La vida es una caldera de misterios, empezando por los más sencillos, por los más ingenuos e inocentes, por aquellos que están en la génesis de nuestra existencia. Afonso da Silva Brandão nunca tuvo una certeza absoluta acerca de la fecha exacta en que nació. Sabía que había sido en marzo de 1890, aunque alimentaba dudas en cuanto al día preciso. Su madre decía que lo había dado a luz a las doce y media de la noche del 7 de marzo, pero ¿serían las doce y media del 6 al 7 o del 7 al 8? La cuestión nunca se aclaró debidamente, a pesar de que, a todos los efectos, la fecha del 7 de marzo se había convertido, en los documentos oficiales, en el día del nacimiento de Afonso.
El pequeño vio por primera vez la luz del día en una casa humilde de Carrachana, un lugar yermo a la entrada del pueblo de Rio Maior, en Ribatejo. Era el sexto y último hijo de la señora Mariana, una mujer baja y fuerte, con las mejillas mofletudas y rosadas, el pelo medio canoso echado para atrás y recogido en un moño, y cuyo nombre también estaba envuelto en absurdas incertidumbres. Su madre decía que se llamaba Mariana André Brandão, pero en otros momentos se identificaba como Mariana Silva André, o Mariana da Conceição, o Mariana das Dores. Afonso nunca entendió este misterio, aunque la había interrogado innúmeras veces sobre el asunto; obtenía siempre respuestas contradictorias o evasivas. Los documentos oficiales de Afonso registraban que era hijo de Mariana André Brandão, pero un día comprobó que los papeles de un hermano atribuían la filiación a Mariana Silva André. En medio de todo esto, la única certidumbre era que el nombre de pila de su madre era Mariana.
Su padre se llamaba Rafael Brandão Laureano, lo que suscitaba un nuevo misterio. Si el último apellido era Laureano, ¿por qué había dado a sus hijos el del medio, Brandão? Tampoco en este caso hubo nunca respuestas satisfactorias, y su padre se limitaba a encogerse de hombros cuando se le preguntaba acerca de esa opción. Rafael Laureano era un hombre alto, de un metro setenta y cinco, estatura poco común en Portugal, y profundamente religioso. Tenía un rostro ancho, rasgado por amplias arrugas que nacían de las comisuras de sus ojos menudos, su abundante y rebelde pelo gris parecía un manojo de paja blanca plantada en la cabeza. El señor Rafael ejercía el oficio de jornalero, es decir, para los que acaso no lo sepan, era un hombre que trabajaba en el campo y al que le pagaban por cada jornada o día de trabajo. Por su condición de jornalero, el padre de Afonso era pobre, pero no miserable. Poseía dos pequeños terrenos en los que cultivaba viñas para producir vino tinto, que vendía a los mayoristas de Rio Maior. El problema era que la producción no alcanzaba para el sustento de la familia y, como tenía fama de buen agricultor, los grandes propietarios de Ribatejo acudían con frecuencia a Rafael para que trabajase a jornal en sus tierras.
Rafael y Mariana se casaron muy pronto y tuvieron el primer hijo cuando aún eran adolescentes. El tenía quince años; ella, catorce. Mariana dio a luz un hermoso niño, al que llamaron Manuel. Después vinieron Jesuína, Antonio, João y Joaquim. En 1889, en el momento en que estaba haciendo el servicio en la Marina de Guerra, Antonio murió, víctima de la tuberculosis. Mariana se quedó deshecha y el dolor ocupó el hogar. Rafael se hundió en la depresión, se volvió amargado, obcecado por la desgracia que se había abatido sobre la familia. En aquel tiempo era normal que murieran muchos niños, la mayor parte de las veces aún bebés, pero Antonio ya no era un chiquillo, era un hombrecito, tenía sueños y proyectos, era amado y admirado.
El padre empezó a soñar todas las noches con la muerte de su hijo. Soñaba que en realidad no había muerto, o que había resucitado, o que había conocido a otro muchacho igualito a su Antonio, o que lo llamaba pero él no lo oía, o esto o lo otro. Todas las veces el sueño era diferente, con frecuencia trágico, a veces desesperado, raramente feliz. Hubo uno, sin embargo, que lo dejó muy impresionado. Una noche sofocante de verano Rafael soñó que se arrodillaba junto a la tumba de su querido Antonio, en ese momento, Dios se le apareció en una visión y le dijo que le había destinado cinco hijos. Si uno había muerto, tendría que venir otro a sustituirlo. Cuando Rafael despertó, la decisión estaba tomada y Mariana recibió la compensación de un nuevo hijo, era una forma de hacer regresar la alegría a la casa y de cumplir con los designios del Señor. Fue así como, al año siguiente, Mariana, ya con cuarenta y cinco años, dio a luz a Afonso, el niño que llegó para sustituir a Antonio en las cuentas de Dios.
El benjamín de la familia creció en un mundo en el que todos los hermanos eran mucho mayores que él. Manuel tenía treinta y un años, ya se había casado y se había ido de casa. De oficio herrador, era padre de una hija dos años mayor que su hermano Afonso. Después venía Jesuína, que se casó cuando Afonso era aún pequeño. El primer recuerdo de su hermana se remontaba a un momento doloroso en la cocina, Jesuína bañada en lágrimas de desesperación por la muerte del primer hijo, la madre consolándola, la cabeza de la hija apoyada en el hombro materno. De su tercer hermano, Antonio, aquel a quien al fin y al cabo le debía la vida, sólo quedaba una gran fotografía colgada en una pared de la sala, donde el muchacho exhibía con orgullo su uniforme de marinero. Los más próximos eran João y Joaquim, ambos adolescentes, que trabajaban en un aserradero. El pequeño Afonso dormía con estos dos hermanos en la misma cama de latón, en un cuarto sin puerta, con la entrada protegida por una cortina muy raída. A medida que el menor iba creciendo, se hizo evidente que no cabían los tres en la misma cama si continuaban durmiendo juntos, y Afonso, a quien siempre le tocaba ir al medio, comenzó a dormir con la cabeza junto a los pies de los mayores.
Los recuerdos de Afonso sólo comenzaron a hacerse nítidos a partir de los seis años. Fue en ese momento cuando dejó de mamar la punta de un pan, a falta de chupete más adecuado, aunque aún comía sopas de pan en vino tinto, que se convirtieron en su dieta. A los dos años había dejado de mamar de los senos de su madre, porque se le secó la leche, y desde entonces comenzó a depender de esa mezcla de pan y vino tinto casero. Al entrar en el colegio, adquirió mayor conciencia del mundo que lo rodeaba. Empezó a notar las maderas oscuras y toscas que amueblaban su casa y el permanente olor a cerdos, estiércol y mosto que invadía su habitación. Criaban a los cerdos en una pequeña pocilga al lado de la casa y el tufo se propagaba fácilmente por el aire. No es que le importase, él que andaba descalzo por todas partes, vestido con unos trapos viejos y hediondos heredados de sus hermanos.
Afonso comenzó pronto a ayudar a su padre, sembrando melones, limpiando las viñas y azufrando las cepas. Las epidemias amenazaban las viñas desde hacía más de diez años, se empezaba a hablar entonces sobre un nuevo método para combatir aquel mal, la sulfatación, pero, mientras la novedad no llegaba a Ribatejo, tierra remota y de vida ardua, el señor Rafael tenía que contar únicamente con la protección de la Virgen. En aquel tiempo se circulaba en carro, aunque Rafael Laureano se las arreglaba con una burra que lo ayudaba en la labranza. Afonso aprendió que la burra no era burra del todo, se mostraba incluso avispada y desenvuelta. Solía ver a su padre dando instrucciones al animal.
– ¡Ve hasta Cidral! -le ordenaba el señor Rafael, abriendo el portón del patio-. Anda, ve.
La burra cruzaba el portón y desaparecía lentamente por la polvorienta carretera de tierra apisonada, seguida por el perro de la casa, Bobby. En aquel entonces, Afonso acompañaba a su padre a dar una vuelta por el pueblo, lo seguía como un mastín fiel, lo consideraba fuerte y sabio, con él se sentía bien, seguro y tranquilo. Cuando, horas después, llegaban los dos al terreno de la familia en Cidral, encontraban a la burra y al perro esperándolos.
– ¡Bubi! ¡Bubi! -llamaba el padre, incapaz de pronunciar correctamente el nombre de Bobby. Abría los brazos y abrazaba al perro, que lo recibía con un entusiasmo siempre renovado, sacudiendo la cola como un abanico, saludando a su amo como si no lo viese desde hacía diez años-. Ah, Bubi.
La vida del señor Rafael era dura. De lunes a sábado se despertaba a las cinco de la mañana, tomaba una sopa o un pedazo de pan con chorizo y se iba a trabajar la tierra. Almorzaba a las diez los alimentos que su mujer le llevaba en un cesto y al mediodía venía la merienda. La labranza terminaba al ponerse el sol o cuando doblaban las campanas del cementerio, hacia las cinco de la tarde.
– ¡El toque del Avemaría! -exclamaba Rafael Laureano, que se limpiaba el sudor de la frente y se incorporaba para mirar el horizonte y oír las campanas distantes-. Ya es la hora.
Se acostaban todos temprano, eran las ocho de la noche cuando el señor Rafael ordenaba a Afonso ponerse el pijama, apagaba los candiles alimentados con aceite y sumía la casa en la oscuridad; era hora de dormir. Esta rutina sólo podía alterarse los domingos. El día del Señor se despertaban temprano, como siempre, y vestían las mejores ropas, mejores porque no estaban raídas. Casi desconocían el baño, excepto en verano, cuando, una vez al mes, toda la familia iba a lavarse en animadas mañanas dominicales. Afonso no apreciaba esos momentos. Encogía su cuerpo canijo dentro de una tina y sentía el agua helada que le echaba encima su madre. Después de vestirse, el señor Rafael llevaba a la familia a misa para una mañana de virtud, pero por la tarde venían el vicio y el pecado. El padre iba con sus hermanos a la taberna de Silvestre o a la taberna de Corneta a emborracharse con vino tinto. Opinaban que tenía mal vino porque, cuando se embriagaba, se ponía de mal humor y no raras veces se enredó en peleas absurdas. Para controlar el problema, la señora Mariana mandaba a Afonso que acompañase a su padre con la misión de traerlo de vuelta lo antes posible, tarea que el pequeño temía: el padre se volvía irascible cuando lo dominaba el alcohol, con lo que aquel peñasco de seguridad se transformaba en esos momentos en una montaña amenazadora, sus manos eran pedruscos inestables e imprevisibles, reaccionaba mal a sus súplicas y lo abofeteaba con violencia.
El vino formaba parte de sus vidas; de lo contrario, no sería Rafael Laureano un pequeño y dedicado productor. Afonso se habituó a colaborar en el trabajo de producción de tinto: echaba las uvas en el lagar instalado en un anexo. El pequeño comenzó a acompañar a los adultos en el trabajo de pisar las uvas para hacer el mosto, una tarea que le producía mareos: según entendió más adelante, lo embriagaba el alcohol liberado del mosto. El vino se colocaba después en toneles, con una graduación que variaba entre los doce y los quince grados, que serían vendidos a los mayoristas de Rio Maior. En el lagar quedaba además el orujo, el hollejo de las uvas. El padre echaba agua encima del orujo y nacía de allí un vino más flojo, de siete u ocho grados, al que llamaban «aguapié».
Cuando los hijos cumplían cinco años, el señor Rafael los reunía para que lo ayudasen en el trabajo. Podían ser aún muy pequeños, pero el padre los consideraba aptos para desempeñar pequeñas tareas. En 1876, sin embargo, se abrió la escuela primaria en Rio Maior. La enseñanza no llegaba a tiempo para los hijos mayores del matrimonio Laureano, pero la cuestión se planteó en relación con João, con Joaquim y, más tarde, con Afonso. El padre se mostró inicialmente remiso a enviarlos a hacer la primaria, argumentando que le hacían falta manos que lo ayudasen a trabajar la tierra o a ganar el sustento para la familia en otros trabajos. Tuvo que intervenir el párroco de Rio Maior, el padre Gaspar Costa, para hacer entrar en razones al empecinado Rafael. Lo cierto es que al final autorizó a los chicos a acudir al colegio.
La vez de Afonso llegó un día húmedo y frío del otoño de 1896. Por la mañana temprano, desafiando el viento norte helado que soplaba con bravura desde el Alto do Seixas, la señora Mariana llevó a su hijo menor de la mano desde la Travessa do Rosamaninho, donde vivían, hasta la Rua das Dálias. Atravesaron deprisa la plaza, encogidos en sus miserables abrigos, y entraron a la derecha por la Rua das Flores. La mañana había despertado agreste, las gotas del rocío matinal brillaban como perlas relucientes en las hojas mojadas de las encinas, los pétalos de las flores se abrían a la luz fría de la alborada y a la primera danza de los insectos, las hojas hendidas de los melojos formaban lágrimas que se deslizaban por los pelos blancuzcos del envés, el aromático olor a resina flotaba en el aire, era como un perfume exótico que se esparcía por el camino de tierra que se internaba entre la verdura. Seguían allí fuera, ajenos al espectáculo de la naturaleza en el romper del nuevo día, hasta pasar por la Torre dos Bombeiros y llegar a la escuela primaria de Rio Maior.
– Qué bien, Afonso, que vayas a la escuela -le decía su madre por el camino-. Estás contento, ¿no?
Afonso asentía con la cabeza. La señora Mariana se pasó los últimos días pintándole un cuadro idílico de la escuela: que era una cosa maravillosa, que iba a tener muchos amigos, que iba a aprender a ser «un gran hombre»; el tono era de tal modo entusiasta que el pequeño se descubrió ansioso por ir a un lugar así. Por ello se quedó algo sorprendido cuando, al acercarse al edificio, vio a otros niños llorando, las madres los arrastraban por las aceras y ellos se deshacían en lágrimas. Le pareció extraño: ¿por qué razón estarían los otros chicos tan asustados por ir a la escuela?
La verdad es que, al dejar atrás el portón, Afonso entró en un mundo especial, donde las leyes eran diferentes y las conductas reguladas, un mundo que le abrió las puertas a horizontes que se extendían más allá de Carrachana. Un letrero fijado a la puerta de la escuela explicaba que los padres tendrían que entregar una «declaración del párroco acerca de la edad», una «declaración del regidor certificando la residencia del alumno en el distrito» y una «declaración del facultativo asegurando que los niños no padecían enfermedades contagiosas y que estaban vacunados». La señora Mariana no sabía leer, pero se había informado previamente a través del padre Gaspar y llevaba consigo los tres documentos requeridos, que le entregó a la secretaria de la escuela, la circunspecta doña Vadeia Figueiredo.
El primer maestro de Afonso fue el profesor Manoel Ferreira, un dinámico individuo de Leiria que había llegado hacía más de veinte años a Rio Maior, donde abrió la escuela, la única institución de enseñanza primaria para niños que había en el pueblo. El profesor Ferreira era seguidor intransigente de una disciplina rígida en las aulas y obligó a Afonso, a ejemplo de sus compañeros, a usar babi.
– Aquí no hay ricos ni pobres -le explicó a la señora Mariana cuando ésta se sorprendió ante la imposición-. En la escuela son todos iguales y por eso visten igual.
A la disciplina férrea, Manoel Ferreira añadía métodos pedagógicos innovadores y activos, como la cartilla João de Deus. El profesor estaba casado con doña María Vicência, de quien tenía once hijos, pero, a los cuarenta y cuatro años, le quedaba aún tiempo para dirigir los periódicos O Riomaiorense y, posteriormente, el Civilisação Popular, semanarios de los que era fundador, además de una imprenta. Fue Manoel Ferreira quien le enseñó a Afonso a leer, asociando letras a dibujos y sonidos, de acuerdo con las nuevas teorías de enseñanza.
La dureza de las tareas que su padre encargaba a Afonso en la labranza hizo que al pequeño le gustase ir a clase. Consideraba la escuela un lugar de descanso que le daba la oportunidad de huir del exigente trabajo en la tierra. Afonso se aplicó en los estudios, pero sobre todo en los juegos, la emoción del «corre, corre» y del «pídola», que se convirtieron en sus favoritos. El principal, sin embargo, era el football, al que solían jugar con una pelota hecha de trapos y medias viejas. Al mediodía iba a casa a comer algo y llevaba después una cesta con comida para João y Joaquim, que trabajaban en el aserradero. Los dos iban a reunirse con él a mitad de camino para recoger la cesta, y Afonso volvía después a la escuela. Al final de las clases, se perdía jugando a la pelota con sus amigos en el Largo Conselheiro João Franco, la principal plaza de Rio Maior, hasta el día en que rompió el escaparate de la farmacia Barbosa con una pelota reforzada con un revestimiento de cuero. Como todos en el pueblo se conocían, el doctor Francisco Barbosa fue a quejarse a la madre y, a partir de ese día, se acabaron los partidos de football posescolar.
La pasión del pequeño Afonso por el football le nació del único viaje que hizo en sus primeros diez años de vida. Cuando tenía seis años, meses antes de ir a la escuela por primera vez, sus padres recibieron la noticia de que la prima Ermelinda, una pariente lejana de la madre, se estaba muriendo de tuberculosis. La prima Ermelinda vivía en Lisboa y se decidió que irían a visitarla el domingo siguiente. Nunca habían ido a la capital, por lo que el viaje despertó una gran animación en la familia: en honor a la verdad, las dolencias de la prima Ermelinda sólo preocupaban a la señora Mariana; para el señor Rafael y sus hijos aquello suponía, a fin de cuentas, un apropiado pretexto para ir a visitar la gran ciudad. Corría entonces el año 1896, las ventas de toneles de vino a los almacenes habían sido excelentes y había dinero disponible para el ansiado paseo.
Se levantaron hacia las cuatro de la madrugada del domingo del 9 de agosto, se pusieron la mejor ropa y rezaron a la mesa para compensar la misa dominical a la que tendrían que faltar. Afonso era, en ese momento, un chico canijo, con el pelo cas-taño lacio y ojos color chocolate que sobresalían en su tez pálida. A pesar del sueño, estaba rebosante de entusiasmo y excitación, no resistía esperar más para el gran viaje.
Los Laureano cogieron dos fardeles previamente preparados y un garrafón de tinto y se embarcaron en la línea de char-á-bancs. Pagaron quinientos réis por persona, billetes de ida y vuelta, y siguieron por la Estrada Real n.° 65 hasta Caldas da Rainha. En la estación de Caldas compraron billetes de segunda clase para el primer rápido, a mil setecientos veinte réis cada uno; a las siete y media de la mañana, el matrimonio Laureano y los tres hijos menores cogieron el tren. Pararon en sucesivas estaciones y apeaderos, primero Óbidos, después otros lugares de los que Afonso nunca había oído hablar: Bombarral, Outeiro, Ramalhal, Torres Vedras… Perdieron la cuenta, pero en Porcalhota se sintieron ya con un pie en la capital. Después siguieron Benfica, Campolide y Alcántara. Acabaron entrando en Rocio a las diez y media de la mañana.
– Ay, qué confusión, válgame Dios -se quejó Mariana, sofocada por el calor estival y aturrullada por el nervioso movimiento en la estación-. ¿Vamos a ver a Ermelinda?
– Calma, mujer, calma -repuso su marido, excitado por conocer la ciudad y nada interesado en desperdiciar el paseo en casa de una moribunda que apenas conocía-. Tenemos tiempo para tu prima, quédate tranquila. Primero vamos a dar una vuelta, anda. -Miró a su alrededor, los edificios parecían extraños, sofisticados, grandiosos, los hombres eran unos petimetres, pero sobre todo había allí mujeres de aspecto distinguido, con sombrillas en la mano y muy cuidadas, unas verdaderas flores, duquesas sin duda. Se frotó las manos, radiante-. ¡Esto promete, vaya si promete!
Todo les resultaba novedoso. El señor Rafael, compenetrado en su responsabilidad de jefe de familia, se mostraba particularmente nervioso. Para sentirse más a gusto, al interpelar a cualquier persona intentaba siempre introducir Rio Maior en la charla, era un modo de transportarlo a un lugar familiar, y comenzó a hacerlo allí mismo, en la estación.
– Oiga, amigo, ¿usted ha estado alguna vez en Rio Maior? -le preguntó a un empleado de la Compañía Real de las Vías Férreas Portuguesas.
El hombre lo miró estupefacto.
– ¿Yo? No.
– Mal hecho -replicó el señor Rafael-. Dígame, por favor, dónde queda el Terreiro do Pago.
Afonso era aún pequeño, pero el bullicio agitado de la vida ciudadana no escapó a su atención. Subieron gratis a un coche proveniente de Alverca, el cochero era un campesino que había entrado en la ciudad para llevar patatas al Campo das Cebolas, y cruzaron una plaza de dimensiones nunca vistas, tan grande que sin duda Rio Maior cabría allí entero.
– Esta es la plaza de don Pedro IV -anunció el campesino, que chasqueó con la lengua para incitar a las muías-. Era la plaza de la Inquisición, pero la gente la conoce ahora como el Rocío. Aquí llegaron a hacerse corridas de toros y a quemarse herejes, fíjense.
Una calle rodeaba la vasta plaza del Rocío, con árboles vigorosos alineados en los extremos. El suelo era un tablero de calzada a la portuguesa con un diseño de olas, bancos de jardín colocados delante de los árboles, una esbelta columna en el centro con la estatua encima de don Pedro IV, la rica fachada del teatro de doña María II al fondo, casas que rodeaban la plaza, muchas de ellas comercios: la tabaquería Mónaco, las confecciones Martis, la confitería Cardoso, más allá el café Gelo.
Deprisa, el coche dejó el Rocío atrás y se internó por la Rua Augusta, que recorrieron admirando el rico y variado comercio que la llenaba de vida: de un lado la casa dos Bordados, del otro la zapatería Lisbonense, más adelante la casa Americana; entraron finalmente en la fastuosa plaza del Comercio y el campesino detuvo el coche para que bajasen. Agradecieron el paseo gratuito y el hombre retomó su camino, dejándolos que deambulasen a su antojo por el Terreiro do Pago. Admiraron el muelle de las Columnas y los barcos ahí atracados o que se deslizaban por el río con las velas al viento, rodearon la plaza con los ojos primero atentos a la imponente estatua ecuestre de don José. «¡Mirad el caballo negro!», apuntó el señor Rafael a los niños; después miraron con un silencio respetuoso los majestuosos edificios amarillos que rodeaban geométricamente la plaza con sus profundas arcadas y galerías y los torreones en las alas perpendiculares. Finalmente se maravillaron con el Arco Triunfal y la estatua en pie en el extremo, con las manos extendidas sobre las cabezas de otras dos estatuas más bajas. No podían saberlo, pero era la Gloria coronando al Genio y al Valor, con la misteriosa leyenda Virtvtibus maiorvm por debajo, algo que no descifraron, pues no la entendían, no sabían latín, no sabían siquiera leer. Satisfechos, decidieron regresar al punto de partida por otro camino. Cruzaron la Rua do Arsenal y entraron por la Rua Áurea. Se admiraron ante los altos armarios de cristal colocados a la puerta de la joyería Cunha & Irmão, abastecedora de la Casa Real. Exhibía sus piedras preciosas, «¡esto es riqueza!». Pasaron por la guantería Gatos y se les hizo la boca agua frente al escaparate de la Maison Parisiense, la patisserie que se jactaba de sus helados «de todas las clases».
Desembocaron nuevamente en el Rocío. Un sol caliente de estío, que bañaba la plaza con violencia y empujaba a las personas hacia las sombras protectoras, hacía realzar los colores vistosos de las tiendas, en un agradable contraste con el azul fuerte y profundo del cielo. A Afonso le extrañó que anduviese por allí poca gente descalza, había muchas personas con zapatos circulando por la plaza, situación que le indicaba que los lisboetas eran gente rica y refinada. En vez de las gorras de Ribatejo que se había habituado a ver en Rio Maior, comprobó que en Lisboa muchos hombres usaban elegantes sombreros en la cabeza, ya chisteras, ya bombines. Además, balanceaban bastones en la mano y se ataviaban con corbatas y lazos que adornaban ropas que parecían limpias: en el pueblo, sólo el doctor Barbosa, el profesor Ferreira y pocos más tenían el hábito de presentarse tan atildados.
Aquí y allá, desentonando, un muchacho descalzo montado en una mula, era un campesino; había otro cargando un barril azul y que gritaba su pregón de «¡agua fresca!», probablemente un gallego. Un monje delgado, con sotana negra y una cuerda atada a la cintura a modo de cinturón, pasaba entre dos hombres sentados en la acera, uno con la cabeza apoyada en el regazo del otro, que le inspeccionaba el pelo: se había abierto allí el periodo de la caza a los piojos. Por el otro lado, pasaba un muchacho tirando de un cochecito de madera lleno de pan, excitando a los pavos de dos campesinos de Ribatejo. Las aves estaban en pleno alboroto en torno al cochecito y los campesinos intentaban controlarlas con los cayados. Por el Rocío circulaban caballos, muías, burros, coches y carros, se veían rebaños de cabras y vacas conducidos a los cafés y barecitos para ofrecer leche, pero lo más extraño era un pequeño vagón de tren que se asentaba sobre unos carriles y era tirado por dos caballos. Las personas subían al vagón, junto a la cooperativa A Lusitana, pagaban un billete y se sentaban en un largo banco central, esperando que el cochero iniciase la marcha.
– Es el Americano -dijo un campesino junto al Bebedero de los Cuatro Angelitos, sintiéndose casi una persona fina al lado de aquellos provincianos-. Lleva a la gente por la ciudad. Salen cada cuarto de hora, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Si quieren aprovechar para dar una vueltecita…
No quisieron, pensaron que era demasiado caro para sus posibilidades. Más valía ir a pie.
– ¿Vamos a ver a Ermelinda? -sugirió la señora Mariana.
– Oye, hija, calma, tenemos tiempo -exclamó Rafael-. Vamos a dar una vuelta más, anda, aún es temprano.
Salieron del Rocío y entraron por una calle sinuosa, que se inclinaba y subía, empinada, y la apariencia moderna de la ciudad se fue perdiendo, comenzó a aparecer el lado miserable, en cierto modo Lisboa se volvía casi tan indigente como Rio Maior. Se veían mendigos, hombres tumbados en el suelo que exhibían horrendas heridas para avivar la piedad de los transeúntes, además de perros, cerdos, gallinas y patos patinando en el barro. Y lo peor era toda la inmundicia, una inmundicia más inmunda que la de Carrachana, una inmundicia de letrina y olores fétidos que todo lo ensuciaba y penetraba. El señor Rafael y su familia saltaban descalzos de piedra en piedra, evitando los excrementos y los ríos de orina que se deslizaban calle abajo. Había canales para desagües abiertos al lado de las aceras y que descendían hacia el río, pero a muchos lisboetas les daba mucha pereza ir allí a depositar las deyecciones, y preferían arrojarlas en medio de la calle, lo que siempre daba menos trabajo. Aquí no se veía gente aplomada, el suelo era demasiado sucio para zapatos de alta sociedad.
– Esta ciudad está llena de mierda -farfulló el señor Rafael, que intentó limpiar en las piedras un resto de excrementos humanos que se había pegado al talón desnudo de su pie derecho.
Los excursionistas de Rio Maior siguieron obstinados por aquellas callejas estrechas e inclinadas, escudriñándolas de arriba abajo, pero un grito de «¡agua va!», seguido de porquería arrojada desde una ventana a la calle, los convenció a dar media vuelta.
– Ay, Jesús, vámonos, vámonos, si no acabaremos bañados en caca -aconsejó Mariana, con una risita nerviosa y muy atenta a las ventanas de alrededor.
Regresaron al Rocío, siempre era más seguro y no corrían el riesgo de pillar una lluvia de excrementos. No era porque no estuviesen habituados a la porquería. Lo estaban, sí, pero no a semejante abundancia de porquería. Una vez de vuelta a la gran plaza central, se encaminaron en dirección a los Restauradores. En un momento dado, se encontraban en el Largo de Camões, a mitad de camino entre las dos plazas y al lado de la grandiosa estación de trenes por la que habían llegado, cuando apareció enfrente un extraño y ruidoso coche circulando sin ayuda de animales y soltando una vaharada sucia y maloliente. Se quedaron todos paralizados y estupefactos mirando, menos Afonso, que se asustó y fue a refugiarse entre las anchas faldas de su madre. A decir verdad, ésta no era una reacción necesariamente provinciana, dado que, en aquel instante, los propios lisboetas se detuvieron en las aceras y asomaron por las puertas y ventanas de la imponente estación del Rocío, del café Suisso, del café Martinho, de la aseguradora Equitativa de Portugal y Colonias, y de las residencias de alrededor para admirar aquella maravilla sin igual, aquella máquina humeante rodando aspaventosamente sobre el macadán.
– Un coche sin caballos -comentó el señor Rafael, verdaderamente sorprendido-. Ya había oído hablar de esto en el Silvestre, pero pensé que bromeaban.
El comentario sobre el coche no era disparatado. Tal como los Benz, en los que se inspiraba, aquel Panhard de dos cilindros y motor Phenix, flamante y recién importado de Francia por un conde adinerado, tenía efectivamente el diseño de un coche elegante, la rueda trasera mayor que la delantera, el asiento rojo tapizado como el de los coches ricos y garbosos. El ruidoso Panhard desapareció en una curva del Rocío, dejó una efímera estela de humo negro detrás de sí y la vida pareció volver a la normalidad. Afonso, como el resto de la familia, siguió meditando sobre aquel misterio del asustador coche sin caballos, pero muy pronto acabó distrayéndolo la novedad que representaba Lisboa. Siguieron por la Rua do Príncipe hasta los Restauradores, la enorme plaza construida pocos años antes en el lugar donde antaño estaba el jardín del Passeio Público. Subieron por la amplia y arbolada Avenida da Liberdade hasta la Rotunda; se detenían a menudo a admirar los sorprendentes postes de luz colocados a lo largo de la avenida, diferentes de las farolas de gas a las que estaban habituados.
Ya cansados y con hambre, se sentaron en un banco junto al lago de un solar arbolado en el extremo de la Rotunda, al lado de la Quinta da Torrinha. La madre repartió la merienda entre su marido y sus hijos, era pan casero y chorizo, regados con el tinto del garrafón. El señor Rafael, habituado a la informalidad rural, entabló conversación con otra familia que se había instalado también allí para merendar y, después de hacer la tradicional pregunta relacionada con un eventual paso por Rio Maior, comentó el extraordinario fenómeno del coche sin caballos.
– Esa sí que es una máquina -le dijo al extraño, dándose una palmada en el muslo.
– Es verdad. ¿Y se ha fijado en lo limpia que es?
– ¡Vaya si lo es! En vez de soltar mierda, echa humo -observó Rafael, que carraspeó, pues se dio cuenta de que eso acarreaba una posible dificultad para la agricultura-. El problema es que el humo no sirve como estiércol -hizo una mueca-, pero no importa, amigo. ¡Esa máquina es realmente una maravilla!
– ¡Y aún no ha visto nada, hombre! -repuso el otro, sonriente-. ¿Ha visto esos postes en la Rotunda y por toda la avenida?
– ¡Cómo no habría de verlos! Son diferentes de los de Ribatejo, caramba.
– Así es -asintió el hombre-. Son lámparas eléctricas.
– ¿Qué?
– Mire, es una iluminación nocturna, sólo que, en vez de usar aceite, gas o petróleo para alimentar la llama, se usa electricidad. La lámpara eléctrica da mucha más luz, no emite calor, no libera humos ni mal olor y no provoca incendios. Una maravilla.
– ¡Cáspita!
– ¡Válgame Dios, Rafael! -se afligió la señora Mariana que, tal como los niños, estaba atenta a la conversación-. Aurinda ya me ha hablado de esa «elatrocidad» y me ha contado que oyó decir que hace mucho daño a la salud, es antinatural.
– Eso es un disparate, señora -la amonestó el hombre-. La electricidad no tiene efectos negativos y, además, posee incluso muchas aplicaciones. Dicen que, en el futuro, los americanos marcharán guiados por la electricidad, y no por caballos, y que lo mismo ocurrirá con todas las máquinas modernas. Con la energía eléctrica se harán cosas extraordinarias, impensables. Por ejemplo, el mes pasado, en Intendente, hubo una gran animación. El Real Colyseu auspició una exposición de fotografías vivas, era de no creer, todo movido por la electricidad.
– ¡Vaya por Dios! -se admiró el señor Rafael-. ¿Fotografías vivas?
– Tal como se lo estoy diciendo. Fueron a buscar un electricista extranjero a Madrid y él mostró fotografías en movimiento, veíamos a la gente andar, correr, saltar, un baile en París, trenes en marcha, un puente en la ciudad, era algo impresionante, impresionante. Son fotografías animadas por la electricidad y por eso lo llaman animatógrafo. -El hombre sonrió, con la mirada perdida en el infinito-. ¡Aaah, aquéllas sí que fueron dos horas preciosas! Cobraron un dineral por sesión, pero ¿piensa que eso le hizo perder entusiasmo a la gente? ¡En absoluto! Fue un hervidero, una verdadera carrera vendiendo entradas, todo el mundo estaba ansioso por ver las imágenes.
– ¿Y eso ya se ha acabado?
– Lamentablemente, sí -confirmó el hombre con un suspiro-. Pero he leído en el periódico que el teatro Doña Amelia va a lanzar dentro de poco sesiones diarias de fotografías animadas. El electricista se fue a Oporto, pero pretende volver a Lisboa y dicen que ahora no tendrá solamente cosas de Francia, mostrará fotografías vivas de una corrida de toros en el Campo Pequeño, de la playa de Algés, de la Avenida da Liberdade, de la Boca do Inferno, cosas con paisanos nuestros, ¿sabe? De modo que anda cada quisque inquieto por ver esas maravillas.
El señor Rafael y su familia reaccionaron con escepticismo a tan asombroso anuncio, pensaron incluso que el lisboeta estaba tomándoles el pelo. ¿Cómo era posible ver fotografías en movimiento? Pero el hombre no paraba de hablar de las novedades e informó a los ribatejanos de que, si estaban interesados en sensaciones fuertes, esa tarde habría una partida interesante de football.
– ¿Y qué es eso del «fúbol»? -preguntó Rafael Laureano, intrigado ante las modernidades de la gente de ciudad.
– Football -corrigió su interlocutor, divertido al verse explicando una palabra inglesa a un paleto-. Es un deporte inglés en el que se forman dos equipos de players y todos dan kicks en una pelota hasta meter goal.
El señor Rafael no entendió muy bien, pero se quedó lleno de curiosidad. Tal vez valía la pena ir a ver qué era eso del «fúbol», para después contar las novedades en la taberna de Silvestre. El coche sin caballos ya iba a dar que hablar, el asunto de la electricidad y de las fotografías en movimiento también, lo mismo se podía decir del fenómeno de mucha gente que usaba zapatos y andaba vestida como el doctor Barbosa, y podía ser que este otro tema alimentase una tarde más de charla, qué preciosa mina de asuntos para un palique interminable se revelaba este paseo por la capital, cómo se iba a lucir con sus amigos de copas.
– Oiga, amigo, ¿y dónde es eso?
– En el Campo Pequeño, dentro de dos horas -dijo el hombre apuntando hacia la izquierda-. ¿Ve aquella calle? Es la Avenida Fontes Pereira de Mello. Siga por allí hasta Saldanha, una gran plaza que está por ese lado, y después coja una alameda muy ancha, la Avenida Ressano García, hasta dar con una gran arena, algo que hicieron hace poco tiempo para las corridas de toros. Se tarda una media hora en llegar allí.
La señora Mariana sacudió a su marido del brazo.
– Oye, Rafael, ¿y Ermelinda?
– Ten calma, hija -replicó Rafael, algo fastidiado-. Tu prima no se irá a ningún lado, no te preocupes. Damos el paseo y después vamos a ver a la muchacha, no te aflijas.
Cuando acabaron de comer, los Laureano tomaron tranquilamente la dirección indicada. El paseo duró cuarenta minutos, hasta que los cinco se vieron frente a un enorme edificio circular de color ladrillo, lleno de arcadas y galerías, decorado con arabescos, cúpulas dobles de color azul celeste que dominaban los varios torreones de estilo neomorisco: era la plaza de toros construida en el centro de un terreno baldío. Se concentraba allí una pequeña multitud, incluidas algunas mujeres de alta sociedad con sus ricos vestidos, sombreros despampanantes y las sombrillas parisienses, rodeadas por un séquito de amigas y criados. El señor Rafael preguntó si allí estaba el Campo Pequeño y le dijeron que sí. Ante él se alzaba la plaza de toros. Se acercó a la taquilla y comprobó que la tabla de precios indicaba que las entradas más baratas eran las de la segunda galería, a doscientos réis cada una, y las más caras las de los primeros palcos, a doce mil réis. Se sintió confundido y le preguntó a un empleado.
– Oiga, amigo: ¿tantos réis para ver «fúbol»?
El empleado se rio.
– Aquí sólo hay toros, hombre. El partido es allí.
El empleado señaló los solares al lado de la plaza. Se extendía allí una parcela de tierra con dos grandes rectángulos dibujados en el suelo, que el hombre identificó como los campos de juego. Uno de los rectángulos, precisamente pegado a la plaza de toros, se mostraba bastante alisado, pero el otro estaba lleno de hoyos y baches. Al parecer, allí había siempre muchos partidos y los equipos que llegaban primero ocupaban el rectángulo más liso. Los rezagados tenían que conformarse con la parte más descuidada.
La familia de Rio Maior se acercó al rectángulo en mejor estado y no tuvo que esperar mucho para sorprenderse. Dos grupos de hombres aparecieron poco después en el lugar. Cada grupo transportaba por el solar unas enormes vigas de madera, dos más pequeñas puestas en paralelo y unidas por una gran viga situada perpendicularmente en uno de los extremos. Cruzaron el descampado hasta llegar al rectángulo más liso.
– Son los players del Real Gymnasio Club -explicó un mirón, íntimamente divertido por la reacción de los paletos que lo escuchaban-. Estos tipos son muy buenos, hasta ahora sólo han perdido una sola vez, hace tres años, contra un equipo de ingleses, y, aun así, sólo por un goal.
Agarrado a los pantalones de su padre, el pequeño Afonso retuvo en la memoria lo que sucedió a continuación. Los dos grupos tenían camisetas de colores diferentes y echaron todos a correr locamente por el campo dando puntapiés a la pelota, ante el clamor excitado de los espectadores y la vigilancia de un hombre vestido con un elegante traje y corbata de tweed que corría entre ellos dando órdenes.
– Es el referee -aclaró el mismo mirón.
Las reglas eran sencillas. Les resultó claro a los visitantes de Rio Maior que sólo los dos hombres que se encontraban entre los postes podían coger la pelota con las manos, mientras que todos los demás sólo estaban autorizados a dar puntapiés. Había algunos que eran muy rubios o pelirrojos, se trataba de ingleses mezclados en los dos equipos. A veces protestaban todos, gritaban, gesticulaban, se empujaban, el partido se detenía, entraban espectadores en el rectángulo para participar en la discusión, el jaleo crecía hasta que al fin se calmaba, los jugadores y el hombre con corbata y traje de tweed empujaban a toda la gente fuera del campo y todo se reanudaba enseguida. Alguna que otra vez, la pelota entraba en la meta, se oía un gran griterío y aplausos entre los espectadores y algunos de los jugadores saltaban de alegría y se abrazaban efusivamente.
– Aquel pequeñito es Barley, un inglés muy bueno -indicó el mirón con entusiasmo, señalando a un hombre que corría rápido entre las alas y que acababa de meter un goal, y que en ese instante fue saludado por varios amigos-. Pero el que más me gusta es aquel delgadito, Paiva Raposo. ¡Sí, señor, ése es un verdadero player, un portento en los dribblings y en los kicks! Ambos, Barley y Raposo, estuvieron en el team del Club Lisbonense que ganó la primera copa de football en Portugal, hace dos años, cuando en Oporto derrotaron al Football Club de Oporto por 2-0. Hasta el Rey fue a ver el match.
En esa tarde soleada en el Campo Pequeño, el Football Club Lisbonense venció al Real Gymnasio Club Portugués por 3-1, y- confirmó una vez más que se trataba del mejor equipo de football existente en Portugal.
– Bien, vamos entonces a ver a Ermelinda -dijo con un suspiro el señor Rafael, que se volvió de espaldas al Campo Pequeño.
– Es una pena, pero esto durará poco -comentó el mirón, en un gesto de despedida, cuando ya se dispersaba la multitud.
– ¿Cómo? -se admiró el padre de Afonso, mirando hacia atrás.
– Construyeron aquí, hace cuatro años, el ruedo de toros y están dando órdenes para que se acaben los partidos. Los muchachos se quedarán sin cancha.
El hombre dio media vuelta para marcharse, pero el señor Rafael se acordó de que aún le quedaba por hacer una pregunta.
– ¡Oiga, amigo! El mirón se volvió.
– ¿Dígame?
– ¿Ha ido alguna vez a Rio Maior?
Fue un parto duro, como suelen serlo todos los partos, pero madame Michelle Chevallier tenía caderas estrechas y los riñones acusaron el dolor del esfuerzo al sentir que había llegado la hora de dar a luz. La partera cortó el cordón umbilical, dio una palmada al bebé y el débil llanto irrumpió en la habitación, casi como un maullido doliente. La abuela limpió al niño con agua previamente calentada en una tetera, lo cubrió con un chal suave, salió de la habitación y, con una sonrisa feliz pero los ojos cansados después de la larga noche, se lo mostró al padre y al abuelo, que aguardaban tras la puerta, excitados por los frágiles gritos que habían oído hacía un momento.
– Es una niña -anunció.
Fue en la mañana del 2 de octubre de 1891 cuando Paul Chevallier vio nacer a su segunda hija. Horas más tarde, mientras la niña mamaba del seno de su madre y bajo las miradas embelesadas del padre, de la pequeña y excitada hermana Claudette y de los dos abuelos aún vivos, se decidió que se llamaría Agnès, como la abuela materna. Durante los tres años siguientes nacerían dos hijos más, ambos varones, Gaston y François, que completaron un total de cuatro hermanos, número que los padres consideraron adecuado y definitivo, salvo imprevistos.
La familia Chevallier vivía en una casa antigua situada en la Rue du Palais Rihour, en medio de una colorida hilera de estrechos y pintorescos domicilios del siglo xvii y a un paso de la imponente Grande Place de Lille. La pequeña Agnès Chevallier comenzó a frecuentar muy pronto la tienda de su padre, una casa de vinos situada en la fastuosa Vieille Bourse y llamada Château du Vin. El hecho de poseer una tienda en la Vieille Bourse constituía de por sí un claro indicio de que se trataba de alguien acomodado, descripción que correspondía vagamente al modo de vida de Paul. El padre de Agnès era un hombre alto y delgado, muy rubio y con los pómulos salientes. Tenía tierras cerca de Reims, donde cultivaba uvas para hacer champagne, cuya calidad hizo de él un enólogo prestigioso en Lille, aunque su verdadero negocio fuese el comercio de vinos. De su tienda, que servía con frecuencia de despacho comercial, exportaba a Bélgica, Holanda, Gran Bretaña y Alemania.
Tal como muchos habitantes de la ciudad, los Chevallier eran burgueses de origen flamenco, algo que no olvidaban. La intolerancia francesa frente a las tradiciones flamencas había denostado el nombre original de familia, Van der Elst, lo que llevó a un antepasado, célebre por sus acciones de caballería durante las guerras napoleónicas, a decidir cambiar aquel apellido por el de Chevallier. Esa es, por otra parte, la historia de Lille, una ciudad originalmente belga, Rijssel, víctima de once cercos y arrasada varias veces en un periodo de mil años, puesta sucesivamente bajo control flamenco, francés, austríaco y español, hasta que se la anexaron de manera definitiva los franceses en el siglo XVII, con el tratado de Aquisgrán. Luis XIV conquistó la población en 1667, le otorgó el estatuto de capital de la Flandes francesa y la llamó Lille, una evolución de las palabras l'isle, «la isla», debido a que la ciudad creció en torno a un castillo construido en una de las islas del río Deûle. El propio edificio de la Vieille Bourse insistía en recordar el pasado flamenco de Lille, manteniendo cuatro leones de Flandes orgullosamente esculpidos en la fachada. La majestuosidad del edificio de la Vieille Bourse era algo que no dejaba de impresionar a la pequeña Agnès siempre que su madre la llevaba a visitar a su padre en la tienda de vinos. La Vieille Bourse se erguía, majestuosa, en uno de los lados de la plaza central de la ciudad, exhibiendo fausto y opulencia en su arquitectura grandiosa, con las cariátides que adornaban las pilastras, las ventanas ricamente decoradas a la manera del Renacimiento flamenco, una campana dentro de la vistosa y una altiva columna rojo ladrillo que se alzaba en el extremo central del tejado oscuro. Aunque parecía un solo edificio, la Vieille Bourse estaba en realidad formada por veinticuatro pequeñas casas de comercio, una de las cuales albergaba el Château du Vin.
Durante la infancia, los cuatro hermanos fueron educados en casa. Todos ellos eran bilingües, hablaban francés y flamenco. Las conversaciones en familia se hacían sobre todo en francés, pero a menudo se intercalaba el flamenco, con frecuentes goedemorgen intercambiados por la mañana, pidiendo gebak, melk y suiker a la mesa del desayuno y soltando tot ziens de despedida. Las comidas preparadas por Michelle tenían la marca de la cocina flamenca, a base de carne de aves y de platos sustanciosos, como boudin y morcilla con puré de manzana. Pero los favoritos de los niños eran el waterzoï, las dulces gaufres y la mermelada con martilles, el popular queso de la región.
