6

Bel llegó al cabo de un rato a la compuerta de la Kestrel, después de haberse cambiado el serio uniforme de trabajo por un sorprendente pero alegre jubón naranja con brillantes mangas azules decoradas con estrellas, pantalones con perneras acuchilladas sujetos a la rodilla y calzas y botas de fricción a juego de color azul medianoche. Variaciones por el estilo parecían ser la última moda local masculina y femenina, tuvieran sus usuarios piernas o no, a juzgar por el menos deslumbrante atuendo de Greenlaw.

El hermafrodita los condujo a un apartado y tranquilo restaurante en el lado gravitatorio de la Estación que tenía el habitual ventanal transparente que daba al paisaje estelar. Alguna gabarra o cápsula ocasional pasaba silenciosamente por fuera, añadiendo interés a la escena. A pesar de la gravedad, que al menos mantenía la comida fija en los platos descubiertos, el lugar seguía los ideales arquitectónicos cuadrúmanos al tener mesas fijas sobre columnas a diversas alturas, usando las tres dimensiones de la sala. Los servidores correteaban arriba y abajo utilizando flotadores. El diseño le gustó a todo el mundo menos a Roic, que no paraba de torcer el cuello en todas direcciones, esperando problemas en 3-D. Pero Bel, siempre previsor, además de versado en protocolos de seguridad, había proporcionado a Roic un lugar situado por encima de los otros, desde donde divisaba toda la sala. Roic subió a su extraña atalaya algo más tranquilo.

Nicol los estaba esperando sentada a su mesa, que dominaba toda la pared-ventanal. Su atuendo consistía en unas mallas negras que se ajustaban a su silueta y finos pañuelos de arco iris; por lo demás, su aspecto no había cambiado demasiado desde que Miles la conoció por primera vez hacía tantos años y tantos saltos. Seguía siendo delgada, graciosa de movimientos incluso con su flotador, con la piel de puro marfil y el pelo corto de ébano, y sus ojos aún danzaban. Ekaterin y ella se miraron una a la otra con gran interés, y de inmediato se pusieron a conversar sin que hiciera falta mucha intervención por parte de Bel o Miles.

Mientras la exquisita comida iba apareciendo fluidamente, presentada por el bien entrenado y silencioso personal del lugar, la charla fue tratando de música, jardinería y de las técnicas de bioreciclado de la estación, que llevaron a una discusión sobre la dinámica de la población cuadri y los métodos técnicos, económicos y políticos para poblar el creciente anillo que rodeaba el cinturón de asteroides. Sólo las viejas historias de guerra, por tácito y mutuo acuerdo, no asomaron a la conversación.

Cuando Bel acompañó a Ekaterin al lavabo entre el último plato y el postre, Nicol esperó a que no la oyera y luego se inclinó hacia delante y le murmuró a Miles:

—Me alegro por ti, almirante Naismith.

Él se llevó brevemente un dedo a los labios.

—Alégrate por Miles Vorkosigan. Desde luego, yo me alegro —vaciló, y entonces preguntó—: ¿Debería alegrarme también por Bel?

La sonrisa de Nicol se arrugó un poquito.

—Sólo Bel lo sabe. He dejado de viajar por el Nexo. He encontrado mi hogar, por fin. Bel parece feliz aquí también, la mayor parte del tiempo, pero… bueno, Bel es planetario. Dicen que tiene «pies nerviosos». Bel habla de comprometerse con la Unión, pero… por un motivo u otro, nunca presenta la solicitud.

—Estoy seguro de que Bel está interesado en hacerlo.

Ella se encogió de hombros y apuró su bebida de limón; en previsión de su actuación posterior, no había probado el vino.

—Tal vez el secreto de la felicidad es vivir el hoy y nunca mirar adelante. O tal vez es sólo un hábito que Bel adquirió en su antigua vida. Todo ese riesgo, todo ese peligro… Hace falta fuerza para continuar. No estoy segura de que Bel pueda cambiar su naturaleza, ni cuánto le lastimaría intentarlo. Tal vez demasiado.

