida.


Evrard, sin ningún género de dudas, padecía la peste.


Me acerqué a él y, retirándole la harapienta camisa hacia arriba, le palpé cautelosamente el vientre hinchado y rígido, llevando buen cuidado de no rozar los dolorosos bubones, inflamados hasta casi lo inverosímil, que le ascendían desde las ingles hasta el abdomen y desde el tórax hasta el cuello, pasando por las axilas. Los dedos de sus manos y sus pies estaban negros, los brazos y piernas cubiertos de cardenales y tenía la lengua hinchada y blanca. A pesar de la delicadeza con que realicé la exploración, sus gemidos de dolor me indicaron el terrible extremo al que había llegado la destrucción de su organismo. Sufría una fiebre altísima que llegaba hasta mis manos a través del contacto, su pulso era veloz (¡mucho más que veloz!) e irregular y unos rápidos escalofríos le sacudían de vez en cuando como si le hubieran golpeado con un mazo.

– Debió picarme una pulga -murmuró agotado.


Bajé de nuevo sus ropas y me quedé pensativo. Lo único que podía hacer por él era lo mismo que había hecho por el agonizante abad de Ponç de Riba: darle opio en grandes cantidades para que su muerte fuera menos dolorosa. Pero si le aplicaba el opio -y lo traía en mi bolsa-, no podría aprovechar sus últimas horas de vida para hablar con él, no podría preguntarle nada de lo que quería saber, no conseguiría culminar satisfactoriamente mí investigación. Creo que aquélla fue una de las peores decisiones que he tenido que tomar entre las muchas que se me han planteado a lo largo de mi vida.


En el silencio de la mazmorra (¿dónde estaba Sara?), los tristes gemidos del moribundo resonaban como los gritos desgarrados de un torturado. Estaba sufriendo, y no hay nada más absurdo que el sufrimiento físico que ya no sirve ni de aviso ni de medida para conocer la inminencia de la enfermedad. Aquel dolor no era más que dolor -absurdo, cruel-, y yo tenía el remedio en el interior de mi bolsa.

– Sara -llamé.

– ¿Si…?

– Se hallaba justo detrás de mí.

– ¡Adelante, caballeros, defendamos Jerusalén! -aulló en aquel momento, a pleno pulmón, el anciano templario; estaba delirando-. ¡Jesús nos protege, la Virgen Maria nos observa des-de los cielos, la Ciudad Santa nos espera, nuestro Templo nos es-pera! ¡Ay, me muero…! ¡Un alfanje sarraceno ha seccionado mis brazos y desgarra mis entrañas!

– Sara, preparad un poco de agua para el opio.

– ¡Sacad los libros de los sótanos! ¡No dejéis nada en el Templo! ¡Poned los cofres en la explanada y reuníos todos en la puerta de Al-Aqsa en cuanto caiga el sol!

– Es el delirio de la muerte -dijo la judía entregándome un cuenco con el agua. Sus manos temblaban.

– Es el delirio de la peste. ¿Cómo es que vos no os habéis contagiado?


Su voz sonó cortante al responder:

– No es la peste negra, sire, es sólo la peste bubónica. ¿Tan ignorante me creéis que me tendéis semejante trampa? Hasta una judía como yo sabe que los bubones no deben ser tocados y que hay que lavarse a fondo para no caer enfermo.

– ¡El Bafometo!… ¡Ocultad el Bafometo! -gritaba Evrard, tenso como la cuerda de un arco-. ¡No deben encontrar nada, nada! ¡El Arca de la Alianza! ¡Los libros! ¡El oro!

– ¡El Arca de la Alianza! -exclamé impresionado-. Así que era cierto, tenían el Arca de la Alianza.

– Oh, vamos, frey hospitalario de San Juan, ¿también vos vais a creer en esas patrañas? -me reprochó Sara, pronunciando con sarcasmo mi recién descubierta identidad sanjuanista. Era evidente que había escuchado con atención mi conversación con Evrard.

Un rato después, los gritos de Evrard habían cesado y su respiración sonaba compasada. De vez en cuando emitía algún gimoteo, como si fuera un niño, o un lamento, pero su propia locura colaboraba con la pócima para apartarle poco a poco del sufrimiento y, por desgracia, también de la vida.

– No pasará de esta noche; como mucho de mañana, pero no más.

– Lo sé -repuso ella, adelantándose y tomando asiento en una de las esquinas de la piedra cubierta de paja sucia que servía de lecho a Evrard.


Permanecimos hasta la alborada velando al enfermo en silencio. Mi misión había terminado. En cuanto el viejo templario hubiese muerto, regresaría a Aviñón, a informar a Su Santidad de que no había podido encontrar las pruebas necesarias para confirmar sus sospechas, y, poco después, volvería a Rodas, a continuar con mi trabajo en el hospital. En cuanto a Jonás, le facilitaría el regreso a Ponç de Riba, tal como él deseaba, y dejaría que el destino se ocupara del secreto de su vida. Si su madre había renunciado a él para siempre, ¿por qué yo, su padre, no podía hacer lo mismo? A fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener un bastardo más en esta vida? En cualquier caso, me dolía separarme de mi hijo. Supongo que la ausencia total de sentimientos en mí interior durante tanto tiempo me dejaba indefenso ante la idea de perderle.