Agnès tenía dos grandes amigas. Una era su hermana Claudette, un año mayor. Claudette era arisca y mandona, Agnès más dulce y conciliadora, aunque en los momentos de apuro se mostraba inesperadamente rígida e inflexible. Los juegos entre ambas terminaban en una invariable guerra de insultos, pellizcos y arañazos. Las palabras más duras eran: t'es méchante, «eres mala», insulto que en general desencadenaba una rápida y dolorosa respuesta física. La madre aparecía para separarlas y las obligaba a pedirse disculpas. Como era orgullosa, Agnès se disculpaba en flamenco, vomitando un crudo het spijt me echt! Lo hacía con tal ferocidad que más sonaba a un nuevo insulto. Evitaba siempre mostrarse débil y raramente lloraba, a pesar de que su hermana era físicamente más fuerte y, en consecuencia, solía imponer su voluntad en estos enfrentamientos.
Cuando los juegos con Claudette acababan mal, Agnès se reunía con su segunda amiga, una muñeca de cartón y madera a la que llamaba Mignonne y de quien se hizo inseparable. Mignonne era una muñeca jumeau, hueca por dentro y fabricada en un molde, con ojos castaños de cristal y una cabellera rubia rizada, con la cabeza encajada en un cuerpo compuesto y articulado, y con los miembros doblándose en las junturas, lo que era una novedad. Con Mignonne en el regazo Agnès aprendió a tejer, y siempre en su compañía escuchaba a su madre contarle historias, en su mayor parte cuentos flamencos, como las leyendas de la batalla entre Lydéric y Phinaert, los míticos gigantes fundadores de Rijssel, y de Yan den Houtkapper, el leñador que, según la tradición, fabricó un par de botas de madera para Carlomagno. Pero fue una historia verídica, la de Florence Nightingale, la que más absorbió la imaginación de la pequeña, hasta tal punto que comenzó a decir que ella y Mignonne serían enfermeras de mayores.
– ¿Florence Nightingale? -se sorprendió una vez madame Chenu, una amiga de la madre, cuando la oyó citar a su heroína-. Vaya, vaya, si te gusta tanto ayudar a los demás, deberías seguir los pasos del gran héroe de Lille.
– ¿Lydéric? -se interrogó Agnès, vacilante.
Madame Chenu se rio.
– ¿Lydéric? No, ma petite, ése ya pasó. Estoy hablando de nuestro Pasteur, el gran Pasteur, que Dios lo tenga en su gloria. Ese sí que es un ejemplo que debe ser imitado.
Fue la primera vez que Agnès oyó hablar del héroe de la ciudad, recientemente fallecido. Louis Pasteur era oriundo de la región y fue en Lille donde desarrolló las investigaciones que lo hicieron famoso. Descubrió el papel de los microorganismos en la fermentación y propuso la «pasteurización» para combatir ese proceso. Más importante aún, inventó las vacunas y demostró la importancia de la higiene en los hospitales como modo de controlar la alta tasa de mortalidad entre los enfermos ingresados. Todo ese trabajo, desarrollado sobre todo en la década anterior, atrajo una enorme atención sobre este científico francés, convirtiéndolo en el más famoso hijo de Lille y en el orgullo de la ciudad.
Con la vaga idea de la medicina en la mente, Agnès comenzó a frecuentar a los nueve años el instituto católico para niñas. Delgada como un palillo, una sonrisa luminosa y los rasgos del rostro bien dibujados, la pequeña pronto se sumergió en la multitud homogénea de las niñas con bata. El primer día llevó a Mignonne a clase, pero la profesora, una monja austera y áspera, le dejó claro de entrada que no le gustaba la idea. En medio de una lección, la hermana Pezard se calló bruscamente y se acercó al pupitre de Agnès con actitud severa.
– ¿Qué es esto? -preguntó la monja, cogiendo la muñeca.
– Es Mignonne, soeur -informó Agnès con timidez-. Es mi amiga.
La profesora ignoró la respuesta.
– Aquí no se admiten muñecas. Usted ya tiene edad para dejarse de niñerías. -Dio media vuelta y regresó a su escritorio con Mignonne en la mano-. Venga a buscar su muñeca cuando terminen las clases y, atención, no quiero volver a verla por aquí.
Agnès le cogió un miedo terrible a la soeur Pezard, pero el incidente sirvió para hacerle entender que la infancia tendría que quedarse a la puerta del instituto. Los juegos y charlas con la muñeca de cartón y madera se reservaron así para la noche, en especial para los momentos antes de dormirse. Agnès dejó naturalmente de creer que Mignonne la escuchaba, aunque siguiera aficionada a la muñeca y hablase con ella como quien escribe en un diario: era una manera de hacer el balance del día y organizar verbalmente lo que había aprendido y todo lo que había visto. La segunda hija del matrimonio Chevallier creció vigorosa, más parecida a la abuela paterna, ya fallecida, que a su madre, con sus cabellos rubios de rizos castaños, los ojos de un verde vivo e intenso, tal vez una mezcla del azul del padre con el castaño de la madre.
La memoria que Agnès guardó de esos años fue la de una infancia extraordinaria y mágica. Al padre le encantaba hablar de París, y en especial de una torre gigantesca que habían construido por esos años, tema frecuente de las conversaciones en el Château du Vin. Los clientes de la tienda que habían asistido a la inauguración de la torre, dos años antes del nacimiento de Agnès, se dividían en cuanto a la importancia de aquella obra y exponían sus argumentos en intensas y acaloradas discusiones. Sentada en un rincón de la tienda, Agnès los escuchaba en silencio, pero con atención. Unos decían que era un monstruo, una chimenea de hierro, un disparate sin igual, un insulto a la arquitectura de Paris, incluso una amenaza a la seguridad de las personas, las leyes de la gravedad hacían evidente que ese tumor metálico se caería, inevitablemente. El sastre Aubier afirmaba además, sarcàstico, que el sitio donde más le gustaba estar cuando visitaba París era la torre, justamente porque ése era el único lugar de la ciudad donde no tendría que verla. En honor a la verdad, esa chispa de ingenio no era de su invención, Aubier había leído algo semejante en un periódico, atribuido a Guy de Maupassant, pero en las charlas con los amigos la frase producía un buen efecto y no le importaba hacerla pasar por suya.
Otros clientes, sin embargo, elogiaban con entusiasmo la monumentalidad y creatividad de la obra, que consideraban la prueba de que la ingeniería francesa era la mejor del mundo. La torre se presentó al público en la Exposición Universal de 1889, y constituyó un tributo a la industrialización de Francia y un marco para conmemorar el centenario de la Revolución francesa, al mismo tiempo que generaba un encendido debate público en los periódicos y suscitaba la oposición acérrima de arquitectos y artistas. En rigor, la obra era tan polémica que todos querían verla. Paul Chevallier, como cualquier francés que se preciase, siguió el debate a distancia, pero no pudo visitar la Exposición en su momento y ver la célebre torre para juzgar por sí mismo. Tuvo la oportunidad de hacerlo más tarde, durante los varios viajes a París a que le obligaban los compromisos profesionales para comercializar la producción vinícola. Iba siempre solo y, al regresar, no vacilaba en elogiar en casa la grandiosidad de la obra.
Por decisión de Luis Napoleón, Francia acogía una gran exposición universal todas las décadas, con intervalos que no podían exceder los doce años, de modo que el certamen siguiente en París quedó fijado para 1900. Una mañana de primavera de ese año, en el desayuno, y entre dos croissants, Paul Chevallier hizo ante su familia un anuncio solemne.
– Está decidido -dijo-. Este año vamos a la Exposición Universal de París.
Hubo en la casa gran animación. Muchas de las compañeras de Agnès del instituto irían a París con sus padres a propósito para visitar la Exposición, y los que no tenían un plan como ése se desesperaban ante la perspectiva de perderse el gran acontecimiento del año. Los hijos de Paul se pasaron semanas hablando del tema, pidiendo, implorando, amenazando, hasta llorando, hasta que finalmente consiguieron, aquella mañana, arrancar de su padre el compromiso de ir a la Exposición. No es que Paul y Michelle hiciesen un gran sacrificio, en realidad ambos se sentían igualmente ansiosos por visitar París y participar de un hecho tan especial: todos sus amigos irían y era impensable que los Chevallier fuesen menos.
La familia llegó a la Gare du Nord a última hora de una mañana de mayo. Los seis cogieron un coche rumbo al hotel, en el centro de la ciudad. En cuanto el coche empezó a andar, ascendieron por una loma y vieron la silueta esbelta de la Torre Eiffel alzarse en el horizonte, un «oh» excitado y admirativo reverberó entre los niños: ya habían visto la imagen de la polémica torre en los periódicos y en postales de la Exposición de 1889, pero verla así, en vivo, era algo único y fascinante, qué construcción tan extraordinaria y maravillosa, toda hierro e ingenio, el verdadero triunfo de la industria. En la planicie parisiense, sólo el bulto blanco del Sacré Coeur parecía desafiar a aquel gigante de hierro, pero la catedral de Dios perdía en la comparación con la basílica de Eiffel, sin duda era esta torre un indicio de la arrogancia del hombre en su crecimiento hacia los dominios celestes, la señal inequívoca de la superioridad de la ciencia sobre la superstición, la prueba final del dominio de la luz sobre las tinieblas oscurantistas.
– Tiene trescientos metros de altura -comentó con orgullo el cochero-. Es la construcción más alta del mundo, mayor que las pirámides de Egipto.
Se instalaron en el hotel Scribe y, sin perder tiempo, cogieron en Châtelet el chemin de fer metropolitain en dirección a la Place d'Italie, todo en medio de una gran excitación. No imaginaban que fuese posible andar en un tren bajo tierra, qué maravilla, qué prodigio; en la Place d'Italie cogieron otro metropolitain y fueron a dar a la Place du Trocadero, la estación de la Exposición Universal. Desde allí se dirigieron a uno de los guichets de acceso al recinto y Paul sacó la cartera.
– ¿Cuánto cuestan seis entradas?
– Como ya es mediodía, un franco por persona -indicó la taquillera.
– ¿Ah, sí? ¿Y si hubiésemos llegado más temprano?
– Hasta las diez de la mañana son dos francos por persona, m'sieu. Después de las diez, un franco.
Una inmensa multitud llenaba el Trocadero, lo que hacía difícil la circulación. Los Chevallier entraron en el recinto y se encontraron de inmediato con el exótico pabellón de Madagascar: un grupo de hombres con sombreros de paja y capas a rayas cantaba alegres canciones malgaches en un escenario sobre la acera, una multitud alrededor apreciaba el espectáculo de sonido y fiesta, se veían camelots vendiendo postales, elegantes señoras con vistosas sombrillas, caballeros con bastón y chistera, niños vestidos como adultos, un mar de gente aquí y allá, vagando, fluyendo, todo en medio de un inmenso bullicio, la belle époque en todo su esplendor.
– Vamos a ver, papá, vamos a ver -imploró Agnès a saltos, señalando a los animados músicos malgaches.
Claudette hizo coro.
– On y va?
Pero Paul, previamente aconsejado por sus amigos para que no perdiese la cabeza con la primera atracción que se le presentase, y preocupado por aprovechar bien el tiempo, meneó la cabeza.
– Ahora no, niñas. Vamos primero a dar una vuelta y después elegimos qué es lo que queremos ver.
– Pero yo quiero escuchar esa música -insistió Agnès-. Es divertida.
– Después, hija, después.
Los seis entraron en el parque del Trocadero y llegaron a la exposición colonial y vieron su miscelánea de estilos arquitectónicos: columnas del antiguo Egipto, pagodas de Brama, tejados curvados hacia arriba de Japón, cúpulas árabes, casas de bambú, chozas, tiendas, medinas; además, observaron la gran cantidad de pueblos indígenas que llenaban la plaza con un exotismo colorido; eran beduinos, chinos, bosquimanos, indios, bantúes, sijs, mongoles, melanesios. Bajaron a través del parque por el corredor derecho, a la izquierda un lago caía por escalones como una cascada geométrica, a la derecha las colonias francesas, Martinica, Guadalupe, Guyana, Reunión, Tonquin; del otro lado del lago, las colonias extranjeras, el Asia rusa, el Transval, las colonias portuguesas, las Indias holandesas. Nada de esto interesaba, eran otros imperios, a no ser tal vez aquel extraño edificio en la esquina, c'est quoi ça?, una réplica del templo javanés de Chandi Sari encajado entre dos casas de las altiplanicies de Sumatra. Se mantuvieron en el pasillo de las colonias francesas y se encontraron, a la derecha, con la puerta de una casa de Túnez, después asomaron las construcciones del oasis de Tozeur, pórticos de la mezquita de Sidi Mahres, el minarete de la mezquita de Barbier, un café de Sidi Bu Said, callejuelas de souks, es Túnez, c'es pas rigolo?, a la derecha el palacio de Argelia, un edificio blanquecino y ornado con frisos y canterías de azulejos, al lado la vieja Argel con su pintoresca casbah, terrazas abiertas, cúpulas y minaretes coronados con medias lunas islámicas, un restaurante de couscous dentro, muchachas de Ouled Nails atrayendo a una multitud embelesada con la atrevida danza del sable, oh la la!; del otro lado, se encontraban las colonias inglesas, pero no les interesaban.
Agnès se mostraba estupefacta por la variedad cultural que se expandía a su alrededor. Todo le parecía extraño, exótico, casi mágico, exuberante de diversidad, tan diferente de lo que estaba habituada a ver. Miraba a su padre como fuente de repuestas para las múltiples dudas que la asaltaban.
– Pero, papá, ¿por qué ellos tienen la piel oscura?
– Es por el sol, hija.
La niña miró la blancura marmórea de su brazo: la piel revelaba el tono claro de la leche, albo y suave como marfil.
– Pero yo también tomo el sol… y soy clarita.
– Es que ellos, en su tierra, toman mucho más sol que nosotros, son meses y meses de sol, sin ver nubes casi nunca.
Agnès lanzó una mirada escéptica.
– ¿Meses de sol? Entonces, ¿no tienen invierno?
– Parece que no. Monsieur, Dongot, aquel gordinflón que a veces va a la tienda a encargar unos envíos a Hue, el del bigote, ¿sabes?, pues él ha ido a Indochina y me contó que en los trópicos nunca usan chaqueta y que el agua de la playa está caliente como si la hubiesen calentado en una tetera.
Agnès se quedó unos minutos mirando las figuras exóticas que se movían a su alrededor, imaginándolas en un mundo de sol y aguas hirvientes, un mundo donde no hacían falta chaquetas y donde las personas se ponían oscuras por el calor. Era difícil creer en eso, pero si su padre lo decía…
La figura dominante de la Torre Eiffel se impuso finalmente sobre el parque del Trocadero. Los Chevallier admiraron aquel monumento de hierro que los atraía desde el otro lado del río como un imán, un magneto fascinante, imponente, poderoso, gigantesco. Cruzaron Pont d'Iena, ensanchado especialmente para la Exposición y, entre dos trinck-hall, entraron en el Champ-de-Mars, el coloso metálico que rasgaba el cielo a su frente. El espacio de alrededor estaba ocupado por vistosos edificios de hierro y cristal, a la derecha el Cinéorama y el Palais de la Femme, detrás de éstos el Palais de l'Optique, a la izquierda el Crédit Lyonnais, el quiosco de los tabacs étrangers, el exótico Panorama du Tour du Monde con su rica y compleja fachada dominada por una pagoda japonesa, un minarete turco y una torre de Angkor, bailarinas camboyanas atrayendo a mirones frente a la puerta principal, al lado el pequeño chalé de madera del Club Alpin, y después el Palais du Costume. Por debajo de la Torre Eiffel se extendía un jardín geométrico francés, con dos kiosques à la musique ejecutando ruidosas marchas militares, y a ambos lados se delineaban pequeños lagos sinuosos integrados en un armónico jardín paisajístico tropical, helechos arborescentes, palmeras de estípites esbeltas, arbustos vigorosos, caminos serpenteando entre la verdura, puentes sobre el agua, nenúfares deslizándose suavemente en la superficie, serenos, delicados.
Los Chevallier fueron a almorzar unas crêpes au fromage et au jambon al restaurante entre el Palais du Costume y el edificio de Postes et Télégraphes, con vistas al lago y a la Torre Eiffel.
– Papá, ¿qué dice monsieur Dongot de las personas que vio por allí? -quiso saber Agnès mientras saboreaba el queso derretido dentro de la crepe.
– ¿Que vio dónde? ¿En Indochina?
– Sí.
– Dice que son unos salvajes, unos primitivos, parecen unos chinos oscuros y sólo comen arroz.
– ¿Son simpáticos?
– Da la impresión de que a monsieur Dongot no le gustan demasiado. -Guiñó el ojo-. Pero eso no quiere decir nada: probablemente a ellos tampoco les gusta monsieur Dongot.
Cogieron después un pequeño y simpático tren que circulaba por el perímetro de la Exposición y, confortablemente instalados en los asientos de los alegres vagones, admiraron la asombrosa torre, de cerca era sin duda mayor y más imponente de lo que parecía de lejos o en las ilustraciones y postales. Siguieron por el Quai d'Orsay para apreciar los palacios y pabellones a lo largo del Sena, donde estaban las delegaciones internacionales, el Reino Unido, España, Estados Unidos, Grecia, Portugal, Austria, y también las pequeñas delicias, cosas mignonnes como la Maison du Rire, el Grand Guignol, la Roulotte, la Chanson Française, los Tableaux Vivants, el restaurante rumano, el bistrot checo. Recorrieron la Esplanade des Invalides, con sus palacios consagrados al mobiliario, a la tapicería, a la porcelana, a la cristalería, y dieron media vuelta, nuevamente el Quai d'Orsay y después la plaza grande y bulliciosa del Champ-de-Mars, dejando atrás el monstruo de Eiffel y sumergiéndose en la larga alameda de plátanos gigantes, un jardín geométrico con césped, arbustos y arriates floridos, alrededor los elegantes edificios art nouveau de la Exposición Universal, una maravilla babilónica ornada de palacios colosales, todos animados por múltiples banderas tricolores, a la izquierda el magnífico Palais des Mines y de la Métallurgie, después el chic Palais des Fils, Tissus et Vêtements, seguido del imponente Palais des Industries Mécaniques, enfrente el imperial Palais de l'Electricité y el soberbio Château d'Eau. «Esperen hasta la noche, mes dames et messieurs, esperen hasta la noche para ver al hada electricidad iluminando estas maravillas, hasta la noche, sí, cuando la noche se hace día y el hombre triunfa sobre las tinieblas», clamó el guía. Agnès soñó con estas palabras, soñó con la noche iluminada por aquella hada encantada; mientras soñaba el tren sorteó una curva y pasó delante del quimérico Palais des Industries Quimiques, los kiosques à la musique siempre ejecutando ruidosas marchas militares, después el agitado Palais des Moyens du Transport, seguido por el macizo Palais du Génie Civil, finalmente el fino Palais de l'Enseignement, Sciences et Arts; el pintoresco tren completó el paseo y volvió a la Torre Eiffel, dirigiéndose ahora de nuevo hacia el Quai d'Orsay con destino a los Invalides, pero los Chevallier ya habían visto todo, ya era suficiente, ahora querían quedarse por aquí, era hora de ver las cosas más de cerca.
Se apearon y alzaron la cabeza, observando la enorme torre de hierro que escalaba el cielo frente a ellos.
– On y va?-preguntó Paul, desafiando a la familia a subir a lo alto de la torre.
– ¡Sí, vamos! -gritó el pequeño Gaston con entusiasmo, que daba saltitos de excitación.
– Ouuuiiii! -asintió François.
Las niñas y su madre se miraron, recelosas.
– ¿No será peligroso? -preguntó Agnès, que se acordó de las conversaciones en la tienda de su padre, sobre todo del argumento según el cual la torre estaba condenada a caerse por desafiar las leyes de la gravedad.
– Qué disparate, niñas -protestó Paul-. ¿Hemos venido a París y no vamos a subir a la torre? Para colmo, podemos ir en ascensor, es algo muy moderno, ya veréis.
Agnès siguió vacilante, con miedo a subir a semejante altura, pero, movida por la curiosidad, se unió al grupo: al fin y al cabo, era una aventura que compartiría más tarde con sus compañeras del instituto, si no subiese, se burlarían de ella todo el año. Los Chevallier se colocaron en la larga cola para subir a lo más alto de la torre. Cuando les llegó el turno, entraron en una gran caja acristalada. Se cerraron las puertas, la caja dio un tumbo, se estremeció y, ante la gran admiración de todos, comenzó a subir lentamente. Michelle se puso nerviosa y se tapó los ojos, pero su marido y sus hijos se mostraban excitadísimos, el ascensor se había inventado hacía pocos años y su instalación en la torre probaba que allí se había concentrado toda la tecnología punta. Subieron al primer piso, visitaron la sala de espectáculos, pasaron por los dos restaurantes y por el bar angloamericano, fueron a apreciar la vista y después se reunieron nuevamente en la cola del ascensor.
– Esta torre es una ciudad -comentó Paul, fascinado-. Una verdadera ciudad. ¿Habéis visto que allí hay también una tienda de tabacos y una de fotografías?
Se elevaron hasta el segundo piso, asombrados porque allí también había tiendas, un bar y una imprenta donde se imprimía una edición especial de Le Figaro. Dieron un nuevo paseo para observar París y se colocaron una vez más en la cola del ascensor para subir al tercer y último piso.
– Me parece que esta vez no subo -dijo Michelle, que cogió de la mano a Gaston y François.
– ¿Y por qué? -se sorprendió Paul.
– Es muy alto, me da miedo.
– A mí también me da miedo, papá -añadió Agnès.
– Pero ¿qué es lo que os da miedo, mon Dieu?
– Dicen que esto puede caerse.
– Pero ¡qué manía! Si se cae, ya estamos aquí, da igual que estemos en el segundo o en el tercer piso, es lo mismo. Además, ¿no queréis ir a visitar el sitio más alto del mundo?
– ¡Yo quiero ir, yo quiero ir! -gritaron Gaston y François a coro, sin parar de dar saltos.
Era una idea tentadora la de visitar la cúspide del mayor edificio del mundo y, a duras penas, Agnès se dejó convencer. A pesar de las vacilaciones, se armó de valor y fue a la cola con su madre y su hermana, la madre se quedó en el segundo piso con los dos hermanos, ellos llorando por quedarse atrás, Michelle diciéndoles que eran demasiado pequeños para aquellas alturas. Paul y las dos hijas entraron en el ascensor, Agnès cerró los ojos mientras subía la enorme caja, sólo los abrió cuando estuvo arriba para ver, recelosa y maravillada, la ciudad que se extendía a sus pies más allá de los cristales de protección, el Sena serpenteando lánguidamente con sus barcos de vapor o de vela, el Arco de Triunfo transformado a la distancia en un monumento minúsculo en el centro convergente de la Place de l'Etoile, el Sacré Coeur al fondo, Nôtre-Dame y el Louvre del otro lado; el Panteón, más alejado. Vista desde lo alto, París se asemejaba a una ciudad de juguete, una maraña de miniaturas que eran verdaderas réplicas de originales famosos, todo parecía cerca, de una sola mirada se veía el Bois de Boulogne y el Jardin des Tuileries, las personas no eran más que puntitos que se deslizaban por las aceras y se aglomeraban como un hormiguero por todo el Champ-de-Mars, el Trocadero, el Quai d'Orsay, los Invalides. La rueda gigante de la Grande Roue girando más allá de la Avenue de Suffren con sus vagones que se alzaban despacio, perezosamente, casi hasta los cien metros de altura, «qué miedo debe dar estar ahí arriba», comentó Agnès con mirada de espanto, ella también aquí arriba, pero en suelo firme, no en la desconcertante ondulación de la rueda gigante.
Esa noche fueron a cenar al restaurante Kammerzell, en cuyas paredes se anunciaban los sorprendentes espectáculos de Ballon Cinéorama. Hacía ya seis años que se hablaba de una importante innovación, la de las fotografías animadas, y esa novedad constituía uno de los platos fuertes de la Exposición Universal. Paul leyó en un folleto distribuido en el Kammerzell que las había inventado un «electricista» estadounidense llamado Thomas Edison, quien bautizó su sistema con el nombre de «kinetoscope». Decía el folleto que Étienne Marey hizo la primera demostración en Francia, y ese mismo año proyectó un film chronophotographique en la Academia de las Ciencias. A Agnès todo eso le pareció extraño y comentó que era imposible, las fotografías no podían moverse, y todos coincidieron con ella; sin embargo, los carteles en el restaurante y el folleto aseguraban lo contrario. A pesar de haber ido ya a París en años anteriores, Paul aún ignoraba aquella novedad y decidió informarse con el camarero cuando éste se acercó con la bandeja cargada de choucroute y cerveza.
– Sí, las fotografías se mueven, se vuelven vivas -aseguró el garçon, divertido ante la admiración de los provinciaux-. El primer Kinetoscope Parlor abrió hace seis años en el Boulevard Poissonière; pagué veinticinco céntimos para verlo.
– ¿Y eso se llama kinetoscope?
– Hay muchos nombres y muchos sistemas diferentes -señaló el camarero, visiblemente un connaisseur entusiasta-. Existe el kinetoscope, que fue el primero, pero también el stroboscopique, el praxinoscope, el pantoptikon, el eidoloscope, el photozootrope, el cinématographe, el phototachygraphe, el théatrographe, el animatographe, el chronophotographe; en fin, una serie de cosas nuevas que nos muestran las fotografías en movimiento.
– ¿Eso se ve en el Boulevard Poissonière?
– Sí, pero hay otros sitios y cosas mucho mejores que el Kinetoscope Parlor.
– ¿Mejores?
– Claro. Por ejemplo, el cinématographe es fantástico.
– ¿El cinématographe? ¿Dónde?
– Oh, en muchos locales. Pueden ir al café Eldorado, situado en el Boulevard de Strasbourg, al Olimpia o a las Galleries Dufayel, en el Boulevard Barbès, o a los varios cinématographesLumière que hay por toda la ciudad. Pero, ya que están aquí, tienen la opción de ver los diversos espectáculos previstos en la Exposición.
Después de cenar, ya noche cerrada, fueron a la exposición de electricidad en el Palais de l'Electricité, una majestuosa galería dedicada a la gloria de la luz y a dominar el Champ-de-Mars en contrapunto con la Torre Eiffel. Los Chevallier se acercaron, encantados, hipnotizados por el sorprendente y mágico espectáculo que tenían delante, con la mirada fija, junto con miles de personas más, en el monumento de luz, el palacio literalmente se había encendido, el edificio resplandecía de color, se veían cables con bombillas encendidas, estallidos de arcos de luz, la estatua del Genio de la Electricidad, blandiendo su antorcha en la cima, con una aureola brillante, rayos fulgurantes por toda la fachada, cristales coloridos entre el hierro, luces fantásticas cambiando de color, brillando, insinuando movimiento, banderas francesas orgullosamente izadas por toda la alameda y sujetas como bouquets de flores en los mástiles y balaustradas. Frente al palacio, también se había encendido el Château d'Eau, la cascada caía desde una altura de treinta metros, el agua iluminada por lámparas, que parecía flameante, dibujaba en el aire esculturas de fuego líquido, lava ardiente que se sumergía con furor en la masa oscura del lago, la fuente luminosa ante la fascinada multitud.
Los Chevallier fueron a dormir esa noche al hotel Scribe, pero Paul tomó el recaudo de comprar una guía de la Exposición, no quería que lo sorprendieran con más novedades ni correr el riesgo de perderlas por no saber que existían. La guía explicaba que había diversas experiencias cinematográficas en exhibición en el Champ-de-Mars, con un total de diecisiete locales de proyección y doce pabellones. Estaba el Panorama, el Phonorama, el Photorama, el Théatroscope, el Phono-Cinéma-Théatre, el Cinématographe Algérien, el Cinéorama y el Cinématographe Lumière.
– Entonces, ¿qué quieren ver? -preguntó Paul, sentado en un canapé junto a la recepción del hotel, rodeado por su familia.
– Queremos verlo todo -exclamó Claudette, que fue ruidosamente apoyada por sus hermanos.
– Eso no puede ser, no podemos verlo todo -replicó el padre, meneando la cabeza-. Sólo nos queda un día y tenemos que elegir bien.
– ¡Ooohhh!
– ¿Por qué no le preguntamos al concierge? -sugirió Michelle.
Paul se dirigió al mostrador del hotel y le preguntó al joven cuál era el mejor espectáculo de imágenes animadas. El empleado no vaciló.
– Son todos diferentes -dijo-. Pero tenemos varios clientes que han ido a ver el Cinématographe Lumière y han vuelto maravillados de allí.
– ¿El Cinématographe Lumière? ¿Y dónde está?
– En la Exposición, m'sieur. En el pabellón Machines.
Decidieron seguir la sugerencia y subieron a las habitaciones. Antes de acostarse, Agnès se acercó a la ventana de la habitación y se quedó admirando la silueta colorida de la Torre Eiffel, su estructura de hierro enteramente cubierta por una maraña de lámparas. La electricidad había llegado y cubría el Champ-de-Mars de luz, la torre brillaba en toda su extensión y emitías tres poderosos focos desde el extremo en dirección a varios puntos de la ciudad.
– Cualquier día tendremos electricidad dentro de casa, ya verás -dijo con un suspiro Claudette, sentada frente a la ventana al lado de Agnès.
A la mañana siguiente, volvieron en métropolitain al Trocadero, pagaron las entradas de dos francos y entraron en el recinto. Habían decidido ir al Palais de l'Optique, se decía que desde allí se podía ver la lune à un metre, que era algo fantástico, único, que se viajaba en telescopio. Agnès quería secretamente comprobar que, si lograban ver hadas en el cielo, decididamente no había que perderse aquel pabellón. Después de cruzar Pont d'Iena, giraron a la derecha, pasaron por el Cinéorama y se detuvieron frente al Palais de l'Optique, un edificio orientado de norte a sur siguiendo rigurosamente el meridiano, una gran media cúpula en el centro de la fachada, los doce signos del zodiaco incrustados en el extremo, columnas persas que resguardaban la entrada, las paredes exteriores decoradas con medidores de tiempo; se veían relojes solares, relojes de arena y clepsidras, otras dos medias cúpulas en las puntas, más pequeñas, ornadas con bajorrelieves que mostraban símbolos astronómicos. Los Chevallier subieron la escalinata de la entrada principal y accedieron a la gran galería central del edificio, bañada por la luz difusa de los cristales coloridos de la media cúpula principal. Entraron en la Galérie du Télescope y se maravillaron ante el largo tubo de la luneta gigante, eran sesenta metros de telescopio soportados por sucesivas columnas apoyadas en el suelo.
– Es el mayor del mundo -susurró Paul a los niños después de leer el placard con la información.
Subieron al balcón y lo miraron respetuosamente. El largo telescopio estaba en posición horizontal y apuntaba a un siderostato de Foucault, un gran espejo, con dos metros de diámetro, ligeramente inclinado hacia arriba, de tal modo que reflejaba los astros en la lente del telescopio.
Salieron contentos del Palais de l'Optique hablando de Jules Verne, mientras Paul contaba la iniciativa del Gun-Club descrita en De la terre à la lune y en Autour de la lune; los libros ya tenían treinta años largos, pero, mon Dieu!, qué actuales seguían siendo.
– Pero, papá, ¿es realmente posible ir a la Luna? -preguntó Agnès.
– Monsieur Verne dice que sí, y la verdad es que se está desarrollando de tal modo la artillería que un día tal vez haya un cañón capaz de lanzar una bala hasta la Luna. ¿Por qué no?
– ¿ Con personas dentro?
– Sí, pero será complicado. El principal problema es amortiguar el tiro, hacer que el impacto inicial no sea muy fuerte dentro de la bala. Eso tal vez sea posible a través de un sistema de muelles. Después hay que afinar bien la puntería, no se puede apuntar directamente a la Luna, serán necesarios muchos cálculos matemáticos para hacer que la bala y la Luna se encuentren en el mismo sitio al mismo tiempo.
– ¿Y qué comen ellos dentro de la bala? -intervino Michelle, curiosa por entender cuál era la forma de impedir que la comida se estropease durante el viaje.
– Oh, eso es sencillo. Sería necesario llevar gallinas y pavos, que se irían matando según las necesidades.
– Entonces, si eso es posible, ¿por qué no vamos? -quiso saber Agnès.
– Porque no existe aún un cañón con esa potencia ni una bala concebida para ese propósito -explicó Paul, acariciándole el pelo rizado-. Además, querida, hay que considerar otros problemas. ¿Sabéis?, tal vez se pueda llegar a la Luna, pero volver ya es más difícil, no hay allí cañones capaces de lanzar la bala hacia la Tierra.
Se enredaron así los seis conversando, divagando, soñadores. Rodearon distraídamente el Touring Club y el lago y, casi rozando un pilar de la Torre Eiffel, entraron en la gran alameda del Champ-de-Mars, pasaron de largo los kiosques à la musique, admiraron superficialmente las rosas, los tulipanes, las magnolias, las violetas y las margaritas que coloreaban los jardines y no se callaron hasta desembocar en el Palais de l'Electricité, una magnífica estructura de acero retorcido y arqueado, con un armazón cubierto de cristales, que mostraba entrañas de hierro, espejos, columnas, arcos, curvas, arabescos, todo concentrado en una arquitectura que se había transformado en un festín de metal, en una orgía de hierros, de cúpulas acristala- das, de fachadas vistosas, envueltas en garridas banderas tricolores. Subieron al primer piso y se asombraron frente a los tubos de Geissler que se iluminaban, frente a los radiadores que emitían un calor sin leña, frente a las campanillas que sonaban sin cuerda, las lámparas incandescentes que derramaban luz sin velas, los théatrophones, los télégraphones, los teléfonos incripteurs que registraban mensajes, los trenes en miniatura que circulaban en carriles minúsculos. En realidad, todo aquello se revelaba como un extraño y desconcertante concierto eléctrico caóticamente dirigido por un maestro invisible y confuso.
El espectáculo del Cinématographe Lumière estaba a punto de empezar y los seis se dirigieron deprisa a la Salle des Fetes, una enorme estructura metálica construida circularmente en el centro de la monumental Galérie des Machines, un pabellón de hierro construido para la Exposición de 1889 con el propósito de celebrar el triunfo de la industria y de la técnica y ahora considerado demodé. Cuando llegaron al local, comprimido entre el Palais de l'Électricité y la Avenue de la Motte-Picquet, los Chevallier se encontraron con una enorme multitud que confluía para el mismo espectáculo, de modo que tuvieron que ha- cer cola para entrar en la galería. La Machines era una gigantesca estructura de hierro y cristal con más de cuatrocientos metros de largo, el portón y la bóveda en arco, un espacio colosal en el interior. Un cartel anunciaba el estreno del primer Cinématographe Lumière gigante y miles de personas se dirigían a la galería para asistir al acontecimiento.
Los Chevallier entraron en la Salle des Fêtes de la Machines por los dos tramos descendentes de la enorme escalinata y fueron a sentarse en las butacas colocadas a lo largo de todo el perímetro del edificio circular, donde había veinticinco mil lugares disponibles, que claramente no resultarían demasiados ante el extraordinario interés que estaba suscitando el espectáculo. Agnès se acomodó entre Claudette y su madre y se quedó mirando la inmensa tela blanca alzada verticalmente en el centro de la gigantesca galería, justo por debajo de la cúpula acristalada: ella no lo sabía, pero aquélla era una pantalla de cuatrocientos metros cuadrados, de lejos la mayor del mundo. La enorme tela estaba mojada, se encontraba sujeta a la cúpula de cristal por un gancho y se cernía sobre el ancho estanque de agua donde la habían izado. Agnès se preguntó para qué servía, nada de aquello tenía el aspecto tecnológicamente avanzado de las estructuras de hierro que lo rodeaban.
Cuando ya no cabían más personas en la galería, se cerraron los portones ovales y, después de una breve pausa expectante, un haz de luz cortó la sombra e incidió sobre la tela gigante. Brotó un «ah» entusiasta de la multitud. Agnès observó, pasmada, a personas que se movían en la tela mojada. El agua que impregnaba la trama absorbía la luz, las formas en blanco y negro evolucionaban con gestos bruscos en la pantalla. Durante veinticinco minutos pasaron quince películas, las suficientes para dejar a la multitud hipnotizada y a Agnès fascinada con el mundo del cine.
La visita a la Exposición Universal de París produjo una profunda impresión en la muchacha: fueron, en realidad, los dos días más felices de su infancia. Ya de vuelta en Lille, todas aquellas maravillas, formadas por torres de hierro, fotografías que se movían en telas mojadas y telescopios que mostraban la Luna a un metro de distancia, reaparecieron sucesivamente en su memoria, fueron objeto de charlas, de especulaciones, de fantasías soñadoras, qué magnífico sería el siglo XX que ahora comenzaba, qué hermoso el futuro que aquellas máquinas dejaban presentir, qué grande el ingenio del hombre, qué gloriosa la ciencia francesa.
La señora Mariana era una mujer religiosa y de principios. Todos los lunes iba hasta el baúl donde su marido guardaba el trigo, sacaba un puñado de cereal y lo llevaba después al molino de Silvestre, el mismo que regentaba la taberna. Ahí molían el trigo y lo transformaban en harina. Cuando volvía a casa, encendía el horno con leña traída de Cidral a lomo de burra y cocía el pan, que duraba hasta el domingo, siempre fresco.
Un día, al acompañar a su madre al molino, Afonso se quedó fascinado con una pesa de hierro usada en la balanza decimal y se la metió inocentemente en el bolsillo. Mariana descubrió la pesa robada ya en casa y arrastró a su hijo por una oreja durante todo el trayecto hasta el molino, donde devolvió el objeto; allí, obligó a Afonso a pedir disculpas. El pequeño descubrió dos cosas de una sola vez: entendió lo que era el robo y comprendió que su madre se enfadaba mucho si él robaba.
La señora Mariana preparaba también la menestra, una sopa muy rica que reunía todos los alimentos, desde hortalizas, alubias y patatas hasta carne y chorizos, en una versión propia de Ribatejo de la sopa de pedra [1] y que sustituyó a las sopas de pan remojado en vino de la infancia. Tal como el pan, las menestras duraban toda la semana sin estropearse. Muchas veces se añadía harina o pan de maíz en trozos a las menestras, junto con aceite y ajo picado, para hacer suculentos guisos. Otras opciones tenían que ver con el mar. Afonso solía acompañar a su madre hasta la plaza y saltaba de excitación cuando ella traía pescado. En casa, cada sardina o cada chicharro, que el pequeño apreciaba más que los otros, alimentaba a dos personas. Afonso compartía siempre su pescado con Joaquim, quedándose con la cabeza y su hermano con el resto. En el caso de las sardinas, devoraba toda la cabeza, incluso las espinas, pero con los chicharros era diferente. Los disecaba como en una autopsia, limpiando con la lengua el cartílago de la cabeza y saboreando los ojos como si fuesen un manjar sin igual. El problema es que con una sola cabeza de pescado como comida se quedaba con hambre y no pocas veces subía subrepticiamente a los árboles frutales en patios ajenos para hurtar frutos que completaban su alimentación.
La higiene parecía, por utilizar un eufemismo simpático, relajada. La ducha dominical que, por otra parte, sólo se daba en verano, constituía la única verdadera limpieza personal de la familia, hecho deprisa y sin rigor, siendo como era el agua helada un elemento fuertemente disuasivo. Las necesidades se hacían en cuclillas en el patio, junto a la pocilga, o entre los árboles del pinar que se extendía por detrás de la casa. Por la noche era diferente, Afonso y sus dos hermanos tenían bajo la cama una pequeña bacinilla de loza en la que se aliviaban cuando surgía la necesidad en medio del sueño, y cuyo contenido volcaban en la pocilga por la mañana. Limpiarse las posaderas fue un concepto desconocido en los primeros años, hasta que João comenzó a comprar por diez réis O Sáculo para enterarse de las ofertas de empleo y conocer la evolución de los juegos del Football Club Lisbonense con los rivales del Real Casa Pia, del Club de Campo de Ourique y de los ingleses del Carcavellos Club. Acabada la lectura, los hermanos usaban las hojas gigantes del periódico para limpiarse después de defecar, pero sus padres no estaban por las modernidades. El señor Rafael era analfabeto y consideraba que el periódico no le servía para nada, ni siquiera para la limpieza, y la señora Mariana compartía el mismo punto de vista. Afonso veía que a veces su madre iba al patio, abría las piernas de pie y se aliviaba sin tan siquiera levantarse la falda. No usaba bragas y las necesidades se hacían así, libres de mayores complicaciones.
Afonso cumplió diez años en 1900 y dejó el colegio. Se sentía ya un hombrecito, por lo que decidió ir a trabajar al aserradero con sus hermanos. Era un almacén grande y, como el muchacho tenía una débil complexión debido a su tierna edad, evitaron darle inicialmente los trabajos más pesados. El señor Guerreiro, que dirigía el almacén, lo colocó como encargado de la limpieza y como recadero. Al contrario de lo que pasaba con sus hermanos, a Afonso no le pagaban en dinero sino en especies. Le daban el almuerzo y la merienda, con lo que aliviaba los exiguos gastos de su casa. Al cabo de un año, sin embargo, comenzó a realizar trabajos más pesados, cortando troncos y sirviéndose de sierras con el fin de preparar la madera para la fabricación de muebles. Admiraba la habilidad de los carpinteros para dar forma a los troncos toscamente cortados con hacha, pero ése fue el único atractivo que descubrió en el aserradero. El trabajo se le hizo pesado y Afonso no tenía gran destreza en las manos, así que no hubo posibilidad de que progresase en aquel empleo.
Un anuncio en el escaparate de la Casa Pereira, en pleno centro de Rio Maior, despertó la atención de Afonso cuando pasó por allí un día camino de la Feira dos Passos. La Casa Pereira era un establecimiento comercial donde se vendían tejidos, telas, botones, hilos y cosas por el estilo; allí buscaban un dependiente para pequeños trabajos. Afonso se vistió con su mejor ropa, mandó a sus hermanos que le dijeran al señor Guerreiro que ese día no podía ir a trabajar porque tenía fiebre y se presentó en la tienda.
– Quiero trabajar -anunció.
La dueña de la Casa Pereira alzó los ojos de las facturas que estaba contabilizando y miró a aquel chico delgado y grave que se perfilaba frente a su escritorio.
– ¿Sabes leer?
– Claro que sí, señora. Me enseñó el profesor Ferreira.
– ¿Y hacer cuentas?
– También, señora.
Ella lo examinó de arriba abajo y descubrió sus rodillas heridas, con algunas costras que le cruzaban la piel. ¿Sería un pendenciero?
– Oye, muchacho -le dijo, señalando sus rodillas desolladas-, ¿cómo te has hecho eso?
– Jugando a la pelota.
– ¿Juegas a la pelota?
– A veces. Me gusta dar unos kicks y meter goal.
A la propietaria, doña Isilda Pereira, le cayó bien y lo contrató. Corría el año 1902 cuando Afonso, con doce años, entró en la Casa Pereira y fue acogido bajo el ala protectora de doña Isilda, que le dio almuerzo, merienda y ropa nueva, además de un puñado de réis para que los llevase a su casa. Aquí saboreó por primera vez filloas, verdaderas delicias fritas que la propietaria preparaba según una vieja receta de familia, entonando el tradicional «San Vicente, pan creciente» siempre que acababa de batir la mezcla, lo que lo divertía muchísimo. Fue también allí donde comenzó a usar zapatos, una exigencia de la patrona, que juzgaba poco aconsejable que en la tienda trabajase un empleado descalzo.
Doña Isilda enviudó pronto y se quedó sola a cargo de la educación de una hija, Carolina, una chica de once años, pelirroja y con la cara pecosa, que era atrevida y arisca. No hizo falta esperar mucho tiempo para que la chiquilla comenzase a jugar con Afonso, al fin y al cabo sólo se llevaban un año. El muchacho reaccionó inicialmente con reserva, no estaba habituado a relacionarse con chicas. No asistían a su colegio y nunca había hablado con ninguna de su edad; se limitaba a mirarlas desde la distancia en la misa del domingo. Afonso comenzó, por ello, a retraerse, tímido y desconcertado, pero ella insistió y él, ardiendo de curiosidad, fue tomando confianza poco a poco, como quien no quiere la cosa. Carolina lo ayudaba en sus tareas en la tienda y Afonso le correspondía en las horas libres, prestándose a hacer el papel de marido o de médico, según los juegos. Jugar a los papás y a las mamás sustituyó temporalmente los partidos de football y los condujeron a un flirteo aún inocente, con intercambio de miradas y misivas cómplices detrás del mostrador o en el almacén de la Casa Pereira. Se besaron una vez a oscuras, en un rincón apartado de la tienda, bajo las escaleras, pero cuando se encontraron fuera se sintieron avergonzados, apenas pudieron mirarse, lo que habían hecho era pecado mortal. De entonces en adelante, preferían mantenerse jugando en la ambigüedad de sus ficciones, estaban casados de mentira, pero íntimamente fantaseaban con que todo iba en serio.
Doña Isilda era una señora educada, incluso hablaba francés y entendía algo del latín de las misas, pero se revelaba igualmente atenta a las cosas de la vida y, mujer experimentada, percibió el acercamiento entre su hija y el joven empleado. Simpatizaba con Afonso, no había duda, pero no le hicieron mucha gracia los juegos que compartían y decidió tomar medidas, no quisiese el diablo que Carolina, muchacha evidentemente obstinada como su difunto padre, insistiera con aquel chaval. No eran raros en aquella época los matrimonios de adolescentes, la historia de los padres de Afonso lo demostraba, y doña Isilda no quería un yerno pelagatos y mucho menos verse tan pronto con un nieto en brazos.
