9.

El recuerdo de la tierra perdida no alcanzará a consolarla.

Se paseará a orillas del mar y luego caminará costa adentro.

Tratará de recordar cómo fue la vida antes, cuando había compañía, hogar, aldea, madre, padre, familia.

Ahora caminará sola, con los ojos cerrados, tratando así de olvidar y de recordar al mismo tiempo, privándose de la vista para entregarse a la sonoridad pura, tratando de ser lo que logra escuchar, nada más, anhelando el rumor del manantial, el susurro de los árboles, el parloteo de los monos, el estruendo de la tormenta, el galope de los uros, el combate de los astados por el favor de la hembra, todo lo que la salve de la soledad que la amenazará con la pérdida de la comunicación y de la memoria.

Quisiera escuchar un grito de acción, inconsciente y discontinuo, un grito de pasión, ligado al dolor o a la felicidad, quisiera sobre todo que los dos lenguajes, el de la acción y el de la pasión, se mezclaran, para que los gritos naturales se convirtiesen de nuevo en deseo de estar con otro, de decirle algo a otro, de clamar la necesidad y la simpatía y la atención al otro perdido desde que salió de la casa expulsada por la ley del padre.

Ahora, ¿quién te verá, quién te prestará atención, quién entenderá tu llamado angustioso, el que al fin saldrá de tu garganta cuando corras cuesta arriba, llamada por la altura del risco de piedra, cerrando los ojos para aliviar la duración y el dolor del ascenso?

Un grito te detendrá.

Tú abrirás los ojos y te verás al borde del precipicio con el vació a tus pies, una honda barranca y, del otro lado, en una explanada calcárea, una figura que te gritará, agitará los brazos en alto, dirá con todo el movimiento de su cuerpo, pero sobre todo con la fuerza de su voz, detente, no caigas, peligro…

Él estará desnudo, tan desnudo como tú.

Los identificará la desnudez y él tendrá color de arena, todo, su piel, su vello, su cabeza.

El hombre pálido te gritará, detente, peligro.

Tú entenderás los sonidos e-dé, e-me, ayudar, querer, velozmente transformándose en algo que sólo en ese momento al gritarle al hombre de la otra orilla, reconocerás en ti misma: él me mira, yo lo miro, yo le grito, él me grita, y si no hubiese nadie allí donde él está, no habría gritado así, habría gritado para ahuyentar a una parvada de pájaros negros o por miedo a una bestia acechante, pero ahora grito pidiéndole o agradeciéndole algo a otro ser como yo pero distinto de mi, ya no grito por necesidad, grito por deseo, e-dé, e-me, ayúdame, quiéreme…

Él irá bajando de la roca con un gesto suplicante que tú imitarás con gritos, regresando sin poderlo evitar al gruñido, al aullido, pero ambos sintiendo en el temblor veloz de sus cuerpos que correrán para apresurar el encuentro tan deseado ya por ambos, habrá un regreso al grito y al gesto anteriores hasta encontrarse y enlazarse.

Ahora exhaustos dormirán juntos en el lecho del fondo del precipicio.

Entre tus pechos colgará el sello de cristal que él te habrá obsequiado antes de amarte.

Eso será lo bueno pero también habrán hecho algo terrible, algo prohibido.

Le habrán dado otro momento al momento que viven y a los momentos que van a vivir; han trastocado los tiempos; le han abierto un campo prohibido a lo que les sucedió antes.

Pero ahora no hay prevención, no hay temores.

Ahora hay la plenitud del amor en el instante.

Ahora cuanto pueda suceder en el porvenir deberá esperar, paciente y respetuoso, la siguiente hora de los amantes reunidos.


Fin


Cartagena de Indias, enero de 2000

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