5.

Cada vez que se separen, gritarán: ne-el en el bosque cada vez mas frió y despoblado, a-nel en la cueva cada vez menos tibia a la que el hombre traerá pieles arrancadas a gritos a los pocos bisontes que rondan los parajes y que él matará no sólo para alimentarlas a ti y a tu hija, sino, ahora, para cubrirlas contra las ventiscas heladas que lograrán colarse por las cuarteaduras inesperadas de la caverna como el hálito de un cabrio blanco y vengativo.

Los muros se irán cubriendo de una capa invisible de hielo, como si pudieran retratar la enfermedad misma de la tierra cada vez más despoblada e inerte, como si la sangre misma de los animales y la savia misma de las plantas estuviese a punto de detenerse para siempre después de lanzar una gran bocanada de muerte.

Ne-el gritará en el bosque invernal. Su voz tendrá tal cantidad de ecos que ninguna bestia podrá localizarla; la voz será el disfraz de ne-el el cazador. La voz saldrá de la blancura ciega de bosques, llanos, ríos congelados y un mar asombrado de su propia frialdad inmóvil…: será una voz solitaria que se volverá multitudinaria porque el mundo se habrá convertido en una gran cúpula de ecos blancos.

En la cueva, tú no gritarás, a-nel, cantarás arrullando a la niña que pronto habrá cumplido tres estaciones floridas desde su nacimiento, pero también en tu guarida de piedra tu voz resonará tanto que el arrullo parecerá un grito. Tendrás miedo. Sabrás que tu voz será siempre tuya pero ahora le pertenecerá también al mundo que te rodeará amenazándote. Un gran aguacero de hielo resonará como un tambor dentro de tu cabeza. Mirarás las pinturas de los muros. Atizarás el fuego del hogar. A veces te aventurarás afuera con la esperanza de encontrar hierbas y bayas fáciles de coger para ti y para la niña que cargas a tus espaldas en un saco de cuero de alce. Sabrás que la caza mayor la traerá siempre él, sudoroso y enrojecido por la pesquisa cada vez más ardua.

El hombre entrará a la cueva, mirará con tristeza las pinturas y te dirá que llegará el tiempo de irse. La tierra se congelará y no dará más frutos ni carnes.

Pero sobre todo la tierra se moverá. Esta misma mañana él verá cómo se desplazarán las montañas de hielo, con vida propia, cambiando de velocidad al encontrar obstáculos, ahogando todo lo que encuentran a su paso…

Saldrán envueltos en las pieles que con tanta sabiduría habrá reunido ne-el porque será él quien conozca al mundo de afuera y sabrá ya que este tiempo tendrá fin. Pero tú te detendrás a la salida y correrás de regreso al recinto de tu vida y de tu amor y allí volverás a cantar con el sentimiento cada vez más claro de que será la voz la que te ligue para siempre al lugar que siempre será el hogar de a-nel y de su niña.

Cantarás hoy como cantarás al principio de todo, porque en tu pecho sentirás algo que te regresará al estado en que volverás a encontrarte cuando por primera vez lo vuelvas a necesitar…

Tus pies envueltos en pieles de cerdo atadas con tripas se hundirán en la nieve gruesa. Cubrirás a la niña como si aún no naciera. Sentirás que la marcha es larga aunque el te advierta:

Iremos de regreso al mar.

Esperarás encontrar una costa de acantilados inmóviles y olas agitadas pero todo lo anterior habrá desaparecido bajo la túnica blanca de la gran nieve.