—Mm —dijo Miles. «No puedo ofrecerles un falso juramento, ni lealtades divididas», había dicho Bel. Al parecer, ni siquiera Nicol era consciente de la segunda fuente de ingresos (y peligros) de Bel—. Me parece que Bel podría haber encontrado trabajo como práctico en bastantes sitios. En cambio, vino hasta muy lejos para encontrar éste.

La sonrisa de Nicol se suavizó.

—Así es. ¿Sabes que cuando Bel llegó a la Estación Graf todavía tenía en la cartera ese dólar betano con que os pagué en Jackson's Whole?

Miles consiguió tragarse la pregunta lógica, «¿Estás segura de que era el mismo?», antes de que escapara por su boca y metiera la pata. Un dólar betano era exactamente igual a cualquier otro. Si Bel había dicho que era el mismo cuando volvió a encontrar a Nicol, ¿quién era él para sugerir lo contrario? Un metepatas, seguro.

Después de la cena, Bel y Nicol los guiaron por el sistema de coches-burbuja, cuyas arterias de tránsito habían sido reestructuradas recientemente en el laberinto tridimensional en el que había llegado a convertirse la Estación Graf. Nicol dejó su flotador en un depósito común en el andén de pasajeros. Su coche tardó unos diez minutos en abrirse paso por el entramado de tubos hasta llegar a su destino; el estómago de Miles dio un vuelco cuando entraron en la zona de caída libre, y se apresuró a sacar del bolsillo las píldoras contra el mareo, meterse una en la boca y ofrecérselas discretamente a Ekaterin y Roic.

La entrada al auditorio Memorial Madame Minchenko no era ni grande ni impresionante, pues se trataba sólo de una de las varias puertas estancas accesibles desde distintos niveles de la Estación. Nicol besó a Bel y se marchó. Ninguna multitud abarrotaba todavía los pasillos cilíndricos, pues habían llegado temprano para dar tiempo a Nicol de llegar a los camerinos y cambiarse. Miles, por tanto, no estaba preparado para la vasta sala a la que entraron flotando.

Era una esfera enorme. Casi una tercera parte de su superficie interior era una pared-ventana redonda y transparente, el universo mismo convertido en telón de fondo, repleto de brillantes estrellas en esa parte oscura de la Estación. Ekaterin le agarró bruscamente la mano y Roic emitió un ruidito ahogado. Miles tuvo la sensación de que había entrado en un colmena gigantesca, pues el resto de la pared estaba cubierta de celdas hexagonales, como un panal plateado lleno de joyas multicolores. Mientras flotaban hacia el centro, las celdas se convirtieron en palcos de terciopelo para el público de diversos tamaños: desde cómodos nichos para un solo espectador a unidades lo suficientemente espaciosas para grupos de diez, si los diez eran cuadris y no tenían que usar molestas piernas. Otros sectores, intercalados, parecían ser paneles oscuros y planos de diversas formas, o contener otras salidas. Miles trató al principio de encontrar un arriba y un abajo en el espacio, pero cuando parpadeó, la cámara pareció rotar alrededor del ventanal, y entonces ya no estuvo seguro de si estaba mirando arriba, abajo o de lado con respecto a ella. Abajo era una construcción mental particularmente preocupante, ya que producía la mareante impresión de caer a un vasto pozo de estrellas.

Un acomodador cuadri con un cinturón aéreo los condujo, después de que hubieran babeado hasta hartarse, hasta su hexágono asignado. Estaba recubierto de un acolchado suave que amortiguaba el ruido y tenía asideros convenientes; incluía además sus propias luces, las joyas de colores vistas desde lejos.

Una forma oscura y un destello de movimiento en el palco, de generosas proporciones, se convirtieron, cuando se aproximaron, en una mujer cuadri. Era esbelta y de largos miembros, con bonito pelo rubio ceniza corto de no más de un dedo y que se agitaba en aureola alrededor de su cabeza. A Miles le recordó las sirenas de leyenda. Pómulos para inspirar a los hombres a batirse en duelo, o quizás a escribir mala poesía, o ahogarse en alcohol. O peor, desertar de su brigada. Iba vestida de ajustado terciopelo negro con un lacito blanco en la garganta. La pernera del codo inferior derecho de sus pantalones de terciopelo negro… manga, decidió Miles, no pernera, había quedado sin abrochar para dejar espacio a un inmovilizador médico de un tipo dolorosamente familiar para Miles, dados los frágiles huesos de su infancia. Era la única cosa extraña y carente de gracia en ella, un burdo insulto al resto del conjunto.

