6.

Soñó que el hielo empezaba a retroceder, revelando enormes peñascos y depósitos de arcilla. Se han formado lagos nuevos en la montaña esculpida por la nieve. Hay un paisaje nuevo de rocas estriadas y rebaños de piedra. Bajo el hielo del lago, se agita una tormenta invisible. El sueño se va formando en cadena. La memoria se vuelve una catarata que amenaza con ahogarla e Inez Prada despierta con un grito.

No está en una cueva. Está en una suite del hotel Savoy en Londres. Mira de reojo al teléfono, a la libreta de notas, a los lápices del albergue para cerciorarse, ¿dónde estoy? Una cantante de ópera a menudo no sabe ni dónde está ni de dónde llegó. Todo aquí parece, sin embargo, una lujosa caverna, todo aquí es cromado y niquelado, los baños, los respaldos. Los marcos brillan como platería y aplacan aún más la vista del triste río desperdiciado, con su color leonado, de espaldas a la ciudad (¿o es la ciudad la que le niega la cara al rió?). El Támesis es demasiado ancho para fluir, como el Sena, por el corazón de la ciudad. Domesticado, reflejando recíprocamente la belleza del río y la de Paris. Bajo el Puente Mirabeau, fluye el Sena…

Ella aparta las cortinas y mira el paso lento y tedioso del Támesis y su escolta de cargueros y remolcadores circulando frente a monstruosos edificios grises de almacenaje o baldíos desperdiciados. Con razón Dickens, que tanto amó a su ciudad, llenó su río de cadáveres asesinados primero y luego expoliados por ladrones a la medianoche…

Londres de espaldas a su río y ella cierra las cortinas. Sabe que la llamada a la puerta del apartamento es de Gabriel Atlan-Ferrara. Han pasado casi veinte años desde que montaron juntos La Damnation de Faust en la ciudad de México y ahora repetirán la hazaña en Covent Garden pero, igual que cuando trabajaron en Bellas Artes, querían verse en privado primero. Desde 1949 hasta 1967. Ella tenía veintinueve, él cuarenta y dos. Ahora ella tendrá cuarenta y siete, él tiene sesenta, los dos serán un poco los fantasmas de su propia juventud, o quizás sea sólo el cuerpo el que envejece, encarcelando para siempre a la juventud dentro de ese espectro impaciente que llamamos «alma».

Sus encuentros prescritos, por más tiempo que dejaran de verse, eran así un homenaje no sólo a la juventud de ambos, sino a la intimidad personal y a la colaboración artística. Ella -y quería creerlo que él también- pensaba seriamente que así eran las cosas.

Gabriel había cambiado muy poco pero había mejorado también. El pelo entrecano, tan largo y revuelto como siempre, suavizaba un poco sus facciones un poco bárbaras, su mezcla racial mediterránea, provenzal, italiana, acaso zíngara y norafricana (Atlan, Ferrara), aclaraba la piel morena y ennoblecía aún más la frente ancha, aunque no le restaba su fuerza inesperada y salvaje a la respiración de anchas aletas o a la mueca -pues hasta cuando sonreía, y hoy entró particularmente alegre, su sonrisa era una mueca de labios largos y crueles-. Las marcas profundas de las mejillas y las comisuras labiales las había tenido siempre, como si su duelo con la música no acabase de cicatrizar. No eran novedad. Y al quitarse la bufanda roja, el signo menos evitable de la edad apareció colgando del cuello, aflojado a pesar de que los hombres -sonrió Inez-, afeitándose todos los días, por lo menos eliminan naturalmente las escamas del reptil que llamamos vejez.

Se miraron primero.

Ella había cambiado más, las mujeres cambian más que los hombres, más rápidamente, como para compensar la maduración más precoz de su sexo, no sólo física, sino mental, intuitiva… Una mujer sabe más y más pronto de la vida que un hombre lento que tarda en abandonar la infancia. Adolescente perpetuo o, peor, niño viejo. Hay pocas mujeres inmaduras y muchos niños disfrazados de hombres.