La opción más sencilla sería despedir de inmediato al chaval, pero doña Isilda conocía a su hija y su irritante gusto por el fruto prohibido, así que, mujer avisada y conocedora de estas cosas de la naturaleza humana, sospechó que, en un lugar pequeño como Rio Maior, no sería difícil para ambos seguir encontrándose a escondidas, había abundantes historias de noviazgos prohibidos que acababan con el enlace no deseado. Eran necesarias, por tanto, medidas más drásticas, aunque la sutileza fuese igualmente esencial.
Después de mucho pensar, la madre de Carolina se puso en marcha y fue a hablar con los padres de Afonso. Se presentó en Carrachana ante la señora Mariana, embarazada, nunca en la vida había entrado dama tan distinguida en aquella humilde casa. La anfitriona se deshizo en cortesías, corriendo de aquí para allá, yendo a buscar una cosa y después alguna otra, llegando hasta la trasera para llamar a gritos a su marido; entre aquellas cuatro paredes se armó un alboroto antes jamás visto.
– Ay, señora, estoy tan nerviosa -gimió Mariana, frotándose las manos mojadas en el delantal inmundo, con sus dedos gordos nerviosamente inquietos-. Válgame Dios, al menos podría haber avisado. -Miró a su alrededor, asustada por lo que doña Isilda podría pensar sobre el aspecto de la sala-. Una señora tan fina, Jesús, de visita en nuestra modesta casa… Una se queda sin saber qué hacer, ¿no?
– Oh, no se preocupe, no se preocupe, todo está muy bien.
Isilda se esforzó por ignorar el olor a estiércol que apestaba aquel miserable cuchitril, e intentó mantener un semblante tranquilo, sereno, plácido. Pero, al ver el antro del que había salido Afonso, más se afirmó en su determinación de alejar al muchacho de su hija, era totalmente absurdo que el noviazgo continuase, deseaba para Carolina mucho más que aquello. Al mismo tiempo, no perdía la conciencia de que tendría que jugar bien sus cartas, la diplomacia inteligente sería mucho más productiva que la fuerza bruta.
La señora Mariana le señaló un sillón a doña Isilda, era el mejor lugar de la casa, propiedad exclusiva del señor Rafael.
– Siéntese, señora, haga como si estuviera en su casa.
Isilda miró de reojo el sillón y sintió que una arcada le invadía la boca al observar las manchas de grasa que lo salpicaban, pero reprimió el asco e hizo el esfuerzo de sentarse.
– Ay, qué casa más bonita tiene, señora Mariana. Es realmente un encanto.
La madre de Afonso se sonrojó, justamente ella, que siempre mostraba unas mejillas muy rosadas.
– Oh, señora, no tiene nada de especial, es una casa muy humilde, muy modesta, una casita con lo elemental para vivir. Nosotros somos gente pobre, ¿sabe? -Alzó las cejas y se relajó con una sonrisa-. Pobre, pero honrada.
– Sin duda, señora Mariana. Sin duda.
El señor Rafael entró en la sala con los brazos sucios de barro maloliente, había estado en la pocilga clavando unas maderas de la cerca. No le gustó ver a la visitante sentada en su sillón favorito, pero ocultó su malestar. Saludó secamente a doña Isilda y se sentó en un banco.
– ¿A qué debemos el honor de su visita, señora? -preguntó yendo directo al grano.
Isilda respiró hondo. Tendría que ser astuta para convencerlos de lo que pensaba.
– Bien, como sabéis, Afonso trabaja en mi tienda.
– ¿Ha hecho algo malo ese pillo? -interrumpió Rafael, desconfiado y con el semblante ceñudo.
– No, no -exclamó Isilda-. Por el contrario, el muchacho es una joya, todos lo apreciamos mucho. En realidad, me cae tan bien que me daría pena perderlo como empleado de mi tienda.
Rafael y Mariana la miraron sin entender.
– Pero, señora, para nosotros es un orgullo que él trabaje en su tienda -aseguró el señor Rafael.
– Y a mí me enorgullece que él trabaje allí -repuso Isilda, arreglándose el pelo-. Pienso, sin embargo, que debería continuar sus estudios para ampliar sus horizontes, llegar más lejos en la vida.
– Ah, señora, eso nos gustaría a nosotros también -replicó Mariana-. Pero, ya sabe lo que pasa, no tenemos bienes, somos gente pobre y necesitamos toda la ayuda que sea posible conseguir. Y que Afonso esté en su tienda es una bendición para esta casa, ¡una bendición!
– Y es una bendición para mí, créame -insistió Isilda-. Pero sería realmente bueno que él prosiguiese sus estudios. Comprendo muy bien lo que me dice, comprendo que no tiene dinero para un proyecto semejante, y por eso quería proponerles algo.
– ¿Proponernos algo? -se sorprendió el señor Rafael.
– Sí -asintió Isilda-. Resulta que uno de mis hermanos es sacerdote en el Miño y amigo del rector de un seminario de la archidiócesis de Braga. Se llama Álvaro, y no lo digo por jactarme, pero él es un encanto de hombre, da gusto conocerlo. Si me permiten, pues, yo podría hablar con él para conseguirle a Afonso un lugar en el seminario.
Los padres de Afonso se miraron, sorprendidos por la sugerencia.
– Es que el problema no es ése, señora -intervino Rafael, confundido-. El problema es que nosotros no tenemos cómo pagar el seminario, ésa es la cuestión…
– Yo lo pagaré -interrumpió Isilda, cuya voz se impuso a la del anfitrión-. Es una promesa que le he hecho a nuestra Señora: ayudar a un joven sin medios a ir al seminario. He elegido a Afonso, me parece un buen muchacho, atinado y respetuoso. Además, seguramente no se opondrá al cumplimiento de una promesa a nuestra Señora, ¿no?
– No, no -se adelantó Mariana, preocupada porque ella y su marido pudieran estar ofendiendo a la madre de Jesús, ambos eran temerosos de Dios y no querían conflictos con el Todopoderoso-. Válgame Dios, señora, eso no. Nunca.
– Supongo que tampoco tienen ninguna objeción a que su hijo se haga sacerdote -quiso saber doña Isilda, con las piernas cruzadas púdicamente en el sillón, una sonrisa evangélica dibujada en los labios en el momento en que formuló la pregunta que la había llevado allí.
El señor Rafael se mantuvo unos instantes callado, meditativo, sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre aquella propuesta inesperada. Perdería el dinero que su hijo llevaba a casa, es verdad, pero, por otro lado, se quedaba con una boca menos que alimentar. Además, tener un sacerdote en la familia no era de menospreciar, le acarrearía prestigio social, atraería el respeto de los vecinos, sería un salto que jamás había pensado que estuviese al alcance de la familia. Asimismo, había que considerar incluso la dimensión religiosa. Se acordó del sueño en que el ángel le aconsejó tener un hijo más y consideró que era una premonición. En su raciocinio de hombre creyente y religioso, concluyó que la sugerencia de doña Isilda sólo podía ser una nueva señal de Dios.
– Muy bien, señora -asintió finalmente-. Afonso será sacerdote.
El pequeño dejó a su familia una mañana fresca de otoño de 1903. Se aferró obstinadamente a las faldas de su madre, llorando, hasta que el padre Álvaro, hermano de doña Isilda, lo arrastró hasta el coche. Gritó desesperado por la ventanilla del carruaje, era la primera vez que se separaba de la familia, y no se calló hasta que la casa de Carrachana desapareció detrás de una curva, entre la nube de polvo que había levantado el coche sobre el macadán de la Estrada Real n.° 65. Se recostó entonces en el asiento, con la cabeza gacha, mientras las lágrimas se le escurrían por la cara y ahogaba sus sollozos al lado de aquel extraño con sotana. Se sentía un poco avergonzado por la imagen que ofrecía, pero, al mismo tiempo, su deseo había sido manifestar de modo claro e inequívoco su repudio a que lo mandasen a otra parte, la verdad es que le daba miedo lo desconocido y permanecía aferrado al refugio natal de Carrachana. Ahora, apartado de su familia, se sentía solo y aterrorizado, imaginaba con horror que lo habían abandonado y se interrogaba repetidas veces sobre lo que sería de él, si alguna vez vería de nuevo a sus padres y a sus hermanos.
El padre Álvaro se reveló, sin embargo, como una persona amable y jovial, así que acabó conquistando gradualmente la confianza de Afonso durante el viaje. Se trataba de un hombre bajo y macizo, de rostro ancho y con la mandíbula inferior saliente, el pelo medio canoso erizado y corto. Parecía un agricultor de Ribatejo, pero era un hombre de Dios. Cogieron el tren en la estación de Sant' Anna hacia las nueve cuarenta; el trayecto hasta Oporto duró casi diez horas. Lo cierto es que el padre Álvaro era hombre de recursos, al que le gustaban las comodidades, digno hermano de doña Isilda, así que no le importó pagar más de seis mil réis por cada billete para viajar confortablemente en primera clase. Era ya noche oscura cuando llegó el momento de pasar por Dona María Pia, el temible puente de hierro sobre el Duero. Afonso vio, horrorizado, la mancha sombría del río corriendo por debajo de la frágil estructura metálica y, cerrando los ojos, se arrimó al cura en busca de protección, con lo que puso término definitivo a su resistencia.
Como no había conexión con el Miño por la noche, fueron a dormir al Grande Hotel de Oporto, en la Rua de Santa Catharina, un edificio construido a propósito para servir de complejo hotelero y que ofrecía a sus huéspedes un sofisticado anexo para baños y duchas. Temprano, a la mañana siguiente, después de un rápido desayuno, salieron del hotel y fueron a la estación. El sacerdote compró dos billetes más de primera clase, a mil réis cada uno, y cogieron el tren de las ocho de la mañana. Hicieron falta dos horas y media para hacer la conexión de Campanhã hasta Braga, tiempo más que suficiente para entablar finalmente una conversación normal, sólo interrumpida cuando el vagón entró en la estación de la ciudad del Miño. El pequeño bajó en silencio del tren, cogido de la mano del cura, con sus ojos ávidos ante lo novedoso de aquella urbe extraña y desconocida.
El padre Álvaro Pereira era el responsable de la parroquia de Sao Vicente, que incluía el vasto cementerio del monte de Arcos. También él oriundo de Rio Maior, como toda la familia de doña Isilda, el párroco se encargó personalmente de los primeros pasos de la educación de Afonso. El niño sólo había hecho el curso de la escuela primaria, lo que estaba lejos de ser suficiente para poder ingresar en el seminario. Braga no tenía seminarios menores, donde se preparaba a niños de su edad en estudios de humanidades para el seminario mayor, por lo que tenía que ser el padre Álvaro quien le administrase las enseñanzas necesarias a fin de conseguir un lugar en el seminario de la archidiócesis. Durante un año, Afonso pasó los días aprendiendo latín y gramática, conocimientos considerados imprescindibles para quien quería llegar al seminario mayor. Los fines de semana ayudaba al párroco a preparar las misas, barriendo el suelo de la iglesia y encendiendo las velas, además de ejercer las funciones de monaguillo en la liturgia.
Los domingos por la tarde, el padre Álvaro lo llevaba de paseo. Iban a contemplar la torre de Menagem, la imponente construcción medieval que señalaba uno de los puntos clave de las antiguas fortificaciones de la ciudad, o daban una vuelta por los edificios religiosos de la ciudad, subían por la Rua de Sao Marcos y echaban un vistazo a la Capela dos Coimbras, o entraban por la Rua Nova de Sousa hasta el antiguo palacio Episcopal y después, a la izquierda, inevitablemente, acababan en la Seo. A pesar de su austero aspecto medieval, a Afonso le gustaba estar dentro de la gran catedral del siglo xii. Se sentaba atrás, justo por debajo del grandioso órgano, cuya rica talla barroca contrastaba con la rudeza sencilla del resto del santuario, y se llenaba el alma con las sublimes melodías que parecían descender directamente del Cielo. Otras veces iban al mercado, frente al ayuntamiento, en la plaza central de la ciudad, donde el párroco le compraba unas castañas asadas a su protegido.
El muchacho llegó a apreciar especialmente las visitas de los martes al mercado, maravillándose ante toda la vida que inundaba los puestos y la fauna humana trajinando de un lado a otro, las campesinas con chaquetas cortas y sayuelas azules, botas hasta las rodillas y pañuelos rayados en la cabeza, algunas de ellas segadoras que andaban descalzas, con un enorme sombrero negro en la cabeza y una hoz reluciente a la cintura. Los hombres deambulaban por allí con sus sombreros de ala ancha y chaquetas oscuras, casi todos con bigote, algunos miserables astrosos y desharrapados.
Encontraban ambos la misma fauna, a la que se añadían los petimetres, cuando iban a pasear al Jardín Público, frente a la arcada. Allí estaba antiguamente el campo de Sancta Anna, pero el descampado había dado paso a un muro de piedra y verjas de hierro para proteger el rico jardín por donde los bracarenses se dedicaban al ocio de sus paseos. Los días de sol y calor, a Afonso le gustaba sentarse con el párroco a la sombra del gigantesco pino americano situado junto a los portones de la entrada, pero los días más grises paseaban los dos por el jardín e iban al lado, a la iglesia de los Congregados, desde donde Afonso observaba los edificios contiguos del Liceo y la Biblioteca Pública, instalados junto al antiguo convento de los Congregados del Oratorio.
La única interrupción de esta rutina se dio en Navidad, cuando el padre Álvaro fue a pasar la Nochebuena con su hermana, en Rio Maior, y se llevó al joven protegido consigo. Afonso se quedó dos semanas con la familia y, cuando llegó la hora de regresar a Braga, la separación se volvió menos difícil que la primera vez, el chico ya no temía lo desconocido y había aprendido a confiar en el sacerdote que lo había acogido.
El latín y la gramática eran materias complejas, que le provocaban a Afonso los mayores bostezos y le producían momentos de profundo tedio, pero no había alternativa y concluyó que, si tenía que memorizar realmente todo aquello, memorizar sin comprender nada, mejor memorizarlo rápido, aprender deprisa lo que tenía que aprender para librarse cuanto antes de aquellas materias densas e impenetrables. Con estos estudios, los instantes más interesantes del día acababan siendo los de las comidas y la catequesis, y el momento cumbre de la semana era sin duda el de las escapadas los sábados a Cruz & Compañía, la papelería de la Rua Nova de Sousa, donde consultaba con avidez la página deportiva del Commèrcio do Porto, con sus raras noticias sobre los matches del Football Club de Oporto, del Boavista Football Club y del Real Vela Club en el terreno del Oporto Cricket and Lawn-Tennis Club, y algunos ejemplares que aparecían por allí de ediciones muy atrasadas de la revista Tiro Civil, que no dejaba de ensalzar las hazañas de su querido Club Lisbonense, aunque escaseasen las informaciones actualizadas.
El invierno fue duro, y Afonso descubrió que el frío del Miño era mucho más riguroso que el de Ribatejo. Después de noches limpias y heladas, encontraba por la mañana el suelo y las plantas brillando con gotas de agua condensada, la del rocío que se formaba a nivel del suelo. En las madrugadas en que los termómetros descendían por debajo de cero, al nacer el día vio las piedras, hierbas y hojas pintadas de blanco. Pensó inicialmente que era la famosa nieve de la que tanto le había hablado el padre Álvaro, pero, cuando interrogó al párroco sobre el asunto, éste meneó la cabeza.
– No es nieve, hijo -afirmó-. Es escarcha.
La escarcha era visible por todas partes, se formaba un encaje de cristales de hielo en la parte exterior de los vidrios de las ventanas, o sobresaliendo, albos y brillantes, de las ramas y las puntas de las hojas y las hierbas, en delicadas y hermosas estructuras geométricas. La calzada cubierta por el manto de cristales blancos y relucientes se volvía peligrosamente escurridiza y muchas plantas morían cuando las tocaba esta humedad congelada. Más tarde, Afonso supo que la escarcha también era conocida como helada, muy común en todo el Miño durante el invierno.
El frío invitaba a Afonso a quedarse en casa, junto a la chimenea. Como no tenía nada que hacer, además de las tres horas diarias de clase y catequesis que le impartía el padre Álvaro, se dedicó a la lectura. La mayor parte de los libros que se encontraban en la casa del párroco eran de naturaleza religiosa, y el joven se sumergió en la lectura de un ejemplar ricamente ilustrado de la Biblia. Afonso se sintió vivamente impresionado con el tema de la ayuda de Jesús a los pobres, con los cuales, como es natural, se identificaba, y poco a poco dejó de considerar los versos de las oraciones como una mera sucesión de palabras ritmadas de sentido incomprensible y se puso a meditar sobre lo que querían realmente decir. Su aprendizaje de la catequesis dejó de ser meramente pasiva. Le planteaba al sacerdote dudas que lo asaltaban, cuestiones que reflejaban su creciente y genuina curiosidad sobre el asunto. Comenzó incluso a enfrentarse con problemas que, para un chico de trece años, revelaban ya alguna inesperada profundidad psicológica, resultantes de su perplejidad en torno a la cuestión de la omnipotencia de Dios. Pues si Dios era omnipotente, discurría Afonso, ¿cómo podría El dejar que existiese el mal en el mundo? Y si el hombre había sido hecho a imagen de Dios, ¿eso no significaría que en Dios había maldad, dado que el hombre era capaz de ella? El padre Álvaro iba encontrando respuestas para estas preguntas, subrayando que Dios quería que el hombre construyese su propio camino de rechazo de la maldad y que sólo podía hacerlo si el mal existía. A fin de cuentas, ¿cuál es el mérito de ser bondadoso si no hay alternativas? La bondad sólo tiene valor si significa el rechazo de la maldad, argumentaba el párroco. Si Dios elimina el mal, entonces el hombre será bondadoso por voluntad ajena, no por propia voluntad. Afonso meditaba sobre estas respuestas y planteaba nuevos problemas. La lectura de los fragmentos del Nuevo Testamento en que Jesús es retratado curando a los enfermos lo llevó a interrogarse sobre si ése sería realmente un bien. Si Jesús curaba a unos enfermos, ¿por qué no habría de curar a todos? Y si Jesús resucitaba a Lázaro, ¿por qué no habría de resucitar a todos los muertos? ¿Por qué discriminarlos? Y si nadie tuviese enfermedades, nadie moriría. ¿Sería eso realmente bueno? ¿No sería la muerte de unos la condición necesaria para la vida de otros?
Al llegar el verano de 1904, el padre Álvaro se dio cuenta de que comenzaban a faltarle respuestas y consideró que su pupilo, con catorce años recién cumplidos, ya estaba en condiciones de entrar en el seminario mayor. Una agradable mañana de julio, después de pasar por la Rua Nova de Sousa para tomar un café en A Brazileira, recién inaugurada, el sacerdote lo llevó a ver a su amigo don Joao Basilio Crisóstomo, vicerrector del Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo. Era el único seminario de Braga y estaba situado en una apacible plaza junto a la Porta de São Thiago, en el sector sur de las antiguas murallas de la ciudad. Al llegar a la plaza, Afonso se detuvo frente al seminario, un edificio blanco y alto, y miró el monumento que había a la izquierda, casi pegado al seminario: se trataba de Nossa Senhora da Torre, la alta torre medieval que coronaba la Porta de Sao Thiago. Adornaba la plaza, con árboles en abundancia, una fuente con una cruz arzobispal en el extremo, símbolo que marcaba todos los monumentos que había hecho construir el arzobispo. También había un templete y otra pequeña construcción cilíndrica en la esquina.
– Es un urinario público -aclaró el sacerdote, que respondió a la mirada inquisitiva de su protegido-. ¿Necesitas ir?
El chico meneó la cabeza y prosiguieron en dirección a la puerta. Subieron ambos la corta escalinata empedrada del acceso, cuyas paredes estaban decoradas con azulejos azules que reproducían tiestos con flores y dibujos geométricos azules, blancos y amarillos, y atravesaron los claustros internos, la mirada atraída por las austeras columnas de piedra que rodeaban un pequeño jardín interior. Los pasos retumbaban ruidosamente en el suelo de piedra, quebrando la placidez que llenaba los pasillos, y el aire se revelaba impregnado de un aroma indefinido, límpido y suave. Subieron al primer piso y fueron hasta el despacho del vicerrector. Don Crisòstomo los recibió con una sonrisa beatífica.
– ¿Así que quieres ser sacerdote, hijo mío? -preguntó el anfitrión a Afonso en tono paternal, después de las cortesías habituales.
– Sí, señor vicerrector.
– Pero aún eres un poco joven para ello.
Afonso se quedó mudo. Estaba allí porque lo habían mandado. El padre Alvaro respondió en su lugar.
– Don Crisòstomo, el muchacho tiene cualidades.
– ¿En qué sentido?
– Mi proyecto era tenerlo como monaguillo uno o dos años más, pero él ha demostrado gran interés y vocación y no veo la necesidad de mantenerlo alejado del seminario sólo porque aún es joven.
El vicerrector miró a Afonso, pensativo.
– ¿Por qué quieres ser sacerdote?
– No lo sé, señor vicerrector -murmuró el muchacho, bajando la cabeza.
– ¿No lo sabes?
Afonso vaciló. Se sentía intimidado, estaba habituado a discutir esas cosas sólo con el padre Alvaro y el vicerrector lo cohibía. Miró furtivamente al sacerdote y reparó en que él, con un sutil gesto de la cabeza, lo animaba para que hablase. Afonso se llenó de valor, levantó la cabeza y miró al vicerrector con actitud desafiante.
– Quiero descubrir la verdad.
– ¿La verdad? ¿La verdad de qué?
– La verdad de todo. Del mundo, de las cosas, de los hombres, de la vida.
Don Basilio Crisòstomo se recostó en la silla y sonrió, complacido.
– Muy bien, has venido al sitio adecuado -exclamó, balanceando afirmativamente la cabeza, en señal de aprobación, y se volvió hacia el padre Alvaro-. Voy a ordenar que se le hagan cuanto antes los interrogatorios de genere a tu pupilo.
Los servicios de ingreso al seminario comenzaron días después con el interrogatorio a Afonso. Le inquirieron sobre su familia, su pasado, sus hábitos de vida, el perfil y los intereses del candidato. Los estatutos del seminario, redactados en 1620 y previamente consultados por el padre Alvaro, preveían como condición que se garantizase que los candidatos eran «christianos viejos enteros, sin raza de judíos, moros ni otros infieles», único requisito que ahora se dejaba de lado, por anacrónico. El padre Alvaro sirvió de testigo y su protegido, a pesar de ser considerado tal vez demasiado joven para frecuentar el seminario mayor, acabó siendo aceptado. Había antecedentes de niños que entraban en el seminario mayor con doce o trece años, los propios estatutos establecían que los seminaristas «tendrán al menos doce años», por lo que la inscripción de aquel muchacho de catorce años, aunque menos usual, nada tenía de extraordinario.
Afonso entró en el Seminario de los Apóstoles San Pedro y San Pablo en el otoño de 1904. En todo dominaba el aspecto antiguo, austero y solemne, una impresión adecuada a la historia del seminario. La institución se remontaba a 1572, cuando, como consecuencia del Concilio de Trento, se abrió el Seminario de San Pedro, que funcionaba en el campo da Vinha, en pleno centro de Braga. Parte de las clases, no obstante, se impartían en un vasto edificio junto a la Porta de Sao Thiago, el colegio de San Pablo, dirigido por los jesuitas. Los jesuitas, sin embargo, fueron expulsados en 1579, y el edificio quedó en manos de monjas, hasta que, en 1881, el seminario se trasladó allí y el nombre de San Pablo quedó incorporado en el de la institución.
El nuevo seminarista fue llevado a su celda, una pequeña habitación de decoración espartana y con cierto olor a moho. Tenía una cama apoyada en la pared, una mesa con cajones para la ropa, una vela, un candil alimentado con queroseno, un banco, una escoba, una bacinilla, un jabón, una toalla blanca y un cubo con agua. El ventanuco daba a un patio ajardinado, parte de cuya vista la ocupaban las ramas y las hojas de un vigoroso roble adulto, ramas agitadas por el inquieto aletear de los gorriones, el melódico piar de los pájaros llenaba entonces el patio e inundaba la habitación con deliciosas sonoridades musicales. Colocó la maleta sobre la cama, la abrió y acomodó la ropa en los polvorientos cajones de la mesa. Sólo se autorizaba la ropa oscura, de modo que Afonso llevó dos trajes, uno negro y otro gris, que le había regalado el padre Alvaro. Tenía también calcetines negros y calzoncillos cortos y largos, estos últimos piezas de vestuario que jamás había usado en Rio Maior, y de los que ahora no prescindía y que acomodó con el resto. En cuanto a los zapatos, sólo tenía el par que llevaba puesto, comprado en la zapatería Celestino Vidal, en la Rua do Souto.
La rutina de la vida en el seminario quedó establecida ya desde la mañana siguiente. Afonso se despertó con el sonido estridente de una campanilla tocada a cordel y llevada por los corredores. Eran las seis y media de la mañana. Temblando de frío, saltó de la cama, meó en la bacinilla y se lavó furtivamente las manos y la cara con el agua helada del cubo. Se puso el traje negro, hizo la cama y barrió la celda. A eso de las siete salió al corredor con la bacinilla, fue a echar la orina en la zona de las letrinas, regresó a la celda para guardar la bacinilla y volvió a salir, acompañando a los demás seminaristas en dirección a la capilla, para las oraciones de la mañana. El vicerrector ofició la misa siguiendo los pasos normales en cualquier iglesia, es decir, en latín y de espaldas a los fieles. El altar estaba vuelto hacia oriente, como es habitual en las iglesias, y los celebrantes rezaban siempre en dirección a levante, porque se creía que de ahí debía esperarse la salvación. A fin de cuentas, fue Ezequiel quien escribió que «la gloria del Señor viene del oriente», del sitio donde nace elsol; por ello hacia ese sitio se dirigen las oraciones. La misa duró media hora. Una vez acabada, camino del refectorio, algunos seminaristas conversaban entre susurros por los corredores, lo que dejó a Afonso impresionado. El refectorio era un gran salón con muchas mesas de madera, cuatro sillas por mesa. Los seminaristas se distribuyeron por las mesas y el vicerrector fue a ocupar su lugar. Colocaron en las mesas el pan, la borona y las gachas de maíz. João Basilio Crisòstomo se levantó y todos lo imitaron.
– Benedic Domine nos, et haec tua dona quae de tua largitate sumus sumpturi, per Christhum Dominum nostrum -proclamó en latín, implorando a Dios la bendición de los alimentos que estaban en la mesa.
– Jube Domine benedicere -entonó un diácono, prosiguiendo el ritual.
– In nomine Patri et Filii et Spiritu Sancti -concluyó el vicerrector, que bendijo a los presentes y los alimentos; después hizo una seña a los seminaristas para que empezasen a comer.
Tomaron el desayuno en absoluto silencio, Afonso entendería rápidamente que ésa era la regla en todas las refecciones. A las ocho se recogieron a los aposentos, había llegado la hora de repasar las lecciones. El padre Álvaro le había advertido de que debería aprovechar esta pausa para echarle un vistazo al latín, ya que era probable que examinasen sus conocimientos de la lengua romana. A esas alturas el joven ya había entendido que el latín podía ser una lengua muerta en todo el mundo, pero en aquel seminario estaba tal vez más viva que el portugués. Se armó de valor y, encerrado en su celda, se puso a recitar declinaciones en voz baja. Media hora más tarde, la campanilla señaló la llamada al claustro. Afonso fue hacia allí, donde el vicerrector aguardaba a los seminaristas para interrogarlos sobre las asignaturas de estudio. El nuevo estudiante no se libró, ya que el vicerrector quería saber, examinando minuciosamente sus conocimientos de latín, cuánto valía la más reciente adquisición del seminario. Presa de la ansiedad y con la voz trémula y sumisa, Afonso titubeó en cada respuesta. Las clases del padre Alvaro eran una buena base, pero el latín que había aprendido en la parroquia de Sao Vicente se reveló claramente insuficiente para las necesidades curriculares y don Basilio Crisòstomo le dejó claro que esperaba que aprendiese mucho más. Afonso concluyó la sesión del claustro exhausto y herido en su amor propio, imaginando que todos se reían de él.
Las clases comenzaron a las nueve de la mañana. Su primera disciplina fue Casuística, impartida por un maestro gordo y bonachón, en realidad un cura de la diócesis de Braga que iba a dar lecciones al seminario. El primer año del seminario mayor estaba dominado por los estudios filosóficos, con Filosofía, Casuística y Retórica a la cabeza, complementados por Gramática y Latín. Había también un extra a cargo del padre Ettori Fachetti, un napolitano de habla suave que había ido a Braga a aprender portugués. El padre Fachetti era un políglota notable y puso su talento al servicio de los seminaristas, enseñando italiano, inglés, francés y alemán a quien lo solicitase. Varios estudiantes se inscribieron en algunas de esas disciplinas, y Afonso, tal vez por el deseo de sentirse aceptado e integrado, siguió ese ejemplo y decidió aprenderlo todo. El segundo y tercer año de seminario se concentraban sobre todo en Teología, y los cursos se repartían entre la Historia Eclesiástica, la Teología Dogmática, la Teología Moral, la Teología Sacramental, el Derecho Canónico, la Liturgia, la Hermenéutica y el Canto, además, claro, de las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti y de las inevitables Latín y Gramática.
Se sirvió el almuerzo a mediodía. Tal como en el desayuno, colocaron inmediatamente la comida en la mesa, pero nadie la tocó antes de que el vicerrector pronunciase en latín la fórmula de bendición de los alimentos. Había pan de trigo, borona, sopa de verduras, carne de vaca cocida, huevos cocidos y castañas. Para beber, agua. Comían en silencio, haciendo gestos sólo para pasarse unos a otros el pan, la carne o el agua. En mitad de la refección hubo una novedad con respecto al desayuno. Un seminarista de unos dieciséis años se levantó de la mesa y se dirigió al pulpito del refectorio con un pequeño libro en la mano. Abrió el libro en una página marcada y comenzó a leer un pasaje de la vida de san Francisco Javier con una voz monocorde. Afonso sintió que el muchacho no entendía lo que leía, la entonación era monocorde e inexpresiva, lo que hacía difícil la comprensión del texto. En esas condiciones, la voz se convirtió en un mero ruido de fondo. El orador terminó la lectura cuando llegaron las manzanas para el postre y, poco después, el vicerrector se incorporó, obligando a todos a levantarse, pronunció una oración final y dio el almuerzo por terminado.
Salieron al recreo. Afonso comprobó que la mayor parte de los seminaristas ya se conocían y formaban grupos que se reunían aquí y allá. El ambiente era amistoso, pero el recién llegado se mostraba tímido y ensimismado. Casi todos eran mayores que él, había incluso algunos a quienes les estaba creciendo ya una barba incipiente, de modo que Afonso se sintió desplazado. Para no quedarse sin hacer nada, decidió dar discretamente unos puntapiés a una pequeña piedra y, en su fantasía, se vio jugando al football en el Campo Pequeño con la gloriosa camiseta del Club Lisbonense. Imaginó que uno de los robles era una meta defendida por un player del Carcavellos Club, club particularmente detestado por incluir sólo extranjeros y por haber sido el único capaz de ganar al Club Lisbonense. Afonso miró el roble y chutó suavemente la piedra, confundiendo al imaginario goal-keeper inglés. En otros momentos, cruzaba el patio transportando la piedra con toques cortos, fingiendo que efectuaba dribblings que derribaban a los adversarios. Lo hacía como si estuviera paseando, procurando no llamar la atención, se daba cuenta de que andar ostensiblemente a puntapiés con una piedra durante el recreo podría ser mal interpretado.
El sonido de la campanilla los avisó de que el recreo había terminado. Eran las dos de la tarde cuando se recogieron en las celdas para concentrarse en las materias de las clases de la mañana. Afonso pasó parte de la tarde estudiando Casuística y la otra parte a vueltas con el malhadado latín, que tanto lo había avergonzado durante la sesión en el claustro. A las cinco y media, la campanilla los convocó a la capilla; a las seis y media, volvieron al refectorio para la cena silenciosa. La refección terminó a las siete y media, momento en que salieron al recreo; una hora después, la campanilla los mandó nuevamente a las celdas. A las nueve de la noche, y después de preparar las cosas para el día siguiente, Afonso hizo una última visita a las letrinas, volvió a la celda, se metió en la cama, apagó el candil de queroseno y se durmió.
Los días se sucedían unos a otros en esta rutina, con pocas variaciones, monótonos y repetitivos. Las principales novedades se relacionaban con los almuerzos y las cenas, por la variación en los platos. Unas veces había carne de vaca, otras carne de cerdo, otras carne de cordero. Jamás se sirvió pescado, lo que hizo a Afonso recordar y echar de menos cómo limpiaba las cabezas de los chicharros con la lengua. Comían gallina, castañas, patatas, sopas de ajo, sopas de verduras o migas. Los domingos se servía un plato elaborado, el arroz, y los días festivos había dulces, algunos de recetas conventuales. El vino se reservaba igualmente para ocasiones especiales, y Afonso añoraba el sabor del tinto. En vez del suave vino maduro al que estaba habituado en Rio Maior, éste era de sabor muy frutal. Le explicaron que se trataba de tinto verde, un néctar que él no conocía y que provenía de varias zonas del Miño, como Ponte da Barca, Ponte de Lima y Melgado, y hasta del valle del Sousa, en la región del Duero.
Los jueves y los domingos, los estudiantes abandonaban el seminario y los llevaban de paseo. Avanzaban serios y compenetrados, por parejas en fila india, en excursiones guiadas por el vicerrector, que los llevaba a Montariol y al Fraião. Cuando el día amanecía especialmente bueno, iban hasta el pórtico entre la capilla de la Agonía de Cristo en el Jardín y la capilla de la Ultima Cena y subían la espectacular escalinata del Bom Jesús, primero por la Via Sacra, con las capillas que representaban las catorce estaciones de la Cruz, después por la empinada escalinata de los Cinco Sentidos y, finalmente, ya con la lengua fuera y las piernas que les pesaban como plomo, se arrastraban por la escalinata de las Tres Virtudes. Una vez arriba, jadeantes y sudorosos, se apoyaban en las paredes enlucidas, se sentaban en el duro suelo de granito y se refrescaban en la fuente del Pelícano. Ya más recuperados, iban finalmente a visitar la imponente iglesia del Bom Jesús, a cuyos pies se extendía Braga. Otras veces, en lugar de subir el monte, bajaban hasta desembocar en el río Cávado, donde se quedaban jugando en el agua helada. Alguna que otra vez iban hasta la capilla de San Fructuoso de Montélios, una reliquia del siglo vil, o cogían la carretera hacia Barcelos y daban un salto hasta el monasterio de Tibães, un hermoso complejo con claustros y jardines construidos en el siglo xi. El objetivo declarado era llevarlos a tomar aire puro y a desentumecer las piernas, pero algunos maestros se reían y sugerían subrepticiamente que aquélla era más bien una artimaña para agotarlos.
Las visitas del padre Alvaro, siempre los domingos por la mañana, se convirtieron en el momento más esperado de la semana. El cura llevaba a su protegido unos cuantos dulces comprados en la pastelería Suissa y además, atento a los intereses del muchacho, algunos ejemplares del Tiro Civil, que conseguía en la papelería Cruz & Compañía, en la librería Central, o que le enviaban especialmente desde Lisboa. De ese modo, Afonso se enteró de que su querido Football Club Lisbonense había dejado de existir. Se sintió inexplicablemente huérfano e infeliz, las victorias del club alimentaban sus sueños y no podía concebir que aquellos colores que un día viera brillar tan alto en el Campo Pequeño jamás volverían a llenar un estadio.
Pasó una semana de luto por la desaparición del Club Lisbonense y sólo le reveló sus sentimientos a Américo, un seminarista regordete, de quince años, con quien había trabado amistad. Afonso incluso intentó enseñarle a jugar al football, pero los puntapiés en las piedras no convencieron al corpulento amigo, más inclinado al ocio y a la gula. Américo era oriundo de Vinhais, en Tras-os-Montes, hijo de comerciantes adinerados para quienes tener un sacerdote en la familia era un signo de distinción. Afonso se divertía mirando a Américo durante las refecciones. El pequeño de Rio Maior, habituado a los manjares frugales de su casa de Carrachana, donde una simple cabeza de pescado servía para aplacar el hambre, consideraba que los almuerzos y cenas en el refectorio eran espléndidos banquetes, pero Américo, mimado por los mejores platos tramontanos servidos en abundancia en su opulenta casa de Vinhais, sufría horriblemente con aquella dieta, que consideraba más adecuada para tuberculosos y raquíticos, y se pasaba los días suspirando por su tierra.
El curso escolar terminó deprisa. Afonso, ya con quince años, recibió un suficit en Gramática, tres cum laude, concretamente en Latín, Casuística y Retórica, y un suma cum laude en Filosofía, además de acabar con aprovatus en las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti. En cambio, Américo, que se sentía tremendamente infeliz en el seminario, rozó el suficit y tuvo incluso dos non aprovatus en Retórica y en Casuística. Afonso fue a pasar el verano a Rio Maior y se presentó en casa henchido de orgullo, nunca había llegado nadie tan lejos en los estudios. Los primeros días se sintió extraño en la casa de Carrachana, le pareció demasiado pobre e inmunda. Se quedó asombrado porque nunca le había incomodado aquella penuria, en honor a la verdad ni siquiera una vez había reparado en ella, había nacido allí y la privación se le antojaba natural, la aceptó siempre como un hecho de la vida.
Cumplidor de sus deberes de protegido, el joven seminarista fue a la Casa Pereira a visitar a doña Isilda, que le había dado esta oportunidad de estudiar en Braga, pero, compenetrado en su papel de futuro sacerdote célibe, no insistió en ver a Carolina, detalle que llenó a la viuda de satisfacción. Doña Isilda concluyó que la estrategia de apartar al mozo de su hija estaba resultando y festejó esa victoria en privado con una copa de oporto.
Afonso impresionó a sus padres por el empeño que revelaba en las oraciones y por su comportamiento de modales recatados. Además, a veces les brindaba sorprendentes tiradas en italiano, pero también en alemán, francés o inglés, frases pomposas y grandilocuentes que sólo servían para alardear de los conocimientos que había adquirido y establecer una sutil superioridad sobre los suyos. Lo contrario, como era de esperar, no ocurría. El joven se sentía ligeramente incómodo con la postura de la familia, tal vez sus hábitos de higiene o las conversaciones, que le parecían poco elevadas, sólo se hablaba de las cosechas, de los precios del mercado, de la diarrea de la vecina, de la tacañería del señor Ferreira y de un problema en la pata de la burra. Pero lo peor eran las borracheras de su padre los domingos por la tarde, ya que el señor Rafael volvía de la taberna de Silvestre cantando a voz en cuello y caminando de manera insegura, lo que llenaba a Afonso de vergüenza.
Por eso el joven seminarista regresó con alivio a Braga para proseguir sus estudios. Su celda olía a moho, es cierto, pero estaba aseada, y la vida en el seminario revelaba lo que, para los padrones de Carrachana, se podría considerar un ambiente de abundancia y distinción. Afonso reencontró a Américo, que volvió de las vacaciones aún más gordo, y ambos se hicieron ahora inseparables. Durante el segundo año, ya no hubo clases de Filosofía y la atención se centró en las asignaturas teológicas. Afonso se sumergió en el estudio de lo divino hasta el punto de, lleno de piadosa compasión, lamentar la suerte de los que, por circunstancias de la vida que no controlaban, no habían nacido en un ambiente católico. Si el catolicismo era la verdadera fe, los herejes de los países del norte estaban condenados a las eternas llamas del Infierno. Todo, meditó el joven, porque habían nacido lamentablemente en el lugar errado. No pudo dejar de sentir cierta perplejidad ante el hecho de que los protestantes porfiasen en no ver la verdad. ¿No era obvio que, por su grandeza e historia, sólo en Roma estaba el camino de la salvación? ¿No resultaba evidente que, por su bondad y majestad, era el Santo Padre el verdadero vicario del Señor? ¿Cómo podrían esos pueblos, en su ceguera y arrogante ambición, cerrar los ojos a la evidencia? Sin hablar de los judíos, que no reconocían el Nuevo Testamento ni la palabra de Jesús, o de los mahometanos, que añadieron falsos profetas a los verdaderos. ¿Y qué decir de aquellos otros pueblos que no conocían ni el Antiguo Testamento, como los hindúes y los budistas? ¿Qué muro de ignorancia los mantenía cruelmente apartados de la salvación? Afonso se sentía orgulloso cuando conoció el papel que desempeñó la Iglesia portuguesa en la propagación de la fe en Brasil, en África, en la India, en China, en Japón y en las islas Molucas, y le dieron ganas de llegar a ser uno de esos misioneros que se hicieron confidentes del emperador en Pekín o que acompañaron a los bandeirantes [2] en la conversión de los salvajes en Brasil. La India portuguesa estaba catolizada y había ahora mucho trabajo que hacer en África. El joven seminarista comenzó a alimentar el secreto sueño de hacerse misionero y expandir la verdadera fe en lugares remotos de las Guineas, de Angola y de Mozambique, proyectos que sólo confió al padre Fachetti y a Américo.
Las clases de Teología Dogmática le permitieron penetrar de manera más satisfactoria en los insondables misterios de Dios y de la vida. Impartía la asignatura el padre Francisco Nunes, un teólogo de la Beira, inesperadamente liberal y poco ortodoxo, que había estudiado Teología en Roma y había hecho un posgrado en Filosofía en la Universidad de Heidelberg, en Alemania. Afonso aún no lo sabía, pero, como resultado de su curiosidad natural y de la forma abierta y desprejuiciada con que el maestro abordaba los problemas filosóficos, esas clases le abrirían sorprendentes ventanas al mundo. El padre Nunes era un hombre delgado y encorvado, de ojos pequeños, barba rala y habla dulce, con dos características dominantes: la primera es que emitía una especie de silbido al hablar, sobre todo al pronunciar las eses; la otra venía de su pasión por el latín, lo que lo llevaba a usar profusamente expresiones proverbiales latinas en la conversación. Afonso le hizo al maestro las mismas preguntas que le había formulado antes al padre Alvaro, como el problema del bien y del mal que está en la base de la moralidad judeocristiana. ¿Sería el bien la antítesis del mal o ambos eran dos caras de la misma moneda?
– Es verdad que, a fortiori, lo que es bueno para unos puede ser malo para otros -asintió el padre Francisco Nunes, soltando en un silbido las eses de «es», «unos», «ser» y «otros»-. Si yo te gano una partida de ajedrez, eso es bueno para mí y malo para ti. Dura lex sed lex. Muchas cosas en la vida son también así.
– Pero, si Dios es bueno, ¿por qué razón existe el mal? Si Dios es omnipotente, ¿por qué motivo no buscó un sistema diferente, un sistema en el que el resultado de la partida de ajedrez fuese bueno para ambos jugadores? -insistió Afonso, ya habituado a las eses silbadas.
– La respuesta a esa pregunta, querido Afonso, la dio hace doscientos años un filósofo alemán -replicó el profesor, que, volviéndose hacia la pizarra, escribió con tiza «Gottfried Leibniz»-. Leibniz observó ad litteram que el bien y el mal son inseparables, porque cada uno de ellos no tiene sentido sin el otro -dijo pronunciando «Laibnitsss»-. El bien sólo tiene valor si el mal es una opción, si nos dedicamos a él porque lo deseamos, no porque no tenemos alternativa. Y esa dualidad bien-mal sólo es posible porque nos enfrentamos a conceptos relacionados entre sí y cuya adopción resulta de un acto de libre voluntad. De alguna forma podemos definir el bien como un conjunto de reglas y comportamientos que producen buenos resultados para cada persona y para la comunidad en general, y el mal como reglas y comportamientos que presentan resultados negativos para el mismo universo. Está claro que, a priori, cada sociedad, o religión, puede establecer reglas y comportamientos diferentes y hasta antagónicos. Id est, ocurre a veces que una cosa que es considerada buena por unas culturas es encarada como maligna por otras, y por ello tenemos que guiarnos por la palabra de Dios tal como se ha inmortalizado en las Sagradas Escrituras. Son ellas la alma máter de nuestra moralidad, son ellas nuestra guía para definir el bien y el mal, para que establezcamos cuáles son los comportamientos y reglas que deberemos adoptar y cuáles los que deberemos rechazar. En el Génesis, la distinción del bien y del mal constituye el tercer paso dado por el hombre, y es precisamente allí donde comienza la definición de nuestra moralidad.
– ¿Y cuál es el principal comportamiento o regla que tenemos que adoptar para hacer el bien? -preguntó el alumno.
– El amor -dijo sin vacilar el padre Nunes-. Los judíos creían en el principio de que el bien se practicaba cuando amábamos al prójimo, y eso está consagrado en el Antiguo Testamento. El problema es que los judíos creían ser el pueblo elegido, que Dios sólo los amaba a ellos. Cristo fue más allá de esta idea, defendiendo que Dios amaba a los judíos, claro, pero, magister dixit, también amaba a todos los demás pueblos, todos eran hijos de Dios, el amor divino era universal. Por otra parte, ya los griegos sostenían que los hombres son todos hermanos, un concepto que Jesús incorporó en el cristianismo.
