SEGUNDA PARTE

Flandes

Capítulo 1

El enorme Daimler negro, con las banderas con el águila imperial que flameaban junto a los faros delanteros llenos de barro, cruzó la Rué de la Chausée, entró en la Grande Place por el sur, dio lentamente la vuelta a la plaza y se detuvo frente al Hotel de Ville, el edificio de la Mairie. Los batidores estaban distribuidos para vigilar los accesos a la plaza: eran ocho las calles que convergían allí. Un oficial con la cruz de hierro al cuello y uniforme feldgrau dirigió un saludo hacia la ventanilla de la limusina, dio un paso adelante y abrió con deferencia la puerta izquierda trasera. El general salió del coche, su bota impecablemente lustrada se sumergió en un charco de agua barrosa. «Scheisse!», imprecó, buscó una parte más seca del suelo, sintió el viento cortante punzándole el rostro y se acomodó el grueso abrigo con un gesto rápido, para proteger su cuello del frío.

– Was für ein schreckliches Wetter! -vociferó entre dientes, con su voz ronca y baja, rezongando contra el tiempo y el frío.

Alzó los ojos hacia el cielo gris, buscando inexistentes rayos de sol, pero su atención fue atraída por la soberbia fachada que se levantaba enfrente. El general se detuvo frente a los enormes portones abiertos, y admiró la arquitectura del edificio del Consistorio Municipal e ignoró a los soldados que se cuadraban y la extraña estatua de hierro que protegía la entrada.

– Was ist das für ein Kunststil? -preguntó al ayudante de campo, sin apartar los ojos de la fachada. Quería saber cuál era el estilo arquitectónico de la Mairie.

– Gotik, Herr Kommandant.

El ayuntamiento de Mons estaba situado en la plaza principal de la ciudad, capital de Hainant, provincia belga ocupada. Era un antiguo fuerte del siglo xv, construido en estilo gótico, imponente, la fachada pintada de rosa y decorada con sumo detalle por los arquitectos y pedreros medievales. La estatua de hierro colocada junto a la gran puerta era la popular Grande Garde, el mono de la Guardia, una escultura de la Edad Media, de origen desconocido, que mostraba a un mono en cuclillas, con la mano izquierda rascándose la cara. Al lado de la original estatua había una tablilla con Eintritt Verboten escrito en gruesas letras góticas, una prohibición de ingreso, obviamente destinada a los civiles belgas. En lo alto del edificio, en la zona central, se alzaba, como una corona imponente, una torre casi cilíndrica, en cuya base un reloj marcaba las 8:09.

Era la mañana, en Mons, del 11 de noviembre de 1917, según indicaba el calendario. Después de apreciar la fachada del Hotel de Ville, el general recién llegado dejó atrás los portones, atravesó el túnel y llegó al jardín interior, llamado Le jardín du Mayeur. Lo cruzó, entró por una puerta ancha, subió al salón noble de la sede del municipio, el ayudante de campo tras él, y saludó apresuradamente al grupo que lo esperaba.

– Guten Morgen -saludó el general Erich Ludendorff, cuartel maestre general de las fuerzas armadas alemanas, el cerebro por detrás de las operaciones militares de Alemania, el tercer hombre en la jerarquía militar del país, después del comandante en jefe, el káiser, y del mariscal Paul von Hindenburg, pero en realidad el verdadero comandante de todos los ejércitos alemanes, la gran eminencia gris del país.

En el salón trajinaban unos hombres uniformados, atareados en medio del bullicio de la actividad, frente a un mapa gigantesco, desplegado sobre la mesa, en el centro, del sector del frente occidental. Cuando entró el general, se impuso instantáneamente el silencio, los hombres se cuadraron e hicieron la venia.

– Guten Morgen, Herr General -exclamaron todas las voces, más o menos al unísono; el sonido reverberaba en el salón.

Los miembros subalternos de los diversos estados mayores abandonaron rápidamente el local, en medio de una agitación de papeles revueltos y botas que retumbaban en la tarima impecablemente encerada. Los sonidos se fueron alejando y la tranquilidad se instaló poco a poco hasta que el silencio se abatió del todo en el ambiente de la sala. Ludendorff apoyó la cartera que llevaba en la mano, se quitó de la cabeza el característico pickel-haube, el imponente casco negro con una flecha gótica apuntada hacia arriba, se sentó en el sillón que le estaba reservado, en posición dominante j unto a la mesa, se limpió el monóculo con meticulosa atención, lo ajustó al ojo y, callado y escrutador, miró a los tres altos oficiales que tenía enfrente. Estaba reunido el Oberst Heeresleitung, el Comando Supremo Alemán, en un consejo de guerra que se revelaría decisivo.

– Meine Herren -comenzó el general en tono vigoroso-. He estado conferenciando con el mariscal Hindenburg y hemos decidido anticipar la ofensiva de la primavera.

No estaban a la mesa los comandantes de los diversos cuerpos de ejércitos alemanes, sino, como era costumbre en la tradición marcial de Alemania, los respectivos jefes de Estado Mayor. Eran ellos quienes discutían la estrategia, no los comandantes nominales. Sentado con Ludendorff se encontraba el general Hermán von Kuhl, jefe de Estado Mayor del cuerpo de ejércitos del príncipe Rupprecht de Baviera y anfitrión de aquella cumbre. En Mons era donde estaba asentado el cuartel general del príncipe Rupprecht, y eran sus tropas bávaras las que garantizaban la seguridad del edificio, con los estandartes ajedrezados en azul y blanco de Baviera al lado de la bandera de Alemania en la fachada del municipio. También se encontraban presentes el general Von der Schulenberg, jefe de Estado Mayor del cuerpo de ejércitos del príncipe heredero, Guillermo, y el consejero de estrategia del propio Ludendorff, el coronel Georg Wetzell.

– Como saben, la entrada de América en la guerra, hace siete meses, ha modificado el panorama -declaró Ludendorff con un suspiro-. Los soldados americanos ya están llegando en gran número, pero creemos que hasta el verano su influencia no podrá ser decisiva en el teatro de operaciones.

– Estamos en una carrera contra el tiempo -observó Von Kuhl.

– Ni más ni menos -coincidió Ludendorff-. La inminente salida de Rusia de la guerra nos ha liberado el frente este y nos ha abierto una ventana que tenemos que aprovechar. Nuestras fuerzas del este ya han comenzado a afluir en el frente occidental y, por primera vez, comenzamos a tener ventaja numérica sobre los franceses y los ingleses. Tenemos ahora ciento cincuenta divisiones en el frente occidental y podremos aumentar en breve nuestro contingente con treinta divisiones más provenientes del frente este, pacificado, y de Caporeto, donde derrotamos a los italianos. Esta ventaja va a durar poco tiempo, por culpa de los americanos, y por ello tenemos que sacar el máximo partido posible de la situación actual. La primera cuestión es saber dónde vamos a atacar.

– ¿De qué tipo de ataque estamos hablando? -quiso saber Von Kuhl.

– De un ataque decisivo -aclaró Ludendorff con un gesto vehemente-. Nuestra ofensiva tendrá que doblegar a los aliados y obligarlos a firmar la paz. Ni más ni menos. Será la ofensiva la que nos dará la victoria.

– En ese caso, sólo veo un sitio posible -dijo Von Kuhl-: Flandes.

– ¿Flandes? -preguntó Ludendorff, sonriente.

El cuartel maestre general sabía que Flandes era justamente el sector situado frente al VI Cuerpo de Ejércitos del príncipe Rupprecht de Baviera, cuyo jefe de Estado Mayor era el propio Von Kuhl.

– Flandes -confirmó Von Kuhl-. Los ingleses han quedado agotados después de la batalla de Passchendaele; éste es el momento de asestarles el golpe decisivo.

– Flandes no me parece buena idea -interrumpió Von der Schulenberg, meneando la cabeza-. Los ingleses son huesos duros de roer y creo que es mejor que entremos por el sector francés, menos disciplinado.

– ¿Y en qué sector francés está pensando? -preguntó Ludendorff.

– Bien, Verdón me parece el sitio ideal -afirmó Von der Schulenber-. A los franceses se los ha castigado duramente en Verdón, y pienso que existen condiciones para quebrantarlos.

– ¿Verdón? -sonrió nuevamente Ludendorff, nada sorprendido.

Verdón era el sector frente al cual se encontraban las fuerzas del príncipe heredero, de quien el general Von der Schulenber era jefe de Estado Mayor. Es decir, cualquiera de los cuerpos de ejércitos quería una parte de la acción, y la mejor manera de conseguirlo era convencer a Ludendorff de atacar en su sector.

– Ja, Verdun -confirmó Von der Schulenber-. Gran Bretaña sobreviviría a un desastre en Flandes, pero Francia jamás se recuperaría de una catástrofe en Verdún. Por ello tenemos que lanzar un doble ataque en Verdún, para provocar el colapso de toda la línea francesa y obligar a París a negociar la paz. Si París negocia, Londres tendrá que imitarla.

El cuartel maestre general se volvió hacia su asesor de estrategia.

– ¿Qué piensas, Wetzell?

El coronel Wetzell miró a Von der Schulenberg.

– Coincido con el general Von der Schulenberg -dijo-. Verdún es mejor.

– ¿ Por qué Verdún? -quiso saber Ludendorff.

– Verdún es un punto delicado que hace falta controlar -explicó Wetzell-. Los franceses son menos disciplinados, ya ha habido varios conflictos entre ellos este año, y es importante comenzar por el sector más débil. Si derrotamos a los franceses, podremos enseguida aislar a los ingleses y forzar la paz.

Ludendorff hizo una pausa, pensativo. El general era un hombre alto y erguido, tenía la cabeza redonda y el pelo muy corto, los ojos salientes revelaban un carácter hecho de ambición e impaciencia. La impenetrable postura prusiana imponía respeto a quienes lo conocían, hasta el punto de que incluso había quien confesaba que su presencia provocaba escalofríos de miedo, exageraciones sin duda de espíritus frágiles, que se dejaban impresionar con facilidad. Pero la verdad es que la propia familia se intimidaba ante la mirada fría del general; a veces hasta circulaba en casa la advertencia susurrada: «Padre hoy parece un glaciar». Por ello, cuando hizo esa pausa pensativa en aquel consejo de guerra en Mons, la mesa se quedó en silencio, los dos generales y el coronel casi contuvieron la respiración, a la espera del veredicto.

– No estoy de acuerdo -sentenció finalmente Ludendorff-. El terreno en Verdún nos es desfavorable y no obtendríamos nada decisivo abatiendo ese sector. Peor aún, nos arriesgamos a que nos ataquen los ingleses en Flandes, aprovechando nuestra vulnerabilidad cuando estemos luchando con los franceses. Además, hay que tener en cuenta que los franceses se están recuperando bien de las heridas que les hemos infligido.

– Entonces ¿está de acuerdo con mi propuesta de atacar Flan- des? -repuso Von Kuhl, esperanzado.

– Sí -asintió Ludendorff-. Para ganar esta guerra, es necesario derrotar a los ingleses. Ese es el primer gran principio que nos debe orientar en nuestro pensamiento estratégico. Derrotar a los ingleses. Passchendaele les ha abierto profundas heridas y los ha dejado vulnerables. Tenemos que aprovechar el momento.

– Entonces, si vamos a atacar en Flandes, el mejor sitio es el sector entre Ypres y Lens -propuso Von Kuhl.

– Pero ése es el grueso de las fuerzas inglesas -argumentó Ludendorff, consultando el mapa-. Auf keinen Fall! ¡Ni pensarlo! Tendrá que ser en un sector en el que se juntan ejércitos de nacionalidades diferentes. Esos son puntos de ruptura, donde la coordinación entre fuerzas diferentes no es tan perfecta.

– ¿En qué está pensando? -preguntó Von Kuhl.

Ludendorff se puso de pie y apuntó el bastón al mapa sobre la mesa.

– Estoy pensando en Saint Quentin -dijo Ludendorff, indicando aquella región del Somme-. El punto donde se encuentran el sector inglés y el sector francés.

– Pero, Herr Kommandant, ésa es la zona del Somme -interrumpió el coronel Wetzell-. Esa zona está llena de obstáculos, el avance será difícil y, además, los franceses podrán hacer llegar refuerzos allí con suma rapidez.

– Es mejor que la zona Ypres-Lens -argumentó el general.

– No necesariamente -dijo Von Kuhl, defendiendo su idea-. Acabamos de ver que existe una vulnerabilidad importante en ese sector y pienso que vale la pena explotarla.

– ¿Una vulnerabilidad? -preguntó Ludendorff.

– Tropas portuguesas, encajadas entre divisiones inglesas, están defendiendo una pequeña franja del frente -explicó Von Kuhl-. Nuestras informaciones sugieren que los portugueses están desmotivados, mal preparados, y tienen carencia de oficiales y falta de descanso.

– Wfo ist es? -preguntó Ludendorff, queriendo saber de qué lugar hablaban.

– En el sector del río Lys, al sur de Armentières, en Neuve Chapelle más precisamente.

– Ach! -exclamó el comandante de las fuerzas alemanas, que había oído hablar del sector con ocasión de las primeras grandes ofensivas aliadas en 1915. Miró pensativamente el mapa, fijándose en Armentières-. ¿Quieres atacar a los portugueses? -preguntó Ludendorff.

– Diría que están pidiendo que los ataquemos -sonrió Von Kuhl-. Fíjese, Herr General, que Lys responde a su requisito de atacar una zona de unión de fuerzas de nacionalidades diferentes.

– Sigo pensando que Saint Quentin es mejor-comentó Ludendorff, escéptico.

– Mire, Herr General, la zona de Lys tiene otra ventaja -indicó Von Kuhl, que señaló Armentières en el mapa-. Entrando por aquí, podremos llegar al estratégico eje ferroviario de Hazebrouck y dificultar el movimiento de refuerzos enemigos. Dejaremos a los ingleses sin margen de maniobra; los empujaremos hacia el mar.

– Herr Kommandant, pienso que debemos analizar la sugerencia de Von Kuhl -defendió Wetzell-. ¿Por qué no reunir todas las ideas?

– ¿Cómo? -preguntó el general.

– En mi opinión, no vamos a conseguir la victoria de un solo golpe, por mejor planeado que esté -explicó el coronel-. Sólo conseguiremos destruir el frente enemigo a través de una inteligente combinación de ataques sucesivos en diferentes puntos del frente, coordinándolos y relacionándolos en momentos cuidadosamente elegidos.

– Ach so! -exclamó Ludendorff-. Estás proponiendo atacar al mismo tiempo en Somme y en Lys.

– No al mismo tiempo -corrigió Wetzell-. Sucesivamente. Atacamos primero en Somme, después en Lys, más tarde en Arras, después en Verdún, después en Champagne. Ataques aquí y allá, unos detrás de otros, en una estrategia de golpes sucesivos.

– Como en el frente este -comentó Ludendorff, acariciando su bigote canoso.

– Jawohl, Herr Kommandant.

El cuartel maestre general y su consejero de estrategia se referían a las nuevas tácticas desarrolladas en el frente este y probadas por los rusos con gran éxito. Durante la Ofensiva Brasilov, en el verano de 1916, las fuerzas rusas utilizaron la sorpresa y los efectos desorientadores suscitados por ataques múltiples a lo largo de un vasto frente para devastar las posiciones austro- húngaras en el sector de Galitza. Los alemanes asimilaron rápidamente el concepto ruso de los ataques sucesivos en toda la línea del frente, llegando incluso a perfeccionarlo, a través de las tácticas de infiltración desarrolladas por el general Oskar von Hutier y aplicadas con gran éxito sólo dos meses antes, en la batalla de Riga. Wetzell defendía ahora la aplicación de esas mismas tácticas en el frente occidental para conseguir una victoria decisiva.

– Me parece viable -asintió Ludendorff, que miró a los otros dos generales-. ¿Qué les parece?

Von Kuhl y Von der Schulenberg asintieron, el bávaro con más entusiasmo.

– El sector de Lys tiene el problema de la lluvia -observó, no obstante, Von Kuhl, que conocía bien la región-. El terreno sólo estará transitable hacia abril.

El barro de Flandes era famoso entre las fuerzas militares que vivieron el infierno cenagoso de las batallas de Somme y de Ypres, por lo que en el acto se comprendió la observación.

– Pues bien, si no llueve demasiado, avanzamos hacia el Somme en febrero o marzo -decidió Ludendorff-. En abril llegará el turno de los golpes restantes, comenzando por los portugueses en Lys.

– Por tanto, el VI Cuerpo de Ejércitos del príncipe Rupprecht entra en acción en abril… -observó Von Kuhl.

– En principio -replicó el general. Ludendorff apuntó el dedo por toda la extensión de la línea del frente, representada en el mapa-. Comiencen a prepararme estudios detallados sobre cada sector, quiero vigilancia reforzada, impulsen operaciones regulares para obtener información, no quiero sorpresas a la hora de la verdad. Comiencen a ejercitar a las tropas para el combate en terreno abierto según las tácticas del capitán Geyer…, y llamen al coronel Bruchmüller para el frente occidental, con el fin de preparar la artillería. Quiero ver montada la mayor feuerwalze de la historia de la guerra. Y, Von Kuhl, traslade también al general Von Hutier al frente occidental, vamos a ver si él aplica aquí sus famosas tácticas de sorpresa y bombardeo progresivo.

– Jawohl, Herr Kommandant -asintió Von Kuhl.

Como Von Hutier, Bruchmüller se había destacado en el frente este, y en particular en la batalla de Riga, por sus innovaciones tácticas. Georg Bruchmüller era conocido como durchbruchmüller, el Müller decisivo, debido a sus arrasadoras feuerwalze, los valses del fuego, con los que regaba las líneas enemigas antes del avance de la infantería. El coronel estaba en la reserva cuando fue llamado para actuar en el frente este, donde desarrolló una técnica de bombardeo orquestado que se hizo famosa entre las fuerzas alemanas. Utilizando una mezcla de granadas en una secuencia precisa y coordinada, mediante el lanzamiento sucesivo de bombas con diferentes gases, poderosos explosivos y schrapnel, conseguía provocar una gran confusión en las líneas enemigas. Bruchmüller manipulaba las granadas para provocar determinadas reacciones o efectos. Por ejemplo, una de sus especialidades eran los cócteles de gases, lanzando primero el gas arsine, que no era letal pero penetraba en las máscaras antigás. Los soldados comenzaban a vomitar y se quitaban las máscaras. Era en ese momento cuando Bruchmüller lanzaba el gas chlorine, que era mortal y abatía al enemigo sin máscaras. Las granadas con los diferentes gases estaban marcadas con diferentes colores, lo que permitió aplicar al cóctel el adjetivo buntkreuz, multicolor. Ludendorff, que conocía bien el frente este, donde había ganado fama de gran estratega y donde había desarrollado su visión de Drang nach Osten, la expansión hacia oriente, quería trasladar todo ese talento al frente occidental. Creía que así conseguiría ganar la guerra.

– Entschuldigen Sie bitte, Herr Kommandant -interrumpió Wetzell, que levantó la cabeza de su libreta de notas y rompió el breve silencio meditativo que se había impuesto en la sala-. ¿Cuáles son los nombres codificados que vamos a adoptar?

– ¿Alguna sugerencia? -preguntó Ludendorff a la mesa.

Todos se miraron. Cada uno aportó sus ideas, algunas suscitaron acuerdo, otras no. Después de un rápido debate, el cuartel maestre general zanjó la cuestión.

– Bitte schreiben Sie es auf-ordenó Ludendorff a Wetzeil, dándole instrucciones para tomar nota de las ideas coincidentes-. El ataque en Somme será la Operación Michael; la ofensiva en Lys será la Operación Saint George; la de Arras será la Operación Marte; la de Champagne será la Blücher; las dos de Verdún serán la Castor y la Pólux. Estas operaciones están destinadas a poner fin a la guerra y a dar la victoria a Alemania, y se encuentran subordinadas al nombre de código general de Kaiserschlacht.

El consejo de guerra terminó y la Kaiserschlacht, la batalla del Káiser, se puso en marcha.


Capítulo 2

La noche cayó fría y húmeda sobre Armentières, pero ya todos estaban acostumbrados a que así fuese. El invierno estaba a la puerta y los árboles se preparaban para enfrentar los rigores del frío. Los grandes plátanos y los delicados chopos se encontraban casi totalmente desnudos, si bien es cierto que en algunos árboles quedaban aún hojas amarillentas o rojizas adornando las ramas o extendiéndose como alfombra a la sombra de las copas, espectros fantasmagóricos en el paisaje verde, llano y bucólico de Flandes. Colgados en las ramas o revoloteando de árbol en árbol, los mirlos silbaban por un lado, los gorriones piaban por otro, alegres y despreocupados, en una animada sinfonía de despedida del otoño.

El ronquido distante de un motor que se acercaba se entrometió en aquella armoniosa melodía de la naturaleza. Un Hudson negro cruzó el gran portón de piedra y entró en los dominios del Château Redier, por un sendero empedrado que cortaba por el medio el vasto jardín, con sus setos cuidadosamente cortados y dispuestos en laberinto entre álamos blancos, cipreses delgados y tilos de gran porte: el palacete claro se elevaba al fondo, justo detrás de una rotonda estrecha con un jardín formado en círculo en el medio, vistoso con sus coloridos tulipanes, vigorosos jacintos e hibiscos de un púrpura pertinaz. Un ángel de piedra adornaba el centro de aquel pequeño jardín oval, y un surtidor de agua brotaba del pífano que la estatua gris tenía en la boca.

– Estaciona junto a la escalinata -indicó Afonso a su ordenanza.

– Sí, mi capitán.

El oficial tenía los ojos fijos en el espectáculo de verde serenidad que armoniosamente se perfilaba alrededor, se sentía casi chocado por el contraste con el mar de barro al que se había habituado desde su llegada a Flandes. El Hudson rodeó la rotonda y se detuvo al borde de los peldaños de mármol envejecido del château. Afonso bajó del coche y examinó la fachada del edificio, las enredaderas que cubrían la piedra corroída, el cardenillo que se entrañaba en la base del palacete, las enormes ventanas que sobresalían de aquella maraña de plantas y de paredes grises, un elegante porche sobre la puerta de entrada, guarnecida por dos columnas de fino mármol, con su color beis pulido rasgado por múltiples vetas encarnadas.

Joaquim estaba sacando la maleta del portaequipaje cuando se abrió la puerta principal. Un hombre pequeño, con un bigote canoso y un monóculo en el ojo derecho sujeto al bolsillo con una cadena dorada, bajó la escalinata al encuentro de los recién llegados.

– Bon soir -saludó, y se presentó-. Je suis le baron Redier.

– Bon soir, monsieur le baron. Je suis le capitaine Afonso Brandão. Vengo de parte del maire.

– Lo sé, lo sé -exclamó el barón, extendiendo la mano-. Bienvenu.

– Merci -agradeció Afonso, mirando de reojo hacia atrás-. Joaquim, trae la maleta.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó el barón-. Voy a llamar a los criados.

– No hace falta -se apresuró a responder el capitán-. Es sólo una maleta.

Los dos traspusieron la puerta de entrada, dando paso el anfitrión al invitado, se abrió el foyer de par en par, una escalinata amplia daba acceso al piso superior, dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda, dejaban ver pasillos y salas. El suelo brillaba, reluciente gracias a un impecable barnizado, parecía un lago cristalino que reflejara, como un espejo, las figuras que lo pisaban y todo lo demás, hasta los enormes retratos que colgaban de las paredes, las arañas que pendían del techo, los amplios cortinajes que ornaban las ventanas.

– ¡Marcel! -llamó el barón, volviéndose hacia el pasillo de la izquierda.

Asomó solícito un hombre calvo con chaleco oscuro en el foyer.

– Oui, m'sieur le barón?

– Acompaña al ordenanza a la habitación de nuestro invitado para que deje allí la maleta.

Marcel ayudó a Afonso a quitarse el abrigo, lo colgó en un armario del foyer y luego guio a Joaquim por la escalinata, con la maleta en la mano, hasta que ambos desaparecieron en el piso superior.

– ¿Tiene hambre? -preguntó el barón, avanzando hacia la sala, a la derecha.

– He cenado en un estaminet, gracias -respondió el invitado.

– Pero no se negará a beber un licor…

– Allons y!

El salón estaba templado, agradable, las maderas oscuras iluminadas por las velas encendidas en las paredes y en las mesas, proyectando luces amarillentas y sombras trémulas sobre los sofás, los muebles y la tarima cubierta de alfombras. En la pared junto al sofá ardía leña en una chimenea intensa, entre chispas y crepitaciones, algunos trozos de madera amontonados en un cesto de mimbre esperaban que alguien los usase para alimentar aquel fuego acogedor. El barón se dirigió al bar y cogió dos copas.

– Cognac? ¿Oporto?

– ¿Tiene whisky?

El barón se rio.

– Whisky? No me imagino a un portugués bebiendo whisky…

– La culpa es de los oficiales del regimiento escocés -sonrió Afonso-. Los jocks me presentaron el whisky y ahora no quiero otra cosa.

– Pero mire que los ingleses hacen siempre los brindis con oporto -puso de relieve el barón-. Sólo se inclinan por el whisky cuando ya no hay más oporto.

– Lo sé, lo sé, pero ¿qué quiere? El whisky me estimula más.

El anfitrión se inclinó, cogió una botella y la apoyó en la barra del bar. El líquido dorado danzaba y brillaba dentro del recipiente delgado, cuya etiqueta rezaba «The Balvenie».

– Tengo este blended scotch que seguramente le gustará -anunció-. Me lo regaló un coronel del regimiento de Yorkshire. -Alzó la cabeza y miró en dirección a la chimenea-. Agnès, qu'est-ce que tu prends?

Afonso miró en la misma dirección, sorprendido. De una mecedora a la sombra, junto a la chimenea, salió una bocanada suave de humo gris azulado que rápidamente se disipó en el aire. El oficial portugués notó por primera vez la presencia femenina en el salón.

– Du champagne -murmuró una voz dulce, impregnada de una entonación tierna de la que sólo son capaces las mujeres francesas.

El capitán intentó distinguir el rostro de la mujer, pero la sombra allí era densa y sólo identificó el perfil de la mecedora y de la cabeza femenina, unas piernas largas que asomaban en la penumbra, medio escondidas entre un vestido rojo con volantes blancos, desconcertante y sensual.

M'dame -saludó, bajando levemente la cabeza y mirando sin verla.

Asseiez-vous, s'il vous plait -dijo la mujer, señalando con la mano un sofá junto a la chimenea, con un cigarrillo entre los dedos.

Afonso cogió el vaso con scotch y el otro con champagne, que entre tanto había preparado el barón, y se acercó a la mecedora. La silla giró y la mujer se incorporó con delicadeza; avanzó un paso para recibir el champagne. El capitán absorbió primero y estimuló en sus sentidos la fragancia de L'heure bleue que emanaba de aquel cuerpo escultural, la armoniosa mezcla de rosas, lirios, vainilla y almizcle del sofisticado perfume de Guerlain. Después, la oscilante luz amarillenta de la chimenea iluminó el misterioso rostro, descubriendo sus rasgos finos y distinguidos, sus cabellos castaños, largos, y los rizos con mechones rubios, la nariz pequeña y delicada, los ojos de un verde profundo y luminoso, el aspecto dulce y vulnerable, una sonrisa enigmática en sus labios gruesos y bien delineados. Traslucía un tono sereno, algo inaccesible, en aquel rostro bello, sublime incluso, de francesa coquette. Afonso recibió el impacto, sintió una falta súbita de aire, ¡oh, qué encanto!, se quedó perturbado por el brillo que ella irradiaba, la belleza de esa mujer era deslumbrante, inalcanzable, tanto que se hacía difícil mirarla de frente e imposible dejar de mirarla. El capitán se sintió paralizado por la sorpresa, no esperaba ver allí una flor semejante. Una mujer joven, tal vez de unos veinticinco años, poco más joven que él mismo, una joya rara tan cerca del sector del frente. ¿Sería hija del barón?

– Ma femme -la presentó el barón, acercándose con su cognac-. Agnès.

– Enchanté, madame la baronne -saludó el oficial, esforzándose lo más posible por ocultar la perturbación que le causaba la mujer y la fuerte decepción al enterarse de que estaba casada con su anfitrión. Le besó la mano y se presentó-: Je suis le capitaine Afonso Brandão, a sus órdenes.

– Alphonse? -sonrió la francesa.

– Si lo desea…

La sonrisa se deshizo en el rostro de Agnès en el momento en que por primera vez lo vio de cerca. La francesa lo miró intensamente, por momentos pareció reconocerlo, vaciló, lo examinó de arriba abajo, observó su aspecto soñador, dulce, los ojos grandes y penetrantes, la tez pálida, la nariz recta, el bigote bien diseñado, el pelo castaño oscuro corto y bien peinado, el porte altivo y tranquilo. Suspiró.

– Usted me recuerda a alguien que conocí una vez -dijo con lentitud, algo seria, tal vez solemne, con una inesperada palidez que le desdibujaba el semblante, era evidente que una enigmática perturbación ensombrecía su mirada. Pero deprisa el rostro marmóreo se volvió a iluminar con una sonrisa, primero forzada y tensa, después gradualmente genuina y fácil, con un candor que llegó a ser apabullante-. ¿De dónde viene usted, Alphonse?

– De Merville.

– No. -Agnès se rio, esforzándose por mostrarse más alegre, parecía que se había transformado en unos pocos segundos-. ¿Cuál es su país?

– Soy portugués, m'dame.

– On dit que les portugais sont toujours gais -exclamó, citando un dicho francés según el cual los portugueses son siempre divertidos.

– Pas toujours, m'dame -negó Afonso.

Agnès hizo una mueca tristona con la boca, como si estuviese decepcionada.

– ¿Usted no es divertido?

– Lo soy -exclamó, corrigiendo su primera respuesta y deseando complacerla-. Pero si viese a mis generales…

La baronesa volvió a sentarse en la mecedora y los dos hombres se acomodaron en el sofá, un refinado canapé de haya tapizado en gros y petit point. Afonso no pudo evitar pensar que había una sensible diferencia de edad en la pareja anfitriona: él rozaba los sesenta; ella, unos treinta años más joven, tendría alrededor de veinticinco. Era hermosa como una princesa, pero vivía encerrada en aquel palacete, una prisionera encarcelada en una tierra de miseria y desolación, rodeada de ruinas y destrozos, en un mundo de hombres y rencores, con la guerra cerca y el enemigo a las puertas. Extrañamente no se marchitaba, esa vulnerabilidad la hacía aún más atrayente, más deseable, más frágil, era como una flor porfiadamente expuesta a una tormenta, delicada pero obstinada, y esa impactante porfía despertaba en el oficial un inexplicable e irresistible afán de protección.

– Quiero agradecer que me hayan recibido -dijo Afonso, aclarando la voz y mirando esos perturbadores ojos verdes, envolviéndose así, casi sin darse cuenta, en un sutil juego de seducción.

– Oh, es un placer -repuso Agnès, devolviéndole la mirada y aceptando el juego-. Jacques y yo estamos convencidos de que debemos cooperar con el esfuerzo de la guerra.

– No puedo negarme a una petición del presidente del ayuntamiento -comentó el barón-. Pero a veces me da la impresión de que monsieur le maire cree que mi château es un hotel, y eso me fastidia.

– C'est la guerre, Jacques -exclamó la francesa con una expresión reprobadora de las palabras de su marido.

Afonso se dio cuenta de que, aunque intentaba ocultarlo, el barón no se sentía del todo complacido con su presencia. El alojamiento de militares en el castillo le llegaba impuesto por el alcalde del consistorio de Armentières, encargado de instalar a los oficiales de los ejércitos expedicionarios aliados que combatían en Francia. En aquel sector se concentraban la 1a y la 2a Divisiones del Cuerpo Expedicionario Portugués, el CEP, flanqueado, a la izquierda, por la 38a División del XI Cuerpo, y, a la derecha, por la 25a División del I Cuerpo, ambas pertenecientes al I Ejército de la British Expeditionary Force, la BEF, fuerza expedicionaria británica. Los soldados que no ocupaban el frente se instalaban en fincas rústicas de la región, a veinte céntimos por noche con cama y cinco céntimos cuando no había cama. Por cada caballo se pagaban cinco céntimos por establo cerrado, y los propietarios franceses se reservaban el derecho a quedarse con el estiércol para usarlo como abono. Las autoridades civiles francesas se mostraban, sin embargo, empeñadas en evitar, en la medida de lo posible, que los oficiales ocupasen los corrales y las caballerizas donde dormían los soldados y los solípedos. Un oficial pagaba un franco por noche y se sentía naturalmente con derecho a instalaciones más dignas que las plazas y los animales. Pero, con las pensiones atestadas, las casas particulares ya requeridas y los hoteles que cobraban tarifas inaccesibles, a veces sólo quedaban como alternativa los palacetes de la región.

– ¿Cómo va la guerra, capitán Alphonse? -quiso saber la baronesa-. ¿Es como dicen los periódicos?

– ¿Y qué dicen los periódicos?

– Que estamos ganando.

– No se puede creer siempre en los periódicos…

Agnès se sorprendió.

– ¿Estamos perdiendo?

– No, no ganamos ni perdemos. Estamos inmovilizados.

– Pero ¿no es verdad que el enemigo ha retrocedido hace algunos meses?

Afonso sonrió.

– Retroceder, ha retrocedido. Pero ha retrocedido por iniciativa propia, no porque los hayamos empujado nosotros.

– ¿Cómo es eso? -interrumpió el barón, con la garganta templada por el cognac-. Si ellos retroceden, se debe a que nosotros avanzamos, nadie retrocede porque le apetece.

– Lo que ha ocurrido, m'sieur le baron, es que los boches construyeron unas trincheras mejores en una posición elevada, en la retaguardia de sus trincheras habituales, y después abandonaron sus posiciones y fueron a instalarse en esas trincheras. Llamamos a ésas nuevas posiciones la línea Siegfried, pero parece que los boches la llaman línea Hindenburg. Sea como fuere, este retroceso significa, para la Siegfried, que han perdido unos kilómetros pero han ganado posiciones casi inexpugnables.

– Entonces, ¿no cree que vayamos a ganar la guerra?

– Para ganar la guerra es necesario que la guerra acabe -comentó el capitán con frialdad.

– ¿Y ésta no va a acabar? -quiso saber Agnès.

– No da señales de que pueda acabar. Fíjese en que ya estamos a 20 de noviembre, pronto acabará 1917; por tanto, la guerra lleva ya más de tres años y las posiciones permanecen estáticas. Ni nosotros avanzamos ni ellos se mueven.

– Usted es un hombre de poca fe, por lo que veo -comentó la francesa.

– Por el contrario, m'dame, soy un hombre de fe.

– Pues no lo parece -observó ella-. ¿No fue en su país donde apareció, el mes pasado, la Virgen para anunciar el inminente fin de la guerra?

– Sí, ya he leído esa noticia -dijo, inclinándose para coger su cartera-. Hasta tengo aquí un periódico que me mandaron hace días con referencias a esa aparición, fíjese.

El capitán sacó de la cartera un ejemplar de O Século, una hoja enorme doblada en dos, es decir, con cuatro páginas, y arrugada por el cartero, pero perfectamente legible. El periódico era del lunes 15 de octubre, es decir, de treinta y cinco días antes. Las dos columnas del lado derecho de la primera página estaban ocupadas, de arriba abajo, por un texto dedicado al tema, cuyo antetítulo anunciaba en caja alta: «¡Cosas asombrosas!». Su título aludía a: «Cómo el sol se movió al mediodía en Fátima». El subtítulo era largo: «Las apariciones de la Virgen. En qué consistió la señal del Cielo. Varios miles de personas afirman que se produjo un milagro. La guerra y la paz».

Agnès se inclinó para ver mejor el periódico.

– ¿Quiénes son? -preguntó, señalando una gran fotografía que, por encima del texto, mostraba a tres niños con los ojos fijos en la imagen, dos chicas de falda ancha y pañuelo en la cabeza que flanqueaban a un chico con una gorra, detrás de un muro de piedra.

– Son los niños que dicen haber hablado con la Virgen -explicó Afonso y, leyendo el pie de la foto, los identificó moviendo el dedo de izquierda a derecha-. Esta se llama Lucia, éste es Francisco y ésta es Jacinta.

La francesa miró fascinada la imagen.

– ¿Y qué vieron exactamente?

El capitán se puso a leer el texto, momentáneamente silencioso.

