DE NUEVO EN EL MAR



Ictiandro corría, jadeante, a lo largo de la orilla del mar. Huyendo de esa horrible ciudad, el joven abandonó el camino y se dirigió a la misma orilla. Escondido entre las rocas costeras, se cercioró de estar solo, desnudóse rápidamente, guardó la ropa en las piedras, corrió y se lanzó al mar.

Pese a la fatiga que le atormentaba, nunca había nadado tan rápido. Los peces se espantaban al verlo pasar. Y sólo cuando se alejó varias millas de la ciudad, Ictiandro se permitió elevarse algo más cerca de la superficie y nadar en las proximidades de la costa. Allí se sentía ya en su casa. Conocía cada piedra submarina, cada hoyo en el fondo. Aquí, tumbados en el fondo arenoso, viven los lenguados, más adelante crecen arbustos de coral, entre los que se ocultan pequeños peces de aletas rojas. En el casco de un pesquero hundido se alojó una familia de pulpos con su reciente descendencia. Bajo grises piedras se guarecían cangrejos. A Ictiandro le encanta pasarse horas observando su vida. El sabía las pequeñas alegrías que les causaban sus cacerías y sus amarguras, la pérdida de una pinza o el ataque de un pulpo. Al pie de las rocas costaneras abundaban las ostras.

Al fin, ya cerca de la bahía, Ictiandro asomó la cabeza, vio un grupo de delfines que retozaban entre las olas, y lanzó un fuerte y prolongado grito. Un gran delfín resopló alegre, a modo de respuesta, y se dirigió al encuentro de su amigo, sumergiéndose y volviendo a mostrar sobre las crestas de las olas su brillante lomo.

— ¡Rápido, Leading, rápido! — exclamó Ictiandro, mientras nadaba al encuentro. Se asió del delfín —. ¡Sigamos, Leading, rápido, adelante!

Y obedeciendo a la mano del joven, el delfín partió veloz hacia mar abierto, buscando el viento y las olas. Cortando las olas con el pecho avanzaba veloz, levantando espuma, pero a Ictiandro esa velocidad se le antojaba insuficiente.

— ¡Dale, Leading! Más rápido, más rápido!

Ictiandro dejó totalmente extenuado al delfín, pero esa carrera por las olas no le tranquilizó. Dejó a su amigo perplejo, cuando se deslizó del lomo y se sumergió en el mar. El delfín esperó, resopló, buceó, emergió, resopló otra vez descontento y, tras dar un coletazo, se dirigió hacia la orilla, volviéndose de vez en cuando. Su amigo no aparecía en la superficie y Leading decidió incorporarse al grupo, siendo muy celebrado por los jóvenes delfines. Ictiandro se sumergía más y más en el tenebroso abismo oceánico. Quería estar solo, recuperarse de las nuevas impresiones, reflexionar sobre lo visto y conocido. Se alejó muchísimo, sin pensar en el riesgo a que se estaba exponiendo. Quería entender, por qué era distinto de los demás: ajeno al mar y a la tierra. Se sumergía cada vez más lento. El agua se hacía más densa, comenzaba a presionarle, se le hacía difícil respirar. Allí el crepúsculo era denso, de un color gris verdoso. Esa zona estaba escasamente poblada, y muchos de los peces que allí habitaban eran desconocidos para Ictiandro: nunca había descendido a tanta profundidad. Y, por primera vez, aquel silencioso y gris mundo le infundió pavor. Emergió rápidamente a la superficie y se dirigió a la orilla. El sol se ponía, penetrando el agua con sus rayos rojos. Una vez en este medio se mezclaban con el azul del agua, haciendo delicados visos en tonos lila rosado y celeste verdoso.

Ictiandro no llevaba gafas, por eso desde la profundidad veía la superficie del mar como se le presenta a los peces: no plana, sino como la base de un cono vista desde el vértice, cual si estuviera en el fondo de un enorme embudo. El contorno de la base de dicho cono parece estar orlado con varias franjas: roja, amarilla, verde, azul y violeta. Fuera del cono se extiende la brillante superficie del agua en la que se refleja, como en un espejo, el fondo: rocas, aIgas, peces.

Ictiandro se volvió sobre el pecho, nadó hacia la orilla y se sentó bajo el agua entre unas rocas, próximas al bajío. Unos pescadores bajaron de la lancha y la jalaron para varar en la playa. Uno de ellos metió las piernas en el agua hasta las rodillas. Ictiandro, desde su escondite, veía sobre el agua al pescador sin piernas, y en el agua sólo sus piernas y el reflejo de las mismas en el espejo de la superficie. Otro pescador entró en el agua hasta los hombros. Visto desde el fondo parecía un cuadrúpedo sin cabeza, como si a dos hombres iguales les hubieran decapitado y puesto los hombros de uno sobre los del otro. Cuando los pescadores se aproximaban a la orilla, Ictiandro lo veía igual que los ven los peces: como reflejados en una esfera de cristal, y de pies a cabeza antes de que llegaran a la orilla. Por eso siempre lograba alejarse antes de ser descubierto.

Esos extraños torsos con cuatro brazos y sin cabeza, y esas cabezas sin torsos, ahora se le antojaron a Ictiandro desagradables. Los hombres… Alborotan, fuman cigarros horribles y despiden desagradable olor. Los delfines son muy distintos: limpios, alegres. Ictiandro dibujó una leve sonrisa. Evocaba cómo, en cierta ocasión, había probado leche de hembra de delfín.