Por la noche, acostado en su celda, Afonso cavilaba sobre estas ideas, inquieto, leyendo la Biblia con redoblada atención. A veces se dirigía a la biblioteca del seminario y, después de consultar textos de teología, regresaba a las clases del padre Nunes con nuevas dudas.
– Usted, padre, dijo en la última clase que el bien y el mal sólo tienen valor porque podemos optar entre ellos -observó el alumno cuando volvió a Teología Dogmática-. Sin embargo, estuve leyendo la Epístola a los romanos, de san Pablo, donde señala que todos los hombres son pecadores y que Dios elige a quiénes va a conceder su gracia y va a salvar. Dios realizó esa selección previamente, antes de que comenzase el tiempo, antes de que crease el mundo.
– ¿Y qué conclusión sacas de esas palabras, hijo?
– Concluyo que Dios concede su gracia independientemente de los méritos de quienes la reciben. Todos somos pecadores, le corresponde a Dios elegir arbitrariamente quién ha de salvarse. Y, como esta elección fue hecha antes de creado el mundo, lo que hagamos es irrelevante, Dios ya ha optado antes incluso de que practiquemos el bien o el mal. Es decir, hagamos lo que hagamos no cuenta para nada, las cosas están decididas antes incluso de que ocurran.
– Ese es precisamente, ab ovo, un punto de divergencia entre el catolicismo y el protestantismo -comentó el padre Nunes, acariciándose su barba rala-. Es posible que, al desarrollar esa idea de la gracia de Dios, san Pablo haya llevado al cristianismo a ámbitos a los que Jesús tal vez no hubiese ido. Otros santos discutieron el concepto, insistiendo en el principio fundamental de que una fe que no se consolida en actos no tiene valor. ¿Sabes lo que pasa? La Biblia resulta de un conjunto de textos diferentes, que nosotros consideramos como producto de la palabra de Dios, pero la verdad es que fueron redactados por hombres. Eso significa que, hasta cierto punto, esos textos son interpretaciones humanas de la voluntad divina y, como tales, pueden contener a veces contradicciones, incluso algún que otro lapsus calami.
– Pero ¿cuál es la respuesta para este problema?
– No lo sé, tendría que consultarlo con Dios -dijo con una sonrisa el profesor-. Yo diría que tal vez exista una manera de conciliar los dos puntos de vista. Unos seguramente tienen razón cuando sostienen que hay que practicar el bien para merecer un lugar en el Cielo. Pero san Pablo preconiza otra verdad, la de que la bondad de Dios es ilimitada, mirabile dictu, y eso significa que todos pueden ser perdonados, aun los que sólo han hecho el mal. Admiro que hay aquí una contradicción, pero, a falta de mejor respuesta, yo diría que, hic et nunc, los caminos del Señor son insondables.
Afonso no se quedó satisfecho porque el padre Nunes no daba una respuesta clara a su duda, pero entendió que el profesor realmente no la tenía. Eso no le impidió cuestionar algunos aspectos del problema, como venía siendo habitual en él.
– Pero ¿cómo es posible que las cosas estén decididas aun antes de haber ocurrido?
– Todo está predestinado.
– Entonces, si está predestinado, no existe el libre albedrío. ¿O sea que el mal como opción no corresponde al hombre sino a Dios?
El padre Nunes suspiró. Qué alumno difícil, pensó, acentuándose la curva de su espalda a medida que se armaba de valor para afrontar ese nuevo problema.
– San Agustín responde a esa duda tuya -dijo, marcando aún más las sibilantes-. Imagina que el tiempo es como el espacio. Cuando viajamos, vamos de un punto al otro. Yo estoy en Braga y voy a Viana do Castelo. Evidentemente, desde Braga no veo Viana, pero Viana está. Si subo al cielo en uno de esos aeroplanos o dirigibles de los que hablan ahora los periódicos, desde arriba podré ver las dos ciudades al mismo tiempo, Braga de un lado y Viana del otro. Mutatis mutandis, con el tiempo ocurre lo mismo. Viajo del pasado al futuro. Desde el punto en que me encuentro no consigo ver el futuro, aunque exista. Pero Dios está arriba e, ipso facto, ve los dos puntos al mismo tiempo, el pasado y el futuro. ¿Has entendido?
– Sí -afirmó Afonso, vacilante-. Pero ¿en qué responde eso a mi pregunta?
– Con este ejemplo, adaptado de san Agustín, te he explicado la predestinación -repuso el profesor con una sonrisa triunfal-. No fue Dios quien hizo las acciones humanas que van a suceder en el futuro, sino el hombre. La ventaja de Dios es que El está arriba, viendo simultáneamente el pasado y el futuro, y logra percibir lo que el hombre hará antes incluso de que lo haya hecho. Ab initio, Dios ha visto en el pasado las elecciones que haremos libremente un día en el futuro, por lo que no necesita esperar al futuro para enunciar su veredictum, para decidir a quién salvará.
– Por tanto -concluyó el alumno- el futuro ya está determinado.
– Así es.
– Pero, a pesar de eso, tenemos libre albedrío.
– Estoy de acuerdo en que, grosso modo, parece una contradicción -admitió el padre Nunes, esforzándose por ocultar su confusión-. No obstante, así es. El futuro está determinado desde que se creó el mundo, pero el hombre mantiene el libre arbitrio.
– No entiendo -comentó Afonso-. Sólo puedo tener libre arbitrio si puedo cambiar el futuro, si soy dueño de mis acciones. Ahora bien: si el futuro ya está determinado, eso significa que no puedo alterarlo. Si no puedo alterarlo, mi voluntad no es libre, sólo lo parece.
– No es exactamente así -se desesperó el profesor-. Somos nosotros quienes hacemos el futuro. Nihil obstat. Dios se limita a tomar conocimiento anticipado de nuestras acciones.
Afonso no quedó convencido y volvió a los libros. Consultó la biblioteca del seminario y consiguió incluso autorización para ir a la Biblioteca Pública, al lado de la iglesia de los Congregados, junto al Jardín Público. Días después, al comienzo de la clase del padre Nunes, levantó la mano.
– ¿Qué quieres decir, Afonso?
– He encontrado una respuesta, padre, para el problema del libre albedrío.
– ¿El libre albedrío? ¿De qué estás hablando?
– ¿Se acuerda de que en la última clase hablamos sobre la predestinación y de que usted dijo que el hecho de que Dios tenga un conocimiento anticipado de nuestras acciones no nos quita la libertad de decidir por nosotros mismos?
– Sí, a propósito de san Agustín.
– Pues he descubierto que Spinoza no coincide con san Agustín.
El padre Nunes desorbitó los ojos.
– ¿Spinoza?
– Sí, padre -dijo Afonso con entusiasmo, hojeando el cuaderno donde había tomado sus notas-. Spinoza ha dicho que nuestra convicción de ser agentes libres no pasa de ser una ilusión basada en el hecho de que nunca somos conscientes de las verdaderas causas de nuestros actos. -Afonso alzó los ojos del cuaderno y miró al profesor con expresión de victoria-. Es decir, no somos libres; pensamos que somos libres.
– Es verdad que Spinoza ha escrito eso -admitió el sacerdote con un suspiro-, pero si lees bien a Spinoza, verás que también ha dicho que tenemos la libertad de tomar conciencia de las causas de nuestros actos. Nos hacemos libres cuando comprendemos las cosas.
– Ello no impide que se mantenga el problema inicial, el de que el libre albedrío es una ilusión.
– Es lo que dice Spinoza -asintió el maestro-, pero déjame advertirte, Afonso, de que Spinoza no era católico. Era judío e, incluso siendo judío, fue excomulgado por sus ideas heréticas. Por tanto, tienes que leerlo quantum satis. Si yo tuviese que elegir entre Spinoza y san Agustín, no tendría dudas de darle la razón a san Agustín.
Los debates teológicos y filosóficos fascinaban y estimulaban a Afonso, por lo que no debía sorprender que Teología Dogmática fuese la disciplina favorita del joven. En las clases del padre Francisco Nunes, comprendió algo en lo que nunca había pensado, la idea de que los textos divinos fueron escritos por hombres y sólo eran interpretaciones imperfectas de la voluntad de Dios. La comprensión de que los textos sagrados podían ser falibles y abiertos a diferentes lecturas lo dejó horrorizado, ésa era una idea monstruosa, significaba que los autores de los textos podían haberse equivocado y estar difundiendo principios que no emanaban de Dios. Comenzó a leer la Biblia con redoblada atención, intentando discernir lo que era realmente la palabra del señor de lo que sólo era interpretación subjetiva del autor del texto, pero pronto entendió que ésa era una tarea imposible, la propia traducción se revelaba, por sí misma, como una interpretación. Según las traducciones, el texto cambiaba sutilmente.
A pesar de estas dudas, Afonso se había convertido en un muchacho devoto y aplicado, inmensamente interesado por el mundo. A medida que avanzaba de las cuestiones más simples e ingenuas a los problemas teológicos y filosóficos más complejos y elaborados, crecía su admiración por los conocimientos del padre Nunes. Cierta vez, al final de una clase, entabló la única conversación que tuvo con él dedicada a materias no exclusivamente religiosas en una lección de Teología Dogmática, al interrogar al maestro sobre dónde había adquirido su saber.
– He estado en Roma, hijo -respondió sonriente el sacerdote, divertido ante la pregunta, mientras ordenaba los papeles para marcharse-. Frecuenté la biblioteca del Vaticano. Fue allí donde tuve mi fiat lux.
– ¿Aprendió todo allí?
– No todo. Hubo cosas que aprendí cuando estudié en Alemania.
– Pero ¿ése no es un país protestante?
– En efecto -asintió el padre Nunes, alzando los ojos de los papeles-. Pero es muy bueno en filosofía.
– ¿Y los filósofos alemanes creen en Dios?
– Algunos sí, otros no.
– ¿Cuáles son los que no creen?
– No lo sé, hay varios.
– Pero ¿cuáles?
– Pues Schopenhauer, Fichte…
– ¿Esos no creen en Dios?
– No.
– Entonces, ¿para ellos quién creó el mundo?
El padre Francisco Nunes miró fijamente a Afonso, suspiró y se sentó pesadamente en la silla.
– Schopenhauer fue el primer filósofo explícitamente ateo -explicó el maestro, ya resignado a la idea de que no saldría inmediatamente de la sala, conociendo como conocía al alumno que tenía enfrente-. El creía que no fue Dios quien creó al hombre a su imagen, sino que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen. Sic. Dios no era más que una creación antropomórfica, una proyección del hombre…
– ¿A la manera de los griegos?
– ¿Qué griegos?
Afonso consultó sus notas.
– Protágoras -exclamó-. Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas.
– Pues sí -asintió el sacerdote con un gesto vago-. Pero hay más. Schopenhauer rechazó la propia idea de alma, diciendo que todo el conocimiento está en el cerebro, no en el espíritu.
Consideraba que el mundo no tiene significado, no tiene propósito, existe por sí mismo, et caetera. O sea que el mundo no tiene sentido, somos nosotros quienes se lo atribuimos, nosotros le inventamos un sentido para reconfortarnos.
– ¿Y usted cree en eso?
– Qué va, Afonso, claro que no. Si creyese en eso, no sería sacerdote, válgame Dios.
– ¿No hay nada que considere verdadero de lo que él ha dicho?
– Bien, eso es otra cosa. Mira, Schopenhauer veía el mundo como algo cruel, un lugar de sufrimiento en el que es preciso matar para vivir. Por ejemplo, en todo momento los animales están matando a otros animales, hay millares y millares de muertes por segundo en todo el mundo. Vae victis. Para que un solo animal carnívoro viva durante un año, tendrá que morir un centenar de animales para alimentar a ese único sobreviviente. Y para que un solo animal herbívoro viva durante ese mismo año, tienen que morir muchos vegetales para darle de comer. Por otro lado, las propias plantas viven a costa de la putrefacción de la carne de los animales y de los restos de las otras plantas. O sea que la vida se alimenta de mucha muerte. Dura lex sed lex. Schopenhauer opinaba que el mundo de los hombres obedece a la misma ley, los seres humanos viven una vida de sufrimiento en que los hombres son esclavos de sus necesidades y deseos. Es una vida hecha de violencia, de frustraciones, de dolor, de enfermedades, de miedo, de esclavitud, de lucha, de victorias efímeras y derrotas permanentes, es un proceso de pérdidas constantes y sucesivas, y lo peor es que todo eso siempre acaba mal, la vida termina invariablemente con la pérdida final, la muerte; en nuestra existencia no hay finales felices.
– Resulta aterrador.
– Es deprimente.
– ¿Considera todo eso verdadero?
– En cierto modo -dijo el maestro-. Vivir es sufrir. Y lo más curioso es que, a pesar de ser un constante sufrimiento, nos aferramos a la vida con todas nuestras fuerzas, como si fuese el mayor tesoro, la cosa más preciosa. Pero la vida está siempre in artículo mortis. Ella nos rehúye, se nos escapa como agua entre los dedos, morimos en cada respiración, a cada palabra, en cada mirada, momento a momento se acorta la distancia que nos separa de nuestro final, nacemos y ya estamos condenados a la muerte. La vida es breve, no es más que un instante fugaz, un brillo efímero en las tinieblas de la eternidad.
– ¿Le parece?
– Aún no tienes noción de ello, Afonso, eres muy joven. -El maestro sonrió con tristeza-. Cuando somos jóvenes, todo parece lento, pausado, casi eterno. Pero ten en cuenta que ello va cambiando con la edad. Parece que fue ayer cuando tenía quince años, y ahora, casi pari passu, ya estoy llegando a los cuarenta. Parece que la vida se va acelerando, los años ganando velocidad, y eso me asusta. Repara en don Crisòstomo, que tiene sesenta. Sesenta años aún es una edad de trabajo, de actividad. Pero, si nos fijamos bien, dentro de diez años, probablemente, ya no estará vivo. Diez años, hijo mío, no es nada. Diez años es un mero soplo en el polvo del tiempo.
Afonso no se inmutó, para él diez años eran mucho tiempo, eran dos tercios de su existencia, eran un día lejano que se perdía en la eternidad del futuro. Creía que la vida era larga, tenía aún mucho camino por delante y aquella conversación le parecía incongruente. Su preocupación era comprender la vida para conquistarla, no para que ella lo derrotase…
– Si los filósofos ateos no le encuentran sentido a la vida, ¿para qué viven entonces?
– Buena pregunta. -El padre Nunes se rio, sintiéndose cómodo en ese terreno-. El problema de Schopenhauer es justamente que, sin Dios, el mundo se convierte en algo vacío, absurdo, sin razón de ser. Entonces, para sustituir a Dios, esgrime el concepto de arte. Schopenhauer decía que, con el arte, el hombre se libera momentáneamente de la esclavitud del deseo y de la tortura de la existencia, es arrancado de los grilletes del espacio y del tiempo y transportado a una realidad paralela, sublime, celestial. Lo que nos lleva, mi apreciado Afonso, a concluir que Dios es un artista.
– O a que el arte es divino.
– O a que el arte es divino -coincidió el sacerdote con una carcajada.
Afonso lo miró con intensidad y vaciló un momento, pero se decidió y, pesando las palabras, formuló la pregunta que más lo atormentaba en aquel diálogo.
– ¿ Será posible, padre, que hayamos inventado a Dios para darle sentido al mundo?
La amplia sonrisa del padre Nunes se deshizo y suspiró, interrogándose adónde iba a buscar aquel chico ideas tan próximas a la herejía.
– Ésa es la pregunta más terrible de todas -declaró pesadamente-. Tal vez por ello no debería ser una vexata quaestio. En vez de hablar ex cáthedra sobre este asunto, debemos tener fe y creer que Dios existe independientemente de nuestra voluntad, la creencia en su existencia no depende de la lógica ni de la prueba científica, depende únicamente de nuestra fe. Pero, si me pidieran un raciocinio lógico, yo respondería con otra pregunta: ¿nos resultaría posible estar aquí si no fuese por la voluntad de alguien?
– Pero ¿se puede probar que Dios existe?
– Probar, probar, yo no diría, por lo menos no según los llamados criterios científicos de los que tanto se habla ahora -repuso-. Hubo un filósofo escocés, Hume, que sostuvo que la existencia de Dios es una cuestión de hecho, o El existe o no existe. Según Hume, las cuestiones de hecho sólo pueden resolverse a través de la observación. Fíjate en que Hume era un empirista, creía en la observación. Pero, como es evidente, nosotros no conseguimos observar a Dios, su existencia no es demostrable in vitro, lo que no significa, digo yo, que El no exista. En realidad, buscar pruebas no es otra cosa que lana caprina. Nunca he visto Bragança, pero sé que Bragança existe. Hume comprobó que las pruebas de la existencia de Dios no son directas, sino resultados de una inferencia. Verbi gratia, el orden existente en el universo indica que el universo fue organizado por una inteligencia superior. Ese es un indicio, pero no, lo admito, una prueba final. Si quieres, tal vez haya sido Descartes quien presentó el mejor indicio de la existencia de Dios. Descartes expuso ese indicio de un modo lógico, llamando la atención sobre el hecho de que el hombre es imperfecto pero tiene en la mente el concepto de un ser perfecto. Claro que, como nadie es capaz de imaginar algo mayor que sí mismo sólo basado en sus recursos, se deduce que ese concepto emana de la realidad. Si soy incapaz de imaginar por mí mismo un ser perfecto, y sin embargo lo imagino, sólo puede ser porque ese ser perfecto efectivamente existe.
– Entonces, si Dios existe, ¿dónde está El?
– Está en todo -afirmó el maestro, abriendo los brazos y mostrando lo que lo rodeaba-. Tu amigo Spinoza puede incluso haber sido un judío hereje, pero dio una buena respuesta a tu pregunta. Newton dijo que Dios creó el universo y después se quedó fuera y lo dejó funcionar según las reglas que El mismo había establecido. Pero Spinoza consideró que esa idea estaba mal formulada, pues si Dios es infinito, ello se debe a que El está en todo. Si estuviese separado del mundo y de los hombres, como una especie de entidad exterior, el mundo y los hombres serían su límite. No puede ser. Algo infinito, por definición, no tiene límites. Siendo infinito, no puede Dios ser una cosa y el mundo y los hombres cosas diferentes. No puede haber nada que Dios no sea. Luego, si Dios es infinito, a fortiori Dios es todo.
– Eso contradice lo que afirman los filósofos alemanes -observó Afonso, con un mar de dudas en su cabeza-. Por lo que he entendido, para ellos es como si el hombre estuviese en lucha con el mundo.
– En cierto modo, sí. En su quid pro quo, los filósofos ateos sacan a Dios de la ecuación y tienden a establecer una división entre el mundo y el hombre. Fichte era uno de ellos: afirmaba que el universo de la materia inerte está separado del universo de la vida. Pero, atención, es necesario decir que otros filósofos alemanes tenían una opinión diferente, consideraban que todo es la misma cosa, un poco como Spinoza. Schelling, por ejemplo, sostenía, inter alia, que la naturaleza es una realidad total y que la vida forma parte de esa realidad como una evolución natural de las cosas. Para él, la naturaleza es un proceso y los hombres integran ese proceso. La vida no está separada de la materia inerte, sino que es una continuación de ella. Lo realmente curioso en estas ideas de Schelling es que presentan al hombre como parte integrante de la naturaleza. Schelling observó que la naturaleza no es autoconsciente en su proceso creativo, pero el hombre lo es. Pero, si el hombre forma parte de la naturaleza, él ha traído conciencia a la naturaleza, ésa ha sido su gran contribución al proceso natural. Con el hombre, la naturaleza se hizo autoconsciente.
– ¿Usted también lo cree?
– Claro que no. Fue Dios quien creó la naturaleza y al hombre ex nihilo, fue Dios quien decidió que la naturaleza no tendría conciencia y que el hombre la tendría. La conciencia es el instrumento que Dios dio al hombre para que reprima su naturaleza animal y procure la perfección espiritual. Sin conciencia, el hombre no sería más que una bestia como las otras. La conciencia es el toque divino en la naturaleza humana.
– Pero, padre, ¿eso no contradice el principio de que Dios es infinito? Usted dijo hace un momento que no hay separación entre Dios, el mundo y el hombre: Dios está en todo. Si Dios está en todo, porque es infinito, entonces volvemos a la vieja cuestión de que El también está en el pecado. Pero, cómo es posible…
– Yo no he dicho eso, Afonso -interrumpió el maestro, frunciendo el ceño y alzando el dedo; el liberalismo de su pensamiento tenía límites y quería evitar aquel terreno escurridizo-. Fue Spinoza quien lo dijo. Y Spinoza era un judío herético, no te olvides. En la duda, hijo mío, guíate por san Agustín, él es el vade mecum.
Por aquel entonces, los problemas de la naturaleza humana comenzaron a afligir profundamente a Afonso. Esa preocupación no derivaba solamente de consideraciones filosóficas inducidas por las conversaciones con el padre Nunes, sino también del hecho de que su propio cuerpo estaba evolucionando de un modo que el espíritu parecía incapaz de seguir. Le crecieron pelos en las comisuras de la boca y en el mentón cuadrado, así que comenzó a cortárselos semanalmente con una navaja. También empezó a sentir ardores entre las piernas, deseos que había combatido con manipulaciones de los órganos genitales en su pequeña celda antes de dormir, pecados mortales que intentaba absolver después con oraciones intensas y fervorosas en la capilla.
A los quince años, solía eyacular durante la noche, lo que lo dejaba terriblemente avergonzado y le alimentaba un insoportable sentimiento de culpa. No sabía cómo controlar ese problema y pensaba que el diablo entraba en su cuerpo para obligarlo a pecar en los momentos en que lo pillaba desprevenido, sobre todo cuando estaba sumido en el sueño. Pensaba que eso no le ocurría a nadie más y le suplicaba diariamente a la Virgen María que lo librase de la tentación y apartase a los demonios que se aprovechaban de su inconsciencia mientras dormía. Se atormentó pensando que Dios ya había previsto esos hechos en el pasado y que lo había excluido anticipadamente de la salvación. ¿No era san Agustín quien consideraba el deseo sexual como una tentación del demonio? Afonso había aprendido en Teología Dogmática que el sexo es animal, algo impuro, y que la resistencia a ese instinto hace de nosotros seres humanos. Según san Agustín, la tentación sexual es una violación de nuestra libre voluntad. Dios nos quiere libres, por lo que Él no puede ser el responsable del deseo carnal. Siendo así, la tentación sexual es algo que sólo puede venir del demonio. En consecuencia, el celibato constituye el triunfo del hombre sobre el animal, de Dios sobre Satanás, o, digámoslo así, el celibato representa la victoria de la libre voluntad humana sobre los grilletes de las bestias. «Si mi voluntad no logra vencer esta tentación -pensó Afonso-, se debe a que el diablo se está apoderando de mí. Para retomar la cuestión en los términos originalmente expuestos por Schelling, aunque trastornando el sentido del raciocinio del filósofo alemán, Satanás está en nuestra naturaleza, en nuestra animalidad, y sólo nuestra voluntad consciente nos permite combatirlo.» El problema lo perturbó tanto que ni siquiera se atrevió a revelar en las confesiones lo que ocurría, todo aquello pertenecía al dominio de lo inconfesable, de lo vergonzoso. Además, temía que lo excomulgasen si alguien se daba cuenta de que a veces lo poseía el demonio. Quién sabe, reflexionó, si aquélla no era una señal de que Dios consideraba que tales pecados nocturnos lo hacían indigno de ordenarse; a fin de cuentas, tal vez nunca podría ser un hombre inmaculado como don Joào Basilio Crisòstomo, el padre Álvaro, el padre Nunes y el padre Fachetti, castos ellos y verdaderos célibes que vivían libres de la tentación.
Los males del cuerpo comenzaron a contagiarle el alma. Para agravar aún más las cosas, y para gran tristeza suya, Amé- rico no lograba apoyarlo. No es que su amigo tramontano no estuviese lo bastante comprometido en la fe; el problema fue que no era amante de los estudios y no vivía con agrado en la clausura del seminario, lo que acabó precipitando varios non aprovatus a final de curso, calificaciones que convencieron a su padre para que regresara a Vinhais y no volver nunca más.
Por ello, Afonso comenzó el tercer curso del seminario con un gran sentimiento de soledad. Tenía dieciséis años, la misma edad que otros estudiantes que ese año habían entrado en la institución, pero sus compañeros del tercer curso eran todos mayores, andaban por los diecinueve. Se mostraban afables y corteses, lo que no impedía que se notase la diferencia de edades, a pesar de la inquieta y estimulante curiosidad que manifestaba Afonso sobre los misterios del universo. Algunos se interesaban, ¡oh, pecadores!, por las «chavalas»; el joven de Rio Maior vio incluso a uno de ellos, Abílio, lanzando un piropo desde su celda a una chica que pasaba por el Largo de Sao Thiago, y se sintió desconcertado ante comportamiento tan insensato. Cuando le reprochó lo que había hecho, mostrándose soberbio de virtud moral, el seminarista galanteador se encogió de hombros.
– El pecado consiste, no en desear a una mujer, sino en consentir en el deseo -replicó Abílio con altivez.
– ¿Quién ha dicho eso?
– Abelardo.
– ¿ Quién?
– Pedro Abelardo, un filósofo y teólogo del siglo xii.
– Eso es una herejía -sentenció Afonso, muy convencido-. San Agustín no ha dicho nada semejante.
– ¡A san Agustín que lo parta un rayo! -exclamó Abílio ante la mirada escandalizada del compañero.
Pero ahí no acabó todo. En una clase de latín, el maestro sorprendió a otro de sus compañeros, Rudolfo, con un ejemplar del Decamerón escondido debajo del Tito Livio, y el muchacho fue expulsado del seminario por el vicerrector. Desilusionado y solitario, Afonso comenzó a sentirse desmotivado y a ensimismarse. Volvió a los juegos imaginarios en el patio: pasaba los recreos pateando piedras, regateando a players invisibles, venciendo a goalkeepers fingidos, marcando goals espectaculares, fantaseando con el regreso glorioso del Club Lisbonense bajo la acción de sus deslumbrantes dribblings.
Los juegos imaginarios se hicieron desaforados. Afonso corría furiosamente por el patio en busca de piedras y pateándolas con inusitado vigor. Cierto día, una de las piedras alcanzó la cabeza de un compañero que estudiaba apoyado en el tronco de un roble, y la sangre que brotaba profusamente del cuero cabelludo llevó a que el vicerrector llamase al joven a su despacho para amonestarlo. El eclesiástico le dijo que aquel comportamiento era indigno de un seminarista: quien deseaba servir a Dios con devoción no podía actuar de esa manera, parecía un lunático dando puntapiés en el patio. Afonso lo escuchó cabizbajo, con los ojos fijos en la tarima encerada. Durante unas semanas, se inhibió de jugar al football imaginario, pero la tentación acabó siendo más fuerte que la prudencia y, pasado un tiempo, ya estaba de nuevo pateando piedras, primero de forma discreta, sereno, como quien no quiere la cosa, después con más ímpetu, olvidándose momentáneamente del decoro, con energía en la pelota para que los ingleses del Carcavellos Club viesen de qué temple estaba hecho un player del glorioso Club Lisbonense.
El frío, cruel y penetrante, se abatió sobre Braga durante el mes de diciembre. Cada uno se protegía del hielo a su manera. Unos no se apartaban de las chimeneas, otros se envolvían en pesados abrigos, Afonso prefería agotarse corriendo, saltando, deslomándose. Pero, con los músculos congelados, el control de los movimientos era más brusco, y ocurrió lo inevitable. Una patada más fuerte que el invisible goalkeeper del Carcavellos Club acabó con el cristal de la casucha del jardinero hecho pedazos.
El vicerrector consideró que ya era demasiado. Afonso fue tachado de «díscolo», término que se usaba para los jaraneros e indisciplinados que a veces aparecían en el seminario. Temprano, al día siguiente, don Basilio Crisòstomo llamó al padre Álvaro y le entregó un sobrescrito lacrado.
– ¿Qué es esto? -preguntó el sacerdote, mirando el sobre.
– Lee -le dijo el rector.
Intrigado, el sacerdote obedeció y rompió el lacre. Desdobló la carta y comenzó a leer. El documento iba firmado por João Basilio Crisòstomo; el vicerrector explicaba en él que el seminario había llegado a la conclusión de que Afonso da Silva Brandào, aunque alumno aplicado y talentoso, no tenía en realidad vocación para la vida sacerdotal. En consecuencia, no sería ordenado. El padre Álvaro palideció, jamás habría imaginado que lo convocaban para entregarle la carta orden. Al fin y al cabo, don Basilio Crisòstomo siempre le había transmitido los más enfáticos elogios sobre su protegido, lo que confirmaban sus buenas notas a final de curso, por lo que aquella decisión le resultaba totalmente inesperada. El vicerrector le explicó al amigo las circunstancias que lo habían llevado a tomar aquella decisión, pero acordaron permitir que Afonso concluyera el tercer curso en el seminario para que completase su educación. La condición era que debía acabar con su extraño comportamiento en el patio, la única forma de poner fin al rumor sobre su equilibrio mental: ¿dónde se ha visto a un seminarista andar a patadas con unas piedras?
Afonso se sintió profundamente triste y apenado cuando el padre Álvaro le explicó que había recibido la carta lacrada y que, finalmente, no sería ordenado. El joven se había transformado en un católico moderadamente devoto y, a pesar de los tormentos nocturnos de la carne, ya se había habituado a la idea de que sería sacerdote. Ahora los sueños de ser misionero en África se desvanecían como una nube. Peor que eso, comenzó a perder seguridad en el futuro. Si ya no sería ordenado, ¿qué haría de su vida? El regreso a Rio Maior le parecía inevitable, pero no encaraba la perspectiva con gran entusiasmo, las breves estancias en Carrachana los tres veranos anteriores lo dejaron con la convicción de que aquél ya no era su mundo, no estaba allí el futuro, sólo el pasado. El problema lo atormentó durante algún tiempo, antes de que lo apartase de su mente como si no fuese más que un malestar pasajero. Lo que fuera a ocurrir ocurriría porque ya estaba predestinado, concluyó por fin, con fatalismo. Se entregó entonces plácidamente al destino.
En mayo de 1907 se despidió del padre Fachetti, del padre Nunes, del vicerrector, del padre Álvaro y de la ciudad de Braga y regresó a la casa de su familia. Volvía, no con un sentimiento de derrota, sino de resignación, si no volvía como sacerdote, se debía a que ese destino no le estaba reservado. Se había ido cuatro años antes de Carrachana con una ropa andrajosa sobre su cuerpo, moqueando, lagrimeando y lleno de dudas sobre lo que le esperaba en el Miño. Ahora, a los diecisiete años, regresaba taciturno, vestido con ropa oscura y limpia y con una corbata al cuello, aún cargado de dudas, algunas de origen metafísico, la mayor parte mucho más prosaicas. De éstas, la más grande era determinar su verdadero papel en los designios del Señor, es decir, en lo inmediato, qué sería de su vida en Rio Maior.
– Papá, ¿por qué te gusta tanto el vino?
Paul Chevallier desvió los ojos de la botella de Chablis y observó asombrado a su hija. El dueño del Château du Vin había bajado a la bodega de la tienda, con una vela en la mano para iluminar el camino. Las paredes estaban cubiertas de botellas y de espesas telas de araña. Agnès esperaba detrás de él, en la sombra, moviendo sus deditos, ardiendo de curiosidad, intentando entender aquella extraña pasión de su padre. ¿Cómo podría explicarle Paul los placeres de Baco?
– ¿Sabes lo que es tener un dulce aterciopelado que se te desliza por la boca? -preguntó Paul en un tono misterioso.
Agnès meneó la cabeza.
Su padre, con el rostro iluminado por una sonrisa, se acuclilló junto a ella:
– Imagina algo maravilloso. La lluvia penetra en la tierra, las raíces absorben el agua, las uvas maduran en zumo, nosotros transformamos el azúcar en alcohol, el vino embriaga nuestros sentidos. -Respiró hondo-. Sentimos el aroma, la fruta, la textura, el sabor, él es azafrán y es poesía, es el néctar de una flor, las lágrimas de Dios, el trisar de una golondrina, un perfume, una melodía, la curva de una mujer y una brisa de primavera. El vino, ma petite, es la vida. -Le apretó cariñosamente la nariz-. ¿Comprendes?
Agnès lo miraba con los ojos desorbitados, vidriosos, nunca había visto a su padre hablar así. Asintió con un gesto de la cabeza, en silencio, dando a entender que había comprendido, pero la verdad es que ahora se había quedado más intrigada que nunca. En definitiva, ¿por qué razón a su padre le gustaba tanto el vino? Aquella misteriosa respuesta en la bodega del Château du Vin despertó en ella una curiosidad incontrolable, obsesiva, no captó a fondo las palabras, pero estaba decidida a entenderlas, no comprendió el sentido pero sintió su fuerza, su poder. El padre vivía fascinado por el vino y ella insistía en saber el porqué.
Cada vez más atenta a todo lo que la rodeaba, Agnès se abrió al mundo y comenzó a tener nuevos intereses. La Exposición Universal de París había representado un inolvidable viaje al futuro y un catalizador de la creciente curiosidad de la muchacha por las cosas de la ciencia. Pero la ciencia más a mano en su vida en Lille era la de su padre, expuesta diariamente en el Château du Vin. Gracias a la influencia paterna, estimulada por el espíritu artístico y científico que orientaba todo lo que viera en París, se convirtió en el inicio de su adolescencia en una verdadera experta en el arte del vino. Quería entenderlo todo y puso manos a la obra con desconcertante entusiasmo. Le parecía fascinante la delicadeza casi religiosa con que el padre trataba una botella, echaba el líquido en el vaso para liberar el aroma o saboreaba el néctar. Largas horas de observación y de insistentes preguntas le permitieron acceder al enigmático mundo de la enología, la ciencia que dominaría sus inquietudes inmediatas.
A los once años, el vino ya no encerraba misterios para ella. Sabía que el corcho era el tapón ideal para las botellas de vino debido a su levedad, limpieza, impermeabilidad y elasticidad. La muchacha acompañaba a su padre en los paseos para quitarles la cáscara a los alcornoques y producir tapones de corcho que se deslizaban suaves, pero firmes, hasta su posición en el gollete de las botellas. Lo veía cubrir el tapón con cápsulas hechas de hoja de plomo y grabadas en relieve, o sumergiendo el gollete en lacre, a la manera antigua. Lo más espectacular sucedía cuando su padre, durante cenas en casa con amigos, en que se bebía vino añejo guardado con tapones ya frágiles y quebradizos, se ponía su uniforme de húsar y, a la manera de Champagne, desenvainaba el sable frente al gollete, partiéndolo de un solo golpe y liberando el vino sin quitar el tapón. Era siempre un momento muy aplaudido, de gran intensidad dramática, aunque en situaciones rutinarias con vinos nuevos prefería usar el sacacorchos hipodérmico, que reventaba el corcho de las botellas.
Agnès sabía que era importante guardar las botellas siempre acostadas, para mantener así el corcho húmedo a través del contacto permanente con el vino, y en lugares oscuros, para que la luz no lo estropease. Aprendió a decantar los vinos añejos, observando a su padre usar decanters de tres anillos, el modo de evitar la parte turbia; pero era la apreciación de los vinos en sí lo que aparecía como el lado más fascinante de todo el oficio. Cuando era pequeña, se quedaba muy admirada viendo cómo su padre observaba el color y la textura del vino danzando en el cristal, y cómo lo olía, con la nariz literalmente dentro del vaso, pero lo más desconcertante era el modo cómo saboreaba el líquido, con la lengua soltando pequeños chasquidos. Agnès descubrió que los tintos Cabernet eran de un rojo más denso y oscuro que los Pinot Noir, que los buenos Bordeaux dibujaban una elipse en los vasos y que los Chardonnay sólo adquirían aroma cuando se los mantenía en cubas de roble.
De la observación y del olor pasó, a los doce años, a la degustación del vino. No comprendió de inmediato todo el valor que se le daba a aquella bebida cuando su padre la autorizó por primera vez a saborear el néctar. Le pareció agrio, ácido o avinagrado, nada que ver con las palabras misteriosas que él había usado en la bodega de la tienda para cautivarla, pero con el tiempo fue aprendiendo a distinguir y a apreciar los sabores. Lo primero que le explicó es que no había dos vinos iguales, el paladar de un vino dependía del enólogo que lo criaba, de la casta de la uva, del clima y de las características del suelo. Después, aprendió a distinguir un blanco seco Trebbiano, un blanco suave Gewurztraminer, un blanco dulce Sauternes, un Marsannay rosé, un Chianti afrutado, un tinto Bordeaux de mucho cuerpo y un tinto oscuro Châteauneuf-du-Pape, además de las combinaciones respectivas con carne, pescado, queso y fruta. Por ejemplo, el Chablis combinaba bien con mariscos, el Sancerre con Roquefort, el Médoc con cordero, el Sauternes con foie gras y el Sauvignon Blanc con salmón. Sus conocimientos en la adolescencia eran tales que su padre comenzó a considerar seriamente la posibilidad de pasar un día el negocio, no a uno de los dos chicos, como a primera vista sería más natural, sino a aquella hija suya, tan atenta y conocedora.
Paul Chevallier trataba con clientes de toda clase. Entre ellos había algunos que un día se volverían notables en la ciudad, como es el caso de monsieur De Gaulle, que a veces aparecía en la tienda con su hijo Charles, un muchacho narigudo, alto y desgarbado, un año mayor que Agnès y que llegaría a ser más tarde el hijo más célebre de Lille, a la par, claro, del recién fallecido Pasteur. Al fin y al cabo, la ciudad era pequeña y todos se conocían. Otros clientes venían de la clase alta, incluso dueños de castillos y mansiones a quienes les gustaba ver sus bodegas ricamente pertrechadas, y Paul se volvió por ello visita frecuente de sus palacetes y casas solariegas.
El enólogo trabó una especial amistad con el barón Jacques Redier, un cliente apreciador del método de abrir botellas a lo húsar y con quien iba a caballo a cazar conejos en el bosque de Compiègne durante el verano. La baronesa Solange Redier era una mujer frágil y enfermiza, con quien se quedaba a veces la madre de Agnès haciéndole compañía, ayudándola a enfrentar los ataques de tos derivados de una tuberculosis lenta y en apariencia crónica, y que acababan en expectoraciones con restos de sangre. Las dos hijas permanecían en esos casos con su madre, mientras que Gaston y François participaban de las cacerías en Compiègne. En esas ocasiones, Agnès se sentía Florence Nightingale y no escatimaba esfuerzos para ayudar a la baronesa que fue, al fin y al cabo, su primera paciente.
– Su hija es una santa -comentó la baronesa después de un ataque de tos especialmente violento que le valió innumerables caricias de su pequeña y esforzada enfermera.
– Sí, es muy cariñosa -coincidió Michelle, ella misma secretamente sorprendida por las atenciones con que su hija rodeaba a la anfitriona-. Siempre ha sido diferente de sus hermanos.
– La niña debería ir a jugar, en vez de estar aquí aburriéndose con nosotras -observó la baronesa Redier, sacudiendo el abanico-. A esa edad es un desperdicio que pierda el tiempo con una enferma como yo, ¿no le parece?
– Oh, no se preocupe, baronesa, a mi hija Agnès le encanta estar entre los adultos. A veces, fíjese, se queda horas sentada en un rincón, callada, escuchando nuestras conversaciones, como abstraída de sí misma. Me confunde un poco, es un hecho, pero ésa es su naturaleza, ¿qué quiere? Siente un gran placer estando entre los mayores.
– Pero ¿no tiene amigas?
– Tiene a su hermana y a Mignonne.
– ¿Es una vecina?
– No -sonrió Michelle-. Es la muñeca.
Cuando los hombres volvían de la cacería, su alegría incontenible y su entusiasmo contagioso suscitaban gran curiosidad entre las dos hermanas. Contaban hazañas de caza, relataban persecuciones maravillosas: la liebre que costó tanto capturar, el faisán que se escapó, el jabalí que rodearon a caballo; todo aquello parecía un excitante mundo de aventuras, un inagotable manantial de historias, un universo de emociones vibrantes que les estaba injustamente vedado. Claudette se aburría terriblemente en el Château Redier y convenció a su hermana para que se uniese a ella en una firme campaña para persuadir a su padre de que las dejase ir con ellos. El recurrir a su hermana no era inocente, Claudette sabía que Paul sentía una debilidad especial por Agnès y se mostraba decidida a usarla en su provecho.
– Ni pensarlo, Claudette, la caza no es cosa de chicas -exclamó el padre cuando su hija mayor le manifestó su deseo.
– Oh, papá, déjanos ir.
– No puede ser, hija. Tenemos que andar a caballo, tenemos que galopar detrás de los zorros, disparamos, es peligroso.
– Pero Gaston y François van.
– Es diferente, son chicos.
– Pero son mucho más pequeños que nosotras, no es justo.
– Sí, es verdad, pero ellos no salen en las cabalgatas con nosotros, eso sí que no.
– ¿Ah, no? ¿Y adonde van ellos?
– Se quedan en los Etangs de Saint-Pierre con Marcel.
Marcel era el mayordomo del Château Redier, un hombre áspero que a los chicos les caía mal.
– ¿Ah, sí? ¿Y nosotras no podemos quedarnos con ellos?
– No, hija, esto no es para chicas.
Claudette sintió que había llegado el momento de jugar la última carta. Hizo una seña a Agnès y ésta se acercó a su padre, poniendo boquita de piñón, con los ojos dulces y solicitantes, con el tono de voz irresistiblemente meloso.
– Oh, papá, sé mignon, déjanos ir…
Paul miró a Agnès y tragó saliva.
– Bien…, yo… -titubeó-. En fin…, eh…, ¿por qué no? -dijo con un suspiro, vencido-. Está bien, está bien. Mañana os llevo.
Lo abrazaron, efusivas.
– ¡Merci, papá!
– Ya, ya -dijo Paul, derritiéndose en el abrazo-. Pero tenéis que portaros bien, ¿habéis oído?
Fue la única vez que el padre consintió llevar a las dos chicas consigo. A la mañana siguiente, un domingo gris y húmedo, metió a los cuatro hijos en un coche, conducido por Marcel, y todos emprendieron la marcha por la carretera: coche, caballos y perros en medio de gran alboroto hasta el bosque. Cruzaron el río Aisne y entraron en el Bois de Compiègne, pasando por entre los grandes robles hasta los Beaux Monts, desde donde se dirigieron hacia los Etangs de Saint-Pierre. Agnès y Claudette se quedaron allí sentadas junto a un lago rodeado de hayas, mientras que sus hermanos jugaban a la guerra entre los arbustos, bajo la mirada aburrida de Marcel. El padre galopaba con el barón Redier tras los perros y las liebres. A las niñas la experiencia les resultó enfadosa, no había allí aventuras ni excitación, sólo un tedio sin fin. Decepcionadas, nunca más quisieron oír hablar de cacerías, eran mil veces preferibles los bostezos en el Château Redier.
Paul era un hombre avanzado para la época y, cuando Claudette terminó el instituto, decidió pagarle los estudios universitarios. La hija mayor, apasionada por la arqueología y estimulada por los recientes descubrimientos en Egipto y en la Mesopotamia, fue a estudiar historia a la Sorbona.
Al año siguiente, en 1911, pareja oportunidad le llegó a Agnès. Sin sorpresas, la segunda hija del matrimonio Chevallier decidió a los veinte años seguir los pasos de su heroína Florence Nightingale y se matriculó en Medicina, también en la Sorbona. No era Enfermería, pero estaba en el mismo departamento. En París compartió con Mignonne y su hermana un apartamentito simpático en Saint Germain-des-Prés. El apartamento estaba situado en un primer piso de la Rue de Montfaucon, junto al mercado, y fue allí donde pasó los mejores años de su vida.
Claudette y Agnès frecuentaban facultades diferentes, por lo que sólo se encontraban por la noche y los fines de semana. Una vez por mes, iban a Lille a pasar un fin de semana con sus padres y recibir la mesada. El dinero les alcanzaba para la comida, que iban a comprar al Marché Saint Germain, justo al lado, y para pagar el alquiler del pequeño apartamento, compuesto por cocina y una sala grande, donde tenían dos camas, un sofá, un armario, un escritorio y una bañera. El cuarto de baño, en la planta baja, era un pequeño cubículo con un inodoro blanco decorado con motivos azules, como si fuesen tatuajes sobre la porcelana, y servía para todos los inquilinos del edificio.
La carrera de Medicina resultó absorbente. El primer contacto con Anatomía resultó inolvidable. Agnès era de las pocas mujeres que iba a ese curso y tuvo mucho miedo la primera vez que entró en la sala de disecciones, donde se daría la primera clase de esa temida disciplina. En medio de la sala había una mesa y, sobre ella, se hallaba extendido el cadáver de un hombre desnudo. Los alumnos rodearon la mesa con un silencio respetuoso, fascinados ante la visión del muerto, y sólo el profesor parecía relajado, tal vez incluso algo divertido, sabía bien cómo fantaseaban los alumnos acerca de las siniestras experiencias de aquella cátedra, sobre todo antes de conocerla de verdad. El profesor Bridoux tenía fama en la Sorbona, entre los estudiantes de Medicina, por sus extravagancias con los cadáveres. Al contrario de la mayoría de los profesores de Anatomía, que disponían de cirujanos para las clases de disección, a Bridoux le gustaba cortar él mismo los cuerpos y poner al descubierto sus entrañas. Agnès conocía su legendaria fama de hombre morboso, una reputación entre los estudiantes que, en rigor, le aseguraba una clientela fiel; al fin y al cabo, el responsable de la cátedra de Anatomía era generalmente considerado, por su rareza, el personaje más fascinante de la facultad.