– Bien, el reportero comienza describiendo cómo llegó a la gándara de Fátima, diciendo que vio allí a mucha gente y que todos estaban rezando -dijo, explicando el texto que acababa de leer. Hizo una pausa más mientras leía los párrafos siguientes-. Comenzó a llover y los tres niños llegaron al lugar media hora antes de la anunciada aparición, los fieles se arrodillaron en el barro a su paso, y una de las niñas, Lucia, les pidió que cerrasen los paraguas. -Nueva pausa para leer-. El reportero dice que, a la hora esperada, el cielo comenzó de repente a clarear, la lluvia amainó y salió el sol. -Aún una pausa más-. Esto es muy interesante, escuchen -exclamó Afonso, que se puso a traducir el texto palabra a palabra, en voz alta-: «El astro recuerda una placa de plata mate y es posible mirar el disco sin el menor esfuerzo. No quema, no ciega. Se diría que se está produciendo un eclipse. Pero he ahí que se oye una sonora exclamación y a los espectadores más próximos que gritan: "¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla!". Ante los ojos deslumbrados de aquella gente, cuya actitud nos transporta a los tiempos bíblicos y que, pálida de asombro, con la cabeza descubierta, encara el azul, el Sol tembló, el Sol tuvo movimientos bruscos nunca vistos, fuera de todas las leyes cósmicas: el Sol "bailó", según la típica expresión de los campesinos». -Afonso levantó la cabeza del periódico-. Interesante, ¿no?

– Oui -dijo Agnès, fascinada, mirando la fotografía de los tres niños en la primera página-. ¿No dice nada más?

El portugués retomó la lectura silenciosa del periódico y resumió su contenido.

– Dice aquí que el reportero habló con las personas y no todo el mundo estaba de acuerdo con lo que todos acababan de presenciar. La mayoría confirma haber visto bailar al Sol, pero otros aseguraron haber observado el rostro de la propia Virgen y que el Sol giró sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales, bajando del punto donde se encontraba. Y unos pocos aseguran que hasta lo vieron cambiar de color.

– Ilusión óptica -comentó el barón Redier con una sonrisa condescendiente.

– Es posible -asintió Afonso.

– No digan disparates -comentó Agnès-. ¿Y los niños?

El capitán leyó un poco más.

– Lo esencial está en esta frase que les voy a traducir -indicó-: «Lucia, la que habla con la Virgen, anuncia con gestos teatrales, en brazos de un hombre que la lleva de grupo en grupo, que terminará la guerra y que nuestros soldados regresarán».

Cuando Afonso levantó la cabeza, vio a Agnès recostarse serena en la mecedora.

– Entonces, es verdad -dijo ella-. La guerra va a acabar.

– Eso lo dice el periódico.

– ¿Y no lo cree?

– ¿Que la guerra va a acabar? -se sorprendió el barón Redier, uniéndose a la conversación-. ¿Cómo no va a creer en eso? ¡También yo! Aunque sea dentro de cien años, está claro que va a acabar.

– No seas tonto, Jacques, la profecía dice que la guerra acabará pronto.

– No fue eso, en rigor, lo que nuestro invitado ha leído en el periódico -dijo el barón, señalando O Século-. Lo que ahí escriben, por lo visto, es que la guerra terminará. Pero, la verdad sea dicha, no me parece una profecía muy difícil de hacer, es evidente que la guerra, tarde o temprano, va a terminar. Hasta yo puedo prever eso. Lo importante es saber cuándo, y eso ya no se atreven a profetizarlo esos impostores fanáticos.

– Se supone, por el contexto de la frase, que será muy pronto. ¿No cree en eso, Alphonse?

– Bien, me gustaría que fuese verdad…

– Pero ¿lo cree o no lo cree?

– No sé qué pensar -titubeó Afonso-. Ojalá fuese verdad.

– Eso es pura fantasía. -El barón se rio-. Vivimos tiempos difíciles y es en momentos así cuando surgen profetas, milagros, supercherías que señalan el camino de la salvación. Los mensajes mesiánicos son normales en estos periodos de angustia e incertidumbre.

– ¿Le parece? -preguntó el capitán.

– Estoy seguro -aseveró el anfitrión-. Va a ver cómo la guerra no acabará inmediatamente y que, dentro de un tiempo, nadie va a volver a hablar de esos niños.

Agnès lo miró con irritación. Después de un breve instante de mirada de enfado, suspiró y se volvió hacia Afonso.

– Jacques es ateo -explicó-. Es peor que Robespierre. Fíjese en que también le quita importancia a Lourdes.

– Ah -exclamó Afonso, nada sorprendido.

– ¿Usted sabe lo que ocurrió en Lourdes?

– Naturalmente -asintió el capitán-. Tal como en Fátima el mes pasado, la Virgen se le apareció, en una gruta de Lourdes, a una niña…

– Bernardette Soubirous.

– Exacto. La primera aparición fue en 1858, hace ya casi sesenta años.

– Oh la la! -se asombró la hermosa baronesa-. Hasta sabe el año.

– Le dije que era un hombre de fe -sonrió Afonso.

– ¡Supercherías! -intervino el barón, siempre escéptico, meneando la cabeza.

– Tuve una vez un profesor en la facultad que era tan antirreligioso como mi marido -dijo Agnès con una sonrisa-. Era el profesor de Anatomía, se llamaba Bridoux. Él decía que la religión era la enemiga de la ciencia. -Miró a Afonso-. ¿Usted piensa lo mismo, Alphonse?

– Sí, hasta cierto punto puede ser verdad -asintió Afonso-. ¿Sabe?, tanto la religión como la ciencia ofrecen explicaciones para el mundo, pero el problema es que esas explicaciones compiten entre sí. Para que una sea verdadera, la otra tiene que ser falsa. Por eso la religión siempre ha hecho todo lo posible para desacreditar a la ciencia, y por ello la ciencia hace ahora lo mismo con la religión. Hay, sin embargo, una hipótesis que nadie ha planteado aún y que entiendo que merece ser analizada.

– ¿Cuál es?

– La posibilidad de que las dos estén diciendo la verdad, aunque complementándose la una con la otra, enunciando verdades diferentes. ¿Se ha fijado en que no es posible demostrar científicamente la existencia de Dios, pero tampoco es posible demostrar lo contrario?

– Es un hecho.

– Los filósofos ateos afirman que proyectamos en una entidad divina nuestras propias características, lo que significa que Dios es una mera creación humana.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Oh, varios filósofos. Qué sé yo: Schopenhauer, Hegel, Feuerbach…

– Todos alemanes. -Agnès se rio-. Sólo por eso los boches merecen perder la guerra.

Afonso sonrió.

– Me doy cuenta de que esas ideas le parecen una herejía.

– No, no por eso, sólo estaba bromeando. Creo incluso que esa tesis merece atención.

– Es lo que yo pienso. Pero la verdad es que, si, por un lado, el hombre ha creado a Dios a su imagen, por otro se plantea la cuestión de saber quién ha creado al hombre. O, más importante aún, ¿quién ha creado todo lo que nos rodea, quién ha creado el universo? ¿Acaso las cosas surgieron sin ninguna razón, el universo apareció por aparecer, sin más ni más?

– Estoy de acuerdo con usted -dijo Agnès, estimulada por este pensamiento-. Tal vez la religión y la ciencia compartan la verdad, ésa es una hipótesis fascinante.

– Mi idea va más allá de eso, m'dame, mi idea es que no hay una única verdad. Nietzsche decía que no hay hechos, sólo interpretaciones, lo que es verdad desde el punto de vista del ser humano. Es irrefutable que existe una realidad, aquello que Kant llamaba «la cosa en sí», el noúmeno. Pero, como el propio Kant destacó, nosotros no vemos la cosa en sí, sólo vemos sus manifestaciones. Es decir, interpretamos lo real. -Miró a su alrededor y vio una fotografía enmarcada en la pared, el barón montado a caballo, con una escopeta en bandolera y rodeado de perros, una escena de cacería en Compiègne. Afonso señaló la imagen-. Es un poco como aquella fotografía, ¿lo ve? Ése no es el señor barón sino una imagen suya. ¿Se da cuenta? La fotografía no es lo real, es una representación de lo real, construida a partir de un ángulo, con determinados filtros y según un determinado código arbitrario. Así como la fotografía reconstruye lo real, poniéndolo en blanco y negro, por ejemplo, nosotros también lo reconstruimos. Ya Kierkegaard había observado que todo lo que existe es algo exclusivamente individual. Es decir, ponemos algo de nosotros mismos cuando interpretamos la realidad; por ello nuestra verdad es diferente de la verdad de otras personas.

– Por lo tanto, no hay verdad. ¿Es eso?

– No, claro que hay verdad, claro que la hay. Pero hay muchas verdades. Lo real es uno, aunque inalcanzable en su plenitud. Las verdades son múltiples, dado que son interpretaciones individuales de lo real. Yo sé que parece complicado, pero…

– No, no, lo estoy entendiendo muy bien, es realmente una idea interesante.

– Mire, yo creo que ésta es la única manera de establecer que ambas, la religión y la ciencia, pueden estar diciendo una verdad -concluyó el capitán-. Lo real es uno, pero cada uno de estos discursos, el religioso y el científico, presenta una interpretación individual de lo real. Las dos pueden incluso ser contradictorias y, paradójicamente, seguir siendo verdaderas.

Se hizo silencio, sólo roto por el sonido de las crepitaciones de la madera ardiendo en la chimenea. Las sombras de la lumbre danzaban por la sala, las chispas daban saltos y bailaban en el aire como luciérnagas nerviosas. Todos miraban el fuego, Afonso con una sonrisa de íntima satisfacción. Desde los tiempos del padre Nunes, en el seminario, y de Trindade, el Mocoso, en la Escuela del Ejército, no había vuelto a hablar de filosofía con nadie. Era un placer inmenso estar haciéndolo ahora, por primera vez en tanto tiempo, en aquel rincón perdido de Francia, para colmo con una mujer lindísima. Se preguntó si alguna vez llegaría a hablar de cosas tan profundas y apasionantes con una portuguesa, pero tenía muchas dudas, no se imaginaba conversando sobre Hegel con Carolina. Esa sola comparación lo llenó de admiración por Agnès.

La francesa, a su vez, tenía también la mente concentrada en Afonso, en las palabras que pronunciaba, en su manera ágil de razonar. Era la primera vez desde el noviazgo con Serge que mantenía una conversación tan interesante con alguien, un diálogo que la liberaba de aquellas cuatro paredes castradoras y, trasponiendo una maravillosa ventana imaginaria, la lanzaba intrépidamente en un viaje hecho de encantamiento y magia, un deslumbrante periplo por el inspirador mundo de las ideas, un universo rico, pleno de pensamientos audaces, de novedades palpitantes, de revelaciones sorprendentes. Se acordaba de haber tenido esa sensación cuando visitó la Exposición Universal de París o cuando su padre le enseñó los secretos del vino. También vivió las mismas emociones de descubrimiento al asistir a las clases de Medicina y en el momento en que conoció a Serge y su visión sublime del mundo de las artes. Ahora llegaba este capitán portugués a despertarle esos sentimientos, ese gusto por el conocimiento, por el análisis, y Agnès deseó ardientemente quedarse allí toda la noche descubriéndolo.

Tal vez presintiendo que una perturbadora química nacía entre el oficial y su mujer, el barón decidió poner un fin abrupto a la velada. Bebió de un trago todo el cognac y se levantó con vigor.

– Es tarde. Marcel va a acompañarlo a su habitación -dijo y, mirando hacia la puerta, elevó la voz-: ¡Marcel!

El mayordomo tardó unos instantes en aparecer.

– Acompaña al señor a sus aposentos -ordenó-. Señor capitán -dijo, despidiéndose de su invitado con una señal de la cabeza. Miró a su mujer-. Viens, Agnès.

La francesa se quedó un instante en la mecedora, como si vacilase. Se incorporó despacio, casi contrariada, y miró al capitán portugués.

– Bonne nuit, Alphonse -susurró con su voz tierna y serena-. À demain.

– M’dame! -exclamó Afonso, que se puso de pie de un salto e hizo una reverencia galante.

Marcel lo guio por los pasillos del palacete, indicándole el cabinet de toilette y sus aposentos. La habitación asignada era suntuosa, tan lujosa que, por momentos, el oficial se sintió uno de aquellos hombres del cuartel general que hacían la guerra cómodamente instalados en un palacete, uniformados con pijama y calzados con pantuflas. El ambiente era refinado. Molduras ovales decoraban las paredes con retratos pintados que ilustraban rostros y hechos de las sucesivas generaciones de Redier, la familia que había dado nombre al château. En el centro de la habitación se destacaba, imponente, una cama de estilo Luis XV, toda hecha en nogal, con la imagen de una concha esculpida en la madera de la cabecera.

El cuarto de baño era grande y frío. Sujeto a la pared había un lavabo art nouveau, con el soporte de hierro forjado hecho de curvas y arabescos, en una y otra dirección, además de un espejo redondo en el centro flanqueado por dos lámparas. Afonso las encendió. El lavabo tenía un grifo dorado de palanca, con el pico largo de níquel curvado hacia abajo. Lo abrió, sintió el líquido helado que le quemaba los dedos, se pasó agua fugazmente por la cara, como un gato, cogió el savon au miel que estaba en el hueco circular del lavabo y se frotó las palmas de las manos, sintió la fragancia del jabón y se lo pasó por el rostro, se frotó la cara con agua y se secó con la toalla. Miró de reojo la bañera Chariot instalada junto a la ventana, toda ella hecha de hierro fundido, el interior blanco, el exterior de rosa intenso, las patas doradas. Decidió darse un baño allí al día siguiente, ahora no, sentía la vejiga hinchada. Salió del cabinet de toilette y fue al cuartito adyacente donde se encontraba el retrete, la taza de porcelana estampada con un elegante grabado floral, un largo tubo de níquel sujeto a la pared conectaba la taza con la cisterna blanca de hierro fundido fijada junto al techo y sostenida por dos soportes dorados de girasol. Levantó el asiento de caoba, orinó y, al final, tiró de la cadena que caía de la cisterna y brotó el agua con fragor dentro de la taza.

El capitán regresó a la habitación sin que se le ocurriera lavarse de nuevo las manos, se sentía satisfecho con estos lujos; esto sí, esto sí que era vida, los demás rondando las letrinas y él allí complaciéndose en aquel palacete; la gente tumbada en pajares o revolcándose en el barro de las barracas rústicas y él con una habitación para su uso personal digna de reyes. Suspiró con alegría. «¡Ah, caramba! ¡Vaya vida!», murmuró. Tenía que aprovechar bien aquel momento. Se desnudó, deshizo la cama y se acostó, tiró de las mantas hasta taparse casi la cabeza. Se llenó los pulmones con el aroma fresco de las sábanas lavadas e inmaculadamente blancas, sintió el calor que circulaba por su cuerpo encogido, respiró con tranquilidad, cerró los ojos y se durmió en un instante, mientras resonaba el murmullo lejano de los cañones como olas que rompían, fustigando imaginarios peñascos de la costa, la furiosa tempestad se transformaba en una distante y amodorrada marea que lo mecía en su agitado sueño de soldado.


Una criada despertó por la mañana al oficial portugués y le llevó leche, café, tres tostadas, un poco de mantequilla y una mermelada, que devoró con avidez. Afiló la navaja y se afeitó con agua fría, se vistió y salió de la habitación. En medio del pasillo vio a Marcel transportando ropa de cama.

– M'sieur, oú est Joaquim?

– Pardon?

– Joaquim, le portugais. ¿Dónde está?

– Ah -comprendió Marcel-. Attendez, s'il vous plait.

El mayordomo dejó la ropa en una silla alta del pasillo, dio media vuelta y, acelerando el paso, desapareció por la escalinata. Afonso siguió en la misma dirección, bajó las escaleras y desembocó en el foyer. Agnès apareció en la puerta del salón y se apoyó en la jamba.

– Bonjour, Alphonse.

– Bonjour, m'dame.

– ¿Ha dormido bien?

– Magníficamente, merci -dijo, observándola con curiosidad. Era francamente una mujer hermosa, con sus ojos verdes aún más brillantes a la luz del día. Por la noche parecía una gata, tentadora y misteriosa, pero ahora la veía como un ángel, en una actitud inmaculadamente divina y graciosa-. Et vous?

Agnès se encogió de hombros.

– Ça va.

Afonso apreció sus modales suaves y dulces, la belleza tranquila, la actitud cariñosa y levemente triste. La admiró y se sintió interesado en conocerla mejor. Pero una voz detrás de él, en portugués, desvió su atención.

– ¡Mi capitán!

Era Joaquim, haciendo el saludo militar.

– Ve a buscar el coche -ordenó el oficial.

– Está allí fuera, mi capitán.

Marcel abrió la puerta y Afonso se volvió hacia Agnès.

M'dame, muchas gracias por su hospitalidad -agradeció, cogiendo la cartera y el billeting certifícate que llevaba guardado en el bolsillo-. Veamos, un oficial es un franco, y un soldado, veinte céntimos. Por tanto, entiendo que le debo un franco y veinte céntimos.

La baronesa avanzó un paso, ignorando las monedas que él le extendía pero cogiendo el billeting certifícate. Estudió el documento con curiosidad, era el certificado de alojamiento y estaba firmado por el maire y por el comandante del batallón, además de autenticado con el sello del CEP. Alzó los ojos del papel y miró al capitán.

– ¿Volverá esta noche?

– No, m'dame.

– ¿Y por qué?

– Parto hoy para las trincheras.

Agnès apretó los labios.

– ¿Va a estar allí mucho tiempo?

– Una semana, m'dame.

– Entonces sea nuestro huésped dentro de una semana -le dijo, devolviéndole el billeting certifícate.

Afonso vaciló un instante, sin saber qué responder a esa invitación inesperada.

– Con mucho gusto, m'dame, sería un gran placer volver aquí -dijo-, pero todo dependerá de los boches y del maire.

– Usted tenga cuidado y ocúpese de los boches, que yo me ocuparé del maire.

– ¿Y el billet? -quiso saber él, refiriéndose al dinero del alojamiento.

– Me paga el billet la semana que viene.

Los dos se dieron la mano, ella con una sonrisa siempre delineada levemente en los labios, esta vez con un rubor suave, de rosa tirando a rojo, que le llenaba el semblante de calor, mientras el aroma floral de L'heure bleue perfumaba el aire con sus esencias de fruta.

– Usted se parece mucho a una persona que conocí.

– Espero que sea una semejanza agradable.

Ella sonrió con tristeza.

– Je vous attends -murmuró intensamente, evitando responder. Dio media vuelta para retirarse y, alejándose, miró de reojo hacia atrás, con un movimiento gracioso y una expresión afable-. Bonne chance!


Capítulo 3

La tierra se extendía por el campo casi plano, desértico y desolado, al mismo tiempo húmedo, fangoso, sucio. Hasta donde la vista alcanzaba, el suelo revuelto era árido, todo se encontraba quemado, había baches semejantes a cráteres producidos por las granadas de los obuses, y las minas habían despanzurrado la tierra, aquí y allá se veían charcos de agua y barro de donde asomaban hierros retorcidos, algún cadáver humano que otro en descomposición, huesos, botas con los pies cortados dentro, harapos de uniformes, ratas muertas flotando. Las únicas cosas de pie en aquel tenebroso mar de desolación eran las redes abolladas de alambre de espinos, los árboles calcinados sin hojas y con los troncos carbonizados, las paredes incompletas de lo que antaño fueron casas y eran ahora sólo tristes e irreconocibles ruinas.

Un silencio profundo se había abatido en el último momento sobre este siniestro paisaje lunar. Apoyado en el parapeto, Matias Silva, a quien llamaban Matías, el Grande, no sabía qué detestaba más. Su turno en las trincheras había comenzado hacía sólo dos días y aún no se había acostumbrado del todo al olor a heces que provenía de las fosas por debajo del estrado de madera, un olor con el que se mezclaba el tufo nauseabundo de carne putrefacta, de sobras de comida descompuesta y de orina. Para protegerse del frío se había puesto sobre el uniforme su chaleco de cabritilla, hecho de piel de cordero, que se había convertido en una imagen de marca de los soldados portugueses en Flandes durante los días fríos. Los llamaban, por eso, los «lanudos». Matias asomó la cabeza por el parapeto del puesto, en Neuve Chapelle, y acechó las posiciones enemigas. Desde la primera línea, en el punto donde se encontraba de vigía, hasta la primera línea alemana, distaban quinientos metros.

– ¡Beeeeee! -gimió una voz fingidamente trémula desde el otro lado de la Tierra de Nadie-. ¡Beeeeee!

– ¡Los hijos de puta de los boches ya me han visto! -farfulló entre dientes el centinela portugués, que se alejó cinco metros del lugar donde vigilaba, no fuese a hacer de las suyas el diablo.

El chaleco de piel de cordero era un éxito entre la tropa alemana. Del otro lado de las trincheras estaban los hombres de la 50a División del VI Ejército alemán, dirigido por el general Von Quast y perteneciente al grupo de ejércitos del príncipe heredero Rupprecht. No se cansaban de provocar a los portugueses con imitaciones de voces de rebaño. Algunos lanudos se pusieron al principio fuera de sí con estas chacotas del enemigo, pero ya todos se habían acostumbrado: la broma, de tanto repetirse, había dejado de surtir efecto y, cuando se los azuzaba, los hombres de los cuatro batallones de infantería de la Brigada del Miño, la 4a Brigada de la 2a División del CEP, se limitaban a rumiar algunos insultos contra los alemanes.

La primera línea portuguesa se prolongaba diez kilómetros, desde la trinchera de comunicación New Bond Street, en el sector de Fauquissart, hasta Ferme du Bois, al sur, con Neuve Chapelle en el medio. Este era, por otra parte, un tramo lleno de historia antes de que llegasen los portugueses. Fue justamente en Neuve Chapelle donde, en octubre de 1914, los alemanes utilizaron por primera vez gases químicos como arma de guerra. En ese momento, estas trincheras estaban ocupadas por tropas francesas que, no obstante, ni repararon siquiera en los gases no letales que contenían las granadas de schrapnel, por lo que la prueba inicial de las armas químicas se saldó con un fracaso. Después, en marzo de 1915, ya con las tropas inglesas ocupando el sector, se lanzó aquí la primera gran ofensiva británica contra las posiciones alemanas. Después de algunos éxitos iniciales, la ofensiva fracasó al cabo de tres días, pero se reveló como una acción políticamente importante, pues sirvió para mostrarles a los franceses el empeño de sus aliados británicos. En la batalla de Neuve Chapelle se utilizaron, por primera vez en la guerra, aviones destinados a fotografiar las posiciones enemigas, con el fin de acumular datos informativos para la operación, una práctica que se volvería rutinaria, aunque peligrosa, en las acciones siguientes.

Ahora, en este 22 de noviembre de 1917, Neuve Chapelle y las vecinas Ferme du Bois y Fauquissart vivían tiempos serenos en manos de los portugueses. Todo el sector de la primera línea estaba constituido por tres líneas fundamentales de trincheras, todas ellas paralelas y ligadas entre sí por las trincheras de comunicación, que las cruzaban perpendicularmente. La más adelantada de las tres líneas era la línea del frente, con un diseño quebrado, casi en zigzag, en un esfuerzo deliberado por escapar del trazado rectilíneo y evitar así enfilaciones y facilitar el cruce del fuego de las ametralladoras defensivas. Delante de la línea del frente, justo después del parapeto de la trinchera, se extendían tres fajas de rollos de alambre de espinos, levantados para dificultar el avance del enemigo cuando éste atacaba por la Tierra de Nadie. Detrás, cavada paralelamente a la línea del frente, estaba la línea B, que constituía la principal línea de defensa adelantada y se encontraba protegida por una faja más de rollo de alambre y por hoyos camuflados con ametralladoras pesadas, en general Vickers. Aún más atrás, la línea C, también conocida como línea de apoyo, donde se situaban los asentamientos de los batallones avanzados. Después de estas tres filas de trincheras, conocidas globalmente por la denominación de primera línea, venía la línea de las aldeas, que conectaba Richebourg, Pont du Hem y Laventie, igualmente protegida por una larga valla de alambre de espinos, y la línea de Cuerpo, que pasaba por Huit Maisons y Lacouture, constituida por varios puntos fortificados que defendían las principales vías de comunicación hacia la retaguardia. Finalmente, a lo largo de la ribera de Lawe, la línea del Ejército, detrás de la cual se encontraban los cuarteles generales y una legión de «pájaros», la expresión peyorativa con la que se aludía a todos los militares dedicados a tareas burocráticas y que de las trincheras sólo conocían las fotografías que veían en las revistas.

Matias percibió un movimiento a su izquierda. Según los reglamentos, estaba prohibido volver la cabeza para otro lado que no fuese la Tierra de Nadie, pero tenía que comprobar que el enemigo no había entrado furtivamente en la primera línea. Al fin yal cabo, las trincheras eran lugares habitualmente desiertos, andando centenares de metros sólo se veía un centinela, por lo que había que identificar cualquier movimiento en aquel sitio desolado. Miró a la izquierda y no vio a nadie. Podría ser el sargento o el oficial de servicio de guardia en la línea del frente, pero tenía que estar seguro. Movió la Lee-Enfield y apuntó, por prevención.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó.

– Tiro. -Esa fue la respuesta-. ¿Contraseña?

– Fuego -dijo Matías, que se relajó y volvió a prestar atención a la Tierra de Nadie.

Un soldado también abrigado con un chaleco de piel de cordero asomó por la trinchera de comunicación La Fone Street, perpendicular a la línea del frente y construida asimismo en sucesivos zigzags, y se presentó en el puesto del centinela. Matias lo vio y reconoció a Vicente, un hombre bajo y fuerte, ancho de cara, con un bigote tímido en la comisura de los labios y unas manos de oro, era carpintero en Barcelos y su habilidad para trabajar la madera había logrado tal fama que todos lo conocían como el Manitas.

– Vengo a sustituirte -anunció Vicente-. ¿Comestá esta mierda?

Vicente era un poco atropellado hablando, disparaba las palabras con una rapidez ansiosa y se tragaba algunas sílabas. A veces resultaba difícil comprenderlo, pero, gracias al hábito, Matias se convirtió en un buen descodificador de sus palabras.

– He tenido una hora tranquila -le respondió-. La ametralladora de los boches abrió fuego hace veinte minutos, pero creo que sólo fue para mantenerme despierto.

– Brrrr, hace un frío que pela…

– Aguanta, Manitas, que ahora voy a cortar un poco de jamón y a ver si me tiro a unas tías en el refugio.

– ¡Vete a freír espárragos, cabrón!

Matias se rio y salió de allí a paso rápido, aliviado: permanecer en la línea del frente ponía nervioso a cualquiera. Es cierto que eran las primeras horas de la tarde y que lo peor era la noche, pero nadie ignoraba que, a la carrera y si no hubiese obstáculos, a los alemanes les bastarían entre quince segundos y dos minutos para cruzar la Tierra de Nadie y aparecer en las trincheras portuguesas, según el punto del frente por donde hicieran la travesía. En algunos sectores, la distancia era de apenas ochenta metros, en otros llegaba a los ochocientos. Cuando alguna vez los alemanes efectuaban un golpe de mano, los centinelas de la línea del frente vivían una experiencia desagradable.

El soldado entró por La Fone Street, tras coger la línea B, paralela a la línea del frente pero cien metros más atrás, atravesó los puestos de las ametralladoras pesadas, unas Vickers MK I rotativas, alimentadas por un cinturón de municiones y protegidas por sacos de arena con una abertura hacia la Tierra de Nadie. Matías cruzó el puesto de los teléfonos y llegó a Ghurkha Road, la siguió hasta Sign Post Lañe, volvió a la derecha y cogió Cardiff Road. Pasó por el albergue de comando y llegó a Euston Post, donde aquel día se había montado la cocina.

– Matos -llamó-. Pásame el cordero asado con patatas a lo pobre y la salsa de caviar.

El cocinero cogió una escudilla.

– Servido, señor marqués -dijo, llenando la escudilla con una sopa aguada y entregándosela al soldado.

Matías cogió un trozo de pan, se sentó sobre la mesa y vio el agua grasosa con verduras flotando en la escudilla blanca.

– Joder, Matos, has puesto demasiado caviar -se quejó, llevándose una cuchara a la boca y tragando despacio la sopa juliana.

Matías, el Grande, era un nativo del Miño con sentido del humor. Venía de Palmeira, una localidad al norte de Braga, y estaba habituado a la comida del Miño, buena y pesada, pero aquí, en las trincheras, no se hacía ilusiones en cuanto a la calidad de la cocina. Su madre hacía sopas de gallina de sueño, suculentas, ricas, sazonadas, salpicadas de cilantros de la huerta, un manjar de los dioses a los que sólo ahora les daba el valor que se merecían. Desde que había llegado a Francia, como integrante del batallón de la Infantería 8 de la Brigada del Miño, Matías, el Grande, pocas veces había vuelto a comer bien. Solía soñar con las sopas secas, las albóndigas, las orejas y el revuelto de morcilla, además de los deliciosos postres como los bollos, las brisas y las roscas, sin hablar de las fabulosas molarinhas. [6] Pero allí, en las primeras líneas, aquéllas no eran más que fantasías cruelmente alimentadas por la memoria de los días que, aun siendo de miserias y llenos de carencias, vistos desde aquella perspectiva parecían hartos y opulentos. Tal como la mayoría de sus compañeros, Matias adelgazaba medio kilo por día cuando ocupaba las trincheras, y sólo al volver a las aldeas de la retaguardia, una semana después, lograba recuperar el peso.

No obstante, si hubo algo que aprendió en aquel lugar, fue a darle valor a las pequeñas cosas. Las más sencillas le proporcionaban ahora momentos de inexpresable alegría. Disfrutaba de los instantes de silencio, saboreaba con gusto cualquier alimento, incluso el recurrente corned-beef le sabía casi tan bien como unos torreznos a la moda del Miño, se complacía con el calor del aguardiente repartido a los centinelas y que le ardía en las entrañas y le quemaba la sangre, se deleitaba con los instantes en que no tenía tareas atribuidas y se empeñaba aplicadamente en recuperar la falta de sueño o en soñar con el aire perfumado de los montes del Miño, con las aguas frías del este congelándole los pies y atizándole el fuego de la pasión. Durante una marcha, hasta una parada de medio minuto le daba placer. Como cualquier otro soldado del CEP, Matias había aprendido a vivir para el presente, para el momento, vivía como si no existiese mañana, como si no tuviese futuro, como si el tiempo se le escapase, como si la muerte pudiese llevárselo a la semana o incluso al minuto siguiente.

Después de comer su ración de corned-beef y de tomar el té, que bebió con los ojos cerrados, salió de la cocina y volvió a La Fone Street hasta llegar a la línea C, quinientos metros atrás de la B y completando las tres líneas de trincheras que constituían la primera línea. En la línea C se cruzó con elementos de la reserva del batallón y fue a la zona de las letrinas. El olor a excremento, siempre presente en las trincheras en general, y en las portuguesas en particular, era aquí más intenso. Matias cogió un cubo, cerró la puerta de la letrina, defecó en el cubo mientras agitaba la mano para ahuyentar las moscas de su cara, enormes moscardas azules que se desplazaban en una nube ruidosa, zumbando ensordecedoras, ávidas de podredumbre. Cuando terminó, el soldado se incorporó y comprobó el color de las heces, que estaban algo líquidas, se preguntó si no tendría disentería, buscó señales de la diarrea tan frecuente en las trincheras, pero no las vio; al fin y al cabo, no le dolía el estómago ni vio sangre en los excrementos. Aun así, tomó nota mental para vigilar la próxima evacuación, se limpió con un periódico, en este caso una página deportiva de Le Petit Journal, salió de la letrina, cogió el cubo y lanzó los excrementos a la fosa, guardó el cubo, vio que unas gotas de las heces le habían salpicado el dorso de la mano derecha, echó pestes, se limpió, frotándose fugazmente la mano en la tela de los pantalones, y bajó rápidamente por la línea C hasta el refugio de su pelotón.


El puesto de comando de la segunda compañía de la Infantería 8 de la Brigada del Miño se había transformado en un verdadero despacho. Arrimado a la pared de Grants Post, se encontraba el catre de alambre para el oficial de guardia. Al lado, algunas cajas colgadas como estantes para almacenar lo que fuese necesario; aquí y allá se veían velas de estearina y, junto a la entrada, una caja de municiones que servía de mesa, con un banco.

Sentado a la mesa, en la que unos trapos raídos disimulaban el rudo aspecto de la caja, el capitán Afonso Brandão preparaba el informe de las tres de la tarde sobre la situación en el sector bajo su comando y sobre el viento, información esta última considerada relevante para evaluar la posibilidad de que el enemigo lanzase gases tóxicos. Por casualidad, aquel día 22 de noviembre, el viento venía del este, siendo por ello propicio para que los alemanes utilizaran armas químicas. El documento que el capitán ultimaba era el quinto del día. Por lo menos, nadie podía acusar al CEP de ignorar la burocracia. Era ayer cuando Afonso había llegado a las trincheras, después de la intrigante noche en al Château Redier, y lidiaba ahora, en pleno frente de guerra, con los papeles de la compañía a su cargo.

A las seis de la mañana ya había enviado el «documento de las operaciones y de las informaciones», en el que describía la ocupación de las trincheras, el número de cartuchos consumidos por las ametralladoras, las patrullas, las obras de reparación de las trincheras bombardeadas, la visibilidad, la actividad visible del enemigo, la acción de sus ametralladoras y granadas, los sitios alcanzados, el movimiento de los aeroplanos y otras informaciones. Este primer documento era sin duda el más importante, pero había más. A las diez de la mañana, Afonso había telegrafiado para comunicar las bajas de las últimas veinticuatro horas, y al mediodía había remitido el informe de los trabajos y requisiciones. El próximo informe sería a las cuatro de la mañana, con datos sobre el viento y la situación en las trincheras. El problema es que el papelerío no acababa ahí, y el capitán suspiró con desaliento al recordar que aún tendría que leer con atención la circular 22.753, enviada por la brigada para clarificar la circular 12.136 de la 2a División, la cual, por otra parte, era una ampliación de la circular 9.227 del CEP, con nuevas indicaciones para los soldados sobre el modo de colocarse y quitarse las máscaras, ya fuera de pie, acostados, en marcha, quietos, dormidos o despiertos.

– Afonso -llamó una voz detrás de él.

El capitán volvió la cabeza y vio al mayor Gustavo Mascarenhas, el antiguo compañero de la Escuela del Ejército que ocupaba el cargo de segundo comandante de la Infantería 13, de Vila Real, una de las dos unidades tramontanas presentes en Flandes, integradas también en la 2a División.

– Entra -le invitó Afonso, volviendo su atención al documento que estaba terminando-. ¿No deberías estar preparando tu informe?

– Ya lo he acabado -dijo Mascarenhas, que bajó la cabeza y se sentó en el catre-. Tengo una sorpresa para ti.

– Cuéntame -pidió Afonso sin levantar los ojos de su informe.

– Lisboa nos ha mandado un oficial flamante.

Afonso interrumpió su tarea y alzó la cabeza.

– No me digas -sonrió, mirando a su amigo-. ¿Y quién es el angelito?

– Un tal capitán Resende.

– ¿De dónde es?

– No lo sé -dijo Mascarenhas con una mueca de la boca-. Como viene al 13, debe de ser tramontano.

– Y todavía dicen que el 13 da mala suerte -soltó Afonso-. Tenemos una enorme escasez de oficiales y vosotros conseguís un refuerzo. ¿Cuándo viene a las trincheras?

– Esa es la cuestión -dijo Mascarenhas, nervioso-. Llega dentro de un rato, mi ordenanza ya ha ido a buscarlo.

– Hombre, ¿y ahora me lo dices? -lo reprendió Afonso-. ¡Vamos a recibirlo como corresponde!

– Eso, Afonso, por eso he venido a avisarte.

Afonso se levantó y observó por la puerta del puesto en busca del ordenanza.

– Joaquim -llamó.

– ¿Mi capitán?

– Dentro de un rato llega un oficial nuevo -le anunció-. Tenemos que recibirlo. Avisa a la gente y dile que se prepare para el número de costumbre.

– Enseguida, mi capitán -dijo Joaquim, que le hizo la venia antes de bajar a la carrera por la segunda línea.

Afonso y Mascarenhas salieron del puesto de comando de la segunda compañía de la Infantería 8, en Grants, entraron por la Winchester Road y cogieron la Rué Tilleloy hasta Baluchi Road, la trinchera de comunicación por la que siguieron hasta girar en Cardiff Road y llegar a la línea de apoyo, en el sector de Euston Post. Allí se acercaron al muro de piedra y esperaron al oficial recién llegado.

