EL HOMBRE ANFIBIO



¿Cristo esperaba que Salvador le llamara y le dijera: «Cristo, tú me has salvado la vida. A partir de ahora no habrá secretos para ti en mis posesiones. Vamos, te mostraré al 'demonio marino' ».

Pero, al parecer, Salvador no se proponía hacerlo. Le recompensó generosamente por la salvación y se enfrascó de nuevo en su labor científica.

Sin pérdida de tiempo, Cristo se puso a estudiar el cuarto muro y la puerta secreta. Tardó mucho en descubrirle el intríngulis, pero al fin lo consiguió. Una vez, palpando la puerta, apretó una protuberancia casi imperceptible y, de pronto, la puerta se abrió. Era pesada y gruesa, como la de una caja fuerte. Cristo cruzó rápidamente el vano, pero la puerta se cerró detrás de él. Esto le preocupó. Comenzó a examinarla minuciosamente, apretó todos los salientes, pero la puerta no se abría.

— Yo mismo me encerré en la trampa — rezongó Cristo.

Pero no le quedaba otro remedio, recorrería este último y enigmático jardín de Salvador.

Cristo se vio en un jardín cubierto de maleza. Era una pequeña depresión, rodeada por todas partes de un alto muro de rocas colocadas artificialmente. Desde allí no sólo se oía el oleaje, sino hasta el ruido producido por los guijarros en el bajío.

La vegetación — árboles, arbustos — era allí de la que se da habitualmente en suelos húmedos. Por entre altos y frondosos árboles, que protegían perfectamente contra el implacable sol, corrían numerosos arroyos. Decenas de surtidores atomizaban el agua, dispersándola y humectando el ambiente. Estaba húmedo como en las orillas anegadizas del Mississippi. En medio del jardín había una pequeña casa de mampostería con azotea. Sus muros estaban cubiertos de hiedra. Las persianas verdes de las ventanas, bajadas.

Cristo llegó hasta el final del jardín. Junto al mismo muro, que separaba la hacienda de la bahía, había un enorme estanque cuadrado — rodeado de árboles densamente plantados —, cuyo espejo era de unos quinientos metros cuadrados, y su profundidad, no menos de cinco metros.

Cuando Cristo se aproximaba, cierto ser salió corriendo de los matorrales y se lanzó al estanque, levantando nubes de salpicaduras. Cristo se detuvo inquieto. ¡Es él! El «demonio marino». Al fin podrá verlo.

El indígena se acercó al borde del estanque y escudriñó las transparentes aguas.

En el fondo de la piscina, sentado en blancas losas, estaba un gran mono. Desde allí le miraba a Cristo con miedo y curiosidad a la vez. Cristo no podía recuperarse del asombro: el mono respiraba bajo el agua. Se veía perfectamente cómo se dilataba y contraía el tórax.

Habiéndose recuperado del asombro. Cristo no pudo contener la risa: el «demonio marino», que tanto miedo infundió a pescadores y buzos, resultó ser un mono anfibio. «Qué cosas pasan en la vida» pensó el anciano indígena.

Cristo estaba satisfecho: al fin había conseguido enterarse de todo. Pero ahora se sentía decepcionado. El mono que él había visto no tenía nada de común con el monstruo que le habían descrito los testigos oculares. Lo que hace el miedo y la imaginación.

Había que pensar ya en regresar. Cristo volvió sobre sus pasos y cerca de la puerta escaló aun árbol próximo al muro. Arriesgándose a fracturar las piernas, saltó desde la alta tapia.

Apenas había recuperado la posición vertical, oyó la voz de Salvador:

— ¡Cristo! ¿Por dónde andas?

Cristo recogió un rastrillo tirado en el camino y comenzó a hacinar la hojarasca.

— Aquí estoy, doctor.

— Vamos, Cristo — dijo Salvador, dirigiéndose a la puerta camuflada en la roca —. Mira, esta puerta se abre así — y Salvador apretó la protuberancia, ya conocida por Cristo, en la áspera superficie de la puerta.

«El doctor ha tardado — pensó Cristo —, ya he visto al 'demonio' ».

Salvador y Cristo entraron en el jardín. El doctor pasó de largo la casita cubierta de hiedra y se dirigió al estanque. El mono seguía en el agua soltando burbujas.

Cristo gritó asombrado, fingiendo haberlo visto por primera vez. Pero lo que le asombraría de veras estaba por llegar.

Salvador no prestó al mono la mínima atención. Limitose a hacer un gesto renuente, cual si le importunara. El mono emergió, salió de la piscina, se sacudió y trepó a un árbol. Salvador se inclinó, palpó la hierba y apretó con fuerza una pequeña placa. Se oyó un ruido sordo. Por el perímetro del fondo se abrieron unas compuertas, y varios minutos después el tanque estaba vacío. Las compuertas volvieron a cerrarse. De uno de los laterales se desplegó una escalerilla metálica que conducía al fondo.

— Sígueme, Cristo.

Ambos bajaron a la piscina. Salvador pisó una losa y una nueva escotilla, de un metro cuadrado de ancho, se abría en el medio del fondo, dando paso a otra escalera que se perdía en un profundo subterráneo.

Cristo siguió a Salvador a ese subterráneo. Caminaron largo rato. La única iluminación era la luz difusa que llegaba de la escotilla. Pero quedaron muy pronto en tinieblas. Los rodeaba una oscuridad absoluta. En aquel pasillo subterráneo los pasos retumbaban con extraordinaria sonoridad.

— Cuidado, Cristo, ya llegamos.

Salvador se detuvo, pasó la mano por la pared, se oyó el ruido de un interruptor, y todo se inundó de luz. Se encontraban en una gruta de estalactitas, ante una puerta de bronce con dos cabezas de león, sosteniendo sendos anillos en la boca. Salvador tiró de uno de ellos. La pesada puerta se abrió lentamente y ambos pasaron a una sala oscura. Volvió a oírse el click del interruptor. Una opacada esfera alumbraba la espaciosa gruta, una de cuyas paredes era de cristal. Salvador conmutó la luz: la gruta quedó en tinieblas, y potentes reflectores iluminaron el espacio al otro lado de la pared de vidrio. Era un enorme acuario, mejor dicho, una casa de cristal en el fondo del mar. Había en ella algas y corales, entre los que retozaban peces. De súbito. Cristo vio aparecer entre la maleza submarina un ser humanoide con grandes ojos reventones y manos de rana. El cuerpo del desconocido estaba cubierto de escamas plateadas que resplandecían. Con rápidos y ágiles movimientos se aproximó a nado a la pared de cristal, saludó a Salvador, entró en la cámara de vidrio, y cerró tras de sí la puerta. El agua de la cámara fue evacuada rápidamente. El desconocido abrió la segunda puerta y entró en la gruta.

— Quítate las gafas y los guantes — le dijo Salvador.

El desconocido obedeció, y Cristo vio ante sí un joven esbelto, apuesto.

— Ven que te presente: Ictiandro, el hombre pez, no, mejor el hombre anfibio, alias el «demonio marino».

El joven esbozó una cordial sonrisa, tendió la mano al indio y dijo en español:

— ¡Hola!

Cristo estrechó la mano tendida. Tal era su asombro que no pudo articular una sola palabra.

— El criado negro de Ictiandro se ha enfermado — prosiguió Salvador —. Te quedarás con Ictiandro varios días. Si cumples debidamente te haré su criado permanente.


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