Marcarás tus pasos para acercarte a la frontera reconocida de los peces y buscarás con angustia la línea oscura del horizonte, el limite acostumbrado de tu mirada. Pero ahora todo será blanco, color sin color, y todo estará congelado. El mar ya no se moverá. Lo cubrirá una gran plancha de hielo y tú te detendrás desconcertada con tu hija envuelta en pieles viendo avanzar desde el límite invisible del mar congelado al grupo que lentamente se acercará a ustedes, como ustedes, tú y tu hija, guiadas por ne-el, saldrán al encuentro del grupo que levantará las voces con una intención que tú no sabrás descifrar pero que provocará en la mirada de tu hombre una incertidumbre entre seguir adelante o regresar a la muerte frígida del gigantesco hielo en movimiento que avanza, con vida, inteligencia y sinuosidad propias, a sus espaldas, robándose el hogar acostumbrado, la cueva, la cuna, las pinturas…

El mar de hielo se irá quebrando como un montón de huesos fríos y olvidados pero el grupo de hombres que saldrá al encuentro los guiará de bloque en bloque congelado hasta alcanzar la otra orilla. Tú te darás cuenta: ésta es la costa o la isla que habrán visto ne-el y tú como un espejismo en el tiempo antiguo de las flores que será también el tiempo nuevo que los atenderá aquí, pues los hombres que los conducirán se irán despojando de las gruesas mantas de los ciervos rubios del frió para mostrarse con vestimentas ligeras de piel de marrano. Habrán cruzado la frontera entre el hielo y la hierba.

Tú misma arrojarás de lado la pesada piel y sentirás que a tus pechos regresará el calor suficiente para proteger a tu hija. Entrarán en calor siguiendo al grupo de hombres que ahora empezarás a distinguir por la manera como mantendrán en alto las lanzas de puntas afiladas, entonando juntos un canto que anunciará triunfo, alegría, retorno…

Llegarán a la barrera de una empalizada blanca que no tardarás en reconocer como una valla de grandes huesos de animales desaparecidos, plantados en la tierra y formando una estacada impregnable a la cual entrarán, uno por uno, los hombres-guía que los precederán y seguirán por los resquicios de la estacada hasta penetrar a la plaza de tierra apisonada y el caserío de tierra cocida y techos planos de arcilla ardiente.

Les asignarán una choza y les traerán vasijas con leche y pedazos de carne cruda ensartada en lanzas de fierro. Ne-el se inclinará a dar las gracias y seguirá a los hombres afuera de la choza. En la puerta se dará la vuelta y te dirá con un gesto de la mano que deberás estarte tranquila y no decir nada. En los ojos de ne-el habrá una novedad. Mirará a los hombres de estas partes como si mirara a las bestias de allá. Pero ahora, además, mirará con sospecha y no sólo con precaución.

Pasarás varias horas alimentando a la niña y arrullándola con canciones. Luego regresará ne-el y te dirá que saldrá con los demás hombres a cazar todos los días. La tierra en donde se encontrarán es el limite de una pradera sin árboles por donde correrán grandes manadas. Se les cazará de sorpresa porque las bestias se detendrán a comer hierbas. Deberás salir con las otras mujeres a recoger hierbas y frutas cerca del caserío, sin exponerte a las fieras que puedan acercarse hasta aquí.

Tú le preguntarás si aquí él podrá volver a pintar. No, aquí no habrá muros. Habrá paredes de tierra y estacadas de hueso.

¿Estarán contentos de recibirnos?

Estarán. Dirán que cuando vean bajar las aguas del mar y congelarse la otra orilla, se sentirán aislados y nos esperarán para tener prueba de que el mundo del otro lado seguirá existiendo.

¿Les gustará nuestro mundo, lo querrán, ne-el?

Ya los sabremos, a-nel. Esperaremos.

Pero habrá de nuevo inquietud en la mirada del hombre, como si algo que aún no sucediese estuviese a punto de revelarse.

Tú te unirás a las demás mujeres de la empalizada para recoger frutos y traerle leche de alce a la niña envuelta en su cuna de pieles.

No podrás comunicarte con las otras mujeres porque no entenderás sus lenguas; ni tú las de ellas ni ellas la tuya. Tratarás de comunicarte cantando y ellas te contestarán pero tú no podrás adivinar lo que te digan porque sus voces serán parejas y monótonas. Tú tratarás de entonar voces de alegría, piedad, dolor, amistad, pero las demás mujeres te mirarán con extrañeza y te contestarán con el mismo tono monocorde que te impedirá adivinar lo que sienten…

Los días y las noches se sucederán de esta manera, hasta que una tarde, al ponerse el sol, escucharás primero unos pasos leves, tan ligeros que los dirías dolorosos, como si no quisieran pisar la tierra. Pero la persona que se acercará a tu choza irá tocando con un ruido parejo que te asustará porque hasta entonces los pasos y los ruidos de este lugar padecerán de una tristeza monótona.