La hechicera y yo nos marchamos cuando las primeras luces del nuevo día se colaron por un pequeño ventanuco situado a la altura del techo, dejando al moribundo profundamente dormido. Le esperaba, si sobrevivía, una larga jornada de agonía en soledad.


Cuando regresé a la hospedería, Jonás me esperaba despierto.

– Quiero saber por qué no me habéis dejado acompañaros.

– Tenía varias razones -le expliqué dando un bostezo y dejándome caer sobre la cama, agotado-. Pero la principal, si quieres saberlo, era tu seguridad. Si nos hubieran cogido, no hubieras tenido más futuro que el de ese pobre viejo que se pudre en la mazmorra. ¿Era ése tu deseo?

– No. Pero también vos corríais peligro.

– Cierto -murmuré adormilado-. Pero yo ya he vivido mi vida, muchacho, mientras que tú tienes todavía muchos años por delante.

– He decidido seguir con vos -dijo humildemente.

– Me alegro, me alegro mucho. -Y me dormí.


Cuando Sara y yo volvimos la noche siguiente a la fortaleza, Evrard, sorprendentemente, todavía vivía. El opio le había ayudado a resistir, aunque no le había devuelto la cordura. Sin embargo, con la nueva aurora, el viejo templario exhaló el último suspiro tras algunas convulsiones y su cabeza gris se torció hacia un lado hasta quedar inmóvil y con la boca abierta. En honor del pasado, yo me alegré por haberle ayudado a marcharse en paz, aunque eso me hubiera impedido aclarar ciertos detalles que quedarían ocultos para siempre. Debo reconocer que, de algún modo, este pensamiento me dolió. Sara le pasó dulcemente la palma de la mano sobre el rostro para cumplir con el triste rito de cerrarle los ojos. Después se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente, le arregló las ropas, le quitó de debajo la paja sucia y, juntando las manos, invocó a su Dios, Adonai, salmodiando hermosas plegarias por el alma de Evrard. También yo recé; lamentaba que aquel pobre hombre hubiera muerto sin el auxilio de los sacramentos de la confesión y la extremaunción, aunque en el fondo no estaba seguro de que los hubiera deseado, entre otras cosas, porque los templarios sólo pueden ser atendidos por sus propios fratres capellani, para garantizar así la inviolabilidad de sus secretos.


Terminamos nuestras oraciones y, mientras Sara recogía los bártulos, yo me dispuse a retirar cualquier señal de nuestra presencia; antes o después acabarían por darse cuenta de que aquel preso estaba muerto y tendrían que entrar para llevarse el cuerpo y quemarlo. De pronto, al hilo de estos pensamientos, algo muy sencillo llamó poderosamente mi atencion: ¿por qué no se veían por ninguna parte objetos pertenecientes a Evrard? Por más que miraba, no encontraba nada que delatara la presencia de una persona en aquella celda durante largo tiempo, aparte, naturalmente, del cuerpo muerto del templario. Tenía que haber algo, me dije, alguna cosa, como hay siempre en cualquier mazmorra habitada por un condenado: algún manuscrito, utensilios, papeles, pertenencias… Es propio de los presos atesorar bienes pequeños e insignificantes que, para ellos, tienen un inmenso valor; pero, curiosamente, Evrard parecía no haber estado allí jamás, y eso no tenía sentido.

– ¿Cuánto tiempo ha estado Evrard encerrado en esta celda? -pregunté intrigado a la hechicera. -Dos años.

– ¿Dos años y no tenía nada propio, por poco que fuera?

– Sí, sí tenía -me respondió Sara señalando hacia un rincón con la cabeza-. Su cuchara y su escudilla están allí.

– ¿Y nada más?


La hechicera, con su bolsa colgada ya al hombro, me miró fijamente. Por sus pupilas cruzó primero una duda y luego una certeza. Supe, de repente, que no todo estaba perdido.

– Hace una semana, sabiendo que iba a morir -musitó-, me entregó unos papeles que guardaba en su camisa. Me pidió que los destruyera, pero no lo hice. Creo que vuestros piadosos servicios bien merecen que os los deje ver.


Mi impaciencia no tenía límites. Le supliqué que regresáramos cuanto antes para poder examinar aquellos documentos y la hice correr por las galerías de piedra hasta que ambos quedamos exhaustos. Los gallos cantaban en los tejados cuando salimos a cielo abierto por la boca del pozo.

– No sé si hago bien -comentó mientras salíamos de la casa abandonada-. Si Evrard me pidió que quemara esos papeles debería cumplir sus deseos. Quizá haya en ellos cosas que vos no debéis conocer.

– Os juro, mi señora Sara -le respondí-, que, encuentre lo que encuentre, sólo haré uso de aquellas cosas que realmente sirvan al cumplimiento de mi deber; el resto lo olvidaré para siempre.