El capitán Resende apareció en el lugar diez minutos después, guiado por el ordenanza del mayor Mascarenhas. Afonso y Mascarenhas lo vieron acercarse por la larga Rué de la Bassée y lo observaron por anticipado con mal disimulado placer. Llevaba el uniforme inmaculadamente lavado, el casco de hierro muy bien calado y ajustado bajo la barbilla, la máscara antigás colgada del cuello y muy derecha, como exigía el reglamento. Su porte era majestuoso y altivo, las botas relucientes, aunque ya con algo de barro en la suela. Sólo la barriga prominente afeaba la majestuosa postura marcial.

Cuando se encontraron, los tres hicieron la venia y después se dieron la mano.

– ¿Preparado para la vida en las trincheras, capitán? -quiso saber Afonso.

– Ni por asomo -dijo Resende-. Hace apenas quince días caminaba por el Rossio y, fíjese, ahora estoy aquí, por sorpresa, sin ninguna preparación, he entrado en la guerra en menos que canta un gallo.

– ¡Vaya, hombre! -exclamó Mascarenhas-. ¿En el Rossio? ¿Qué hacía usted en el Rossio?

– Bien -se cohibió Resende-. Estaba de paseo, supongo. Subía a la Casa Havaneza a comprar tabaco.

– ¿A la Havaneza? -se asombró Mascarenhas-. Pero ¿de dónde es usted?

– Soy de Paço d'Arcos.

– ¿De Paço d'Arcos? -se sorprendió aún más el mayor-. Pero ¿qué está haciendo usted en la 13, que es una unidad de Tras-os-Montes? Debería estar en la 6a Brigada, la de Lisboa, donde se encuentran el 1, el 2, el 5 o el 11.

– Puede parecerle un poco extraño, mayor, pero no tengo nada que ver con Tras-os-Montes y he sido enviado con urgencia al 13 -se justificó el capitán-. Voy a donde me mandan.

El mayor Mascarenhas se acarició el bigote con los extremos terminados en punta.

– Es el maldito problema de la escasez de oficiales -le comentó a Afonso-. Como ya vinimos pocos y vamos perdiendo hombres por culpa de los boches y de las enfermedades, ahora mandan lisboetas a nuestros batallones tramontanos.

– Mi mayor -observó Resende-, quien lo oyera hablar pensaría que me está descalificando…

– De ninguna manera, de ninguna manera -se dio prisa en aclarar Mascarenhas-. Sea bienvenido al batallón de la Infantería 13 y a las trincheras del CEP. Estamos instalados en Ferme du Bois; el capitán Brandão, que es del 8, de Braga, se encuentra defendiendo la línea de Neuve Chapelle. El 8 pertenece a la Barrigada del Miño.

– ¿Barrigada del Miño? -se sorprendió Resende.

– Qué gracioso… -comentó Afonso, revirando los ojos.

Mascarenhas se rio.

– La gente llama Barrigada del Miño a la Brigada del Miño. Pero, como ve, los nativos del Miño están todos fastidiados.

Los tres oficiales y el ordenanza bajaron por la Rué de la Bassée y se dirigieron a la Edgware Road, entraron por ésta y subieron, más al fondo, por la Baluchi Trench. Afonso se adelantó un poco, guiándolos hacia la línea B de su sector, donde, si Joaquim había cumplido bien las instrucciones que le diera, los esperaba el recibimiento al recién llegado.

Cuando desembocaron en la línea B, Afonso, induciendo al capitán Resende a error, advirtió:

– Estamos en la línea del frente, el enemigo se encuentra a doscientos metros.

Era mentira, claro, pero había transmitido la información con un tono grave e imponía respeto. Una voz de centinela tronó en el aire.

– ¿Quién viene?

Afonso se llenó los pulmones.

– ¡Meo! -gritó-. ¿Contraseña?

– ¡Mierda!

Afonso volvió la cabeza hacia atrás y observó a Resende, que lo miraba con los ojos desorbitados.

– Vamos, podemos pasar.

Resende estaba perplejo.

– ¡Arre! -exclamó-. Vaya contraseñas que tienen ustedes…

– ¡Chis! -indicó Afonso, llevándose el dedo a la boca para exigir silencio.

– ¡Silencio total! -ordenó Mascarenhas, reforzando el mensaje.

El capitán Resende se encogió en el abrigo, intimidado por lo opresivo del ambiente. Una ráfaga de ametralladora rasgó el aire. No se le había advertido al recién llegado que se trataba de una Lewis portuguesa, previamente preparada para abrir fuego a una señal de Joaquim. Mascarenhas dio un brutal empujón al capitán Resende, quien resbaló sin control en el estrado hasta caer de rodillas en el barro. Los otros oficiales y respectivos ordenanzas se acercaron también al parapeto, agachados. Nueva ráfaga de ametralladora.

– ¡Capitán! -llamó Mascarenhas, dirigiéndose a Resende-. ¡Túmbese allí, deprisa!

«Allí» era un charco de barro. Resende miró, vaciló, pero consideró que estaba en tierra extraña y que sus compañeros sabían lo que hacían; así pues, se arrojó sin más al barro. Mascarenhas y Afonso lo vieron revolcarse con entusiasmo en el charco viscoso, el impecable uniforme lavado convertido en una papilla repugnante, y volvieron la cabeza para reír en silencio, con los hombros convulsos por las carcajadas contenidas. Cuando se recuperaron, Afonso cerró los ojos y, en un titánico esfuerzo para no traicionarse, llenó los pulmones de aire y gritó en voz muy baja:

– ¡Boches! ¡A los refugios!

El grupo desapareció en un instante por la maraña de trincheras y de hoyos, dejando a Resende solo, chapoteando en el barro. El capitán se volvió hacia todos lados y no vio a nadie. Con los ojos muy abiertos, aterrorizados, miró hacia arriba en busca del temible enemigo, el boche maldito. Se incorporó y se apoyó en el parapeto, acorralado, sin saber qué hacer, llevando la mano trémula a la pistolera. El momento de suprema desorientación duró largos segundos; luego reapareció Afonso.

– Falsa alarma -explicó lacónicamente-. Venga por aquí.

El capitán Resende suspiró de alivio y lo siguió, transpirando a pesar del frío. Mascarenhas y los dos ordenanzas se unieron a ellos, todos con cara de circunstancias. Pasaron frente a un árbol carbonizado y Afonso señaló el tronco.

– ¡Golpee aquí! -le dijo a Resende.

– ¿ Cómo?

– ¡Golpee aquí, hombre! -ordenó.

El capitán novato, obediente, aunque sin entender el propósito de la agresión al tronco quemado, levantó el bastón y golpeó el árbol. El impacto produjo un sorprendente sonido metálico y el tronco soltó un grito.

– ¡Cuidado, no seáis bestias!

Resende dio un salto, estupefacto. El árbol hablaba. Afonso y Mascarenhas se echaron a reír.

– Hombre, éste es un puesto de observación, camuflado como si fuese un árbol -explicó Mascarenhas-. Se llama Beto, es uno de los árboles de hierro que tenemos aquí.

– Ustedes se están burlando de mí…

– Pues, ¿qué quería usted? -se justificó Afonso-. Este es nuestro tradicional recibimiento al novato en las trincheras. No me diga que no es una maravilla…

– ¡Váyanse al cuerno!

Los dos oficiales se rieron.

– Así caen todos -comentó Mascarenhas-. Cuando entramos por primera vez en las trincheras, los tipos de la 1a División nos hicieron lo mismo. Venga con nosotros hasta el puesto de comando, vamos a bebemos un oporto y a superar el mal rato.

Y allá fue el capitán Resende, con el bigote deshecho, el uniforme convertido en una amalgama de barro oscuro y húmedo, las botas cubiertas de tierra, arrastrándose penosamente por la trinchera sucia y maloliente, con la esperanza de saborear una dulce copa con sabor a Portugal.


La entrada al refugio del pelotón era un simple agujero abierto junto a la base del parapeto, con varias tablas clavadas y sacos de arena que contenían el barro gris que porfiaba por infiltrarse por las rendijas. Matias, el Grande, se metió en el recinto, sintiendo las tablas de la escalera crujiendo a cada peldaño. El refugio estaba iluminado por mariposas y se veía a varios hombres tumbados o sentados que pertenecían a su reducido pelotón. Algunos dormían, uno fumaba, otro sacaba piojos de su chaleco de piel de cordero, uno más leía una carta en una pose poco habitual: al fin y al cabo, era raro encontrar a alguien que supiera leer en aquel universo de analfabetos, hombres rudos de la sierra y del campo que crecieron trabajando la tierra y cuidando a los animales, y cuya única educación era la que les había dado la vida. Matias puso la mano en el hombro del soldado que leía la carta.

– Daniel -dijo.

El hombre, delgado, canijo y con ojeras, levantó la cabeza. Tal como Matias, más alto y fuerte, llevaba la barba cortada al rape, lo que distinguía a los soldados del Miño del resto de la tropa portuguesa.

– ¿Y? -saludó Daniel.

– Todo en orden, voy a ver si corto jamón.

– ¿Algún inconveniente?

– No, el tiroteo de costumbre, nada más.

– ¿Ya has manducado? -quiso saber Daniel.

– Caviar -dijo Matias, que dirigió sus ojos hacia la carta-. ¿Noticias de tu mujer?

– Sí -respondió Daniel, que volvió su atención de nuevo al papel garrapateado que tenía en sus manos.

– ¿Alguna novedad de la tierra?

Daniel, tal como Matias, era de Palmeira. Habían salido juntos de juerga, labraron campos para el mismo patrón, fueron a la vendimia, eran uña y carne en las trincheras. Daniel, como es común entre los nativos del Miño, era muy religioso y hasta lo llamaban «el Beato». Había aprendido a leer con el párroco, era la única forma de entender la Biblia. Matias, menos dado a misticismos, nunca encontró grandes motivaciones para aprender. Además, sus padres lo obligaron muy pronto a labrar la tierra, no querían la carga de alimentar una boca más que se mantuviese improductiva. Como resultado, acabó analfabeto.

– Las cosas van bien, pero ella se queja de que el pequeño es un diablo.

– Un boche.

– Un boche -asintió Daniel, que sonrió.

Una rata gorda corrió sin rumbo cierto por el refugio; pasó a un palmo de la tabla de Matias y dejó tras de sí un rastro fangoso. El soldado observó cómo se metía en un agujero abierto en las paredes de barro.

– ¿Algo más? -preguntó, mirando de nuevo a su amigo y esperando noticias de Palmeira.

– El perdiguero de la Assunta ha tenido crías; al Zelito le ha dado un berrinche y quiere un perrito.

– Mira, a mí me gustaría tener un perro. -Matias se rio-. ¿Has visto a Fritz llegar a mi puesto y tropezarse con un perdiguero?

Daniel se quedó pensativo.

– Yo, si tuviese un perro, prepararía ahora mismo unos filetes -exclamó-. Dicen que a los chinos les encanta.

– Estás loco -dijo Matias, tirando de una manta-. Los gringos, si lo supiesen, dejarían de hablarnos. Adoran a los perros.

– ¿Dejarían de hablarnos? -replicó Daniel-. Y a mí qué, si no entiendo nada de lo que dicen.

– Oye, Daniel, anda y que te zurzan -concluyó Matias, que, sacudiendo la manta para limpiarla de los parásitos y las pulgas, se acostó sobre la tabla mojada y fangosa.

– Anda y que te zurzan a ti.

– Me voy a dormir, a dormir y a soñar con alguna hembra -soltó Matias, con la cabeza ya bajo la manta-. En el estado en que estoy, hasta la Assunta me venía bien. La Assunta y el perdiguero.

– Eres un guarro.

– Cállate, ahora voy a encontrarme con ella y a soñar que estoy tratando del asunto con Assunta.

Sintió que la humedad le helaba la espalda; el barro de la tabla se mezclaba con el uniforme sucio y empapado. Echó pestes en voz baja. Odiaba aquel mar de barro, no había forma de habituarse a él, detestaba dormir con la ropa mojada, el frío se le pegaba a la piel y le calaba hasta los huesos. Pensó que un día no podría evitar pillarse una neumonía, pero ese pensamiento se fue disipando y se convirtió repentinamente en un sueño. Se había dormido.

El puesto de comando de Grants estaba húmedo. Afonso arrastró el catre hasta la caja de municiones para permitir que sus invitados se sentasen. Se agachó para buscar la caja con las bebidas y, aún encorvado, volvió la cabeza hacia Resende.

– ¿Usted quiere probar un whisky?

– ¿Un qué?

– Un whisky.

– ¿Qué es eso?

– Es una especie de aguardiente escocés.

Resende meneó la cabeza.

– No quiero saber nada de esos brebajes de los gringos. Mejor deme un buen oporto.

Afonso puso la botella en la mesa. Era oscura, el cristal sucio y sin etiqueta; repartió tres vasos y echó un dedo de licor en cada uno. Los tres oficiales alzaron los vasos.

– ¡Salud!

Después de dar el primer trago, Resende se acomodó en el asiento.

– Entonces, ¿cómo está la vida por aquí? -quiso saber.

El mayor Mascarenhas cogió una caja blanca, tenía la marca Embassy escrita en rojo, y sacó de allí un cigarrillo, era un paquete que venía en las raciones inglesas.

– Aquí no se vive, hombre -dijo, encendiendo el cigarrillo-. Aquí se sobrevive.

– Me imagino.

– Poco puede imaginar -interrumpió el mayor-. Pero se dará cuenta muy pronto. Lo que intentamos es pasar inadvertidos, provocar a los boches lo menos posible e ir tirando.

– ¿Ha habido muchos combates?

– Nada de eso -dijo Mascarenhas con una mueca de la boca, echando una bocanada gris del Embassy-. Nada que se compare con lo que ocurre con los ingleses, ahí sí que hay combates a tope.

Mascarenhas miró a Afonso, que se sintió obligado a retomar la explicación.

– Tenemos sobre todo duelos de artillería, misiones de patrulla en la Tierra de Nadie, tiros de sniper, ráfagas de ametralladora, esas cosas que dan encanto a la vida en las trincheras -dijo Afonso-. Las patrullas en la Tierra de Nadie acaban a veces a tiros, y ya hemos perdido a algunos hombres. Pero combates en serio, de esos de envergadura, hemos tenido sólo cuatro. El primero fue en junio, con la gente del 24, de Aveiro, que estaba aún despistada. Se lanzó un ataque a las líneas alemanas con treinta hombres, pero las cosas no salieron muy bien.

– ¿Por qué?

– Éramos aún inexpertos, estábamos en pañales y nos topamos con unos que ya estaban de vuelta de todo -dijo-. Además, un oficial del 24 me contó que se habían quedado con la impresión de que los boches ya sabían que iba a haber un ataque.

– ¿Cómo lo sabían? -se sorprendió Resende.

– Qué sé yo. Por espionaje o por medio de algún desertor, algo así. Pero también porque éramos unos ingenuos. Me dijeron que, días antes del ataque, la propia población francesa ya comentaba la operación.

– No puedo creerlo.

– Pues créalo. Sabe cómo es la gente, todo era una novedad, una aventura, y se lo pusieron fácil a los enemigos, se lanzaron a hablar en todas partes de lo que iban a hacer. Resultado: las cosas acabaron mal.

– ¿Y los otros combates?

– Después del desbarajuste del 24 no volvimos a hacer nada más, así que los otros tres surgieron todos de la iniciativa alemana -explicó Afonso-. El primer ataque de esos tipos se dio en agosto, tres semanas después del nuestro. Lanzaron gases y atacaron con centenares de hombres en Fauquissart, llegando a moverse por nuestras líneas, y fue sobre todo la gente del 35, de Coimbra, la que tuvo que aguantarse la andanada. Una semana después, los boches volvieron a atacar, esa vez en Ferme du Bois, pero hubo una buena descarga de la artillería y así se logró impedir que entrasen en nuestras líneas.

– ¿Y el tercero?

– Ese ocurrió hace poco tiempo -dijo Afonso, que miró de reojo a Mascarenhas.

– Hace unos diez días, más o menos -indicó el mayor-. Afectó al personal de la 2a División.

– ¿Los otros no fueron a la 2a División?

– Hombre, ¿usted está en la luna o qué? -le espetó Mascarenhas-. Hemos entrado en las trincheras hace poco tiempo. Poco tiempo, es decir, dos meses que se cumplieron ayer… Y ya nos parece mucho. Pero la verdad es que quienes las han pasado moradas han sido los muchachos de la 1a División, que están combatiendo desde mayo, mientras que nosotros no llegamos hasta el 23 de septiembre. Y sólo hace diez días tuvimos un combate en serio, justamente con ocasión de ese ataque enemigo. Hasta entonces sólo habíamos visto bombardeos y patrullas.

– Los boches tuvieron la mala suerte de haberse topado con la gente de Braga -exclamó, orgulloso, Afonso.

– Ah, ¿fue con ustedes? -se sorprendió Resende, dejando el vaso.

– No -dijo Afonso-. Tenemos aquí dos batallones de Braga, pertenecientes a la Brigada del Miño de la 2a División.

– ¿La Barrigada del Miño?

– La brigada -insistió con el tono de quien no admite bromas con el nombre de su brigada-. Tenemos el 8, que es el mío, y el 29. Fue con el 29.

– ¿Y qué ocurrió?

– Avanzaron al atardecer en Ferme du Bois y entraron en nuestras líneas, pero la gente de Braga los rechazó en un instante.

– Afonso, no estás contando toda la historia -intervino el mayor Mascarenhas con una sonrisa, y apagó en el suelo el cigarrillo inglés.

– ¿Qué historia? -preguntó interesado Resende.

– Ah, unas pequeñeces -dijo Afonso.

– Unas pequeñeces, no -corrigió Mascarenhas-. Algunos hombres abandonaron los puestos y se las piraron, a otros los hicieron prisioneros sin luchar y, para colmo, hubo hasta un comandante que se acobardó de tal modo que ni al día siguiente se atrevió a ir a la línea del frente a saber qué había ocurrido y a mandar reparar las trincheras dañadas.

– Bien, pero la verdad es que, una hora después de haber comenzado el ataque, los boches se las piraron -aclaró Afonso, que defendió así el honor del batallón de Braga, a pesar de no ser el suyo.

– ¡Se las piraron un cuerno! -exclamó el mayor tramontano-. Anduvieron recorriendo nuestra línea del frente, así fue, y sólo se marcharon cuando les dio la gana y con un montón de prisioneros a cuestas; los tipos parecían pastores guiando corderos.

– Disculpa, pero hubo siete menciones y dos promociones por el valor demostrado en el combate -recordó Afonso.

– Sí-interrumpió Mascarenhas, cargado de ironía-. Y un oficial y tres soldados fueron castigados con prisión correccional; además, otro oficial fue amonestado. Debe de haber sido por su valentía.

Afonso se quedó callado y bebió las últimas gotas de su oporto. Se hizo un silencio embarazoso y Resende miró el reloj.

– Ya son casi las cinco de la tarde -observó el lisboeta.

Mascarenhas se puso de pie y los dos capitanes también se levantaron.

– Dentro de poco toca formación -dijo el mayor, mirando a Resende-. Aún me queda ponerlo al tanto de nuestra rutina en las trincheras y de sus funciones.

– Entonces, ¿qué voy a hacer, mi mayor? -preguntó Resende, palpándose de manera inconsciente la barriga, cuyo volumen tenía el futuro seriamente amenazado por la vida en las trincheras.

– Por el momento, será el oficial de guardia a medianoche -indicó Mascarenhas-. Tendrá que efectuar durante dos horas la ronda de los centinelas y no podrá refugiarse en ningún momento. Contará con un sargento con la misma función, pero en sentido contrario. Hay dos formaciones generales, una al amanecer y otra al anochecer. Le corresponde también preparar los informes sobre la actividad en su sector y tendrá que asegurar que sus trincheras están transitables en cualquier momento.

– Muy bien -dijo el capitán lisboeta, previendo siete días de pesadilla y dieta forzada.

– Ahora voy a llevarlo a sus aposentos y a presentarle al personal.

– ¿Aposentos?

– Es un agujero más -corrigió el mayor, que atravesó la puerta y abandonó el puesto de Afonso. Se despidió de su amigo con un gesto-. Hasta luego.

Los dos oficiales de la Infantería 13 bajaron por la trinchera, camino de Ferme du Bois, y el capitán Afonso regresó a completar su informe de las tres de la tarde. Había interrumpido la elaboración del documento para «recibir» al novato y, por ello, enviaría el informe con un gran retraso. Además, era importante no olvidar la lectura de la circular 22.753. El oficial miró el reloj de la mesa y reparó en que señalaba las cinco en punto de la tarde.


Capítulo 4

El equipo de artilleros tenía orden de disparar tres salvas a las cinco de la tarde. A la hora exacta, los hombres cogieron una granada de doscientas noventa libras, cargaron la Howitzer, el jefe del equipo reguló por la mirilla la elevación hasta los cuarenta y tres grados y, cuando estuvo satisfecho, retrocedió.

– ¡Atención!

Los hombres se taparon los oídos.

– ¡Fuego!

La Howitzer dio un violento tirón hacia atrás y vomitó una lengua de fuego por el cañón chamuscado, un trueno ensordecedor llenó el aire y la granada salió disparada hacia las líneas enemigas. El proyectil se alejó con un zumbido siniestro, el silbido fue muriendo en el cielo hasta callarse, se hizo una pausa de varios segundos, una nube silenciosa se elevó del otro lado, se prolongó la pausa. Finalmente, se oyó el lejano estampido de la detonación, eran noticias traídas por el viento que confirmaban que la granada había estallado como estaba previsto. La operación se repitió dos veces, después los artilleros, que no querían estar junto al cañón cuando llegase la respuesta, se recogieron en el refugio.

No hizo falta esperar mucho. Al cabo de unos minutos, una lluvia de granadas comenzó a regar las líneas portuguesas. Los centinelas corrieron a protegerse del fuego lanzado por las Mor- ser alemanas; hasta los observadores camuflados se acurrucaron en las fosas.

Las sucesivas detonaciones despertaron a Matias, el Grande, y a los restantes hombres de la Infantería 8 del sopor del sueño. La tierra temblaba y algunos trozos de barro cayeron sobre su cuerpo. El enorme nativo del Miño se incorporó en la tabla, vio una rata royendo la manta, la sacudió para ahuyentar al animal y se sentó junto a Daniel, el Beato, que temblaba. El refugio estaba frío y húmedo, pero aquél era un temblor nervioso, de miedo. Matías sintió también que sus manos temblequeaban y se puso la manta sobre la espalda, cuidando de que también le cubriese el resto del cuerpo. Una granada estalló cerca y el fragor de la detonación resonó como un tambor. Al temblor de las manos se añadieron los sudores fríos. La decena de hombres que se apiñaba en el refugio sufría en silencio, bañados su rostros en sudor, todos sentados mirándose unos a otros o fijando los ojos en el infinito o en las paredes embarradas del refugio. Daniel era el único con los párpados cerrados, mientras sus labios murmuraban una oración rápida y siempre repetida cuando llegaba al final, haciendo así justicia a su apodo: el Beato.

– DiostesalvemaríallenaeresdegraciaelSeñorescontigoybenditatúeresentretodaslasmujeresybenditoeselfruto…

Escuchando la oración que su amigo susurraba como una letanía, entre el estruendo y los zumbidos de la artillería, Matías se acordó con una sonrisa amarga de la decepción que sintió cuando llegó por primera vez a las trincheras, dos meses antes, en septiembre de 1917. Imaginaba antes que la guerra era una gran aventura, repleta de acción y emoción, y se quedó sorprendido por el volumen de trabajo rutinario y de soporífero tedio que poblaba la vida en las líneas. Gran parte del día estaba dedicado a trabajos de diversa índole. Los hombres cargaban municiones y vituallas, llenaban sacos de arena, reparaban vallas y redes de alambre de espinos, cavaban huecos, realizaban drenajes, clavaban tablas en los parapetos, reforzaban paredes, hacían limpieza, siempre con el estómago que se encogía de hambre y el cuerpo que temblaba de frío. El agotamiento era tal que Matías comenzó a concluir que hacía trabajo de siervo en condiciones de esclavo y viviendo como un hombre de las cavernas.

Cuando se produjeron los primeros bombardeos pesados fue una alegría, los lanudos parecían unos chicos traviesos, estúpidamente entusiasmados por el espectáculo prodigioso que iluminaba la noche. En aquel momento, todo sonaba a novedad, había incluso quien salía de los refugios para observar lo que sucedía, la acción parecía excitante, palpitante, tremenda, se disparaba la adrenalina, la guerra era un alucinante juego de luces, colores, sonidos y emociones fuertes. Se sentían extrañamente invulnerables, turistas en un inofensivo paseo, actores en una aventura emocionante. Matías pensaba entonces que las granadas no apuntaban a él, que las balas pasarían siempre al lado sin alcanzarlo, y se sorprendía cuando veía a los tommies meneando la cabeza, estupefactos ante la alegría infantil de los lanudos. Pero cuando empezó a ver morir a sus camaradas, pedazos de carne desparramados por el suelo y miembros mutilados a su alrededor, todo cambió, la muerte dejó de ser abstracta. Lo que inicialmente no parecía otra cosa que una fantasía irreal se convirtió ahora en peligro letal, dejó de ser broma y comenzó a ser pesadilla. Llegaron los temblores, el sudor, el horror, la impotencia. Matías empezó gradualmente a comprender que la guerra estaba hecha en un ochenta por ciento de tedio y rutina, en un diecinueve por ciento de frío polar, pero en un uno por ciento de puro horror, el mismo horror que en aquel momento lo paralizaba, a él y a sus compañeros. Huir de ahí estaba descartado, aunque los reglamentos militares lo permitiesen. Los refugios lo acorralaban, es cierto, pero siempre ofrecían alguna protección. Fuera, bajo la tempestad de acero y de fuego, sospechaba que no sería posible sobrevivir mucho tiempo.

– Los cabrones de los «pájaros» deberían estar aquí -rezongó Vicente, el Manitas, que había acabado hacía una hora la ronda de centinela e intentaba ahora apartar la atención del bombardeo pesado que continuaba en el exterior.

Vicente era el que más protestaba entre los soldados del grupo, no perdía oportunidad de flagelar a los oficiales con palabras cargadas de rabia, pero la verdad es que se limitaba a expresar de viva voz lo que otros pensaban sin decirlo. El resentimiento de los soldados con respecto a los oficiales y la multitud de militares con tareas exclusivamente burocráticas era profundo; además constituía un tema recurrente en sus conversaciones. Los soldados formaban una comunidad cerrada, unidos por una miseria extrema, tenían conciencia de ser carne de cañón y se sentían olvidados por el país y pisoteados por sus jefes.

– Tenemos que aguantar -comentó Matías lacónicamente, apretando los dientes para controlar el miedo.

– Nosotros hundido'en la mierda y ellos en sus refugios con camas, viviendo a lo grande en los cuarteles generales junto al fuego de la chimenea, disfrutando a tope de las juergas con las demoiselles, atiborrándose en los comedores con sus raciones de carne de vaca, bebiendo tinto servido en copas de cristal y durmiendo en sábanas lavadas y perfumadas -enumeró Vicente con un rictus de desprecio.

Se acercó otro lanudo, casi gateando por el suelo fangoso del refugio. Era Baltazar, un serrano de Gerés que solía estar gordo; ahora, con la piel arrugada y el pelo prematuramente canoso en las sienes, mostraba un aspecto envejecido y ya lo llamaban «el Viejo». Sintiendo una especie de comunión del miedo, que lo llevaba a buscar a los hombres que con él sufrían, decidió animar el diálogo, sazonándolo con detalles sobre las demoiselles, una manera eficaz de abstraer la mente del bombardeo.

– El otro día, en Saint Venant, vi incluso a una mujer saliendo del cuartel general -dijo Baltazar-. ¡Qué categoría!

Se callaron, imaginándola. Cualquier noticia sobre la aparición de mujeres causaba siempre sensación.

– ¿Estaba buena? -preguntó Matias, sabiendo que el Viejo no perdía ocasión de usar la palabra «categoría», su expresión favorita desde que la oyera de boca de un oficial.

– Sabes que no soy delicado -dijo Baltazar, el Viejo, encogiéndose de hombros-. En mi aldea, en Pitões das Júnias, me he tirado a hembras mucho peores, con bigote y todo, ¿qué os pensáis?

– Pero ¿cómo era ella?

– Francesa o flamenca, algo pelirroja, grande y llena de carnes -describió con los ojos brillantes.

– ¿Un tanque? -preguntó Matias.

– Un tanque -confirmó el serrano-. Pero se movía con una categoría…

Una sucesión de violentas detonaciones cerca de allí los hizo callar y mirar hacia la entrada del refugio. La tierra volvió a temblar y cayó más barro del techo.

– ¡Joder! -soltó Vicente, el Manitas-. Parece que hoy no paran.

Nuevo silencio dentro del refugio, alterado por los estremecimientos y detonaciones que venían del exterior. Hasta Daniel, el Beato, interrumpió su oración un instante y se volvió, receloso, hacia la puerta del refugio.

– Espero que este antro aguante -dijo Baltazar con fervor, al tiempo que comprobaba la solidez de las paredes barrosas.

– ¡Vamos a morir todos en esta puta guerra! -vociferó Vicente, claustrofóbico, en aquel agujero-. Tengo un presentimiento…

– Esto es un quebradero de cabeza -intervino Matias con expresión tranquila. El hombretón de Palmeira tenía la cualidad de saber ocultar el miedo tras una máscara de imperturbabilidad, sólo lo traicionaba el temblor de sus manos. Matias daba importancia al buen ambiente en el grupo y se esforzaba por calmar a sus compañeros, en especial a Vicente, que era especialmente supersticioso e impresionaba a todos con sus malos augurios-. Pero no pasará nada.

Las trepidaciones hicieron caer nuevos trozos de barro del techo. Los hombres se callaron, mirando hacia arriba con alarma, observando las tablas que sujetaban las paredes del refugio.

– ¡A mí me tiembla hasta el alma! -murmuró Baltazar, angustiado.

– … vientrejesúsruegapornosotrospecadoresahora -proseguía Daniel con los ojos devotamente cerrados.

Pero las paredes resistieron y, minutos más tarde, los soldados retomaron la conversación.

– Me gustaría ver a los oficiales metidos aquí -rezongó Vicente-. Cuando las cosas se ponen jodidas, se las piran todos.

– Como metidos en garlitos -observó Baltazar-. Se encierran en refugios de cemento y nosotros tenemos que aguantarnos las bombas.

Cuando empezaron a sentir verdadero horror por los bombardeos, estos momentos los dejaban sin habla y sin reacción, permanecían postrados, encogidos en los refugios, quietos e inquietos. Pero ahora ya habían aprendido a conversar, en un esfuerzo titánico por pensar en otras cosas y no prestar atención a la tormenta de fuego que en el exterior se abatía sobre las trincheras. Llegaron incluso a intentar jugar a las cartas, pero era pedir demasiado, no lograban concentrarse y desistieron enseguida, sus mentes no podían abstraerse en absoluto de la sombra de muerte que se cernía sobre ellos en aquellos penosos momentos de tronar de hierro. Las conversaciones entrecortadas, las frases dichas de un tirón y las palabras pronunciadas como si quemasen eran el límite de su esfuerzo.

– El Viejo prometió hace dos meses concedernos permiso para irnos a Portugal, pero a mí «aún no me ha tocado nada, a pesar de tener derecho» -se quejó Vicente-. Marranos.

– ¿Cómo quieres que vayamos si no nos dejan ir en tren? -preguntó Baltazar.

– Es de risa -exclamó Vicente-. Nos dan permiso pero no nos dejan coger el tren. ¿Qué quiere el Viejo que hagamos aquí con los jodidos permisos? ¿Vamos a disfrutar de ellos con los boches?

El Viejo al que se referían no era Baltazar, sino el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP que, dos meses antes, en septiembre de 1917, había establecido un sistema de quince días de permiso para quien llevase cinco meses en campaña. El general aprovechó para autorizar a los primeros soldados a irse de licencia a Portugal. En octubre, el ministro de Guerra aumentó el tiempo de licencia a veinte días y permitió que los soldados hiciesen el viaje en tren a través de España, a falta de barcos que efectuasen la conexión, pero suspendió ese privilegio poco después. No habiendo otro medio de transporte, la prohibición de usar los trenes se tradujo, en la práctica, en la de disfrutar los permisos en Portugal. El general Tamagnini comprobó también que, de todos los soldados autorizados en septiembre a ir a Portugal a pasar dos semanas de vacaciones, ni uno solo había regresado al CEP. En noviembre se otorgó un mes más de permiso, pero, como no había barcos de transporte y el comandante del CEP sospechaba que cualquier soldado de licencia en Portugal era un soldado perdido, todo quedó en agua de borrajas. Estaban dadas las condiciones para el desorden. En las trincheras comenzó en ese momento a crecer un clima de enorme descontento entre la tropa, una sublevación aún sorda de quien se veía con la oportunidad burocrática de disfrutar de la licencia, pero que no tenía la posibilidad real de ejercer ese derecho.

Se oyó una sucesión más de detonaciones cerca del refugio. Las granadas pasaban tan cerca que hasta se distinguían los zumbidos, algunos cortos, otros alargados. Todos se callaron y, por momentos, volvió el silencio dentro del lugar.

Pero no por mucho tiempo.

– Los cabrones no paran -apuntó Vicente, aprovechando la primera pausa de aquella sucesión de estallidos-. Comenzaron hace media hora… y los cabrones no paran.


Abel sudaba a chorros en el puesto de centinela de la línea del frente, cerca de Punn House, en Nueve Chapelle, a pesar de la temperatura glacial que duraba varias semanas. El soldado había comenzado la guardia a las cinco de la tarde, justo al iniciarse el bombardeo, y no veía la hora de terminar el turno y recogerse en el refugio, el aire exterior no le parecía saludable.

Las ratas corrían desesperadas por las trincheras, huyendo de los sucesivos puntos donde se producían detonaciones. Los alemanes barrían con bombas las posiciones portuguesas y Abel, el Canijo, tenía prohibido por el reglamento buscar refugio. Abel era un agricultor delgado de Gondizalves; sus manos callosas de trabajar la tierra pasaron de la ruda azada a la suave Lee-Enfield. Sabía que un centinela no podía abandonar su puesto y no tenía cómo refugiarse. A falta de algo mejor, se arrimó a la base de la trinchera, junto a la pared anterior, y se quedó tumbado en el barro, para evitar así las esquirlas de metal y de piedra que, con la lluvia de barro provocada por cada explosión, volaban por todas partes, y allí se quedó casi toda la hora del turno.

Por definición, las trincheras son lugares desagradables. Pero allí, en el sector de Lys, la incomodidad llegaba al extremo debido a las características del terreno. Las posiciones ocupadas por los portugueses estaban formadas de tierras bajas y arcillosas; bastaba excavar cincuenta centímetros para encontrar agua. En la época del deshielo o de las lluvias, los tubos de drenajes que cruzaban las líneas rebosaban, y producían inundaciones generales. Eso significaba, en la práctica, que, al contrario de la mayor parte de las trincheras, las líneas portuguesas no podían ser excavadas en profundidad, so pena de transformarse en verdaderas piscinas. Por ello, la parte excavada nunca excedía los sesenta centímetros. Las paredes de los parapetos estaban formadas por sacos de arena o de tierra amontonados por encima del nivel del suelo, una solución menos segura, pero la única que se revelaba práctica en aquellas circunstancias. Aun así, el barro llegaba hasta las rodillas en casi todas las trincheras portuguesas durante el periodo de las lluvias o del deshielo, y no era un barro cualquiera. Se pegaba al cuerpo como cola y no era la primera ni la segunda vez que los soldados perdían allí las botas. Abel se quedó una vez con los pies prendidos a aquel barro oscuro, intentó hacer fuerza con las piernas y también éstas se quedaron pegadas. Permaneció allí durante media hora, en una posición ridícula, los pies y las manos clavados al suelo, y sólo pudo salir cuando un compañero excavó el barro con pala.

Cerca de las seis de la tarde, a punto de cumplirse el final del turno del centinela, apareció el sargento Rosa, con la misión de inspeccionar la línea del frente, y se agachó junto a Abel.

– No se puede andar por aquí en medio de las marmitas, hace daño a la salud -^ironizó el sargento entre dos bocanadas de aire para retomar el aliento-. Oye, Canijo, ¿has vigilado desde el parapeto?

– Sí, mi sargento -mintió Abel.