No estarás preparada para la aparición en el quicio de tu puerta de la mujer cubierta de pieles negras como su cabellera, sus profundas ojeras y su boca entreabierta: labios negros, lengua negra y dientes negros.

Empuñará el bastón negro con que tocará a tu puerta. Se aparecerá en tu dintel y con una mano levantará el bastón y tú temerás su amenaza, sólo que con la otra mano se tocará la cabeza con una resignación, una dulzura y un dolor tales que tu miedo se desvanecerá. Ella se tocará la cabeza como si tocara un muro o se anunciara para no causar temor o te quisiera saludar, pero no hay tiempo, las facciones sombrías de la mujer, tu visitante, te pedirán algo con la mirada pero tú no sabrás atender su súplica a tiempo, las otras mujeres del caserío reaccionarán al fin, se acercarán con violencia a tu puerta, le gritarán a la mujer oscura, le arrancarán el bastón negro de las manos, la arrojarán al suelo y le pegarán con los pies mientras ella, levantándose con miradas de miedo y orgullo, se cubrirá la cabeza, desafiante, con las manos y se alejará arrastrando los pies hasta perderse en la bruma del ocaso.

Ne-el regresará y te contará que esa mujer será una viuda que no tendrá derecho a salir de su casa.

Todos se preguntarán por qué, conociendo la ley, se atreverá a salir y dirigirse a ti.

Sospecharán de ti.

La ley dirá que ver a una viuda es exponerse a morir y ellos no se explicarán por qué esta viuda se atreverá a salir y vendrá a buscarte a ti.

Será la primera vez que las otras mujeres pierdan la serenidad o la alejada indiferencia, cambien el tono de voz, se exalten y apasionen. El resto del tiempo, serán sumisas y calladas. juntarán las fresas amarillas y las moras negras y blancas, arrancarán las raíces comestibles y contarán con particular cuidado, abriendo sus caparazones verdes y depositándolas en cazuelas de barro, las diminutas esferas verdes que llaman pisa.

Juntarán también los huevos de pájaro, correteando tras la cola de zarza y los racimos de fruta de las moras negras. Cocinarán para los hombres los sesos, las tripas, las gargantas gordas de las bestias de la pradera. Y al caer la tarde fabricarán cuerdas hechas de fibras del campo, agujas de hueso y vestidos de cuero.

Tú te darás cuenta, cuando las acompañes a distribuir comida y vestidos a las casas de los hombres y de los enfermos, que aunque la latitud de este trabajo diario y monótono se restringe al espacio de la estacada de huesos, si habrá un espacio lejano dentro de la fortaleza donde una construcción más suntuosa que las demás se levantará, fabricada también con el marfil de la muerte.

Una noche habrá una gran alharaca y todos correrán fuera de sus viviendas a ese espacio, convocados por los tambores que ya habrás escuchado pero también por una música nueva, rápida como el vuelo de las aves raposas, sólo que de una dulzura que nunca habrás oído antes…

Los hombres habrán excavado un espacio más profundo que ancho y de la casa grande y amarillenta como una gran boca de muelas enfermas saldrán cargando el cuerpo de un hombre joven y desnudo, seguido por la marcha lenta y en su lentitud misma tan rabiosa como adolorida, de un hombre de largo pelo blanco y espaldas cargadas, con el rostro cubierto por una máscara de piedra y el cuerpo protegido por pieles blancas. Le precederá otro muchacho, desnudo como el cadáver, portando una vasija. Los hombres depositarán en tierra el cuerpo joven y el viejo se acercará a mirarlo, quitándose por un momento la máscara de piedra y paseando los ojos de los pies a la cabeza del cadáver.

Tendrá un rostro amargo, pero sin la voluntad necesaria para oponerse y actuar.