Inez sabía cultivar las señas de su identidad permanente. La naturaleza la dotó de una cabellera roja que podía, con la edad, teñirse con el tono de la juventud sin llamar la atención. Ella sabía perfectamente que nada subraya la edad que avanza como los peinados cambiantes. Cada vez que una mujer cambia de peinado, se echa un par de años encima. Inez dejó que su cabellera en llamas, un poco erizada, natural en ella, se convirtiese en su artificio; el pelo de fuego, el signo de Inez, el contraste con los ojos inesperadamente negros y no verdes, como suelen tenerlos las pelirrojas. Si la edad los iba velando, una cantante de ópera sabia cómo hacerlos brillar. La pintura que en otra mujer seria exagerada, en la diva Inez Prada era una prolongación o un anuncio de la representación de Verdi, Bellini, Berlioz…

Se miraron un rato para reconocerse y también para «curiosearse» como dijo ella con sus mexicanismos recurrentes, tomarse de las manos con los brazos extendidos y decirse no has cambiado, eres el/la de siempre, has ganado con la edad, qué distinguidas canas, y habían tenido el gusto, además, de conservar su ropa en un estilo clásico -ella con un peignoir azul pálido que a una diva le permitía recibir en su casa como en su camerino, él con el completo de pana negra que, de todas formas, se acercaba bastante a la moda de la calle en el swinging London de 1967, aunque los dos eran conscientes de que jamás se disfrazarían de jóvenes, como tantos viejos ridículos que no quisieron quedarse fuera de la «revolución» de los sesenta y súbitamente abandonaron sus hábitos de businessmen para reaparecer con patillas enormes (y calvicies imparables), sacos mao, pantalones de marinero y macrocinturones, o respetables señoras de edad madura encaramadas en plataformas frankenstein y mostrando, con sus minifaldas, los estragos varicosos que ni las pantimedias color de rosa alcanzaban a disimular.

Se mantuvieron así, unidos de las manos, con los brazos extendidos, mirándose a los ojos, algunos segundos.

– ¿Qué has hecho en este tiempo? ¿Qué ha pasado? -se dijeron con las miradas: conocían sus carreras profesionales, brillantes ambas, ambas separadas. Ahora, como las líneas paralelas de Einstein, acabarían por encontrarse en el momento de la curva inevitable.

– Berlioz nos vuelve a reunir -sonrió Gabriel Atlan-Ferrara.

– Si -ella sonrió menos-. Ojalá que no sea, como en los toros, función de despedida.

– O, como en México, anuncio de otra separación muy larga… ¿Qué has hecho en este tiempo, qué ha pasado?

Ella lo pensó y lo dijo primero, ¿qué pudo haber pasado?, ¿por qué no sucedió lo que, posiblemente, pudo suceder?

– ¿Por qué no podía suceder? -aventuró él.

Su cuerpo había recuperado la salud después de la golpiza que le propinó la pandilla del bigotón en la Alameda.

– Pero tu alma quedó dañada…

– Creo que si. No pude entender la violencia de esos hombres, aún sabiendo que uno de ellos era tu amante.

– Siéntate, Gabriel. No estés de pie. ¿Quieres té?

– No, gracias. -Ese muchacho no tenía ninguna importancia.

– Yo lo Sé, Inez. No imagino que tú lo hayas mandado a pegarme. Entendí que su violencia iba dirigida contra ti porque lo expulsaste de tu casa, entendí que me golpeaba a mi para no golpearte a ti. Quizás ésa era la forma de su caballerosidad. Y de su honor.

– ¿Por qué te separaste de mi?

– Más bien, ¿por qué no nos acercamos los dos? Yo puedo pensar que tú también te alejaste de mi. ¿Fuimos tan orgullosos que ninguno se atrevió a dar el primer paso de la reconciliación?

– ¿Reconciliación? -murmuró Inez-. Quizás no se trataba de eso. Quizás la agresión de ese pobre diablo no tuvo nada que ver con nosotros, con nuestra relación…


Era una mañana fría pero soleada y salieron a caminar. Un taxi los llevó hasta la iglesia de St. Mary Abbots en Kensington adonde ella, -le dijo a Gabriel-, iba de jovencita a rezar. Era una iglesia no muy antigua con una torre altísima pero con cimientos del siglo XI que a sus ojos maravillados parecían surgir del fondo de la tierra para construir la verdadera iglesia, tan antigua como su fundación y no tan reciente como su construcción. Todo había conspirado para que la disposición de los claustros, las penumbras, los arcos, los laberintos y hasta los jardines de St. Mary Abbots pareciesen tan antiguos como los cimientos de la abadía. Era, casi, -comentó Gabriel-, como si la Inglaterra católica fuese el fantasma confeso de la Inglaterra protestante, apareciendo como duende en los pasadizos, las ruinas y los cementerios del mundo sin imágenes del puritanismo anglosajón.

