8.

Dirigió por última vez el Fausto de Berlioz en el Festspielhaus de Salburgo, la ciudad adonde se había retirado a pasar sus últimos años. Mientras conducía a los cantantes, el coro y la orquesta hacia el final apocalíptico de la obra, quería creer que nuevamente él era el joven maestro que ponía en escena por primera vez la obra en un lugar que él quería por primera vez también pero que, fatalmente, estaba lleno de nuestro pasado.

A los noventa y dos años, Gabriel Atlan-Ferrara rehusaba con desdén el taburete que le ofrecían para dirigir sentado, un poco encorvado, si, pero de pie porque sólo de pie podía invocar la respuesta musical a una naturaleza destructiva que anhelaba regresar al gran original y, allí, entregarse en brazos del Demonio. ¿Era cierto que, a pesar de la sonoridad de la obra, él escuchaba pasos que se acercaban al podio y le decían al oído: «He venido a reparar el daño»?

Su respuesta era vigorosa, no la pensaba dos veces, él iba a morir de pie, como un árbol, dirigiendo orquestas, comprendiendo hasta el fin que la música puede ser sólo una evocación impresionista y que al director le incumbe imponer una contemplación serena que sólo así le entrega la verdadera pasión a la obra. Era la paradoja de su creación. El viejo llegó a entender esto y esta tarde en Salzburgo hubiese querido saberlo y comunicarlo en Londres en 1940, en México en 1949, otra vez en Londres en 1967, cuando un público idiota salió creyendo que su Fausto seguía las huellas de la moda nudista de ¡Oh Calcutta! Sin enterarse nunca del secreto expuesto a la mirada de todos…

Pero sólo ahora, viejo, en Salzburgo, en 1999, entendía el camino musical de la impresión a la contemplación a la emoción y quisiera, con un gemido inaudible, haberlo sabido para decírselo a tiempo a Inez Prada…

Ahora que en el tercer acto de La Damnation de Faust una joven mezzosoprano aparecía interpretando a Margarita, ¿cómo iba a decirle el maestro que para él la belleza es la única prueba de la encarnación divina en el mundo? ¿Lo supo Inez? Dirigiendo por última vez la ópera que los unió en vida, Gabriel le pidió al recuerdo de la mujer amada:

– Ten paciencia. -Espera. Te buscan. Te encontrarán.

No era la primera vez que le dirigía esas palabras a Inez Prada. ¿Por qué nunca pudo decir: «Te busco. Te encontraré»? ¿Por qué eran siempre otros, ellos, los designados para buscarla, para encontrarla, volverla a ver? ¿Nunca él?

La gran melancolía con que Gabriel Atlan-Ferrara dirigía esta obra tan asociada al instinto de Inez se parecía al acto de tocar una pared sólo paracomprobar que no existía. ¿Puedo volver a creer en mis sentidos?

La última vez que hablaron en el Savoy de Londres, se preguntaron, ¿qué has hecho este tiempo?, para no preguntar ¿qué te ha pasado? y mucho menos, ¿cómo vamos a terminar tú y yo?

Hubo frases sueltas que no le importaban a nadie más que a él.

– Por lo menos, nunca tuvimos el peso muerto de un amor fracasado o de un matrimonio insoportable.

– Out of sight, out of mind, dicen los ingleses…

– Ojos que no ven, corazón que no siente. La pasión original nunca se repite. En cambio, el regret vive para siempre con nosotros. El pesar. El lamento. Se vuelve melancolía y nos habita como un fantasma frustrado. Sabemos enmudecer a la muerte. No sabemos acaballar el dolor. Debemos contentarnos con un amor análogo al que recordamos en la sonrisa de un rostro desaparecido. ¿Es poca cosa?

«Muero pero el universo continúa. No me consuelo si estoy separado de ti. Pero si tú eres mi alma y me habitas como un segundo cuerpo, mi muerte deja de tener menos importancia que la de un desconocido.»


La representación fue un triunfo, un homenaje crepuscular, y Gabriel Atlan-Ferrara abandonó con prisa y con pesar el podio del director.

– Magnifico, maestro, bravo, bravísimo -le dijo el portero del teatro.

– Te has convertido en un viejo al que dan ganas de matar -le contestó agriamente Atlan-Ferrara sabiendo que se lo decía a si mismo, no al anciano y estupefacto conserje.