Luego los hombres descenderán el cuerpo al hoyo y el viejo enmascarado vaciará lentamente sobre él la vasija de perlas de marfil que tendrá el adolescente triste entre las manos.

Entonces surgirá el canto que tú esperabas desde el principio, a-nel, como si todos aguardaran la ocasión única para unirse al coro plañidero, los gritos, las caricias, los suspiros que el viejo escuchará impasible, regando las perlas sobre el cadáver hasta que, fatigado, se apoyará en dos hombres que lo regresarán a la casa de marfil al son de la música triste y dulce del cilindro con hoyos mientras los demás hombres de la empalizada seguirán arrojando objetos a la tumba abierta.

Esa noche, ne-el te mostrará un objeto robado de la tumba. Es el cilindro de hueso con numerosos hoyos. Ne-el se lo llevará instintivamente a la boca, pero tú, instintivamente también, colocarás tu mano sobre el instrumento y la boca de ne-el. Temerás algo, sospecharás más, sentirás que tus días en este lugar no serán pacíficos, desde la aparición de la mujer con el bastón te convencerás de que este lugar no es bueno…

Habrá un presagio en el vuelo de las auras sobre los campos donde tú trabajarás la mañana después del funeral del hombre joven. Ne-el regresará con más noticias. Los cazadores hablarán aunque las mujeres callen. Ne-el aprenderá rápidamente las palabras clave del lenguaje de la isla y te dirá, a-nel, ese muchacho es el hijo mayor del viejo, ese viejo es el que manda aquí, ese muchacho muerto sería quien lo sucediera en el trono de marfil, el primero entre todos los hijos del basil, así llaman al viejo, fader basil, tiene varios hijos que no serán iguales entre si, habrá el primero, el segundo y el tercero, y ahora el segundo será el preferido y el que suceda al viejo fader basil. Se dirán cosas terribles, a-nel, se dirá que el segundo hijo habrá matado al primero para ser él mismo el primero, pero entonces, dirá a-nel, ¿no temerá el viejo que el segundo también lo mate a él para ser el nuevo fader basil?.

Callarás, a-nel. Yo oiré más y te contaré.

¿Entenderemos?

Que si. No sabré por qué, pero creo que sí entenderemos.

Ne-el, yo también estoy entendiendo lo que dicen las mujeres…

Ne-el se detendrá en la puerta y volteará a mirarte con una inquietud y un asombro que son como la división entre adentro y afuera, ayer y hoy.

Detenido a la entrada de la choza, con la luz amarillenta a sus espaldas, te pedirá…

A-nel, repite lo que acabas de decir…

Yo también entiendo lo que dicen las mujeres…

Eso sé.

¿Entiendes o entenderás?

Entiendo.

¿Sabes o sabrás?

Supe. Sé.

¿Qué sabes?

Ne-el, hemos regresado. Ya estuvimos aquí.

Eso se.


Se mueve el cielo. Las nubes veloces no sólo cargan aire y rumor; vienen poseídas de tiempo, el cielo mueve al tiempo y el tiempo mueve a la tierra. Las temporadas se suceden como rayos instantáneos o inasibles, pero jamás precedidos por el rumor del trueno: caen rasgando el firmamento y los ríos vuelven a correr, los bosques se inundan de olores profundos y los árboles renacen, vuelan los pájaros amarillos, petirrojos, coliblancos, las crestas negras y los abanicos azules: crecen las plantas, caen los frutos, y más tarde las hojas y los bosques vuelven a desnudarse cuando ne-el y tú conservan el secreto de su pasado resurrecto.

Han estado aquí.

Conocen la lengua de este lugar, la lengua regresa y en ese mismo instante nadie les hace caso porque la viuda del primer hijo del jefe se ha arrojado cubierta de pieles negras sobre la tumba de su marido, lanzando imprecaciones contra el segundo hijo, acusándolo de asesinar al primogénito, acusando al viejo fader basil de ceguera e impotencia, indigno de ser el basil, hasta que la compañía de hombres con lanzas irrumpe en el espacio abierto frente a la casa de osamentas y a la orden de un joven hombre de negro pelo trenzado, labios largos y mirada veloz y furtiva, gestos implacables pero ciertos y postura inaugural, adornado por argollas de metal en las muñecas y collares de piedra en el cuello, da la orden de alancear a la mujer, si tanto quiere a su marido difunto, que se una para siempre a él, es tu hermano, logra gritar la viuda antes de callar, bañada en sangre.