No parecía estar muy convencida, pero cuando llegamos a su casa extrajo de debajo del jergón unos pliegos amarillos y sucios que me entregó con gesto de culpabilidad. Los cogí atropelladamente y me abalancé hacia la mesa de la sala, desplegándolos con cuidado para no romperlos. En ese momento me sentí un poco mareado, con algo de angustia en la boca del estómago, y tuve que sentarme en uno de los taburetes para poder seguir con mí tarea; ningún malestar físico producido por un par de noches en vela iba a detenerme ahora.


El primero de los papeles contenía el burdo dibujo de un imago mundi [6], hecho con prisas y poca precisión. Dentro de un cuadrado representando el océano universal, había un círculo rodeado por doce semicírculos con los nombres de los vientos: Africus, Boreas, Eurus, Rochus, Zephirus… En el interior, la Tierra dividida en forma de T con los tres continentes que totalizan el mundo: Asia, Europa y África, en cuya intersección destacaban, una junto a otra, Roma, Jerusalén y Santiago -los tres ejes del mundo, los Axis Mundi-y, al norte, el Jardín del Edén. Aquel imperfecto imago mundi reflejaba también las constelaciones celestes superpuestas a la Tierra, probablemente buscando un orden cósmico concreto en alguna fecha determinada, y situando el Sol y la Luna en el extremo izquierdo.


Con infinita delicadeza desplegué, encima de la primera, la segunda hoja, una lámina de tamaño algo menor llena de guarismos ordenados en columnas acompañados por fechas en hebreo y siglas latinas. La mano que había hecho aquellas anotaciones -el color de la tinta reflejaba el paso del tiempo entre las primeras y las últimas- era la misma que había dibujado las letras del imago mundi, así que deduje que ambos documentos estaban hechos por Evrard. Después de dar muchas vueltas, concluí que debía tratarse de un registro de actividades llevado a cabo durante unos diez años, desde mediados del mes judío de Shevat del año 5063, es decir, desde principios de febrero de 1303, hasta finales de Adar del 5073. Intenté descubrir, haciendo suposiciones, qué clase de actividades eran aquellas que tan cuidadosamente había ido anotando el viejo templario, pero ningún dato lo dejaba entrever. En cualquier caso, pensé, si se trataba de partidas de oro sacadas clandestinamente de París, la cantidad era mucho más que inconmensurable. El tercer pliego contenía, por fin, lo que tanto había buscado: la copia manuscrita de una carta firmada por Evrard y Manrique comunicando a un remitente desconocido el éxito de su misión, la perfecta ejecución de lo que llamaban «El desagravio de Al-Yedom», o lo que era lo mismo, la maldición de Jacques de Molay.


Me incorporé complacido, soltando una profunda exclamación de satisfacción. Ahora, me dije, el papa Juan XXII tendría tanto miedo de ser asesinado que no dudaría en dar al rey de Portugal la autorización para crear la nueva Orden Militar de los Caballeros de Cristo. Mi trabajo, al menos la parte relativa a lo que ya podía calificarse como los asesinatos del papa Clemente V, del rey de Francia Felipe IV el Bello y del guardasellos Guillermo de Nogaret a manos de los templarios, estaba acabado. Sólo debía entregar aquel documento en Aviñón y volver a casa.


Pero todavía quedaba un cuarto pergamino, un pedazo en realidad, no mucho mayor que la palma de mi mano. Me incliné nuevamente sobre la mesa y lo examiné. Se trataba de un curioso texto en hebreo carente de significado:


Era incomprensible. El alfabeto utilizado no pertenecía a la lengua judía, al menos no a la lengua judía que yo creía conocer muy bien.

– Sara -la llamé para solicitar su ayuda-, fijaos en esto. ¿Tenéis idea de lo que quiere decir?


La hechicera se asomó por encima de mi hombro.

– Lo siento -exclamó soltando un bufido y alejándose-. No sé leer.


¿Qué demonios significaba aquel disparate? De todos modos no era el momento más adecuado para ponerme a investigar; me sentía cada vez más mareado y con más necesidad de dormir unas cuantas horas. Con qué añoranza recordaba mi juventud, cuando podía pasar dos, y hasta tres, días sin dormir y sin que mí cuerpo se resintiera. La edad no perdona, me dije.

– No tenéis buen aspecto -comentó Sara observándome detenidamente-. Creo que deberíais tumbaros en mi jergón y descansar un poco. Estáis verdoso.

– Lo que ocurre es que ya soy viejo. -Sonrei-. Lo siento, aunque me gustaría dormir un par de horas, debo marcharme. Jonás está solo en la hospedería.

– ¿Y qué? -farfulló tirando de mil por el jubón y levantándome del asiento-. ¿Es que se va a morir de miedo si vos no aparecéis? Si es un muchacho sensato, y lo parece, vendrá a buscaros a esta casa.


Agradecí profundamente que alguien tomara decisiones por mí en aquel momento. La verdad es que estaba terriblemente cansado, como si la idea de haber terminado con aquella misión hubiera relajado mi cuerpo y hubiera dejado caer sobre él todo el cansancio acumulado durante muchos, muchos años… Una sensación absurda, pero así fue como lo sentí.