Rehusó que lo acompañaran de regreso a su casa. No era un turista despistado. Vivía en Salzburgo. Ya había resuelto que, si moría, deseaba morir de pie, sin prevenciones, sobresaltos o auxilios. Soñaba con una muerte repentina y cariñosa. No tenía ilusiones románticas. No había preparado una «frase final» célebre ni creía que al morir se reuniría, líricamente, con Inez Prada. Sabia, desde la última noche en Londres, que ella había partido en otra compañía. El muchacho rubio -mi camarada, mi hermano- desapareció, para siempre, de la foto de la juventud. Estaba en otra parte.

Il est ailleurs -sonrió Gabriel, satisfecho a pesar de todo.

Pero tampoco estaba Inez, desaparecida desde la noche de noviembre de 1967 en Covent Garden. Como el público pensó que lo sucedido era parte de la originalísima mise-en-sce'ne de Gabriel Atlan-Ferrara, toda explicación era admitida. De hecho, la conseja que se repitió en los medios informativos era que Inez Prada había desaparecido por un escotillón, con un bebé en brazos, envuelta en una nube de humo. Puro efectismo. Coup de théátre.

– Inez Prada se ha retirado para siempre de la escena. Ésta fue la última ópera que cantó. No, no lo anunció porque en ese caso la intención se hubiese fijado en su despedida de las tablas y no en el espectáculo mismo. Ella era una profesional. Siempre estuvo al servicio de la obra, del autor, del director y, en consecuencia, del respetable público. Si, toda una profesional. tenía el instinto de la escena…

Sólo quedó Gabriel, el pelo revuelto y oscuro, la tez morena, quemada por el sol y el mar, la sonrisa brillante… Solo.


Contó los pasos del teatro a la casa. Era una manía de su vejez, contar cuántos pasos daba al día. Ésta era la parte cómica del asunto. La parte triste era que, a cada paso, sentía bajo las plantas la herida de la tierra. Imaginaba las cicatrices que se iban acumulando sobre las capas cada vez más hondas y duras de la costra de polvo que habitamos.

Lo esperaba Ulrike, la Dicke, con sus trenzas rehechas y su limpio delantal crujiente y su doloroso andar de piernas separadas. Puso una taza de chocolate frente a él.

– ¡Ah! -suspiró Atlan-Ferrara dejándose caer en el sillón Voltaire-. Se acabó la pasión. Nos queda el chocolate.

– Póngase cómodo -le dijo la sirvienta-. No se preocupe. Todo está en su lugar.

Ella miró hacia el sello de cristal que ocupaba su sitio habitual sobre un trípode en la mesita de al lado de la ventana que enmarcaba el panorama de Salzburgo.

– Si, Dicke, todo está en su lugar. No necesitas romper más sellos de cristal…

– Señor… yo… -titubeó el ama de llaves.

– Mira, Ulrike -dijo Gabriel con un movimiento elegante de la mano-. Hoy dirigí el Fausto por última vez. Margarita ascendió para siempre al cielo. Ya no soy prisionero de Inez Prada, mi querida Ulrike…

– Señor, no era mi intención… Créame, Yo soy una mujer agradecida. Sé que todo se lo debo a usted.

– Tranquilízate. Tú sabes muy bien que no tienes rival. En vez de una amante, necesito una criada.

– Voy a prepararle una taza de té.

– ¿Qué te pasa? Ya estoy tomando chocolate.

– Perdón. Estoy muy nerviosa. Le traeré su agua mineral.

Atlan-Ferrara tomó el sello de cristal y lo acarició.

Se dirigió en voz baja a Inez.

– Ayúdame a que deje de pensar en el pasado, mi amor. Si vivimos para el pasado, lo hacemos crecer al grado que usurpa nuestras vidas. Dime que mi presente es vivir atendido por una criada.

– ¿Recuerdas nuestra última conversación? -le dijo la voz de Inez-. ¿Por qué no lo cuentas todo?

– Porque el segundo cuento es otra vida. Vívela tú. Yo me aferro a ésta.

– ¿Hay alguien a quien le niegues la existencia?

– Quizás.

– ¿Sabes el precio?

– Te la quitaré a ti.

– ¿Qué más da? Yo ya viví.

– Mírame bien. Soy un viejo egoísta.