Con la humedad de la sangre, la mujer parece hundirse en la tierra mojada y convertirse en una sola con el cadáver de su joven esposo.

No quiero salir, dices abrazada a tu hija. Tengo miedo.

Sospecharán, te contesta ne-el. Sigue trabajando igual que siempre. Igual que yo.

¿Recuerdas algo más?

No. Sólo la lengua. Al regresar la lengua, regresó el lugar.

Supe que habíamos estado aquí.

¿Los dos? ¿Sólo tú?

Él se quedó callado un largo rato y acarició la cabeza rojiza de la niña. Miró los muros de su vieja patria. Por primera vez a-nel vio vergüenza y dolor en la mirada del padre de su hija.

Sólo sé pintar sobre piedra. No sobre tierra. O marfil.

Contéstame -le dice con voz baja y angustiada-. ¿Cómo sabes que yo también estuve aquí?

Él vuelve a callar pero sale como siempre a la caza y regresa con el rostro ensimismado. Así pasan muchas noches. Tú te alejas de él, te abrazas a la niña como a tu salvación, tú y él no se hablan, pesa sobre los dos un silencio más encadenado que cualquier cautiverio, cada uno teme que el silencio se vuelva odio, desconfianza, separación…

Al fin, una noche ne-el no resiste más y se arroja llorando en tus brazos, te pide perdón, cuando el recuerdo regresa ya ves que no siempre es bueno, la memoria puede ser muy mala, creo que debemos bendecir y añorar el olvido en que vivíamos porque gracias al olvido nos juntamos tú y yo, pero además -te dice- los recuerdos de un hombre y una mujer que se reencuentran no son iguales, uno recuerda algunas cosas que el otro ha olvidado, y al revés, a veces se olvida porque el recuerdo duele y hay que creer que lo ocurrido nunca ocurrió, se olvida lo más importante porque puede ser lo más doloroso.

Dime lo que yo he olvidado, ne-el.


No quiso entrar contigo. Te guió hasta el lugar pero allí él tomó a la niña de pelo rojizo y ojos negros entre los brazos y te dijo que regresaría a la casa para que nadie sospechara, y para salvar a la niña, afirmaste, queriendo preguntar.

Si.

Era un montículo de tierra cocida cubierto por las ramas del bosque, disimulado por ellas. tenía un hoyo en la cúpula y muchas ramas colgando de lo alto y metiéndose por allí dentro de la choza de tierra. había otro hoyo a ras de tierra.

Por allí entraste a cuatro patas, tardando en acostumbrarte a la oscuridad pero embargada por los pungentes olores de hierba podrida, cáscaras vaciadas, semillas viejas, orin y excremento.

Te guió el ronroneo de una respiración incierta, como si proviniera de alguien capturado sin saberlo entre la vigilia y el sueño, o entre la agonía y la muerte.

Cuando al fin tu mirada se hermanó con la penumbra, viste a la mujer recostada contra el muro cóncavo, cubierta de mantas pesadas y rodeada de rumiantes de lomo gris y vientre blanco que acompañaban a la mujer con el olor más fuerte de todos. Lo reconociste por tu vida en la otra orilla, donde las falanges de almizcleros se refugiaban en las cavernas y las llenaban de ese mismo olor segregado de crepúsculo. Cerca de ella había también cáscaras de fruta y huesos roídos.

Ella te miraba desde que entraste. La sombra era su luz. Yerta, no parecía tener fuerzas para moverse de ese sitio escondido en el bosque afuera de la empalizada de marfil.

La mujer mantenía los brazos escondidos bajo las mantas. La súplica de su mirada bastaba para llamarte a su lado. El techo era muy bajo y cóncavo. Te hincaste junto a ella y viste dos lágrimas rodar por sus mejillas arrugadas. No hizo nada para enjugarlas. Mantenía los brazos guardados bajo las pieles. Tú la limpiaste tomando mechones de su larga y dura cabellera blanca para limpiarle el rostro de ojos profundos, brillantes, sumidos en el perfil de anchas aletas nasales y boca grande, entreabierta, babeante.