– Sin imágenes, pero con música -le recordó sonriendo Inez.

– Seguramente para compensar -dijo Gabriel.

La High Street es cómoda y civilizada, abunda en tiendas útiles y expeditas, papelerías, venta de máquinas de escribir y duplicadoras, boutiques de ropa juvenil, expendios de periódicos y revistas, librerías y un gran parque abierto detrás de rejas elegantes, Holland Park, uno de esos espacios verdes que puntean la ciudad de Londres y le dan su más singular belleza. Las avenidas son utilitarias, anchas y feas -al contrario de los grandes bulevares de Paris-, pero protegen el secreto de las calles tranquilas que con regularidad geométrica desembocan en parques enrejados de altas arboledas, pastos bien peinados y bancas para la lectura, el reposo o la soledad. Inez amaba regresar a Londres y encontrar siempre esos remansos que no cambiaban más que con las estaciones, los jardines estacionarios independientes de la moda invasora y el ruido tribal con que la juventud anuncia su llegada, como si el silencio la consignara a la inexistencia.

Inez, envuelta en una gran capa negra forrada de pieles de reno rubio contra el frió de noviembre, tomó el brazo de Gabriel. El conductor era resistente al clima, con su traje de pana, la garganta cubierta por la larga bufanda roja que a veces se echaba a volar como una enorme llamarada cautiva.

– ¿Reconciliación o miedo? -prolongó ella.

– ¿Debí retenerte entonces, Inez? -preguntó él sin mirarla, con la cabeza baja, mirando la punta de sus propios zapatos.

– ¿Debí retenerte yo? -Inez guardó la mano sin guantes en la bolsa de la chaqueta de Gabriel.

– No -observó él-, creo que ninguno de los dos, hace veinte años, quería comprometerse con algo que no fuese su propia carrera…

– La ambición -lo interrumpió Inez-. Nuestra ambición. La tuya y la mía. No queríamos sacrificarla a otro, a otra persona. ¿Es cierto? ¿Basta? ¿Bastó?

– Tal vez. Yo me sentí ridículo después de la golpiza. Nunca pensé que era culpa tuya, Inez, pero sí pensé que si eras capaz de acostarte con un tipo así, no eras la mujer que yo quería.

– ¿Lo sigues creyendo?

– Te digo que nunca lo creí. Simplemente, tu idea de la libertad del cuerpo no era igual a la mía.

– ¿Crees que me acostaba con ese muchacho porque lo consideraba inferior y podía despacharlo a mi gusto?

– No, creo que no sólo no discriminabas lo suficiente, sino que te avergonzabas demasiado y por eso hacías pública tu preferencia.

– Para que nadie me acusara de ser una snob sexual.

– Tampoco. Para que nadie creyera en tu discreción y eso te liberara aún más. Tenía que acabar mal. Las relaciones sexuales tienen que mantenerse en secreto.

Inez se desprendió irritada de Gabriel.

– Las mujeres somos mejores guardianes de los secretos de alcoba que ustedes. Ustedes son los machos, los pavo reales. Tienen que ufanarse, como los kobs triunfantes en la lucha por la hembra.

Él la observó con intención.

– A eso me refiero. Escogiste a un amante que iba a hablar de ti. Ésa fue tu indiscreción.

– ¿Y por eso te fuiste sin una palabra?

– No. Tengo otra razón más seria.

Rió y le apretó el brazo.

– Inez, quizás tú y yo no nacimos para hacernos viejos juntos. No te imagino saliendo a comprar la leche a la esquina mientras yo busco el diario con paso arrastrado y terminamos el día mirando la tele como recompensa por estar vivos…

Ella no rió. Desaprobó la comedia de Gabriel. Se estaba alejando de la verdad. ¿Por qué se separaron después del Fausto de Bellas Artes? Casi veinte años…

– No hay historia sin sombras -apeló Gabriel.-

– ¿Hubo sombras en tu vida, todo este tiempo? -le preguntó ella cariñosamente.

– No sé cómo llamar a la espera.

– ¿Espera de qué?