Las mantas de la hechicera desprendían aroma a espliego.


Nos despedimos de Sara y de París a finales de julio, y emprendimos tranquilamente el camino de regreso hacia Aviñón. La relación entre Jonás y yo había perdido toda la tensión acumulada durante las pasadas semanas y volvía a ser grata y estimulante: establecimos una pugna para ver cuál de los dos resolvía antes el enigma del cuarto pergamino -Sara, con muchas reticencias, nos había hecho entrega de éste y de la copia manuscrita de la carta inculpatoria de Evrard, que yo entregaría próximamente al Papa en Aviñón-, así que, cada uno por su lado luchaba por desentrañar el misterioso mensaje. Aunque yo tenía una idea bastante aproximada de cómo resolver el enigma, lo cierto es que no ponía mucho interés en hacerlo, pues no quería ganar sin dar tiempo al muchacho para aprender todo el hebreo que pudiera durante el viaje; y, era tal su belicosidad, que aprendía a velocidades vertiginosas con tal de derrotarme en la liza. Tenía orgullo, desde luego, y yo disfrutaba con ello. «A fin de cuentas -me repetía constantemente- no deja de ser mí hijo, y, además, siempre será mi único hijo, pues mis votos me impiden tener más descendencia.» A lo largo de los últimos días, y después de muchas reflexiones, había llegado a la conclusión de que debía darle a conocer cuanto antes la verdad sobre su origen. Tenía que ponerle al corriente del asunto antes del regreso a Barcelona y dejar que él, luego, obrara en consecuencia. En caso de que quisiera regresar al cenobio, yo, naturalmente, no le pondría trabas, pero si no era ése su deseo, lo dejaría al cuidado de mis familiares, en Taradell, para que lo educaran como a un De Born en el solar de la familia. Deseaba sentirme orgulloso de mi hijo algún día. En cuanto a los Mendoza…, mejor era no pensar en ellos.


En Lyons cambiamos de ruta para no pasar por Roquemaure. Aquel infeliz de François podía ser un peligro para nosotros si volvíamos a encontrarlo, así que doblamos hacia Vienne y bajamos por el territorio de Dauphiné hasta Provence, entrando en el Comtat Venaissin y en Aviñón por Oriente. Fue una jornada después de salir de Vienne, al anochecer, cuando Jonás resolvió el problema del mensaje: ¡Lo tengo, lo tengo!


Yo estaba distraído en aquel momento contemplando el cielo -una hermosa puesta de sol por Orión-, y no presté atención a lo que decía.

– ¡Lo he resuelto, lo he resuelto! -clamó, indignado por mi indiferencia-. ¡He descifrado el mensaje!


Tal y como yo había supuesto, se trataba en realidad de una simple permutación de alfabetos. Empecé a sacar tranquilamente de las alforjas pan y queso para la cena.

– Fijaos, sire -comenzó a explicarme-. El que escribió el mensaje no hizo sino cambiar unas letras por otras, conservando las equivalencias. Lo que nos ha despistado tanto tiempo ha sido, probablemente, la pronunciación. Si rechazamos la lectura hebrea del mensaje y lo articulamos en su equivalente latino, ¿qué tenemos?

Pi‘he feér bai-codí… -pronuncié dificultosamente, leyendo el pergamino.

– No, no. En latín, sire, en latín.

– ¡Esto no puede leerse en latín! -protesté mientras tragaba una miga de pan mojada en vino.


Jonás sonrió satisfecho, con el pecho henchido de inmodestia.

– No, si como vos, sabéis hablar el hebreo. Vuestro propio conocimiento os vuelve ciego y sordo, sire. Pero si olvidáis todo lo que sabéis, si os ponéis al nivel de un estudiante como yo, entonces lo veréis muy claro. Observad que la primera letra es la feh.

– Cuya lectura correcta -apunté para molestarle-, delante de la vocal qibbuts, es, si no me equivoco, pi o pu.

– ¡Ya os he dicho que olvidéis todo lo que sabéis! Es posible que suene pi o pu en hebreo, pero en latín suena fu.

– ¿Cómo es eso? -inquirí interesado.

– Porque, según me habéis enseñado, la feh puede actuar también como ph. Así que, leyendo del modo en que lo haría un ignorante, el mensaje diría… ¿queréis escucharlo?

– Estoy impaciente.

– Pues poned atención. Fuge per bicodulam serpentem magnam remissionem petens. Tuebitur te taurus usque ad Atiantea regna, es decir, «Escapa por la serpiente de doble cola buscando el gran perdón. El toro te protegerá hasta los reinos de Atlas» -me miró intrigado-. ¿Tenéis alguna idea de lo que esto quiere decir?