Volviste, te dijo con la voz trémula.

Tú dijiste que si con la cabeza, pero tu mirada delataba tu ignorancia y tu desconcierto.

Supe que volverías, sonrió la anciana.

¿Era anciana en verdad? Lo parecía por la cabellera blanca y desordenada que le escondía las facciones más allá de ese perfil emocionado y extraño. parecía vieja por la postura inánime, como si el cansancio fuese ya la única prueba de su vitalidad. Más allá de la fatiga que sentiste al verla, sólo habría la muerte.

Te dijo que podía verte muy bien porque estaba acostumbrada a vivir en tinieblas. Su olfato era muy vivo porque era su sentido más útil. Y debías hablarle en voz baja porque viviendo en el silencio sabia distinguir los murmullos más lejanos y las voces altas la llenaban de espanto. tenía las orejas muy grandes: se apartó la cabellera y te mostró una oreja larga y velluda.

Ten piedad de mi, dijo la mujer súbitamente.

¿Cómo?, murmuraste, obedeciéndola instintivamente.

Recordándome. Ten piedad.

¿Cómo te recordaré?

La mujer sacó entonces una mano de debajo de las pieles que la arropaban.

Extendió un brazo cubierto de pelo grueso, entrecano. Mostró un puño cerrado. Lo abrió.

En la palma color de rosa descansaba una forma ovoide, gastada, pero que a pesar del uso no alcanzaba a disimular lo que era. Adivinaste, a-nel, una forma de mujer con cabecita estrecha y desdibujada, seguida de un cuerpo ancho con grandes senos, caderas y nalgas, hasta desaparecer en piernas y pies diminutos.

De tan desgastada, la materia se estaba volviendo transparente. Las formas originales desaparecían hasta volverse ovoides.

Ella puso el objeto en tu mano sin decir palabra.

En seguida te abrazó.

Sentiste su piel rugosa y peluda junto a tu mejilla pulsante. Sentiste repulsión y cariño al mismo tiempo. Te cegó el dolor inesperado y desconocido de la mitad de tu cabeza pulsante, un dolor idéntico al esfuerzo que hacías por reconocer a esta mujer…

Entonces ella se descubrió y te empujó suavemente hasta recostarte a sus pies boca arriba pero con la cabeza por delante y abrió las piernas cortas y velludas y mezcló un grito de dolor con otro de placer mientras tú yacías de espaldas, como si acabaras de salir del vientre de la mujer y entonces ella sonrió y te tomó de los brazos, te atrajo y tú miraste la rajada de su sexo como una fresa abierta y ella te atrajo hasta su rostro y te besó, te lamió, escupió lo que extrajo de tu nariz y tu boca, acercó tus labios a sus senos flácidos, rojos y velludos, luego repitió en pantomima el acto de alargar los brazos hasta su sexo desprotegido y hacer como si tomará tu cuerpo recién nacido, sin esfuerzo, con los brazos largos hechos para el parto solitario, sin ayuda de nadie…

La mujer unió con satisfacción los brazos, te miró con cariño y te dijo sálvate, corres peligro, nunca digas que viniste aquí, conserva lo que te di, dáselo a tu descendencia, ¿tienes hijos, tienes nietos?, no quiero saberlo, acepto mi suerte, he vuelto a verte, hija, es el día más feliz de mi vida.

Se incorporó y se movió en cuatro patas mientras tú salías, gateando, del recinto oscuro.

Tu desconcierto amoroso te hizo voltear la cara a unos pasos de allí.

La viste colgando de un árbol, despidiéndote con un brazo largo y una mano peluda de palma color de rosa.

Le dijiste con los ojos llenos de lágrimas a ne-el que tu único trabajo en este lugar era cuidar a tu hija y a la mujer del bosque, servirla, devolverle la vida.