– Muy bien, señores -comenzó diciendo el profesor Bridoux mientras se frotaba las manos-. La palabra «anatomía» deriva del griego anatemnein, es decir, «cortar y abrir». -Levantó un dedo-. Van a iniciarse ahora en la disciplina más antigua de la Medicina y, si me permiten, vale la pena recordar aquí la importancia histórica de este trabajo. -Los estudiantes absorbían cada palabra, pendientes de la exposición de esta leyenda viva de la Facultad de Medicina-. Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Kos efectuaron las primeras autopsias trescientos años antes de Cristo, pero esta práctica se prohibió en el siglo ii por motivos religiosos. -Bridoux miró los rostros a su alrededor con expresión desafiante-. La religión, estimados alumnos, es la fuente del oscurantismo. Si ella los tienta, resistan. Si ella ya los ha tentado, desistan. La ciencia y la superstición no se llevan bien, créanme. Miren el ejemplo de esta noble disciplina nuestra, tan importante para el conocimiento del hombre. Pero, a pesar de su importancia, el oscurantismo religioso se impuso con tanta fuerza y duró tanto tiempo que hubo que esperar hasta el siglo xiv para que volviera a hacerse una autopsia en Europa. -Bridoux cogió un bisturí-. Durante todo ese tiempo, todo lo que la medicina sabía sobre la anatomía humana lo debía al trabajo del griego Galeno de Pérgamo, el médico de Marco Aurelio, que publicó un centenar de trabajos destinados, decía él, a traer luz a las tinieblas. Y no fue hasta el siglo xvi, señores, cuando alguien retomó los estudios de anatomía y fue más lejos que Galeno. -Miró a los estudiantes-. ¿Saben quién fue ese genio?
Un joven muy delgado, que Agnès sabía que era oriundo de Burdeos, levantó tímidamente la mano y el profesor le hizo una seña para que hablase.
– ¿Morgagni?
– Ese vino después -respondió el profesor Bridoux, blandiendo el bisturí-. El médico que fue más allá de Galeno, llegando incluso a cuestionar sus conclusiones, fue el belga Andreas Vesalius. Vesalius era conocido como «el Loco», fíjense, y tenía esa triste fama simplemente por poseer la pasión por el conocimiento. Comenzó disecando muchos animales y pasó después a los cadáveres de las personas ejecutadas en Bruselas. Llegó incluso a hacer autopsias en público, algo nunca visto hasta entonces. Expuso sus descubrimientos en Tabulae anatomicae sex y, sobre todo, en De humani corporis fabrica libri septem, el trabajo más fundamental de desarrollo de la anatomía, disponible en la biblioteca de la facultad para quienes deseen ejercitar su latín. -Alzó la mano derecha, en un tono dramático-. Pero, hélas!, nadie es profeta en su tierra. Vesalius fue tan hostigado por sus colegas por haber cuestionado a Galeno, por haber desafiado algunas de las viejas enseñanzas, que se vio obligado a emigrar a España, donde se convirtió en médico de la corte. -Bridoux miró al alumno delgaducho que había hablado hacía un momento-. Del mero estudio de la anatomía, las autopsias pasaron en el siglo xvii al estudio de la causa de la muerte de las personas como forma de ayudar a los vivos. Apareció entonces un nuevo científico. ¿Quién?
– Morgagni -sonrió el estudiante, ruborizándose y sintiéndose lisonjeado por la cortesía del profesor.
Bridoux abrió los brazos.
– Voilà. Giovanni Battista Morgagni -dijo, pronunciando el nombre con un afectado acento italiano-. Fíjense: la palabra «patología» también viene del griego. Es la unión de pathos, sufrimiento, y logos, enseñanza. Pathos logos. Patología. La enseñanza del sufrimiento. Después de los trabajos pioneros de Galeno de Pérgamo, fue el médico italiano Giovanni Morgagni, de Padua, quien estableció los modernos fundamentos del estudio de las patologías. Morgagni realizó casi setecientas autopsias y publicó sus conclusiones en una obra en cinco volúmenes: De sedibus et causis morborum. Estableció allí los vínculos entre los síntomas clínicos y los resultados de las autopsias. Morgagni intentó así demostrar que era posible descubrir post mórtem las causas de la muerte de una persona, estableciendo correlaciones entre las enfermedades y las alteraciones encontradas en los órganos disecados. -Hizo una pausa-. ¿Alguna duda?
Nadie dijo una palabra.
– Muy bien -exclamó Bridoux, satisfecho-. Veo que ya lo saben todo. -Acercó el bisturí al abdomen del cadáver-. Señores, ha llegado la hora de revelarles la vida a través del estudio de los muertos -anunció con solemnidad, miró el cuerpo desnudo y alteró el tono de voz, dos notas más abajo, como si añadiese un aparte-. Sé que están un poco nerviosos, siempre ocurre eso la primera vez, pero imaginen que estamos en la carnicería y esto es sólo un pedazo de carne. Además, no hace falta imaginarlo. Esto es realmente un pedazo de carne.
El profesor Bridoux cortó la piel del hombre muerto y Agnès mantuvo con gran esfuerzo la mirada fija en la acción, horrorizada y fascinada, quería cerrar los ojos y ver, huir y quedarse. Se sorprendió por observar tan poca sangre en toda la autopsia, se sentía perpleja por la falta de dignidad de aquel cuerpo, una marioneta rota y tumbada en la mesa, una masa inerte y despojada, pero, paradójicamente, la muchacha se fue calmando a medida que el cadáver se transformaba: progresivamente se veía menos al hombre y más un montón de carne, era una visión que asustaba y a la vez serenaba. Parecía realmente que estaban en la carnicería, la carne humana, tajada y cortada, no se diferenciaba en nada de la carne de vaca.
Después de esa primera clase de Anatomía, Agnès fue a despejarse a la Place de l'Opéra. Se sentó en el café de la Paix y pidió una infusión. El garçon le trajo la taza y la tetera llena, Agnès preguntó cuánto era y cogió el bolso para sacar el dinero. Lo abrió y vio algo extraño junto al monedero. Palpó y sintió que el tacto era suave. Cogió el insólito objeto, lo sacó del bolso y, horrorizado, el garçon, lívido y mirándola, comprobó que era una oreja cortada. Se incorporó sin decir palabra y abandonó el café ante la mirada boquiabierta del camarero, estaba furiosa con sus compañeros, le habría gustado saber quién había sido el gracioso, esas bromas no se hacen.
Agnès soportaba a duras penas las pavorosas clases de Anatomía, con sus repugnantes disecciones de cadáveres esqueléticos y aquel permanente olor a formol, pero la parte científica compensaba ampliamente estos macabros inconvenientes, y así continuaba entusiasmada con la medicina. Los últimos treinta años habían sido ricos en importantes descubrimientos: Pasteur había revelado el papel de las bacterias en la proliferación de las enfermedades y había desarrollado vacunas para prevenirlas; Ivanowsky y Beijerinck habían descubierto los virus; Starling y Bayliss habían detectado la función de las hormonas; Eijkman y Hopkins habían determinado la importancia de las vitaminas; Bateson había comprendido el funcionamiento de la herencia establecida por las leyes de Mendel.
Sin embargo, lo que más la intrigó fue el trabajo de Freud, que pocos años antes había revelado el extraño mundo del subconsciente, de la sexualidad, de los sueños y del psicoanálisis. Agnès oyó por primera vez hablar de Freud durante una conferencia del profesor Maillet en un simposio médico sobre enfermedades de la mente. Maillet era un discípulo del célebre neurólogo Jean Charcot. En la pausa para el café, la joven estudiante se armó de valor y fue a hablar con el conferenciante.
– Profesor Maillet -dijo Agnès-, disculpe que lo moleste, pero he estado escuchándolo y me pareció curiosa su referencia a aquel médico austríaco que usa la hipnosis para curar a los locos. ¿Funciona ese método realmente?
Maillet la miró con expresión altiva. Al darse cuenta, sin embargo, de que la mujer que lo interpelaba era joven, bonita por añadidura, se volvió inmediatamente solícito.
– Claro, estimada mademoiselle.
– Pero ¿cómo llegaron a descubrirlo?
– Oh, no fue fácil, se lo aseguro. Usted sabe que las enfermedades de la mente siempre han sido un misterio para la medicina. Los enfermos adoptaban comportamientos extraños y no sabíamos qué hacer con ellos. ¿Cómo podríamos diagnosticarles un mal y curarlos si tenían el cuerpo perfectamente sano? Era un verdadero misterio.
– Fue entonces cuando apareció el austríaco…
– Bien, ya había estudios sobre psicología, y la neuroanatomía constituyó un paso importante para darnos cuenta de lo que pasa en nuestras cabecitas -dijo, golpeándose la frente con el índice-. Pero no hay ninguna duda de que el doctor Freud nos prestó una gran ayuda. Vino a París y se encontró con el doctor Charcot, que fue mi maestro y tutor. El doctor Freud se sentía muy frustrado porque no lograba tratar los miedos, las neurosis y las obsesiones de sus pacientes usando los conocimientos y los instrumentos habituales de la medicina. El doctor Charcot lo ayudó a estudiar los síntomas de la histeria. El doctor Freud se matriculó en el curso del doctor Charcot, aquí en París, y aprendió la técnica de la hipnosis, que profundizó en Nancy con el doctor Bernheim.
– Eso es lo que me deja perpleja, profesor Maillet -interrumpió Agnès-. Realmente, ¿la hipnosis funciona?
– Claro que funciona.
– Pero eso parece cosa de brujería o número de circo.
– Por el contrario, estimada mademoiselle, es un método perfectamente legítimo para explorar los males de la mente. Además, es muy usado en Francia y el doctor Freud ha comprobado su eficacia. Usando la sugestión y la hipnosis, nuestro amigo austríaco intenta traer a la superficie las experiencias traumáticas que la mente reprime. Fíjese en que el doctor Freud cree que esos traumas son una especie de pecado original, son la fuente de muchas enfermedades que no tienen origen orgánico. Lo que hacía era usar la hipnosis para revelar los traumas y trabajar la mente en el subconsciente de los enfermos.
– ¿Lo hacía?
– Sí, parece que ya ha abandonado el método de la hipnosis.
– ¿Y por qué, si es tan eficaz?
– Oh, eso no lo sé, tendrá que preguntárselo a él.
Cuando Agnès se retiró, fue directa a una de las librerías de Saint Germain-des-Prés y preguntó por Freud. El empleado le extendió un ejemplar de Le rêve et son interpretation, que Agnès se llevó a su casa. La joven no descansó hasta acabar el libro, y entendió entonces por qué motivo Sigmund Freud había abandonado la hipnosis. Había descubierto un método mejor.
En el curso siguiente, y en las pausas de sus recorridos por las mentes y cuerpos humanos, Agnès descubrió su propio cuerpo. O, mejor dicho, descubrió que era vanidosa. Hasta los veinte años la vestía su madre, y siempre con tal primor que la joven se habituó a estar bien arreglada sin que tuviese que hacer nada para ello. Pero Michelle no se encontraba en París, una ciudad donde, para agravar las cosas, se exigía que las mujeres siguiesen las novedades de la moda, o no sería aquélla la capital mundial del estilo. Agnès entendió que tendría que ocuparse de sí misma y guardó parte del dinero de la mesada para comprar telas con las que confeccionaba vestidos copiados de Vogue. Cuando llegó de Lille, usaba una prenda para ceñirse el cuerpo bajo sus mejores ropas. Este accesorio con ballenas metálicas, corset para los franceses, le estrechaba violentamente la cintura y le erguía los senos, delineando una silueta sensual, aunque doliente.
En París se enteró, con alivio, de que los corsés habían caído en desuso. Hacía ya dos años que Vogue apuntaba al orientalismo, y la gran novedad de 1911 fue la aparición de pantalones para las mujeres. Los pantalons femeninos constituyeron un verdadero escándalo, que los estilistas atenuaron proponiendo que se usasen bajo la falda. Agnès no se atrevió a comprar pantalones al poco tiempo de llegar a París, pero en 1912, cuando inició el segundo curso de la facultad, se armó de valor y copió un atrevido modelo de Vogue. Era un vestido oriental, blanco y decorado con cornucopias doradas, la falda estrecha con una raja lateral que revelaba sutilmente unos pantalones anchos, como los de los turcos, que se ajustaban en los tobillos. Ataviada con los modelos copiados de Vogue, Agnès se convirtió en una sensación en la facultad y muy pronto comenzaron a lloverle invitaciones masculinas para salir.
La flor se había abierto, revelando a una mujer atrayente, de rasgos finos y elegantes, mirada dulce y sonrisa delicada. No era de una belleza despampanante, de aquellas que hacían volver la cabeza a los hombres cuando veían a la hembra opulenta entrar en un café y la contemplaban con gula, babeándose grotescamente, con el deseo en inminente erupción. Sus atractivos eran más bien otros, más discretos y graciosos. Se hacía necesario mirar bien su rostro para descubrir unos ojos hipnóticos seductores, verdes y penetrantes, a los que se unían las líneas perfectas y los labios carnosos. Se trataba de una de aquellas mujeres que no despertaban una voluptuosidad inmediata y animal, sino una tierna e incurable pasión platónica.
La mayor parte de las invitaciones consistían en ir a comer unos croissants al Stohrer, tomar un café en el Tortini o dar un paseo por las Tullerías y por las márgenes del Sena, lo que le valió algunos breves amoríos y varias decepciones sin secuelas.
No había en Carrachana chico más alto que Afonso. Cuando regresó de Braga, en el verano de 1906, el hijo menor de los Laureano tenía sólo dieciséis años, pero ya era un mocetón. El menú del refectorio del seminario, rico para los padrones habituales en aquel lugar de gente pobre y escasa de recursos, contribuyó en gran medida al desarrollo de su cuerpo, volviéndolo tan alto como su padre. Junto a su extraordinario metro setenta y siete, raro en aquel tiempo, muchas de las personas con las que se cruzaba en la calle parecían unos enanos canijos cuyas cabezas le llegaban hasta el cuello.
En su casa pocas cosas habían cambiado, pero ya había más espacio en la habitación. João se había casado, se fue de la casa de sus padres y se instaló con su mujer en un anexo en Rio Maior. Como había dejado el aserradero, ahora se ganaba la vida como empleado en un almacén de vino. Afonso comenzó a compartir la cama de la habitación de Carrachana con Joaquim, que lo recibió con un agreste mal humor.
– ¡Vaya por Dios! ¡Ya vienes tú a sacarme de quicio! -protestó Joaquim con acritud cuando vio a su hermano menor colocar ropa en un cajón que consideraba suyo.
– Oye, Joaquim, te pido mil disculpas, pero ¿dónde quieres que ponga mis cosas?
– ¿Te pido mil disculpas? -El hermano se rio con una mueca de desprecio-. ¡No te hagas el fino y déjate de tantos tiquismiquis!
– Vale, pero ¿dónde pongo mis cosas?
– ¡Yo qué sé! Mira, ponías debajo de la cama.
– ¿Debajo de la cama? Disculpa, pero me resulta imprescindible un cajón.
– ¿Me resulta imprescindible? Pero ¿tú sólo vienes aquí con palabras de cinco mil réis, caramba? ¡A ver si hablas como una persona normal! No me apetece tener que dormir con un cura, ¿has oído? -dijo, y le señaló los zapatos-. Fíjate en esos aires que tienes de gran señor, ni descalzo eres ya capaz de andar. ¡Ya te pareces a un maricón!
Joaquim era ya un hombre hecho y muy a disgusto comenzó a compartir la vieja cama de latón con su hermano menor. Los modales pulidos de Afonso estaban en profundo contraste con los hábitos rudos de la casa. Además, Joaquim estaba resentido porque no se le dio la misma oportunidad de educación. Aprendió a leer, es cierto, pero no pasó de la primaria y gastaba ahora su juventud en el aserradero. Por ello veía con resentimiento que su hermano menor disfrutase de oportunidades que nunca se le presentaron y tendría que pasar mucho tiempo para llegar a aceptar a este nuevo Afonso que había invadido, inopinadamente, su habitación.
Una semana después de haberse instalado en Carrachana, Afonso fue a la Casa Pereira a hablar con doña Isilda. Quería agradecerle la ayuda y explicarle por qué razón no había acabado bien la experiencia del seminario, pero también necesitaba trabajar y alimentaba la secreta esperanza de que su protectora lo contratase de nuevo en la tienda. Al entrar en el local, se encontró con Carolina y se sintió turbado.
– Hola, Afonso -lo saludó ella, sorprendida de verlo allí.
– Buenos días -respondió él, cohibido.
Carolina estaba diferente, mucho más alta. Había crecido, tenía los senos firmes, el pelo rojizo se había vuelto levemente castaño y las pecas menos visibles, pero no había dudas de que, aunque no irresistible, era una chica atractiva.
– ¿Ya eres sacerdote?
– No -se atragantó-. He desistido, no tengo vocación.
Intentó descubrir en los ojos de ella una reacción ante esta noticia, pero Carolina optó por el disimulo y Afonso no llegó a captar si la novedad le había gustado o si en realidad la había dejado indiferente.
– Entonces, ¿qué te trae por aquí?
– He venido a hablar con tu madre. ¿Está?
Carolina lo acompañó hasta el despacho, donde su madre se ocupaba de las cuentas. A doña Isilda ya la había informado su hermano de que Afonso había salido del seminario, pero no se sentía especialmente disgustada. Había tramado la ida del muchacho a Braga como mero subterfugio para alejarlo de su hija. Alcanzado el objetivo, sólo le quedaba ahora mantenerlo lejos de Carolina. Cuando Afonso preguntó si habría aún sitio para él en la tienda, doña Isilda adoptó una expresión apropiadamente triste y dijo que el negocio no iba muy bien y no podía admitir a ningún empleado más, por lo que lamentaba no poder ayudarlo esta vez.
– Un comerciante no tiene corazón -le explicó ella-. La prioridad es defender el negocio. Las cosas andan mal y, si te coloco aquí, sólo me aumentarán las dificultades. Lo lamento, muchacho, esta vez no te puedo ayudar.
Afonso se quedó contrariado, pero ocultó su desilusión. Resignado, agradeció de nuevo toda la ayuda que doña Isilda le había prestado y salió del despacho.
– ¿Ya te vas? -le soltó Carolina cuando lo vio dirigirse hacia la puerta.
Afonso la miró a los ojos y se dio cuenta de que en ella había una suerte de inquietud, sintió que aún no le resultaba indiferente.
– Voy a dar un paseo. ¿Quieres venir?
– ¿Adónde?
– Vamos al río, hace mucho tiempo que no voy por allí.
Carolina miró a su alrededor, indecisa. La dependienta que estaba en el mostrador parecía distraída, más preocupada por limarse las uñas, y su madre seguía en el despacho. Se dejó llevar por el primer impulso.
– Vámonos.
Caminaron serenamente por las calles hasta Rio da Ponte, se quedaron oyendo el agitado rumor de las aguas frías y cristalinas del río Maior y subieron, aquella mañana soleada, hasta el Moinho do Canto, el paseo se hizo agotador y el calor era intenso, pero Afonso se sentía feliz. A pesar de haber salido del seminario disgustado y de las incertidumbres acerca de su futuro, en el fondo no le desagradaba estar libre de los monótonos rituales que marcaron su vida durante tres años. Por otro lado, la presencia de una chica a su lado lo embriagaba. Las mujeres provocaban en él un bienestar inexplicable, disfrutaba de la charla sin rumbo y de los silencios embarazosos, vivía el intercambio de miradas como un juego, se ocupaba de adivinar intenciones en los menores gestos y en las palabras más simples y se descubría dando y disimulando señales.
Ninguno de los dos, sin embargo, era muy bueno en el arte de la disimulación, o tal vez ninguno verdaderamente desease serlo. Caminando por la carretera, Carolina acercó su hombro izquierdo a Afonso, como quien no quiere la cosa, y sus brazos se rozaron repetidas veces. Uno o dos toques pueden ser accidentales, pero el roce permanente hacía al gesto intencional. El chico perdió el control de sí mismo a partir de ese momento, entrando en un estado de excitación que, contenida al principio, no dejaba de aumentar. Comenzó sintiendo que le hervía la sangre, que el corazón se le aceleraba, que la erección se notaba en los pantalones. Ella caminaba pegada a él, sin decir palabra, y él no hacía nada por apartarse. Jadeando, se atrevió a buscar la mano de la chica con los dedos, sin mirarla. Le tocó la mano y aguardó un instante, esperando a ver si ella lo evitaba, pero no lo hizo. Las manos se enlazaron y así siguieron caminando, siempre en silencio, mientras un torbellino de sentimientos trastornaba sus cabezas, el deseo se acumulaba como una tormenta que avanza en el cielo, conteniéndose en un volumen intenso antes de desencadenarse con furia sobre la tierra. Recorrieron todo el paseo de regreso cogidos de la mano. Al acercarse a la Casa Pereira, Carolina finalmente se desprendió de él.
– Mañana, a las diez de la mañana, espérame aquí, en la esquina -dijo.
Le dio un beso furtivo y corrió hacia la tienda. Se había reanudado el flirteo, pero no en el punto en el que había quedado cuatro años antes. Es cierto que Afonso, a pesar de la llamada de la carne, tenía que vencer aún las inhibiciones heredadas de los años de seminario. Pasó esa noche rezando, implorándole a la Virgen que lo protegiese del deseo, de la lujuria y del pecado. Cuando se durmió, sin embargo, no fue en la Virgen en quien pensó, sino en la virgen que deseaba. Tenía el cuerpo maduro. Imaginó mil pecados entre los cálidos brazos de Carolina.
Se despertó ansioso. Temprano, mucho antes de la hora señalada, fue corriendo hacia la Casa Pereira. Aguardó hasta las diez con impaciencia, nervioso, lleno de dudas y vacilaciones, su alma le aconsejaba prudencia, le tentaba la carne, acicateándolo. Cuando finalmente apareció Carolina, los dos se fueron por la carretera, otra vez cogidos de la mano, ahora camino de las salinas. Junto al pinar, Afonso la llevó al otro lado de la carretera, con el corazón agitado, la excitación imperiosa, las manos trémulas. Se tumbaron detrás de un arbusto. Procuró con su mano debajo de la falda, le quitó precipitadamente las bragas, con tanta torpeza que llegó a rasgarlas. Se colocó entre las piernas de Carolina, se quitó deprisa los calzoncillos y la penetró con ardor, ambos jadeantes, temblando de deseo, de voluptuosidad, de gemidos y suspiros. El cuerpo la cubrió, como un animal incontrolable, y desencadenó movimientos rápidos y acompasados, y no se detuvo hasta que los ojos se llenaron de estrellas y la carne estalló de placer.
Fue doña Alzira, vecina de doña Isilda, quien le dio la noticia a la madre de la muchacha.
– ¿Así que su hija Carolina ha conseguido novio? -preguntó Alzira desde el balcón de su casa mientras tendía la ropa al sol-. ¿Para cuándo es el casorio?
Doña Isilda, pillada desprevenida, se asustó. Se puso pálida y volvió la cara para ocultar la sorpresa, pero no fue lo bastante rápida. Alzira se dio cuenta de que le había revelado algo nuevo a su vecina y sonrió, maliciosa.
Lo cierto es que, a partir de entonces, la propietaria de la Casa Pereira no le quitó el ojo de encima a su hija y bastaron sólo dos días para enterarse de quién era el pretendiente. Se quedó sorprendida, no por descubrir que se trataba de Afonso, sino por comprobar que había sido ingenua, por haber pensado que la cuestión estaba zanjada, que los cuatro años de separación habían sido más que suficientes para enterrar el asunto. ¡Qué tonta había sido! ¿No conocía acaso a su hija? ¿Qué nube habría pasado por su cabeza para ignorar la naturaleza obstinada de la moza? Una naturaleza que ella, en resumidas cuentas, conocía más que bien.
Pero doña Isilda era una mujer práctica y sabía que no valía la pena perder el tiempo recriminándose, no era eso lo que resolvería el problema, lo que necesitaba ahora era un buen plan. Se puso a meditar sobre el asunto y concluyó, después de una larga reflexión, que de nada serviría intentar impedir lo inevitable, ella misma había sufrido la oposición de sus padres cuando comenzó a salir con quien sería su marido: en efecto, no fue esa oposición la que impidió la boda. Si se querían, ¿cómo podría resolver el asunto? Claro que tenía la opción de mandar a su hija a la casa de los primos de Lisboa, pero eso sólo serviría para tener a esa muchacha alocada libre como un pájaro y sabe Dios qué haría, lejos de su vigilancia, en aquella tierra de donjuanes y perdularios. No, la solución debía ser otra. Pensó un poco más. Afonso era, sin duda, un buen muchacho, admitió, el problema residía en su pobreza. Pero la verdad, siguió analizando, es que ya había recibido alguna educación en Braga, incluso sabía latín y hablaba lenguas extranjeras, lo que hacía de él un candidato más interesante. Para poder casarse con Carolina, no obstante, hacía falta que completase su educación, necesitaba alcanzar un estatus de caballero y tener ingresos seguros. Llegada a este punto de su razonamiento, doña Isilda comenzó a elaborar un nuevo plan. Le vino a la mente el rostro de su primo Augusto, mayor de artillería en el Ejército. Decidió escribirle, para preguntarle cómo podría convertirse en oficial un mozo de diecisiete años. La respuesta llegó a vuelta de correo.
Lisboa, 2 de junio de 1907
Querida Isilda:
Te agradezco la carta con las novedades de Rio Maior. Nosotros por aquí, muy bien. Odete anda con una tos terrible, pero el médico ha dicho que no hay problemas, me entrega unas recetas y me voy a buscar las medicinas a la farmacia. Parece que los alemanes tienen unos medicamentos nuevos muy buenos para los pulmones. Los chicos ya han sentado cabeza, y lo importante es que André ya va al Liceo del Reino.
Me tomo la libertad de suponer que la duda que me planteas sobre el Ejército significa que tienes a alguien en la mente. Para ser oficial es necesario hacer el curso completo en la Escuela del Ejército, aquí en Lisboa. Para ser admitidos, los candidatos tienen que haber aprobado algunas de las asignaturas de la universidad o de la Escuela Politécnica, pero no se trata de nada muy complicado. Tienen que tener un certificado de buena conducta, un certificado de antecedentes penales de la comarca y menos de veinticuatro años. Si fuesen menores de edad, hace falta una autorización del padre o del tutor. El coste de la matrícula oscila entre los cinco y los seis mil réis. Existe también un número limitado de plazas y los candidatos han de poseer cualidades físicas adecuadas para servir como oficiales, pero yo consigo arreglarte eso hablando con el comandante de la escuela, el general Sousa Telles, que suele visitar a mi padre.
Espero tus noticias. Dale un beso a Carolina.
Cariños de
Augusto
Doña Isilda tomó una decisión en cuanto acabó de leer la carta. Fue a hablar con Carolina, le contó que lo sabía todo y le dijo que llamase al muchacho. Quería conversar con él.
Afonso apareció en la Casa Pereira al atardecer. Carolina lo introdujo, nerviosa, en el despacho de su madre. Informado de que doña Isilda estaba al tanto del noviazgo, le costó mirarla a los ojos y se sentó abatido en la silla, retorciéndose las manos apoyadas sobre sus piernas. No sabía qué decir y ella mantuvo un silencio pesado. Solamente lo rompió cuando se quedaron a solas.
– Vaya sacerdote que me ha salido -comentó doña Isilda con frialdad.
Afonso no dijo nada. Miraba al suelo, cohibido, con ganas de desaparecer de allí. Se sentía un traidor, alguien que había abusado de la confianza de quien le había prestado su ayuda. -Si no he entendido mal, estás saliendo con mi hija. Sintiendo que era una pregunta, el chico soltó un gruñido de asentimiento.
– Y quieres casarte con ella.
Afonso jamás había pensado en eso, se quedó incluso sorprendido de que doña Isilda llevase el asunto tan lejos y tan rápido, pero supuso en aquel instante que sería de mal tono negar que sus intenciones fueran honestas, así pues, volvió a asentir, esta vez con un silencioso movimiento de la cabeza.
– ¿Y se puede saber cómo pretendes mantenerla?
Afonso se encogió aún más en la silla. No tenía respuesta para esta pregunta, nunca se había enfrentado a semejante perspectiva. Se quedó callado y con los ojos bajos, al tiempo que unas gotas de sudor le brotaban de la frente. Hubo una nueva pausa pesada.
– Por tanto, si no he entendido mal, no tienes medios para mantenerla y quieres casarte con ella -concluyó doña Isilda con un suspiro, como quien dice que ya se lo imaginaba. Una pausa más-. Yo podría, claro está, colocarte en la tienda como dependiente, siempre ganarías algo, pero eso no alcanza. Como quiero lo mejor para mi hija, he decidido ayudarte a completar los estudios de modo que cuentes con medios para mantenerla.
El muchacho alzó la cabeza, con los ojos desorbitados.
– Gracias, doña Isilda -balbució.
– No me agradezcas nada todavía -interrumpió la viuda de forma áspera-. He hablado con un primo mío y existe la posibilidad de que ocupes una vacante en la Escuela del Ejército. Para dar mi consentimiento al noviazgo, quiero a cambio que te inscribas en esa escuela y te hagas oficial.
– Pero eso es caro, doña Isilda.
– No te preocupes por los gastos, que ése es mi problema. Lo que quiero es que se acaben los flirteos con Carolina mientras no te hagas oficial, no vaya a ocurrir una desgracia. Cuando salgas de allí siendo alférez, ya estarás en condiciones de formalizar la relación con mi hija. ¿De acuerdo?
Afonso la miró, indeciso.
– ¿De acuerdo? -insistió la viuda, imperiosa.
– ¿Cuánto tiempo dura la carrera?
– Deja que lo vea. -Sacó un folleto que le había enviado su primo y consultó la tabla-. Son dos años para infantería y tres para artillería.
– ¿Dos para infantería?
– Sí.
– Me apunto en infantería.
El acuerdo quedó cerrado y doña Isilda, presurosa, mandó inmediatamente a Afonso a la casa de su primo Augusto, con el pretexto de que el joven necesitaba prepararse para la admisión en la Escuela del Ejército. En rigor, el pretexto era verdadero.
Afonso no había cursado el instituto ni el politécnico y necesitaba aprobar algunas disciplinas como Trigonometría Esférica, Algebra Superior, Dibujo, Geometría Analítica y Geometría Descriptiva, con lo que cubriría los requisitos curriculares necesarios para matricularse en infantería o caballería.
El mayor Augusto Casimiro, el primo de doña Isilda, vivía en un piso de Belém con su mujer y sus dos hijos. Cuando desembarcó en el Rossio, Afonso siguió las indicaciones manuscritas por la madre de Carolina y le pidió al cochero que lo llevase hasta la Rua Direita de Belém. La familia Casimiro, que lo acogió con simpatía, le consiguió enseguida profesores particulares para las disciplinas exigidas. El muchacho tenía menos de dos meses para preparar los exámenes del politécnico y conseguir, así, los certificados que le permitirían ingresar en la Escuela del Ejército, y se empeñó con ahínco en los estudios. Sabía que no tenía otras opciones y que ésta era una inesperada y preciosa segunda oportunidad. Si fallaba, regresaría a Carrachana y no le quedaría más alternativa que seguir los pasos de su padre e ir a trabajar la tierra por la zona del Cidral o volver al aserradero donde Joaquim seguía perdiendo su juventud.
La mujer del mayor, doña Odete, debía de ser tuberculosa, porque tosía tremendamente. Afonso, imbuido de un espíritu cristiano que había adquirido en el seminario, se multiplicaba en esfuerzos para ayudarla. Iba muchas veces a la farmacia situada en una esquina de la calle, con el rótulo por encima de las elegantes canterías de las puertas y ventanas de la fachada que anunciaba: Laboratorio Franco. Especialidades Farmacéuticas. Allí recogía las medicinas que recetaba el médico. En una de las visitas a la farmacia reparó en la fotografía de un equipo de football pegada a la pared.
– ¿Quiénes son? -le preguntó al empleado mientras esperaba que le preparasen la receta.
El hombre sonrió.
– Es el Grupo Sport Lisboa -dijo con orgullo-. Es el team en el que yo juego.
– ¿Usted juega al football?
– Todos los domingos -exclamó, señalando enseguida al otro empleado de la farmacia-. Yo, Daniel y hasta el señor conde.
El conde era Pedro Franco, conde de Restelo y dueño del laboratorio Franco.
– ¿Cómo se llama exactamente el equipo?
– Hombre, es el Sport Lisboa, ¿nunca ha oído hablar de él?
– No.
– Ya veo que no le gusta el football.
– Al contrario, me gusta mucho.
– ¿Le gusta el football y nunca ha oído hablar del Sport Lisboa?
– Pues no.
– Caramba, hombre, usted anda un poco despistado.
– Ocurre que no soy de Lisboa, he llegado hace poco tiempo.
– Ah, vale -exclamó el empleado-. El Grupo Sport Lisboa nació en esta farmacia hace unos tres años. Es un club formado por chicos de la calle, los hermanos Catatau, los Carrillo y los Monteiro, toda gente que vive aquí y que se unió al grupo que era de la Casa Pia.
– ¿ Y juegan bien?
– ¿Si jugamos bien? -El empleado se rio-. ¡Hombre, usted realmente está en la Luna! El año pasado quedamos en segundo lugar en el primer Campeonato de Lisboa. Segundo lugar, ¿ha oído? Por delante de nosotros sólo está el Carcavellos Club y detrás quedaron el Lisbon Cricket y el CIF de los hermanos Pinto Basto.
– ¿Ah, sí? ¿Ustedes juegan con el Carcavellos Club? -preguntó Afonso, ahora genuinamente impresionado.
Ya en la época del Club Lisbonense, el Carcavellos Club era el equipo más temible que había, formado por ingleses del cable submarino. Si el team del empleado de la farmacia jugaba con el Carcavellos Club, razonó Afonso, debía de ser realmente bueno.
– Somos bicampeones de Lisboa -repitió el hombre con incontenible orgullo.
– ¿Puedo ir a ver algún partido?
– Este domingo, si quiere. Vamos a enfrentarnos con el Cruz Negra en un match amistoso. El campeonato no comienza hasta el otoño.
– ¿Y dónde es?
– Aquí al lado, en las Salésias, el campo que está al lado del cuartel. A las tres y media de la tarde.
Afonso no faltó al encuentro. Eran las tres de la tarde del domingo y ya había tomado asiento en las Salésias, un descampado rodeado de casas y que pertenecía a un cuartel de caballería. Las caballerizas estaban alineadas al fondo, y del otro lado se veía el Tajo deslizándose perezosamente hacia el mar. Había ya una pequeña multitud aglomerándose en torno al campo de tierra apisonada, observando a algunos jugadores que se entrenaban junto a porterías improvisadas. Unos vestían camisetas verdes con una cruz negra bordada al pecho, otros llevaban camisetas rojas y calzones blancos, entre ellos los dos empleados del laboratorio Franco. A Afonso le resultó fácil entender que los primeros pertenecían al Cruz Negra y los segundos al Grupo Sport Lisboa. Al cabo de media hora, un hombre con pantalones, corbata y chaleco llamó a los captains de los dos equipos y los tres eligieron el campo y la pelota. Era el referee.
El match comenzó instantes más tarde, deslumbrante. La multitud se animó, gritando «aaaaah» cada vez que había un gol. Por la diferencia de intensidad de los clamores cuando el triunfo se producía en una portería o en otra, Afonso entendió que el Sport Lisboa absorbía la mayor parte de la simpatía de los espectadores domingueros. En cierto momento, un jugador del Cruz Negra cayó cerca de la meta del Sport Lisboa y el referee sentenció penalty. Algunos espectadores no se resignaron y entraron en el campo corriendo para pedirle explicaciones al àrbitro, con tal exaltación que los propios jugadores tuvieron que proteger al hombre. Cuando se restableció la calma, un atleta del Cruz Negra disparó el penalty e hizo goal. Los espectadores reaccionaron con frialdad, en vez del «aaaaah» excitado se oyó un «oooooh» de disgusto. El partido se reanudó y, en un determinado momento, la pelota salió del campo. Uno de los espectadores la recogió e intentó huir. Dos jugadores de rojo salieron corriendo tras él y lograron recuperar el balón. El juego siguió y, poco después, un estallido de alegría señaló la igualdad restablecida por el Sport Lisboa. Los rojos acabaron ganando el match por 3-1 y la multitud, satisfecha, se dispersó.
Afonso se quedó un rato más viendo a los jugadores desnudarse en un rincón del campo y lavarse en barreños. Un chiquillo iba con un cubo a buscar agua a un pozo y la echaba sobre los atletas. El joven espectador sonrió ante el espectáculo y se fue serenamente de las Salésias, de vuelta a casa y a los ejercicios de álgebra superior.
Durante dos meses, ésta fue la vida de Afonso. A lo largo de la semana, estudiaba con los profesores particulares pagados por doña Isilda, y el domingo iba a ver brillar al Grupo Sport Lisboa en las Salésias, en Alcántara o en el Lisbon Cricket Club. Llegó incluso a participar en algunos entrenamientos, cuando faltaban jugadores para completar dos equipos, pero carecía del talento y la preparación física para seguir el ritmo de los titulares. Esta vida duró hasta principios de agosto, momento de ir a la Academia Politécnica a hacer las pruebas.
En los exámenes le fue bien y, en pocos días, Afonso tuvo en su mano los cinco certificados que necesitaba. El mayor Augusto Casimiro lo llevó a la Escuela del Ejército, ubicada en el sitio de la Bemposta, o Paço da Rainha, donde entregó todos los documentos y certificados exigidos y pagó los más de 5.000 réis de matrícula para entrar en infantería. Afonso, además, tuvo que hacer varios ejercicios físicos como prueba de su aptitud para afrontar los rigores de los entrenamientos militares, prueba que superó con sorprendente facilidad. Se impuso su porte atlético, entre otras cosas porque su frecuente participación en los entrenamientos del Sport Lisboa lo había dejado en buena forma. El mayor Casimiro llegó incluso a hablar con el general Sousa Telles para facilitar discretamente las cosas, toda vez que había más candidatos que vacantes, pero la cuña acabó revelándose innecesaria. El 31 de agosto se fijó la lista de los candidatos seleccionados en el vestíbulo de la Escuela; Afonso vio su nombre incluido. Sintió que se liberaba del peso que llevaba sobre los hombros y una bocanada de aire puro le llenó los pulmones. Sabía que un fracaso tendría consecuencias penosas en su vida, por lo que fue un gran alivio verse matriculado en la Escuela del Ejército.
Las clases no comenzaban hasta el otoño, por lo que Afonso fue a descansar durante septiembre en Carrachana. Advertida de la presencia del muchacho, doña Isilda mantuvo a Carolina encerrada a cal y canto en casa. La viuda argumentaba que los acuerdos eran para cumplirse: no quería amoríos mientras el pretendiente no aprobase la carrera militar que le abriría las puertas de la oficialidad, no fuese a pasar que el diablo actuase y la muchacha apareciera preñada. Pero doña Isilda no eludió sus responsabilidades de protectora y financió la confección, en la sastrería de Ulpio Brazao, del uniforme de primer sargento cadete para Afonso, un uniforme obligatorio para todos los jóvenes que asistían a la Escuela del Ejército.
Afonso regresó a Lisboa el jueves 24 de octubre. Se presentó en la secretaría de la escuela y prestó, días después, el juramento de fidelidad, requisito imprescindible para poder servir en los cuerpos del Ejército. A partir de ese instante, quedaba integrado en la Escuela del Ejército y, detalle extraño para quien estaba obligado a pagar matrícula, comenzó a percibir un sueldo de trescientos réis por día.
Un sargento los condujo, a él y a unos cuantos más que se habían presentado también ese día, hasta la parada del internado de la escuela, una gran plaza de tierra apisonada rodeada de edificios de color rosa claro y de dos pisos. Había grandes olmos que se alzaban al fondo más allá del muro, la bandera azul y blanca de Portugal izada en un mástil; en otro, el estandarte de la Escuela del Ejército, las armas portuguesas en cada rincón circundadas por dos ramas de laurel. Los llevaron hasta el edificio central del ala izquierda y, cuando Afonso entró, se dio cuenta de que, más que un dormitorio, aquél era un verdadero almacén de cadetes. Había literas a la izquierda y a la derecha en un espacio amplio y sin compartimientos, unas cincuenta literas a cada lado, cien en total, sábanas blancas sobre una madera ordinaria, nada que sorprendiese al mozo de Carrachana, habituado a cosas peores en la cama de latón que compartió durante años con sus hermanos. El sargento les indicó sus camas, les dio las llaves de los cofres y ordenó que se quitasen la ropa de paisano y comenzasen a usar, a partir de ese momento, sólo el uniforme reglamentario.
Afonso se quitó la ropa junto al cofre, con los pies sobre el suelo frío de baldosas, y se puso el uniforme que sólo había usado una vez, al probárselo en la sastrería de Rio Maior: primero los pantalones grises y la camiseta; después se calzó los zapatos y, por fin, se puso la perla del uniforme, el dolmán. Era una vistosa chaqueta azul, abrochada verticalmente en medio del pecho con seis botones de metal amarillo, las solapas levemente redondeadas por delante, la gola rojo vivo con el emblema dorado de la Escuela, la divisa de primer sargento bordada en escarlata en las mangas y una bandolera blanca que le cruzaba el pecho y sostenía una canana a la altura de la cadera. En la cabeza, el birrete azul. Cuando todos terminaron de ponerse el uniforme, el sargento los condujo fuera del dormitorio hasta la parada y les enseñó los movimientos que tendrían que efectuar diariamente durante la ceremonia de formación del almuerzo. Después, los cadetes le entregaron al sargento sus platos y cubiertos, debidamente numerados, para que fuesen llevados al comedor. El plato y los cubiertos de Afonso estaban marcados con el número 190, y a los cadetes se los informó del lugar que tendrían que ocupar en el comedor.
La ceremonia comenzó a las doce y media. El sargento apareció poco antes en la parada y mandó a los cadetes que se cuadrasen. Afonso y los restantes novatos se quedaron en uno de los extremos. A las doce en punto, el comandante del cuerpo de alumnos salió de su despacho y entró en la parada. Era el coronel Leitão de Barros, un sexagenario barrigón, con el pelo canoso echado hacia atrás, un bigote espeso y puntiagudo y pronunciados arcos superciliares. El comandante se colocó frente a los cadetes cuadrándose e hizo una seña al sargento.
– ¡Derecha, volver! -gritó el sargento.
Los cadetes giraron hacia la derecha y Afonso, atento al movimiento, los siguió. Se cuadraron, vueltos hacia las banderas y los olmos que se alzaban más allá del muro.
– ¡Ordinario, march! -volvió a gritar el sargento con un vozarrón que llenaba la parada.
Un puñado de hombres de la charanga del Ejército comenzó a tocar, mientras los cadetes marchaban a paso militar, circulando alrededor de la parada hasta volver al punto de partida. Todo aquello era una novedad para Afonso, que se divertía al verse en aquella situación. El sargento dio la orden que anunciaba el final de la ceremonia y los cadetes rompieron filas y corrieron rápidamente hacia el edifico que tenían detrás, exactamente en el lado de la parada opuesto a los dormitorios. Afonso entró en el gran salón y vio dos enormes mesas en fila de cada lado: era el comedor. Los cadetes se dirigieron a las mesas y aguardaron de pie detrás de las sillas. El coronel Leitão de Barros entró en el comedor y, en ese instante, el sargento volvió a gritar una orden.
– ¡Atención, cuádrense!
Todos adoptaron una posición muy rígida.
– Mi coronel, ¿me permite que dé la orden para sentarse? -preguntó el sargento en voz baja.
– Sí, señor, dé la orden.
El sargento obedeció y los cadetes ocuparon sus lugares. Afonso reconoció el número 190 marcado en el plato y en los cubiertos que tenía enfrente y no pudo dejar de admirar aquel rasgo de la organización militar. El rancho se sirvió de inmediato. Los camareros llevaron cordero guisado con patatas, agua y vino tinto. No estaba mal preparado, lo que dejó a Afonso sorprendido. De postre, café con leche y pan.
Duró pocos días esta fase de adaptación. El curso lectivo comenzaba el 30 de octubre y se preveía un gran acontecimiento. Su Majestad, el rey don Carlos, vendría a presidir la sesión pública de la solemne inauguración, por lo que la Escuela del Ejército se esmeró para ocasión tan señalada. Afonso nunca había visto a Su Alteza Real en carne y hueso y ardía de curiosidad por observar por primera vez al monarca, el hombre más importante del país, aquel que tenía poder de vida o de muerte sobre todos y cada uno.
La mañana del gran día, los cadetes formaron en cuatro compañías frente al portón de entrada de la escuela, en el Paço da Rainha, con el muro de la parada a la derecha. La banda de música de infantería se encontraba junto al batallón, mientras una compañía de la Infantería 16 formaba la guardia de honor, también con una banda de música. Se había instalado una batería de seis piezas de la Artillería 1 en el campo de ejercicios de la escuela, preparada para las salvas de rigor. La espera fue larga, con el coronel Leitão de Barros y los sargentos que inspeccionaban repetidas veces a los cadetes. El nerviosismo estaba patente en cada uno.