Muy lejos, en dirección sur, hay una pequeña bahía. Agudos escollos y un banco de arena impiden el acceso por el mar. La costa es acantilada y rocosa. Todo eso hace que no sea visitada por pescadores ni buscadores de perlas. Su fondo, de escasa profundidad, está cubierto de un denso tapiz de plantas. En su tibia agua abundan peces. Allí acudía muchos años consecutivos una hembra de delfín a parir. Solía tener dos, cuatro y hasta seis crías. Ictiandro se entretenía viendo a los pequeños, escondido entre la vegetación. Era muy gracioso ver cómo se revolcaban en la superficie, cómo mamaban, empujándose unos a otros. Ictiandro comenzó a adiestrarlos poquito a poco: traía peces y los cebaba. Y, muy pronto, las crías y la hembra fueron habituándose a Ictiandro. Ya jugaba con los pequeños, los capturaba y los lanzaba. A ellos esto, por lo visto, les gustaba. Tan pronto aparecía en la bahía con regalos para ellos — sabrosos peces o pequeños pulpos, más sabrosos todavía — acudían contentos a recibirlo.

Una vez, cuando la conocida hembra estaba recién parida y sus crías eran todavía lechones, Ictiandro pensó: ¿por qué no probar su leche?

Se situó furtivamente bajo la hembra, la abrazó y comenzó a mamar. La hembra, horrorizada por tan inesperado ataque, se espantó y abandonó la bahía. Ictiandro soltó inmediatamente al asustado animal. La leche tenía un fuerte sabor a pescado.

La desconcertada hembra, tras desasirse de tan indiscreto mamón, se lanzó hacia el fondo, sus pequeños buscábanla desorientados. A Ictiandro le costó un trabajo enorme reunir y mantener juntos a los pequeños, hasta que llegó la madre y se los llevó a la bahía vecina. Sólo pasados muchos días se restableció la confianza y la amistad.


Cristo estaba sumamente preocupado. Hacía tres días que Ictiandro no aparecía. Al fin se presentó extenuado, pálido, pero satisfecho.

— ¿Dónde has estado todo este tiempo? — inquirió con severidad el indio, contento de que hubiera aparecido.

— En el fondo — respondió Ictiandro.

— ¿Por qué estás tan demacrado?

— He… he estado a punto de perecer — mintió Ictiandro, por primera vez en la vida, y contó una historia que le había sucedido mucho antes.

En las profundidades oceánicas hay un altiplano rocoso, y en el medio de esa meseta, una depresión ovalada enorme, un auténtico lago submarino.

Nadando sobre ese lago submarino, a Ictiandro le asombró el insólito color gris claro del fondo. Cuando descendió y se fijó como es debido, quedó sorprendido: se hallaba sobre un auténtico cementerio de diversos animales marinos, desde pequeños peces hasta tiburones y delfines. Había también víctimas recientes. Pero junto a ellas no aparecían, como es habitual, cangrejos ni peces de los que aprovechan esas ocasiones. Era el reino de la muerte. Sólo en algunas partes se veían salir burbujas de gas. Ictiandro iba nadando sobre el borde de la depresión. Descendió un poquito más y sintió, de súbito, un fuerte dolor en las branquias, asfixia y mareos. Casi sin sentido, desfallecido por completo fue hundiéndose hasta que, al fin, se posó al borde de la depresión. Las sienes le golpeaban, el corazón emprendía alocado galope y una rojiza nube enturbiaba su vista. Lo grave era que no podía esperar ayuda alguna. De pronto, vio que cerca de él descendía — retorciéndose en espasmódicas convulsiones — un tiburón. Seguramente lo venía persiguiendo, hasta que él mismo entró en estas venenosas aguas del lago submarino. Su vientre y costados se dilataban y contraían, llevaba la boca abierta, enseñando los blancos y afilados dientes en un rictus agónico. El tiburón moría. Ictiandro se estremeció. Apretando los dientes y procurando no tomar agua por las branquias, salió del lago a gatas, se irguió y quiso caminar, pero se mareó y volvió a caer. Por fin logró un impulso con las piernas y, ayudándose con los brazos, consiguió alejarse del lago unos diez metros…

Concluyó su relato contando lo que había oído sobre el particular a Salvador.

— Lo más probable es que en esa depresión se hayan acumulado gases nocivos, tal vez, hidrógeno sulfurado o anhídrido carbónico — dijo Ictiandro —. Sabes, en la superficie esos gases se oxidan, por eso no los advertimos. Pero en la depresión, donde se segregan, están muy concentrados. Bueno, ahora sírveme el desayuno, tengo un hambre atroz.

Ictiandro engulló el desayuno, se puso las gafas y los guantes y se dirigió a la puerta.

— ¿Has venido sólo a recoger esto? — inquirió Cristo señalando las gafas —. ¿Por qué no quieres decirme qué te pasa?

En la manera de ser de Ictiandro había aparecido un nuevo rasgo: se había vuelto reservado, poco comunicativo.

— Cristo, no me preguntes, yo mismo no sé qué me pasa. — El joven dio media vuelta y se retiró presuroso.



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