– No sé. Quizás de algo que debía ocurrir para hacer inevitable nuestra unión.

– ¿Para hacerla fatal, quieres decir?

– No, para evitar la fatalidad.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé muy bien. Es un sentimiento que sólo ahora reconozco, al verte después de tanto tiempo.

Le dijo que tuvo miedo de comprometerla mediante el amor con un destino que no era el de ella y acaso, con egoísmo, el de él tampoco.

– ¿Tú tuviste muchas mujeres, Gabriel? -repuso con aire burlón Inez.

– Si. Pero ya no recuerdo una sola. ¿Y tú?

Inez convirtió la sonrisa en carcajada.

– Me casé.

– Oí decirlo. ¿Con quién?

– ¿Recuerdas a ese músico o poeta o censor oficial que se sentaba a ver los ensayos?

– ¿El de las tortas de frijol?

Ella rió; ese mismo; el licenciado Cosme Santos.

– ¿Engordó?

– Engordó. ¿Y sabes por qué lo escogí? Por la razón más débil y obvia del mundo. Era un hombre que me daba seguridad. No era el mequetrefe violento que, hay que admitirlo, era un verdadero stud, un garañón al que nunca le fallaba el vigor sexual y que no te cuenten cuentos, no ha nacido mujer que resista eso. Pero tampoco era el gran artista, el ego supremo que me prometería ser pareja creadora con él, sólo para dejarme atrás, o dejarme sola, en nombre de lo mismo que debió unirnos, Gabriel, la sensibilidad, el amor a la música…

– ¿Cuánto duró tu matrimonio con el licenciado Cosme Santos?

– Ni un minuto -hizo ella una mueca e imitó la reacción impuesta por el frió-. Ni el sexo ni el espíritu se dieron. Por eso duramos cinco años. No me importaba. Pero no me estorbaba. Mientras él mismo se restó importancia y no se metió en mi vida, lo toleré. Cuando decidió volverse importante para mi, pobrecito, lo abandoné. ¿Y tú?

Habían dado la vuelta completa a las avenidas boscosas de Holland Park y ahora cruzaban el prado en el que algunos chiquillos jugaban soccer. Gabriel tardó en contestar. Ella sintió que se reservaba algo, algo que no podría decir sin desconcertarse a sí mismo, más que a ella.

– ¿Recuerdas cuando nos conocimos? -dijo al cabo Inez-. Tú eras mi protector. Pero también entonces me abandonaste. En Dorset. Me dejaste con una foto mutilada de la cual había desaparecido un muchacho del cual quisiera haberme enamorado. En México volviste a dejarme. Ya van dos veces. No te lo reprocho. Te devolví en prenda el sello de cristal que me regalaste en la playa inglesa en 1940. ¿Tú crees que puedes hacerme ahora un don para corresponderme?

– Es posible, Inez.

Había tal duda en su voz que Inez acrecentó el calor de la suya.

– Quiero entender. Es todo. Y no me digas que fue al revés, que yo te dejé a ti. ¿O es que estaba demasiado disponible y te rebelaste con disgusto contra algo parecido a la facilidad excesiva? Te gusta conquistar, yo lo sé. ¿Me viste muy ofrecida?

– Nadie ha sido más difícil de conquistar que tú -dijo Gabriel cuando salieron de vuelta a la avenida.

– ¿Cómo?

El ruido súbito del tráfico la ensordeció. Cruzaron con la luz verde y se detuvieron frente a la marquesina del cine Odeón en el cruce con Earls y Court Road.

– ¿Por dónde quieres seguir? -le preguntó él.

– Earls Court es muy ruidosa. Ven. A la vuelta de aquí hay un callejón.

Hasta el callejón llegaba la banda sonora del cine, la música típica de las películas de James Bond. Pero al final se abría el pequeño parque arbolado y enrejado de Edwardes Square con sus casas elegantes de balcones de fierro y su pub cuajado de flores. Entraron, se sentaron y pidieron dos cervezas.

Gabriel dijo mirando alrededor que un lugar así era un refugio y lo que sintió en México era todo lo contrario. En esa ciudad no había amparo, todo estaba desprotegido, una persona podía ser destruida en un instante, sin advertencia…

– ¿Y me abandonaste a eso, sabiendo eso? -silbó ella, pero sin reproche.