No podía ser otra que Garnet Cinco, pero Miles esperó a que Bel los presentara adecuadamente, cosa que hizo al punto. Todos se estrecharon las manos; a Miles su apretón le pareció firme y atlético.

—Gracias por conseguir estos… —asientos no era adecuado—. Este espacio para nosotros con tan poco tiempo —dijo Miles, soltando su esbelta mano superior—. Tengo entendido que vamos a tener el privilegio de ver un trabajo muy hermoso.

Miles ya había comprendido que «trabajo» era una palabra con resonancias añadidas en el Cuadrispacio, igual que «honor» en Barrayar.

—Un placer, lord Vorkosigan.

Su voz era melodiosa; su expresión parecía fría, casi irónica, pero una ansiedad subyacente brillaba en sus ojos verde hoja.

Miles abrió la mano para indicar su brazo inferior derecho roto.

—Le presento mis disculpas por la deplorable conducta de algunos de nuestros hombres. Serán castigados por ello, cuando los recuperemos. Por favor, no juzgue a todos los barrayareses por nuestros peores ejemplos. —«Bueno, no puede hacerlo; no enviamos en nuestras naves a los peores, Gregor sea alabado.»

Ella sonrió brevemente.

—No lo hago, pues también he conocido al mejor. —La ansiedad de sus ojos se marcó en su voz—. Dmitri… ¿qué le va a pasar?

—Bueno, eso depende de Dmitri en gran medida. —Los tiros, advirtió Miles de pronto, podían ir en ambas direcciones—. Podría oscilar cuando sea liberado y vuelva al servicio, entre un pequeño punto negro en su historial… puesto que no podía quitarse el comunicador de muñeca mientras estaba de permiso en la Estación, ¿sabe?, justo por el motivo que desgraciadamente se dio… y un cargo muy serio de intento de deserción, si no retira su solicitud de asilo político antes de que le sea denegada.

Ella apretó un poco la mandíbula.

—Tal vez no se la denieguen.

—Aunque se la concedan, las consecuencias a largo plazo podrían ser más complejas de lo que usted piensa. Llegado ese punto sería claramente culpable de deserción. Sería deportado permanentemente de su hogar y nunca podría regresar ni ver a su familia. Ahora Barrayar puede parecerle un lugar muy distante, en el primer arrebato de… emoción, pero pienso, estoy seguro, de que es algo que podría lamentar profundamente más tarde.

Pensó en el melancólico Baz Jesek, exiliado durante años por un conflicto aún peor llevado.

—Hay otras maneras, quizá menos rápidas, de que el alférez Corbeau pueda acabar aquí, si su deseo de hacerlo es auténtico y no un capricho temporal. Requeriría un poco más de tiempo, pero sería infinitamente menos lesivo… Después de todo, se está jugando con esto el resto de su vida.

Ella frunció el ceño.

—¿No lo harán fusilar los militares de Barrayar, ni lo mutilarán horriblemente, ni lo… asesinarán?

—No estamos en guerra con la Unión.

«Todavía, al menos.» Harían falta más meteduras de pata heroicas para que eso sucediera, pero Miles no debía subestimar a sus compatriotas.

Y no creía que Corbeau fuera lo suficientemente importante desde un punto de vista político para asesinarlo. «Así que vamos a intentar asegurarnos de que no acabe siéndolo, ¿eh?»

—No sería ejecutado. Pero veinte años de cárcel no es mucho mejor, desde nuestro punto de vista. No le hace ningún favor a él, ni se lo hace a usted misma, animándolo a que deserte. Déjele regresar al servicio, cumplir su misión, volver. Si los dos siguen pensando igual entonces, continúen con su relación sin que la no resolución de su estatus legal envenene su futuro juntos.