Hacia las diez de la mañana, la caballería irrumpió con gran aparato por la Rua Gomes Freire e invadió el Paço da Rainha, anunciando la llegada del Rey. Un automóvil negro apareció enseguida y estacionó frente al palacio de la Bemposta. Todos se habían cuadrado. Afonso nunca había visto un coche tan grande; sin duda, tenía capacidad para que se instalasen en él cinco personas. Las dos bandas comenzaron a tocar con estruendo, se extendió de inmediato una alfombra roja en la acera, el general Sousa Telles salió de la escuela e hizo la venia ante el automóvil; tenía al coronel Leitão de Barros al lado. Todos vestían el uniforme de gala. Las piezas de artillería dispararon las salvas de rigor. Se abrió la puerta del automóvil y se irguió una silueta, los oficiales se inclinaron en una reverencia y don Carlos puso sus pies en la acera. Era un hombre gordo envuelto en su uniforme engalanado, con un bigote rubio que adornaba su rostro mofletudo. Se oyeron aplausos y el Rey dirigió un gesto de beneplácito a la acera opuesta con una sonrisa forzada, saludando a las mujeres de los oficiales que se aglomeraban en la calle y en los balcones exhibiendo sus mejores vestidos domingueros y con sombrillas de estilo parisiense en la mano, meros adornos en aquel día gris. Se abrieron pasillos entre la guardia de honor y don Carlos entró en la Escuela del Ejército. El general Sousa Telles seguía a su lado indicándole el camino, y el resto del séquito a la zaga.
– ¿Será verdad lo que dicen de él? -preguntó Afonso, en un susurro, a Mascarenhas, el cadete que aguardaba a su lado y con quien ya había trabado amistad.
– ¿Que es impotente?
– No, que es cornudo.
– No lo sé -repuso Mascarenhas con una mueca-. Ya he oído tantas cosas. Impotente, cornudo, fornicador, loco. No sé si es verdad, pero cuando el río suena…
– No hay duda de que es comilón -concluyó el de Rio Maior-. ¿Has visto su tripa?
Afonso y los cadetes se quedaron dos horas en la calle, aguardando con impaciencia el final de la ceremonia solemne que se desarrollaba en el salón noble del primer piso. Alrededor de mediodía, el alboroto volvió al Pago da Rainha, las bandas volvieron a tocar, el Rey reapareció en la acera, se despidió de los oficiales, saludó a damas y doncellas, se metió en el coche, dispensaron a las piezas de artillería de las habituales salvas de rigor y el automóvil arrancó en medio de un pandemónium de cascos de caballo que retumbaron en la plaza, llevándose consigo el ruidoso séquito de la caballería.
Con esa ceremonia comenzó el curso lectivo, Afonso se habituó a la rutina de despertar a las seis de la mañana, ir a tomar un desayuno de café y galletas y asistir a clase. Comenzaba los lunes, a las siete de la mañana, con Esgrima, a la que seguía, a las ocho y media, Teneduría de Libros, y después, a las once, Topografía. A las doce y media era el almuerzo y a la una tocaba la clase de Fortificación Pasajera, en la que aprendía los trabajos de vivaque y campamento, además de las comunicaciones militares y las aplicaciones de la fotografía en la guerra. No eran materias tan estimulantes como sus conversaciones con el padre Nunes en Teología Dogmática, pero Afonso se esforzó por encontrar interés en los nuevos temas que tenía que estudiar. Acabadas las clases, le quedaba el resto de la tarde libre; después de merendar, los cadetes iban al dormitorio donde, a las nueve de la noche, tras una cena rápida y frugal, ya estaba todo el mundo durmiendo.
Las clases del primer año de infantería eran comunes a las de caballería. A lo largo de la semana, de lunes a sábado, los cadetes dedicaban su tiempo a varias disciplinas, como Instrucción de Tiro, Gimnasia, Administración y Contabilidad, Táctica de Infantería y Caballería, Equitación, Balística Elemental y Organización de los Ejércitos. En el curso de tiro había adquirido particular destreza con la Mauser Vergueiro, la carabina con una culata tipo Mauser que había modificado el coronel Vergueiro tres años antes, para adaptarla a los brazos cortos del soldado portugués. Los brazos de Afonso eran, en realidad, largos, pero se revelaba capaz de hacer maravillas con aquella arma. Otra disciplina considerada importante por los oficiales era Higiene Militar, impartida por un médico que sostenía la extraña tesis de que había que bañarse una vez por mes e, incluso, cuando llegaba el calor, una vez por semana. Los cadetes se rieron por la exageración, tanto baño hacía daño a la piel y era poco saludable, pero la risa se transformó en irritación cuando se vieron obligados a someterse periódicamente a una experiencia tan radical.
Las clases y los ejercicios abrían en los cadetes un apetito voraz. El problema es que los platos de los almuerzos se repetían demasiado. Oscilaban entre las asaduras de cerdo con arroz, el bistec con patatas fritas y el bacalao guisado con patatas. Las meriendas se diversificaban más, con pescado cocido, ternera asada, cabeza de cerdo con alubias blancas y verduras, y pescado frito con patatas, enriquecidas por las sopas variadas, como la sopa de arroz con garbanzos, la sopa de alubias blancas y la sopa de fideos, además de las ensaladas de brócolis o de judías verdes y el pan. La cena se limitaba a té y pan con mantequilla para confortar el estómago durante la noche.
Los domingos eran días libres. Afonso iba primero a la capilla de la escuela, a la misa dominical, y por la tarde se procuraba otras distracciones. A veces visitaba el animatógrafo del Rossio o el Chiado Terrasse para ver una película, se exhibían entonces en las pantallas lisboetas las películas de Méliés y las producciones Pathé, aunque las principales atracciones eran las deslumbrantes representaciones de Max Linder. Otras veces iba a la Rua da Palma a ver las comedias que daban en el Theatro do Príncipe Real o se dirigía a la Rua Nova da Trindade para divertirse con los festivales de carcajadas en el Theatro do Gymnasio o en el Theatro da Trindade. Pasaba las noches con sus amigos en los cafés-concierto de la cervecería Jansen, en la Rua do Alecrim, y si no iba a la Avenida da Liberdade a ver a los nobles con puro y chistera entrando en el Gran Casino de París para dilapidar varios miles de reales. Cuando deseaba otro tipo de emociones, cogía un tramway hasta Sete Rios y seguía en el mismo medio de transporte por Benfica para ir a vagar por la Quinta das Laranjeiras, donde por cien réis se deleitaba con las sensaciones que producía la visión de las fieras expuestas en el jardín zoológico.
Por lo común, sin embargo, prefería ir a presenciar los partidos del Grupo Sport Lisboa. El campeonato comenzó ese otoño y los partidos eran muy disputados, con el equipo rojo y blanco midiendo fuerzas con el siempre poderoso Carcavellos Club, además del Lisbon Cricket, el CIF, el Cruz Negra y el recién inscrito Sporting Club de Portugal. En las charlas con los empleados del laboratorio Franco, Afonso captó un gran resentimiento de los jugadores del Sport Lisboa contra el Sporting Club, una antipatía que tenía origen en una operación de seducción efectuada recientemente por el nuevo club a los mejores players rojos. Al contrario del Grupo Sport Lisboa, un club de Belém en el que los jugadores andaban con el vestuario a cuestas y se lavaban en la calle, el Sporting Club contaba con el apoyo de gente adinerada, incluido el acomodado vizconde de Alvalade, que construyó un moderno campo con vestuarios y duchas en la antigua Quinta das Mouras, instalación de lujo que sólo existía en los stadiums ingleses. Cansados de las malas condiciones en que jugaban y se entrenaban, los grandes players del Sport Lisboa, tal vez los mejores del país, aceptaron una invitación para ir al Sporting Club. Eran, en total, ocho players, incluidos dos de los hermanos Catatau, y esta sangría de talento casi acabó con el Sport Lisboa. Con una enorme dificultad, el club del águila se inscribió en el segundo Campeonato de Lisboa, en un momento en que todos lo daban como liquidado.
El football fue entrando gradualmente en la vida de los cadetes, que se entusiasmaban con todo lo que implicase juego. El ambiente entre ellos era divertido, animado por otros juegos que, a veces, rozaban una puerilidad tremenda. Por la noche, Afonso se quedaba viendo a sus compañeros disputando el llamado «campeonato de pedos», por el que competían entre carcajadas en el concurso de la aerofagia más ruidosa o, como alternativa, cuando servían alubias en la merienda, de la más hedionda. Antes de liberar una explosión de gas intestinal, algunos imitaban la voz de los instructores de artillería y gritaban: «¡fuego a la pieza!», y a ello le seguía la inevitable descarga aerofágica. En este juego, Afonso nunca participó, su educación en el seminario continuaba presente en estos detalles, lo que le valió el apodo de «Aplomadito».
– ¡Oye, Aplomadito! -lo llamaban a veces-. ¿Has visto que eres el único tipo que está aquí y no se tira pedos ni dice tacos, caray?
Aunque no participase en estos juegos, seguía las competiciones con mucha atención, y deprisa se dio cuenta de que todo servía para que los cadetes rivalizasen entre sí. Comparaban el ruido de los eructos y hasta el tamaño de los penes, pero en este caso los más débiles pronto aprendieron a refrenar la lengua porque no convenía competir con los cadetes más corpulentos, los chicarrones no siempre eran los más aventajados y se mostraban hipersensibles cuando alguien menos discreto les llamaba la atención sobre ese pequeño detalle, sobre todo si se los comparaba con algunos canijos que se revelaban mejor dotados.
Un tema permanente de conversación eran «las chicas». El ambiente del cuartel era íntegramente masculino y, por lo común, las salidas del domingo estaban destinadas sobre todo a ir a mirar a las muchachas. Algunos cadetes se escaqueaban de la misa en la capilla de la escuela y preferían visitar las iglesias civiles. Su único propósito era, claro, ir a ver a las mozas, a quienes les hacían discretas señales durante la liturgia. Varias muchachas se quedaban encantadas con los uniformes y accedían a dar un paseo con los cadetes después de obtener la debida autorización de sus padres, algunos de los cuales, pobres ingenuos, creían sinceramente que aquellos vistosos uniformes eran, por sí solos, garantía suficiente de que quien los llevaba sólo podía ser un verdadero caballero.
Como es natural, Afonso formó su grupo de amigos, entre los que se destacaba Cesário Trindade, un lisboeta desgarbado, hijo de un general jubilado anticipadamente debido a sus ideas republicanas. Trindade se volvió famoso por haber soltado de un estornudo una virulenta carga verdusca de secreción nasal sobre el profesor de Balística Elemental. Los cadetes hicieron chacota del incidente, considerando aquel estornudo una verdadera lección elemental de Balística; desde ese momento, Trindade comenzó a ser conocido como «el Mocoso».
Lo que acercó a los dos chavales fue el placer intelectual; ambos eran los únicos cadetes apasionados por la filosofía. Sin embargo, el Mocoso era un radical, defendía ideas que chocaban con los valores que Afonso había adquirido en el seminario.
– Hegel y Nietzsche son mis filósofos favoritos -anunció Trindade cierto día, mientras ambos disfrutaban en el patio del sol del otoño.
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
– Porque no confunden realidad con deseo y son los únicos cuyas enseñanzas resultan útiles para nuestra carrera militar.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso-. ¿Útiles en qué sentido?
– Vaya, hombre, ¿no los has leído?
– Leer, los he leído, pero no todo, ¿sabes? Como si fuesen los únicos…
– Mira, Hegel comprobó que la guerra nos ayuda a comprender que las cosas triviales, como los bienes materiales y la vida de las personas, valen poco. Escribió que, a través de la guerra, se preserva la salud de los pueblos. Fascinante, ¿no?
– ¿Estás loco? La guerra va contra las enseñanzas divinas, contra uno de los principales mandamientos, no matarás. ¿Qué tiene eso de fascinante?
– Oye, Aplomadito, ¿te estás quedando conmigo o qué? ¿Qué enseñanzas divinas? ¿A qué enseñanzas obedecieron las Cruzadas?
– Dios ha dicho: ¡no matarás!
– ¡Arre! Hasta te pareces a un curita hablando en la catequesis. La guerra, para que sepas, es el principal catalizador de la disciplina humana. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hartaban de elogiar a Esparta, admiraban su austeridad, la rigurosa disciplina y aquella cultura de combate al egoísmo. ¿Y de dónde crees que vinieron esos valores, eh? De la permanente prontitud de los espartanos para la guerra, claro. La guerra, lo quieras o no, tiene efectos benéficos para quien se implica en ella, los valores marciales pueden ser positivos para la sociedad…
– Y pueden destruirla -interrumpió Afonso-. Déjate de tonterías, Mocoso. Aunque Hegel haya enumerado algunas ventajas de la guerra, nunca hizo una apología, nunca dijo que fuera bueno estar en guerra.
– Disculpa, pero eso está implícito en lo que escribió. Léelo. Además, el propio Moltke criticó la paz, denunciando sus falsas virtudes.
– ¿Moltke? Oye, mira, nunca he oído hablar de ese tipo. ¿Es un discípulo de Hegel?
Trindade se rio.
– Vaya, Aplomadito, ¿así que no sabes quién es Moltke? -Meneó la cabeza-. No me sorprende, pues, que digas semejantes disparates. Puedes tener mucha cultura filosófica, no lo discuto, pero tu bagaje de historia militar, disculpa que te lo diga, deja mucho que desear. Moltke, amigo, fue el general prusiano que invadió Francia en 1870. Un gran general, si te interesa mi opinión.
– Pues te repito que es la primera vez que oigo hablar de ese individuo.
– Ya me he dado cuenta. Moltke no era un tipo de medias tintas, decía lo que muchos pensaban pero no se atrevían a expresar. Denunció la paz, sí, diciendo que la paz duradera es sólo un sueño, para colmo un sueño desagradable. Fue él quien destacó una evidencia de la que nadie quiere hablar, la de que la guerra es una parte necesaria del orden de Dios.
– ¿Y tú, Mocoso, crees en eso?
– ¿Y cómo no iba a creer? Fíjate en la historia, Afonso, fíjate en nuestro pasado. ¿Qué ves? Guerras, siempre guerras. Eso sólo puede significar una cosa, que las guerras forman parte de nuestra humanidad, de nuestra naturaleza, son un mal necesario y van a existir siempre. Moltke y Hegel tienen razón, créeme.
– Podría citarte otros autores que dicen exactamente lo contrario.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, el general Fortunato José Barreiros -respondió Afonso, que se refería a un antiguo comandante de la Escuela del Ejército, autor del Ensaio sobre os principios geraes da Strategia e de grande Tactica-. El considera la guerra el mayor flagelo que puede sufrir una nación, por lo que es conveniente abreviarla lo más posible.
– Barreiros está superado.
– Están también Voltaire y Adam Smith, quienes dicen que la guerra es el resultado de leyes equivocadas, falsas percepciones e intereses ocultos.
– Líricos.
Afonso suspiró, resignado.
– Mira, Mocoso, sólo espero que no haya ninguna guerra que te haga tragar todas esas ideas tuyas.
– Y yo, Aplomadito, espero que haya una guerra para que veas si tengo razón o no. -Alzó el índice derecho y adoptó un tono profesional, pomposo-. Las guerras hacen a los grandes hombres. Fíjate en el duque de Wellington, fíjate en Napoleón, fíjate en Afonso Henriques. Todos grandes hombres, todos hombres de guerra. Mata a un hombre por dinero y eres un criminal. Mata a mil hombres por una idea y eres un gran genio. Las cosas son así. El propio Nietzsche admitió que el colapso de nuestra civilización es el pequeño precio que hay que pagar para tener a genios como Napoleón. Nietzsche, querido Aplomadito, observó que la infelicidad de las personas insignificantes de nada vale, a no ser en los sentimientos de los poderosos. La crueldad espiritualizada e intensificada es la forma más elevada de cultura.
– Nietzsche es idiota.
– No, Afonso. Nietzsche es un genio.
Los choques intelectuales con Trindade generaban en Afonso un sentimiento ambivalente. Por un lado, apreciaba el duelo de ideas, el placer de la discusión filosófica, el descubrimiento de nuevos caminos, la exploración de conceptos diferentes, la revelación de novedades. Pero, por otro, se debatía con un sentimiento contradictorio de fascinación horrorizada, se descubría seducido por aquellas ideas tan radicales y agresivas y, al mismo tiempo, atemorizado por alimentar esa atracción, experimentaba una repulsa moral contra los valores tan antagónicos con respecto a los que había adquirido en el seminario, intuía que su amigo despertaba en él una racionalidad animal que sólo podía reprimir la fuerza de la voluntad moral. Por eso mismo, sólo buscaba a Trindade cuando deseaba un diálogo estimulante, combativo.
Por estas razones, su amigo más próximo no era el Mocoso, sino Gustavo Mascarenhas, un inquieto joven de Vila Real a quien conoció ya desde los primeros días. A Afonso le resultó curiosa la coincidencia de que sus mejores amigos fueran tramontanos, ya en el seminario su gran compañero había sido Américo, el gordito de Vinhais. Mascarenhas no era gordo, sino corpulento y musculoso, tenía incluso un aspecto de troglodita, aunque fuese inteligente y divertido. Provenía también de una familia de militares, su padre era coronel de caballería; Mascarenhas pretendía seguirle los pasos. Para que no lo acusasen de imitador y de falta de imaginación, optó por la infantería, incluso porque en Vila Real estaba instalada la Infantería 13 y le convenía quedarse cerca de casa, siempre sería más cómodo.
Como ambos se encontraban lejos de la familia, los domingos Afonso solía llevar a Mascarenhas al football, pero no coincidían en las simpatías. El chico de Rio Maior era un supporter del Sport Lisboa, pero el de Vila Real prefería al Sporting Club. Ambos discutían frecuentemente la importante cuestión de determinar quiénes eran los mejores players. Afonso argüía que, sin los ocho atletas que había ido a buscar al Sport Lisboa, el Sporting Club no sería nada ni ganaría a nadie, pero Mascarenhas le replicaba defendiendo a Francisco Stromp, el crac del emblema del león que no había venido del club del águila, e insistía en que el Sporting era un club en serio, tenía campo e instalaciones adecuadas, mientras que el Sport Lisboa no era más que un hatajo de desharrapados.
El football y sus rivalidades llenaban así sus conversaciones, aparte de «las chicas», claro, pero Afonso tenía también otros intereses. Se pasaba tardes enteras encerrado en la biblioteca de la escuela. Apreciaba el olor dulzón a papel viejo que impregnaba el aire y disfrutaba del aspecto eminente de los armarios cargados de libros y apoyados en las paredes, cuya madera, de caoba tallada, hacía contraste con la tarima de cerezo claro barnizado. Había escaleras de caracol, en dos esquinas de la biblioteca, que permitían acceder a una barandilla de caoba que se extendía por todo el perímetro de la sala, a unos tres metros de altura, y donde había más libros, lugar por donde al cadete le gustaba deambular examinando los lomos en busca de ejemplares con títulos que le parecían pintorescos: Instrucciones para el campeonato del caballo de guerra, Arquitectura sanitaria, Nomenclatura de máquinas de vapor y El combate de la infantería contra la caballería. La mayor parte de las obras guardadas allí eran textos militares, pero Afonso descubrió ejemplares de Ees voy ages extraordinaires de Jules Verne, editados por la Collection Hetzel. Como leía bien francés, gracias al padre Fachetti, devoró el Voyage au centre de la Terre y Michel Strogoff. Después siguió con divertida atención los absurdos problemas balísticos propuestos en De la Terre a la Lune.
Verne lo hacía soñar, pero la biblioteca disponía de pocos libros de ficción y Afonso se vio forzado a llevar frecuentemente novelas a ese lugar, obras que leía absorto, con las páginas iluminadas por la luz natural que entraba difusamente por las dos grandes claraboyas abiertas en el techo. Fue allí donde conoció a Machado de Assis y lo angustió la duda de saber si Capitú había traicionado o no a Bentinho en Don Casmurro; fue allí donde devoró a Eça de Queiroz y se escandalizó con El crimen del padre Amaro, sobre todo porque imaginaba que los tormentos de la carne sólo lo atacaban a él y a unos pocos más en el seminario. Primero se negó a aceptarlo, aunque le habían advertido que aquél era un libro de pecado, de lujuria, de voluptuosidad, ¿dónde se ha visto que se describa a los sacerdotes de esa manera? ¿Cómo se atrevió el escritor a colocarlos en aquella situación? Qué falta de respeto, debería prohibirse.
No obstante, por la noche, meditando sobre lo que leía, pensaba que tal vez aquello no fuese un disparate. Se acordó de que san Agustín había abordado el problema de la sexualidad y fue a consultar sus Confesiones. En la mitad del texto, entre las asombrosas revelaciones de la promiscuidad sexual del santo cuando era joven, sobresalía la súplica de san Agustín a Dios, a quien le imploraba: «Señor, hazme casto, pero no todavía». ¿Pero no todavía? Poco a poco Afonso acabó concluyendo que, en resumidas cuentas, aquélla era una tentación universal: «Todos son del mismo barro». Esta corta frase de Ega, simple pero poderosa, se le quedó grabada en la mente. Sí, es evidente, todos son del mismo barro, si se observa bien es realmente así, qué afirmación tan reveladora y verdadera, si hasta san Agustín había cedido a la pecaminosa tentación, ¿qué decir de los otros, qué decir del padre Álvaro? Pues sí, el padre Álvaro. Al fin y al cabo, hasta el padre Álvaro, el buen padre Álvaro que lo había acogido y lo había ayudado en Braga, estaba hecho de aquel barro. Hasta el austero vicerrector, casto y castigador, justiciero y vengador, tenía sin duda sus pequeñas tentaciones, tal vez, quién sabe, si investigasen sus máculas, también merecería su cartita lacrada, la misma carta que, por mucho menos, echó a Afonso, pero que jamás se dirigiría a sí mismo por pecados quizá mucho peores. ¡ Ah, los filisteos!
El comienzo de 1908 fue agitado. El día 28 de enero comenzó a correr en el dormitorio de la Escuela del Ejército la noticia de que estaba en marcha una sublevación para derribar la Monarquía. El Gobierno reprimió la rebelión, detuvo a los jefes de los revoltosos y consiguió del Rey la firma de un decreto que permitía enviar a cualquier sospechoso al destierro sin juicio previo. A Trindade se lo veía asustado, posiblemente su padre, republicano, no estaría seguro, y Afonso lo consoló y se abstuvo, por el momento, de utilizar el apodo de «Mocoso» para llamarlo. Pero los acontecimientos se precipitaron unos días después, el 1 de febrero. Los cadetes estaban en la clase de Teneduría de Libros cuando un oficial entró bruscamente en el aula, se paró junto al profesor y se dirigió a la clase:
– El Rey ha muerto -exclamó-. ¡Viva el Rey!
Se suspendieron las clases, se izaron las banderas azules y blancas de Portugal a media asta, había oficiales que parecían desorientados, corrían de un lado para el otro, con el semblante cargado con miedo, esperanza, furia, alegría, lágrimas, sonrisas, pesar. ¿Qué ha pasado? ¿Realmente ha muerto? ¿No estará herido? ¡El gordo ha fallecido al fin! ¿Quién gobierna? ¡Las pagarán! ¿Ha caído la Monarquía? ¡Republicanos, cabrones! ¿Habrá sido la Carbonaria? Las informaciones circulaban de boca en boca, contradictorias. La verdad se mezclaba con los rumores, imperaba la confusión, los dimes y diretes, la desorientación.
Incapaz de mantenerse más tiempo en aquella incertidumbre y excitado por la magnitud de los acontecimientos, Afonso salió con Gustavo Mascarenhas y cogieron dos tranvías hasta la Praga do Commèrcio, decían que el regicidio había sido allí y así era, en efecto, las tiendas estaban cerradas y la policía municipal custodiaba la plaza. Se acercaron a la zona del Kioske, donde se había producido el asesinato y aún se veían restos de sangre en el suelo. Los guardias que vigilaban el local, al principio remisos, después con cierto regodeo, les contaron todo a los cadetes. Habían matado al rey don Carlos a tiros cuando venía de Vila Vinosa en un coche abierto. También había muerto el príncipe heredero, don Luiz Filippe, al desenvainar la espada; el otro príncipe, don Manuel, estaba herido en un brazo; la reina doña Amelia seguía conmocionada, ella que había sido una heroína, una verdadera heroína: «Fíjense, pobrecita, intentó frenar las balas con un ramo de flores», detalle ese muy comentado; «Con un ramo de flores». Los dos asesinos acabaron muertos a golpes de espada por los policías municipales, bravos hombres que ahora custodiaban, con un celo y un aplomo que enorgullecerían a los difuntos, la desolada Praga do Commèrcio.
Vinieron tiempos agitados. Los lisboetas dejaron las calles insultantemente desiertas al paso del coche fúnebre con los restos mortales del Rey y llenaron el cementerio del Alto de Sao João durante el entierro de los regicidas. Ostentaban corbatas rojas para denigrar el luto de los monárquicos. Las revueltas populares estallaron con las elecciones de abril, los teatros se llenaron de versos antimonárquicos, los militares conspiraban a la sordina, se contaban las escopetas: «Este es nuestro. Aquél es de ellos». Afonso aún no era de nadie, sólo era, al fin y al cabo, un cadete interesado en el football, un joven que antes había buscado dedicarse al dominio de la palabra del Señor y a los misterios del universo y de la vida, y que ahora se preocupaba sobre todo por el manejo de la Mauser Vergueiro y por el control de los secretos de la balística y de la muerte.
Julio trajo consigo el turno de exámenes. Afonso aprobó todo, menos Topografía, así que tuvo que volver para el segundo turno, en octubre. El primer turno terminó el 31 de julio y el joven sólo se quedó unos días más para conocer la feria de agosto, un acontecimiento que los cadetes de Lisboa comentaban con tanto entusiasmo anticipado que despertó una gran curiosidad entre los que venían de fuera de la ciudad.
Afonso fue a conocerla el mismo día de la inauguración y no quedó decepcionado. Instalada en plena Rotunda, la feria se reveló enseguida como un lugar de gran animación, había allí un circo de pulgas amaestradas, demostraciones de audiófono y de los cilindros Edison con música a pedido, teatros de títeres, juegos de pimpampum para derribar muñecas con pelotas de trapo, atracciones como el Metropolitan Scenic Railway y otras igualmente deslumbrantes. Los vendedores ambulantes pregonaban a los cuatro vientos sus productos. «¡Bailarinas! ¡Bailarinas!», anunciaban los que vendían sardinas; «¡Pencudos! ¡Pencudos!», [3] respondían los de los chicharros; «¡Fijaos qué refilões! [4] ¡Fijaos qué refilões!», gritaban los vendedores de pimientos. Se veía también gente vendiendo bígaros cocidos, habas tostadas, altramuces, pan e, infaltables, las bebidas, como el zumo de culantrillo, la limonada y, sobre todo, el buen aguardiente. Eran varios los que llevaban una gran botella de vino tinto rodeada de vasos pequeños y gritaban: «¿Quién quiere a la viuda y a sus hijos?». No dejaba de ser sorprendente este espectáculo de juerga y fiesta en un país sumido en una profunda agitación política.
Afonso regresó finalmente a Rio Maior para disfrutar de los dos meses de vacaciones esperados con ansiedad. Deseaba alejarse del clima conspirativo de la Escuela del Ejército, de las protestas que llenaban las calles de Lisboa y sobre todo de Gustavo, que no paraba de mofarse de él porque el flamante Sporting Club había quedado en segundo lugar en el Campeonato, por delante del Sport Lisboa y sólo por detrás del inevitable Carca- vellos Club. Por otro lado, echaba de menos a Carolina y alimentaba la esperanza de que, con las buenas notas que ahora llevaba a casa, tal vez no le importase a la madre de la muchacha autorizar la reanudación del noviazgo; al fin y al cabo, él ya era prácticamente oficial, sabía esgrima, usaba los Mausers con destreza y los caballos no tenían secretos para él.
Cuando entró en la Casa Pereira para saludar a doña Isilda e intentar ver a Carolina, lo aguardaba una tremenda decepción. Doña Isilda lo recibió con simpatía y lo felicitó por las notas obtenidas, pero, en el momento en que Afonso preguntó por Carolina, la respuesta lo dejó de piedra.
– Carolina está de novia.
– ¿ Cómo?
– Carolina está de novia, Afonso. Va a casarse en otoño.
El muchacho se quedó pasmado mirando a la viuda, pálido, intentando digerir aquellas palabras.
– Usted está bromeando, doña Isilda.
– De ninguna manera. Va a casarse con un ingeniero de la Real Compañía de los Ferrocarriles Portugueses, un mozo muy atractivo, de buena familia, gente distinguida de Santarém.
A Afonso la situación le resultó extraordinaria e inusitada, incluso humillante, y no supo qué decir. Se quedó lívido, desconcertado, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Agradeció y salió deprisa de la tienda, buscando con ansia el aire puro de la calle para despejar las ideas. Fuera comenzó a dudar de las palabras de doña Isilda: ¿estaría intentando engañarlo? Se quedó meditando sobre el asunto, repitiendo el diálogo en su cabeza, buscando inflexiones reveladoras en la voz de la viuda, no había duda de que ahí había gato encerrado. Esa noche no pegó ojo, preocupado por la situación, murmurando frases sueltas: «¿Y si fuese verdad? -Dio vueltas en la cama-: No puede ser -unas vueltas más-: Es un disparate, la vieja está tomándome el pelo». Las horas se prolongaron y se durmió sin darse cuenta. A la mañana siguiente, se instaló muy temprano cerca de la Casa Pereira, vigilando la tienda y el apartamento del primer piso donde vivía la propietaria y su hija. Cuando vio salir a Carolina de la casa, la interceptó y le pidió explicaciones.
– Discúlpame, Afonso, pero no puedo hablar contigo -dijo ella con expresión comprometida y los ojos fijos en el suelo.
– Pero dime al menos qué ocurre.
– ¿Qué ocurre? -Lo miró con una expresión de furia resentida-. Lo que ocurre es que me quedé casi un año esperando una carta tuya y no llegó ninguna.
– Es que no pude escribirte. Sabes, los estudios…
– ¡Qué estudios ni qué cuernos! No quisiste saber nada conmigo, eso es lo que pasa. Andas por Lisboa hecho un donjuán, seguro que metido con busconas y mujerzuelas, y yo aquí esperándote, sin recibir una palabra tuya, una palabra aunque más no fuese, nada de nada. He sido una tonta. Pues ya sabes que no me mereces. Además, lo que unos desprecian, otros lo desean. Adiós.
Había verdad en estas quejas, Afonso lo sabía en lo más íntimo. Le gustaba Carolina, no cabía duda, pero nunca se había sentido profundamente enamorado, por lo menos nunca había sentido por ella aquella pasión arrebatadora que había descubierto leyendo, durante los últimos meses, las hermosas novelas de Eça de Queiroz y de Machado de Assis, las pasiones trágicas de Amaro y Ameliña, de Bentiño y Capitú. Aun así, el sentimiento de rechazo lo hizo sufrir. Ahora más que nunca deseaba a Carolina, ansiaba su presencia, y se sorprendió con este sentimiento, con esta pérdida, con este deseo. Cuando ella era suya, eso le agradaba pero no le daba gran importancia, encaraba la situación como una circunstancia de la vida, una cosa natural. Ahora que no la podía tener, sin embargo, ella se revelaba extraordinariamente importante. A Afonso le pareció curiosa esa contradicción y se dedicó a analizar sus sentimientos, comparando la situación con el pecado original acerca del cual había leído en la Biblia, la historia de Adán, que se sintió interesado por el fruto porque estaba prohibido. Había mucha verdad en ese raciocinio, consideró, pero descubrirlo sólo atenuó vagamente su sufrimiento, poco lo consolaba saber que amaba más lo que menos podía tener.
Sintió celos, odió a Carolina, echó pestes, fantaseó con venganzas, conseguiría una novia y pasaría con ella frente a la mujer que ahora lo rechazaba, ella lo vería, sufriría, se arrepentiría. Pero deprisa se le fue este arranque rencoroso y quien se arrepintió fue él. La culpa es mía, concluyó con amargura. Por la noche, tumbado en la cama de latón, decidió ir al día siguiente a arrodillarse a los pies de Carolina e implorarle perdón, prometerle que le escribiría una carta por día, haría de ella una reina, la convencería de que le diera otra oportunidad. Pero por la mañana, sentado a la puerta de su casa, se le fue el ánimo. Lo que por la noche era una firme decisión, sólo era ahora una necia fantasía, se dejó estar: «¡Al diablo con ella!».
En términos prácticos, no obstante, su vida no se había alterado en nada. El noviazgo de Carolina significaba que no podía contar con la protección de doña Isilda, pero la verdad es que ya no le hacía falta ese apoyo. La matrícula era válida por los dos años de la carrera militar; además, el principal gasto de los cadetes, el uniforme, ya estaba hecho. Seguiría recibiendo los trescientos réis diarios de sueldo, por lo que su modo de vida se mantendría. No existía el peligro de que, por motivos financieros, tuviese que abandonar todo y volver a Carrachana, aquél era su origen pero no sería su destino.
El verano transcurrió lento, caluroso y remolón, los días en la provincia se arrastraban con una apatía insoportable. Afonso se distrajo ayudando a su padre en la elaboración del vino, pero fue con alivio como, a principios de octubre, regresó a Lisboa, el muchacho sentía que ya no soportaba esa vida. Hacer vino es suelo que ya ha dado uvas, pensó, riéndose del juego verbal durante el viaje en tren.
Hizo el examen de Topografía poco después de llegar a Lisboa y se quedó esperando los resultados. El domingo, día 11, se fijaron en el vestíbulo las notas de los alumnos aprobados. Afonso formaba parte de la lista y se dirigió a secretaría para informar de cuál era el arma que pretendía «seguir». El primer curso era común a todas las armas, pero el segundo curso requería la especialización. Eligió infantería. Las clases se reanudarían a finales de mes, después de una ceremonia de comienzo del ciclo lectivo esperada con enorme expectativa. No era para menos, el nuevo rey asistiría a la ceremonia inaugural y nadie quería perderse el momento de ver a la trágica figura.
El gran día, Afonso formó con los restantes cadetes en el Pago da Rainha y, cuando llegó la comitiva del monarca, se mantuvo al acecho. Como otro cadete le tapaba el ángulo de visión, en el momento en que don Manuel II se apeó del carruaje, entre el estruendoso bochinche de las salvas reglamentarias y el fragor cacofónico de las bandas militares, Afonso estiró el cuello y miró al monarca, se le empañaron los ojos al descubrir, sorprendido, que el Rey era un mocetón de su edad, con las facciones menudas en un rostro claro y casi infantil, tan imberbe que del bigote sólo se atisbaban unos pelitos rubios en las comisuras de la boca; tenía las piernas torcidas hacia fuera. Llegaba a ser chocante ver a aquel adolescente metido en un grandioso uniforme de gala, la cinta de las Órdenes de Cristo, de Santiago de Espada y de San Benito de Avís que le cruzaba el tronco desde el hombro derecho, en la cabeza un enorme y pomposo morrión reluciente. Parecía un chico recién salido de la Escuela Naval rodeado de viejos en actitud reverencial, en medio de la enorme algazara de las bandas.
– Un vasito de leche -comentó Mascarenhas con una sonrisa maliciosa.
El aspecto imberbe del monarca dominó la conversación de los cadetes durante algunos días, pero pronto el trajín de las clases ocupó su atención. El segundo curso incluía nuevas disciplinas. Los cadetes de infantería asistieron a las clases de Derecho Internacional, Historia y Geografía Militar, Táctica y Servicios de Infantería, Táctica Aplicada, Campañas Coloniales, Principios de Estrategia y Fortificación Permanente, además de completar los ejercicios habituales de Esgrima, Instrucción de Tiro de Revólver, Gimnasia; por otro lado, realizaban visitas a fábricas y depósitos de material de guerra.
En las horas libres volvieron las tardes de football, pero con una novedad que no le gustó demasiado a Afonso. El grupo Sport Lisboa, club que había sustituido en su corazón al desaparecido Club Lisbonense, se había fundido en el verano con otro club, el Sport Club de Benfica, y ahora se llamaba Sport Lisboa y Benfica. Descontento, Afonso fue a pedir explicaciones a los empleados del laboratorio Franco. Los jóvenes alegaron que la fusión era la única manera de impedir la desaparición del Grupo Sport Lisboa. Según ellos, el Sport Club de Benfica tenía un campo propio pero ninguna vocación para el football, ya que, en realidad, no era más que un club de ciclismo, mientras que el Grupo Sport Lisboa era un club de football, pero no tenía campo, lo que estaba minando la moral de los muchachos. La solución fue unir a los dos clubs. A Afonso le disgustó la idea, le sonaba mal la palabra Benfica, el nombre de una carretera que desembocaba en Porcalhota, hecho que, sospechaba, ensuciaría de manera irreversible el nombre del Sport Lisboa. Pero ya había comenzado el Campeonato y el 25 de octubre, justo la víspera del primer día de clases, el nuevo club se enfrentaría al Sporting. Mascarenhas quería ver a su Sporting «dándoles una paliza a aquellos idiotas», y Afonso, algo contrariado, lo acompañó hasta el campo del Sport Lisboa y Benfica, situado en la Quinta da Feiteira, junto a la iglesia de Benfica.
La primera gran sorpresa de Afonso, al llegar al campo y ver a los equipos haciendo ejercicios de calentamiento, fue que no parecía haber cambiado nada. El Sport Lisboa y Benfica llevaba el antiguo vestuario del Grupo Sport Lisboa: camisetas rojas y calzones blancos, y se mantenía en el pecho el propio emblema del águila, con el añadido de una rueda de bicicleta, el símbolo del Benfica. La segunda sorpresa fue que casi todos los jugadores del equipo eran los mismos del Sport Lisboa, como si todo siguiese igual. Y la tercera sorpresa fue la inesperada victoria del Benfica sobre el Sporting, que contaba con los ocho campeones robados el año anterior al Sport Lisboa. Mascarenhas regresó abatido por el resultado, pero Afonso volvió eufórico: al fin y al cabo, su club seguía existiendo.
El curso escolar transcurrió con una lentitud que lo hizo sentirse impaciente. Afonso tenía dieciocho años y el tiempo parecía detenido, anhelaba llegar a la mayoría de los veintiuno; le parecían una eternidad los tres años que le faltaban. Las clases consumían la semana y, para distraerse, llenaba los domingos con el football. Para gran desánimo de Mascarenhas, el Sporting volvió a ser derrotado por el Benfica, esta vez en el Lumiar, y, sorpresa de las sorpresas, los rojos empataron con el temible Carcavellos Club, que volvió a ganar el Campeonato, aunque sufrió un fuerte asedio por parte del club del águila, clasificado segundo.
La época de football y el curso escolar terminaron casi a la vez y, cuando cayó en la cuenta de que así era, Afonso se vio en el vestíbulo mirando la lista de los «alumnos aprobados». Su nombre constaba naturalmente en la lista, en la que aparecía «Afonso da Silva Brandão» con la calificación global de 13,2 puntos. Sólo a partir de los 15 se consideraba calificado como notable, un dato importante para decidir el regimiento al que iría. Una vez terminada la carrera militar, a los cadetes les correspondía solicitar su destino, pero sólo aquellos que obtenían las mejores notas iban a los regimientos solicitados; los demás tendrían que conformarse con los que quedasen disponibles. Afonso se enfrentó a un dilema. Su deseo era quedarse en Lisboa, como el de todos. Había una multitud detrás de lo mismo y otros cadetes tenían mejores calificaciones. Si elegía Lisboa, Afonso sin duda no conseguiría sitio allí, lo mandarían inevitablemente a un pueblecito de provincia, por ejemplo Bragança o Abrantes. La alternativa era elegir directamente un regimiento de una ciudad poco demandada. La opción obvia era Santarém, que estaba cerca de Rio Maior, pero había un inconveniente: Afonso no deseaba, de manera alguna, estar cerca de Carolina, no la veía y la mantenía apartada de su pensamiento, pero no estaba seguro de cuál sería su reacción cuando la viese, era una herida que no pretendía volver a abrir, para colmo con un marido en los alrededores. Con toda naturalidad, Afonso se postuló para un lugar en un regimiento de Braga, que era, en definitiva, la ciudad donde había pasado cuatro años y que se había convertido en una especie de segunda tierra natal.
La tarde se puso invernal y desagradable, y en ello no había motivo de sorpresa. Octubre trajo consigo las primeras señales de lo que sería el invierno de aquel final de 1913: el viento recorría el Sena con su soplo helado, los árboles se agitaban con un farfullar intranquilo, nervioso y machacón, se desprendían hojas secas de las ramas y volaban sin rumbo ni destino, rotas y perdidas, a merced de la brisa. Las nubes se deslizaban bajas y cargadas, cerniéndose silenciosamente sobre los tejados oscuros como bultos fantasmagóricos, espectros esfumados que vigilaban con desconfianza la ciudad, ahogándola y oprimiéndola bajo un manto blancuzco que lo cubría todo, eran sombras taciturnas, un vasto manto de vapor que amenazaba a la gran urbe y hasta la sofocaba. La atmósfera se había hecho pesada, el aire húmedo, caían gotas aquí y allá, pronto llovería.
Agnès tenía que estudiar, pero no quiso quedarse encerrada en casa y prefirió salir. Como el tiempo se mostraba inhóspito e inclemente, fue a buscar refugio en la Brasserie Lipp. La cervecería se encontraba atestada de gente y ella fue a sentarse a una mesa en un rincón, apoyada en los azulejos que decoraban las paredes del local. Pidió una cerveza alsaciana y una choucroute, y se sumergió en la lectura del trabajo que tenía entre manos, un tratado sobre el problema del estreñimiento.
– ¿Puedo? -preguntó alguien que apoyó su mano en la silla vacía que estaba enfrente.
Agnès levantó los ojos del texto, pensando que era el garçon con la cerveza y la choucroute. Pero, en vez del camarero, vio a un hombre joven, con bigote recortado, los ojos castaños y actitud jovial.
– Oui-asintió ella, haciendo ademán de volver a la lectura.
– Discúlpeme, pero está todo ocupado y no hay otro lugar.
– Faltaba más.
Agnès intentó concentrarse en la lectura, acababa de comenzar el tercer año de Medicina e intentaba avanzar en su estudio, pero el hombre era hablador.
– Esta brasserie es fantástica, ¿no le parece?
– Sí -dijo Agnès con una sonrisa educada-. Es un local muy agradable.
El hombre le extendió la mano.
– Me llamo Serge -se presentó-. Serge Marchand.
– Encantada. Yo soy Agnès Chevallier.
Se dieron la mano y ella intentó una vez más volver al tratado, pero Serge no la dejó.
– ¿Es parisiense?
– No, soy de Lille.
– ¡Ah, quién diría!
– ¿Qué?
– Que usted no es de aquí. La verdad, parece realmente parisiense.
– ¿Yo? ¿Parisiense? -Ser confundida con una parisiense tenía algo de chic y, lisonjeada, dejó el libro a un lado-. Dígame, pues, qué hace de mí una parisiense.
– Oh, muchas cosas, muchas cosas.
– ¿Qué? -preguntó sonriente.
– Para empezar, su aspecto.
– ¿Qué tiene mi aspecto?
– Es un je ne sais pas quoi.… No lo sé. Tal vez su apariencia fina, el vestido elegante, muy façonnable, sus rasgos delicados…
El garçon apareció con la cerveza y la choucroute, que colocó sobre la mesita. Serge pidió también una cerveza. Agnès dio un sorbo a la suya y miró a su compañero de mesa.
– Le agradezco el elogio, pero mire que en provincias hay muchas personas como yo, ¿qué se piensa? Se ve enseguida que usted es parisiense, con esas ideas de que sólo en París hay glamour y todos los demás son rústicos provinciaux.
– Pero da la casualidad de que yo no soy parisiense.
Agnès vaciló, sorprendida.
– ¿Ah, no?
– ¿Se da cuenta de que nos parecemos? ¿Se da cuenta? Tal como yo, también usted juzga a los demás por su aspecto.
– Vaya novedad, todos lo hacemos. Pero dígame entonces de dónde es.
– Soy de la región más atrasada de Francia, fíjese.
– ¿Es de Córcega?
– Bien, soy atrasado pero no hay que exagerar. -Serge se rio-. No, vengo de la Bretaña.
– ¿Ah, sí? Y ¿qué está haciendo un bretón en París?
– Lo mismo que usted, supongo. Estoy estudiando.
– ¿Y qué estudia?
Serge reviró los ojos y suspiró.
– Estoy terminando Derecho en el Collège de France.
– Quien lo oyese hablar diría que no le gusta la carrera.
– ¡Bah!
– ¿No le gusta su carrera?
– Nada.
– ¿Y por qué sigue?
– Oh, es muy complicado -dijo él con un gesto de fastidio-. En primer lugar, porque vengo de una familia de abogados, el Derecho es una tradición que viene de lejos. Causaría un disgusto en mi casa si no siguiese la carrera. Además, porque lo que a mí me gustaría hacer no alcanza para alimentar a nadie. Por otra parte, no tengo talento para dedicarme a lo que realmente me apasiona.
– ¿Y qué le apasiona?
– El arte.
Agnès hizo un gesto de agradable sorpresa.
– Ah, ¿usted es artista? ¿Es músico?
– No. -Serge sonrió-. No soy artista ni músico. Pero me interesa mucho la pintura, me encantaría saber pintar.
– Como Cézanne…
– Sí, Cézanne me gusta, pero ahora hay otros artistas más interesantes, artistas verdaderamente revolucionarios.
– ¿Quiénes?
– Picasso, Braque, Derain…
– Nunca he oído hablar de ellos.
– Es natural, sólo son conocidos en el medio e, incluso allí, no siempre por los mejores motivos.