Hice que me repitiera el mensaje un par de veces, sorprendido por la sencillez y, al mismo tiempo, por la astucia encerrada en aquel apremiante comunicado. Súbitamente todo encajaba en mi cabeza; si alguna pieza había quedado suelta después de las largas investigaciones realizadas en Paris, aquello lo resolvía. De pronto, la repentina comprensión de aquel comunicado me arrastró como un vendaval hacia el pasado, atravesando el túnel de los años y del olvido como si jamás hubiera logrado salir de allí. Estaba paralizado por la impresión, aterrorizado por el poder de la fatalidad: mi propia vida se mezclaba una y otra vez, incomprensiblemente, con aquella historia de crímenes, ambiciones y correos cifrados. Creo que fue entonces cuando, por primera vez, pasó por mi mente la idea de ese destino supremo del que habla la Qabalah, un destino que se oculta tras los aparentes azares de la vida y que teje los misteriosos hilos de los acontecimientos que forman nuestra existencia. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para regresar al presente, para romper con aquella sensación de ser aspirado hacia atrás por una fuerza poderosa. Sentí dolor por todo el cuerpo, sentí dolor en el alma.

– ¿Me oís, mi señor Galcerán? ¡Eh, eh! -Jonás, sorprendido, agitaba la mano frente a mis ojos.

– Te oigo, te oigo -le aseguré sin mucha convicción.


Después de hacerle repetir el mensaje por tercera vez, compartí con él lo que me parecía que aquel comunicado dejaba entrever con bastante claridad: que Manrique de Mendoza -pues, como se verá, del contenido se desprendía que él debía ser el autor de dicha nota-, tras cometer los asesinatos, había conseguido escapar de Francia, pero que Evrard, quizá porque ya estaba enfermo en aquel momento, no había podido seguirle en la huida. El De Mendoza, desde dondequiera que estuviera, preocupado por la seguridad de su compañero, había elaborado para él un cuidadoso plan de fuga: le rogaba que huyera hacia «los reinos de Atlas» haciendo uso de la vía de «la serpiente de doble cola», y tranquilizándole en cuanto los posibles problemas del viaje al garantizarle la «protección del toro».

– Pero ¿qué quiere decir todo eso?-me preguntó Jonás-. Parece cosa de locos.

– Sólo existe una serpiente de doble cola, muchacho, una serpiente que, además, conduce en efecto hasta los reinos atlánteos y que guía los pasos de quienes buscan el gran perdón. ¿No sabes de qué te hablo?

– Lo siento, sire, no, no lo sé. -

¿Es que, acaso, durante nuestras largas cabalgatas al anochecer, jamás te has fijado en las estrellas, en las constelaciones, en esa larga bicodulam serpentem que cruza el cielo nocturno con todo el poder de su gran tamaño?


Jonás frunció el ceño, pensativo.

– ¿Os estáis refiriendo a la Vía Láctea?

– ¿A qué otra cosa podía referirme?, ¿a qué otra cosa podía estar refiriéndose Manrique cuando le indicaba a su compañero la manera de llegar hasta los reinos de Atlas?

– ¿Y qué reinos son ésos?

– «…y al caer el día -recité alzando el dedo índice hacia el cielo-, temiendo Perseo confiarse a la noche, se detuvo en el Oeste del mundo, en el reino de Atlas…» ¿No has leído tampoco a Ovidio, muchacho? «Allí, mayor que todos los hombres con su cuerpo descomunal, estaba Atlas, el hijo de Yápeto: los confines de la Tierra estaban bajo su cetro.»

– Qué versos tan hermosos -musitó-. ¿Así que Atlas era un gigante que tenía su reino al oeste, en los confines de la Tierra?, es decir… -Y entonces comprendió-. ¡En el mare Atlanticus! ¡De Atlas, Atlanticus!

– Atlas, o Atlante, como también se le conoce, era un miembro de la extinta raza de los gigantes, unos seres que existieron al principio de los tiempos y que sucumbieron en duras batallas contra los dioses del Olimpo. Atlas era hermano de Prometeo, aquel magnífico titán que, entre otras muchas cosas provechosas, dio a la inferior raza de los hombres el maravilloso don del fuego, permitiéndoles así progresar y asemejarse a los inmortales. En fin, el caso es que el gigantesco Atlas fue condenado por Zeus, el padre de los dioses, a sostener la bóveda del cielo sobre sus hombros.

– Pero, todo eso de lo que estáis hablando, ¿no es herejía? -me interrumpió Jonás-, ¿cómo podéis decir que esos extraños seres, esos gigantes, eran dioses? Sólo existe un único Dios Verdadero, Nuestro Señor Jesucristo, que murió en la cruz para salvarnos.

– Cierto, tú lo has dicho, pero antes de que Nuestro Redentor se encarnara en el vientre de la Santísima Virgen, los hombres creían sinceramente, con la misma fe con que nosotros creemos hoy en nuestro Salvador, en otros dioses igualmente poderosos, y mucho antes que los dioses griegos y romanos, existieron otros, hoy olvidados, de los que apenas se ha conservado el recuerdo, y antes de ellos, mi querido Jonás, sólo existía un único Dios.

– Nuestro Señor Jesucristo.