La expresión de ella se había vuelto aún más sombríamente testaruda. Miles se sintió fatal, como un padre severo reprimiendo a una adolescente llena de angustia, pero ella no era ninguna niña. Tendría que preguntarle a Bel por su edad. Su gracia y el aplomo de sus movimientos podían ser el resultado de su formación como bailarina. Recordó que se suponía que debían parecer cordiales, así que trató de suavizar sus palabras con una sonrisa tardía.

—Queremos ser compañeros. Permanentemente —dijo ella.

«Sólo dos semanas después de conocerse, ¿está segura?» Miles ahogó el comentario en su garganta cuando la mirada de reojo de Ekaterin le recordó cuántos días (¿o fueron horas?) tardó él en enamorarse de ella. Cierto, lo de permanentemente había tardado más.

—Desde luego, comprendo por qué lo desea Corbeau.

Lo contrario era más sorprendente, por supuesto. En ambos casos. Él mismo no encontraba a Corbeau particularmente encantador (su emoción más fuerte hasta ahora era un profundo deseo de darle un golpe al alférez en la cabeza), pero era evidente que aquella mujer no lo veía de la misma manera.

—¿Permanentemente? —dijo Ekaterin, vacilante—. Pero… ¿no cree que podría desear tener hijos algún día? ¿O él?

La expresión de Garnet Cinco se volvió esperanzada.

—Hemos hablado de tener hijos juntos. Los dos estamos interesados.

—Hum, er… —dijo Miles—. ¿Los cuadrúmanos no son infértiles con los planetarios?

—Bueno, hay que tomar algunas decisiones antes de usar los replicadores, igual que un herm que se cruza con un monosexual tiene que elegir si quiere que ajusten su genética para producir un niño o una niña o un herm. Algunas parejas cuadriplanetarias tienen hijos cuadrúmanos, algunas tienen planetarios, otras tienen ambos… ¡Bel, enséñale a lord Vorkosigan las fotos de tus bebés!

Miles giró la cabeza.

—¿Qué?

Bel se sonrojó y rebuscó en el bolsillo de su pantalón.

—Nicol y yo… Cuando fuimos al genetista en busca de consejo, nos pasaron una proyección de todas las combinaciones posibles, para ayudarnos a escoger.

El herm sacó un holocubo y lo conectó. Seis fotos de niños de cuerpo entero cobraron vida sobre su mano, todos en la preadolescencia, cuando los rasgos adultos empiezan a emerger de las redondeces infantiles. Tenían los ojos de Bel, la barbilla de Nicol, el pelo moreno y los rizos familiares. Un niño, una niña y un hermafrodita con piernas; un niño, una niña y un hermafrodita cuadri.

—¡Oh! —dijo Ekaterin, extendiendo la mano—. ¡Qué interesante!

—Los rasgos faciales son sólo una mezcla electrónica de los de Nicol y los míos, no una auténtica proyección genética —explicó Bel, ofreciendo el cubo—. Para eso se necesitaría una célula real de una concepción real, cosa de la que, por supuesto, no dispondrán hasta que se haya producido una para aplicarle las modificaciones genéticas.

Ekaterin giró el cubo a un lado y a otro, examinando los retratos desde diversos ángulos. Miles, mirando por encima de su hombro, se dijo firmemente que, probablemente, no importaba que su holovid de los blastocitos Aral Alexander y Helen Natalia estuviera todavía en su equipaje a bordo de la Kestrel. Tal vez más tarde tuviera una oportunidad de enseñarle a Bel…

—¿Habéis decidido por fin qué queréis? —preguntó Garnet Cinco.

—Una niñita cuadri, para empezar. Como Nicol. —El rostro de Bel se suavizó, y luego, bruscamente, recuperó su habitual sonrisa irónica—. Suponiendo que yo dé el paso y solicite la ciudadanía de la Unión.

Miles imaginó a Garnet Cinco y Dmitri Corbeau con un puñado de guapos y atléticos niños cuadrúmanos. O a Bel y Nicol con una tribu de pequeños músicos. La cabeza le dio vueltas. Roic, que parecía silenciosamente bloqueado, negó con la cabeza cuando Ekaterin le ofreció examinar de cerca los holovids.