– ¿No has visto ningún movimiento en la Avenida Afonso Costa?

Era el nombre que le daban a la Tierra de Nadie.

– No hay nada.

Una de las obligaciones de los centinelas era controlar el parapeto de la Tierra de Nadie, con el propósito de comprobar si el enemigo estaba avanzando. Como el bombardeo se prolongaba y mostraba una intensidad anormalmente elevada, la vigilancia tenía que ser mayor, dado que estos fuegos de artillería servían por norma para suavizar el terreno y preparar una embestida de la infantería. Pero Abel, el Canijo, se sentía demasiado aterrorizado y no se atrevía a alzar el cuerpo para observar el territorio hostil.

– Dentro de un rato, cuando venga el Beato a reemplazarte, no quiero que te marches -ordenó el sargento-. Tal como se están poniendo las cosas, me parece mejor que haya dos centinelas.

Era una mala noticia, pero Abel intentó disimular su decepción. Quería desesperadamente guarecerse en el refugio, donde estaban el resto de los compañeros, y el prolongamiento del servicio de centinela, aunque natural en aquellas circunstancias, implicaba que seguiría exponiéndose penosamente y sin defensas al bombardeo. La única protección era la atención que prestaba a los sonidos de los diferentes proyectiles. Con la experiencia que había adquirido, Abel, tal como la mayoría de la tropa que prestaba servicio en las trincheras, ya había aprendido a reconocer el ruido de las bombas alemanas antes de que estallasen, llegando incluso a adivinar la dirección y la distancia a la que caerían por el tipo de zumbido que provocaban. En esas circunstancias, si distinguía un silbido indicador de que el proyectil caería encima de él, Abel ya había planeado lanzarse hacia el otro lado de las curvas en zigzag de la línea del frente. Era una protección frágil, pero la única de la que disponía, a cielo abierto, en el puesto de centinela.

Para alarma de los dos hombres acurrucados junto a Punn House, un indicio semejante llegó a sus oídos. Ambos se acurrucaron en el suelo y se protegieron la cabeza con las manos, y una brutal explosión sacudió el aire, levantando barro y piedras y haciéndoles llegar un vaho caliente y una lluvia de pequeños proyectiles. Medio aturdido, Abel alzó la cabeza y se dio cuenta de que la bomba había caído en la trinchera de comunicación, justo al lado, y que parte de la pared se había desmoronado. El sargento Rosa también alzó los ojos y vio la nube de humo que subía desde la trinchera situada a cinco metros de distancia. Se volvió hacia Abel y comprobó que éste tenía sangre en el hombro derecho.

– Estás herido, Canijo -dijo, examinando el hombro del centinela.

Abel miró y vio la herida.

– Joder.

– ¿Te duele? -preguntó el sargento, hurgando ya en el botiquín de primeros auxilios en busca de una venda.

– No -murmuró el soldado, meneando la cabeza-. Tal vez es mejor ir al puesto médico.

– No digas disparates -replicó el sargento Rosa-. Irás, pero no antes de que acabe el bombardeo. No tienes más que unos arañazos de esquirlas de piedra, no es nada grave. Lo vendamos y ya está.

Un olor a manzanas asadas los paralizó en medio de la conversación. Alzaron los ojos y vieron una nube amarillenta que se acercaba, como si fuese un vapor suspendido en el aire y empujado suavemente por la leve brisa que soplaba desde las líneas enemigas.

– ¡Gas! -exclamó el sargento.

Los dos hombres agarraron las máscaras que llevaban colgadas a cuello y se las pusieron deprisa en la cabeza. Los dientes se cerraron sobre el bocal del tubo, apretaron la pinza metálica que servía para impedir la respiración por la nariz y, con las cintas elásticas, se ajustaron la máscara de tela al rostro. Era muy incómodo, pero no había alternativa. Después de volver a colocarse el casco, el sargento dio un salto hasta la campanilla de alarma antigás y la accionó, para alertar a la tropa sobre la necesidad de que todos utilizasen las máscaras, conocidas como «respiradores». Sabiendo que el gas constituía el anuncio de un eventual avance inminente de la infantería enemiga, Rosa hizo una señal al centinela para que observase la Tierra de Nadie y estuviese atento a cualquier movimiento de los soldados alemanes; después, echó a correr de inmediato por la línea, saltó por encima de los restos desmoronados de la trinchera de comunicación, llegó hasta la línea B, metió la cabeza en un refugio, se quitó un momento la máscara y gritó a los que estaban dentro.

– ¿Qué están haciendo ustedes aquí?

Los hombres lo miraron desde la penumbra del refugio oscuro, turbados. Sabían que, durante un bombardeo, la orden era salir de los refugios que no fuesen sólidos, dado que había una elevada probabilidad de que se desmoronasen, pero los había dominado el temor a enfrentarse a las bombas y a las granadas a cielo abierto.

El sargento se impacientó.

– Todos a la línea del frente, a sus puestos de combate -gritó-. ¡Vamos, ya!

Sin esperar, corrió hacia el refugio siguiente y dio la misma orden a los hombres que se encontraban allí. Entre tanto los del primer refugio, que eran los del pelotón de Matias, el Grande, ya asomaban por la abertura, así que el sargento se volvió hacia ellos y les señaló la línea del frente.

– Distribúyanse por la línea junto a Punn House -ordenó.

– Inmediatamente, mi sargento -respondió Matías, que se acomodó la máscara antigás que había ido a buscar en cuanto oyó la alarma.

Matías, el Grande, siguió a la carrera por la trinchera de comunicación, íntimamente satisfecho por estar moviéndose. No había nada que le diese más miedo que quedarse encerrado en un cubil oyendo las bombas que caían y el temblor de la tierra. En momentos así, percibía una angustiosa sensación de impotencia, de claustrofobia, imaginaba que la tierra le caería encima y moriría enterrado. Pero ahora, corriendo por la trinchera con la escopeta en la mano, al aire libre, se sentía dueño de su destino, era pura ilusión, es cierto, pero la actividad ocupaba su mente y ahuyentaba el miedo a un rincón de su conciencia. Daniel, Baltazar, Vicente y tres hombres más seguían su huella, pero el sargento fue en el sentido opuesto, dirigiéndose al segundo refugio, de donde salían ahora los soldados del segundo pelotón.

– Al puesto de la ametralladora -ordenó Rosa, que los mandó ocupar la posición de la Vickers en la línea B.

Enseguida el sargento, ya jadeante, se metió por la trinchera de comunicación. Sintió que el bombardeo alemán se había mitigado visiblemente, pensó que éste era el momento más sensible, era ahora cuando habría que vigilar mejor la Tierra de Nadie, se preocupó por el tiempo que escaseaba, llegó a la línea del frente y se encontró con los hombres apoyados en el parapeto y con las armas dispuestas, las bayonetas aguzadas en el extremo.

– ¿Novedades? -quiso saber, volviendo a quitarse momentáneamente la máscara antigás para hacer la pregunta.

Los hombres menearon la cabeza, indicando que no había ocurrido nada. Estaban todos con las máscaras puestas, por lo que se hacía difícil distinguir quién era quién. Se reconocía a Vicente, el Manitas, por el cuerpo bajo y fuerte, mientras que Matías, el Grande, era el más alto y corpulento, y Daniel, por su parte, el más flaco. Los dedos del Beato acariciaban el pequeño crucifijo que llevaba al cuello. El delgaducho que tenía el hombro derecho herido sólo podía ser Abel, el Canijo. Estaba sentado en el suelo y en cuclillas; a su lado, un compañero le colocaba una venda, la que no había llegado a ponerle el sargento por culpa de la intempestiva llegada del gas.

– Todos a vigilar al enemigo -ordenó el sargento.

Un oficial apareció en ese instante en la línea. Era el teniente Cardoso, que estaba cumpliendo su turno de guardia en la línea del frente y llevaba la máscara en la mano.

– Sargento -llamó-. ¿Todo está bien?

– Sí, mi teniente -confirmó el sargento Rosa, que, nuevamente, se quitó la máscara.

– ¿Todos en sus puestos?

– Sí, mi teniente -repitió-. He llamado a los hombres del refugio y he colocado a una sección allí atrás, en la Vickers. Pero tal vez sea mejor hacer que vengan más hombres, ahora que el bombardeo se ha atenuado. Nunca se sabe qué es lo que va a hacer el enemigo.

– Vaya, yo me quedaré aquí -ordenó el teniente.

El sargento volvió a ponerse la máscara y regresó a la trinchera de comunicación, semidestruida. Se acercó a la segunda línea para convocar a más soldados que se encontraban en los refugios.

En la línea del frente, el teniente Cardoso se colocó la máscara y dispuso a los hombres a lo largo de la trinchera. Matías se instaló en la esquina más próxima a la trinchera de comunicación de Punn House, atento a lo que ocurría en la Tierra de Nadie. Enfrente había mucho humo, resultado de las múltiples granadas que fueron cayendo en el lugar, en particular junto al alambre de espinos de las líneas portuguesas. En algunos puntos, hasta la línea de alambre de espinos se había roto y el suelo se abría en cráteres excavados por las bombas de la última media hora.

Matías sintió que se empañaban los cristales de la máscara. Cogió los pliegues del respirador y limpió exteriormente los cristales sin quitarse la máscara. Respirar por la boca lo cansaba, pero no tenía remedio. De repente, vio un bulto asomar entre el humo, a la izquierda, y otro se insinuó al lado. Matias reconoció los contornos inconfundibles de los cascos pickelhaube. Apartó la boca de la válvula respiratoria.

– ¡Boches! -anunció con un susurro enérgico pero ahogado por el respirador; apuntó en la dirección en la que había identificado al enemigo.

Eran los primeros alemanes que veía de cuerpo entero al natural y en actitud de combate, sin tratarse de prisioneros o bultos huidizos que se escabullían de lejos en algún punto de las líneas enemigas. Le extrañó el característico casco gótico de cuero cocido, ya que habían sustituido el pickelhaube, el año anterior, por cascos más modernos de acero: seguramente aún no habían equipado a esa fuerza con ese nuevo modelo, no les interesaba, eran alemanes y punto. Los hombres volvieron las Lee-Enfield hacia la Tierra de Nadie, con el corazón sobresaltado. El teniente Cardoso llamó a Daniel, el Beato, con un gesto, señaló uno de los cohetes apoyados en la trinchera, haciéndole una señal para ordenarle que los lanzase. Sacó el revólver e indicó los bultos.

– ¡Fuego! -ordenó el teniente, con la voz también distorsionada por la máscara de lona.

Matias sintió que el fusil saltaba de sus brazos por el impacto del tiro, las detonaciones de su arma y de las de sus compañeros retumbaban ruidosamente en sus tímpanos y le alteraban los nervios. Los bultos se tiraron al suelo y una ametralladora enemiga abrió fuego sobre la posición de Punn House, lo que hizo saltar barro alrededor. Los portugueses se encogieron detrás del parapeto, con la respiración acelerada por el miedo y por la tensión de tener que colocar deprisa una nueva bala en el cargador. Los fusiles tenían un sistema de repetición y, por ello, debían recargarlos manualmente. Al mismo tiempo que sus camaradas, y en medio de una anárquica sinfonía de clics metálicos, Matias abrió deprisa la culata de la Lee-Enfield, tiró de ella, dejó que el muelle del cargador empujase la bala siguiente hacia el cañón, cerró la culata. Todos esperaron el paso de las balas de una nueva ráfaga disparada por la ametralladora enemiga, se incorporaron, lanzaron un tiro más sin blanco preciso hacia la posición donde estaban los alemanes y volvieron a agacharse para recargar los fusiles. Hacía frío, pero todos sudaban a chorros.

Con una pistola semiautomàtica en la mano, el teniente Cardoso no tenía que preocuparse por recargar el arma. Estaba ocupado en vigilar el movimiento enemigo y ansioso por verse libre de la claustrofóbica máscara antigás. Miró atentamente alrededor y concluyó que la nube tóxica ya se había alejado. Arrancó parcialmente el respirador, inhaló una pequeña bocanada de aire, con miedo, no ocurrió nada, comprobó que, de hecho, el aire era respirable y, más confiado, se quitó toda la máscara. Los hombres lo imitaron, aliviados por verse libres del incómodo dispositivo de respiración, y sintieron cómo la brisa fresca chocaba con el sudor y les helaba la piel.

– Cuidado con la ametralladora a la derecha -alertó el teniente, advirtiendo inútilmente sobre la actividad del arma enemiga.

Daniel, mientras tanto, consiguió encender el reguero del cohete y éste saltó al aire con un movimiento brusco, como los cohetes de los días de feria en Palmeira, y acabó detonando arriba, sobre la línea, con un pop luminoso e inofensivo.


Acechando las líneas desde su puesto, el capitán Afonso Brandão ya se había dado cuenta de que, por la inusitada intensidad, aquél no era un bombardeo normal ni una represalia por las tres salvas de las cinco de la tarde. Pero cuando vio estallar el cohete en el cielo, enfrente, lanzando un resplandor rojo sobre el sector de Punn House, entendió que la infantería enemiga estaba avanzando. El cohete lanzaba un SOS.

La artillería alemana volvió a abrir fuego, barriendo la retaguardia portuguesa, y los cañones del CEP respondían con disparos que regaban las trincheras enemigas. Nuevos destellos rojos iluminaron los cielos a la derecha, algunos sobre Ferme du Bois: más SOS. Afonso corrió hasta el puesto de las señales con su ordenanza, Joaquim, detrás. Los dos llegaron al lugar, el capitán se agachó para entrar por la pequeña puerta y se encontró con el oficial de enlace de la artillería sentado en la jaula de las palomas mensajeras, los teléfonos encima de una caja.

– ¿Ustedes están ciegos o qué? -gritó el capitán-. Los cañones están disparando al sitio equivocado.

El oficial de enlace, un teniente, lo miró sin comprender.

– Mi capitán… -dijo titubeante.

– Le estoy diciendo que hay que corregir el tiro de la artillería -dijo impaciente y nervioso-. Deme un teléfono.

– Aquí está, mi capitán -indicó el teniente, que cogió el auricular de uno de los aparatos que establecían enlace con los cañones.

Afonso cogió el teléfono y logró que le respondiesen del otro lado.

– Aquí el capitán Afonso Brandão, de la Infantería 8 -se identificó-. Hagan el favor de dejar las trincheras enemigas y bombardeen inmediatamente la Tierra de Nadie frente a las líneas en Punn House, Church y Chapelle Hill, que acaban de lanzar un SOS.

La artillería tenía las coordenadas previamente registradas y Afonso colgó sin titubeos, volviéndose hacia el telegrafista en busca de informaciones adicionales.

– ¿Y?

– Las compañías de la línea han telegrafiado confirmando el avistamiento de tropas enemigas y anunciando la presencia de nubes de gas en las trincheras -indicó el telegrafista-. Y la brigada pide informaciones sobre lo que está ocurriendo.

– Telegrafíe a todos los puestos para que se coloquen las máscaras de gas y pongan a todos los hombres en las trincheras, y avise a la brigada de que los alemanes están atacando con infantería en Neuve Chapelle y Ferme du Bois -ordenó el capitán-. Dígale a la brigada que solicito que los batallones de apoyo se preparen para ayudarnos.

Afonso salió del puesto de señales y subió al parapeto para observar el frente de combate. Las granadas de obús y cañón de los Minenwerfer sobrevolaban las líneas portuguesas, estallaban en la retaguardia y en varios puntos de las trincheras, al mismo tiempo que las balas de metralla de las Maxim MG alemanas destrozaban los lugares donde abrían fuego los hombres del CEP. Se cernían espesas nubes en la Tierra de Nadie y se hacía evidente que los alemanes habían lanzado granadas de humo para ocultar el movimiento de la infantería. El capitán intentó desesperadamente interpretar la poca información de que disponía. ¿Cuál sería el objetivo del enemigo? ¿Hacer prisioneros? ¿Arrasar las líneas portuguesas? ¿Distraer para atraer reservas y atacar después en otro punto? ¿Cuáles eran los sectores de la línea que necesitaban refuerzos? ¿Qué hacer?


El teniente Cardoso ya no sabía qué hacer. Los soldados enemigos se deslizaban pegados al suelo, evitando avanzar directamente hacia Punn House, posición que estaba bien guarnecida por él y sus hombres, con lo que buscaba sobre todo un movimiento en pinza. Los portugueses disparaban, en consecuencia, hacia la Tierra de Nadie, pero ninguna bala parecía alcanzar a enemigo alguno.

– Tú, ahí -dijo el teniente, señalando a Daniel-. Echa abajo la puerta del polvorín y trae lo que encuentres.

Daniel fue al polvorín de reserva, colocado cerca de la línea del frente para emergencias como ésta, abrió la cerradura a tiros y arrastró la primera caja que encontró hasta donde estaban sus compañeros. El teniente Cardoso arrancó la parte superior de la caja e inspeccionó el contenido. Eran Mills Bombs, las granadas redondeadas de fabricación británicas, cuya forma recordaba la de piñas enanas.

– ¡Bien! -se regocijó-. Ve ahora a ver si encuentras una «Luisa» y cajas de municiones.

La Lewis era una ametralladora creada por los estadounidenses y mucho más ligera que la tradicional Vickers, de fabricación británica. Pesaba doce kilos, aun así demasiado pesada para un uso portátil eficaz, pero perfecta para aquellas circunstancias. Daniel encontró una Lewis en el polvorín y la cogió con el brazo derecho, mientras que con el izquierdo sostenía dos cajas de municiones, en forma de disco, cada una con noventa y siete balas, y volvió al puesto de combate.

– ¿Quién de vosotros se entiende bien con la «Luisa»? -quiso saber Cardoso.

– Yo me defiendo, mi teniente -se ofreció voluntariamente Matías, el Grande.

– Entonces hágase con la ametralladora; el camarada Daniel lo ayudará con las municiones -dijo el teniente.

Matías cogió la ametralladora, encajó un disco de municiones y apuntó el arma por el extremo del parapeto. Comprobó de inmediato que la posición le dificultaba el tiro y tomó una decisión.

– Mi teniente -llamó-. Necesito que lancen una ronda de «naranjitas» para que yo pueda saltar ahí arriba. -Las «naranjitas» eran las granadas Mills-. Y vayan a buscar más municiones.

Los hombres cogieron las Mills, pero, en ese mismo instante, como respondiendo a la solicitud de Matias, aunque fuese en realidad una respuesta a la petición hecha hacía unos minutos por el capitán Afonso, comenzaron a llover en la Tierra de Nadie granadas disparadas por las Howitzer portuguesas. Se extendió la confusión entre las fuerzas atacantes; Matias aprovechó para saltar por el parapeto hacia la Tierra de Nadie y apostarse tumbado detrás del alambre de espinos defensivo y de una pila de sacos de arena. Vio a alemanes que se metían en las fosas de enfrente, como para encontrar refugio que los protegiese de las esquirlas de las explosiones portuguesas, y de inmediato apretó el gatillo.

La Lewis se sacudió con violencia y vomitó dos ráfagas rápidas. Un alemán cayó herido, varias balas golpearon el suelo a continuación y también cayó otro soldado germánico. Los restantes repararon en el fuego de la ametralladora, infinitamente más peligrosa que las Lee-Enfield que los portugueses estaban disparando hasta ese momento desde aquel punto, y se echaron todos en el suelo. Ya no había alemanes corriendo, estaban ahora tumbados, la mayoría arrastrándose hacia las depresiones del terreno, en general fosas, todos en busca de refugio. Las granadas portuguesas, sin embargo, caían demasiado lejos, lo que por lo menos tenía la ventaja de aislar a la fuerza atacante e impedir el paso de refuerzos, pero el problema es que su efecto sobre la infantería alemana que se había acercado a las líneas portuguesas era así meramente psicológico.

Se oyó un pitido en la Tierra de Nadie y, en el acto, como respondiendo a una orden, se levantaron de las fosas varias nubes de soldados alemanes, todos a la carga sobre las líneas portuguesas. Matias, el Grande, apretó un buen rato el gatillo y la Lewis comenzó a saltar en sus manos, en un frenesí loco, los sucesivos impactos de la prolongada ráfaga de la ametralladora le impidieron apuntar adecuadamente. Detrás del parapeto, los compañeros soltaron momentáneamente las Lee- Enfield y comenzaron a arrojar Mills a la Tierra de Nadie. Varios alemanes cayeron por el fuego de la Lewis; dos más cuando estallaron las granadas; sin embargo, Matias se dio cuenta de que no conseguiría contenerlos a todos y se sintió presa de un acceso de pánico. Para hacer aún más graves las cosas, la caja de municiones se agotó inesperadamente y se encontró apretando un gatillo que ya no disparaba balas. En ese instante, las Maxim alemanas lo descubrieron y comenzaron a llover proyectiles junto al soldado portugués. Era demasiado. Sin volver a cargar la Lewis, Matias se tiró hacia atrás y cayó aparatosamente en el barro y en medio de los escombros de la línea del frente portugués.

La situación se deterioró cuando el grupo que defendía la línea en Punn House vio a soldados enemigos que avanzaban rápidamente por la derecha y saltaban hasta la línea del frente del CEP, a apenas unos quinientos metros de distancia, cerca de Tilleloy Sur, que estaba siendo defendida por la Infantería 29, también de Braga. Y lo peor es que la Lewis de Matias se había silenciado y los alemanes que estaban enfrente ya se habían dado cuenta de ello, acercándose ahora peligrosamente, a pesar del fuego furioso del puñado de Lee-Enfield manejadas en Punn House.

– Los cabrones han invadido nuestra línea -gritó el teniente, que anunció lo que ya habían visto todos con gran alarma-. ¡La gente del 29 está en apuros! -Miró con impaciencia hacia la retaguardia-. ¿Qué rayos pasa con las bacoreiras?

Las bacoreiras eran las ametralladoras pesadas Vickers.

– Mi teniente, es mejor cavar desde aquí -aconsejó el pequeño Vicente, el Manitas, rojo como un pimiento, mientras recargaba el fusil-. Esto se está poniendo bravo.

El teniente se dio cuenta de que, sin la ametralladora de Matias en la Tierra de Nadie barriendo las líneas enemigas y con las Vickers ocupadas con el flanco derecho, no conseguiría frenar la avalancha de alemanes que, en cuestión de uno o dos minutos, se les vendría encima. Además, aunque lograsen resistir al ataque frontal, lo cual era improbable, estaban en peligro de ser pillados de lado por los soldados enemigos que se encontraban en la línea portuguesa en Tilleloy Sur.

– Vamos a retroceder -decidió-. ¡ Retrocedan, retrocedan!

El pelotón disparó una última salva hacia la Tierra de Nadie y abandonó deprisa el parapeto en dirección a la trinchera de comunicación; el teniente les enseñaba el camino. Matias ya había recargado la Lewis y fue el último en salir, con la ametralladora preventivamente apuntada por encima de los parapetos.

Los Minenwerfer empezaron a disparar, mientras tanto, sobre Punn House, tal vez alertadas por la infantería alemana hacia aquel foco de resistencia portuguesa. Una sucesión de explosiones conmovió con violencia las trincheras en aquel sector, y el grupo dirigido por el teniente Cardoso se deslizó veloz por la línea. Los soldados encorvados e intentando protegerse la cabeza corrían.

Una granada alcanzó de lleno la trinchera de comunicación por donde iban los portugueses, y produjo un fragor tremendo que levantó una nube que envolvió al grupo. Cayeron todos en el suelo, y Matias, como venía más atrás cerrando la fila, fue el único que miró hacia el lugar de la explosión, justo enfrente. Oyó los gemidos de un hombre sin un brazo, era el teniente Cardoso, que, tumbado en el suelo, miraba sorprendido y aturdido el muñón ensangrentado que fuera su hombro y que se agitaba absurdamente en el aire. Pero lo que de verdad quedó grabado para siempre en la memoria de Matias fueron los dos segundos siguientes.

En el primer segundo se precipitó del cielo un cuerpo decapitado, como si fuese un fardo de mucho peso. Pof. Después, pasado otro segundo, cayó la cabeza, como una piedra. Poc. Matias se acercó, con el corazón acelerado, lleno de angustia, sin querer ver pero queriendo, miró la cabeza cortada y reconoció, con los ojos revirados hacia arriba y la lengua fuera en la mejilla rasgada a medias, el rostro de su amigo Daniel, el Beato, el compañero de infancia en las vendimias de Palmeira y padre del boche Zelito, el hombre delgaducho que hacía apenas dos horas le había dado noticias de la tierra y novedades sobre el perdiguero de Assunta, el camarada de armas que rezaba fervorosamente durante cada bombardeo y cuyas oraciones, en resumidas cuentas, de nada le sirvieron, a no ser tal vez librarlo de nuevas tribulaciones en la miseria de la guerra.


El puesto de señales se animaba al ritmo de una sinfonía de comunicaciones. Todos los teléfonos sonaban y los telégrafos emitían información en morse, en un «tut-tut-tutut-tut» continuo e incansable. El telegrafista leyó el último mensaje, se levantó del escritorio y salió deprisa del puesto, para reunirse con el capitán Afonso Brandão, que fumaba un nervioso cigarrillo junto a la puerta, con el ordenanza a su lado.

– Mi capitán -dijo.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Afonso, irritado, volviéndose hacia el telegrafista.

– Ha llegado hace un instante la comunicación de que el enemigo ya está circulando en la línea del frente.

– ¿ Qué? -exclamó el capitán, que veía que se confirmaban sus peores temores-. ¿Dónde?

– No está muy claro -repuso el telegrafista-. Pero el mensaje menciona Tilleloy.

– ¿Qué? -se sorprendió Afonso, muy alarmado.

– Tilleloy, mi capitán.

– ¿La carretera?

– No, mi capitán. Una trinchera.

– Ah -suspiró Afonso, aliviado-. ¿Norte o sur?

– Esa información no consta. Sólo dice Tilleloy.

– Informe inmediatamente a la brigada -indicó.

– Sí, mi capitán.

Si los alemanes estuviesen en la Rué Tilleloy, la importante carretera que se prolongaba desde Neuve Chapelle hasta Fauquissart siempre paralela a la primera línea, la situación sería gravísima. Siendo una trinchera, quería decir que la acción estaba circunscrita, en Neuve Chapelle, al sector entre Sunken Road y Min Street.

Afonso se sintió más tranquilo, pero exigía la ayuda de los cañones.

– Que el oficial de enlace se comunique con la artillería -ordenó-. Que ésta bombardee las posiciones al frente del alambre de espinos en Tilleloy, delante de Mastiff Trench, para impedir que el enemigo consiga refuerzos, pero tengan cuidado de no apuntar a nuestras líneas, dado que no sabemos cuál de las Tilleloy está ocupada, si la norte o la sur.

– Sí, mi capitán.

Afonso lo miró para asegurarse de que no había equívocos.

– Sólo han entrado en Tilleloy, ¿es así?

– En Neuve Chapelle ha sido sólo en el sector de Tilleloy, mi capitán. Pero los boches están atacando con fuerza en Ferme du Bois.

– Eso es para el 13 -repuso el oficial, que hizo un gesto de despedida-. Ve allí a transmitir las instrucciones.

El telegrafista volvió apresuradamente al puesto. Afonso, impaciente, lo siguió, ansioso por tener nuevas informaciones. Cuando entró en el refugio de las señales había otra noticia, al menos ésta buena, para variar. La acción de la artillería había sido eficaz a la derecha y, en combinación con la infantería, obligó al enemigo a batirse en retirada frente a Church y Chapelle Hill, y lo mismo ocurría en Ferme du Bois. El problema era en este momento determinar lo que pasaba en Tilleloy y, ya ahora, en Punn House, el primer punto desde donde se había lanzado un cohete de SOS. Incapaz de contener más la impaciencia y la ansiedad que se había apoderado de él, Afonso hizo una señal a Joaquim para acompañarlo y bajó corriendo hasta las trincheras, con la pequeña pistola Savage en la mano, decidido a dirigir la limpieza de Tilleloy.

El capitán encontró las líneas sumidas en una total confusión. Había humo por todos lados y los hombres parecían desorientados, corriendo de aquí para allá, desordenadamente y sin rumbo ni propósito visibles, como gallinas atontadas. Al recorrer la línea, Afonso se encontró con el puesto de primeros auxilios y notó la enorme actividad que había en la puerta. Entró en el puesto y vio charcos de sangre en el suelo, hombres heridos que gemían en las camillas y otros gaseados que tosían convulsivamente, camillas sucias por debajo de los cuerpos, algunas con pedazos de carne suelta. Los médicos y los enfermeros estaban ocupados en preparar cabestrillos y empuñaban tijeras para cortar piel y músculos, uno de ellos serraba una mano destrozada.

– ¿Alguien ha estado en Tilleloy o en Punn House? -preguntó Afonso sin dirigirse a nadie en particular.

Un médico bañado en sudor, con la bata blanca manchada de sangre como si fuese un carnicero, lo miró de reojo, reprobadoramente, y reanudó su trabajo. Un oficial tendido en una camilla, junto a la pared del puesto, levantó tímidamente el brazo derecho.

– Yo estuve en Punn House -dijo con voz débil.

Afonso se acercó y reconoció al teniente Cardoso, con quien había hablado dos o tres veces en el comedor y con el que había jugado unas partidas de bridge en el cuartel de Pópulo, en Braga. Cardoso yacía postrado en un rincón del puesto sin el brazo izquierdo, con la manga rasgada a la altura del hombro, muñón orlado de jirones y cubierto de sangre oscura y fresca, aguardando que lo tratasen y que le dieran morfina.

– ¿Los alemanes están en Punn House? -preguntó Afonso, que se sentó en cuclillas junto a la camilla y fue directo a lo que le interesaba saber.

– Es probable -murmuró el herido con una mueca de dolor, la voz débil y cansada-. Cuando salimos de allí, ya habían tomado Tilleloy Sur y estaban asaltando nuestro sector. -Se detuvo para recobrar el aliento-. Fuimos bombardeados y nos cayó una granada encima, pero la gente que se escapó se quedó allá, montando una nueva posición de defensa en la línea B. -Nueva pausa para tomar aire-. El resto ya no lo sé, porque entre tanto aparecieron los camilleros y me trajeron aquí en este estado.

– Está bien. -El capitán suspiró, incorporándose y acariciando el pelo del herido-. Quédate tranquilo, todo irá bien. De aquí te vas a casa, Cardoso. Vas a mejorar.

Momentáneamente abatido por su torpe manera de consolar al herido, Afonso abandonó el puesto de la enfermería y se fue con Joaquim por la trinchera. Se cruzó con un estafetero y le ordenó que se detuviese.

– Ve al puesto de señales y entrégale al telegrafista el papel que te voy a dar -ordenó, mientras hurgaba en los bolsillos en busca de la libreta de notas.

Afonso encontró la libreta en el bolsillo de la chaqueta y se arrodilló para garrapatear un mensaje en la primera hoja, sucia con manchas de grasa. Eran instrucciones para que se suspendiese el bombardeo frente a Tilleloy Norte, que al final podría aún estar ocupado por el CEP; ordenó que se siguiese con el embate frente a Tilleloy Sur, donde, según se había confirmado, había entrado el enemigo. El capitán entregó la nota al estafetero y, sin perder más tiempo, se metió por una trinchera de comunicaciones en dirección a la línea B con la idea de acercarse a Punn House. En el camino se encontró con un grupo de cuatro hombres de mirada nerviosa, que parecían desorientados.

– ¿Dónde está el oficial? -preguntó.

– No sabemos nada de él, mi capitán -respondió un soldado-. Lo hemos perdido, a él y al resto del pelotón, en medio de toda esta barahúnda.

– Vengan conmigo -ordenó.

Eran ahora seis hombres los que se dirigían al sector de Punn House. Afonso pensó que tal vez podrían compensar la diferencia, los combates también se hacen de momentos de inspiración y lo que lo inspiraba ahora era ayudar a los soldados a defender la línea y expulsar al enemigo, no quería ver a su batallón humillado en el comedor de los oficiales de la brigada ni disminuido a los ojos de los gringos. Cuando llegaron cerca de Punn House, oyeron explosiones de granadas de mano, el pop-pop-pop intermitente de las ametralladoras y el silbido de las balas que cruzaban el aire, zuuum. Algunas arrancaban trozos de madera de los esqueletos de los árboles carbonizados.

– Estamos cerca -avisó el capitán, que escondió el temor que le provocaban aquellos ruidos pavorosos.

El grupo se encontró con el pelotón de Punn House: Matías, el Grande, tumbado en el suelo con la Lewis apuntada hacia el camino que conducía a la línea del frente; varios sacos de arena amontonados deprisa casi hasta el tope del parapeto como para asegurar alguna protección; Baltazar, el Viejo, lo apoyaba con las municiones, mientras Vicente y Abel disparaban hacia la izquierda. En el suelo se extendía un quinto soldado, apretándose la barriga, agonizante, con la sangre que se le escurría por las comisuras de la boca.

– ¿Quién está dirigiendo esto? -preguntó Afonso, que no vio a ningún oficial ni sargento en el grupo.

– Yo, mi capitán -dijo Matías, levantando los ojos de la mirilla de la Lewis.

Afonso lo observó buscando sus galones y no encontró ninguno. Era un soldado.

– ¿Y por qué?

– El teniente está herido. Por su parte, el sargento se ha esfumado -explicó el soldado-. Como soy el más antiguo, asumí el mando.

Afonso consideró que no tenía sentido cuestionar la situación, los liderazgos naturales eran a veces los mejores, y optó por concentrarse en la tarea que tenía entre manos.

– ¿Los boches? -preguntó.

– Están allí, en Tilleloy Sur -indicó Matias-. Tienen una ametralladora apuntada hacia aquí y hemos decidido montar en este punto una posición defensiva.

– ¿Y la gente del 29?

– No lo sé, mi capitán. Deben de haber retrocedido.

– ¿Han abandonado el puesto?

Matias vaciló, captando la pregunta del capitán. Tilleloy Sur, siendo un reducto que se encontraba en mal estado de conservación, tenía ocho refugios con capacidad para albergar una guarnición de cincuenta hombres. Estaba aún defendido por una posición al descubierto para ametralladora y contaba con un polvorín y un depósito de agua. Se suponía que tomar un reducto de tal calibre no era fácil.

– No lo sé, mi capitán -dijo finalmente el soldado-. El ataque ha sido duro, francamente duro.

Afonso suspiró.

– Consígame un periscopio -dijo a uno de los soldados que hacía poco había encontrado en la trinchera. Miró al herido que agonizaba en el suelo, doblado sobre el estómago-. Aproveche para llamar a los camilleros y que saquen a este hombre de aquí -añadió, volviéndose hacia el soldado que se alejaba.

El soldado desapareció. Afonso distribuyó el grupo por el lugar, puso a dos hombres para que vigilasen el sector inmediatamente enfrente, con el fin de prevenir sorpresas, y a los restantes en el lado izquierdo. El soldado regresó entre tanto con un periscopio que, a pesar de su nombre pomposo, no era más que un palo con un espejo en la punta. Afonso lo levantó por encima del parapeto para observar mejor Tilleloy Sur. Al principio no detectó ningún movimiento, pero los destellos blancos que acompañaron una ráfaga enemiga le revelaron una ametralladora alemana camuflada junto a la base de un tronco de árbol, con el cañón apuntando en su dirección.

– Joaquim -llamó.

El ordenanza se acercó.

– Mi capitán.

– ¿Estás viendo ese tronco? -preguntó, mostrándole la imagen en el espejo del periscopio.

Joaquim miró y vio el tronco.

– Sí, mi capitán.

– Ve al puesto de señales y pide a la artillería que destruya el tronco -instruyó-. Cuando los cañones abran fuego, quiero que también dos Vickers disparen ininterrumpidamente sobre el tronco. ¿Entendido?

– Sí, mi capitán.

– Entonces ve deprisa antes de que ellos salgan de allí.

Joaquim echó a correr por la trinchera y desapareció en la primera curva. Afonso volvió al periscopio para observar Tilleloy Sur. Había detonaciones sucesivas de granadas incluso delante de la línea del frente: era la artillería del CEO cumpliendo con su reciente indicación e intentando aislar a los alemanes que habían entrado en la trinchera portuguesa.

Pasados unos minutos más, Afonso vio a grupos de alemanes que intentaban saltar el parapeto para regresar a las líneas enemigas.

– Capturen a esos boches -ordenó a sus hombres.