– Pues no. Un Dios que, en realidad, era una Diosa: Megálas Matrós, Magna Mater, Gran Madre: la Tierra, a quien todavía hoy se venera secretamente en muchos lugares del orbe bajo nombres como Isis, Tanit, Astarté, Demeter…

– Pero ¿qué decís? -se espantó Jonás, echándose hacia atrás y mirándome con aprensión-. ¡No podéis estar hablando en serio! ¡Una mujer…!


Sonreí sin decir nada más. Había sido suficiente para una primera lección.

– Volvamos a nuestro mensaje. Habíamos dejado a Manrique indicando a Evrard que siguiera el camino de la Vía Láctea hasta llegar a los reinos de Atlas. Pero eso es muy impreciso, en primer lugar, porque, como el mismo mensaje afirma, la Vía Láctea se divide en dos ramales antes de desaparecer en el océano Atlántico. ¿Cómo le hace saber cuál de ellos es el que debe seguir?

– ¿Tiene algo que ver lo del gran perdón?

– Efectivamente. Como veo que no lo sabes, te lo diré yo: el

Gran Perdón, o lo que también se conoce como el Camino de la Gran Perdonanza, es ese sendero que miles de peregrinos recorren siguiendo una de las colas de la Vía Láctea, es el Camino del Apóstol Santiago, Apostolus Christi Jacobus, en España.

– ¿Evrard debía salir de Francia por los Pirineos y recorrer el Camino de Santiago?

– Piensa un poco. Los templarios escaparon en masa de Europa para refugiarse en Portugal. Seguramente, es allí donde se encuentra Manrique ahora, y sólo hay dos maneras de llegar a Portugal, una, por mar, y otra por tierra, cruzando los Pirineos y los reinos cristianos de España. Lo que parece evidente es que Evrard no estaba en condiciones de afrontar un largo y azaroso viaje en barco, sufriendo los bruscos coletazos del oleaje o de una inesperada y violenta tormenta; eso le hubiera matado, sin duda alguna. Sin embargo, por tierra, a pesar de la mayor lentitud y de las incomodidades, hubiera podido parar para descansar cuantas veces hubiese necesitado, habría sido atendido por buenos físicos, e incluso hubiera podido morir, llegado el caso, rodeado por sus propios compañeros de Orden, pues recuerda que son muchos los templarios que, aparentemente, han renunciado a sus votos para poder quedarse cerca de sus antiguas encomiendas.

– Muy bien, ese tal Manrique está en Portugal, y Evrard, que no ha podido huir, debe reunirse con él, pero ¿por qué utilizar el Camino de Santiago?

– Por el toro, no lo olvides.

– ¿El toro?, ¿qué tiene que ver el toro?

– El toro, querido muchacho, es la respuesta a la segunda de las misiones que yo tenía encomendada, ¿la recuerdas?, averiguar el destino del oro de la Orden del Temple, un oro desaparecido en grandes cantidades y de forma misteriosa. El De Mendoza le hace saber a su compañero que no debe preocuparse por nada durante su viaje, le ruega que escape, que salga de Francia a toda velocidad utilizando la vía que él considera más segura: el Camino de Santiago, que probablemente Evrard debía recorrer camuflado de peregrino enfermo en busca de un milagro, a lo largo del cual el toro, el taurus, es decir; el tau-aureus, le protegería.

– ¿Tau-aureus?

– La Tau, la T griega -expliqué-, o mejor, la Cruz de Tau, el signo de la Cruz, o mejor todavía, el signo o la señal del aureus, el oro.


Ahora, el imago mundi de Evrard adquiría, súbitamente, su lógico sentido. Aquel pergamino que, por desgracia, había quedado en manos de Sara, no contenía, como yo había pensado en un primer momento, señales de vital importancia para completar la totalidad del mensaje… Estaba claro que no había en él claves fundamentales. Lo que sí había, grande y muy bien destacada, era la clave fundamental: esa Tierra dividida en forma de T, de Tau. Ésa era la señal. A la luz de este nuevo detalle, resultaba evidente que la mano que había dibujado el imago mundi y escrito la lista de fechas hebreas y siglas latinas no era la de Evrard, sino la de Manrique de Mendoza, que había hecho llegar a Evrard la pista de la Tau por todos los medios posibles. Este detalle arrojaba luz sobre otro en aquel momento: que Sara, aunque fuera cierto que no sabía leer como me había dicho, sí que distinguía perfectamente la letra de su amado Manrique. De ahí que hubiera querido conservar, precisamente, esos dos documentos.

– ¡La señal del oro! -estaba diciendo Jonás-. ¡Del oro templario!

– En efecto -afirmé, retomando el hilo de la conversación-. Los templarios han debido ocultar su aureus o, al menos, parte de él, a lo largo del Camino del Apóstol, y Evrard, que posiblemente conocía los escondites, o la forma de encontrar esos escondites, estaba autorizado a utilizar esas riquezas para llegar en perfectas condiciones hasta Portugal, con el auxilio, además, de sus hermanos que, sin duda, están vigilando los tesoros mientras aparentan mantenerse al margen de los viejos conflictos que dieron al traste con su Orden, viviendo sin oficio ni beneficio, como simples caballeros, en las cercanías de sus antiguos castillos, fortalezas o encomiendas.