—¡Ah! —dijo Bel—. El espectáculo está a punto de comenzar.

El herm recuperó el holocubo, lo apagó, volvió a guardarlo en las profundidades del bolsillo de sus pantalones azules y cerró cuidadosamente la solapa.

El auditorio se había llenado por completo mientras hablaban, y el panal de celdas ahora albergaba a una atenta multitud, incluido un buen puñado de otros planetarios, aunque Miles no habría sabido decir si eran ciudadanos de la Unión o visitantes galácticos. En cualquier caso, no se veía esa noche ningún uniforme verde de Barrayar. Las luces disminuyeron, el murmullo se apaciguó y unos últimos cuadris corrieron hacia sus palcos y los ocuparon. Un par de planetarios que habían calculado mal su impulso y quedaron aislados en el centro fueron rescatados por los acomodadores y conducidos hacia sus palcos, lo que les valió el silencioso desdén de los cuadris que se dieron cuenta. El aire estaba lleno de tensión eléctrica, la extraña mezcla de esperanza y temor típica de toda actuación en directo, con su riesgo de imperfección y su posibilidad de grandeza. Las luces disminuyeron aún más, hasta que sólo el brillo estelar blanquiazul iluminó las celdas ahora abarrotadas de la cámara.

Las luces destellaron, una profusión de rojo y anaranjado y dorado, y los actores aparecieron por todas partes. Entrando al asalto. Cuadrúmanos varones, atléticos y llenos de entusiasmo, con ajustadas mallas que resplandecían. Tambores.

«No me esperaba tambores manuales.» Las otras actuaciones en caída libre que Miles había visto, ya fueran de baile o de gimnasia, habían sido extrañamente silenciosas a excepción de la música y los efectos de sonido. Los cuadris hacían su propio ruido y todavía les quedaban manos de sobra para actuar; los tamborileros se reunieron en el centro, se agarraron, chocaron, intercambiaron impulso, giraron y doblaron siguiendo una pauta siempre cambiante. Dos docenas de hombres en caída libre ocuparon perfectamente su puesto en el centro del auditorio esférico, su movimiento tan controlado como para permitir que nadie vagara hacia un lado mientras la energía de sus giros, piruetas, quiebros y volteretas fluía a través de sus cuerpos, de uno a otro, para empezar de nuevo. El aire latía con el ritmo de sus tambores: tambores de todos los tamaños, redondos, oblongos, dobles; no sólo los tocaba cada tamborilero, pues algunos se los pasaban de unos a otros en un rápido cruce entre música y juego malabar, sin fallar nunca una nota ni un golpe. Las luces danzaron. Los reflejos se esparcieron por las paredes, mostrando en los palcos destellos de manos alzadas, brazos, ropas brillantes, joyas, rostros asombrados.

Entonces, desde otra entrada, una docena de cuadrúmanas vestidas de azul y gris se incorporaron a la creciente pauta geodésica, uniéndose a la danza. Todo lo que Miles pudo pensar fue: «El primero que trajo castañuelas al Cuadrispacio tiene que responder a muchas cosas.» Añadieron una nota risueña a la percusión: tambores y castañuelas, ningún otro instrumento. No eran necesarios. La cámara redonda reverberó, casi estremeciéndose. Miles echó una mirada de reojo: Ekaterin tenía la boca entreabierta, los ojos brillantes y asombrados, absorbiendo todo aquel resonante esplendor sin reserva.

Miles pensó en las bandas de marchas de Barrayar. No era suficiente que los humanos hicieran algo tan difícil como aprender a tocar un instrumento musical. Luego tenían que hacerlo en grupo. Mientras caminaban. Con ritmos complicados. Y luego competían entre sí para hacerlo aún mejor. Para el deseo de destacar nunca se encontraría una justificación económica razonable. Había que destacar por el honor del país, del pueblo, o por la gloria de Dios. Por el disfrute del ser humano.