Los soldados dispararon inmediatamente las Lee-Enfield, Matias se levantó, apuntó la Lewis sobre el parapeto y, a pesar de la incomodidad de la posición y de los doce kilos de peso de la ametralladora, soltó algunas ráfagas. Los alemanes que pretendían escapar desistieron momentáneamente, asustados por la atención que habían atraído, pero la acción tuvo un precio. La ametralladora alemana escondida junto al tronco abrió fuego, las balas cayeron en la posición portuguesa, muchas silbando, algunas dando en los sacos de arena, en el barro y hasta en el parapeto; una alcanzó a Baltazar, quien cayó en el suelo agarrándose la mejilla izquierda. Los compañeros lo rodearon y comprobaron que tenía la piel rasgada junto a la oreja, una herida de la que brotó tanta sangre que, en rigor, era desproporcionada con respecto a la gravedad del daño.

Vicente, el Manitas, prestó los primeros auxilios a Baltazar, vendándole la herida, y Afonso aprovechó la pausa para explicar la táctica que adoptarían.

– Oigan bien -los interpeló-. Nadie se va a burlar de la gente de Braga. Cuando las granadas comiencen a caer sobre la ametralladora de los boches, avanzamos trinchera arriba y barremos todo lo que nos aparezca por delante, ¿entendido?

Los hombres asintieron con un gesto de la cabeza, pero sólo Matías, el Grande, parecía realmente motivado y empeñado en llevar a cabo el golpe de mano. Afonso lo intuyó y lo encaró, midiendo su corpachón enorme y su actitud resuelta.

– ¿Usted quién es?

– 216 .

– El nombre, hombre.

– Matías Silva, mi capitán.

– Pues bien, Matías -le dijo-, usted parece tener fuerza suficiente para llevar la ametralladora por las trincheras. Recargue inmediatamente la «Luisa» y, cuando yo le diga, avance conmigo disparando ráfagas sobre los boches, ¿está claro?

– Muy bien, mi capitán.

– El resto del personal que prepare las bayonetas.

– ¿Yo también, mi capitán? -preguntó Baltazar, el Viejo, con la mano sobre la oreja envuelta en una venda.

– Claro -repuso prontamente el capitán-. No quiero mariconerías aquí, en el 8. Que yo sepa, un arañazo en la oreja no le impide a nadie combatir.

Matías colocó un nuevo disco de balas en la Lewis, levantó la ametralladora y la apoyó verticalmente en la pared de la trinchera para que después le resultara más fácil cogerla y salir a tiros. Los otros hombres, incluido Baltazar, encajaron las bayonetas debajo del cañón de las Lee-Enfield.

Afonso volvió al periscopio y se quedó observando Tilleloy Sur. De repente, en medio del fragor de la artillería, comenzaron a alzarse nubes de humo y barro en torno al tronco donde estaba la ametralladora alemana emboscada y, acto seguido, las Vickers portuguesas abrieron fuego sobre la posición enemiga. Joaquim había comunicado bien las instrucciones de Afonso.

– Ya están neutralizando la ametralladora -dijo Afonso sin apartar los ojos del periscopio. Después de un breve instante, dejó el instrumento en el suelo y se volvió hacia los hombres-. Vamos.

Matías, el Grande, agarró la pesada Lewis, sus músculos macizos se tensaron por el esfuerzo, respiró hondo y se lanzó corriendo por la trinchera, sujetando el arma en ristre con sus enormes brazos, mientras Afonso avanzaba junto a él con la pistola en una mano y una Mills en la otra. Llegaron a la línea del frente e inspeccionaron los dos lados, a derecha y a izquierda, y no vieron a nadie.

– Limpia -dijo Matias.

– Usted ahí -indicó Afonso, señalando a Baltazar-. Quédese vigilando el ala derecha para que no nos sorprendan por detrás.

Baltazar, el Viejo, se apostó como centinela a la derecha y los ocho hombres restantes giraron por la izquierda en dirección a Tilleloy Sur, mientras Matias seguía con la Lewis apuntada hacia delante zigzagueando por la línea.

Un bulto surgió del humo en la trinchera y el portugués no vaciló, sólo podía ser un alemán, abrió fuego con la ametralladora y derribó al bulto, los hombres del CEP siguieron más allá del cuerpo del enemigo caído en el suelo, y Matias volvió a disparar con la Lewis contra la espesa cortina de humo, donde apareció un segundo alemán que levantó las manos en señal de rendición gritando «Kamerad». Matias no lo dejó seguir con una nueva ráfaga, silbaban proyectiles por todas partes. En plena confusión, los alemanes pensaron que era un contraataque de gran envergadura, habían perdido momentos antes la ametralladora y oían ahora a soldados portugueses acercándose desde la posición donde se encontraban, así que saltaron todos por el parapeto, desafiaron temerariamente las granadas del CEP que alzaban penachos de humo y hierro en la Tierra de Nadie y se sumergieron entre las nubes de guerra que se cernían entre las líneas enemigas.

Los portugueses se quedaron mirando a los alemanes correr de regreso a sus posiciones. Sabrían después que varios compañeros del 29 habían sido hechos prisioneros, pero nunca llegarían a saber que era ése el verdadero objetivo de aquel asalto alemán: coger prisioneros portugueses para obtener informaciones que facilitasen la planificación de la ofensiva de la primavera, decidida once días antes, en Mons, por el consejo de guerra enemigo. En el parapeto, el único soldado portugués que aún disparaba a los alemanes en fuga era Matias, el Grande. Afonso le indicó con una seña que parase cuando se hizo evidente que los alemanes ya estaban demasiado lejos y sería difícil alcanzarlos en movimiento, pero Matias lo ignoró, mantuvo el dedo furiosamente apretado en el gatillo y así siguió mientras vio enemigos delante y aun después de que los perdiera de vista. El capitán quedó sorprendido por la furia del soldado y la atribuyó erradamente a cualidades innatas de guerrero. Lo que Afonso no sabía, no podía saber, era que, aquel día, Matías tenía que vengar a un amigo de la infancia.


Capítulo 5

Hasta la luz amarillenta de las bombillas sobre la mesa pareció brillar aún más cuando Marcel se colocó en la puerta. Afonso no reparó en él, tan absorto estaba apreciando la hermosa mesa de caoba que ocupaba el centro del comedor, la tabla apoyada sobre cinco patas pesadas con cabochons salientes, los cubiertos de plata que encuadraban la refinada porcelana de Sèvres, decorada con gotas de esmalte y figuras geométricas doradas sobre un fondo azul intenso, cuidadosamente alineados en el mantel bordado a mano. La criada entró apresurada en el comedor con la bandeja en los brazos, afanosa, protegiéndose las manos de la porcelana caliente con un paño blanco de cocina. Viéndola pasar veloz y sonrojada, el mayordomo se llenó el pecho de aire y, con voz firme y solemne, anunció el menú.

Poulet rôti au riz à la normande -proclamó Marcel, con actitud ceremoniosa y tono altivo.

La muchacha regordeta, sonriente y aliviada, apoyó la bandeja humeante en la mesa. El barón Redier, complacido por el murmullo de satisfacción de los invitados como reacción al anuncio de la llegada de la comida, abrió las manos en dirección al poulet.

– Voilà!

– Jolly good! -exclamó el teniente Cook, arqueando las cejas y elogiando la visión de lo que, a juzgar por las apariencias, sería sin duda un espléndido banquete-. Looks smashing.

El capitán Afonso Brandão miró la bandeja y no pudo dejar de apreciar la genial manera francesa de transformar un plato trivial en un manjar de reyes únicamente por recurrir a una grandiosa floritura semántica inserta en un ambiente sofisticado. El pomposo nombre poulet rôti au riz à la normande designaba un vulgar pollo asado servido con arroz blanco en una salsa cremosa. En su casa, en Carrachana, se hacía mejor con nombres más sencillos, pensó Afonso, empeñado en perdonar, no obstante, a Cook por el entusiasmo excesivo que manifestaba por un plato tan corriente. ¿No era él, al fin y al cabo, un inglés, habituado a rudas dietas de corned-beef, mushed potatoes, baked beans con bacon, sausages y scrambled eggs? ¿Cómo censurarlo por el extraordinario efecto que un mero pollo producía por anticipado en sus papilas gustativas si el pobre mozo estaba habituado a sufrir los rigores de la austera cocina británica?

El oficial portugués se encontraba de regreso al palacete donde había pernoctado diez días antes, en los alrededores de Armentières, y se sorprendió por no sorprenderse de estar allí de nuevo. Gracias a una conversación privada entre la hermosa baronesa y el maire de la ciudad, Afonso obtuvo un nuevo permiso de estancia en el Château Redier, aunque esta vez no había ido solo. También el teniente Timothy Cook, del Royal Flying Corps, recibió el billeting certifícate para pernoctar en el palacete esa noche fría del 1 de diciembre.

C'est bon?-preguntó Agnès, haciéndole una seña a Marcel para que trajese el vino.

– I say -repuso Cook con la boca llena del primer bocado, con una gota de grasa en el bigote rubio-. Capital! Most excellent!

Marcel se acercó con una botella cerrada y se la entregó a la baronesa. Agnès la cogió y se la enseñó a los invitados.

– Es un Bordeaux Château Margaux de una cosecha de año vintage, 1892. ¿Alguna objeción?

Los invitados se miraron sin saber qué decir. Cook no era connaisseur, le daba igual. Afonso, en cambio, entendía de vinos, pero sólo de los portugueses, y no podía sospechar que le estaban ofreciendo un néctar de los dioses producido por las mejores viñas francesas.

C'est bon -dijo finalmente el inglés, como lo habría dicho de cualquier vino que le pusieran por delante, hasta el más ordinario de los tintos; él, que estaba más habituado a las frescas lagers y a las tibias ales, a las mild, a las bitter, a las porter y a las stout, a los half-a-pint de draft servidos en cualquier pub de la Strand, de King's Road o de la estrecha Neal Street.

Agnès envolvió la botella con una servilleta inmaculadamente blanca, quitó la cápsula de plomo del extremo del gollete, limpió el borde y el tapón con la punta de la servilleta, fijó el sacacorchos metálico, teniendo especial cuidado en no perforar totalmente el corcho, y tiró despacio, como si fuese una palanca. El corchó se soltó con un poc seco, Agnès limpió el interior del borde con la tela de la servilleta, echó un poquito de vino en la copa, lo olió para absorber su fragancia, giró el líquido a contraluz para evaluar su color, era tinto oscuro, lo probó con los ojos cerrados, dejando que el vino se deslizase por sus encías y se extendiese por la lengua para experimentar mejor su sabor frutal, textura e intensidad. Tragó y esperó, sintiendo el aliento perfumarle la boca. Después de un breve momento, le entregó la botella a Marcel.

– Puede servir -le dijo.

Los invitados la miraban, asombrados ante el inesperado espectáculo. Todo el ritual había durado unos tres minutos.

– ¿Dónde aprendió a hacer eso? -quiso saber Cook.

– Ese, mon chère, es mi secreto.

La baronesa sonrió y desvió los ojos hacia Afonso. Tenía un vestido color crema adornado con volantes en las mangas. El capitán reparó en el medallón azul que llevaba al cuello, justo por encima del discreto escote, y a duras penas pudo ocultar la sensación de encantamiento que le producía aquella francesa, su forma de abrir la botella era un inesperado extra que la acercaba más a él.

Después de que todos elogiaran el poulet y el tinto tan finamente destapado, la conversación rondó por las recientes aventuras de Afonso, que relató con detalle los acontecimientos vividos días antes en las trincheras, además de las otras historias que le contaron sus camaradas de armas sobre la incursión alemana en Neuve Chapelle y Ferme du Bois. Eliminó los detalles sangrientos y chocantes, por pudor y respeto a la dama presente, y sólo se detuvo en los actos destacables por su gran arrojo. Causó particular sensación en la pareja anfitriona la narración del audaz golpe de mano que expulsó a los alemanes de Tilleloy Sur, y en este caso Afonso procuró omitir el detalle de la muerte del alemán que se había rendido.

Agnès se mostraba discretamente encantada con lo que consideró como signo del valor de «Alphonse» y de sus hombres; en dos ocasiones, hizo un brindis en homenaje al capitán y al Cuerpo Expedicionario Portugués. Preocupada por no relegar al otro invitado y por ocultar a su marido el interés que le despertaba Afonso, la baronesa interrogó también al teniente inglés sobre qué había visto y lo que hacía en la guerra.

– I say -dijo Cook, afinando la voz-. En este momento, soy oficial de enlace con el ejército portugués.

Ah bon! -se sorprendió Agnès.

– Indeed! -repuso el teniente-. Todo por culpa de mi portugués.

– ¿Habla portugués? -preguntó con asombro, por su parte, el barón Redier.

– Right ho! -asintió Cook-. Viví tres años en Brasil.

– Ah -exclamó el barón-. ¿En Río de Janeiro?

– Manaus.

El barón alzó las cejas, dando a entender que no reconocía ese nombre.

– Pardon?

– Manaus. Es una ciudad en medio del Amazonas.

– ¿Y qué estaba haciendo usted en el Amazonas? -intervino Agnès retomando el hilo de la conversación.

– It's a long story. -Cook se rió-. Tuve un conflicto familiar en Hendon, donde vivo, y me embarqué a Brasil. En Río conocí a un carpintero inglés que trabajaba en una hacienda cerca de Manaus y me convenció de que fuese a conocer la selva. Me quedé en Manaus. Como tenía algunos ahorros y cierta habilidad para la mecánica, compré un pequeño barco a vapor, en el que transportaba a caucheros o comerciantes por el Amazonas o por el río Negro hasta las haciendas. Nadie hablaba inglés, así que tuve que aprender el portugués.

– Alphonse -dijo la baronesa-, ¿lo habla bien el teniente?

– No está mal -respondió el capitán, mirando al teniente inglés con la expresión de quien le está haciendo un favor.

– Después volví a Hendon y comenzó la guerra -continuó Cook, ignorando la amistosa provocación-. Mi habilidad para la mecánica me llevó al Royal Flying Corps.

– ¿No le da miedo volar? -preguntó Agnès, curiosa.

– Heavens, no -replicó el teniente, meneando con vehemencia la cabeza-. I love it! Excepto cuando aparecen los jemes, claro.

– ¿Los jerries?

– Los boches -corrigió Cook-. Los llamamos jerries.

– ¿No los llaman boches?

– A veces. Boches, jerries, Fritz, Huns, who cares?

– Huns? ¿Qué es eso? ¿Un nombre?

– Hunos -explicó Afonso, interrumpiendo el diálogo-. Los ingleses los llaman hunos.

– Ah -comprendió Agnès-. Hunos, los bárbaros.

– Yes -confirmó Cook-. Pero ellos también se llaman a sí mismos «hunos».

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso, suspendiendo un bocado en el aire-. Nunca lo había oído.

– Oh, yes, they do! -repuso el inglés casi canturreando-. Usan en los cinturones la frase: «Gott mit Uns». Lo he visto.

– Eso es otra cosa -exclamó Afonso con una carcajada-. Gott mit Uns significa: «Dios está con nosotros».

– Dios está con los hunos -corrigió Cook.

– Con nosotros -insistió el capitán.

– Alphonse -intervino Agnès-, ¿usted habla alemán?

Afonso miró a la francesa y no pudo dejar de admirar su atención a los detalles.

– Un petit peu.

– Ah bon! -exclamó la baronesa en tono de admiración elogiosa-. ¿Y dónde aprendió?

Afonso vaciló, considerando las consecuencias de la respuesta. Prefirió una fórmula evasiva.

– En el colegio.

– ¿Enseñan alemán en los colegios portugueses?

Era una buena pregunta. El capitán sintió que una gota de sudor le brotaba en la frente y que un calor repentino le invadía las axilas. Todos los comensales se callaron y dejaron de masticar, mirando al portugués y aguardando la respuesta con moderada expectativa. Instintivamente, Afonso no quiso contar la verdad, no quiso decir que había acudido al seminario en Braga ni quiso hablar del padre Fachetti, que le había enseñado alemán, pero no entendía muy bien por qué motivo se negaba a revelar ese hecho. O, para ser totalmente sincero, lo entendía, aunque no quisiese reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Hablar del seminario sería dar indicios de que había estudiado para sacerdote, lo que el capitán pretendía evitar a toda costa, ni pensar en dejar que asomase en la mente de la francesa el menor recelo de que él podría resultarle inaccesible, o que las mujeres le eran indiferentes. Hasta admitió la posibilidad de alegar que los colegios portugueses tenían capacidades pedagógicas excepcionales, pero de inmediato comprendió que ésa sería una afirmación absurda y susceptible de despertar sospechas. Más valía optar por las medias verdades.

– Digamos que mis padres me mandaron a un colegio especial, donde se enseñaban varias lenguas.

Ah bon! -concluyó Agnès, dando muestras de creer en la respuesta-. ¿Y qué otras lenguas aprendió?

– ¿Además del francés, el inglés y el alemán? -preguntó Afonso-. También aprendí italiano y latín.

– ¡Pero eso es una maravilla! -dijo fascinada la baronesa-. ¡Usted es un políglota formidable!

Tante grazie, signorina, le displace si non parlo francese? -soltó el portugués, con una buena pronunciación del italiano.

– Oh la la! -Agnès se rio, aplaudiendo y mostrando sus dientes blancos y bien alineados.

Hubo una nueva ronda de brindis, y Afonso soltó unas frases más en italiano, palabras que nadie comprendía pero que produjeron su efecto en aquel juego subliminal de seducción que se había establecido entre los dos. Cuando se agotaron los italianismos, el barón se dirigió al teniente inglés.

– Todo esto venía a propósito, no me pregunten cómo, de su experiencia en la Fuerza Aérea.

– Right ho! -exclamó Cook, como quien regresa a la Tierra-. ¿Por dónde iba?

– Por la Fuerza Aérea. Vino de Brasil y se alistó en la Fuerza Aérea para ir a la guerra.

– Oh yes! -dijo-. Me alisté en el Royal Flying Corps y de ahí pasé a Francia. En aquel momento, hace tres años, los aviones parecían hechos de cartón y sólo servían para vuelos de reconocimiento. Mi primer vehículo fue un Farman HF-20, de fabricación francesa, comprado a la Aéronautique Militaire, la fuerza aérea francesa. Después comenzaron a aparecer nuevos aviones y tuve un Nieuport 11, también francés, un gran avión, que estaba armado con una Vickers y ya servía para combate.

– ¿Y mató a muchos alemanes? -quiso saber Agnès.

– Estuve encargado en general de operaciones de reconocimiento. Mis misiones consistían en fotografiar las trincheras, comprobar lo que ocurría detrás de las líneas enemigas y, últimamente, sobrevivir a los ataques antiaéreos de los jerries. Pero en una ocasión llegué a derribar un Fokker.

– ¿Un qué? -interrumpió el barón.

– Un Fokker, un avión alemán.

– Pero ¿los aviones de los boches no son los Tauber?

– También -contestó Cook entre risas-. Los Tauber son uno de los modelos boches, casualmente el que conocen los civiles, pero tienen otros aparatos, como los Fokker, los Gotha, los Halberstadt, los Albatros y otros.

– ¿Y tenía miedo? -preguntó Agnès, insistiendo en la cuestión que había planteado antes.

– Always -asintió el teniente inglés, que adoptó enseguida una actitud pensativa-. Pero hubo una ocasión en que tuve más miedo de ser capturado vivo que de morir.

– ¿Cuándo?

– Las operaciones de reconocimiento son muy ingratas en el Somme a causa del tiempo. Siempre está nublado, las nubes son bajas y ocultan las líneas enemigas, por lo que no hacen posibles las fotografías aéreas. El año pasado, debido a la ofensiva en el Somme, recibimos la orden de fotografiar las posiciones enemigas. Nos cansamos de sobrevolar las líneas, sin éxito alguno, porque las nubes permanecían cerradas. Un día estábamos jugando al football cerca del aeródromo cuando comenzaron a sonar las sirenas. Había habido un claro en las nubes y teníamos que aprovecharlo. Fuimos corriendo hasta el aeródromo y yo, sin tiempo para cambiarme de ropa, salté al cock-pit vestido como estaba para jugar al football. Allí arriba hacía un frío tremendo y, castañeteando los dientes, con las rodillas desnudas y viendo las explosiones de las granadas del ataque antiaéreo a mi alrededor, comencé a sentir un miedo terrible a ser alcanzado y a tener que aterrizar detrás de las líneas enemigas. ¿Se imaginan a los boches yéndome a buscar al avión y viéndome salir con pantalones cortos, vestido como un footballer?

Todos se rieron, divertidos. El teniente inglés mantuvo una actitud impenetrable, como si hubiese contado algo grave. Sorbió un trago de tinto y retomó la palabra.

– Este año fui abatido durante el gran dogfight del 26 de abril, aquí cerca. Fue una batalla aérea en la que intervinieron noventa y cuatro aviones, el mayor dogfight de la historia de la guerra. El Royal Flying Corps fue diezmado, yo me quedé sin avión y, como hablaba portugués y el Cuerpo Expedicionario Portugués acababa de llegar a Flandes, me destacaron como oficial de enlace. Et voilá.

Todos los comensales callaron. La historia del vuelo con ropa de football había sido graciosa, pero el final no. Se hizo un silencio embarazoso y fue Afonso quien, interesado en el detalle deportivo del relato, volvió a sacar el tema.

– ¿Le gusta jugar al football?

– Sólo al association football.

– ¿Hay más tipos de football?

– Sí-asintió Cook-. Está también el rugby football.

– Bien, me refiero al que se juega con los pies.

– Ambos se juegan con los pies, por eso se llaman football -dijo el inglés entre risas.

Afonso se quedó cortado.

– Pero ¿cuál es la diferencia entre ellos?

– El association football sólo autoriza a sujetar la pelota con las manos al goalkeeper, mientras que el rugby football permite que todos los jugadores cojan la pelota con la mano, aunque los goals se marquen con el pie.

– ¡ Ah! -entendió Afonso-. Entonces en Portugal sólo conocemos el association football.

– Justamente es el que me gusta a mí -exclamó el inglés-. Es menos violento, están prohibidos los empujones y también las obstrucciones, no es como el rugby football, más propio de energúmenos rústicos que de verdaderos gentlemen.

El capitán se dio cuenta de que los anfitriones no entendían la conversación y, diplomáticamente, refrenó su entusiasmo. Quería contar las aventuras de su infancia detrás de una pelota de trapo, los desvaríos de su juventud dando puntapiés a un canto rodado y hasta los grandes matches a los que asistió en Campo Pequeño, en las Salésias y en la Quinta da Feiteira, pero se contuvo.

Agnès aprovechó la oportunidad para dejar de lado el tema deportivo, que decididamente no le interesaba.

– Entonces usted está ahora con los portugueses -dijo, dirigiéndose al teniente inglés.

– Yes.

– ¿Y le gustan?

– Right ho! -asintió mirando a Afonso-. Son simpáticos, unos verdaderos jolly good fellows, y, además, no hay que olvidar que son nuestros más antiguos aliados.

– Son buenos soldados… -dijo la anfitriona, entre interrogativa y afirmativa.

La respuesta fue inesperada.

– Well, no exageremos.

– ¿No son buenos soldados?

– Mire, para que haya buenos soldados hace falta sobre todo que haya buena organización. Enséñeme un ejército bien organizado y yo le enseñaré buenos soldados. La organización produce disciplina, motivación y esprit de corps. Los portugueses son unos merry men, unos hombres relajados, tímidos y pacíficos, pero su organización, lamento decirlo, deja mucho que desear.

Afonso se mantuvo callado. Ya había conversado una vez con Cook en el comedor de los oficiales de la brigada sobre este tema y conocía sus poco diplomáticas opiniones, por lo que estas palabras no eran una novedad para él. El teniente inglés se expresaba con un candor apabullante, casi cruel, pero el capitán pensaba, en lo más íntimo, que lo que decía era verdad. En la fase de instrucción, Afonso había pasado una temporada en las trincheras inglesas y sabía cuán diferentes eran de las portuguesas en términos de organización, disciplina, higiene y trabajo.

– Los portugueses son desorganizados… -soltó Agnès, sonriente, como quien dice que no se trata de un pecado muy grande.

– Right ho! -confirmó Cook-. Son los campeones de la improvisación, y eso se puede pagar caro cuando se está en una guerra.

– Tal vez amen demasiado la vida y entiendan que hay cosas más interesantes que andar matándose los unos a los otros -aventuró la francesa, que miró a Afonso como alentándolo.

El portugués aprovechó la alusión.

– Quítennos el amor, el vino, nuestro pan, el chorizo y el sol, y nos quitan la alegría -observó con una sonrisa.

Era una oportunidad para cambiar de tema, lo que Agnès y Afonso deseaban ardientemente, pero el barón Redier no lo permitió.

– Deme un ejemplo de desorganización portuguesa -solicitó el barón al teniente inglés.

– La cuestión de la limpieza de las trincheras -respondió Cook casi de inmediato.

– ¿La limpieza?

– La limpieza. Este es un aspecto que parece irrelevante para definir un buen ejército y, no obstante, es de enorme importancia. Por las normas de higiene es posible descubrir los niveles de organización, disciplina y motivación de un ejército.

– ¿Las trincheras portuguesas son sucias? -preguntó el barón, con una mueca maliciosa.

– Las portuguesas y las francesas -se adelantó Cook para no dejar que el barón se burlase del capitán.

La mueca de Redier se deshizo y su rostro reveló un súbito rubor irritado que el teniente inglés ignoró. Si le hacían preguntas, respondía, y ¿qué culpa tenía él de que las respuestas no le agradasen a quien preguntaba?

– ¿Las francesas?

– Right ho! -confirmó Cook-. Después de visitar varias trincheras, aliadas y enemigas, mis amigos del Royal Flying Corps y yo ya hemos elaborado una lista de las más limpias, por orden decreciente. ¿Quiere saber cuáles son?

– Bien sûr.

– Very well -dijo el teniente, que adoptó el gesto de quien está haciendo un esfuerzo de memoria-. Los ases de la limpieza son los ingleses y los protestantes alemanes, especialmente los prusianos. Después vienen los galeses, los canadienses y los irlandeses protestantes. Los siguen los católicos irlandeses y los católicos alemanes, como los bávaros. A continuación, los escoceses, los franceses y los belgas. En el escalón más bajo están los hindúes. Después, los argelinos. Por último, los portugueses, los ases de la mugre.

Se hizo el silencio.

– Eso no es muy agradable -cortó Agnès, agobiada por el rumbo de la conversación y por los comentarios del teniente, que consideró desagradables e innecesarios.

– Me pidieron la verdad y la he dicho -repuso Cook, haciendo un gesto de impotencia-. El capitán Afonso ya conoce mis opiniones y, por lo que he podido captar de su reacción, creo que incluso está de acuerdo.

Afonso sintió que tenía que decir algo. Carraspeó, afinando las cuerdas vocales antes de hablar.

– Es un hecho que las trincheras portuguesas están lejos de ser un modelo -admitió-. Tenemos un problema con nuestro cuadro de oficiales que, en general, no cree en la participación de Portugal en esta guerra. Los hombres se están cansando, aún no se ha hecho roulement de las tropas y hay un gradual deterioro de la disciplina. Como consecuencia, por ejemplo, las letrinas no están convenientemente limpias y la basura se acumula en las trincheras. Además, no existe en Portugal el hábito de ducharse regularmente. La campaña de los higienistas, que se extendió por Europa en el siglo pasado, no ha llegado a nuestro país, donde se considera que el baño es un placer narcisista de mujeres ociosas y fútiles, casi un pecado. Hemos impuesto a nuestros soldados la obligación de una ducha semanal, pero a la mayoría le parece una exageración y muchos evitan el agua, consideran incluso que la suciedad es la mejor defensa contra las enfermedades, y para colmo, con el frío que hace y que no estamos habituados, los soldados huyen del baño como el demonio de la cruz. Es un problema que tenemos que resolver.

– Pero fíjate, Afonso, en que aún son peores vuestros oficiales -insistió el inglés-. Los soldados, por lo menos, muestran buena voluntad, pero los oficiales portugueses…

– Lo admito -coincidió el capitán-. Tenemos muchos oficiales disgustados por el esfuerzo de la guerra, son poco puntuales, no ejecutan inmediatamente las órdenes que reciben, se pasan la vida hablando mal de todo y les importa muy poco el bienestar de sus hombres. Con oficiales así, es francamente difícil motivar a los soldados.

– Para ser totalmente justo, hay otro problema que no has mencionado y que contribuye mucho a aumentar el problema -replicó el teniente Cook.

– ¿Cuál?

– La naturaleza de las propias trincheras ocupadas por vuestras tropas -dijo el oficial británico-. La entrega del sector de Neuve Chapelle a los portugueses fue un regalo envenenado. Neuve Chapelle está situada en un barrizal bajo, dominado por las cumbres de Aubert-Fromelles, una posición elevada que ocupan los erries. Cuando llueve, los hombres que defienden Neuve Chapelle tienen que lidiar no sólo con el agua que les cae encima, también con la que viene del sector boche a través del foso que baja por el camino Estaires-La Bassée. La consecuencia es que las trincheras están siempre inundadas de agua y barro; así pues, vuelven vano cualquier esfuerzo de limpieza. Por ello, quien se encuentra en Neuve Chapelle está condenado a vivir como una rata.

Pero el barón Redier ya nada oía, se sentía ahora más preocupado por la observación sobre lo que ocurría en las trincheras francesas e insistió dirigiéndose a Cook:

– Usted ha colocado las trincheras francesas sólo un punto por encima de las hindúes.

– Yes.

– C'est pas posible! -exclamó, sacudiendo la cabeza y negándose a aceptar tal comparación.

– Y, no obstante, es verdad.

Afonso decidió acudir en auxilio de su anfitrión.

– Mire, monsieur le barón, es un hecho que las trincheras portuguesas y francesas son más sucias que las inglesas, y que nuestros hábitos de aseo son menos firmes que los de nuestros aliados -dijo-, pero es una exageración reducir la calidad de un ejército a la limpieza de las trincheras y a los hábitos de higiene de los hombres. Los ingleses pueden ser muy limpios y organizados, pero, desde el punto de vista militar, los franceses ofrecen mejores tácticas de combate.

– Ah bon?-soltó el barón, recuperando su autoestima.

– Los ingleses creen en el sistema de llenar la línea del frente de soldados cuando ataca el enemigo, pero los franceses ya se han dado cuenta de que eso es disparatado y, tal como los alemanes, concentran sus fuerzas en la retaguardia -concluyó el capitán.

– ¿Cuál es la diferencia?

– La diferencia es que los ingleses pierden inútilmente muchos hombres en los bombardeos preliminares del enemigo, mientras que los franceses y los alemanes los protegen en la retaguardia y sólo los mandan a las primeras líneas cuando es realmente necesario. Es más inteligente.

El barón miró al teniente Cook con expresión de triunfo.

– Alors?

– I agree -repuso el inglés, coincidiendo con la observación de Afonso-. El capitán y yo hemos hablado mucho sobre este asunto, nuestras tácticas son excesivamente inflexibles y conservadoras. Lamentablemente, nuestros altos oficiales son todos de la vieja escuela y se resisten a los modelos innovadores y más dinámicos. Como diría nuestro amigo Afonso, es un problema que tenemos que resolver.

– Y lo peor es que nuestro ejército está bebiendo de la doctrina inglesa -dijo el capitán portugués riéndose-. Así pues, imitamos a los ingleses en lo que tienen de peor y no los imitamos en lo que tienen de mejor.

El alargado reloj de caja alta colgado de la pared, un antiguo regulador vienés Biedermeier, soltó un chasquido y, acto seguido, marcó ruidosamente las nueve de la noche, con su esfera plateada y su mecanismo de grande sonnerie que funcionaba a la perfección. Agnès pensó que ya era hora de acabar con las comparaciones entre ejércitos. Se dio cuenta de que, cuando los interlocutores eran de nacionalidades diferentes y decidían ser sinceros, estos diálogos resultaban a veces humillantes para algunos. Hacía falta tacto, algo que, de manera manifiesta, estaba ausente en aquella mesa. La cena había concluido, así que convenía aprovechar los oportunos gongs del Biedermeier para acabar con el tema y que no volviese a surgir. Terminados los gongs, la francesa se levantó de la mesa, decidida a no perder la oportunidad que se le presentaba.

– M'sieurs -anunció-. Hagan el favor de pasar a la sala, donde nos esperan los licores y donde les quiero mostrar un objeto artístico que, sin duda, los sorprenderá.


El sonido del piano acababa ahogado por la enorme algazara que llenaba el salón. El humo del tabaco, espeso y denso, flotaba como una nube dentro del estaminet A Cambrinus, en Merville, pero nadie parecía molesto, a peores y más peligrosos humos estaban ya todos habituados en las trincheras. Junto a la ventana, un tommy delgaducho deslizaba los dedos por el piano barato, desafiando vigorosamente la cacofonía de las conversaciones con un fox-trot animado, de versos incomprensibles para los lanudos, pero vagamente seguidos por algunos ingleses más entorpecidos por el alcohol.

lf I were the only girl in the world…

Una muchacha delgada, con un delantal sucio sobre el vientre, zigzagueó, esbelta, entre las mesas llenas de hombres ruidosos, sosteniendo con la punta de los dedos de la mano derecha una bandeja con vasos de cerveza blanche. Baltazar, el Viejo, la vio y estiró la cabeza.

– T'es bonne! -bramó el veterano, insinuando una invitación sexual-. Mademoiselle coucher avec moi?

La muchacha sonrió y prosiguió sin responder. Estaba habituada a los lances de los soldados, a los groseros piropos de cuartel y al descuidado patois francés de las trincheras, hecho de un conjunto limitado de palabras, como compris, pas compris, bonne, pas bonne, fini, coucher avec, manger, promenade y poco más.

– ¡Qué muchacha de categoría! -dijo Baltazar, volviéndose hacia la mesa. Bebió un sorbo de cerveza, apoyó la jarra pesadamente y eructó-. Hoy tenemos que ir de putas.

– Oye, Baltazar, que ya no tienes edad para eso -respondió Vicente, el Manitas-. Y además estás herido, tienes que descansar.

Baltazar pasó la mano por la venda que le cubría la oreja.

– Estoy herido en la oreja, no en la picha -replicó apuntando a la ingle.

– Compañero, 'stoy hecho polvo -se quejó Vicente-. Pasamos la mañana en la mierda de los trabajos de fortificación y la tarde con las marchas y la instrucción con las bayonetas, esa lata de las estocadas contra sacos colgados y sacos en el suelo, además de todos esos ejercicios de culatazos, rodillazos, zancadillas y cabezazos, de manera que'stoy que no me tengo en pie.

– Joder, no seas maricón -advirtió Baltazar-. La mejor manera de recuperarse del cansancio es una buena jodienda.

– ¿Qué opinas? -preguntó Vicente a Matias, el Grande.

Con los ojos fijos y melancólicamente perdidos en el amarillo turbio de la blanche que sostenía entre las manos, el enorme hombre de Palmeira se mostraba distante y taciturno. No llegaba a hacerse a la idea de la muerte de Daniel, su amigo de la infancia, y la imagen del cuerpo y la cabeza cayendo del cielo ensombrecía sus pesadillas desde el combate de la semana anterior. Había salido ya de las trincheras, pero era como si aún estuviese allí, rumiando el episodio constantemente, angustiado e invadido de incontenibles sentimientos de culpa, pensando que deberían haber abandonado antes la línea del frente, o si no unos segundos más tarde, imaginando la carta que le pediría al sargento que escribiese comunicando la noticia a la mujer del Beato, destacando las palabras, las ideas, los sentimientos, la rabia, la resignación, la tristeza. Matias miró a Vicente; parecía despertar de un sueño lejano. -¿Eh?

– ¿Tú qué opinas?

– ¿Qué opino de qué?

– De irnos de putas, hombre -dijo Vicente con impaciencia-. ¿Estás dormido o qué?

– ¿Ir de putas? -preguntó Matias, como si se tratase de una idea extraordinaria. Parecía atontado y se tomó un segundo para pensar-. Vamos.

– ¡Está decidido, pues! -exclamó Baltazar, golpeando con la palma de la mano la mesa de madera-. ¡Nos vamos de putas!

– ¿Alguien tiene pasta para prestarme? -preguntó Abel, medio mareado por el efecto de las cervezas-. Sin pasta no puedo permitirme ese vicio.

– Yo tengo pasta, Canijo, quédate tranquilo -dijo Baltazar, mostrando unos francos-. Montones de monei. -Se volvió hacia Matias-. Desde el golpazo del otro día andas muy caído, hombre. Te hicieron un homenaje de categoría, te promovieron a primer cabo, ¿qué más quieres?

– Me cago en el homenaje y en la promoción -exclamó Matías, que se incorporó y dejó algunas monedas en la mesa para pagar sus dos cervezas-. Vámonos.