– No es cierto. Te has ocupado todos estos años de mi hija. Te lo agradezco, con amor, con humildad, te doy las gracias.

– Bah. Sentimentalismos. La trato como lo que es.

– De todos modos, gracias, Gabriel.

– He vivido para mi arte, no para las emociones fáciles. Adiós, Inez. Regresa a donde estás ahora.

Miró el paisaje de Salzburgo. Imperceptiblemente, amanecía. Se sorprendió de la velocidad de la noche. ¿Cuánto tiempo había conversado con Inez? Unos minutos apenas…

– ¿No dije siempre que la siguiente representación de Fausto seria siempre la primera? Date cuenta, Inez, de mi renuncia. La siguiente reencarnación de la obra ya no está en mis manos.

– Hay cuerpos que nacieron para errar y otros para encarnar -le dijo Inez-. No seas impaciente.

– No, estoy satisfecho. Tuve paciencia. Esperé mucho tiempo, pero al cabo fui recompensado. Todo lo que tenía que regresar, regresó. Todo lo que tenia que reunirse, se reunió. Ahora debo guardar silencio, Inez, para no romper la continuidad de las cosas. Esta noche en el Festspielhaus, te sentí cerca de mi, pero era sólo una sensación. Sé que estás muy lejos. Pero yo mismo, ¿soy algo más que una reaparición, Inez? A veces me pregunto cómo me reconocen, cómo me saludan, si evidentemente yo ya no soy yo. ¿Tú sigues recordando al que fui? Dondequiera que estés, ¿tú guardas una memoria del que todo lo sacrificó para que tú volvieras a ser?

Ulrike lo miraba, de pie, sin ocultar el desdén.

– Sigue usted hablando solo. Es un signo de demencia senil -dijo la ama de llaves.

Atlan-Ferrara escuchó el ruido insoportable de los movimientos de la mujer, sus faldas tiesas, sus manojos de llaves, sus pies arrastrados por el caminar herido, de piernas separadas.

– ¿Queda un solo sello de cristal, Ulrike?

– No, señor -dijo el ama de llaves con la cabeza baja, recogiendo el servicio-. Este que usted tiene aquí en la sala es el último que quedaba…

– Pásamelo, por favor…

Ulrike detuvo el objeto entre las manos y lo mostró con una mirada impúdica y arrogante al maestro.

– Usted no sabe nada, maestro.

– ¿Nada? ¿De Inez?

– ¿Alguna vez la vio realmente joven? ¿De verdad la vio envejecer? ¿O simplemente lo imaginó todo porque el tiempo de los calendarios se lo exigía? ¿Cómo iba a envejecer usted entre la caída de Francia y la blitz alemana y el viaje a México y el regreso a Londres y ella no? Usted la imaginó envejeciendo para hacerla suya, contemporánea suya…

– No, Dicke, te equivocas… yo quise hacer de ella mi pensamiento eterno y único. Eso es todo.

La Dicke rió estruendosamente y acercó el rostro al de su amo con una ferocidad de pantera.

– No volverá ya. Usted va a morir. Quizás la encuentre en otra parte. Ella nunca abandonó su tierra original. Sólo vino a pasar un rato aquí. Tenía que regresar a los brazos de él. Y él nunca regresará. Resígnate, Gabriel.

– Está bien, Dicke -suspiró el maestro.

Pero para si decía: Nuestra vida es un rincón fugitivo cuyo propósito es que la muerte exista. Somos el pretexto para la vida de la muerte. La muerte le da presencia a todo lo que habíamos olvidado de la vida.

Caminó con paso lento hasta su recámara y miro con atención dos objetos posados sobre la mesa de noche.

Uno, la flauta de marfil.

Otro, la fotografía enmarcada de Inez vestida para siempre con los ropajes de la Margarita de Fausto, abrazada a un joven de torso desnudo, sumamente rubio. Los dos sonriendo abiertamente, sin enigma. Nunca más separados.

Tomó la flauta, apagó la luz y repitió con gran ternura un pasaje del Fausto.

La criada lo escuchó de lejos. Era un viejo excéntrico y maniático. Ella se deshizo las trenzas. La cabellera larga, blanca, le colgaba hasta la cintura. Se sentó en la cama y alargó los brazos, musitando una lengua extraña, como si convocara un parto o una muerte.

Загрузка...