Él la miró directamente.

– No. Te salvé de algo peor. había algo más peligroso que la terrible amenaza de vivir en la ciudad de México.

Inez no se atrevió a preguntar. Si él no entendía que ella no podía inquirir directamente, más le valía quedarse callada.

– Quisiera decirte qué peligro era ése. La verdad es que no lo sé.

Ella no se enfadó. Sintió que él no estaba evadiendo nada al decirle esto.

– Sólo sé que algo en mí me prohibió pedirte que fueras mi mujer para siempre. En contra de mi, a favor tuyo, así fue.

– ¿Y aún no sabes qué obstáculo te lo impidió, por qué no me dijiste…?

– Te amo, Inez, te quiero para siempre conmigo. Sé mi mujer, Inez… Eso debí decir.

– ¿Ni ahora lo dirías? Yo hubiese aceptado.

– No. Ni ahora.

– ¿Por qué?

– Porque todavía no sucede lo que temo.

– ¿No sabes qué cosa temes?

– No.

– ¿No temes que lo que temes ya sucedió y que lo que sucedió, Gabriel, es lo que no sucedió?

– No. Te juro que aún no ocurre.

– ¿Qué cosa?

– El peligro que represento para ti.


Mucho tiempo después, no sabrían recordar si hubo algunas cosas que se dijeron cara a cara, o sólo las pensaron al mirarse después de tanto tiempo, o si las pensaron a solas, antes o después del encuentro. Uno y otro se desafiaron y desafiaron a todos los seres humanos, ¿quién recuerda exactamente el orden de una conversación, quién sabe con exactitud si las palabras de la memoria fueron dichas realmente o sólo pensadas, imaginadas, socalladas?

Antes del concierto, en todo caso, Inez y Gabriel no supieron recordar si uno de ellos se atrevió a decir no queremos vernos más porque no queremos vernos envejecer y quizás no podemos querernos ya por la misma razón.

– Nos estamos desvaneciendo como fantasmas.

– Siempre lo fuimos, Inez. Lo que pasa es que no hay historia sin sombras, y a veces confundimos lo que no vemos con nuestra propia irrealidad.

– Te sientes pesaroso? ¿Te arrepientes de algo que pudiste hacer, dejando pasar la ocasión? ¿Debimos casarnos en México?

– No sé, sólo te digo que por fortuna nunca tuvimos tú y yo el peso muerto de un amor fracasado o de un matrimonio insoportable.

– Ojos que no ven, corazón que no siente.

– A veces he pensado que volverte a amar seria sólo una indecisión voluntaria…

– Yo en cambio a veces creo que no nos queremos porque no queremos vernos envejecer…

– ¿Has pensado, sin embargo, en el temblor que sentirás si un día yo camino sobre tu tumba?

– ¿O yo sobre la tuya? -rió al cabo la mujer.

Lo cierto es que él salió al frió de noviembre pensando que no tenemos otra salvación que olvidar nuestros pecados. No perdonarlos, sino olvidarlos.

Ella, en cambio, permaneció en el hotel preparándose un lujoso baño y pensando que los amores frustrados hay que dejarlos rápidamente atrás.

¿Por qué, entonces, los dos, cada uno por su lado, tenían la intuición de que esa relación, este amor, este affaire, no acababa de concluir, por más que ambos, Inez y Gabriel, lo diesen, no sólo por terminado, sino, acaso, por nunca iniciado en un sentido profundo? ¿Qué se interponía entre los dos, no sólo para frustrar la continuación de lo que fue, sino para impedir que tuviese lugar lo que nunca fue?

Inez, enjabonándose con delectación, pudo pensar que la pasión original nunca se repite. Gabriel, caminando por el Strand (pólvora de 1940, polvo de 1967), añadiría más bien que la ambición había vencido a la pasión, pero que el resultado era el mismo: nos estamos desvaneciendo como fantasmas. Ambos pensaron que nada debía interrumpir, de todos modos, la continuidad de los hechos. Y los hechos ya no dependían ni de la pasión ni de la ambición ni de la voluntad de Gabriel Atlan-Ferrara o de Inez Prada.

Ambos estaban exhaustos. Lo que habría de ser, sería. Ellos iban a cumplir el último acto de su relación. La Damnation de Faust de Berlioz.