El grupo se levantó, salió del estaminet y enfiló por la calle sucia y embarrada en dirección al burdel de Merville.

– Pero, Matías, la promoción te viene bien, siempre ganas unos cuartos más.

– Y una mierda.

– ¿No son veinte francos?

– Sí.

– Mejor que nosotros, caramba. Seguimos en los quince y la verdad es que también nos hemos jugado el pellejo.

Matías se encogió de hombros y, arrastrando a Abel consigo, fue a orinar junto a un árbol, en el arcén. Los otros dos compañeros se adelantaron un poco. Baltazar se puso a cantar «¡Oh, almendro! ¿Qué es de tu rama!», pero Vicente interrumpió sus gritos estridentes y desafinados.

– Cállate -vociferó-. Estás dando un espectáculo.

– ¿Qué coño te pasa, Manitas? -replicó Baltazar-. ¿Estás nervioso por culpa de las mademoiselles que nos vamos a follar?

– Cállate.

– ¡Ya sé, Manitas, tu problema es que vas a tener una mujer de categoría y a ti te gusta más darle a la mano! -dijo Baltazar en medio de una carcajada grosera-. ¡Manitas prefiere la manita!

– ¡Cállate, 'stás en pedo!

Baltazar se calló. Matías y Abel se les juntaron y el grupo continuó en silencio por la calle, los cuatro sorteando los charcos de barro frecuentes en el camino y arrastrando por el suelo las puntas de los grandes uniformes. Eran ropas confeccionadas para soldados ingleses, más altos, y que para los portugueses resultaban ridículamente enormes, las mangas por encima de las manos, los bajos de los pantalones hundidos en el barro, verdaderos enanos con trajes de gigantes. Sólo Matías Silva, el hombretón cuya estatura elevada hacía honor al apodo del Grande, parecía hecho a la medida de aquel uniforme.

El burdel quedaba en una esquina de la avenida principal de Merville, hacia donde se dirigieron lentamente. En una calle de la avenida vieron a un chiquillo sentado en un muro frente a una casa con un agujero en la pared lateral.

– M'sieurs! -los llamó el chico-. Voulez-vous ma soeur? Very good jig-a-jig. Demoiselle very cheap. Very good.

El francesito tenía unos diez años de edad y, claramente, por su mezcla de inglés y francés, confundía a los soldados portugueses con tommies ingleses.

– ¿Qué quiere el chico? -preguntó Vicente a Baltazar.

– Está ofreciendo a su hermana -explicó el veterano, deteniéndose y mirando al niño francés-. Coucher avec mademoiselle?

– Oui m'sieur, tres jolie, tres bon marché.

– Combien?

– Cinq francs.

– Es barato -comentó Baltazar a sus amigos-. Nos cobra cinco francos por su hermana.

– ¿Y es realmente su hermana? -se asombró Abel, el Canijo.

– ¡Qué sé yo! -exclamó Baltazar, encogiéndose de hombros-. Deben de ser refugiados belgas.

– Vamos -dijo Matías.

– Ten calma, espera un poco -replicó Baltazar, volviéndose al chico para saber dónde se encontraba la hermana-. Oú est mademoiselle?

El francés, que acaso era belga, se apartó del muro y cruzó la calle.

– Venez! -dijo entrando en el patio de una casa baja del otro lado de la calle y haciéndoles una seña para que lo siguiesen.

Los portugueses se miraron y, con un paso lento y vacilante, fueron detrás de él. Llegaron a la casa, en realidad unas ruinas ya sin tejado, y encontraron al chico que los esperaba al fondo de unas escaleras, junto a la puerta de lo que parecía ser un sótano con acceso exterior. Bajaron las escaleras y el adolescente los invitó a entrar. Estaba oscuro en el sótano, pero pronto distinguieron una vela encendida en el rincón. Entraron y vieron a una muchacha sentada sobre una tela ancha, una almohada al lado, utensilios de cocina en otro rincón del sótano.

– Cinq francs pour ma soeur -repitió el muchacho, enseñando los cinco dedos de la mano.

Los cuatro portugueses miraron a la chica, esmirriada y menuda, que los miraba algo nerviosa, con los ojos cansados que iban de un soldado al otro.

– Promenade avec moi?

– Esta chiquilla no tiene más de catorce años -comentó Marias en voz baja, sacudiendo la cabeza.

– Es casi de la edad de mi hija -observó Baltazar, sin despegar los ojos de la chica. No le pasaron inadvertidos sus pequeños senos juveniles-. ¿Habéis visto sus tetitas? Parecen bellotas.

Marias, el Grande, se acercó, puso la mano en el bolsillo, sacó unas monedas y se las dio a la muchacha, quien guardó el dinero y comenzó a desnudarse.

– ¿Te lo vas a hacer con ella? -preguntó Vicente.

– ¿Estás loco? -respondió Marias, dando media vuelta y saliendo del sótano-. Vámonos.

El grupo abandonó el sótano y volvió a la calle, dejando a los adolescentes atrás.

– ¡Una niña de esa edad! -exclamó Baltazar-. Es pecado.

– ¿E ir de putas no es pecado? -quiso saber Abel.

– Ir de putas es una necesidad -explicó Baltazar-. Pero con niñas es pecado.

– Conozco a un tipo que se tiró a una de estas refugiadas -comentó Vicente, el Manitas.

– ¿Una chica como ésta?

– Sí, muy jovencita.

– ¿Y qué le pareció?

– Una maravilla -respondió Vicente-. Me dijo que estaba cachondo y que la refugiada se la puso bien dura.

Todos se rieron nerviosamente.


El barón Redier ya se había excusado ante los huéspedes y se había retirado a sus aposentos. Era un hombre de hábitos fijos, le gustaban los actos rutinarios, pasear por los mismos sitios, comer los mismos platos, dormir a la hora justa. Agnès se quedó en la sala con los dos oficiales junto a la chimenea, ella con un champagne en su mecedora, Afonso instalado en el canapé con el whisky de costumbre, Cook con un oporto en un sillón de caoba tapizado y con brazos labrados con formas serpentinas. El inglés cogió una caja de madera con puros, en cuya tapa se leía «Tabak-en-Sigaren», registrado por la P.G.C. Hajenius, la célebre casa de tabaco de la avenida Damrak, en Amsterdam. La abrió y ofreció Coronitas a sus dos acompañantes, que no quisieron. Acabó encendiendo él mismo uno de los cortos habanos, que aspiró con gusto, y el aroma cálido y agradable del puro llenó la sala con su perfume tropical. Conversaron sobre todo y especialmente sobre la guerra, el tema que dominaba sus vidas. El capitán se mostraba particularmente interesado en entender cómo veían la guerra los ingleses, si la encaraban de manera diferente a la de los portugueses, y la copa de oporto pareció haberle soltado la lengua al teniente Cook. Agnès intentaba igualmente entender si lo que le decían sobre las hostilidades era verdadero o falso, si los alemanes eran de verdad crueles y cobardes como los describía la prensa, si la guerra acabaría o no. El teniente Timothy Cook, con tres años de experiencia en el conflicto, se reveló como una verdadera mina de información.

– All lies -exclamó el teniente después de una bocanada, sin vacilar en considerar mentirosas muchas de las noticias publicadas en los periódicos. Comprendió la confusión de su inter- locutora y tradujo al francés-: Mensonges.

– Mensonges?

– Yes -asintió-. Los poilus llaman a eso bourrage de crâne. Es como si los periódicos fuesen una fábrica de producir mentiras.

– Par exemple?

– ¡Oh, qué sé yo, tantas cosas! Mire, una vez estuve en Champagne durante una semana, probando un Farman en un aeródromo francés, y las cosas se presentaban tranquilas. Pues leí en los periódicos que allí había habido una poderosa ofensiva alemana que acabó interrumpida sin que el ejército francés hubiese retrocedido un solo metro. All lies. Otra vez ocurrió lo contrario. Con ocasión de la ofensiva de Somme, en la que daba la impresión de que el Infierno había bajado a la Tierra, los periódicos divulgaron la noticia de que todo estaba tranquilo en la zona del frente.

Agnès se quedó mirándolo, confundida.

– Bien -concedió-. Pero ¿no es verdad que los boches son crueles?

– I say -replicó Cook-. No más que nosotros. Si aparecemos frente a ellos, intentan matarnos, pero ¿no es eso, al fin y al cabo, lo que también les hacemos nosotros? Para ser totalmente honesto, yo diría que algunos son unos very decent chaps. Un amigo mío que está en los Royal Welch me contó que, durante una ofensiva desastrosa en el sector de Béthune, millares de hombres nuestros se quedaron caídos en la Tierra de Nadie, heridos y agonizando. Pues los boches, suspendido el ataque, no dispararon un solo tiro durante la noche, dejando que nuestros camilleros fuesen a buscar a todos los heridos y hasta a muchos muertos.

– No me diga que a usted le gustan los boches…

– Don't get me wrong -dijo Cook, sacudiendo la cabeza-. Si me enfrento con uno, me resulta más fácil liquidarlo que hacerlo prisionero.

– ¿En serio?

– Hacer prisioneros da mucho trabajo -explicó, haciendo una breve pausa para aspirar su Coronita-. Algunos oficiales no vacilan en dar órdenes tajantes para que no se hagan prisioneros.

– Y eso quiere decir…

– Matarlos on the spot, no darle tregua a nadie -aclaró el teniente, que echó el humo retenido en los pulmones.

– ¿Ustedes hacen eso?

– Right ho! -confirmó-. Si tenemos prisa o estamos especialmente furiosos porque han matado a un amigo nuestro, eso se da por añadidura. Pero debo decirle que, a este respecto, los peores son, de lejos, los canadienses y los australianos, que tienen fama de matar a todos los boches que se rinden. Con ellos no se juega.

– Mon Dieu!

C'est la guerre -concluyó Cook, utilizando la expresión entonces muy en boga siempre que se mencionaban las desgracias derivadas del conflicto.

Como ocurría cuando se hablaba de la guerra, la conversación se había adentrado en caminos desagradables. Afonso sintió que era necesario cambiar de rumbo. Por ello, aprovechó la pausa para intentar conocer a Agnès.

– Debe de ser difícil para una mujer bonita y encantadora como usted vivir en este rincón turbulento de Francia.

Agnès sonrió, complacida por el piropo.

C'est pas facile -dijo ella. Encaró a Afonso, sonrió seductoramente y añadió-: No obstante, a veces, tengo la satisfacción de conocer a unos oficiales très charmants que me dejan encantada.

El portugués casi se atragantó con el whisky, no se esperaba esa respuesta, las damas en Portugal solían ser más pasivas en el juego de la seducción. El capitán se quedó sin saber qué decir. Tragó en seco, muy sonrojado, y prosiguió sin acusar el impacto.

– Imagino que… con todos los soldados en la calle… no puede andar por ahí paseando a sus anchas. ¿Cómo consigue llenar su tiempo?

– Leo. Leo mucho.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué lee?

– Oh, un poco de todo. Stendhal, Balzac, Flaubert, Dumas, Daudet, Maupassant…

– ¿Y cuál le gusta más?

– No lo sé. Tal vez Dumas, me divierte.

Afonso dejó el vaso de whisky.

– A mí también me gusta leer.

– ¿Y qué lee en Portugal?

– Bien, no tenemos tanta variedad como ustedes en Francia, pero me agradan Eça de Queiroz y Julio Dinis.

– Yo ya he leído una novela portuguesa -comentó Cook.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso-. ¿Y cuál?

– El guaraní.

¿El guaraní? -preguntó el capitán, haciendo una mueca-. Nunca he oído hablar de ese libro. ¿Seguro que era ése el título?

– Sure. El autor se llama José de Alentar.

– Qué curioso, no lo conozco. ¿Dónde encontró el libro?

– En Brasil.

– Ah, no debe de ser portugués, sin duda se trata de un escritor brasileño. ¿Le gustó?

Well, no entendí algunas palabras -dijo, riéndose el inglés-. Pero creo que sí.

– ¿Era mejor o peor que las novelas inglesas?

– Era diferente.

– ¿Y qué se lee en Inglaterra? -quiso saber Agnès, con pocas ganas de volver al juego de las comparaciones-. ¿Charles Dickens?

– Sí, ése es nuestro autor más importante, después de Shakespeare. Pero hay otros.

– ¿Por ejemplo?

– Oh, tantos. Thackeray, las hermanas Brontë, Eliot, Trollope, Stevenson, Hardy, Kipling, Conrad…

– Pues de los autores ingleses sólo he leído aquella novela de Dickens que transcurre durante la Revolución francesa.

– A tale of two cities. ¿Le gustó?

Oui -dijo alegremente la francesa-. Lloré mucho al final.

– That's Dickens, ail right -coincidió Cook con sonrisa de conocedor.

– ¿Y cuál es el escritor que más le gusta?

– Creo que Stevenson, me agrada su sentido de la aventura, el gusto por lo exótico. Pero, mire usted, estoy leyendo ahora una novela que salió hace poco tiempo y que es muy buena, muy original, muy profunda.

– ¿De qué trata?

– El libro se llama Of human bondage. Es la historia de un hombre que se enamora ciegamente de una mujer, pero ella no quiere saber nada de él. Lo extraordinario en esta novela es que el lector entra en la cabeza del personaje y comienza a pensar como él, a entender sus sentimientos, a comprender sus reacciones, a anticipar sus movimientos. El lector se transforma en el personaje.

– Parece interesante -coincidió Agnès-. ¿Quién es el autor?

– Somerset Maugham. Es un escritor nuevo, yo mismo nunca había oído hablar de él.

– Pues fíjese, la novela que he comenzado ahora a leer es lo contrario, incluso me produce dolores de cabeza.

– ¿Y por qué?

– Porque la historia no avanza. Mon Dieu, da la impresión de que no tiene historia.

– ¿Y qué obra maestra es ésa?

À la recherche du temps perdu. Es un título que me parece adecuado, porque ya me siento buscando el tiempo que esa novela me hace perder. Fíjese que las primeras cincuenta páginas se dedican a una escena en la que el personaje se encuentra en la cama esperando que su madre vaya a darle el beso de las buenas noches. ¡Cincuenta páginas para eso!

Todos se rieron.

– ¿Y quién es el genio que ha escrito esa obra de arte?

– Marcel Proust.

– No irá muy lejos -sentenció Cook.

– No diga eso, el libro está extraordinariamente bien escrito.

– Pero ¿cuál es la historia?

– Ése es el problema, aún no he captado la historia -observó Agnès, pensativa-. Es cierto que voy aún por el principio, pero me parece que el personaje anda en busca de cosas de su memoria, de cosas perdidas en el tiempo, de ahí el título, posiblemente. Es algo extraño, pero me da la impresión de que, tal vez más que de historias, éste es un libro hecho de sensaciones, de impresiones, de olores, de sabores, de sonidos, de colores, de emociones, de afectos. Yo diría que es un gran fresco coloreado con nostalgia, momentos mágicos de la infancia, pequeñas cosas.

– Mire, yo tengo un amigo que una vez me dio la definición perfecta de lo que es un buen libro -dijo Cook, que efectuó una pausa teatral para echar una bocanada fragante de su Coronita-. Un buen libro es aquel que está bien escrito y tiene una buena historia. Si el libro está bien escrito pero la historia es mala, el libro no es bueno. Si el libro tiene una buena historia pero está mal escrito, tampoco es bueno. El libro sólo es bueno si tiene una buena historia y está bien escrito.

La leña en la chimenea crepitaba suavemente y los tres se recostaron en los respectivos asientos, tranquilos y serenos, disfrutando del momento y digiriendo aquella idea. Todos recordaron las novelas leídas a lo largo de sus vidas, pensaron en las que tenían buenas historias pero estaban mal escritas y en las que estaban bien escritas pero tenían malas historias. Y pensaron sobre todo en aquellas obras, raras y preciosas, que, con palabras sencillas y elegantes, frases graciosas y bien estructuradas, incluso poderosas, contaban historias inolvidables y arrebatadoras. Sí, coincidieron, ésos sí que eran libros realmente buenos. ¿Cuántas excelentes historias no se habrán desperdiciado en malos textos, cuántos buenos redactores no se habrán perdido en malas historias? Es como la pintura, consideró Afonso. ¿De qué sirve tener buena técnica si no se tiene imaginación creativa? ¿De qué sirve tener imaginación creativa si no se domina la técnica de la pintura? ¿No está siempre una al servicio de la otra, dando y recibiendo, cambiando y evolucionando, transformándose e influyéndose?

El sonido metálico y distante del Biedermeier dando la hora en el comedor llenó el silencio. Por asociación de ideas, casi sin querer, Afonso se acordó entonces de lo que había prometido la baronesa después de cenar.

– M'dame, hace un momento se refirió a un objeto artístico sorprendente…

Oui -exclamó Agnès, con el rostro iluminado, y señaló un punto de la pared encima de una estantería-. Es aquel cuadro.

Los dos oficiales se volvieron en aquella dirección y repararon, por primera vez, en un pequeño cuadro realmente extraño: era un paisaje pintado de manera poco ortodoxa, el cielo recortado por formas geométricas de diferentes tonos de azul, las casas transformadas en rectángulos tenues, los árboles en triángulos verdes.

– Good Heavens! -soltó Cook, con los ojos desorbitados-. ¿Qué es eso?

– Cubismo -explicó la baronesa, divertida por la expresión de perplejidad de los dos militares.

– ¿Cubismo?

– Es una nueva corriente artística, muy chic, muy avant garde -explicó Agnès-. Ese cuadro es de Robert Delaunay; lo compré hace unos cuatro años en la galería Kahnweiler, en París.

– Pero es horrible -dijo Cook con una mueca de rechazo.

– Yo diría que es diferente, original tal vez.

– Pero la naturaleza no es así, el cielo no es así, todo está mal pintado.

– No está mal pintado -aseguró la francesa-. La idea del cubismo no es representar el objeto tal como lo vemos, sino tal como lo conocemos. El cielo tiene varios tonos de azul porque sabemos que el cielo es así, la intensidad de su luz varía con la luz del día.

– It's ghastly! -repitió el oficial británico, aún horrorizado por lo que observaba e insistiendo en la idea de que no veía ninguna virtud artística en el cuadro. Para no dar tiempo a que le exhibiese más objetos de esa clase, susceptibles de ofender su sensibilidad estética, Cook apagó en el cenicero lo que poco que quedaba del Coronita, se levantó del sillón y bostezó-. Amigos míos, ha sido una reunión agradable, pero ya son las once de la noche y tengo sueño. Mi admiración, madame, y mi agradecimiento. Afonso, old chap. Cheerio and behave yourself!

– Bonne nuit!

– Hasta mañana, Tim.

El inglés se fue. Agnès y Afonso se quedaron solos.


Los lanudos caminaban ahora por las animadas aceras de la principal avenida de Merville, evitando el pavimento embarrado de la calle, ocupado por caballos y algunos carruajes, y el movimiento del centro del pueblo los puso más alegres. Siguieron por la avenida hasta llegar a un edificio color ladrillo frente al cual se aglomeraba un considerable número de soldados: era la puerta del burdel. Le Drapeau Blanc estaba escrito en un letrero rojo encima de la entrada.

– Vaya -comentó Baltazar-. ¡Cuántos tipos necesitados!

Los soldados hacían cola; eran seguramente más de un centenar. Se mezclaban ingleses, escoceses y portugueses en medio de gran algazara, cada uno esperando su turno, casi todos en grupo, siendo raros los hombres que aguardaban solos. Se multiplicaban los chistes y las carcajadas. Las propias autoridades francesas habían montado el burdel para servir a las tropas de aquel sector, y Le Drapeau Blanc era sólo uno de los muchos existentes en la retaguardia de las líneas aliadas. Había burdeles para oficiales, más discretos y caros, donde hasta se conversaba con las prostitutas, mientras que los soldados se contentaban con versiones industrializadas y expeditivas, sin tiempo para grandes charlas porque el tiempo urgía y la clientela estaba a la espera, verdaderas fábricas de sexo masificado y en serie.

Matías y sus amigos se unieron a la cola. Delante de ellos había unos ruidosos escoceses, fácilmente reconocibles por los kilts de lana Black Watch del regimiento highlander y boinas Tom O'Shanter. Los escoceses se reían estúpidamente y daban señales de estar ebrios. Pero, al rato, Matías reconoció a dos camaradas del 8 y fue a su encuentro.

– ¿Y? -los saludó-. ¿A por putas?

– Así es -confirmó uno de los portugueses, un muchacho llamado Víctor-. Pero esto aún llevará un buen rato.

– Sí, hay mucha gente -confirmó Matías-. ¿Cuántas putas hay ahí dentro?

– Me han dicho que tres.

– Tres… -repitió Matías, haciendo mentalmente la cuenta.

– No te esfuerces, ya hemos hecho el cálculo -dijo Víctor-. Somos ciento veinte y ellas son tres, da cuarenta hombres para cada puta. A cinco minutos por polvo, da doscientos minutos más o menos.

– Doscientos minutos, más el tiempo que se pierde para quitarse la ropa y volver a vestirse -observó Matías.

– No, no -aclaró Víctor meneando la cabeza-. Esta cuenta ya incluye todo eso.

– Ah, vale -se admiró Matías-. Por tanto, sólo tenemos que esperar tres horas.

– ¡Y eso si quieres! -Víctor se rio.

Matías regresó a su lugar en la cola y les contó las novedades a sus compañeros. Sólo Baltazar pareció desanimarse.

– Tal vez deberíamos volver atrás y tirarnos a la refugiada -bromeó-. Siempre sería más rápido y barato.

Se quedaron esperando, viendo avanzar la cola lentamente y a los clientes ya saciados salir de Le Drapeau Blanc, con la felicidad estampada en el rostro, su autoestima creciendo desde los pantalones. No había dudas de que aquellas prostitutas ofrecían un servicio eficiente. En una visita anterior al burdel de Merville, a Matías lo informaron de que cada una de ellas servía al equivalente de casi un batallón por semana. Trabajaban mientras tenían fuerzas y ánimo. El límite normal eran tres semanas, después de las cuales ellas izaban la bandera blanca y, cansadas, se retiraban con el deber patriótico cumplido, pero sobre todo con unos buenos ahorros, aseguradas, probablemente, hasta el final de la guerra.

Mientras esperaban, los cuatro empezaron a hablar sobre las cualidades de las mujeres francesas en la cama, las expertas en juegos, las desvergonzadas y las púdicas, o las falsas púdicas. Estos eran asuntos con los que los hombres soñaban o de los que alardeaban con gusto. En general, preferían evitar las estadísticas, no fuese a darse el caso de que alguno de los colegas contase performances sexuales superiores, aunque ficticias. Ir con las francesas, incluidas las prostitutas, era un tema de especial orgullo entre ellos, y los más experimentados no se negaban a los comentarios. En este punto, Baltazar, el Viejo, decidió hacer una comparación con las portuguesas y descubrió que sus comentarios críticos, aunque seguidos con atención, no eran rebatidos ni corroborados por sus amigos. El hecho le resultó intrigante y los presionó hasta arrancar de Vicente una confesión que lo dejó muy sorprendido.

– Mi primera mujer la encontré aquí, en Francia -murmuró Vicente, el Manitas, con la cabeza gacha, casi avergonzado-. Nunca lo he hecho con una portuguesa.

Baltazar se quedó mirándolo, atónito.

– ¿Has venido virgen aquí?

Vicente asintió con la cabeza.

– ¿Qué edad tienes?

– Veinte.

– Válgame Dios, hombre, quien te viese no lo diría -comentó el veterano-. Cada quince días vienes de putas: da la impresión de que te has pasado toda tu vida así, desde la cuna, dale que te pego.

– ¿Sabes, Baltazar? -explicó Vicente-. Cuando se'stá en las trincheras se piensa mucho, uno piensa en la muerte, piensa en todo.

– ¡Y claro que lo sé, hombre!

Todos sabían lo que era pensar en las trincheras, durante las largas horas que pasaban esperando, hechas de puro hastío, y a lo largo de los interminables minutos de bombardeo, consumidos en el puro horror. Nadie ignoraba que había una elevada posibilidad de no salir vivos de Francia, o de salir mutilados e inválidos, y que el tiempo huía, era escaso. ¿ Cómo pasar por encima del hecho de que tal vez nunca llegarían a experimentar las cosas buenas de la vida, de que posiblemente les robarían la juventud en el lapso de pocos días, de que se les quebraría eventualmente el futuro por una bala traicionera o por una esquirla perdida? En las trincheras, el sexo era una obsesión universal, siempre presente en el lenguaje de los hombres, nunca olvidada en la mente, en los gestos, en la memoria y en el deseo. Había que aprovechar mientras era posible, mientras estaban vivos y con el cuerpo entero, mientras tenían fuerzas para aferrarse a la vida como quien abraza a su madre. Todos habían visto a demasiados amigos segados, nadie quería morir virgen. Pero lo cierto es que sólo los oficiales disponían de oportunidades genuinas de conseguir verdaderas novias francesas. A los soldados, entorpecidos por el frío y el hambre, embrutecidos por la guerra y siempre ocupados escondiéndose en las trincheras o empeñados en trabajos de fortificación en la retaguardia, les quedaba generalmente el amor comprado en una cama gastada de un burdel cualquiera. Los que llegaban vírgenes de Portugal se ocupaban deprisa del asunto en el prostíbulo o en un corral con una campesina más arisca o necesitada de dinero, no fuesen los alemanes a anticiparse y a privarlos de disfrutar de aquel fruto hasta entonces prohibido. Y hasta los muchos que ya practicaban el sexo desde antes, por estar casados o por haber encontrado mozas que no temían pecar antes del matrimonio, no se privaban de los goces de la carne siempre que se ofrecía la oportunidad, aunque a cambio de unos francos ofrecidos en un rincón oculto de unas ruinas miserables, temiendo también que les quedase poco tiempo para disfrutar de aquel placer efímero.

Pasaron tres horas en la cola de Le Drapeau Blanc y finalmente llegó el turno de los cuatro portugueses. El primero en avanzar fue, como era natural, Baltazar, el Viejo, veteranía oblige. Era un hombre casado y padre de una chica y dos niños. Su piel tenía unas arrugas prematuras para quien tenía sólo treinta y siete años, arrugas nacidas del adelgazamiento forzado en las trincheras, del aire seco de la sierra donde vivía y de la dura vida de quien estaba habituado a seguir a los rebaños en largos recorridos por los montes, pero todo eso no le impidió entrar con entusiasmo y excitación anticipada en la habitación oscura que se le abría.

Después fue el turno de Matías, el Grande. Se abrió la puerta de uno de las habitaciones, de donde salió un escocés ajustándose el cinturón del kilt verde. El jock guiñó el ojo y soltó un confuso «your turn, lad cuando pasó frente a Matías, que salió de la cola y avanzó, abrió la puerta, escuchó un «entrez» femenino, traspasó la entrada y, deteniéndose, vio a una mujer morena y delgada lavándose en una palangana al lado de la cama deshecha. La habitación estaba iluminada por una bombilla sobre la mesa de noche y la luz amarillenta que proyectaba sombras fantasmagóricas sobre las paredes. Cerró la puerta, se acercó a una silla, comenzó a quitarse el abrigo de cabritilla, pero la mujer lo interrumpió: «Seulement les pantalons». Entendió que bastaba con quitarse esa prenda y los calzoncillos, no valía la pena quitarse lo accesorio. Mientras tanto, la mujer volvió a la cama y se abrió de piernas: «Viens ici!». El avanzó sin preámbulos, ella lo recibió húmeda, él entró. «Vite! vite!», insistió ella sin simular siquiera una respiración jadeante, él lo hizo vite, pero aún tuvo tiempo de palparle las nalgas y los senos, el cuerpo adquirió cadencia, el ritmo se hizo creciente, se volvió incontrolable, sintió el estallido, se estremeció de placer, el momento se prolongó, después los músculos comenzaron a relajarse, el enorme cuerpo se fue distendiendo y calmando, despacio, despacio, disminuyeron los latidos del corazón, ella aguardó un instante pero no tardó en hacer un gesto de impaciencia, él despertó de su sopor, casi chocado por aquella prisa, salió de ella con una lentitud disgustada, ella se levantó, se dirigió a la palangana y, mientras la mano izquierda buscaba agua, la mano derecha apuntaba a la mesa: «dix francs». El se puso los calzoncillos y el pantalón, sacó dinero del bolsillo y contó diez francos, los dejó en la mesa al lado de las otras monedas y billetes ya amontonados allí: «Merci, mademoiselle, très bonne». Salió ajustándose el cinturón. Le guiñó el ojo al tommy inglés que aguardaba su oportunidad y dijo: «Te toca, gringo».

Habían pasado cinco minutos.

Se lanzaron una mirada cómplice, divertidos por la reacción de Tim ante el extraño cuadro y su precipitada ida a la habitación, pero la mirada se prolongó y, cohibidos, Afonso y Agnès recorrieron la sala con los ojos, buscando nuevos motivos de interés. Ya no tenía sentido seguir prestando atención a la original pintura de Delaunay y ambos tuvieron que contentarse con quedarse observando las llamas que crepitaban en la chimenea: la lumbre ya se veía muy tenue, lamiendo con suavidad la leña carbonizada que se amontonaba en una mezcla negra y caliente, las pequeñas llamitas incandescentes aisladas en aquella masa inerte como gotas de lava que brillasen sobre el carbón, como lágrimas de oro de la madera en su postrero soplo de vida.

– Me encanta conversar -dijo ella finalmente, volviendo a balancearse en la mecedora-. Mi marido es un hombre de pocas palabras, y eso me deja un poco frustrada, así que su presencia aquí significa un rayo de luz que ilumina mi soledad.

– Quien la oyese diría que no es feliz -comentó Afonso.

El capitán se levantó del canapé y se acercó a la chimenea, dando la espalda a su anfitriona, no quería enfrentarla, se sentía turbado e inhibido. Cogió la vara de hierro y empujó la leña junto al cascajo, atizando la llama moribunda. Volaron algunas chispas por el aire, que soltaron chasquidos secos, y las llamas crecieron con fulgor, atrevidas y orgullosas.

– Ça vous amuse, le feu…. -observó la baronesa.

– Oui, vraiment.

– En la época de Luis XVI había un estilo delicioso de cultivar la convivencia. -Suspiró Agnès-. Las personas tenían en aquel entonces el elegante hábito de enviar invitaciones en las que se leía, simplemente: «On causera», conversaremos.

Afonso removió de nuevo la leña de la chimenea, reavivando definitivamente el fuego, que volvió con fulgor moderado. El capitán se apartó, admirando su obra. Dándose finalmente por satisfecho, se limpió las manos con unas palmadas rápidas para quitarse el polvo, se incorporó y se sentó otra vez en el canapé de haya.

– No ha respondido a mi pregunta…

– ¿Cuál?

– ¿Se siente infeliz?

– No es exactamente infeliz -explicó la baronesa, pensativa-. Me siento sola, vacía, aislada. Tengo nostalgia de París.

– ¿Vivió en París?

– Oui.

– Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

– Es una larga historia.

– Me gustan las historias largas.

– ¿ Realmente quiere escucharme?

– No estoy aquí para otra cosa.

La baronesa sonrió.

– Debe saber, mon chère Alphonse, que nací en Lille -dijo.

Durante diez minutos, le contó la historia de su infancia y todos los detalles sobre la familia, la tienda de vinos de su padre, Serge y el barón Redier. En este punto, Afonso comprobó que Agnès lo observaba, vacilante, como si estuviese considerando si valía o no la pena añadir algo más. Se decidió.

– ¿Sabe que él era parecido a usted?

– ¿ Quién?

– Serge.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso.

– En la mirada, en la sonrisa, pero no sólo en eso, hay algo más en usted que me recuerda a Serge, no lo sé, tal vez cierto espíritu, cierta manera de estar, ese aire soñador -dijo, y fijó la vista en el portugués, en una actitud contemplativa, sus ojos verdes con un brillo intenso-. ¿Y usted? ¿Se ha casado?

– Non -dijo, meneando la cabeza.

– ¿No tiene a nadie que lo espere? -preguntó-. Une petite amie, peut-être?

– Non.

Agnès volvió a bajar los ojos.

– ¿Sabe? Yo, en realidad, me casé con Jacques porque me sentía sola, desamparada, y él apareció cuando me hacía más falta, tendiéndome su mano en aquel momento de mayor fragilidad, cuando el mundo se derrumbó y dejó de tener sentido. Fue el faro que me guio en la tormenta, la luz que me trajo hasta un puerto seguro. En resumidas cuentas, me casé, en cierto modo, por gratitud. -Hizo una pausa-. Fue un error.

– ¿Hoy habría actuado de otro modo?

– Sí, sin duda. Si fuese hoy, me quedaría en París y acabaría la carrera, costara lo que costase. -Suspiró-. Pero la vida es así y las decisiones, bien o mal, ya han sido tomadas.

– Por lo que me dice, debo suponer que no tiene ningún amor en su vida.

– Se equivoca. Tengo un gran amor. -¿Sí?

– Sí. La medicina.

– Ah, está bien -exclamó Afonso, aliviado.

– ¿ Sabe lo que me apasiona de la medicina?

– No.

Agnès alzó dos dedos.

– Esencialmente dos cosas -explicó-. En primer lugar, y como ya le dije, mantengo desde niña una fascinación por Florence Nightingale, me parece algo extraordinario ayudar a los demás cuando están enfermos, atenuar su sufrimiento. Eso me llevó al campo de la salud. En segundo lugar, creo que pesó mucho el gusto por la ciencia que adquirí cuando visité la Exposición Universal de París en 1900.

– Ya me he dado cuenta de que le gusta el aspecto científico de la medicina…

La baronesa adoptó una actitud pensativa.

– Sí, es eso. A pesar de ser una persona moderadamente religiosa, sé que, en la vida, no podemos estar siempre esperando el auxilio divino, Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo. Los que no entienden eso no entienden nada de la vida. Lo cierto es que, durante mucho tiempo, nuestros antepasados no comprendían esa simple verdad y sufrieron mucho por el exceso de confianza en la intervención divina. ¿Sabe, Alphonse? Antiguamente la medicina estuvo asociada a la superstición, los antiguos creían que las dolencias provenían de la acción de los espíritus malignos. En el Neolítico, por ejemplo, llegaban a hacer agujeros en el cráneo de los pacientes para expulsar a esos espíritus, fíjese.

– ¿Y los curaban?

Agnès se rio.

– Claro que no. Con esos métodos, mon chère Alphonse, es evidente que los enfermos morían del remedio, no de la enfermedad. Pero después, pasado este periodo rudimentario, la ciencia empezó a avanzar gradualmente. A la par de los hechizos surgieron procedimientos pragmáticos y racionales para tratar enfermedades fácilmente diagnosticables o para prevenir la aparición de otros males. La Biblia, por ejemplo, está repleta de instrucciones en cuanto a la higiene, en cuanto a la necesidad de mantener a enfermos en cuarentena y en cuanto a la obligación de desinfectar los objetos tocados por los enfermos. Pero el gran paso, la ruptura de la medicina con la religión y la superstición, se dio en Grecia. Supongo que, gracias a sus estudios clásicos, sabe lo que ocurrió en este periodo…

– Lamentablemente conozco poco de medicina. Me acuerdo de que los filósofos griegos consideraban que los enfermos eran víctimas de desequilibrios del cuerpo.

– Pues los griegos aportaron realmente una posición nueva. Las más famosas escuelas de Medicina de Grecia estaban situadas en Knidos o en Kos. Fue en Kos donde nació Hipócrates, considerado el primer médico moderno.

– ¿El del juramento?

– Sí, el autor del famoso texto de ética médica, conocido como juramento de Hipócrates. Está claro que los griegos decían muchos disparates. Por ejemplo, creían que la salud dependía fundamentalmente de un equilibrio entre cuatro humores presentes en el cuerpo humano, sobre todo la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Como resultado, los tratamientos que prescribían se limitaban a dietas, a vómitos forzados y a sangrías, procedimientos que se efectuaban supuestamente para reequilibrar los humores del cuerpo. Enfermizo, ¿no le parece?

– Pero mire que no hace mucho tiempo aún se hacían esos tratamientos. Mi padre me contó que, cuando era pequeño, lo sangraban siempre que caía enfermo. Decían que era para reequilibrar los humores y eliminar los venenos.

– Sí, los tratamientos prescritos por los griegos se mantuvieron válidos hasta el siglo pasado, fíjese, aunque estas ideas comenzaron a replantearse en el siglo xviii.