La pieza duró veinte minutos, hasta que los músicos jadearon y el sudor escapó de ellos en diminutas gotitas que se convirtieron en manchas chispeantes en la oscuridad, y aun así siguieron girando y tronando. Miles tuvo que contenerse para no hiperventilar por simpatía, los latidos del corazón sincronizados con sus ritmos. Entonces, una última descarga de alegre ruido… y de algún modo la rebullente masa de hombres y mujeres de cuatro brazos se dividió en dos cadenas que se perdieron por las mismas salidas de donde habían emergido hacía un rato.

Otra vez oscuridad. El silencio fue como un mazazo; tras él, Miles oyó a Roic exhalar reverente, ansiosamente, como el hombre que vuelve a casa de la guerra y se acuesta en su propia cama por primera vez.

Los aplausos estremecieron la sala. Nadie del grupo barrayarés, pensó Miles, tenía que fingir ahora entusiasmo por la cultura cuadri.

La sala volvió a guardar silencio mientras la orquesta emergía de cuatro puntos y ocupaba posiciones alrededor del gran ventanal. La media docena de cuadris llevaba instrumentos más normales: todos acústicos, le comentó Ekaterin con un susurro fascinado. Localizaron a Nicol, auxiliada por otros dos cuadris que la ayudaron a manejar y asegurar su arpa, que casi tenía la forma normal de un arpa, y su doble dulcémele, que parecía una sosa caja oblonga desde aquel ángulo. Pero la pieza que siguió a continuación incluyó un solo suyo con el dulcémele, su rostro de marfil recortado por las luces, y la música que brotó de sus cuatro manos destellantes fue cualquier cosa menos aburrida. Radiante, etérea, apasionante, electrizante.

Bel debía de haber asistido a aquello docenas de veces, supuso Miles, pero el herm estaba tan absorto como cualquier recién llegado. No era solo una sonrisa de amante la que iluminaba sus ojos. «Sí. No la amarías como es debido si no amaras también su derroche de talento.» Ningún amante celoso, ansioso y egoísta, podría abarcarlo todo; tenía que ser esparcido por el mundo, o había que destruir su fuente. Miró a Ekaterin y pensó en sus gloriosos jardines, que tanto echaba de menos en Barrayar. «No te mantendré mucho tiempo apartada de ellos, mi amor, te lo prometo.»

Hubo una breve pausa, mientras los tramoyistas cuadris colocaban unos misteriosos palos y barras en ángulos extraños en el interior de la esfera. Garnet Cinco, flotando de lado con respecto a Miles, le murmuró por encima del hombro:

—Ahora viene la pieza que yo suelo bailar. Es un extracto de una obra más grande, el ballet clásico de Aljean, La travesía, que cuenta la historia de la migración de nuestro pueblo a través del Nexo hasta el Cuadrispacio. Es el dueto amoroso entre Leo y Silver. Yo hago de Silver. Espero que mi alumna no lo estropee… —terminó de decir mientras empezaba la obertura.

Dos figuras, un planetario y una cuadri rubia, llegaron flotando desde lugares opuestos del espacio, acumularon impulso girando sobre las pértigas tras agarrarse con las manos, y se reunieron en el centro. No hubo tambores esta vez, sólo una melodía dulce y líquida de la orquesta. Las piernas del personaje de Leo se agitaban inútilmente, y Miles tardó un momento en darse cuenta de que lo interpretaba un bailarín cuadri con piernas falsas. El uso de la mujer del movimiento angular, contrayendo o estirando varios brazos mientras giraba o hacía cabriolas, era brillantemente controlado, sus cambios de trayectoria alrededor de las pértigas, preciso. Sólo unos cuantos jadeos y murmullos críticos por parte de Garnet Cinco sugirieron algo menos que perfección a lo que Miles percibía. El tipo de las piernas falsas era deliberadamente torpe, y se ganó unas cuantas risas del público cuadri. Miles se agitó incómodo, advirtiendo que estaba viendo una parodia de cómo veían a los planetarios los cuadris. Pero los encantadores gestos de ayuda de la mujer hacían que fuera más enternecedor que cruel.

