SEGUNDA PARTE — EL CAMINO



Los preparativos de Ictiandro fueron brevísimos. Recogió el traje y los zapatos de la orilla y los amarró a la espalda con la correa que sostenía el cuchillo. Se puso las gafas, los guantes, y partió.

En el golfo Río de La Plata estaban atracados numerosos transatlánticos, vapores, goletas, barcazas. Entre ellos navegaban pequeños vapores de cabotaje. Desde debajo del agua sus fondos parecían escarabajos de agua, desplazándose de una parte para otra. Las cadenas y los cables de las anclas se alzaban desde el fondo cual delgados troncos en un bosque submarino. El fondo del golfo estaba cubierto con basura, chatarra, montones de carbón y de escoria, trozos de mangueras, retazos de velas, botellas quebradas, latas de conserva y, más cerca de la orilla, cadáveres de perros y gatos.

«Qué sucia es la gente — pensó al examinar con repugnancia el fondo —, más bien parece un muladar.» Iba nadando por el medio del golfo, por debajo de las quillas de los barcos. En las contaminadas aguas le resultaba difícil respirar, como a cualquier persona en un recinto con el aire viciado.

En algunos lugares encontró en el fondo cadáveres de personas y esqueletos de animales. Uno de los cadáveres tenía quebrado el cráneo, y en el cuello se le veía una soga con una piedra. Testimonio de crímenes sin despejar. Ictiandro se apresuró a abandonar aquellos macabros lugares…

Cuanto más se adentraba en el golfo, más fuerte era la corriente frontal. Resultaba difícil nadar. En el océano también suele haber corrientes, pero allí le ayudaban: el joven las conocía perfectamente. El las utilizaba, igual que el marinero el viento favorable. Pero aquí la corriente era sólo una, la frontal. Ictiandro era magnífico nadador, pero le fastidiaba avanzar tan lento.

Algo pasó casi rozándole. Había anclado uno de los barcos. «Nadar por aquí es peligroso» pensó Ictiandro y miró hacia atrás. Vio que un gran vapor se le venía encima.

Ictiandro profundizó más y, cuando el barco pasaba por encima, se agarró de la quilla. Los pólipos habían cubierto el hierro de una masa áspera que le permitía asirse. Viajar en esa posición no era muy cómodo, pero estaba protegido y avanzaba rápido remolcado por el vapor.

El barco dejó atrás el delta y siguió navegando Paraná arriba. Las aguas del río transportaban enorme cantidad de limo. Las manos se habían agarrotado, entumecido, pero no quería soltar el barco. «Lástima que no haya podido realizar este viaje con Leading» pensó recordando al delfín. Pero podrían matarlo en el río, pues Leading no habría podido pasar todo el viaje sumergido. Incluso Ictiandro temía emerger, el tránsito era demasiado animado.

Las manos se cansaban cada vez más. Comenzaba a sentir hambre, se había pasado el día sin comer.

Se vio obligado a hacer un alto. Abandonó la quilla del vapor y descendió al fondo.

Oscurecía. Ictiandro examinó el fondo cubierto de limo, pero no halló lenguados tendidos ni ostras. Por su lado pasaban peces de agua dulce, pero él no conocía sus mañas y le parecían más astutos que los marinos. Resultaba difícil pescarlos. Sólo cuando cayó la noche y los peces se durmieron, Ictiandro consiguió un gran lucio. Su carne era dura y tenía sabor a cieno, pero el hambre era tan feroz que se tragaba grandes pedazos con espinas y todo.

Era menester descansar. En este río, por lo menos, se podía dormir tranquilo, sin temor a que pudieran aparecer tiburones o pulpos. La preocupación era otra, que durante el sueño no se lo llevara la corriente río abajo. Ictiandro halló en el fondo varias piedras, las colocó en fila y, abrazado a una de ellas, se acostó.

No obstante, el sueño fue corto. Sintió muy pronto la aproximación de un barco. El joven abrió los ojos y vio sus luces. El barco iba río arriba y él se aprestó a engancharse. Pero era una motora con el fondo absolutamente liso. Ictiandro, haciendo vanos esfuerzos por engancharse, por poco cae en el radio de acción de la hélice.

Pasaron varios vapores río abajo, hasta que, al fin, logró engancharse a un barco de pasajeros que iba hacia arriba.

Así llegó Ictiandro hasta la ciudad de Paraná. La primera parte de su viaje había concluido. Pero quedaba la más difícil, la terrestre.

Por la mañana temprano Ictiandro se alejó a nado del tumultuoso puerto hacia un lugar desierto, se cercioró de que no había nadie y salió a la orilla. Se quitó las gafas y los guantes y los enterró en la arena, secó el traje al sol y se vistió. Con aquel vestido tan arrugado parecía un vagabundo. Pero eso era lo que menos le preocupaba.

Ictiandro, siguiendo las indicaciones de Olsen, caminó a lo largo de la margen derecha, preguntando a los pescadores si sabían dónde se hallaba la hacienda «Dolores» de Pedro Zurita.

Los pescadores lo miraban recelosos y meneaban negativamente la cabeza.