– Por tanto, la medicina no evolucionó tampoco con los griegos…

– No -dijo Agnès, sacudiendo la cabeza-. La medicina evolucionó con los griegos, dado que fue entonces cuando, por primera vez, se estableció que las enfermedades no derivaban de acontecimientos sobrenaturales, sino que tenían una explicación física. Hasta ese tiempo, se encaraba a los enfermos como pecadores castigados por los dioses o como gente poseída por demonios, idea que los griegos combatieron. El problema es que la medicina entró en retroceso en la Edad Media, dominada por el oscurantismo del que no se cansaba de hablar mi antiguo profesor de Anatomía. Los textos griegos entraron en el mundo árabe y regresaron a Occidente en mano de los monjes benedictinos, que tradujeron al latín los documentos árabes y así adquirieron conocimiento de lo que habían escrito Hipócrates y los demás médicos griegos. El atraso fue tal que las escuelas de Medicina no surgieron hasta el siglo xii, y hubo que esperar al Renacimiento para que finalmente se comenzase a estudiar el cuerpo humano. Y en ese momento sí se dio de verdad una gran evolución. Se descubrió que las enfermedades surgían de microorganismos, se entendió que la sangre circulaba y, en fin, se volvieron más comprensibles el cuerpo humano y sus funcionamientos y patologías.

– Descartes escribió que el cuerpo funciona como una máquina…

– Justamente, Alphonse, comenzó a analizarse el cuerpo como un sistema. Los médicos descubrieron el sistema digestivo, el sistema metabòlico, el sistema sanguíneo, el sistema respiratorio, el sistema nervioso. Además, apareció la química, los médicos empezaron a usar productos químicos para reequilibrar los sistemas. Surgieron también especialidades como la neurología, la patología y otras. Después, con mi coterráneo de Lille, Louis Pasteur, vinieron las vacunas y la ciencia se hizo cargo por completo de la medicina, acabando de una vez con las supercherías del pasado.

– Estoy impresionado -exclamó Afonso con sincera admiración-. Ya he visto que conoce bien la historia de la medicina.

– Estoy obligada a conocerla -sonrió Agnès-. Fueron tres años en la Sorbona, ¿no? Algo tenía que aprender.

– ¿Y cuál es su especialidad?

– Bien, cuando estaba en la facultad aún no había llegado a hacer ningún curso de especialización, estaba en la parte general. Pero confieso que me sentía tentada a dedicarme al estudio del psicoanálisis.

– ¿ Psicoanálisis?

– Es un ámbito nuevo, desarrollado por Freud. ¿Ha oído hablar de él?

– Vagamente. Es un hipnotizador, ¿no?

Agnès se rio.

– Sí, él utilizó la hipnosis en la terapia, pero ha dejado ya de lado ese recurso.

– ¡Disculpe, pero eso es tremendo! ¿Cómo un médico espera curar una fiebre con hipnosis?

La francesa volvió a reírse.

– No, Alphonse, Freud no trata las enfermedades del cuerpo. Trata las enfermedades de la mente.

– ¿De los locos?

– Sí, pero no solamente de los locos, existen también personas con perturbaciones o traumas, casos a los que la medicina no ha logrado dar respuesta. Pues Freud descubrió que muchos males de la mente nacen de traumas producidos en el pasado y que, si una persona consigue resolverlos, se curará. El problema es que mucha gente no tiene conciencia de los traumas que ha sufrido, porque los reprime y aloja en el inconsciente, así que el trabajo del médico consiste en localizar esos traumas para resolverlos. Freud comenzó usando la hipnosis, pero ahora se ha volcado en otros métodos, como la asociación de ideas y la interpretación de los sueños.

– ¿El también cree que los sueños son profecías?

– No, todo lo contrario. El piensa que los sueños no revelan lo que va a ocurrir en el futuro, sino lo que a las personas les gustaría que ocurriese en el futuro. ¿Entiende la idea? Los sueños nos revelan lo que nuestra autocensura nos oculta. Por ejemplo, imaginemos que a usted le gusta mucho una mujer y sueña que está haciendo el amor con ella. -Afonso se sonrojó-. Su sueño no es una profecía, no revela que usted va a hacer el amor con esa mujer. Lo que revela es que le gustaría hacer el amor con ella. Cuando se despierta, y si es una persona decorosa, evita imaginar esa situación. Significa que su conciencia reprime tal deseo. Pero, en el momento en que se sumerge en el sueño, la conciencia también duerme y el subconsciente ocupa su mente. El subconsciente sabe que a usted le gustaría hacer el amor con esa mujer. Entonces, como la conciencia ya no está activa para censurar ese deseo, el subconsciente lo manifiesta a través del sueño. ¿Comprende?

– Bien…, eh… sí -titubeó Afonso, turbado por el ejemplo.

Agnès sonrió.

– Veo que mi ejemplo lo ha dejado un poco…, ¿cómo diría? Un poco cohibido -comentó ella con malicia.

– Eh… En fin, no estoy habituado a escuchar…, a escuchar a una señora… En fin…

– ¿Lo ve? Su autocensura se encuentra muy activa -observó Agnès, alegremente-. No se preocupe, eso sólo demuestra que usted es un hombre decente, muy civilizado.

– En fin… -soltó Afonso con alivio, el elogio le sentó bien.

– Pero déjeme que le diga. -Agnès se dio prisa en añadir, divertida al saber que iba a impresionarlo de nuevo-. El sexo es un elemento fundamental en el comportamiento de los hombres y de las mujeres, ¿sabía? -Afonso meneó la cabeza, pasmado, incapaz ya de emitir tan siquiera un gruñido-. Freud descubrió que la sexualidad constituye un factor dominante y ocupa un lugar central en toda la experiencia humana. El comprobó que las personas tienen comportamientos sexuales desde que son bebés, lo que…

– Eso no puede ser -interrumpió Afonso, recobrando el habla-. ¿Los bebés?

– Comprendo su incredulidad, mucha gente reacciona así, pero la verdad es que los bebés ya manifiestan sexualidad. ¿Nunca ha oído hablar del complejo de Edipo?

– No.

– Existe un mito griego que cuenta la historia de un hombre, Edipo, que, sin querer, cumplió una profecía antigua matando a su padre y casándose con su madre. Freud, pues, opina que a todos los hombres les gustaría hacer lo mismo, matar a su padre y casarse con…

– Ah, disculpe, m'dame, pero eso es ir demasiado lejos. ¿Tiene algún sentido esa idea? A mi entender, es un perfecto disparate decir que yo quiero matar a mi padre y casarme con mi madre, eso es realmente…, no lo sé, pero no me parece admisible.

– El complejo de Edipo es una metáfora, Alphonse, y así debe entenderse. Lo que Freud quiere decir con esto es que los hombres tienen deseos sexuales inconscientes que se remontan a la infancia, deseos de casarse con su madre, no porque sea la madre, naturalmente, sino porque ella es la mujer que conocen.

Para casarse con ella, sin embargo, los hombres tienen que eliminar a su rival. ¿Y quién es él? Es el hombre que está con la mujer que ellos desean. Es el padre.

– Pero ¿está diciendo que yo tengo ese deseo?

– Calma, no lo estoy acusando de nada -sonrió Agnès-. Sé que usted es un hombre muy íntegro, un hombre incluso muy interesante. Pero lo que estoy diciendo es que Freud identificó ese deseo inconsciente, repito, inconsciente, en el comportamiento masculino. Puede estar seguro, no obstante, de que tengo la convicción de que su padre no tiene nada que temer de usted, la autocensura de esos deseos inconscientes funciona, en usted, muy bien.

Afonso la miró y el rostro se le iluminó con una sonrisa.

– Me doy cuenta de que se está quedando conmigo.

– No, le aseguro que Freud piensa todo lo que le he dicho, y claro que sí, me estoy quedando con usted -aclaró con una sonrisa-. Lo curioso es que los hombres siempre se ponen furiosos por este tema, usted es el primero en darse cuenta de que no soy más que una provocadora.

– Ah, sí, usted es una gran provocadora…

Ella le lanzó una mirada maliciosa.

– ¿Y puedo provocarlo aún más?

Afonso se sonrojó nuevamente. «¿Con qué saldrá ahora?», pensó.

– Haga el favor. Provóqueme, vamos. Estoy dispuesto.

– ¿Quiere bailar conmigo?

– ¿Cómo?

– Sé que no viene a cuento de nada, pero me apetece. ¿Quiere bailar conmigo? Supongo que sabe bailar…

– Eh…, bien…, yo… creo que me defiendo.

La baronesa se levantó y abrió un mueble apoyado en la pared. Sacó de su interior un enorme gramófono y lo colocó sobre la mesa junto a la chimenea. El gramófono estaba formado por una caja de madera con una manivela que salía de uno de los lados, se trataba del manubrio que permitía dar cuerda al motor.

La caja tenía un plato por encima y una gran bocina en el extremo, que se alzaba como una oreja gigante cuya forma imitaba la de una flor, diseño típico del art nouveau.

– Éste es un gramófono Pathé -explicó Agnès-. ¿Qué música le gusta bailar?

Afonso se levantó.

– No lo sé, ¿qué música tiene?

Agnès se acercó a los discos y los revisó.

– Fox-trot, sinfonías, valses…

– Tal vez un fox-trot, ¿no?

– Sí, me gusta mucho, pero tal vez sea demasiado ruidoso a esta hora, ¿no cree? -Se detuvo en otro disco-. Éste es fascinante, La mer, de Debussy. -Sacudió la cabeza-. Es brillante, simula los sonidos del agua, pero no sirve para bailar. -Miró a Afonso-. ¿Por qué no un vals?

– Puede ser.

La francesa eligió un disco y lo puso sobre el plato del gramófono. Puso la aguja de la bocina sobre el borde del disco e hizo girar la manivela. La melodía surgió de la bocina abierta en flor, ondulante, bella y armoniosa.

– Strauss -dijo ella, dirigiéndose al capitán.

Los sonidos de la orquesta de Viena llenaron la sala. Afonso la tomó entre sus brazos y comenzaron a bailar, los ojos de uno fijos en los del otro, los cuerpos mecidos al ritmo del vals, unas manos juntas, las manos libres buscando los cuerpos, la derecha de él en la cintura de ella, la izquierda de ella en los hombros de él. Bailaron sin decir nada, sin dejar de mirarse, insinuantes los ojos, maliciosos, provocadores, navegando en la ola de la música. El vals aceleró y Afonso la atrajo más hacia sí, los vientres se juntaron y se rozaron las ropas. Perdieron la noción del espacio y del tiempo, remolineando en la sala al son del vals que se oía en el gramófono, deseando que aquel momento se prolongase, se eternizase, sublime, arrebatador, perenne, inolvidable. La melodía les llenó el alma y los arrastró hacia un universo aparte, un mundo sólo suyo, encantado, hecho de belleza y sueño, éxtasis y magia. Afonso se sumergió en los ojos verdes y observó la boca entreabierta de Agnès, sus labios aterciopelados que brillaban como pétalos húmedos, invitadores, acogedores. Se acercó ligeramente con la cabeza, vaciló, ella se quedó con los ojos muy abiertos, fijos en él, él la sintió irresistible, sintió que había llegado el momento, era la hora de que el deseo se adueñase del cuerpo.

– ¿Le apetece algo más, madame?

Una voz masculina quebró como un trueno el momento mágico. Afonso y Agnès se sobresaltaron y miraron a la puerta. Era Marcel, el mayordomo. La baronesa se desprendió bruscamente del capitán.

– No, Marcel, gracias. Buenas noches.

– Buenas noches, madame -dijo Marcel con los ojos escrutadores-. Buenas noches, monsieur.

El mayordomo se retiró lentamente, algo frío, dejándolos turbados. Se hizo un breve silencio, cohibido y embarazoso, se sentían como niños pillados en una travesura.

Agnès desconectó el gramófono y Afonso regresó a la chimenea, era necesario avivar el fuego. Removió la madera de la leña y las llamas se elevaron: creció el fuego y el calor. Durante unos segundos sólo se oyeron los chasquidos de las chispas. Satisfecho, el capitán volvió a su lugar, en el canapé, y se sentó.

Se quedaron los dos mirándose. Fue una mirada inesperada y el capitán se atolondró con aquellos ojos bonitos y tiernos que se fijaban en él, era un hombre tímido, la mirada se prolongó y él comenzó a sentir que su corazón latía, latía cada vez más, muy rápido, retumbando ahora en las sienes, casi al borde del sobresalto. Experimentó pulsiones contradictorias. Quería besarla, presentía que ella no se iba a resistir, había allí una fuerza magnética, un imán invisible los atraía, pero volvió en sí, pensó que ella era una mujer casada, ¿es que se estaba volviendo loco? Pocas horas antes había conversado con su marido. Además, ¿quién le aseguraba que no lo estaba confundiendo todo, que su deseo por ella no lo traicionaba, creando la ilusión de que ella también lo deseaba? Se sintió inseguro, qué escándalo si la besaba y llegaba a comprobar que ella en realidad no lo quería, que aquella mirada era sólo de simpatía, qué vergüenza faltarles el respeto a la anfitriona y a su marido en su propia casa. En resumidas cuentas, pensó, esta mujer era demasiado bella para él, pertenecía a otro mundo, era una princesa inalcanzable e inaccesible, un hada de sueños, y él no era más que un sapo, un portuguesito pretencioso que lo mezclaba todo. La mirada de la mujer sólo podía ser de cortesía, no había que confundir afabilidad con deseo. Apartó los ojos, turbado, quebrando el contacto visual.

Volvió la cabeza con naturalidad forzada y se salvó por el gong del Biedermeier, que sonaba en el comedor. Era el pretexto ideal, se concentró en los repiques del gran reloj de pared como si aquel sonido metálico y tranquilizador fuese lo más importante del mundo.

– Es tarde, m'dame, il faut dormir-dijo, levantándose con tal rapidez que hasta parecía tener algo urgente que hacer y no podía esperar más.

Agnès se incorporó despacio.

– Tiene razón, Alphonse -coincidió-. Es tarde. Á demain.

– A demain, m'dame.

Afonso caminó hacia la habitación desgarrado por la duda: ¿ella lo deseaba realmente o todo no había sido más que un equívoco, una impresión errónea? Reconstruyó la conversación palabra a palabra y el baile paso a paso, intentó leer su mirada y su tono, recordó cuidadosamente cada expresión, se esforzó en interpretar las intenciones por detrás del menor acto, del menor gesto, y concluyó que sí, tal vez, era probable que ella desease ser seducida. Pensó entonces que no era más que un tonto, tenía allí a una de las mujeres más bonitas e interesantes que jamás conocería, le parecía cada vez más evidente que ella sentía debilidad por él, y él sin duda por ella, pero no había sido audaz, se había retraído, había dudado, se había acobardado. Era, sin embargo, más que eso. Ahondó en la introspección y descubrió que, en cierto modo, estaba también haciéndose pasar por un caballero, por un gran gentleman, protegiendo a un hombre que, en el fondo, le resultaba incluso desagradable. ¡Qué estúpido! ¡Estúpido, estúpido, estúpido! Sacudió la cabeza, con los ojos perdidos en el suelo. Pero no merecía la pena llorar ahora sobre lo que no se había consumado, no se había atrevido a besarla y había perdido la oportunidad, tal vez para siempre. Se desesperó, sintió ganas de dar media vuelta e ir corriendo en su busca, implorar que lo perdonase… Qué desperdicio, quién sabe si no acabaría muerto dentro de unos días y lo que tenía que decir quedaría sin decir y sin hacer. Pero nada hizo, a no ser encogerse de hombros, resignado. Correr tras ella no era más que una fantasía, tenía que conformarse, qué remedio, paciencia, ya estaba hecho, acaso era mejor que hubiera sido así.

El capitán entró en la habitación que le habían asignado, la misma de hacía diez días, cuando se hospedó por primera vez en el Château Redier. Encendió la lamparilla, vio la maleta que Joaquim había dejado junto a la cama de estilo Luis XV, se quitó la chaqueta y la colgó en una silla. Se sintió triste y solo. Fue al cabinet de toilette, giró la palanca del grifo y se lavó la cara en la porcelana del lavabo art nouveau, orinó en el inodoro Oneas del recinto contiguo, un inodoro decorado y de tanto refinamiento que daba pena ensuciarlo. Volvió a la habitación, se sentó en la cama, se descalzó las botas, desanudó lentamente la corbata verde pálido, se quitó el uniforme y se quedó en calzoncillos. Temblaba de frío, se acostó y se cubrió, encogiéndose y ovillando el cuerpo para calentar mejor las sábanas y las mantas. Cuando disminuyó el temblor, dejó asomar su cabeza por encima de las sábanas, extendió el brazo y apagó la luz. A oscuras, cerró los ojos, suspiró y pensó en Agnès, fantaseando con una respuesta diferente a la oportunidad que creía haber tenido quince minutos antes, haciendo planes para el día siguiente, imaginando llevarla a un lugar discreto donde le confesaría su amor con palabras románticas e irresistibles. Se sintió más tranquilo cuando decidió que actuaría así, atrevido y arrojado, aunque supiese, en lo más íntimo, que verdaderamente jamás tendría el valor de hacerlo: cuando llegase la mañana vería todo con otros ojos, las temerarias decisiones de la noche se transformarían en ingenuas ilusiones infantiles.

Un chasquido proveniente de la puerta deshizo las fantasías como una nube que se disuelve en el cielo. Afonso alzó la cabeza y miró hacia la entrada. Por momentos le pareció que todo era normal, pensó que tal vez había oído crujir una madera, posiblemente un mueble, debido a los sutiles cambios de temperatura; en resumidas cuentas, un ruido habitual en un palacete de aquellas dimensiones. Pero un nuevo sonido, ahora algo diferente, más suave y prolongado, confirmó que algo realmente pasaba. Afonso se sentó en la cama, alerta. Un tenue claror de luz surgió verticalmente de la entrada de la habitación, era la puerta que se abría, despacio.

– ¿Alphonse?

Los ojos del capitán se desorbitaron.

– ¿Alphonse?

– Oui?

Una silueta entró con una vela en la mano, los contornos de luz revelaron las líneas graciosas de Agnès, las sombras danzaban en su rostro fino, la penumbra acentuaba las curvas de la cintura y de los muslos y la protuberancia de los senos firmes que se insinuaban bajo el vestido color crema. La baronesa se detuvo, mirándolo, frágil, casi recelosa, sumisa incluso. El la miró, sorprendido. Agnès sonrió con timidez y dulzura, se acercó a pasos leves, se miraron de cerca, con el corazón palpitante, a saltos, se apretaron, envolviéndose en un abrazo, se besaron, tímidamente primero, con ansiedad después.

Afonso comenzó por la mejilla, bajó hasta los labios, los descubrió húmedos y blandos, entró con su lengua, la boca era dulce, caliente, acogedora; encontró en ella un sabor meloso que lo dejó ebrio, borracho de placer, perdido en una dimensión que no sabía que existiera, como si lo hubiesen arrancado de la realidad y lo elevasen a la eternidad. Afonso era una golondrina; Agnès, el cielo; ella, un lago; él, un nenúfar. Sintió el suave terciopelo de los gruesos labios rojos que lo recibía con pasión y supo entonces, en ese preciso instante, como si se tratase de una revelación, que esos mismos labios de miel eran su hado, que aquella boca caliente se había hecho para ser su casa, que aquella mujer tierna había nacido para ser su destino.

El deseo creció, se volvió irresistible, arrebatador, incontrolable, la respiración pesada, jadeante. Ella sintió que sus piernas Saqueaban, cayó en la cama y se perdió en las sábanas. El capitán le lamió la oreja derecha, bajó hasta el cuello y después, liberando sus senos del camisón, recorrió los pezones erectos con la lengua, los chupó y los lamió, eran rosados y firmes. Metió la mano por debajo del camisón, la ayudó a quitarse las bragas y la acarició entre las piernas. Después, cuando la sintió muy húmeda, se quitó los pantalones del pijama y buscó la entrada.

Doucement -susurró ella.

Afonso la penetró con suavidad. Se sintió embriagado, era como si se hubiese sumergido en un delicioso frasco de miel, infinitamente dulce, caliente y húmedo, tan sabroso que hasta se le hizo la boca agua. Agnès cerró los ojos, gimió, echó la cabeza hacia atrás y lo sintió dentro de sí, abriéndola, explorándola. Sin que Afonso lo esperase, ella se giró y rodó encima de él, dominándolo. El capitán nunca había visto a una mujer en esa posición, ni siquiera lo habían hecho las desenfadadas chicas de las Travessas, en Braga. Pasada la sorpresa inicial, aceptó el dominio, lo consideró una cosa excitante más que la francesa le enseñaba. Ella lo cabalgó con entusiasmo, con su vientre danzando de arriba abajo, a veces acariciándolo con la yema de los dedos. Cuando sentía que la eyaculación era inminente, le apretaba las manos.

– ¡Para! ¡Para! -imploraba.

Ella se inmovilizaba, paciente, hasta que la lava que lo quemaba retrocedía poco a poco, y después recomenzaban, siempre besándose y acariciándose. Minutos más tarde, ella se tumbó y él volvió a la postura dominante. Sintió que su cuerpo ganaba velocidad y ritmo, dejándose llevar, cabalgando autónomamente con creciente intensidad, cada vez más rápido, hasta que ya no pudo contenerse y se descargó con un grito, y entonces el cuerpo estalló y gimió de placer, al mismo tiempo que ella se agitaba debajo en un orgasmo más prolongado. Todos los músculos se endurecieron, alcanzaron un pico de tensión y, pasada la oleada alucinante, se relajaron de inmediato. La respiración recobró su normalidad gradual, una indescriptible sensación de bienestar les llenó el alma de paz y se durmieron enlazados en un abrazo.


Capítulo 6

La luz, esa mañana, era límpida y suave. El sol difundió una claridad helada por el manto blanco intermitente que cubría el paisaje agreste de las trincheras. Diciembre había llegado con nieve y un frío glacial, más helado cuando el cielo se abría con un azul puro, como hoy, restos de copos amontados aquí y allá, como si estuviesen echados al abandono, pequeños charcos de nieve derretida en los cráteres y en las fosas de los surcos rasgados en la tierra entre parapetos, donde se amontonaban los topos humanos. La vegetación yacía quemada por el hielo o el fuego de la guerra. Los árboles, desnudos, carbonizados y mutilados, se alzaban como espectros obstinadamente de pie en aquella tierra revuelta por el acero y la muerte.

La tranquila placidez del paisaje albo creaba la ilusión, agradable pero peligrosa, de que allí no había guerra, impresión intensificada por las nuevas sensaciones que habían entrado de repente en el mundo del capitán Afonso Brandão y que daban color a su nueva perspectiva de vida. La intensa noche con Agnès y la complicidad que se estableció entre los dos amantes, complicidad cimentada en los fugaces encuentros que tuvieron los cuatro días restantes de descanso del oficial, avivaron en él otro estado de ánimo. En cierto modo, el capitán temía ahora aún más las semanas de trincheras, pero, al mismo tiempo, y a pesar de un mal disimulado sentimiento de culpa por su relación con la mujer de otro hombre, la perspectiva del regreso al descanso se presentaba más luminosa, llena de promesas, de encantos prohibidos, de placeres renovados, de emociones arrebatadas.

Era la mañana del día 6 de diciembre. La noche de la víspera, Afonso y la Infantería 8 habían regresado a las posiciones deNeuve Chapelle. El frío era punzante y, si ya se manifestaba así a principios de diciembre, ¿cómo sería en enero y febrero? Apoyado en el parapeto interior de la línea B, los pensamientos del capitán se dividían entre el esfuerzo por protegerse del hielo que le entraba por el dolmán y el deseo de refugiarse en el calor del recuerdo ardiente de Agnès y en el universo de fantasía que construía en su alma apasionada, anticipando los nuevos encuentros que preveía después de esta semana en las trincheras. Sacó del bolsillo la cigarrera plateada que la baronesa le regaló guiada por la emoción de la despedida, se llevó distraídamente un Kiamil a los labios y lo encendió, siempre sumido en sus pensamientos, intentando encontrar en el acre humo del cigarrillo el dulce aroma de la boca de la baronesa, la fragancia perfumada de L'heure bleue. Tan absorto estaba que sólo se dio cuenta de que el teniente Timothy Cook se acercaba cuando el oficial inglés de enlace lo saludó.

– What ho, Afonso, old boy?

El capitán bajó a la Tierra y miró al recién llegado.

– ¿Eh? -exclamó-. Ah, hola, Tim.

– What's up?-preguntó Cook, deseoso de saber qué novedades había.

– Nada. Por el momento, todo sigue igual.

– Entonces, ¿cuál es el motivo de tanto revuelo? -preguntó el teniente inglés en su portugués británicamente abrasileñado.

– ¿Revuelo? ¿Qué revuelo?

– El que se ha armado en la C line.

– ¿Qué ocurre en la línea C?

– No sé, dímelo tú. He visto un montón de gente en la puerta del puesto de señaleros, en Dreadnought Post.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– Ahora mismo, he pasado por allí y había un tumulto tremendo.

Afonso miró a Cook con expresión interrogante.

– No sé nada -dijo-. Espera que voy ahí a ver qué pasa.

El capitán recorrió con Joaquim la línea B, llegó a la línea de comunicación, Jock Street, giró a la izquierda y entró por Winchester Road, cogió la línea C, siguió hacia la derecha y fue hasta el puesto de señaleros de Dreadnought, un hoyo abierto entre sacos de arena. Al acercarse, se dio cuenta de que había, en efecto, un rumor agitado en el lugar.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó al teniente Curado, que se quedaba a la puerta, con oficiales inquietos a su alrededor.

– Una revolución, mi capitán.

– ¿Una revolución? ¿Qué revolución?

– En Portugal, mi capitán. Bernardino y Afonso Costa se han marchado.

– ¿Qué me están contando?

– Como le digo, mi capitán. Ha habido una revolución en Portugal.

Afonso entró en el puesto, donde todos hablaban animadamente, en medio de gran alboroto, se abrió paso entre los oficiales excitados y fue a hablar con el telegrafista.

– Cuéntame qué es lo que está pasando.

El telegrafista, un alférez de nariz protuberante, lo miró desanimado, por enésima vez le hacían la misma pregunta, todos querían saber qué pasaba, qué informaciones llegaban por telégrafo, y se había cansado de repetir la misma cantilena. Suspiró y decidió ser escueto.

– Sé muy poco, mi capitán. Sólo la información de que ayer hubo una revolución y que se combate en las calles de Lisboa.

– Me han dicho en la puerta que han derrocado al presidente de la República y al primer ministro.

– Por lo que sé, eso aún no se ha confirmado, es una mera especulación. Si hay combates, supongo, eso significa que aún no hay nada decidido.

– ¿Y quién encabeza ese golpe?

– Un tal mayor Paes.

– ¿Mayor Paes? ¿Quién es ése?

– No lo sé, mi capitán.

El teniente Pinto, su mejor amigo dentro de la Infantería 8, apareció entre otros dos oficiales, con su pelo rojo despeinado, como si acabase de levantarse, y le puso la mano en el hombro.

– ¿Qué, Afonso? ¿Nos vamos a casa?

– Hola, Zanahoria. Creo que, finalmente, estamos en el lugar equivocado. La guerra es en Portugal, no aquí.

– Sí, allí están a tiro limpio.

– ¿Quién es el tal mayor Paes?

– Mira, me dijeron hace poco que es un tipo del Ejército que estuvo hace unos años en el Gobierno y al que después enviaron al consulado portugués en Berlín.

A Afonso se le desorbitaron los ojos al identificar el nombre.

– ¡Aaaaah, Sidónio Paes!

– Ese -confirmó Pinto-. ¿Conoces al tipo?

– Sólo por los periódicos -respondió el capitán.

– ¿Y?

– Si llega a ganar, es lo que tú dices: me parece que podemos ir haciendo las maletas y prepararnos para volver a casa.

– Eso fue lo que me dijeron. ¿El tipo es monárquico?

– Eso es lo que tú quisieras -sonrió Afonso, buen conocedor de las convicciones monárquicas del teniente Pinto-. Por lo que yo sé, Paes es republicano, está ligado al Partido Unionista. Me acuerdo de que también formó parte de los primeros Gobiernos de la República.

– Pero está contra la guerra…

– Creo que sí. Estaba en Berlín cuando los boches nos declararon la guerra, se llenaba la boca elogiando a esos cabrones y, por lo que sé, no le gustaba nada nuestra venida a Flandes. -Se calló, pensativo-. Verás cómo la Virgen de Fátima finalmente tenía razón, vamos a volver pronto a casa.

El capitán Resende, ya menos gordo desde que hacía dos semanas se había sometido a la novatada, abrazó efusivo a los dos hombres.

– ¡Nos vamos a casa, caramba!

– No te adelantes, Resende -recomendó Pinto-. Aún no sabemos cómo acabará este asunto, puede ocurrir que el mayor Paes no gane.

– Tú estás loco, Zanahoria. Yo conozco a ese hombre, claro que va a ganar.

– ¿Lo conoces?

– De Coimbra. Dio clases en la universidad.

– ¿Y cómo es?

– Un tipo recto, con él no se juega. Este desmadre de los diputados, de Afonso Costa y de la guerra se va a acabar. Paes pondrá orden en este desastre.

– Dios te oiga -comentó el teniente Pinto, que nunca llegó a digerir la decisión de Portugal de entrar en la guerra-. ¿Os dais cuenta? Bernardino y Afonso Costa vinieron aquí, al CEP, a mediados de octubre, y ambos ya están con excedencia menos de dos meses después.

El ambiente en el puesto estaba agitado. Los oficiales entendían que, cualquiera que fuese el desenlace, los acontecimientos de Lisboa tendrían impacto en sus vidas. Si el Partido Democrático seguía en el poder, manteniendo a Bernardino Machado como presidente de la República y a Afonso Costa como primer ministro, probablemente no se alteraría el grado de implicación de Portugal en la Gran Guerra. Pero, si triunfaba Sidónio Paes, las cosas cambiarían de rumbo y nadie dudaba de que sería posible la retirada del CEP del teatro de operaciones. Más que entre republicanos y monárquicos, el país estaba dividido ahora entre intervencionistas y no intervencionistas. Si el Partido Democrático, en el poder, era intervencionista, cualquiera que se le opusiese iba a estar necesariamente en contra de la participación de Portugal en el conflicto.

Afonso salió del puesto y, a pesar del frío glacial, salió fuera a tomar aire. Se sentía dividido y no sabía qué pensar. Por un lado, deseaba ardientemente dejar las trincheras, olvidar la guerra y regresar al cuartel de Braga o al rincón apacible de Rio Maior. Había hecho lo que le correspondía, había cumplido con su deber, era hora de descansar. Pero, por otro, no dejaba de tener conciencia de que el abandono del conflicto sería mal visto por los aliados y la posguerra se vería comprometida. ¿Cómo preservar el imperio si Portugal no era capaz de mantener dos divisiones en Flandes? Y, en el fondo, pensaba que eso no era todo: si el CEP se retirase, no sólo se perdería el prestigio de Portugal, habría también otras cosas que quedarían atrás. Estaba Agnès.


A Marcel le extrañó la petición de la baronesa y frunció el ceño, pero se limitó a asentir.

Oui, madame -dijo, siguiéndola por los corredores del palacete.

Agnès cruzó el foyer con impaciencia, dejó atrás la puerta de entrada, recibió el aire frío de la mañana como un soplo de libertad y bajó la escalinata con alivio. Estaba fuera, había salido del palacete, se sentía levísima. El criado se le adelantó, deprisa, y fue corriendo hacia el lado derecho. Instantes más tarde, se oyó el ronquido de un motor y él apareció al volante del Renault amarillo del barón Redier, un elegante sedán. Dio la vuelta a la placita, se detuvo delante de su ama, bajó del coche, con el motor aún en marcha y soltando humo negro por el escape, abrió la puerta trasera. Agnès levantó sus anchas faldas rosadas, apoyó el pie derecho en el estribo y se instaló en el compartimiento cerrado. Marcel volvió al volante, destrabó el freno y arrancó. Una ráfaga de viento helado lo despeinó cuando el coche traspasó el portón: a fin de cuentas, el lugar del chauffeur era al aire libre, sólo protegido por el cristal delantero y por el tejadillo.

La baronesa se dejó conducir dócilmente, con los ojos fijos en el exterior de las ventanillas, clavados melancólicamente en las hileras de plátanos, de chopos, de olmos, de tilos, que desfilaban por el arcén de la carretera, ojos que se perdían en la planicie, en los bosques, en los barrancos, en el cielo abierto, en las vacas y los cerdos, en los patos y los gansos, en las casas abandonadas, en los graneros vacíos, en los muros invadidos por la hiedra, en los copos de nieve que se diluían en el barro, en los carruajes lentos, en los obstinados campesinos que insistían en labrar la tierra, ojos que miraban hacia fuera pero sólo veían hacia dentro. Los arbustos se agitaban y Agnès los observaba sin verlos, frente a sus ojos tenía solamente a Afonso, lo veía sonriendo, besándola, lo imaginaba en algún sitio en el frente, desde que sintió su calor ya no pudo soportar la presencia de Jacques, deseaba al capitán que le hacía recordar a su marido perdido, lo deseaba tanto que, ya desesperada, le había pedido a Marcel que la llevase al mercado para acompañarlo en las compras. Ella, que nunca se había preocupado por las compras en la plaza, quería ahora un pretexto para alejarse del palacete que la sofocaba, un pretexto para escapar a la espera ansiosa de su amor portugués, para pensar en otras cosas, para distraerse, también para sentirse más cerca de él en aquel villorrio detrás de las primeras líneas, donde él se había apartado. «¿Me estaré volviendo loca?», se preguntó, aún viendo sin ver los frondosos campos de Flandes que se difundían más allá de la carretera, extendiéndose hasta la línea del horizonte, prolongándose hasta fundirse el verde con el azul del cielo. «Lo conozco hace tan poco tiempo, tan poco, tan poco, ¿me estaré volviendo loca?» Respiró hondo, buscaba aire que la liberase de la ansiedad que la oprimía, se llenó el pecho con aquel aroma frío y puro que le traía noticias de la vida, se agitó con intranquilidad.

El automóvil entró en Armentières y los ojos de Agnès comenzaron por fin a ver, a avizorar lo que se encontraba más allá de los cristales. Allí fuera se agitaba la población, el barro del coche salpicaba las paredes de las casas, la nieve adquiría un aspecto sucio por los rincones, se veía allí un estaminet, allá una barbería, además de una boulangerie. Por todas partes soldados, deambulaban por allí todas las nacionalidades, tantas que hasta le hacían recordar aquel lejano paseo por la Exposición Universal, ellos eran ingleses, escoceses, canadienses, australianos, portugueses. ¡Ah, portugueses! Agnès se inclinó en el asiento y los miró con curiosidad, con intensidad, los estudió, buscó en ellos rasgos de Afonso y señas que los asemejasen tanto a Serge como ocurría con Afonso. «Les portugais sont toujours gais», recordó, pero no encontró ningún parecido. Eran pequeños, retacos, unos con rostros anchos, otros con caras chupadas y pómulos salientes, simplones, rudos, mal afeitados, con las botas sucias y descosidas, vestían ropas ridículas, rotas, chaquetas azules con mangas tan grandes que les cubrían las manos. Unos usaban zamarras de piel de cordero, otros tenían una apariencia andrajosa, parecían tristes, desarraigados, se arrastraban por las calles en grupo, fumando. Algunos seguían solitarios, ensimismados, eran chiquillos sin alegría de vivir, niños sin infancia, hombrecitos abandonados en una tierra distante.

El Renault dobló en la esquina y se acercó al mercado, había más gente en las calles, se veían civiles, sobre todo viejos y niños. Al fondo reconoció una nuca, su corazón se aceleró, era Afonso. Agnès se llevó la mano a la boca, sobresaltada.

– Alphonse -murmuró.

Afonso estaba allí. Afonso caminaba por la acera inundada, veía su espalda, el coche se acercó, pasó junto a él, la francesa con el rostro pegado al cristal, con los ojos verdes bien abiertos, el automóvil se adelantó, ella se quedó mirándolo, confundida con el cristal, la nuca de él se hizo perfil y finalmente rostro. Afonso observaba distraídamente el suelo y tenía un cigarrillo en la comisura de los labios, pero el bigote era diferente y ella se dio cuenta, finalmente, de que no era él, no era Afonso, era otro, era un soldado canadiense. Agnès se recostó en el asiento, jadeante, asombrada, sorprendida consigo misma, con la mano en el pecho.

– ¿Me habré vuelto loca? -se interrogó-. Mon Dieu, ya lo veo por todas partes.