– ¡Cuando el papa Juan y vuestro gran comendador sepan todo esto…! -exclamó Jonás con los ojos brillantes.


El que no sabía lo que le esperaba cuando lo supieran era yo.


El papa Juan XXII y el gran comendador hospitalario de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, me escucharon con gran atención durante la hora larga que duró mi alocución. De vez en cuando mis dos oyentes hacían alguna observación, algún comentario entre ellos que yo no entendía muy bien, como que la carta inculpatoria, la prueba fundamental que el Papa me había solicitado, debía ser destruida inmediatamente. Por supuesto, a la vista de los hechos que yo narraba, Juan XXII decidió que era absolutamente imprescindible dar la aprobación a la nueva Orden Militar solicitada por Don Dinis, el rey de Portugal.


Al parecer, durante el mes que había durado mi investigación, el Hospital y el Papado habían estrechado profundamente sus vínculos y ahora ambos estaban interesados, sobre todo, en el oro del Temple. Presumo que mi desconcierto y, es más, mí evidente -aunque contenida-indignación ante algunas de sus preguntas, llevaron a frey Robert a darme una pequeña explicación que, de no estar yo al tanto de información tan delicada como la que les había aportado, no me habría facilitado nunca.


Una de las bulas dictadas por el anterior Papa, Clemente V, durante el proceso a los templarios -la bula Ad Providam-, ordenaba que el Hospital de San Juan de Jerusalén, como principal beneficiario de los bienes templarios tras la suspensión de la Orden, pagaría, con cargo a las rentas procedentes de esos mismos bienes, unas altas pensiones a los freires, sargentos y principales responsables templarios que, habiendo abandonado su templarismo, hubieran decidido permanecer en los reinos cristianos en los que la persecución y aniquilación llevada a cabo en Francia no se hubiera producido de manera tan brutal. Por esa razón, me aclaró frey Robert, se estaba produciendo la paradoja de tener que pagar grandes sumas de dinero, durante el resto de sus vidas, a cientos de antiguos templarios, mientras que ni el Hospital ni la Iglesia ni los reinos habían recibido la parte completa de los bienes que les correspondían, puesto que la mayoría de las riquezas, todas aquellas que podían ser transportadas, habían desaparecido.


Ante esta situación, el papa Juan XXII, allí presente, estaba pensando seriamente en dictar una nueva bula que anulara la de Clemente V, siempre y cuando, como es natural, la Iglesia -el Tesoro Pontificio- percibiera a cambio una cantidad de fondos lo bastante importante como para compensar dicho favor. Resultaba, pues, de vital importancia encontrar el oro del Temple, ese mismo oro que, según mi informe, se encontraba parcialmente escondido a lo largo del Camino de Santiago.


Jamás me hubiera imaginado, ni en mis peores sueños, encontrar hombres tan codiciosos en puestos tan sagrados e importantes. En sus pupilas brillaba la avaricia, el deseo de engrandecer con riquezas tanto el trono pontificio como, desgraciadamente, la Orden del Hospital de San Juan (ya de por sí la más poderosa de Europa, tras la desaparición de los Caballeros del Templo de Salomón). No era de este modo como yo concebía el ideal de servicio al necesitado, el espíritu de generosidad universal, la consolación a los enfermos. Es cierto que, después de mi viaje, estaba mucho más al tanto de la fama de usurero y ruin que se había ganado Juan XXII, un hombre que había llenado la ciudad de Aviñón de banqueros, comerciantes, traficantes y cambistas; que se había rodeado de una corte mucho más suntuosa, rica y palaciega que la de cualquier monarca del orbe; un pontífice que vendía bulas a cambio de dinero y que, según había oído, permitía la exhibición de crucifijos en los que la figura del Hijo de Dios aparecía clavada por una sola mano, ya que la otra se introducía en una bolsa de monedas que le colgaba del cinto. En realidad, no había querido hacer caso de tales murmuraciones, pero el brillo dorado que ahora veía reflejado en sus afilados y diminutos ojuelos me hacían sospechar que los rumores debían ser completamente ciertos. Por desgracia, lo mismo se podía decir del gran comendador de Francia de la Orden del Hospital y, durante un segundo, mí indignación me llevó a plantearme escribir muy seriamente al Senescal de Rodas para contarle todo aquello que estaba viendo y oyendo, pero recordé a tiempo que había sido el propio Senescal quien me había puesto bajo las órdenes directas de aquel hombre indigno, y que, por lo tanto, mi capacidad de maniobra había quedado muy restringida; no tenía más remedio que callar, callar y obedecer, y consolarme pensando que pronto regresaría a Rodas y dejaría de mancillarme en aquel degradado clima.


