LA JOVEN Y EL HOMBRE DEL BIGOTE



Una vez nadaba por el océano después de una tormenta.

Al emerger, Ictiandro advirtió en las olas, cerca de donde él se encontraba, un objeto parecido a un pedazo de vela blanca, arrancado por la tormenta de una goleta. Cuando se aproximó vio con asombro que era una persona: una mujer, una joven. Estaba amarrada a un tablón. ¿Será posible que tan bella joven esté muerta? A Ictiandro le emocionó tanto el hallazgo que sintió, por primera vez, cierta hostilidad hacia el océano.

¿Tal vez sea un simple desmayo? Le acomodó la cabeza, que se había deslizado del tablón, y empujó a la joven hacia la orilla.

Nadaba rápido, utilizando toda su habilidad y vigor; sólo se detenía para acomodarle la cabeza, que seguía deslizándose del tablón. Le susurraba como si fuera uno de los peces que solía salvar: «¡Aguanta un poquito!» El quería que la joven abriera los ojos, y al mismo tiempo lo temía. Quería verla viva, pero temía que su presencia la asustara. ¿Quitarse las gafas y los guantes? Pero eso requiere tiempo, y, además, nadaría peor. Y volvía a impulsar a la joven hacia la orilla con más ahínco.

Entraron en la franja de la marejada. Esta zona requiere mayor cautela. Las mismas olas los llevan hacia la orilla. Ictiandro trataba, de vez en vez, de tocar el fondo con el pie. Al fin lo consiguió en un bajío y sacó a la joven a la orilla, quitó las cuerdas que la ligaban al tablón, la puso a la sombra de unos arbustos, y comenzó a practicarle respiración artificial.

Le pareció que los párpados de la joven se habían estremecido y las pestañas movido. Pegó el oído al tórax de la chica y oyó el leve latido de su corazón. Está viva… Quiso gritar de alegría.

La joven entreabrió los párpados, miró a Ictiandro, y su rostro expresó verdadero espanto. Volvió a cerrarlos. Ictiandro quedó desconsolado y, al mismo tiempo, contento. La había salvado. Ahora debe retirarse, podría asustarla. Pero, ¿acaso se la puede dejar sola, desamparada? Mientras estaba en esas reflexiones, oyó pasos pesados, presurosos. No quedaba tiempo para vacilaciones. Ictiandro se tiró al agua, fue nadando sumergido hasta los escollos y, al abrigo de las rocas, observó la orilla.

Por detrás de una duna apareció un hombre de bigote y perilla, con sombrero de ala ancha. El hombre dijo en español sin alzar la voz: «Ahí está, gracias a Dios y a la Virgen»; aceleró el paso casi hasta la carrera, pero paró en seco, viró hacia el océano y se dio un chapuzón en las olas. Chorreando agua corrió hacia la joven y comenzó a hacerle la respiración artificial (¿qué necesidad tiene ahora?), luego se inclinó sobre el rostro de la chica… La besó. Algo le dijo atropellada y efusivamente. Ictiandro captaba sólo palabras aisladas: «Yo se lo advertí… Fue una locura… Menos mal que se me ocurrió amarrarla al tablón…»

La joven abre los ojos, levanta la cabeza. Su rostro refleja miedo, que va trocándose en asombro, en ira, en desagrado. El hombre de la barbilla sigue hablando acaloradamente, ayuda a levantarse a la chica. Pero la debilidad la devuelve a la arena. Sólo media hora después partieron ambos. Ellos pasaron cerca de las rocas tras las que se escondía Ictiandro. La joven profirió ceñuda, dirigiéndose al hombre del sombrero:

— ¿Cómo, es usted mi salvador? Se lo agradezco. Que Dios se lo pague.

— No, sólo usted podrá hacerlo — respondió el hombre del bigote.

La joven pareció no haber oído esas palabras. Calló un rato y dijo:

— Qué cosa tan extraña. Me pareció haber visto a mi lado a un monstruo.

— Ha sido una visión — respondió su acompañante —. O tal vez haya sido el demonio que, creyéndola muerta, quiso llevarse el alma de usted. Rece, rece un Padrenuestro y apóyese en mí. Conmigo no hay demonio que se atreva a tocarla.

Y pasaron de largo ambos: aquella maravillosa joven y aquel impudente hombre de bigote, quien quería hacerle creer a la chica que era su salvador. Pero Ictiandro no podía desenmascarar al mentiroso. Que hagan lo que quieran: Ictiandro ha hecho lo que debía.

La chica y su acompañante habían desaparecido ya tras las dunas, y el joven seguía sin poder apartar la vista. Luego se volvió de cara al océano. ¡Qué enorme es y qué desierto está…!

La marejada lanzó a la arena un pez azul con panza plateada. Ictiandro miró alrededor: no había nadie. Salió de su escondite, cogió el pez y lo lanzó al agua. El animalito se fue coleando, pero Ictiandro se sintió triste. Caminaba solitario por la desierta orilla, recogiendo peces y estrellas de mar y llevándolos al agua. Paulatinamente fue entusiasmándose con ese trabajo. Iba recuperando su buen humor habitual. Así pasó el tiempo hasta el crepúsculo, sumergiéndose sólo alguna vez que otra en el agua, cuando el viento que soplaba de la orilla quemaba demasiado y le secaba las branquias.



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