Pasaban las horas, el calor apretaba, y las pesquisas no daban resultado. En tierra Ictiandro no sabía orientarse en lugares desconocidos. El bochorno lo fatigaba, le producía mareos, se le nublaba el entendimiento.

Para refrescarse, Ictiandro se zambulló varias veces.

Al fin, a eso de las cuatro de la tarde, dio con un viejo campesino, a juzgar por su aspecto, un peón. Tras escuchar a Ictiandro, el anciano le hizo una señal con la cabeza y dijo:

— Siga por este camino, a través de los campos. Llegará a un gran estanque, cruce por el puente, suba a un cerrillo y se verá ante doña Dolores la bigotuda.

— ¿Por qué la bigotuda? «Dolores» es una hacienda.

— Sí, una hacienda. Pero la anciana dueña de la hacienda también se llama Dolores. La madre de Pedro Zurita. Una anciana obesa y bigotuda. No se le ocurra contratarse a trabajar en su hacienda. Lo exprimirá como un limón. Es una auténtica bruja. Se rumorea que Zurita ha traído una joven esposa. La suegra la atormentará — el locuaz campesino le informó todos los pormenores.

«El hombre se refería a Lucía» pensó Ictiandro.

— ¿Queda lejos? — inquirió.

— Llegará usted con el crepúsculo — respondió el lugareño, tras orientarse por el Sol.

Habiéndole agradecido cortésmente al anciano la información, Ictiandro salió a paso ligero por el camino que serpenteaba entre trigales y maizales. El rápido caminar le fatigó. El camino se extendía como una blanca cinta interminable. Los trigales se sucedían por pastizales en los que pacían enormes rebaños de ovejas.

Ictiandro se sentía extenuado, se intensificaban los dolores punzantes en los costados. La sed lo martirizaba. En todos los alrededores ni una gota de agua. «Ya podía aparecer pronto el estanque» pensaba ansioso Ictiandro. En su rostro aparecieron enormes ojeras, las mejillas se hundieron, la respiración era siempre más dificultosa. Sentía hambre. ¿Qué podía comer aquí? En una lejana pradera pacía un rebaño de carneros guardado por pastores y mastines. Tras un muro de piedra se veían melocotoneros y naranjos exhibiendo en abundancia sus frutos. Pero estos parajes no son como el océano, aquí todo pertenece a alguien, todo está repartido, vallado, guardado. Sólo las aves no son de nadie, revolotean libres a lo largo del camino. Pero no hay modo de cazarlas. Y no se sabe si se podrán cazar. Tal vez también pertenezcan a alguien. Aquí puede morirse uno de hambre y de sed entre estanques, huertos y rebaños.

Ictiandro vio venir caminando a un hombre grueso, en uniforme blanco con brillantes botones, gorra blanca y revólver al cinto.

— Tenga la bondad, ¿queda lejos la hacienda «Dolores»? — inquirió Ictiandro.

El gordo miró al joven de arriba abajo con recelo.

— ¿Qué quiere usted? ¿De dónde viene?

— Vengo de Buenos Aires…

El hombre del uniforme se puso en guardia.

— Necesito ver a cierta persona… — añadió Ictiandro.

— Tienda las manos — profirió el gordinflón. Esa exigencia asombró al joven, pero, al no barruntar nada censurable, las extendió. El gordo sacó del bolsillo un par de esposas y se las puso rápidamente.

— Has caído — farfulló el hombre de los botones brillantes y, dándole un fuerte empellón al joven en el costado, gritó-: ¡Caminando! Yo te acompañaré a tu «Dolores».

— ¿Por qué me ha maniatado? — preguntó asombrado Ictiandro, alzando las manos y examinando las esposas.

— ¡A callar! — le volvió a gritar con severidad el gordinflón —. ¡Vaya, camina!

Ictiandro agachó la cabeza y echó a andar. Sintió cierto alivio al ver que no lo hacía desandar el camino. Pero no acababa de entender lo sucedido. El no podía saber que la noche anterior habían perpetrado un asesinato con robo en la granja vecina, y la policía buscaba a los malhechores. Tampoco sospechaba que con su arrugado traje pudiera infundir desconfianza. Y, para colmo, la confusa respuesta acerca de la finalidad del viaje decidió definitivamente su suerte.

El policía arrestó al joven y ahora lo conducía al poblado más próximo para enviarlo a Paraná, a la cárcel.

Una sola cosa estaba clara para Ictiandro: lo habían privado de la libertad, y en su viaje se producía una enojosa demora. Decidió recobrar a toda costa la libertad perdida, para lo que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara.

El obeso policía, satisfecho por el regalo que la fortuna le había brindado, prendió un largo cigarro. Iba detrás envolviendo al joven en nubes de humo, con lo que le sofocaba.

— Le agradecería que no me echara el humo, me resulta difícil respirar — dijo, volviéndose a su escolta.

— ¿Qué-e? ¡Le molesta el humo! ¡Ja-ja-ja! — Al policía le entró un acceso de risa, y el rostro se le cubrió de arrugas —, ¡Muy delicado, finísimo! — y, soltándole en la misma cara varias bocanadas de humo, le gritó-: ¡Andando!