Se me ordenó retirarme un momento a una sala contigua mientras frey Robert y Su Santidad debatían acerca de las cosas que yo les había contado. Tenían que tomar algunas decisiones, me dijeron, y volverían a llamarme al cabo de unos pocos minutos. Mientras esperaba, caí de repente en la cuenta de lo importante que era atender personalmente la educación de mi hijo: por nada del mundo quería que Jonás corriera el riesgo de convertirse en un hombre depravado y ambicioso como aquellos que últimamente veía en los círculos del poder. Quería que su única ambición fuera la cultura y que su catadura humana fuera la mejor, así que, me dije, debía llevarlo conmigo a Rodas, ponerlo en las manos de los mejores maestros de mi Orden, vigilar de cerca su evolución y sacarlo de aquel mundo de locos en el que se había convertido la cristiandad; el material del que estaba hecho era inmejorable, pero ¿y las influencias que podía recibir si encaminaba sus pasos en mala dirección? Debía llevarlo conmigo a Rodas, sin falta y sin excusa.


En estos intranquilos pensamientos estaba, cuando fui requerido nuevamente a la presencia del Sumo Pontífice.

– Nos y vuestro comendador, frere Galcerán -dijo suavemente el Santo Padre, mostrando la mejor de sus sonrisas-, hemos decidido que emprendáis la peregrinación a Santiago.


Me quedé mudo de asombro.

– Ya sabemos, hermano -añadió frey Wobert en tono de disculpa-, que deseáis volver inmediatamente a Rodas, pero la misión que ahora Su Santidad ha decidido encomendaros es de vital importancia para nuestra Orden.


Yo continuaba mudo de asombro.

– Veréis, frere, si Nos mandáramos un ejército cristiano allende los Pirineos para recuperar el oro de los templarios, ¿creéis que encontraríamos algo? Naturalmente que no, ¿verdad? Conociendo a esos canallas como Nos los conocemos, ese oro debe estar perfectamente oculto en lugares insospechados, inaccesibles y, probablemente, llenos de trampas. Pero si vos -continuo impasible Su Santidad, mirándome a los ojos-, con vuestra aguda inteligencia, sois capaz de encontrar esos escondites, resultará fácil para una mesnada de caballeros extraer de ellos el producto de vuestro hallazgo.

– Lo que Su Santidad y yo, como portavoz de vuestra Orden, queremos decir -continuó frey Robert-, es que resultaría imposible encontrar esas riquezas utilizando los medios habituales. Ya habéis visto que, ni bajo tortura, los templarios han consentido revelar sus verdaderos secretos. Sin embargo, si vos hacéis el camino como… ¿cómo los llaman?, como un concheiro, como un penitente que acude a la tumba del Apóstol para obtener la indulgencia compostelana, vuestros ojos serán capaces de ver mucho más que una veintena de hombres armados, ¿no os parece?


Lo cierto es que yo seguía estando mudo de asombro.

– Partiréis inmediatamente -ordenó el Santo Padre-. Tomaos unos días de descanso para preparar vuestro largo viaje hasta Compostela. Aunque, eso sí, procurad que nadie os vea fuera de vuestra capitanía; recordad que estamos rodeados de espías que podrían poner un desgraciado fin a vuestra misión. Después, cuando estéis listo, partid.

– Pero… -balbucí-. ¿Cómo…? ¡Es imposible, Santidad!

– ¿Imposible? -preguntó éste volviéndose hacia el comendador-. ¿He oído imposible?

– No tenéis opción, Galcerán -exclamó mi superior con un tono que no admitía réplica; podía ser duramente sancionado por desobedecer órdenes, llegando incluso a perder la casa [7]-. Debéis cumplir lo que se os ha encomendado. Permaneceréis en la capitanía de Aviñón hasta que os sintáis preparado para partir, tal y como ha dicho el Santo Padre, y después emprenderéis el camino hacia Compostela. Algunos hombres del Papa os seguirán a distancia durante la peregrinación, de manera que podáis comunicarles vuestros descubrimientos mediante canales que ya estableceremos. Adoptaréis la personalidad de un pobre peregrino y haréis uso de vuestros conocimientos y habilidades para encontrar esas «Tau-aureus» que tan espléndidamente habéis desvelado.

– Dejadme, al menos, unos segundos para pensar… -supliqué atribulado-. Dejadme, al menos, que lleve conmigo a mí escudero, el novicius que saqué del monasterio de Ponç de Riba para enseñarle los rudimentos de la medicina. Ha resultado ser un buen muchacho y un excelente compañero para mis investigaciones.

– ¿Qué sabe ese novicius de todo este asunto? -preguntó enfurecido el papa Juan.

– El fue, Santidad, quien resolvió el enigma del mensaje.

– Debemos suponer, por tanto, que está informado de todo.

– Así es, Santo Padre -repuse, firmemente decidido a que Jonás me acompañara a costa de lo que fuera, incluso de una dura sanción. Aquel viaje, bien mirado, podía suponer, tanto para él como para mí, el reencuentro con la tercera persona implicada en nuestra común historia: su madre, Isabel de Mendoza-. Y, por cierto, Santo Padre -añadí, dando por zanjada la cuestión de Jonás-, voy a necesitar una autorización muy especial que sólo vos podéis proporcionarme…

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