Ne-el te tomó de los brazos y te trató por primera vez con violencia, no puedes, te dijo, por mí, por ti misma, por nuestra hija, por ella misma, no digas lo que has visto, tú no podías recordarla, es mi culpa, no te debí llevar, me dejé arrastrar por la piedad, pero yo si, recordé, a-nel, somos hijos de madres distintas, no lo olvides, madres distintas, claro, ne-el, lo sé, lo sé…

Si, pero del mismo padre, dijo esa noche el hombre joven de cabellera trenzada, piel oliva y joyería ruidosa. Ahora miren a su padre. A nuestro padre. Y díganme si merece ser el jefe, el padre, el fader basíl.

Lo bajaron de la casa de marfil desnudo salvo un taparrabos. En el centro de la plazoleta había un tronco de árbol despojado de ramas. Una columna engrasada, dijo el hombre de las trenzas, para ver si nuestro padre puede subir hasta el remate y demostrar que merece ser el jefe…

Hizo sonar las argollas de sus brazos y el viejo fue soltado y aproximado a la columna por los guardias con lanzas.

Sentado en un tronco de marfil, el joven oscuro le explicó a la joven pareja llegada de la otra orilla: El tronco está engrasado de almizcle, pero aún sin grasa nuestro padre y señor no podría abrazarse y subir. No es un mono -rió- pero sobre todo no tiene vigor. Es tiempo de cambiarlo por un nuevo jefe. Ésta es la ley.

El viejo se abrazó repetidamente a la columna engrasada. Por fin se rindió. Cayó de rodillas y bajó la cerviz.

El joven sentado en el trono hizo un gesto con la mano.

De un solo tajo de hacha el verdugo cortó la cabeza del viejo y se la entregó al joven.

Éste la mostró en alto tomada de la luenga cabellera blanca y la comunidad gritó o lloró o cantó su júbilo ensayado, tú sentiste el impulso de unirte a la griteria, de convertirla en algo más parecido al canto. Oscuramente, respetas esos gritos porque sientes que si ne-el recuperó la memoria gracias a la lengua, tú solo puedes recobrarla gracias al canto, los gestos, los gritos que te embargan porque has regresado al estado en que te encontrabas cuando primero los necesitaste: temes que has regresado al estado en que te encontrabas cuando por primera vez tuviste que gritar así…

El nuevo jefe levantó de las mechas la cabeza del viejo jefe y la mostró a los hombres y mujeres de la comunidad de la estacada de huesos. Todos cantaron algo y empezaron a dispersarse, como si conociesen los tiempos de la ceremonia. Pero esta vez el nuevo jefe los detuvo. Dio un grito feo, ni de animal ni de hombre, y dijo que no terminaba allí la ceremonia.

Dijo que los dioses -todos se miraron entre si sin entender y él repitió: los dioses- me han ordenado cumplir este día sus órdenes. Ésta es la ley.

Les recordó que se acercaba el tiempo de alejar a las mujeres y entregarlas a otros pueblos para evitar el horror de hermanos y hermanas fornicando juntos y engendrando bestias que caminan en cuatro patas y se devoran entre si. Ésta es la ley.

Les dijo con una mirada de sueño que algunos tenían recuerdo del tiempo en que las madres eran los jefes y se hacían querer porque amaban a todos sus hijos por igual, sin distinciones.

La gente gritó que si y el joven fader basil gritó más fuerte que cualquiera: Ésa fue la ley.

Les advirtió que debían olvidar ese tiempo y esa ley -bajó la voz y abrió mucho los ojos- y el que dijera que era mejor aquel tiempo y aquella ley que la ley del nuevo tiempo, seria decapitado como el inútil padre viejo o alanceado como la viuda plañidera y débil. Ésta es la ley.

Les instruyó mostrando los dientes afilados que éste era un tiempo nuevo en el que el padre manda y designa su preferencia por el hijo mayor pero si el hijo mayor prefiere el placer y el amor de una mujer al mando de hombres, debe morir y ceder su lugar al que si sabe y quiere mandar sin tentaciones y en soledad. Ésta es ahora la ley. El que manda vivirá solo, sin tentación o consejo.