El joven obedeció.

Al fin Ictiandro vio un estanque con su angosto puente. Eso le hizo apretar, involuntariamente, el paso.

— ¡No te apresures tanto a ver a tu Dolores! — le gritó el gordo.

Tomaron por el puente y, cuando habían llegado a la mitad, Ictiandro saltó la baranda y cayó al agua.

Sucedió lo que menos esperaba el policía de un hombre esposado.

Pero Ictiandro tampoco esperaba del gordo lo que éste hizo acto seguido. El temor a que el delincuente se le ahogara hizo saltar al agua al policía, interesado en llevarlo a la estación vivo: el hecho de que el arrestado se ahogara con las esposas puestas le podría acarrear consecuencias desagradables. El policía fue tan rápido que acertó a asir a Ictiandro de los pelos y no le soltaba. Entonces el joven decidió — arriesgando su cabellera — llevarse al policía al fondo. Sintió muy pronto cómo los dedos del gordo se aflojaban y le soltaban los cabellos. Ictiandro se alejó varios metros y emergió para comprobar si el policía había salido a la superficie. Sí, ya estaba forcejeando para mantenerse a flote, pero tan pronto vio la cabeza del joven exclamó:

— ¡Te vas a ahogar, maldito! ¡Nada hacia aquí!

«Magnífica idea» pensó Ictiandro y comenzó a gritar:

— ¡Socorro, socorro! Me ahogo… — y se sumergió.

Desde el fondo observaba cómo buceaba el policía, tratando de localizarlo. Al fin, por lo visto perdió la esperanza de poder salvarlo y salió a la orilla.

«Ahora se irá» pensó Ictiandro. Pero el policía no se movía del sitio. Decidió permanecer junto al cadáver hasta que llegaran los órganos de primera instancia. El hecho de que el ahogado yaciera en el fondo del estanque no cambiaba el asunto.

En ese momento apareció en el puente un campesino con una mula cargada de sacos. El policía le ordenó al arriero descargar la acémila y partir en ella a la carrera con una nota para la estación de policía más próxima. El asunto adquiría para Ictiandro un cariz pésimo. Además, en el estanque había sanguijuelas. Estas atacaban de tal forma al joven que apenas le daba tiempo a arrancarlas. Esto debía hacerlo con sumo cuidado, pues no debía agitar el agua estancada, con lo que llamaría la atención del policía.

Al cabo de media hora regresó el campesino, señaló con la mano el camino, volvió a cargar los sacos y partió presuroso. Unos cinco minutos más tarde aparecieron tres policías. Dos de ellos llevaban sobre la cabeza una lancha liviana, el tercero cargaba el remo y un bichero.

Botaron la lancha al agua y comenzaron a buscar al ahogado. A Ictiandro esas búsquedas no le importaban. Para él eran casi un juego. El pasaba, simplemente, de un lado para otro. Exploraron minuciosamente con el bichero la zona próxima al puente, pero no pudieron localizar el cadáver.

El policía que había detenido a Ictiandro corroboraba su sorpresa con expresivos ademanes. Al joven eso le distraía. Pero pronto lo pasó muy mal. Buscando con el bichero, los policías levantaron nubes de limo del fondo. El agua se puso completamente turbia. Ahora Ictiandro ya no veía nada a la distancia de un brazo tendido, y esto ya era peligroso. Lo peor de todo era que en ese agua, pobre en oxígeno, le resultaba difícil respirar por las branquias. Y las nubes de limo le agravaban más la situación.

El joven se sofocaba y sentía en las branquias permanente escozor. Ya resultaba imposible soportar aquel martirio. Se le escapó un lamento y varias burbujas salieron de su boca. ¿Qué hacer? El único remedio era salir del estanque. Había que salir y afrontar cualquier riesgo. Se le echarán encima, indudablemente, lo apalearán y lo encerrarán en la cárcel. Pero ya no le quedaba ningún remedio. Y el joven, tambaleándose, se dirigió hacia el bajío y asomó la cabeza.

— ¡Ay-y-y-y! — Un desgarrador grito salió de la garganta del policía, quien se lanzó por la borda de la lancha, tratando de alcanzar lo antes posible la orilla.

— ¡Jesús, María y José! ¡Qué horror…! — exclamó otro, desplomándose en el fondo de la lancha.

Los dos policías que habían quedado en la orilla hacían plegarias. Pálidos, temblando de miedo, trataban de esconderse uno detrás del otro.

Ictiandro no esperaba tal reacción, por eso no entendió de inmediato la causa del susto. Sólo después recordó que los españoles eran muy religiosos y supersticiosos. Los policías se creyeron, seguramente, que se hallaban ante un ser del otro mundo. Al hacerse cargo de la situación, el joven decidió asustarlos más aún: hizo un fiero rictus, abrió desmesuradamente los ojos, soltó tremendo rugido y se dirigió lentamente hacia la orilla, salió al camino y premeditadamente lento se alejó con paso solemne.

Ningún policía se movió del sitio ni trató de detenerlo. El horror supersticioso, el miedo a los fantasmas les impidió cumplir el deber.



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