– ¿Por qué?
– Porque su pintura rompe con las reglas clásicas. Y cuando se rompe con las reglas clásicas… oh la la… ¡Hay gente que no está de acuerdo!
– ¿Y con qué reglas han roto?
– En primer lugar, la perspectiva. -Cogió un lápiz e hizo un dibujo en una hoja-. ¿Lo ve? Cuando dibujamos algo, lo hacemos siempre a partir de un punto. Un poco como en las fotografías, que se sacan desde un punto hasta otro. Nosotros vemos el otro punto por la perspectiva del punto desde donde se ha sacado la foto o se ha hecho la pintura. Eso es la perspectiva. Pero estos nuevos pintores han decidido hacer cuadros desde varias perspectivas simultáneas.
– Eso no es posible.
– No sólo es posible, sino que ellos lo han hecho. Picasso comenzó a pintar objetos con el afán de mostrar sus tres dimensiones, colocando muchas perspectivas en el mismo cuadro. Hace como si fuesen fotografías superpuestas del mismo objeto, en las que vemos el objeto simultáneamente desde varios ángulos, desde varias perspectivas. Eso fue lo que hizo, pero no se quedó ahí. En vez de mostrar los objetos como unidades, los cortó en pedazos y comenzó a pintarlos de forma fragmentada.
– Pero ¿se puede entender así la pintura?
– No se entiende nada -exclamó Serge con una carcajada contagiosa. Abrió los brazos e hizo un gesto amplio con las manos-. El título del cuadro nos da una indicación y nosotros, a partir de ahí, logramos descubrir el objeto, que está sólo insinuado. Pero, si no conocemos el título, resulta un mero conjunto de figuras geométricas indescifrables. Como si el pintor partiese de una imagen concreta y después removiese los rasgos de la realidad, creando una amalgama de formas y colores.
– ¿Y el resultado es bonito?
– No sé si es bonito, es una cuestión de gusto, pero tenga en cuenta que la idea es fascinante.
Lo que a Agnès le pareció realmente interesante en Serge fue su conservación, diferente de la de los demás chicos que había conocido. En vez de intentar proyectar una imagen de hombre fuerte, viril y protector, Serge parecía más empeñado en hablar de arte. Tenía alma de artista, mirada soñadora, una forma dulce de hablar y muchos conocimientos del ambiente artístico, gracias sobre todo a sus amistades con la gente de la École des Meaux-Arts. Otra característica era que se mostraba frágil; Agnès se sorprendió al verse atraída por esa cualidad. Descubrió que le gustaban los hombres frágiles, no sabía por qué, pero la vulnerabilidad la conmovía, le despertaba tal vez un tierno sentimiento maternal.
Para el segundo encuentro eligieron Le Procope, supuestamente el más antiguo café del mundo, con fama de haber sido frecuentado por Voltaire y Napoleón. Después de beber dos tazas de chocolate caliente y de ponerse de acuerdo en tratarse de tú, Serge invitó a Agnès a visitar la galería Kahnweiler, donde, según él, estaban revolucionando el mundo de la pintura. Caminaron los dos bajo un paraguas hasta la Rue Vignon y, al dejar atrás la puerta de la galería aquella tarde lluviosa, Agnès entró en el universo del cubismo.
Kahnweiler exponía en ese momento varios trabajos importantes terminados hacía poco, todos de pintores aún poco conocidos: se veían allí L'oiseau bleu, de Metzinger; La femme et l'ombrelle, de Delaunay; y Compotier et verre, de Braque. Pero la sorprendieron sobre todo los tonos naranja y amarillo tostado de Femme dans un fauteuil, de Picasso. Se quedó asombrada mirando el desconcertante cuadro, se preguntó incluso si eso sería realmente pintura y vaciló un buen rato antes de opinar, le daba vergüenza parecer una ignorante.
– Esta mujer no tiene rostro -exclamó finalmente, conteniendo apenas la decepción.
Era lo mínimo que podía decir de la grotesca imagen expuesta, se sentía casi defraudada, como un gourmet a quien alguien le ha prometido gratin de queues d'écrevisses y acaba viéndose obligado a comer caracoles fritos.
– No, no tiene rostro -comentó Serge-. Lo que ocurre es que el rostro está reconstruido, así como el cuerpo. -Señaló un detalle del cuadro-. Fíjate aquí: son los senos, aquí se ven los pezones. En el fondo, la idea es presentar un cuerpo fragmentado donde el todo se reconoce a través de las partes.
– Pero, aparte del sillón, los senos y el periódico, yo veo casi solamente figuras geométricas…
Serge sonrió.
– Ahí está el truco. El pintor ha insertado figuras sintéticas cubistas, las geometrías, en un espacio clásico, tradicional. El efecto es sorprendente, ¿no te parece?
Agnès hizo una mueca resignada.
– Sorprendente es, no me cabe la menor duda. Pero ¿será realmente arte?
– Y del más puro -aseguró Serge con entusiasmo-. Yo sé que, para quien lo ve por primera vez, se produce siempre un choque, estos cuadros violan todas las convenciones, remueven nuestras más profundas convicciones sobre qué es la pintura. Yo mismo, cuando empecé a ver las pinturas cubistas, confieso que no me quedé muy convencido. Pero ¿sabes?, esto es como la cerveza: la rechazamos al principio, pero después no podemos pasar sin ella.
Al anochecer, cuando salieron de la galería, Agnès dejó que Serge apoyase la mano en su hombro, enlazándose ambos debajo del paraguas. Comenzó el noviazgo esa tarde y una semana después, rendida a los encantos de aquella alma de artista, perdió la virginidad.
Se sucedieron los proyectos compartidos a una velocidad asombrosa. Aún no había terminado el invierno y Serge ya la invitaba a cenar en el Pharamond, el famoso restaurante de Les Halles, donde pidieron boeuf en daube regado con sidra de Normandía. Después del postre, él le dio las manos y, a la luz de las velas y al son de un violín previamente contratado, le propuso matrimonio.
– Cásate conmigo, dulce princesa.
Al «oui» emocionado de Agnès le siguió un brindis con un afrutado Beaujolais Villages que él, cuidadosamente, cató y aprobó.
Pasearon después por el Sena cogidos de la mano, hasta que él la dejó a la puerta de su edificio, en Saint Germain-des-Prés. Cuando entró en el apartamento, a Agnès le llegó desde fuera la voz de su novio. Sorprendida, fue hasta la ventana, miró la calle y lo vio en la acera, junto a la farola, ofreciéndole una desafinada serenata, cantando a todo pulmón Bébé d'amour, una adaptación francesa de la canción inglesa Some of these days, entonces de moda en París:
Je veux mourir,
o ma déesse!
En ce beau soir
sous ta caresse.
Cuando Serge terminó, Agnès aplaudió y le lanzó un beso desde la ventana.
– Magnífico -le dijo-. Pero ahora vete, anda, vete antes de que te detengan.
La boda se celebró el 3 de junio de 1914 en la Basilique Saint Sauveur, en Dinan, el pueblo natal del novio, en la costa norte de la Bretaña. Era un lugar apacible, con el aire impregnado del olor del Atlántico, esos aromas salados del océano que perfumaban la brisa suave. La familia Chevallier acababa de llegar de Lille, aún aturdida por la rapidez de los acontecimientos.
– Mi pequeña Agnès -murmuró su padre a la entrada de la basílica, dándole el brazo y hablando como si le estuviese ofreciendo la última oportunidad de salvarse-. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?
– Absolutamente segura.
Paul Chevallier suspiró y enfrentó el pasillo que tenía por delante, con el altar al fondo y el novio a la espera, ese muchacho, ese extraño a quien entregaría su hija predilecta.
– Muy bien -exclamó finalmente, esforzándose por ocultar el peso que llevaba en el alma-. Adelante.
Como era un día de sol esplendoroso, la fiesta de bodas se organizó en los Jardins Anglais, justo detrás de la basílica, con una vista privilegiada al río Ranee y el valle verdeante por donde serpenteaba el vasto curso de agua, donde se destacaban las márgenes como fiordos en aquel plácido mar fluvial.
Serge terminó la carrera de Derecho ese verano, y su mujer, ahora Agnès Marchand, se matriculó en el cuarto curso de Medicina. Sus vidas seguían centradas en París, donde alquilaron un apartamento en la agitada Rue de Tubirgo, en Les Halles.
Él se puso a trabajar en el despacho de abogados de su tío, situado cerca de allí, en la Rue Saint Denis, al lado de la Maison du Sphinx, donde un cartel en la ventana anunciaba una droguerie, pharmacie, herboristerie, y a ella no le importó vivir un poco más lejos del Quartier Latin de lo que estaba habituada en su antiguo apartamento de Saint Germain-des-Prés. Claudette ya había terminado la carrera de Historia y había regresado a Lille, donde ocupó una vacante de profesora en un colegio local, y el apartamento quedaba ahora para los otros dos hermanos, llegados mientras tanto a París para proseguir también los estudios.
La vida parecía estabilizarse. La pareja de recién casados planeaba tener hijos cuando, sólo veinticinco días después de la ceremonia de Dinan, un titular en Le Petit Journal señaló la novedad que produciría una profunda transformación en sus vidas. La pareja estaba tomando el desayuno y Agnès se puso a hojear el periódico. Sus ojos se fijaron inevitablemente en el fatídico título. La noticia refería la muerte de un archiduque austríaco, en las calles de Sarajevo, asesinado por un serbio.
– ¡Qué horror! -comentó antes de pasar la página en busca de titulares más felices. Mordió una tostada y miró por la ventana-. Hoy en día nadie anda seguro por las calles.
Lo que aún no sabía es que aquellos tiros, disparados en una oscura callejuela al otro lado de Europa, pondrían al mundo patas arriba al cabo de menos de un mes.
La guerra entró en la vida de Agnès con la fuerza de un huracán enfurecido. Como consecuencia de una compleja serie de acontecimientos que envolvieron primero a Austria y a Serbia, y después a los aliados respectivos, Francia decretó la movilización general el 1 de agosto. Agnès vio cómo se transfiguraba París ante sus ojos, con una copiosa multitud presa de la fiebre de la guerra saliendo a la calle, llenando las principales arterias con innúmeras banderas francesas, pero también rusas y británicas, y cantando con fervor La Marseillaise y marchas patrióticas. Se fijaron pancartas con órdenes de movilización en todas partes, lo que atrajo a grupos alborotados de hombres, mientras se sucedían acalorados gritos de «Vive la France!» y los establecimientos con nombres alemanes eran atacados y saqueados, sobre todo las brasseries con nombres germánicos.
Serge no se mantuvo indiferente ante la ola de conmoción que invadió a los franceses. Esa misma tarde corrió a un puesto de reclutamiento para alistarse en el Ejército. Llegó por la noche a casa con el pelo cortado al rape y los papeles para presentarse a la mañana siguiente en un cuartel de la Armée, mientras fuera se desconectaba la iluminación pública y los reflectores de la Torre Eiffel y de los campos de aeronáutica patrullaban diligentemente el cielo.
– Es mi deber patriótico -explicó Serge esa noche a una Agnès estupefacta-. Además, esto será rápido y estaré en casa antes de que acabe el verano.
Dos días después, el 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia. En ese momento, los franceses ya tenían su máquina militar en movimiento. Agnès fue ese mismo día a la Gare du Nord a despedirse de su marido. La estación de trenes estaba sumida en una tremenda confusión, París entera parecía haber ocupado los andenes para saludar a sus valientes. Agnès tuvo una dificultad enorme para abrirse paso entre la compacta masa humana para acercarse al tren destinado al regimiento de Serge. Después de una espera atormentada en medio de un vocerío increíble, vio cómo se abrían las filas y los soldados marchaban disciplinadamente hasta los vagones, los fusiles alzados con la culata al pecho y los cañones apoyados encima del hombro.
Se puso de puntillas y estiró desesperadamente la cabeza, buscando a su marido en medio de aquel mar de gorras rojas, pero sólo lo vio minutos antes de que la locomotora pitase dando la señal de partida. Vestía con elegancia, como un soldado de los ejércitos napoleónicos, con una majestuosa chaqueta azul y pantalones de color rojo vivo, quepis vistoso en la cabeza, un fusil Lebel en bandolera: qué extraño resultaba verlo así, parecía un soldadito de plomo. Se saludaron, ella lanzándole besos al aire, él devolviéndole sonrisas. Miles de personas cantaban La Marseillaise a coro cuando los vagones comenzaron a moverse, los soldados se despidieron como si fuesen a un picnic. Serge decía adiós desde la ventanilla del tren que lo llevaba al frente, agitaba alegremente el quepis en la mano izquierda; aquel petit soldat parecía casi feliz.
Alemania atacó a Bélgica al día siguiente, 4 de agosto, lo que llevó a Gran Bretaña a entrar en guerra. Entre tanto, reclutaron a los hermanos Chevallier y, también ellos, marcharon inmediatamente al frente. Agnès fue a despedirse de Gaston a la Gare du Nord el día 5, y de François a la Gare de Lyon el 6, siempre en medio de grandes manifestaciones populares, plenas de fervor patriótico. Las tropas francesas avanzaron el día 7 por Alsacia hasta llegar al Rin y conquistar Mulhouse. Hubo un estallido de entusiasmo en París, las personas lloraban de alegría y se saludaban en las calles, había sonrisas por todas partes: «Vive la France!». La euforia era generalizada. Pero los acontecimientos se precipitaron inesperadamente a mediados de mes. Los alemanes irrumpieron en Francia a través de Bélgica y, después de dos días de combate, las tropas francesas comenzaron a retirarse la noche del 23, en lo que fueron acompañadas por la BEF, la British Expeditionary Force. Los alemanes avanzaron tras ellos en dirección a París, ciudad sólo defendida por una sola brigada de infantería naval.
A esas alturas, Agnès leía en la prensa parisiense sensacionales noticias de grandes victorias de las fuerzas francesas, en una operación de propaganda que se haría conocida como Bourrage de crâne. Por ello, a principios de septiembre, los hasta entonces eufóricos parisienses recibieron con sorpresa la información de que las tropas alemanas habían llegado al río Marne, a sólo unos cincuenta kilómetros al este de la capital. El pánico dominó París. El Gobierno abandonó apresuradamente la ciudad y se trasladó a Burdeos la noche del 2 de septiembre, cimentando la convicción de que París estaba a punto de caer.
Angustiada y sola, Agnès decidió seguir el ejemplo del Gobierno, pero descartaba la idea de ir a Lille, dado que su ciudad natal, situada cerca de la frontera belga, se encontraba en el ojo del huracán, lo que la tenía sobremanera preocupada. Vivía en continuo sobresalto, pensaba todo el tiempo en su marido, en su madre, en sus hermanos y en su hermana, en su padre, ¿qué estarían haciendo en ese momento? Intentaba distraerse, pensar en otras cosas, pero todo le recordaba a la familia, ¿estarían bien? Todos los pensamientos la llevaban al frente de batalla y a Lille, era allí donde se concentraba su vida, toda su vida; la soledad en París se le hizo opresiva, pesada, insoportable, se sintió deprimida, se dio cuenta de que no podía seguir así: «Ça ne va pas!». Tenía que hacer algo, tenía que salir de allí. Optó, por ello, por buscar refugio en casa de los padres de Serge, en Dinan. Preparó una maleta, acomodó en ella algo de ropa y a Mignonne y a la mañana siguiente se fue a la Gare Montparnasse para coger un tren con destino a Bretaña.
El problema es que medio millón de parisienses tuvieron exactamente la misma idea. Agnès encontró la estación de trenes atestada de gente, eran familias enteras con sus petates a cuestas, inquietas por la proximidad de los alemanes, se multiplicaban los rumores sobre la situación en el terreno, se decía que el enemigo entraría en París al cabo de cuarenta y ocho horas, la fiebre del miedo había sucedido a la fiebre de la guerra. Miles de personas se amontonaban en la Gare Montparnasse cargadas de sacos, maletas, cajas, envoltorios con tarteras, niños llorando, la ansiedad estampada en los ojos. Agnès fue a la cola del guillet y le llevó seis horas comprar el billete a Rennes.
La odisea siguiente fue cómo subir al tren. Un mar de gente llenaba las terminales de la estación y sólo al atardecer, bañada en sudor y muerta de hambre, logró subir a un vagón. El tren rebosaba de gente, algunas puertas no pudieron cerrarse siquiera y ni hablar de conseguir un asiento. Agnès se pasó doce horas de pie, en el pasillo, pegada a otros pasajeros, exhausta y tambaleando del sueño, soportando las sucesivas paradas del vagón en todas las estaciones y apeaderos, hasta llegar finalmente a Rennes, cuando ya había salido el sol. Alquiló en la estación un coche que la llevó, lentamente y a trompicones, hasta Dinan, en un viaje que duró más de ocho horas. En un estado de total agotamiento se arrastró hasta la puerta de la casa de los suegros, un apartamento en la Rue de la Lainerie, en el corazón de un viejo barrio de encanto medieval.
La situación en el teatro de operaciones sufrió un nuevo volte-face. El VI Ejército francés y una división argelina se juntaron con la brigada de infantería naval en la defensa de París, bajo el mando del general Galliéni. El comandante jefe francés, el general Joffre, dio la capital por perdida y prosiguió la retirada del V Ejército, planeando una contraofensiva para más tarde. La vanguardia de las tropas alemanas se inmovilizó en el Marne y, vacilando, comenzó incluso a alejarse hacia el este, esperando un nuevo alineamiento de las fuerzas. Galliéni vio la oportunidad y atacó el 4 de septiembre. Frente al hecho consumado de la decisión unilateral del comandante de la defensa de París, Joffre suspendió la retirada y optó por atacar también. El VI Ejército, proveniente de la capital, alcanzó por sorpresa al I Ejército alemán en la mañana del 6 de septiembre y lo derrotó después de tres días de combate. Los alemanes ordenaron una retirada general el día 9 y volvieron a alinear sus fuerzas a lo largo del río Aisne, donde cavaron posiciones defensivas. París estaba a salvo, pero comenzaba la guerra de trincheras.
La victoria en la batalla del Marne devolvió la confianza de los franceses en su ejército, y muchos parisienses que se habían refugiado en la provincia comenzaron a volver a casa. Agnès emprendió el largo camino de regreso y entró en su apartamento de Les Halles a mediados de septiembre. Las calles de París se veían aún semidesiertas, con muchas tiendas cerradas y algunos escaparates rotos, resultado de los saqueos producidos en el auge de la confusión. Madame Jolinon, la portera del edificio donde vivía y que se había quedado en la capital durante los días de incertidumbre, le contó que los taxis de París se habían movilizado en los momentos más difíciles de la batalla del Marne, transportando seis mil soldados de reserva al frente de combate. Según ella, fue eso lo que salvó al VI Ejército y, en última instancia, a la propia ciudad. Era una exageración, claro, pero la mujer se limitaba a repetir lo que había oído. El hecho es que los propagandistas no se contuvieron en difundir el mito de que los civiles habían desempeñado un papel preponderante en aquella acción desesperada: podía no ser verdad, pero era un excelente pretexto para mantener la moral.
Agnès se esforzaba en rascar el fósforo y encender la lumbre, pero no había forma de que la llama apareciese. Veces sin cuenta rascó el fósforo en la caja y no ocurrió nada, rascó con tanta fuerza que acabó rompiéndose el palito. Fue a buscar otro y después otro más, pero no sucedía nada, por más que rascase los fósforos la lumbre se resistía a dar siquiera una señal.
– Malditos fósforos -le comentó, irritada, a Mignonne-. ¿Estarán mojados?
Palpó la cabeza negra del último que había cogido y comprobó que, en efecto, estaba húmedo. Echó pestes y fue a buscar una segunda caja al armario. Logró finalmente encender el fuego y puso la olla sobre la llama. Hacía mucho tiempo que le apetecía un gras-double, y ese día se había armado de paciencia para prepararlo. Dejó momentáneamente la olla sobre la lumbre y fue hacia la ventana a observar el cielo. El sol había desaparecido con el verano, septiembre se acercaba a su fin y el otoño se había instalado bruscamente en París, cubriendo la ciudad con un sombrío manto grisáceo.
Toc. Toc. Toc.
Agnès oyó que llamaban a la puerta. Aún en delantal, fue a ver quién era. Abrió la puerta y se encontró con un cartero de la Armée de Terre, con la gorra en la mano y un bolso en bandolera.
– Madame Marchand?
– Oui?
El hombre le extendió un sobre. Intrigada, se limpió las manos aún mojadas en el delantal, cogió la carta y rasgó el lateral del sobre. Era una postal del Ministère de la Guerre en la que se lamentaban por tener que informarla de que su marido, el soldado Serge Marchand, había muerto como un héroe en el cumplimiento del deber y en defensa de la patria.
Agnès releyó el texto, incrédula, boquiabierta, miró al cartero en busca de una señal de que aquello era sólo una broma, el hombre bajó los ojos, turbado, ella volvió a mirar la postal y, asimilando finalmente el pleno significado de aquella tremenda noticia, sintió que el mundo giraba y se desmoronaba bajo sus pies, que el suelo remolineaba como un trompo sin control. La memoria de la voz de Serge canturreando «Je veux mourir, o ma déesse! En ce beau soir, sous ta caresse» resonaba en su cabeza como un presagio que había desechado. La melodía se alejaba despacio, como si huyese, como si se alejase en un túnel lejano; la voz desaparecía, esfumándose hasta perderse en un profundo y doloroso silencio.
A los veintitrés años, y sólo tres meses después de la boda, Agnès se había quedado viuda. La postal no daba detalles sobre la muerte de Serge ni decía dónde se encontraba el cuerpo, algo que hizo el luto aún más difícil. Los días que siguieron a la llegada de la noticia fueron de gran desorientación. Agnès se negó a salir de casa y fue madame Jolinon quien le dio apoyo, preparándole la comida, haciéndole compañía, intentando consolarla.
– Courage, ma petite, usted es aún joven, es duro pero tiene que resistir, c'est la vie! Yo también perdí a mi Honoré, sé lo que cuesta, pero aquí estoy, dispuesta a rehacerme.
Los familiares de Serge la visitaban cada vez menos. Sin su marido, nada la ligaba a aquellas personas. Se fueron alejando gradualmente hasta dejar de verse. Guardó a Mignonne en una maleta para no volver a tocarla nunca más, era una forma de enterrar la infancia, cuyo final había precipitado la noticia de la muerte de Serge. Dejó de ser una mujer feliz y despreocupada, el peso del mundo recayó sobre sus hombros.
Para Agnès comenzó a hacerse evidente que no podía seguir en París. No tenía marido que la mantuviera ni podía pagar los estudios del último curso de Medicina, y el apartamento de Les Halles se había vuelto insoportablemente vacío. El problema es que la relación con su familia se mantenía interrumpida. Los alemanes ocupaban parte de Flandes, y Lille quedaba ahora por detrás de las líneas enemigas. Eso significaba que no podía regresar a casa ni sus padres podían enviarle ayuda. Además, no era posible siquiera saber qué ocurría en Lille, no tenía noticias de sus padres ni de Claudette y, después de lo que le había ocurrido a Serge, alimentaba los peores presentimientos acerca de Gaston y François.
Dejó de estudiar y comenzó a encarar seriamente la posibilidad de conseguir trabajo. Con la ida de los hombres a la guerra, millones de francesas estaban ya sustituyéndolos en los empleos, incluso porque los salarios eran mejores que aquellos a los que estaban habituadas. Había cada vez más mujeres conduciendo tranvías y ambulancias, aunque la mayor parte acababa en las fábricas de armamento. Agnès aceptó convertirse en una munitionette, tal como se llamaba a estas obreras, pero el destino le reservaba otros planes.
Al comenzar el invierno, Agnès fue a comer una choucroute a la Brasserie Bofinger, en la Place de la Bastille. Se sentó en una silla tapizada en cuero de la cervecería observando distraídamente los ricos vitrales del establecimiento, con la mente recorriendo su vida. Pensaba en las opciones que le quedaban, en las difíciles decisiones que tendría que tomar. La cervecería se encontraba casi desierta, no había muchos jóvenes que la frecuentasen, estaban casi todos en la guerra. Tal vez por eso sus ojos se posaron en un hombre de mediana edad que acababa de entrar y cerraba el paraguas junto a la puerta. Reconoció al barón Jacques Redier, el viejo amigo de su padre.
– ¡Señor barón! -exclamó.
El barón Redier volvió la cabeza y sus ojos se encontraron, pero él mantuvo una expresión interrogante, pues no la había reconocido. Agnès le hizo una seña para que se acercase. Aunque vacilante, él avanzó hacia ella.
– Señora -saludó-. ¿A qué debo el honor?
– Señor barón, ¿no se acuerda de mí? Soy Agnès, estuve en su casa…
– Pardon?
– Soy Agnès Chevallier, la hija de Paul Chevallier, de Lille. ¿Se acuerda de mi?
El rostro del barón se iluminó en una sonrisa cálida y hasta efusiva.
– ¡Agnès! ¡Dios mío, cómo has cambiado! ¡Estás hecha una mujer, muchacha, no te reconocía!
– Siéntese, siéntese.
El barón se sentó.
– ¡Vaya sorpresa! -exclamó-. No esperaba encontrarte por aquí, palabra de honor. Estás guapa, ¿eh? Una verdadera flor. -Se quedó mirándola un instante-. ¿Y tu familia?
La sonrisa de Agnès se deshizo.
– Mis padres y mi hermana están en Lille y no tengo noticias de ellos desde que comenzó la guerra.
– ¡Diablos! Es un desastre esta guerra. -Suspiró-. Afortunadamente, pronto acabará.
– ¿Usted cree?
– Es lo que dicen los periódicos. Además, ya hemos impedido a los boches llegar a París. Ahora es cuestión de tiempo, hasta que los políticos se entiendan. Por tanto, no te preocupes, todo irá bien, estoy seguro.
– ¿Cuánto tiempo?
– No lo sé, tal vez cinco o seis meses…
– Es mucho… -se desahogó Agnès, desanimada.
– No te angusties, muchacha. Seis meses pasan deprisa -observó el barón-. ¿ Qué estás haciendo en París?
– Pues… estoy estudiando Medicina.
– Y con tus padres en Lille, ¿cómo consigues dinero para pagar el curso?
Agnès bajó los ojos.
– Ése es el problema -dijo-. Voy a tener que suspender el curso y ponerme a trabajar.
– ¿Trabajar? ¡Lo que faltaba!
– ¿ Por qué? -se sorprendió Agnès-. Tengo que vivir, ¿no?
– Sí, claro, pero no pensar en trabajar.
– ¿Cómo? Hay muchas mujeres que están yendo a las fábricas de armamento para…
– ¡Ni se te ocurra! -interrumpió el barón-. Voy a ayudarte, como que me llamo Jacques Redier.
– Pero…
– Mira, ¿por qué no te vienes a Armentières conmigo? Desde que falleció mi mujer, me he sentido muy solo en aquel palacete inmenso.
– ¿Ha muerto la señora baronesa? Oh, lo siento mucho.
– Gracias. Murió hace dos años, pobrecita, víctima de la tuberculosis crónica que padecía hacía mucho tiempo. De modo que sólo tengo a Marcel para que me haga compañía. Pero si algo he aprendido, es que los mayordomos son unos compañeros tediosos. Por ello necesito a alguien que llene el château de alegría. ¿Por qué no vienes a Armentières?
– Pero, señor barón, yo no puedo ir a Armentières…
– ¿Ah, no? ¿Y te quedarás aquí haciendo qué? ¿Pasando hambre? ¿Yendo a las fábricas a colocar pólvora en los cartuchos? ¿Qué te ata a París, válgame Dios? No estás casada, ¿no?
– Soy viuda.
El barón abrió la boca sorprendido.
– ¿Cómo?
– Me casé hace poco tiempo, pero después vino la guerra y mi marido se alistó…
El barón le acarició el pelo.
– Comprendo -murmuró, incómodo-. Pobrecita, debes de estar pasando momentos difíciles. -Hizo una pausa-. Razón de más para que vengas a Armentières conmigo, aquí no estás haciendo nada. Dime, ¿hay algo que te ate a París?
Agnès se quedó inmóvil mirándolo.
– Bien…, yo… -tartamudeó-. En rigor, nada. Pero no me parece correcto ir a su château.
– ¡Qué disparate! -exclamó el barón-. Te conozco desde pequeña. Necesitas ayuda, estás sola, a mí también me hace falta encontrar compañía, ¿qué más quieres? Tengo la obligación de ayudarte, acerca de eso no cabe la menor duda. Además, ésta es sólo una solución transitoria, hasta que acabe la guerra. Cuando vuelva la paz, vas a Lille a reunirte con tu familia y vuelves luego a París a terminar tu carrera.
– Pero, señor barón, no puedo aceptarlo.
– No digas tonterías. En situación semejante, estoy segurísimo de que tu padre habría ayudado a un hijo mío. -Hizo un gesto enfático con la mano-. Está decidido, muchacha. Te vienes a Armentières conmigo…, no se hable más.
A principios de 1915, Agnès se vio instalada en el Château Redier, la enorme mansión donde pasó tantos fines de semana durante su niñez. El palacete le daba refugio y seguridad, pero, por otro lado, tenía el irritante inconveniente de estar relativamente cerca de las primeras líneas. El permanente rumor de la artillería, hecho de un furioso mar de olas que porfiadamente fustigaba peñascos invisibles, la tenía algo inquieta. Con el tiempo, sin embargo, se fue habituando a los sonidos de aquella lejana pero incansable tempestad, el tronar constante se transformó en una rutina, en un ruido de fondo que iba aprendiendo a ignorar.
El barón la trataba como a una hija, lo que, dada la diferencia de edad y la proximidad de Redier con su padre, parecía natural. La relación entre ambos fue, sin embargo, evolucionando gradualmente, una sonrisa, un roce, una palabra, hasta hacerse inevitable la conversación que tuvieron en el salón, una tarde gris y ociosa, después de haber tomado el té de las cinco y comido unas madeleines de elaboración casera.
– Tengo una propuesta que hacerte -anunció él con actitud solemne, recostado en el canapé.
Agnès se balanceaba suavemente en su mecedora, mirando con melancolía hacia el otro lado de la ventana, hacia los árboles del jardín que murmuraban bajo el viento fresco del anochecer.
– ¿Sí?
El barón carraspeó y se incorporó. Agnès lo sintió repentinamente perturbado y desvió la atención hacia él, observándolo con curiosidad. Redier se había ruborizado, tenía el rostro tenso y los ojos inquietos, parecía nervioso.
– ¿Sabes, Agnès?, desde la muerte de mi mujer, Solange, me siento muy solo. Este palacete es enorme, pero no tan grande como la soledad que me atormenta. La vida me parece vacía, sin sentido, los días pasan unos tras otros y tengo la terrible sensación de vegetar, sin rumbo ni dirección, a merced del tiempo y de lo que el destino me quiera ofrecer. -La miró fijamente a los ojos-. Tu venida ha cambiado un poco todo eso, me ha traído alegría y cierta raison de vivre. Me he aficionado a ti y no sé si soportaría vivir en esta casa sin tu presencia. Por ello, quiero hacerte una proposición.
El barón se calló y se quedó observándola, como si estuviese sumido en un debate interior, intentando decidir si avanzaba o no con la idea que bullía en su mente. Agnès se agitó, inquieta, en su mecedora, incómoda bajo el agobiante silencio que había seguido a aquellas intrigantes palabras.
– ¿Sí?
Redier suspiró pesadamente, armándose de valor para avanzar en su arrojada proposición; sabía que, después de formularla, no habría camino de retorno, todo sería diferente.
– Soy un hombre de mediana edad y no me hago ilusiones acerca de tus sentimientos con respecto a mí -parpadeó con una especie de tic nervioso-, pero, aun así, me gustaría pedirte que te casaras conmigoAgnès abrió la boca, sorprendida ante la idea. Veía al barón como una figura paternal, protectora y amiga, y no sentía la menor atracción por él. Su primera reacción fue la de decir que descartaba la idea del casamiento. Esbozó incluso un gesto para rehusar de inmediato la petición, pero vaciló, en cierto modo se había aficionado a él y no quería herirlo ni ofenderlo, se dio cuenta de que tendría que tener mucho tacto para afrontar la situación. Buscó la manera más apropiada de abordar el asunto y optó por la prudencia.
– Bien, señor barón, ésa es… una proposición inesperada, estoy sorprendida -titubeó, ganando tiempo para pensar-. A decir verdad, no sé bien qué responder.
– Di que sí -imploró él fervorosamente. Ahora que había lanzado la proposición se mostraba decidido a llegar hasta el final-. Por favor, di que sí.
– Pero tenemos una gran diferencia de edad, usted podría ser mi padre.
– Escucha, Agnès, como te he dicho, no me hago ninguna ilusión. Sé que no me amas, eso es evidente y natural, eres mucho más joven que yo. Pero te suplico que, por lo menos, consideres seriamente lo que te pido. Déjame que te diga que los mejores matrimonios no son los que parten de una pasión que deprisa se apaga, sino aquellos cuyo amor va naciendo con el tiempo y madurando como el vino. No me cabe duda de que llegarás a aprender a quererme, ese sentimiento crecerá naturalmente y estoy seguro de que podremos ser muy felices.
– ¿Y si no crece?
– Crecerá, estoy seguro.
– Es posible, no digo que no. Pero ¿y si no crece?
El barón volvió a suspirar, considerando esa hipótesis.
– Bien, me parece evidente que ésa es una posibilidad que tenemos que admitir. -Se rascó la barbilla, pensativo-. Mira, podemos muy bien comenzar despacio, dejar que las cosas se den de forma natural. Por ejemplo, en vez de compartir enseguida la misma habitación, cada uno puede mantenerse inicialmente en sus aposentos, aguardando el curso normal de los hechos, sin forzar nada. Creo que tenemos que hacer el camino caminando.
Agnès dijo que tenía que pensarlo. Era una mera estratagema para ganar tiempo y buscar una forma de rechazar delicadamente la proposición. A lo largo de la semana siguiente, analizó la idea desde varios ángulos, hasta admitió el casamiento como hipótesis académica, imaginó cómo sería su vida unida a aquel hombre. La verdad, se sorprendió, porque tal vez no tenía por qué ser tan mala idea. Allí estaba ella, perdida en un mundo hostil, desarraigada, separada de su familia, debilitada y vulnerable, y quien la había ayudado, quien le había tendido la mano sin vacilar en su momento difícil, había sido el barón, aquel mismo hombre que ella se mostraba tan pronta a desdeñar. Es verdad que Redier era más viejo que ella y que no la atraía, pero, observándolo ahora con otros ojos, no los ojos de una muchacha soñadora, sino con los de una mujer madura, comprobaba que el barón se revelaba incluso como un hombre interesante, bien conservado para su edad, enérgico y seguro de sí mismo. No se trataba, evidentemente, de un Matt Moore; lejos de ello, desde el punto de vista físico no se lo podía comparar con la famosa estrella del cine, pero, quand même, el barón se distinguía por su actitud charmante y mostraba ser una persona sensible y culta. Además, concluyó, la idea de no forzar las cosas era sensata: dejar que el matrimonio siguiese su rumbo natural. Agnès se descubrió a sí misma imaginando una convivencia real con aquella figura distinguida.
Se casaron un sábado lluvioso de octubre de 1916 en el Registro Civil de Armentières, en una ceremonia en la que el único miembro de la familia que la acompañó fue Gaston, el hermano que desempeñaba funciones administrativas en el sector de Champagne y que se encontraba de baja. En el momento de la verdad, Agnès cerró los ojos, se despidió en secreto de Serge, se sintió invadida por una plácida serenidad y, en un susurro furtivo, dijo «oui».
El cuartel del Pópulo dominaba la gran plaza con su ancha fachada blanca; a la izquierda, la iglesia; en el centro, la puerta de armas. El alférez Afonso Brandão saludó al centinela y entró en el edificio donde estaba acuartelado el regimiento de la Infantería 8. Atravesó el patio de entrada y subió por la piedra de las vastas escalinatas interiores que cruzaban el centro de las instalaciones. Afonso subió los escalones sin dejar de admirar los vistosos azulejos azules que embellecían las paredes enlucidas y reproducían bucólicas escenas de monjes en jardines, reminiscencias del origen religioso del gran edificio. En su anterior paso por Braga, en la época del seminario, supo que aquel cuartel era el antiguo convento de los eremitas de San Agustín, por lo que la decoración no le pasó inadvertida. Recorrió el suelo de madera en el primer piso y fue a presentarse ante sus superiores jerárquicos.
La vida de un oficial en el cuartel de Braga era tan poco imprevisible como el retiro de una monja en un convento. Sin nada que hacer, a no ser tal vez aburrirse hasta la muerte, Afonso pasó los primeros días reconociendo el edificio y enterándose de su historia. Descubrió que el Estado se había hecho cargo del convento en 1834, con ocasión de la guerra civil entre don Pedro y don Miguel, cuando las instalaciones comenzaron a servir como albergue de las varias fuerzas militares que iban a Braga a enfrentarse a la guerrilla miguelista y a pacificar la región. La Infantería 8, originalmente un regimiento de Castelo de Vide, fue una de esas fuerzas y, habiendo sido destacado en el Miño con la misión de combatir a los miguelistas y en Maria da Fonte, acabó por establecerse en el cuartel del Pópulo en 1848, a petición del municipio bracarense.
Cuadros rústicos en el extremo de las paredes de las escalinatas centrales del cuartel mencionaban «combates en los que tomamos parte con ocasión de», inscripciones seguidas de una larga lista de lugares y fechas: «Bucalo en 1810», «Fuentes de Onoro en 1811», «Salamanca en 1811», «Pyreneos en 1813», «Nive en 1813», «Barcelona en 1814», «Orthez en 1814», «Toulouse en 1814», y otros registros de esa clase. A Afonso le llamaron la atención algunos nombres y fue a reunirse con el alférez Pinto, un habitante del Miño delgado y pelirrojo, a quien llamaban el Zanahoria, muchacho arrebatado y nervioso, simpatizante de la Monarquía. Con él había trabado amistad. El alférez Pinto estaba desde hacía dos años en el regimiento y Afonso le preguntó qué significaban aquellas referencias.
– Son las batallas en las que participó nuestro regimiento -aclaró enseguida el Zanahoria.
– ¿Infantería 8?
– Sí, claro.
– Pero allí se mencionan ciudades francesas, como Orthez y Toulouse…
– ¿Y?
– Pero ¿nosotros estuvimos combatiendo en Francia?
– Sí.
– ¿En Francia?
– Sí, claro. Fue durante las invasiones napoleónicas. Fuimos detrás de ellos por España y por Francia, con Wellington a la cabeza, quien decía que nosotros éramos los gallos de pelea de su ejército.
– ¡Arre!
Para matar el tiempo, Afonso se hizo visita regular del padre Álvaro y fue dos veces al Largo de Sào Thiago a recorrer el seminario y rever rostros conocidos. Los seminaristas eran otros, pero don Basilio Crisòstomo seguía siendo vicerrector y aún estaban los mismos profesores, a excepción del padre Fachetti, que había regresado a Nápoles, y del padre Nunes, que se había trasladado a Oporto. Verlo de uniforme dejó a los sacerdotes sorprendidos; Afonso había pasado de soldado de Cristo a soldado del Rey, ironía que suscitó graciosos comentarios.
– ¿Sigues pateando piedras? -le preguntó el padre Francisco, el bonachón maestro de Retórica.
Todos se rieron y Afonso se sonrojó.
– A veces.
– ¡Vaya muchacho travieso! -se burlaban los curas, divertidos al recordar las extrañas escenas en el patio del seminario.
Hasta el vicerrector, que en aquel entonces no había estado dispuesto a tolerar travesuras, parecía ahora encontrar en ellas una gracia inesperada, como si aquel comportamiento que había provocado la expulsión del seminarista se hubiera transformado en una mera excentricidad digna de figurar en la mitología de la institución.
– Entonces, ¿ cómo llegaste a ser oficial, Afonso, tú que no eres capaz de matar una mosca? -quiso saber don Basilio Crisòstomo.
– Oh, es una larga historia -dijo con un suspiro Afonso-. Digamos que anduve buscando una profesión para no hacer nada. Como ustedes no me dejaron ser sacerdote, me fui al Ejército.
– Estás siendo injusto -comentó el padre Francisco con expresión burlona-. Nosotros nos dedicamos a Dios, y no existe nada de mayor responsabilidad. Además, tenemos que soportar a los alumnos del seminario, y eso da un trabajo de mil demonios, créeme.
– Vaya si lo da -coincidió don Basilio con naturalidad.
– Pero miren que nosotros también, en el Ejército, nos hartamos de trabajar -replicó Afonso.
– ¿Haciendo qué, si se puede saber?
– Muchas cosas. Además de las formaciones, jugamos a las cartas, bebemos unas cervecitas, salimos a ver a las muchachas, nos agotamos durmiendo, es un agobio, una labor tremenda, hay que estar ahí para verlo.
A pesar de cultivar un discreto sentido del humor, el alférez Afonso no era hombre de hacer muchos amigos. Era una persona de trato fácil y se había vuelto relativamente culto e interesado por el mundo, pero en las relaciones personales prefería la calidad a la cantidad. A excepción del alférez Pinto, el Zanahoria, su lista de amigos estaba formada sobre todo por aquellos que había conocido a lo largo de su vida. Convivía con el padre Álvaro en Braga e iba a visitar a Vila Real a su amigo Gustavo Mascaren has, quien había conseguido ubicarse en la Infantería 13, lo que no era digno de sorpresa, porque Vila Real no era un sitio muy procurado por los cadetes que se formaban en la Escuela del Ejército. Llegó incluso a ir a Vinhais a ver a Amé- rico. El antiguo compañero del seminario estaba diferente, se había casado, tenía hijos y había entrado en el negocio de su padre. Recibió a Afonso con afecto, lo atiborró de comida y lo rodeó de atenciones, pero Vinhais estaba lejos y aquél fue el único viaje que el oficial hizo hasta la remota población tramontana. El alférez mantenía además correspondencia con Trindade, el Mocoso, que había seguido el curso de Estado Mayor y aún estaba en la Escuela del Ejército. A través de estas cartas, Afonso recibía noticias del Campeonato de Lisboa de Football, siendo informado por el Mocoso de que el Benfica había puesto fin al reinado del Carcavellos Club y se había consagrado finalmente campeón. El Sporting quedó en quinto lugar. El alférez celebró la noticia con oporto y mandó una carta al sportinguista Mascarenhas dándole la noticia y, por añadidura, el pésame.
Afonso nunca había prestado especial atención a la política, ése era un asunto que no formaba parte de su universo de intereses. En eso fue una excepción. Casi todos sus compañeros discutían con expresión conspirativa el turbulento estado del país, y Afonso reparó en que, a pesar del predominante ambiente conservador de Braga, algunos oficiales eran republicanos. La capitulación de la Corona ante el ultimátum británico de 1890, que deshizo los sueños imperiales del mapa color rosa, minó profundamente la credibilidad de la Monarquía en el medio militar, y no sólo eso. El descontento se extendía por todas partes; el propio Afonso tendía a apoyar la idea de que la monarquía era cosa del pasado. La imagen del rostro lechoso de don Manuel II en la apertura del año escolar de 1908 le había quedado marcada de manera indeleble en la memoria, le resultaba chocante pensar que el Rey no era más que un chaval de su edad, ¿cómo era posible creer que un mozo aún imberbe fuera capaz de gobernar un imperio?
Durante el desayuno, en el cuartel de la Infantería 8, Afonso oyó por primera vez la noticia de que estaba ocurriendo algo muy grave en Lisboa. Corría la mañana del 4 de octubre de 1910.
– ¿Te has enterado de la novedad? -le preguntó el alférez Pinto con un tono sigiloso en cuanto lo vio.
– Lo sé, el Benfica es campeón.
– No seas tonto. Andan a tiros en Lisboa.
– ¿Qué?
– Me lo ha dicho el telegrafista.
– ¿Andan a tiros?
– Tal como te lo he dicho. Parece que salió a la calle el movimiento republicano y hubo algunas unidades que lo han apoyado.
– ¿Cuáles?
– No sé muy bien cuáles. El telegrafista me ha hablado de la Marina y de la Artillería 1, pero la situación permanece confusa.
– ¿Y nosotros?
– ¿Y nosotros? Nosotros, nada, estamos lejos de las cosas. El coronel se ha reunido con su Estado Mayor, los mayores y los oficiales de su confianza. Dicen ellos que han ido a conferenciar, pero creo que en realidad están cagados de miedo y prefieren quedarse viendo cómo va todo para apoyar después al vencedor.
– ¿A quiénes apoyas tú?
– ¿Yo? Qué pregunta, Afonso. Yo estoy por el Rey, ya lo sabes.
El día se prolongó, tenso e irritante, y los oficiales del regimiento de Braga se pasaron las horas alrededor del telegrafista y conspirando en voz baja en los pasillos, unos por la Monarquía, otros por la República, la mayoría expectantes y sin comprometerse. El telégrafo difundía fragmentos sueltos de información. Según las noticias que llegaban por cuentagotas, elementos de la Artillería 1 y la Infantería 16 habían ocupado la Rotunda, donde también se encontraban algunos cadetes de la Escuela del Ejército y civiles armados. Se hablaba de la Carbonaria. Las fuerzas leales al Rey ocupaban el Rossio y defendían puntos estratégicos, como los bancos, el arsenal del Ejército y el palacio de las Necesidades, donde se refugiaba el monarca. En un momento dado, llegó la noticia de que uno de los jefes de los revoltosos, el almirante Cándido dos Reis, se había suicidado después de recibir la información de que el golpe había fracasado.