En el camerino, vestida ya para la representación, Inez Prada continuó haciendo lo que, obsesivamente, hacía desde que Gabriel Atlan-Ferrara puso en sus manos la fotografía y se fue del hotel Savoy sin decir una palabra.

Era la vieja foto de Gabriel en su juventud, sonriente, desmelenado, con sus facciones menos definidas pero con los labios llenos de una alegría que Inez jamás conoció en él. Estaba desnudo hasta la cintura; el retrato no llegaba más abajo.

Inez, sola en la suite del hotel, un poco deslumbrada por el encuentro del decorado de plata y el pálido Sol del invierno que es como un niño nonato, miró largamente la foto, la postura del joven Gabriel con el brazo izquierdo abierto, separado del cuerpo, como si abrazara a alguien.

Ahora, en el camerino de Covent Garden, la imagen se había completado. Lo que esa tarde fue una ausencia -Gabriel solo, Gabriel jóven se había ido convirtiendo, poco a poco, con levísimas palideces primero, con contornos cada vez más precisos después, con una silueta inconfundible ahora, en una presencia en la fotografía: Gabriel abrazaba al muchacho rubio, esbelto, sonriente también, exactamente opuesto a él, sumamente claro, sonriendo abiertamente, sin enigma. El enigma era la reaparición lenta, casi imperceptible, del muchacho ausente, en el retrato.

Era la foto de una camaradería ostentosa, con el orgullo de dos seres que se encuentran y reconocen en la juventud para afirmarse juntos en la vida, nunca separados.


«¿Quién es?»

«Mi hermano. Mi camarada. Si tú quieres que yo hable de mí, tendrás que hablar de él…»

¿Fue eso lo que dijo entonces Gabriel? Lo dijo hace más de veinticinco años…

Era como si la foto invisible se hubiese revelado, ahora, gracias a la mirada de Inez.

La foto de hoy volvía a ser la del primer encuentro en la casa de playa.

El muchacho desaparecido en 1940 reaparecía en 1967.

Era él. No cabía duda.

Inez repitió las primeras palabras del encuentro:

– Ayúdame. Ámame. E-dé. E-mé.

Unas terribles ganas de llorar la pérdida se adueñaron de ella. Sintió en su imaginación una barrera mental que le vedaba el paso: prohibido tocar los recuerdos, prohibido pisar el pasado. Pero ella no podía abandonar la contemplación de esa imagen en la cual las facciones de la juventud iban regresando gracias a la contemplación intensa de una mujer también ausente. ¿Bastaba mirar con atención una cosa para que lo desaparecido reapareciera? ¿Todo lo oculto estaba simplemente esperando nuestra mirada atenta?


La interrumpió el llamado a escena.

Más de la mitad de la ópera había transcurrido ya, ella sólo hacia su aparición en la tercera parte, con una lámpara en la mano. Fausto se ha escondido. Mefistófeles se ha escapado. Margarita va a cantar por primera vez:

Que l’áir est étouffant!

J’ai peur comme un énfant!

Cruzó miradas con Atlan-Ferrara dirigiendo la orquesta con un aire ausente, totalmente abstraído, profesional, sólo que la mirada negaba esa serenidad, contenía una crueldad y un terror que la espantaron apenas cantó la siguiente estrofa,

c’est mon réve d'hier

quí m’a toute troublée,

«mi sueño de ayer es la causa de mi inquietud» y en ese instante, sin dejar de cantar, dejó de escuchar su propia voz, sabia que cantaba pero no se oía a sí misma, ni oía a la orquesta, sólo miraba a Gabriel mientras otro canto, interno a Inez, fantasma del aria de Margarita, la separaba de ella misma, entraba a un rito desconocido, se posesionaba de su propia acción en el escenario como de una ceremonia secreta que los demás, todos los que habían pagado boletos para asistir a una representación de La Damnation de Faust en Covent Garden, no tenían derecho a contemplar: el rito era sólo de ella, pero ella no sabia cómo representarlo, se confundió, ya no se escuchaba a sí misma, sólo veía la mirada hipnótica de Atlan-Ferrara recriminándola por su falta de profesionalismo, ¿qué cantaba, qué decía?, mi cuerpo no existe, mi cuerpo no toca la tierra, la tierra empieza hoy, hasta lanzar un grito fuera de tiempo, un anticipo de la gran cabalgata infernal con que culmina la obra.