Bel, sonriente, se inclinó hacia delante para murmurarle a Miles al oído:

—Tranquilo. Se supone que Leo Graf baila como un ingeniero. Lo era.

El aspecto amoroso quedaba bastante claro. Las relaciones entre los cuadris y los planetarios al parecer tenían una historia larga y honorable. A Miles se le ocurrió que ciertos aspectos de su juventud habrían sido mucho más fáciles si Barrayar hubiera poseído un repertorio de historias románticas protagonizadas por héroes lisiados y bajitos, en vez de por villanos mutantes. Si aquél era un buen ejemplo, quedaba claro que Garnet Cinco estaba culturalmente preparada para hacer de Julieta de su Romeo barrayarés. «Pero no representemos una tragedia esta vez, ¿eh?»

La absorbente pieza llegó a su clímax y los dos bailarines saludaron al entusiasmado público antes de hacer mutis. Se encendieron las luces: el intermedio. El arte teatral estaba constreñido por la biología, advirtió Miles, en este caso por la capacidad de la vejiga humana, fuera planetaria o cuadri.

Cuando todos volvieron a reunirse en el palco, encontró que Garnet Cinco estaba explicándole a Ekaterin las convenciones de los nombres cuadris.

—No, no es un apellido —dijo Garnet Cinco—. Cuando los cuadrúmanos fueron creados por primera vez por la Corporación Galac-Tech, sólo había mil de nosotros. Cada uno tenía un solo nombre, más una designación numérica. Siendo tan pocos, cada nombre era único. Cuando nuestros antepasados huyeron a la libertad, eliminaron el código numérico, pero mantuvieron el sistema de nombres simples y únicos, apuntados en un registro. Con todos los lenguajes de la vieja Tierra en los que basarse, pasaron varias generaciones antes de que el sistema empezara a agotarse. Las listas de espera para los nombres verdaderamente populares eran larguísimas. Así que votaron por permitir la duplicación, pero sólo si el nombre tenía un complemento numérico, para poder distinguir siempre a un Leo de otro. Cuando te mueres, tu nombre-número va de vuelta al registro para ser reutilizado.

—Tengo un Leo Noventa y nueve en las cuadrillas de mis muelles —dijo Bel—. Es el número más alto que me he encontrado hasta ahora. Pero parece que se prefieren los números más bajos, o ninguno.

—Nunca he conocido a ninguna de las otras Garnets —dijo Garnet Cinco—. Había unas ocho más en alguna parte de la Unión la última vez que lo busqué.

—Apuesto a que habrá más —dijo Bel—. Y será culpa tuya.

Garnet Cinco se echó a reír.

—¡Ojalá!

La segunda mitad del espectáculo fue tan impresionante como la primera. Durante uno de los interludios musicales, Nicol tocó una pieza exquisita con su arpa. Hubo dos grupos de danza más, uno abstracto y matemático, el otro narrativo, al parecer basado en un trágico desastre de presurización sufrido por una generación anterior. El final puso a todo el mundo en el centro para un último, vigoroso y deslumbrante giro, con tambores, castañuelas y orquesta combinando un apoyo musical que sólo podía ser descrito como colosal.

A Miles le pareció que la actuación terminaba demasiado pronto, aunque su crono le dijo que habían pasado cuatro horas en aquel sueño. Dio una agradecida pero poco comprometedora despedida a Garnet Cinco. Mientras Bel y Nicol escoltaban a los tres barrayareses de vuelta a la Kestrel en un coche burbuja, Miles reflexionó sobre cómo las culturas se contaban su historia, y sobre cómo se definían. Por encima de todo, el ballet celebraba el cuerpo cuadri. Sin duda ningún planetario podía marcharse del ballet cuadri imaginando todavía al pueblo de cuatro brazos como mutado, lisiado o en desventaja, o inferior. Como Corbeau había demostrado, incluso se podía salir de allí tras haberse enamorado en caída libre.

No todas las deformaciones son visibles. Todo aquel despliegue de atletismo le recordó que debía comprobar sus niveles químicos cerebrales antes de acostarse, para ver cuándo era probable que le sobreviniera el próximo ataque.

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