El joven basil hizo un gesto con los brazos que provocó la gritería alborozada de la comunidad.

Luego dijo, aplacando las voces, que éste era el orden nuevo y todos debían respetarlo.

Cuando la madre mandaba, todos eran iguales y nadie podía sobresalir. Los méritos personales eran sofocados en la cuna. Era el tiempo de la imprevisión, del hambre, de la vida confundida con lo mismo que la rodeaba, el animal, la selva, el torrente, el mar, la lluvia…

– Ésa ya no es la ley.

Ahora era llegado el tiempo de un solo jefe ordenando las tareas, los premios y los castigos. Ésta es la ley.

Ahora es el tiempo cuando el primer hombre hijo del jefe será a su vez un día el jefe. Ésta es la ley.

Se detuvo y en vez de mirarlos, alejó la mirada que todos esperaban, de ti, de tu hombre y de tu hija.

El hermano y la hermana no fornicarán juntos. Ésta ha sido siempre la ley. La descendencia del hermano y la hermana culpables no tendrá alegría carnal. Ésta es la ley. La descendencia pagará la culpa de los padres. Ésta es la ley.

Entonces, en un solo instante imprevisible y con la fatalidad del rayo, los hombres al servicio del joven jefe apresaron los brazos de ne-el, le arrancaron a la niña, la abrieron de piernas y con una navaja de piedra le arrancaron el clítoris y te lo arrojaron, a-nel, a la cara.

Pero tú ya no estabas allí.

Tú huías de este lugar maldito sin más posesión que la estatuilla de mujer desvanecida, perdiendo la forma hasta convertirse en matriz de cristal apretada en tu puño y las siluetas para siempre grabadas de la memoria devuelta de tu hombre rubio y desnudo descubierta una antigua noche en el lodo del otro lado del mar y de tu hija de ojos negros y cabellera roja torturada y mutilada por órdenes de un rey enloquecido, un diablo posando como dios, y tú corriendo lejos, gritando y aullando, sin que te persigan, ellos contentos de que hayas visto lo que viste y tú condenada a vivir para siempre con ese dolor, con ese rencor, con esa maldición, con esa sed de venganza que nace en ti como un canto, devuelta a la pasión que puede dar nacimiento a una voz, liberando el canto natural de tu pasión, dejando que se vuelvan voz los violentos movimientos externos de tu cuerpo a punto de estallar…

Te acercas con tu grito a las bestias y a las aves que serán de ahora en adelante tu única compañia, poseída otra vez de un movimiento interno impetuoso al que le das una voz ululante y selvática, marina, montañesa, fluvial, subterránea: tu canto, a-nel, te permite huir del desorden brutal de tu vida entera aniquilada de un solo golpe por actos que tú no controlas ni entiendes, pero de los que te hacen culpable, los sumas todos y eliminas a la madre cuadrúpeda del bosque, al bello esposo que fue tu hermano, al hermano mayor dueño del poder y muerto antes de morir por la muerte que poseyó en vida, al padre decapitado despojado del vigor por la vida y de la vida por el cruel hijo usurpador; los eliminas a todos salvo a ti misma, tú eres la culpa, a-nel, tú eres la responsable de la mutilación de tu propia hija, pero tú no regresaras a pedir perdón, a recuperar a la niña, a decirle que eres su madre, que no le pase a la niña lo que te pasó a ti, separada para siempre de tu madre, de tu padre, de tus hermanos, de tu hermano muerto, de tu amante abandonado… Así llegas de vuelta, cruzando el mar de hielo, a la playa del encuentro y de allí a los valles congelados y de allí a la cueva pintada por ne-el y allí, a-nel, caes de rodillas y pones tu mano de madre sobre la huella dejada un día por la mano de tu niña recién nacida y lloras, juras que la recobrarás, que la volverás a hacer tuya, que se la arrebatarás al mundo, a los poderes, a los engaños, a la crueldad, a la tortura, a los hombres, te vengarás de todos ellos para cumplir con tu hija tu deber de madre y vivir con ella la vida unida que no pudieron tener hoy, pero que tendrán un mañana.

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