Oui, soufflez, ouragans,

-criez, foret sprofondes,

croulez, rochers…

Y entonces la voz de Inez Prada pareció convertirse primero en eco de si misma, en seguida en compañera de si misma, al cabo en voz ajena, separada, voz de una potencia comparable al galope de los corceles negros, al batir de las alas nocturnas, a las tormentas ciegas, a los gritos de los condenados, una voz surgida del fondo del auditorio, abriéndose paso por las plateas, primero entre la risa, en seguida el asombro y al cabo el terror del público de hombres y mujeres maduros, engalanados, polveados, rasurados, bien vestidos, ellos secos y pálidos o rojos como tomates, sus mujeres escotadas y perfumadas, blancas como quesos añejos o frescas como rosas fugaces, el público distinguido del Covent Garden ahora puesto de pie, dudando por un momento si ésta era la audacia suprema del excéntrico director francés, la «rana» Atlan-Ferrara, capaz de conducir a este extremo la representación de una obra sospechosamente «continental», por no decir «diabólica»…

Gritó el coro, como si la obra se hubiese apocopado a sí misma, saltándose toda la tercera parte para precipitarse hacia la cuarta, la escena de los cielos violados, las tormentas ciegas, los terremotos soberanos, Sancta Margarita, aaaaaaaaaah…


Desde el fondo del auditorio avanzaron hacia la escena la mujer desnuda con la cabellera roja erizada, los ojos negros brillando de odio y venganza, la piel nacarada rayada de abrojos y maculada de hematomas, cargando sobre los brazos extendidos el cuerpo inmóvil de la niña, la niña color de muerte, rígida ya en manos de la mujer que la ofrecía como un sacrificio intolerable, la niña con un chorro de sangre manándole entre las piernas, rodeadas de gritos, el escándalo, la indignación del público, hasta llegar al escenario, paralizando de terror a los espectadores, ofreciendo el cuerpo de la niña muerta al mundo mientras Atlan-Ferrara dejaba que los fuegos más feroces de la creación pasaran por su mirada, sus manos no dejaban de dirigir, el coro y la orquesta lo seguían obedeciendo, ésta era acaso una innovación más del genial maestro, ¿no había dicho varias veces que quería hacer un Fausto desnudo?, la doble exacta de Margarita subía desnuda al escenario con un bebé sangrante entre las manos y el coro cantaba Sancta María, ora pro nobis y Mefistófeles no sabia qué decir fuera del texto prescrito pero Atlan-Ferrara lo decía por él, hop! Hop! hop! y la extraña adueñada del escenario silbaba jas, jas, jas y se acercaba a Inez Prada inmóvil, serena, con los ojos cerrados pero con los brazos abiertos para recibir a la niña sangrante y dejarse desnudar a gritos, rasgada, herida, sin resistir, por la intrusa de la cabellera roja y los ojos negros, jas, jás, jas, hasta que, desnudas las dos ante el público paralizado por las emociones contradictorias, idénticas las dos sólo que era Inez quien ahora portaba a la niña, convertida Inez Prada en la mujer salvaje, como en un juego óptico digno de la gran mise-en-sce'ne de Atlan-Ferrara, la mujer salvaje se fundía en Inez, desaparecía en ella y entonces el cuerpo desnudo que ocupaba el centro del escenario caía sobre el tablado, abrazada a la niña violada y el coro exhalaba un grito terrible,

Sancta Margarita, ora pro nobis jas!

irimuru karabao!jas!Jas!jas!

En el silencio azorado que siguió al tumulto, sólo se escuchó una nota espectral, jamás escrita por Berlioz, el tañido de una flauta tocando una música inédita, rápida como el vuelo de las aves raposas. Música de una dulzura y melancolía que nadie había escuchado antes. Toca la flauta un hombre joven, pálido, rubio, color de arena. Tiene las facciones esculpidas hasta el punto que una talla más de la nariz afilada, los labios delgados o los pómulos lisos las hubiera quebrado o quizás borrado. La flauta es de marfil, es primitiva, o antigua, o mal hecha… Parece rescatada del olvido o de la muerte. Su solitaria insistencia quiere decir la última palabra. El joven rubio no parece, sin embargo, tocar la música. El joven rubio padece la música, ocupa el centro de un escenario vacío frente a un auditorio ausente.

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