Poco después de conocerse tal acontecimiento, el comandante del regimiento de Braga abandonó su reunión de Estado Mayor para colocarse al lado del Rey Había oído que ganarían los monárquicos y se apresuró a situarse del lado vencedor. Fue un error. Los barcos de la marina comenzaron a bombardear el Rossio y el palacio de las Necesidades, y una bandera blanca empuñada por un diplomático alemán, para obtener una tregua destinada a retirar a los ciudadanos extranjeros, se interpretó erróneamente como una señal de que los monárquicos se rendían. Los enemigos del Rey salieron en masa a la calle para festejar la victoria de la República. El régimen quedó desconcertado y, en un acceso de pánico, el Rey huyó. En la mañana del día 5, los líderes del movimiento republicano subieron al balcón del ayuntamiento de Lisboa y, frente a una vasta y eufórica multitud que se había concentrado en la Praça do Municipio, José Reivas proclamó la República en Portugal.
La vida cambió mucho en Braga. El nuevo poder en Lisboa contó los fusiles monárquicos en los regimientos y procedió a la limpieza. El coronel que comandaba la Infantería 8 recibió la jubilación anticipada y lo mismo ocurrió con los mayores y capitanes de su confianza que habían cometido la imprudencia de apoyar a la Monarquía en el momento en que ésta se desmoronaba. Pinto, el Zanahoria, a pesar de ser monárquico, escapó al barrido general, debieron de haber pensado que no valía la pena preocuparse por la chusma, ¿y qué era un alférez sino chusma? Sea como fuere, la limpieza provocó un movimiento ascendente en el cuartel.
Como quedaron vacantes varios puestos de oficiales, se produjo una sarta de promociones y Afonso acabó ascendido a teniente sólo un año después de haber acabado la Escuela del Ejército. Pero las vacantes se seguían sin cubrir, por lo que, poco después, le tocó ser también promovido al alférez Pinto, tal vez porque consideraban su costilla monárquica una mera rareza de la juventud.
La República trajo consigo un exasperado clima anticlerical, que se tradujo en un rápido cerco a la Iglesia, fruto de la promesa del nuevo Gobierno de acabar con el catolicismo en el país en dos generaciones. Fueron expulsados los jesuitas, la enseñanza del catolicismo se prohibió en las escuelas públicas, varios obispos acabaron destituidos o desterrados y se aprobó la ley del divorcio. En 1911 llegó la hora de sancionarse la ley de la separación de las Iglesias y el Estado, que puso fin a las subvenciones a la Iglesia y le expropió bienes, incluso propiedades. Un edicto mandó cerrar todos los seminarios del país, y el Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo no fue una excepción. Mandaron a casa a profesores y alumnos, y el edificio del Largo de Sao Thiago fue entregado a la Infantería 29.
– Este país está hecho un caos -se quejó amargamente el vicerrector, don Joào Basilio Crisòstomo, cuando Afonso lo visitó en la víspera del desalojo del edificio-. ¡Válgame Dios, el poder está por los suelos! ¿Dónde se ha visto perseguir así a la Iglesia? ¡Parece que hemos vuelto a la Roma antigua!
– Mantenga la calma, don Crisòstomo, que todo se arreglará.
– ¿Calma? ¿Calma? ¡Válgame Dios, Afonso! -se irritó el vicerrector, deambulando amargado entre los cajones con los bártulos, que ordenaba antes de que llegasen los hombres de la Infantería 29-. Es una vergüenza para la civilización lo que nos están haciendo. Una vergüenza, ¿has oído? ¡Y una vergüenza para el uniforme que llevas puesto! ¿Dónde se ha visto entregar un seminario al Ejército? ¿Dónde se ha visto ordenar que cierren los seminarios? Pero ¿qué país es éste, Virgen santísima, qué país es éste que persigue así la fe?
Los cambios se generalizaban y afectaron a casi todas las instituciones. Hasta la Escuela del Ejército tuvo que cambiar de nombre: en 1911, comenzó a llamarse Escuela de Guerra. El Gobierno republicano reorganizó el Ejército: abandonó el modelo profesional y adoptó la forma miliciana, y en la Escuela se suprimió el curso de Ingeniería Civil, quedando exclusivamente dedicada al estudio de las ciencias bélicas. Rodaron cabezas monárquicas por todas partes; se entregaron los puestos clave a los republicanos, pero la mayor parte de los oficiales que ocupaban los cargos intermedios permanecían leales a la Corona exiliada y manifestaban mala voluntad frente al nuevo régimen.
La aparición de la República no puso fin al desquicio propio de la inestabilidad política en que el país se hallaba sumido, incluso porque había una enorme expectativa popular en relación con los republicanos: la expectativa de que sus políticas conducirían pronto a la estabilidad y a la prosperidad que ellos, naturalmente, no lograron satisfacer. En honor a la verdad, sólo podían recriminarse a sí mismos, tan alto había sido el listón que presentaron cuando hacían oposición a la Monarquía. Para contener los precios de los productos alimenticios básicos, el nuevo Gobierno creó una tabla de precios independiente de la ley de la oferta y la demanda. Como resultado, y a pesar de que la tabla no siempre era respetada, la producción agrícola bajó en calidad y en cantidad. En los mercados comenzaron a escasear los cereales, las alubias, la patata y la carne, y hasta comenzó a consumirse un pan oscuro y maloliente.
El descontento crecía, en particular en el norte, liderado por el clero. Los propios republicanos estaban divididos, con Afonso Costa a la cabeza de los radicales, Antonio José Teixeira de los moderados, y Brito Camacho al frente de los conservadores. Las medidas radicales, tanto en el combate a la Iglesia como en la política económica y social eran invariablemente llevadas a cabo por Afonso Costa, con Teixeira y Camacho horrorizados ante lo que consideraban excesos reformistas. Como si no bastase con toda esta confusión, también los monárquicos se encontraban divididos, con los fieles del Rey en el exilio mostrándose más moderados en su oposición a la República que otro grupo, encabezado por Paiva Couceiro, que se había refugiado en Galicia y se preparaba para tomar las armas. En medio de este clima efervescente se multiplicaban los rumores y se hablaba de golpes de Estado, de nuevas revoluciones, de guerra civil.
Aunque no fuese ajeno a los problemas que lo rodeaban, Afonso vivió con insoslayable placer su condición de teniente. El sueldo era mejor que el de alférez, las comidas en el comedor de los oficiales no eran malas a pesar de la crisis, iba a la misa en la Seo, se sentaba siempre por debajo del magnífico órgano, como en sus tiempos de seminario, y disfrutaba de la complicidad de nuevos amigos, sobre todo del teniente Pinto.
En compañía del Zanahoria, Afonso adquirió el gusto por las cosas dulces de la vida. Se pasaban el día jugando al bridge en el café A Brazileira, donde un cartel en la esquina de la Rua Nova de Sousa, rebautizada como Rua D. Diogo de Sousa en 1912, anunciaba que «el mejor café es el de A Brazileira», o viendo a las muchachas contoneándose en el Jardín Público. Iban a comprar maíz y regueifas de pao podre en la panadería Central o a comer sameirinhos y fidalguinhos a Marinho & Filho, la vieja pastelería que todos las tardes les endulzaba la boca y les templaba el alma. A veces almorzaban en la pensión Alianza, que servía unas buenas sarrabulhadas, guiso de sangre de cerdo y carne, o en el hotel Central, justo al lado del cuartel, donde la opción variaba sobre todo entre el sarapatel y la empanada de pescado.
Los jueves y domingos por la noche, Afonso y los demás oficiales se juntaban con las familias en torno al templete del Jardín Público, pomposamente denominado Pabellón Musical, y escuchaban los conciertos de la banda militar de la Infantería 8. Otras noches, los tenientes Afonso y Pinto iban a llenarse de cerveza en la cervecería Cruz & Sousa o pasaban por el café Vianna, debajo de la Arcada, y se quedaban a jugar a la ruleta, a los naipes y a los dados hasta las dos de la mañana. Animaba el ambiente cargado de humo la melodía alegre de los conciertos de piano y las danzas de las rollizas bailarinas contratadas para entretener a los clientes. Alguna que otra vez, mientras miraba a las opulentas bailarinas del Vianna, Pinto desafiaba a su amigo.
– Oye, Afonso, vamos a buscar a las chicas de las Travessas.
Primero con vergüenza, después más a gusto, Afonso seguía al Zanahoria y ambos iban al Bairro das Travessas, detrás de la Seo, a visitar a las prostitutas de la Rua de Santo Antonio das Travessas. Aquél era un barrio prohibido, sólo frecuentado por mujeres de mala fama y por hombres que las buscaban. Ninguna mujer honrada se atrevía a poner el pie en aquellos parajes de callejuelas estrechas e intenciones sospechosas, la que fuese encontrada por allí seguramente perdería el honor y se diría que había sido «vista en las Travessas», referencia humillante y vergonzosa que marcaría para siempre a cualquier mujer como ramera, buscona, furcia, e incluso, si los comentarios se volvían verdaderamente crueles, putón. Atormentado por la vieja conciencia de seminarista, mil veces se juró Afonso a sí mismo que no volvería allí nunca más…, y mil veces rompió la promesa.
La rutina sólo se alteró una mañana de 1913, cuando hubo un gran tumulto en la ciudad porque el enorme pino americano se vino abajo: la versión oficial era que el temporal de la noche anterior lo había derribado, pero un camarero del café Vianna le confió a Afonso, con actitud conspirativa y misteriosa, que, en realidad, se trataba de una excusa inventada, pues lo habían cortado. Lo cierto es que el municipio aprovechó para derribar los muros del Jardín Público del Campo de Sant'Anna y abrir una gran avenida desde el punto donde antes se encontraba el pino americano hasta el fondo, en dirección a Sameiro. Con la nueva avenida Central partiendo el jardín por el medio, se abrió un paseo público en ambas aceras de la avenida, y se instaló allí una curiosa segregación social que mucho divertía al joven teniente. Los soldados y la gente con menos recursos subían el paseo por el lado derecho de la gran avenida, y frecuentaban a menudo el café Avenida, que los bien pensantes de Braga catalogaban desdeñosamente de «café subversivo». En cuanto a los bien pensantes, éstos preferían el lado izquierdo del paseo público, con los papás y las mamás concentrándose junto al templete, que había sobrevivido a la devastación del Jardín Público, mientras que las parejas de novios seguían en pareja avenida arriba, avenida abajo, separándose cerca del templete para que los padres no los viesen juntos, uno para un lado y otro para el otro; se reencontrarían más adelante.
Cuando se iba de Braga, Afonso dividía sus permisos entre paseos por el Miño y las visitas a Oporto y a Lisboa. Evitaba, no obstante, Rio Maior. Desde que Carolina se casó con su ingeniero ferroviario, se limitaba a rápidas excursiones a Carrachana para ver a su familia. Pero, siempre que iba allí, insistía en pasar a propósito cerca de la Casa Pereira exhibiendo su hermoso uniforme, seguro de que su aparición sería comunicada a la antigua novia con detalles excitantes. Ha de corroerle el remordimiento, pensaba Afonso mientras acariciaba la empuñadura del sable durante esos penosos paseos por el centro de la población, periplos que culminaban con una vuelta por la recién bautizada Praga de República, donde se acercaba a la vieja fuente para matar la sed antes de ir a corner unas asaduras con arroz o unas deliciosas coles a la casa de comidas de la viuda Maria das Dores.
Sin embargo, eran las idas a Lisboa y a Oporto las que le daban realmente placer, se sentía atraído por la civilización, por las mujeres elegantes, por la modernidad. En esos desplazamientos seguía yendo al football y entrando en los animatógrafos. En Braga leía el semanario local, Patria Nova, pero también el Commèrcio do Porto y, siempre que podía, los periódicos de la capital y la Ilustrando Portuguesa. No era una persona políticamente madura, pero, a pesar de mantener un atenuado sentimiento religioso, más por fuerza del hábito que por convicción arraigada, se iba inclinando a favor de los republicanos. Se consideraba un demócrata e íntimamente apoyaba al radical Partido Democrático, en el Gobierno, y al audaz primer ministro Afonso Costa; al fin y al cabo, los Afonso tenían que ser los unos para los otros.
Pusieron varias veces al regimiento en estado de alerta debido a las incursiones monárquicas. En la de 1911, cuando la fuerza invasora liderada por Paiva Couceiro entró en Tras-os-Montes con setecientos hombres y ocupó Vinhais, Afonso se quedó encargado de controlar el acceso a Braga por el Arco da Porta Nova. Y en la de 1912, cuando la misma fuerza vino de Galicia e intentó asaltar Chaves, le correspondió la misión de defender la carretera hacia Tras-os-Montes. El teniente Pinto lo acompañó en ambas ocasiones, pero su presencia lo hizo sentir intranquilo e inestable. Mientras vigilaban sus posiciones, el Zanahoria se pasó el tiempo diciendo que, si se le cruzaban los hombres de Paiva Couceiro por delante, se uniría a ellos, en definitiva era ése su deber de patriota. Afonso echaba pestes y, en silencio, suplicaba a Dios que no dejase a Paiva Couceiro acercarse a Braga, sería una confusión terrible en aquella tierra de conservadores y monárquicos. Por otro lado, se le hizo evidente que los curas colaboraban activamente con los monárquicos, pero se fingió el despistado, a fin de cuentas su unidad no llegó a entrar en combate y no valía la pena meterse en líos. Su amigo Mascarenhas, en cambio, a cargo de la Infantería 13, tuvo acción de sobra, gajes del oficio para quien se encontraba acuartelado en Vila Real.
El joven teniente se sentó una mañana de agosto de 1914 junto a la ventana del café Bracarense y abrió una edición atrasada del Cinematógrafo, el semanario humorístico de la ciudad. Vilela, el director de Echos do Minho, pasó deprisa por la barra para pedir un café rápido y lo saludó desde lejos.
– Hola, teniente -dijo Vilela-. ¿Se ha enterado de la última?
– ¿Eh ?
– Ha comenzado la guerra. Alemania ha declarado la guerra a Francia y dicen que las cosas se pondrán feas en las colonias.
La novedad lo dejó pensativo y preocupado. Ya sin ganas de reírse con los chistes del Cinematógrafo, pagó el café y salió. Como si hiciera una tarde calurosa de verano, fue a sentarse en un banco frente al templete, a la sombra de un árbol, a meditar sobre aquella tremenda noticia. Con los ojos perdidos en las almenas de la torre de Menagem, perfectamente visible desde el templete, Afonso enseguida presintió que sería difícil para el país salir incólume, debido sobre todo a las colonias portuguesas en África, que Alemania ambicionaba.
Dos días después de desatarse las hostilidades, Londres le pidió a Lisboa que no se declarase neutral. Los periódicos se llenaron de noticias acerca de una declaración aclamada en el Parlamento que unía el destino de Portugal al de Inglaterra, con el compromiso del apoyo militar. Dos meses después, como consecuencia de una petición de piezas de artillería para el ejército francés, los aliados aceptaron la entrada de Portugal en la guerra y comenzó a estudiarse el envío de una división a Francia, denominada División Auxiliar. No obstante, la situación en las colonias portuguesas obligó a repensar las prioridades. Los alemanes atacaron Angola por el sur y entraron en combate con las fuerzas portuguesas en el sector de Naulila, hecho al que sucedieron otros incidentes en Mozambique con unidades alemanas venidas del norte. Las propias poblaciones locales aprovecharon el clima de inestabilidad y algunas se rebelaron contra los portugueses. Se enviaron refuerzos a África, Braga contribuyó con la Caballería 11 para Angola, y todo el proceso para crear la División Auxiliar, destinada a combatir en el teatro europeo, sufrió un retraso. El proceso se interrumpió justo al año siguiente, durante la efímera dictadura del general Pimenta de Castro, y se reactivó en cuanto éste fue derrocado, en mayo de 1915, después de una acción militar llevada a cabo por elementos esencialmente afectos al Partido Democrático y que restableció la democracia.
La División Auxiliar pasó a ser denominada División de Instrucción. En abril de 1916, el Ministerio de Guerra publicó una lista de treinta y dos regimientos que deberían movilizarse, y la Infantería 8, que pertenecía a la 8a División, era uno de ellos. La primera opción fue, sin embargo, hacer que sólo cuatro divisiones se preparasen para las hostilidades, con la 8a de reserva. A pesar de ello, un grupo de oficiales del 8, incluido Afonso, fue destacado a finales de mayo en Tancos, donde se implicó en el colosal esfuerzo de preparar la tropa para la guerra europea.
Un mar de soldados llenó toda la zona entre Mafra, Tancos y Vendas Novas, en total veinte mil hombres instalados en un gigantesco campamento de barracas de madera y de lona que se había montado en una gándara recién desmatada.
Ya el primer día, cuando se daba prisa para cumplir una orden recibida del mayor Montalvão, vio que otros oficiales refrenaban su entusiasmo.
– ¿Adónde vas con tanta prisa, Afonsiño? -le preguntó el capitán Cabral, un republicano conservador, displicentemente apoyado en un pino manso.
– El mayor Montalvão me ha mandado llamar a los hombres para la gimnasia, mi capitán.
– ¿El mayor Montalvão? -El capitán se rio-. Ese tipo quiere ascender en la vida y cree que va a la guerra.
Afonso lo miró, cohibido.
– Mi capitán, para eso justamente nos estamos preparando…
– ¿Eres tonto, Afonsiño? ¿Alguna vez vamos a ir a la guerra con esta gente ordinaria? ¿Crees que los ingleses nos quieren allá?
– No lo sé, capitán. Pero las órdenes son para…
– ¡Qué órdenes ni qué diablos! Así pues, si te mandan tirarte a un pozo, ¿tú te tiras? Esta gente quiere usarnos para sus fines, sus negociados, sus ambiciones. ¡Sé más sensato y abre los ojos!
– Con su permiso, mi capitán -dijo Afonso, que se dio cuenta de la inutilidad de seguir conversando y que tenía prisa por ir a llamar a los hombres.
– Anda, anda, pero no te dejes engañar por esos listos.
Quedó inmediatamente claro que el cuadro de oficiales de Tancos estaba dividido en cuanto a los preparativos para la guerra. Sólo los republicanos afectos al Partido Democrático de Afonso Costa parecían de verdad empeñados en el proceso de instrucción, rebosantes de entusiasmo y del deseo de hacer cosas. Los otros, monárquicos o republicanos opositores al partido del Gobierno, se mostraban escépticos, su postura era negativa y su actitud revelaba un gran cinismo. Para ellos todo era imposible, la falta de equipamiento aparecía como un obstáculo insuperable, los soldados no eran más que unos pretenciosos y desharrapados, los comandos jefe estaban formados por incompetentes y oportunistas.
El clima se politizó en extremo y, por más que intentase mantenerse alejado de aquel debate, Afonso se vio irresistiblemente atraído hacia la polémica, era imposible mantenerse distante, el asunto surgía en cualquier conversación, no había modo de evitarlo, hasta su mejor amigo dentro del regimiento lo estimulaba a la discusión. El teniente Pinto, el Zanahoria, se alineaba con los antiintervencionistas, y, aunque sin sorpresa, Afonso lo descubrió la primera mañana en Tancos, cuando salieron de la tienda en busca de las letrinas.
– Pero ¿qué es lo que estamos haciendo aquí? -se preguntó el Zanahoria, insatisfecho, con el paso rápido en pos de su amigo, mirando el destartalado campamento de barracas y tiendas que se prolongaba alrededor hasta perderse de vista-. La ciudad de Leño-Lona. Dime si esto tiene algún sentido.
Afonso se pasó la mano por el pelo revuelto, intentando peinárselo con los dedos.
– Estamos haciendo lo que nos mandan.
– Pero yo no sé si quiero hacer lo que nos mandan estos idiotas.
– La solución es fácil, Pinto -le replicó-: sales del Ejército.
– Lo que me faltaba, salir del Ejército por culpa de los cabrones de los republicanos.
– Entonces, si te quedas, te sometes. ¿Qué quieres que te diga?
– Lo que quiero es emplear bien mi tiempo, en vez de andar metido en cabalgatas idiotas, mientras estos tipos se llenan de dinero y están llevando el país a la ruina… Y nosotros colaborando con semejante estupidez.
– Pinto, nosotros estamos aquí para hacer nuestro trabajo -se impacientó Afonso-. Todo lo demás es puro blablablá.
– No es exactamente así, Afonso -repuso el Zanahoria, irritado-. Estamos siendo cómplices de esta locura. ¿Realmente crees que tiene algún sentido que Portugal se implique en esta guerra? ¿Así que vamos a meternos en este matadero que no nos sirve de nada sólo porque los señores republicanos están en un aprieto por el descontento que crece en el país?
– No tiene nada que ver una cosa con la otra.
– ¡Ah, no, no tiene nada que ver! Entonces, ¿por qué crees que esos idiotas quieren meter a Portugal en la guerra?
– Bien… -titubeó Afonso, que se quedó quieto para concentrarse en la respuesta; al fondo ya se veían las letrinas y la fila de hombres esperando su turno para defecar en aquel descampado inmundo, el olor a heces se sentía a la distancia-. En primer lugar, para defender las colonias y el imperio. Y, además, es importante que el país se afirme en el concierto de las naciones…
– ¿ Concierto de las naciones?
– … y marque la diferencia en relación con España.
– ¡Eso del concierto de las naciones es bueno! Estás leyendo mucho la prensa republicana.
– ¿Por qué? ¿No es verdad?
– Claro que no -se exaltó Pinto, gesticulando con exageración-. ¿No ves que todo esto sólo tiene que ver con el canguelo que estos tipos tienen de que el régimen cambie?
– No, no lo veo.
– Afonso, métete esto bien en la cabeza -dijo, con el dedo en ristre y el bigote pelirrojo temblando-: el Gobierno está preocupado por la oposición a su política desastrosa y espera hacer de la guerra una causa común, quiere crear una unión sagrada que acalle las disidencias y consolide el régimen. Todo a costa de nuestra sangre. Todo para que aquella cáfila de aprovechados mantenga sus privilegios.
– Estás loco.
– No tengas ninguna duda de que es tal como te lo digo. Mientras todos estamos apoyando a los soldaditos que van a la guerra, pobres, nadie se opone al Gobierno. Los republicanos están intentando hacer de su causa una causa nacional, una unión sacrée como los franceses, y con eso pretenden mantenerse en el poder, el verdadero objetivo de todo este ejercicio.
– ¡Qué exageración!
– Puedes creerme, pues es verdad. Esto no tiene nada que ver con el tal concierto de las naciones.
– Claro que sí, claro que tiene que ver, ¿o no sabes que Alemania quiere apoderarse de nuestro imperio? Además, no te olvides de España.
– ¿España? -Pinto se rio-. No me vas a decir ahora que queremos entrar en la guerra por culpa de los españoles.
– Ríete, ríete. Pero no te olvides de que los ingleses están fastidiados por el derrocamiento de la Monarquía y han comenzado a hacerles guiños a los españoles. ¿No has leído en el periódico que los tipos han dicho que la alianza militar no implica la defensa de nuestras fronteras terrestres, sólo la defensa de la costa y de las colonias? ¿Qué crees que quiere decir esto, eh? Los gringos están tramando algo. Y no te olvides tampoco de que ya están en España hablando de la necesidad de anexar Portugal y de aplastar al bichito de la República antes de que llegue allí. Además, recuerda que fue de allí de donde partieron las incursiones militares de Paiva Couceiro en los últimos años. Junta a los ingleses y a los españoles… y estamos perdidos, ¿o qué piensas?
– Todo son patrañas, molinos de viento, espantajos para asustar al personal. Pero, no te preocupes, esa tramoya de que vayamos a la guerra no va a pasar de puro blablablá.
– Eso yo no lo sé.
– Pero lo sé yo. Sólo vamos a la guerra si Inglaterra nos lo pide. E Inglaterra, que no es tonta y nos conoce al dedillo, nunca lo pedirá. Por ello nos quedaremos aquí, en Tancos, jugando a la guerra.
– Mira que hace dos años, cuando la guerra comenzó, nos pidieron que entrásemos.
– Eso ya pasó. No fuimos y ahora ya no iremos. Los gringos ya nos han pillado, ¿para qué quieren ellos un bando de desharrapados combatiendo en Francia? Les daríamos más trabajo que una división de boches.
Afonso fijó la vista en la fila de hombres que tenía enfrente, esperando el turno para entrar en las letrinas, y decidió poner fin a la discusión.
– Oye, ¿vamos o no vamos a evacuar?
En el comedor de Tancos, transformado en un verdadero caldero de intrigas y conspiraciones, se discutían acaloradamente los pros y los contras de los preparativos para la guerra, los oficiales argumentaban sobre los méritos y deméritos de una eventual implicación de Portugal en el conflicto, una implicación en la que pocos, en realidad, creían. Pero los acontecimientos se precipitaron en 1916.
Gran Bretaña necesitaba reforzar su flota de barcos para compensar las pérdidas que la campaña llevada a cabo por los submarinos alemanes estaba infligiendo en el contingente de la marina mercante. A principios de año, los aliados descubrieron que treinta y seis barcos alemanes se habían refugiado en puertos portugueses y, después de un intercambio de mensajes, Londres invocó la alianza militar y le pidió a Lisboa que se incautase de los barcos, que fueron tomados por asalto el 23 de febrero. Alemania declaró la guerra a Portugal el 9 de marzo.
El clima conspirativo se difundió por todas partes. Sólo el Partido Democrático, en el poder, y el Partido Evolucionista apoyaban la entrada de Portugal en la guerra. El resto estaba representado por la oposición. Los unionistas, los monárquicos, los católicos, los socialistas, los sindicalistas, los republicanos moderados, los republicanos conservadores, la mayor parte del Ejército, todos se mostraban antiintervencionistas. Se conspiraba en los pasillos del Parlamento y en los cuarteles, en los cafés y en las tabernas.
Aún en Tancos, y en pleno ambiente de sorda contestación, el capitán Cabral volvió a acercarse a Afonso para expresar su descontento con el estado de las cosas. Repitió los argumentos de costumbre sobre el despropósito de la intervención portuguesa y la irresponsabilidad criminal del Gobierno, y el teniente, sin querer entrar en discusiones que le parecían estériles, dijo a todo que sí: «Pues claro, es una vergüenza, ¿qué se puede hacer?… Esto no tiene remedio». Alentado por la aparente receptividad de Afonso, y sin la suficiente perspicacia como para darse cuenta de que se trataba de una mera cortesía destinada a evitar un enfrentamiento verbal con un superior jerárquico, el capitán dejó caer el verdadero propósito de la conversación.
– Teniente, dígame con toda sinceridad -lanzó, como quien no quiere la cosa, al mismo tiempo que lo sondeaba intensamente con la mirada-: ¿usted estaría dispuesto a adoptar una medida?
– ¿Una medida, mi capitán? Pero ¿qué medida puedo adoptar yo?
– Una medida, hombre, algo en serio. Qué sé yo, ayudar a imponer la voz de la razón.
Afonso pensó en lo que aquellas palabras no decían, pero sinuosamente insinuaban.
– ¿Quiere usted decir… tomar las armas, mi capitán?
– Huy, muchacho, ésa es una manera muy dura de plantear las cosas -soltó Cabral con una carcajada nerviosa y los ojos escrutadores, en busca de señales de complicidad. Su rostro recuperó después la seriedad y la voz se mantuvo serena, aunque un poco excitada-. Tenemos que pensar en lo que vamos a hacer. Pero es verdad que somos militares y tenemos Una responsabilidad para con la patria. Si esa responsabilidad no obliga a tomar las armas…
El capitán Cabral dejó la frase flotando sibilinamente en el aire, aguardando con expectativa la reacción del teniente. Afonso se miró las uñas, como si estuviese preocupado por lo sucias que estaban, y le llevó un buen rato retomar la palabra.
– ¿A las órdenes de quién, mi capitán?
Cabral sonrió.
– Digamos que hay una importante figura de la República que quiere acabar con la confusión, poner las cosas en orden y salvar al país de una catástrofe…
Afonso endureció el rostro.
– Mi capitán, yo he hecho un juramento de bandera y pretendo respetarlo. Actuar…
– Yo también, Afonso, yo también respeto la bandera.
– Déjeme terminar.
– Dígame.
– Yo respeto mi juramento de bandera. Eso significa que cumplo las órdenes que me da legítimamente mi jerarquía. Actuar para violar la ley es algo que no me permitiré hacer.
– Pero le aseguro, Afonso, que nosotros también…
– Mi capitán -cortó Afonso-, no participaré en ningún acto ilegal o sedicioso y le aconsejo que no me dé más informaciones sobre lo que pretenden hacer usted y la importante figura de la República que ha mencionado, porque si no me veré en la obligación de transmitir esta conversación a mis superiores.
El capitán Cabral suspiró, irritado.
– Muy bien, Afonso, haga lo que le parezca. Si quiere colaborar con esta política irresponsable y desastrosa para la patria, colabore. Pero no se haga el moralista y el fiel defensor de la legalidad: la historia dirá quiénes son los verdaderos traidores.
Afonso decidió evitar los grupos, la conversación era siempre la misma y lo hastiaba. Además, no quería que lo pusiesen siempre ante el dilema de tener que elegir entre pasar la vida disintiendo de sus compañeros o, como alternativa, tener que coincidir con ellos para evitar discusiones, pero corriendo el riesgo de que lo interpretasen como una implicación tácita en aquella epidemia de conspiraciones y malas lenguas.
A pesar de este clima, los preparativos militares prosiguieron y los integrantes de la División de Instrucción, una vez cumplidos los ejercicios en Tancos, regresaron en agosto a los cuarteles. Afonso volvió a Braga con alivio. En el cuartel, en pleno ejercicio de esgrima, oyó por primera vez hablar del Cuerpo Expedicionario Portugués. Inicialmente se decía que estaría formado por una sola división, en diciembre empezaron a mencionarse dos divisiones, y después tres. La partida de las tropas se fijó para comienzos de 1917, los primeros regimientos que entrarían en los barcos serían la Infantería 7,15 y 28.
A sólo tres semanas del embarque, las fuerzas de la Infantería 34, acuarteladas en Tomar, iniciaron una sublevación. Corría el día 13 de diciembre y uno de los héroes de la República, el prestigioso general Machado Santos, el mismo que el 5 de octubre había liderado el audaz avance de los revoltosos republicanos desde la Rotunda hasta el Rossio, hizo publicar un Diario do Governo, según el cual destituía a todos los ministros y nombraba sustitutos. El periódico era falso, pero la implicación de Machado Santos verdadera, el héroe de la revolución republicana quería impedir el embarque de las tropas hacia Francia. Las unidades fieles al Gobierno reaccionaron a tiempo y la intentona fracasó. En los días siguientes se descubrió que la mayoría de los oficiales implicados en la sublevación estaban designados para ir a Francia. El Ejecutivo tuvo que sustituirlos deprisa, una situación que retrasó en algunas semanas la partida del CEP. Peor que eso, minó profundamente la moral de los soldados. Si ni siquiera sus oficiales querían conducirlos en la guerra, ¿qué iban a hacer ellos allí? Algunos capitanes y mayores de la Infantería 8, incluido el capitán Cabral, fueron detenidos por el papel desempeñado en la revuelta y se hizo necesario cubrir estas vacantes. Afonso acabó ascendido a capitán.
Los primeros soldados portugueses embarcaron en Lisboa con destino a Brest a finales de enero de 1917, en un ambiente de secretismo y alguna confusión.
El flamante capitán se enteró de la noticia cuando estaba sentado en el comedor con un vaso de aguardiente de caña en la mano. El mayor Montalvão le contó los pormenores durante una partida de bridge, entre dos bocanadas de tabaco de pipa y una taza de café. Cuando acabó la partida y el mayor se fue, Afonso se quedó cavilando en el asunto, no sabía si debía estar contento o preocupado.
Se vio frente a un dilema. Por un lado, Portugal se comprometía en un conflicto de dimensión europea y respetaba sus compromisos de alianza con Inglaterra. Además, el Ejército cumplía con sus deberes. Pero, por otro, todo aquello sería sencillo si no lo implicase directamente, si no hubiese la posibilidad de que lo llevasen a él también a aquellos escenarios de muerte. Desde el punto de vista abstracto, la partida de las tropas lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, como acontecimiento que podría tener un impacto directo en su vida, el embarque lo asustaba. Aunque, en cierto sentido, hubiese allí un toque de aventura que no le disgustaba del todo: andar a tiros arma en mano, arriesgar la vida, afrontar el peligro. Quizás un acto de bravura lo convertiría en un héroe, un valiente, un Mouzinho, [5] ¡qué fastidiada se quedaría Carolina!
La aparición del teniente Pinto en el comedor lo hizo decidirse a encarar la noticia por el lado positivo, los miedos eran para los cobardicas, en Francia lo esperaba la acción, el heroísmo, la gloria. Afonso, sumido en sus pensamientos, tomó conciencia de que tenía galones de oficial y debía comportarse como tal. Por otro lado, el apoyo a la partida de las tropas siempre era una forma de meterse con el teniente, un pretexto para provocarlo, para revolver su visceral rechazo a la intervención de Portugal en la guerra.
– Ya salen los muchachos para ese viaje que decías que nunca se realizaría -soltó Afonso maliciosamente cuando su amigo se sentó con un vaso de aguardiente en la mano.
– Una triste figura, eso es lo que van a hacer -farfulló el Zanahoria entre dientes, poco convencido.
– Y ha aparecido todo el mundo. Soldados, oficiales, no ha habido deserciones.
– ¿Ah, no? ¿Y qué ha ocurrido entonces en Santarém, eh?
– No me hables de Santarém.
– No te conviene…
– Es a ti a quien no le conviene.
– ¿A mí?
– Sí, a ti. Fue una vergüenza lo que ocurrió allí. Los soldados se presentaron en el cuartel, no faltó ni uno, todos preparados para coger el tren a Lisboa y continuar hasta Francia. Todos. Y los señores oficiales se quedaron todos en casa.
– Estás exagerando. -El teniente se rio-. No olvides que apareció un alférez.
– No te burles, que es grave. Los oficiales desertaron, abandonaron a sus hombres, y eso no es motivo de broma.
– No desertaron. Se indignaron.
– Desertaron. ¿Y ya sabes lo que les ocurrió?
– Los detuvieron.
– No, después de eso.
– ¿Después de eso? Después de eso, nada. Están presos.
– Hombre, ¿no sabes lo que les ocurrió?
– Yo no.
– Aaah, no lo sabes… Mira, fueron insultados por el populacho. El pueblo salió a la calle cuando los llevaban a la estación. Las madres, las mujeres, las novias, las hermanas de los soldados, todas en la calle tirándoles piedras y barro, llamándolos cobardes, insultando a los oficiales que se quedaron mientras se iban los subalternos. Una vergüenza.
– Pero ¿quién te ha contado todo eso?
– El mayor Montalvão.
– Ese también es una buena pieza -murmuró en voz baja, revirando los ojos-. Pero, oye, al menos lograron no ir hasta Francia.
– Eso es lo que tú piensas. -Afonso se rio-. Fueron condenados a treinta días de prisión correccional y ya están cumpliendo la pena en un barco.
– ¿Qué? ¿Fueron realmente a Francia?
– Claro, pues.
– No sé si será buena idea.
– No veo por qué. Me parece incluso muy justo.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo unos oficiales que están contra la guerra van a conducir a los hombres en el combate? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
– Bajo el fuego no tienen otro remedio que ir al frente, caramba.
– Afonso, Afonso, las guerras no se ganan así. Se ganan con liderazgo y moral elevada, se ganan con motivación y empeño. Dime qué liderazgo, qué moral, qué motivación, qué empeño tienen esos oficiales.
Afonso hizo un silencio meditativo, ponderando aquella situación.
– Sí, tienes razón -admitió finalmente-. Puede ser un problema. Pero no veo alternativas. Si se hubiesen quedado aquí, habría sido un premio y habría alentado a otros a repetir la misma gracia.
Pinto sacó del bolsillo un paquete de Mondegos y encendió un cigarrillo.
– Otra cosa que no entiendo es por qué los mandan en barco -dijo pensativo, y exhaló una voluta gris-. Con los submarinos alemanes a sus anchas, me parece un peligro innecesario, es un disparate más de este Gobierno de mierda.
– ¡Vaya, hombre! ¿Y cómo querías que fuesen?
– En tren, claro.
– ¿En tren? ¿Estás loco o qué?
– Pero ¿cuál es el problema?
– Hombre, que España no lo permite.
– ¿No lo permite? ¿Y por qué?
– Por razones políticas, ¿por qué habría de ser?
– Pero ¿qué tiene que ver la política con esto?
– El problema es que España es un país neutral y no autoriza el movimiento de tropas beligerantes por su territorio. Además, no te olvides de que los españoles simpatizan con los alemanes.
– Oye, que no todo ha de ser exactamente así -replicó el teniente-. Me dijeron que el coronel Abreu va a ir a Francia en tren.
– Vestido de paisano, Zanahoria, vestido de paisano. Como turistas, sin el uniforme, podemos ir por España, no hay ningún problema. Pero no es posible enviar a todo el CEP de paisano en tren, como comprenderás. Por tanto, como ir nadando no es una opción, no tienen otra solución que irse en barco.
El teniente Pinto se quedó un momento callado.
– Si quieres que te lo diga, los españoles tienen razón -se desahogó finalmente.
– ¿En qué? ¿En ser neutrales?
– Sí, en eso también. Pero me refiero a apoyar a los alemanes.
– No digas disparates.
– No es ningún disparate. ¿A cuenta de qué vamos a ayudar a los ingleses y a los franceses?
– Oye, Zanahoria, tenemos que respetar nuestra alianza con Inglaterra. Si ellos nos piden ayuda…
– No me vengas con eso. Los ingleses que tienen una alianza con nosotros son los mismos que nos dieron el ultimátum en 1890, los mismos que negociaron con los alemanes la entrega de nuestras colonias. Y en cuanto a los franceses, mejor no recordar las invasiones napoleónicas ni lo que ellos destruyeron aquí. ¿Vamos a ayudar a esos tipos? ¿Con qué fin?
– Por nuestro interés. Si no hacemos nada ahora, no estaremos más tarde en condiciones de defender nuestro imperio, cuando se vuelvan a diseñar los mapas. Y, además, reafirmando nuestra alianza con Inglaterra, estaremos seguros de que los españoles no se atreverán a machacarnos la cabeza.
– Y venga, otra vez con el mismo tema.
– Tienes razón -sonrió Afonso, que, bajando la cabeza, pensativo, en busca de otro tema menos tenso y conflictivo, recordó-: Oye, ¿has estado esta semana en el restaurante del hotel Fráncfort? ¡Ahí preparan un bacalao que está de rechupete!
La partida de la 1a División estuvo acompañada por una intensificación de los preparativos de las unidades que pertenecían a la 2a División. Los británicos hicieron llegar uniformes nuevos a Portugal, distribuidos por los contingentes integrados en el CEP. Se decía que hacía frío en Francia y se le entregó a cada soldado un capote de lana y dos mantas, además de dos mudas de cada prenda de ropa. En Braga, se equipó a todos los hombres de la Infantería 8, la mayoría con cascos de copa acanalada en la cabeza, de mala calidad, desechos del ejército británico. Afonso tuvo más suerte y consiguió un casco MK1, más resistente, y un magnífico dolmán abierto: privilegios de oficial.
Las órdenes de embarque llegaron un día nublado de abril. La mañana del sábado, día 21, los dos mil hombres de la Infantería 8 y de la Infantería 29 marcharon por las calles de Braga y formaron en la estación en medio de un ambiente muy conmovedor: aparecieron familias enteras para despedirse, las mujeres lloraban amargamente la partida de sus hijos, de sus maridos, de sus novios, de sus padres. Algunos civiles irrumpían entre las filas desordenadas de soldados para abrazar a uno o a otro, para dar un último consejo, para entregar una manzana, un pastel, un bollo, para compartir una lágrima más o dar un último beso.
A una orden de los oficiales, los hombres subieron a los vagones y el tren inició la marcha con un pitido largo y triste, gorras que decían adiós por las ventanillas, besos lanzados al aire, la locomotora a carbón ganó velocidad y desapareció lentamente en la curva, del tren sólo se veía ahora el humo negro que se alzaba por encima del caserío, dejando a la multitud desalentada con la partida de sus muchachos para la guerra.
Aquél era un tren especial, por lo que no hacía paradas. Afonso no se despidió de nadie, se limitó a enviar una carta a Carrachana con la noticia de su partida. El capitán se pasó el viaje viendo cómo Portugal desfilaba por la ventanilla, rezando en silencio, interrogándose si volvería y en qué estado. Leyó muchas veces la edición de esa mañana del Commèrcio do Minho, que, en la primera página, calificó de «jornada solemne» aquel día. «Cuántas lágrimas se derramarán hoy; cuántos recuerdos nostálgicos amargando las almas -escribió el periódico en un largo artículo repleto de angustias, de exhortaciones y que terminaba con una fervorosa plegaria-: Dios os acompañe en la lucha y guíe vuestros pasos al triunfo, a la victoria.» A Afonso el texto le pareció cursilón, pero en el fondo le gustó, lo sintió sincero. Cuando acabó de leer el periódico, se dedicó a las «Instrucciones para el embarque», un documento emitido en la víspera por la 2a Repartición del CEP, destinado a regular procedimientos que impidiesen la repetición del caos de los primeros embarques. El ambiente en el tren resultaba moderadamente alegre, los soldados eran muchachos jóvenes y muchos se mostraban excitados con el viaje, vivían intensamente la gran aventura: «Vamos a ligar con unas francesas». Todo era novedad, la mayoría abandonaba por primera vez el Miño y sentía que iba a conquistar el mundo. A la vista de Lisboa, el tren redujo la velocidad y entró lentamente en la estación. Los soldados se apearon y fueron alojados en un cuartel, donde pernoctaron.
A la mañana siguiente se dirigieron al puerto. En el muelle, Afonso comprobó que su compañía se alineaba en el lugar que le fue designado; todos se quedaron aguardando las instrucciones de los delegados del cuartel general. Había miles de hombres y centenares de caballos en el puerto, y quedó claro que el embarque se retrasaría. Aprovechando el compás de espera, Afonso fue a una tabaquería, compró un ejemplar de O Sé culo de ese memorable día 22 de abril y regresó al muelle. Los hombres se encontraban sentados en el suelo, conversando o admirando los barcos británicos que los llevarían a Francia.
El capitán se sentó sobre unas cajas, Pinto apoyó su cabeza sobre el hombro de Afonso, y ambos se quedaron así, leyendo el periódico. La gran cabecera del día era la noticia: «Los ingleses derrotan a los turcos». Sin embargo, pasearon los ojos por las primeras líneas y entendieron que todo aquello ocurría en la distante Mesopotamia, que no les interesaba. Su atención recorrió la segunda columna hasta fijarse en un pequeño título: «Los prisioneros de guerra»; eso era algo que les importaba o podía importarles. La noticia contaba la historia de tres soldados británicos que habían huido de un campo alemán de prisioneros y, una vez en las líneas aliadas, «citan cosas extraordinarias de los sufrimientos y del trato brutal al que son sometidos los prisioneros». Según la noticia, los tres parecían esqueletos vivientes y revelaron que la vida en los campos estaba dominada por el hambre, el frío y las enfermedades.
– Fíjate -exclamó el Zanahoria-: ya he comprendido que, si me rindo, tengo que llevar unos chorizos en el bolsillo.
Otro título despertó igualmente su atención: «Portugueses en la guerra». Leyeron y comprobaron que era el anuncio de que la Ilustração Portuguesa del día siguiente incluiría «flagrantes aspectos de nuestras tropas que fueron a combatir contra los alemanes».
– ¿Has visto? -preguntó Afonso-. Cualquier día también aparecemos nosotros en la Ilustração Portuguesa.
Al cabo de algunas horas de espera, dedicadas esencialmente a cargar los navíos con abastecimientos y caballos, los delegados del cuartel general dieron la orden de embarque. Como responsable de una compañía, Afonso subió al Bellerophon, el barco destinado a su regimiento, y se quedó junto a la plancha esperando a los hombres. La Infantería 8 se alineó en grupos de doce soldados, cada grupo dirigido por un cabo, y los hombres marcharon de lado, en parejas, y desfilaron hacia la cubierta del barco, donde los distribuyeron en los alojamientos según las instrucciones de los comandantes del pelotón. El embarque se hizo en silencio, de acuerdo con las órdenes emitidas, lo que otorgó una severa solemnidad al momento. Terminado el embarque de la Infantería 8, los oficiales entregaron a los delegados la relación nominal de todos los hombres embarcados en el Bellerophon. Eran en total 29 oficiales, 45 sargentos y 1.075 soldados del 8, además de 50 soldados del 10, el regimiento de Braganza.
Algunos hombres del 8 habían sido asignados al Inventor. Desde la cubierta, Afonso observó los restantes navíos, el City of Benares y el Bohemian, donde se encontraban los miembros del 29, el otro regimiento de Braga, y pensó que tendría que habituarse a la idea de que aquellas unidades dejarían de ser regimientos y se convertirían en batallones: era un paso necesario para homogeneizar las fuerzas portuguesas y británicas.
Se desmontaron las planchas y, poco tiempo después, los remolcadores comenzaron a arrastrar los barcos lejos del muelle, los llevaron hacia las aguas profundas, hacia abismos lejanos, hacia tinieblas desconocidas, y los hombres se quedaron en silencio observando cómo se alejaba la tierra, despacio, despacio… Sólo volverían a ver la costa cuando avistasen Brest.