Matias, el Grande, se sentía cansado y con frío. Se mantenía alineado junto a los hombres del pelotón en la línea B, cerca de Deadhorse Corpse, integrando la formación de la tarde, denominada «A sus puestos», una rutina diaria directamente inspirada en el Stand To británico. El sargento Rosa dirigió la mirada al fondo de la trinchera, vio al capitán Afonso Brandão acercándose y les gritó a sus hombres.

– ¡Aaaaaa sus puestos!

El pelotón se cuadró de pie entre los hoyos cavados en el suelo blanco, haciendo sonar las botas y los metales de las armas y municiones con un fragor rápido, volvió el silencio y todos aguardaban la inspección del oficial. Afonso fue chapoteando por el barro y pisando copos de nieve hasta el punto donde los hombres se encontraban formados. Caminaba casi distraídamente, con un bastón de contera metálica que se balanceaba como un péndulo en el guante que cubría su mano izquierda, hasta que llegó junto al primer soldado del pelotón, Vicente, el Manitas, miró la Lee-Enfield e hizo una mueca de desaprobación, mientras un vaho de vapor le salía por la boca.

– Quiero este cañón limpio y aceitado.

– Sí, mi capitán.

El oficial pasó lentamente junto a los hombres del grupo, señalando con el bastón a un lado y a otro, poniendo reparos al equipamiento, a las armas, a las municiones, a los aparatos antigás. Reprendió a Baltazar, el Viejo, porque su respirador no estaba en la debida posición de alerta, puesto que, aunque la máscara estuviese suspendida por delante del pecho, como fijaba el reglamento, los muelles de la tapa se encontraban vueltos hacia fuera, lo que violaba las reglas establecidas. Afonso pasó delante de Matias, el Grande, e inclinó ligeramente la cabeza, en señal de que lo reconocía de la aventura de hacía dos semanas. Al final de la revista a los hombres, se detuvo junto al sargento Rosa.

– Sargento, quiero ver el material de la trinchera.

El sargento recorrió la trinchera con el oficial detrás. Le mostró las literas altas, los armeros, las bombas para sacar agua de las líneas, las piquetas y las azadas, los braseros, los pulverizadores Vermorel, las pistolas especiales para lanzar los «jerricanes» de iluminantes Verey, también llamados «Verey Lights» o «Very Lights», además de las sirenas Strombos y las campanillas de alarma. Lo más frustrante eran las bombas, que retiraban agua continuamente de las trincheras, por lo que los soldados seguían viendo el agua que brotaba del suelo fangoso o surgía del hielo acumulado, lo que volvía casi inútil todo el ejercicio. El capitán mandó limpiar algunas heces que vio incrustadas en las tablas de las pasaderas y ordenó que se reparasen dos banquetas estropeadas y un rollo de alambre de espinos que un Minenwerfer había roto dos horas antes, lo cual había provocado la aparición un cráter junto al parapeto de sacos de arena.

El sol, triste y agotado, se puso por detrás de las líneas portuguesas. La noche cayó, helada y oscura. El «A sus puestos» de la tarde terminó y se inició el periodo más difícil de la jornada. No había nada que el soldado temiese más que la noche, con sus misterios y peligros ocultos, con sus amenazas escondidas y sus silencios traicioneros. Afonso dio órdenes para que se apostasen cuatro centinelas de vigía, en vez de uno solo, como solía hacerse de día. Dos de los centinelas tenían que quedarse de pie, vigilando las líneas enemigas por el parapeto, y los otros dos podían sentarse en las banquetas. Al cabo de media hora, uno de los hombres de pie cambiaba de posición con uno de los sentados, y media hora después les tocaba el turno, a los dos restantes, de cambiar también de lugar. Se trataba de una forma de mantener siempre de vigía a un hombre con los ojos habituados a la oscuridad. A pesar de los mayores peligros de la noche, se dispensó a los snipers, dado que la visibilidad nocturna era nula y convenía proteger a los soldados.

Como comandante de la compañía de la derecha, a Afonso le correspondía asegurar los preparativos para la noche, previendo la posición de los centinelas, la fiscalización de la línea del frente y la divulgación de las órdenes del día. Esa noche había mandado efectuar varios trabajos de reparación de pasaderas, drenaje de trincheras y reposición de protecciones, además de ordenar la salida de varias patrullas de reconocimiento y otras de protección a los hombres que trabajaban con el alambre de espinos. Pero la orden más importante se refería a la salida de una patrulla de escucha, destinada a obtener informaciones sobre lo que ocurría en las posiciones enemigas.

El problema es que las noticias de Portugal concentraban la atención de todo el mundo; los soldados y oficiales especulaban sobre el futuro de su presencia en Flandes. Aún no se sabía a ciencia cierta cuál sería el rumbo de los acontecimientos, si el mayor Sidónio Paes vencería, si Portugal pondría término a su participación en la guerra, pero bastaba con que se planteara la hipótesis para minar el espíritu combativo. Nadie quería morir siendo tan próximo el regreso a casa, y por ello Vicente, el Manitas, y Abel, el Canijo, recibieron con disgusto la orden de prepararse para la incursión por la Tierra de Nadie. La orden vino de Afonso, pero la transmitió el sargento Rosa.

– Caramba, sargento, ¿por qué nosotros? -se quejó Vicente, gesticulando con vehemente indignación.

– Cállate y vístete -indicó Rosa, extendiéndoles a los dos hombres los impermeables blancos.

Estos uniformes se utilizaban con el fin de camuflarse en paisajes nevados y para que los soldados se confundiesen con el manto helado que lo cubría todo con una serenidad alba.

– Entonces, ¿por qué no viene también el capitán?

– Cállate y vístete.

– Siempre la misma mierda con los oficiales -murmuró Vicente, furioso, mientras se ponía los pantalones blancos con gestos bruscos-. Eructan después de comer filetes de pescado, y los que nos jugamos el pellejo somos nosotros. A ver si él tiene cojones para venir con nosotros.

– Ya te he dicho, Manitas, que te calles.

– Los gringos de la derecha ya han cambiado, mientras tanto nosotros aún estamos aquí, en esta pocilga, chapoteando en el barro como unos marranos.

Vicente se refería a la 25a División británica del XI Cuerpo, que ocupaba la línea a la derecha de Ferme du Bois y a la que, días antes, habían sustituido por la 42a División del XV Cuerpo del I Ejército de la BEF. Las tropas portuguesas empezaban a ver cómo sustituían a sus vecinos para que fuesen a descansar y aspiraban a lo mismo.

– No te lo advierto más -farfulló el sargento, que apuntó el índice hacia Vicente, amenazador-. Vuelves a decir algo y la semana de descanso vas de guardia a las letrinas, ¿has oído?

El soldado siguió refunfuñando, pero ahora de modo imperceptible. Abel, el Canijo, se mantenía silencioso, era más introvertido, pero se sentía igualmente asustado e irritado. Le parecía poco sensato hacer aquella operación cuando existía la posibilidad, en el plazo de unos días o semanas, de que todos recibieran la orden de regreso. Pero se resignó. Se mostraba resuelto a permanecer lo más invisible que pudiera en la Tierra de Nadie y a regresar entero a las líneas del CEP. Con esa idea se puso el impermeable blanco y, acompañado por el sargento Rosa y por Vicente, muy disgustado, avanzó hacia la línea del frente.

Como siempre que frecuentaban la primera línea, se impuso un silencio respetuoso al pisar las tablas de la pasadera de la línea del frente, en el puesto avanzado de Duck's Hill. Aquél era el último reducto antes de enfrentarse al enemigo; por allí accederían al punto más peligroso de todos, la Tierra de Nadie. El sargento hizo una seña y los dos hombres armaron las bayonetas y se sentaron en las banquetas, aguardando la llegada del oficial. El capitán Afonso Brandão apareció en Duck's Hill hacia las nueve de la noche con un rollo de cable telefónico desactivado bajo el brazo y se sentó junto a los hombres que partirían para la patrulla de escucha.

– Esta es una operación sencilla -indicó, con un hilo de voz-. Quiero vigilancia del terreno sin intervención, ¿entendido?

Los dos soldados se quedaron en silencio. El manto oscuro de la noche ocultaba sus rostros, sólo era posible distinguir un vago contorno de las siluetas. Afonso se sintió incómodo con aquel silencio.

– ¿Entendido? -repitió.

– ¿Qué debemos vigilar? -quiso saber Vicente.

Afonso reviró los ojos, impaciente. Era evidente que el soldado estaba disgustado y se hacía el que no entendía, no era posible que estuviese desde hacía dos meses en las trincheras y aún no supiese en qué consistía una patrulla de escucha.

– Quiero que comprueben si hay movimiento de patrullas enemigas y el número de soldados, pero no quiero tiros, sólo información -dijo con toda la paciencia que conseguía reunir, extendiéndoles el rollo de cable telefónico que había llevado consigo-. Lleven el cable para usarlo como cordón. Un estirón significa que han llegado y que están bien; dos estirones para regresar; tres estirones si detectan patrullas enemigas, seguidos del número de estirones según el número de boches; y cuatro estirones si opinan que la patrulla enemiga representa un peligro para nuestras líneas. ¿Entendido?

– Sí, mi capitán -asintió Vicente, resignado.

– Adelante, muchachos. Buena suerte… y tengan cuidado.

Los dos hombres se colocaron las Lee-Enfield en bandolera, cogieron el cable de teléfono, entregándole una punta al sargento Rosa, se hicieron con el alambre-guía, que los conduciría por un sendero abierto entre la maraña de los rollos de alambre de espinos, se subieron a las banquetas y saltaron en silencio desde el parapeto, sumergiéndose en la noche. Afonso y el sargento se asomaron por el parapeto para seguirles la pista y sintieron, sin verlos, cómo Vicente y Abel rastreaban lentamente por la nieve, según el trayecto que marcaba el alambre-guía, hasta que, unos metros más adelante, dejaron de ser perceptibles sus movimientos. Aguzaron la vista, intentando distinguirlos, pero no captaron nada. Afonso no pudo dejar de pensar que existían posiblemente patrullas alemanas que también circulaban por allí, invisibles y silenciosas, traicioneras y peligrosas, y no deseó estar en la piel de los dos hombres que acababa de mandar a desafiar a la muerte en la Tierra de Nadie.

El capitán y el sargento se quedaron un largo rato en el parapeto, mirando la inmensidad de las tinieblas que se extendía frente a ellos. Sólo unos tiros o ráfagas ocasionales rompían el silencio que se había abatido sobre las líneas. A cierta altura, un «Very Light», proveniente del lado alemán, se encendió en el cielo y comenzó a descender con lentitud, lanzando una luminosidad casi diurna sobre la Tierra de Nadie. Era una luz extraña y aterradora, tenía algo de siniestro, parecía de otro mundo. Había algunos a quienes les parecía hermosa, pero el capitán sentía un invariable estremecimiento de miedo siempre que veía aquel fulgor sobrenatural cerniéndose sobre las líneas. Intentando abstraerse de los sentimientos sombríos que generaba el «Very Light», Afonso y Rosa se esforzaron por aprovechar la visibilidad y detectar presencia humana en aquella faja de terreno inhóspito, presencia que sabían cierta. Pero el paisaje se mantenía muerto, la luz revelaba sólo los árboles tristemente encorvados, amputados y calcinados, alzándose como espantapájaros, las sombras girando con suavidad por el suelo en una rotación contrapuesta al faro que cruzaba el cielo, cráteres excavados en la tierra, un manto blanco de nieve resplandeciendo luminosamente bajo el fulgor frío del «Very Light» que bajaba suspendido de su pequeño paracaídas. El foco de luz murió cerca del horizonte, y, en aquellos largos instantes de claridad, no vislumbraron señales de Vicente y Abel, como si ambos se hubiesen volatilizado de la Tierra de Nadie.

Al cabo de diez minutos, un único estirón del cable telefónico indicó que los dos soldados habían llegado a la posición de observación. Tranquilizado, Afonso se sentó en la banqueta, dejando que el sargento vigilase la Tierra de Nadie, y encendió un cigarrillo inclinado sobre sí mismo, protegiendo la lumbre, con sus manos enguantadas, del viento cortante y, sobre todo, de las miradas enemigas. Pasaron los minutos y, por más que aguzasen el oído o intentaran discernir algo en la oscuridad, Afonso y el sargento Rosa no tuvieron ninguna indicación proveniente de la patrulla. El capitán sabía que, con aquella nieve desparramada por el suelo, no debería mantener a los dos hombres mucho tiempo en la Tierra de Nadie, so pena de que sufriesen hipotermia, por lo que, al cabo de media hora, le hizo una seña al sargento.

– Ordénales que vuelvan.

El sargento Rosa tiró dos veces del cable telefónico y se quedó vigilando desde el parapeto. Diez minutos después, los bultos de los dos soldados emergieron de la noche, blancos de frío, y entraron en la línea del frente. Les castañeteaban los dientes, tenían los brazos helados, temblaban sin parar. Se sentaron en las banquetas y se doblaron sobre sí mismos, encogiéndose en busca de calor. El sargento les extendió un vaso de aguardiente, que bebieron de un trago, ávidos del ardor del alcohol que entró en su cuerpo y les calentó las vísceras.

– ¿Y? -preguntó Afonso cuando le pareció ver que los hombres estaban algo recuperados.

– No hay novedades, mi capitán -dijo Vicente, el Manitas, muy rápidamente, tragándose sílabas, con una voz quebrada por el frío-. Hemos oído hablar a los tipos al fondo y nada más.

– ¿Ningún movimiento?

– Nada.

– ¿Para dónde fueron ustedes?

– Hasta una fosa que hay al fondo, cerca de ellos. Hacía un frío de muerte. Si nos quedábamos un rato más, nos congelábamos.

– ¿En qué punto estaban hablando los boches?

– Junto al parapeto, en línea recta frente a Rifle Row, en Mitre Trench -respondió Vicente, que señaló la dirección con la mano-. Justo allí.

Afonso suspiró y se incorporó.

– Vayan a descansar -dijo antes de alejarse.

El capitán fue hasta el puesto de centinelas. Tenía que transmitir la información de que todo seguía en calma en su sector y la orden para ametrallar la posición donde la patrulla había detectado soldados enemigos hablando, pero ante todo quería también saber si había novedades sobre los acontecimientos en Portugal. Después de comunicar que la patrulla de escucha no había registrado ningún movimiento en las posiciones alemanas, el alférez encargado del telégrafo le dijo que las fuerzas rebeldes en Lisboa habían hecho campamento en el parque Eduardo VII, mientras que la Guardia Republicana, leal al Gobierno, se había instalado en el Rossio. No había más detalles y el capitán volvió a las líneas para efectuar la ronda de la noche e inspeccionar los trabajos de reparación y drenaje de las trincheras. No llegaría a acostarse hasta el amanecer, después de que el resplandor radiante de la mañana asomase difuso más allá de las líneas enemigas.


Matías, el Grande, Baltazar, el Viejo, y cuatro hombres más pasaron tres horas encima del parapeto de la línea del frente, entre Newcut Alley y Château Road, dedicados al trabajo de fortalecimiento de las posiciones defensivas. Actuando a oscuras y comunicándose mediante murmullos temerosos, los seis soldados colocaron diecisiete alambradas y cuatro rollos de alambre de espinos en aquel sector, ya que unos morterazos caídos allí durante el día habían arrancado las protecciones anteriores. Perdieron la sensibilidad en los dedos, las manos se agitaban con un temblor menudo, dormidas y heladas. Con gran alivio, dieron por concluido el trabajo y recibieron la autorización del sargento Rosa para recogerse en el refugio, situado en Baluchi Road.

Matías y Baltazar bebieron media botella de ron junto a las paredes interiores del parapeto, sintieron que el alcohol les calentaba las entrañas como el vaho de un volcán y, más reconfortados, se pusieron en camino. Subieron por la Château Road hasta la Rue Tilleloy y entraron después por la Baluchi hasta llegar al refugio. Se sumergieron en el hueco fangoso y se encontraron con Vicente y Abel tumbados en el suelo y envueltos en mantas, con los cuerpos iluminados por una bombilla débil, cuya luz amarilla y parpadeante les bailaba en el rostro.

– ¿Qué pasó con la patrulla? -preguntó Matias mientras se instalaba.

– No me hables -replicó Vicente, pálido de frío, con la manta que lo cubría hasta la nariz-. Hacía un frío infernal.

– ¿Acaso no lo sé yo? Estoy con las manos hinchadas de sabañones, carajo -dijo, mostrando los puños deformados por el frío, los dedos gordos y de un color rojo amoratado-. Hasta parece que me sale sangre de las uñas.

– Esto es peor que la sierra -se quejó Baltazar, que era de Gerês y estaba habituado al hielo seco de las alturas-. ¡ No siento los dedos, mierda!

Matias miró a Abel y reparó en que su amigo temblaba sin poder parar.

– Oye, Canijo, te veo muy mal.

– Ah, Matias, estoy helado -dijo con dificultad-. Esta patrulla en la nieve me ha sentado francamente mal.

– Ya lo veo. ¿Te has echado un trago?

– El sargento me dio algo de beber cuando acabó la patrulla -gimió Abel-. Pero el ron a mí no me hace mucho efecto.

– Joder, hombre, no sé qué hacer para que estés bien. No puedo encenderte una hoguera, no puedo conseguirte una buena tía para que te despeje. Si el alcohol no te hace efecto…

A Abel, el Canijo, le castañetearon los dientes una vez más antes de poder volver a hablar.

– ¿Sabes lo que me sentaría realmente bien? -preguntó por fin.

– Dime.

– Algo que mi madre me daba en invierno.

La tiritera de frío se acentuó y Abel cerró los párpados y se calló, mientras su cabeza se agitaba en medio de un delirio de hielo. Matías se impacientó.

– ¿Qué era? Desembucha, hombre.

Abel volvió a abrir los ojos.

– Té.

– ¿Té?

– Sí, un té calentito, con un poco de alcohol. Puede ser ron. Té con ron. Ah, eso sí que era una maravilla.

– Oye, Canijo, ¿dónde voy a conseguirte té a esta hora? No están las cosas como para ir al estaminet…

Abel volvió a cerrar los ojos, con el cuerpo que no paraba de temblar en medio de descontroladas convulsiones de frío.

– Aquí aún nos quedan unos sobrecitos de té -anunció Vicente, hurgando en la caja de las raciones-. El problema es el agua caliente.

– Siempre podríamos hacer una hoguera -dijo Baltazar, pensativo-. Prepararíamos un fuego de categoría.

– Estás loco, Viejo -lo interrumpió Matías-. Nos asfixiaríamos aquí dentro, ni pensarlo. -Se calló un instante, pensativo, en busca de soluciones. Una ráfaga de ametralladora cortó el aire de fuera y el sonido sincopado entró ahogado en el refugio: a Matías le pareció que venía de las líneas alemanas, era una Maxim. El soldado tuvo una idea y se incorporó al instante-. ¿La tetera? -¿Eh?

– ¿La tetera?

– Ahí al fondo, hombre -dijo Vicente, apoyado en el codo-. ¿Por qué? ¿Quieres realmente encender la hoguera?

Matías dio tres pasos, cogió la tetera y salió como un rayo del refugio.

– Ahora vuelvo.

El cabo subió por Baluchi Road a paso rápido y enérgico, intentando entrar en calor y atenuar así el frío punzante que le entraba por el chaleco de cabritilla, y fue hasta Sunken Road. Enfiló a la derecha por Sunken y, antes del puesto de Tilleloy Sur, se encontró con el escondrijo de la ametralladora camuflado entre sacos de tierra y vegetación artificial.

– Rogério -llamó.

– ¿Quién viene? -preguntó una voz venida de la oscuridad.

– Soy yo, Matías.

– Ah, tío. ¿Qué vienes a hacer aquí?

– ¿Estás a cargo de la ametralladora?

– Y qué crees que estoy haciendo aquí, ¿eh? ¿Follándome a una chavala?

– Necesito ayuda.

– Dime.

– Tengo allá un compañero que se está cagando de frío, tiembla como una gallina frente al cuchillo.

– Dale un buen trago.

– Ya se lo he dicho, pero dice que no le hace efecto.

– Entonces que se ponga una chaqueta.

– Joder, Rogério, estoy hecho un carámbano y no tengo paciencia para bromas.

– Entonces di lo que quieres.

– Mi compañero necesita un té.

– ¿Un té?

– Sí, un té.

– Oye, Matías, ¿te estás quedando conmigo o qué?

– En serio.

– ¿Té para calentar? Dime una cosa: quien tiene frío, ¿es un compañero tuyo o más bien una demoiselle que has traído a escondidas a las trincheras?

– Es un compañero, coño. Es el Canijo. El tipo anduvo por la nieve haciendo una patrulla y está que no puede más.

– Pero ¿dónde quieres tú que le consiga té? ¡Se te ocurren unas cosas!

Matias se impacientó y decidió ir al grano.

– Oye, Rogério, ¿ya abriste fuego esta noche?

Se hizo silencio.

– ¿Rogério?

– Me estás tomando el pelo, dime que me estás tomando el pelo.

– Anda, sé amable, échame una mano.

Se hizo un nuevo silencio, más corto.

– Por lo tanto, si no he entendido mal, tú quieres que yo abra fuego para que puedas hacerle un té a un compañero que tiene frío, para colmo el Canijo, ese enclenque que está contigo…

– Eso es.

– Tú estás pirado, Matías.

– Vale.

Nuevo silencio.

– ¿Y yo qué gano con eso?

– Te doy un cigarrillo.

La voz en la oscuridad se rio con ganas.

– ¿Un cigarrillo? ¿Uno?

– Está bien, dos.

– ¿Dos cigarrillos? Te estás quedando conmigo.

– Tres.

– Un paquete.

– Cinco.

– Un paquete, te he dicho.

Matías suspiró, se palpó el bolsillo y sintió el paquete de cigarrillos.

– Un paquete entero no tengo -dijo-. Pero puedo darte todos los que tengo en el bolsillo, suman casi un paquete.

Se hizo un breve silencio más.

– Está bien, caradura, negocio cerrado. Ven, ayúdame.

Matías avanzó en la oscuridad con los brazos extendidos. Las manos flotaron en el aire hasta sentir el cuerpo caliente de Rogério y la superficie metálica y dolorosamente helada de la Vickers MK I, la gran ametralladora pesada británica, de 303 pulgadas, apoyada en un trípode.

– Pásame la caja que está ahí al fondo -pidió Rogério-. Son las municiones.

Matías cogió la caja y sacó una cinta de balas, eran doscientos cincuenta proyectiles alineados uno al lado del otro, como dientes afilados y amenazadores, listos para rasgar la carne y astillar huesos. Rogério encajó la cinta en la ametralladora, la empuñó con las dos manos, sintió el gatillo en los pulgares y giró el arma.

– ¿Hacia dónde disparo?

– Suelta unos cuantos tiros hacia la segunda línea de la Mastiff Trench, justo al lado de los boches.

Rogério apuntó hacia la izquierda, calculó la posición de la línea B de la Mastiff Trench, bien dentro de las posiciones alemanas que se extendían por delante, y apretó el gatillo. Un matraqueo ensordecedor llenó el pequeño refugio camuflado, las balas salían del cañón en sucesión rápida y explosiva: Tra-tra-tra-tra-tra. Matias pensó que era como un perro ladrándole en los oídos, un ronquido loco e insoportable, un ruido del Infierno llenándole la cabeza y poniendo a prueba sus nervios. El cubre- llamas, en la punta del cañón, le ocultaba al enemigo los relámpagos de cada tiro, impidiendo que los alemanes detectasen con precisión la fuente de los disparos. La primera cinta se agotó en treinta segundos, tan rápida era la sucesión del fuego. El arma dejó de disparar. Un silencio reparador llenó el pequeño refugio. Rogério metió una segunda cinta y regresó de inmediato el estruendo infernal. Cuando también se agotó la segunda cinta, treinta segundos y otras doscientas cincuenta balas más tarde, Rogério colocó una tercera y, medio minuto más tarde, una cuarta. Gastó mil balas en dos minutos de tiro, además del tiempo para los cambios de cinta. Cuando terminó, puso levemente el índice en el grueso cañón de enfriamiento para medir la temperatura.

– Está bien -dijo finalmente.

Matias se levantó, fue hasta el extremo del grueso cilindro de la Vickers, tanteó el metal caliente en busca de la abertura para la salida del agua y la encontró en la punta, por debajo, justo detrás del cubrellamas. Desenroscó la abertura con los dedos, colocó la tetera por debajo del orificio y dejó que el agua hirviendo llenase el recipiente. Cuando la tetera estuvo llena, la apartó y dejó caer el resto del agua caliente en el suelo. Después volvió a enroscar la tapa del orificio de evacuación del agua y abrió el de entrada, en el extremo del cilindro, justo al lado de la mirilla. Rogério le dio un garrafón con agua helada y Matías lo echó por el orificio hacia el interior del cilindro. Se oyó un prolongado, era el agua helada que enfriaba el cañón casi incandescente. Terminada la tarea, el cabo enroscó la tapa, cogió la tetera cargada de agua caliente y se incorporó.

– Esto de enfriar la ametralladora con agua da un verdadero gustazo -comentó con una sonrisa. Puso la mano izquierda en el bolsillo, cogió el paquete prometido de cigarrillos y se lo entregó al encargado de la Vickers-. Gracias, Rogério.

Después, se marchó tan campante, con la tetera repleta de agua hirviendo para el té del Canijo.


La Infantería 8 terminó el turno en las trincheras el 12 de diciembre. Al día siguiente, aprovechando la jornada de descanso que habitualmente se le concedía a una unidad que acababa de abandonar las primeras líneas, Afonso solicitó un pase B para abandonar el acantonamiento, requirió un caballo, un pesado ardennes blancuzco con matas de pelos negros del copete a la crin y manchas oscuras en los muslos y en el jarrete, y se fue al trote hasta el cuartel general del CEP en Saint Venant. Ya en las calles del pueblo se detuvo frente a un cartel insólito. «Aviso», anunciaba el cartel, que indicaba a continuación: «Está proibido el uso de letrinas inglesas a los portugueses. Tienen sus propias letrinas a la entrada del Parque a los que se encuentre husando otras letrinas serán castigados severamente». Releyó el texto, atónito y divertido. «¿Quién habrá sido el idiota que ha escrito esto?», se preguntó. Comenzó imaginando a un analfabeto de pueblo, pero pronto concluyó que sólo podría tratarse de un inglés, lo único que esperaba es que no hubiese sido Tim. Sin dejar de reír, chasqueó la lengua y obligó al caballo a retomar la marcha hasta el cuartel general, donde llegó minutos después.

– ¿Así que esto es la Gran Ganga? -le comentó al centinela, en tono de provocación, cuando se vio frente al edificio, en una bucólica zona verde defendida por un sólido muro de piedra.

Gran Ganga era el nombre que los hombres usaban para referirse al cuartel general del CEP, por considerar que ahí era fácil combatir en la guerra. El cuartel general de la 1a División era la Ganga n.° 1, y el de la 2a División era la Ganga n.° 2, los recintos donde hormigueaban las legiones de combatientes de la retaguardia, los bravos guerreros que hacían de los hoteles y de los restaurantes sus sangrientos campos de batalla, los indomables héroes que, en vez de las trincheras grises de Fauquissart, de Neuve Chapelle y de Ferme du Bois, preferían arriesgar la vida en las suaves arenas de las playas de Ambleteuse, Étaples y Boulogne.

El oficial se apeó del caballo, le acarició el lomo, se lo entregó a un ordenanza y cruzó a pie el portón de entrada hacia el terreno de la Gran Ganga. Era una mansión majestuosa, de dos pisos y enormes ventanas, la principal situada en la primera planta, sobre la entrada, y señalada por la reja rectangular de hierro forjado que protegía un pequeño balconcillo. El capitán atravesó el destartalado jardín que se extendía frente a la mansión, pasó entre un elegante Ford T y un elegante Bugatti Tippo 10 estacionados frente a la puerta y entró en el cuartel general.

Afonso tenía un amigo en el cuartel general. Se trataba del teniente Trindade, su compañero de pupitre en la Escuela del Ejército, que trabajaba en la secretaría del general Tamagnini Abreu. Trindade era el antiguo cadete conocido en la escuela como el Mocoso, debido al célebre incidente feliz en una clase, cuando estornudó violentamente sobre un profesor. Pero en Flandes el mote más adecuado era el nombre de un pájaro, el carbonero, [7] término peyorativo que los hombres de las trincheras reservaban a todos los militares que elegían la burocracia como teatro de operaciones y optaban por las plumas como armas de combate. El CEP estaba lleno de carboneros, hombres que pululaban en la retaguardia para garantizar el funcionamiento de los más variados servicios, desde trabajos de secretaría hasta el servicio de subsistencias, servicio de contabilidad, servicio de agronomía y hasta el servicio de expedición de equipajes y registro de pérdidas, militares que no conocían nada del campo de batalla. Estaban los carboneros ligeros, que ocupaban el cuartel general de la brigada; los medios, que deambulaban por las divisiones; y los carboneros pesados, que se encontraban allí, en la Gran Ganga. Y también estaban los palmípedos, una especie de carboneros de lujo, afortunados que andaban en automóvil y pernoctaban en los palacetes durmiendo entre sábanas lavadas y con chauffage central, sistema de calefacción sólo accesible a unos pocos elegidos. En el Château Redier, Afonso se convirtió en palmípedo, es verdad, pero sólo por poco tiempo. El teniente Trindade, en cambio, era un carbonero de alma y corazón, para colmo un carbonero pesado con pretensiones de palmípedo, tal vez el único a quien Afonso no despreciaba, privilegio sin duda resultante de la vieja amistad que no se traicionaba ni siquiera en tales circunstancias.

El capitán llamó a la puerta de la secretaría y preguntó por el teniente.

– ¿Qué tal, Mocoso? -soltó a modo de saludo cuando vio a su amigo asomando a la puerta.

– ¡Vaya con el finolis! -exclamó el teniente Trindade con una sonrisa-. Bienvenido a mi miserable puesto de combate. -Hizo una seña para que entrase y Afonso obedeció-. Dime una cosa, Aplomadito, ¿es verdad que les prohibiste a tus hombres decir palabrotas?

– Sí, ¿por qué?

Trindade soltó una ruidosa carcajada.

– ¡Pues eres realmente fino! -dijo en tono de recochineo-. No hay duda de que el mote de Aplomadito te viene al dedillo. -Se rió un poco más-. Oye, cuando a un soldaducho le dan un balazo en el culo, qué palabras le autorizas decir, ¿eh? ¿Válgame Dios? ¿Virgen Santa? ¿Jesús?

Afonso forzó una sonrisa.

– No autorizo ninguna palabra en especial. Lo que no me gusta es tener que escuchar todas esas ordinarieces, no está en mi carácter y la gente lo sabe.

– Ah, caramba, te equivocaste de vocación -observó el teniente-. Deberías haberte hecho sacerdote. -Alzó el índice-. Sacerdote, te lo digo yo.

– Lo pensaré.

Trindade bostezó.

– Y ahora dime, Aplomadito, ¿qué estás haciendo tú por aquí?

– Si quieres que te diga la verdad, no lo sé -bromeó Afonso-. Me he cansado del tedio de las trincheras y he venido a ver cómo se combate en el cuartel general. Debo decirte que estoy impresionado, todos vosotros parecéis unos guerreros terribles. Los boches se cagarían de miedo si os viesen.

El teniente se rió. Conocía la mala fama de los carboneros entre los hombres de las trincheras, pero no le preocupaba. En Portugal su familia lo consideraba un héroe, estaba en la guerra y era todo lo que sabían, se preocupaban por su seguridad y desconocían que era posible hacer la guerra sin ver la guerra. Había que estar en Flandes para conocer la diferencia entre lanudos y carboneros, a la distancia ambos eran iguales, todos se encontraban en la guerra, y lo que de verdad les interesaba era lo que pensaba la gente de su casa, no la gente de las trincheras. Qué otra cosa mejor había que tener la fama de estar en la guerra y gozar de la comodidad de no vivirla, tener la reputación de dormir en el barro y pasar las noches confortablemente acurrucado bajo sábanas perfumadas y con los pies templados con botellas de agua caliente, ser conocido por matar alemanes con bayoneta mientras de los alemanes sólo oía hablar durante las conversaciones en el comedor. Además, y en rigor, ser un carbonero no era un acto de voluntad sino un capricho del destino. A fin de cuentas, ¿cuántos lanudos, si pudiesen, no se volverían carboneros? ¿Cuántos hombres no darían un brazo para abandonar la miseria de las trincheras y retirarse al confort de la retaguardia? ¿Quién podría afirmar, con absoluta sinceridad, que era mejor ser lanudo que carbonero? ¿No sería en definitiva el desprecio de los lanudos por los carboneros una forma disimulada de envidia? Todo esto afloraba a la mente del teniente Trindade siempre que se enfrentaba con un lanudo, aun cuando el lanudo fuese un compañero de carrera en la Escuela del Ejército.

– Siéntate, Afonso -le invitó, señalando un escritorio-. Ahora no puedo ir a tomar una copa contigo, debo estar atento a los mensajes, pero hablemos aquí.

Afonso se quitó la gorra de oficial y se sentó junto al escritorio de su amigo. El despacho estaba repleto de tecnología de comunicaciones, desde palomas mensajeras hasta las últimas novedades en el dominio de los aparatos eléctricos, como los telégrafos Fullerphones y los teléfonos Power-Buzzer.

– ¿Muchos muertos en las trincheras? -preguntó Trindade, recostándose en la silla.

– Algunos -dijo Afonso con tristeza, sin querer entrar en detalles.

– ¡Bien, bien! -exclamó el Mocoso, enfáticamente-. Es necesario que mueran muchos para que nuestros aliados vean nuestro sacrificio, nuestro heroísmo.

El capitán lo miró con los ojos desorbitados, sorprendido por el comentario.

– ¿Eres tonto o te lo haces?

– En serio, Afonso. Cuantos más mueren, más nos respetan. Es así, ¿qué te crees? Yo sé que resulta chocante para quien está en las trincheras, pero en los Estados Mayores prestan atención a esas cosas, caray, cuando no hay muertos es porque no hay combate, hay canguelo. Así es como piensan. Por eso necesitamos demostrar que hay acción. ¡Es fundamental que los gringos vean de qué cepa es nuestra gente, de qué temple es nuestra raza!

– No sabes lo que dices -murmuró Afonso, que suspiró y meneó la cabeza-. Desde que te conozco te pasas la vida elogiando la matanza, citando a Hegel, a Moltke y a Nietzsche, diciendo que la guerra forma parte del orden divino, que ayuda a preservar la salud de los pueblos, que la crueldad intensificada es la forma más elevada de cultura y otros disparates por el estilo. Pues fíjate que nunca te he visto en las trincheras elevando tu cultura, preservando tu salud y defendiendo el orden divino de las cosas…

– No me has visto ni me verás. -Trindade se rio-. Que yo sepa, soy militar, pero no soy tonto. La gentuza que se mate. Yo estoy aquí para glorificarla.

La conversación de Trindade, el Mocoso, era típica de un carbonero del cuartel general. Cuanto más lejos se estaba de la línea del frente, más grandiosas y elocuentes eran las tiradas sobre la gloria de Portugal y la bravura de la raza portuguesa. Los hombres que frecuentaban las trincheras no hablaban así, sólo se preocupaban de su supervivencia y de la de sus camaradas. El patriotismo era un lujo que no se podían permitir. Mirando a su compañero de la Escuela del Ejército, el capitán consideró que sólo desde una situación confortable en la retaguardia podía hablarse de aquella manera, era necesario vivir una buena vida sin arriesgar el pellejo para tener el valor de pregonar la gloria de la muerte, era necesario encontrarse muy seguro sin oír el estallido de los Minenwerfer matraqueando en tu dirección para tener el atrevimiento de mencionar palabras como «heroísmo» y «canguelo», era necesario estar lejos, muy lejos, para imaginar que la guerra engrandecía a la patria y ennoblecía a los hombres. Sólo con la barriga llena y viviendo una situación de bienestar podía teorizarse sobre conceptos abstractos como la bravura, el honor, el patriotismo. Para los soldados que comían mal, dormían en el barro, convivían con ratas, tiritaban de frío, temblaban de miedo y lamentaban la muerte de sus camaradas, para ellos sólo contaba la realidad, la realidad y el deseo de normalidad, el gusto por las cosas simples: una sopa caliente, una chimenea acogedora, la ropa seca, el cariño maternal, el de la novia, el de la mujer. Afonso conocía bien el discurso de los carboneros y decidió no replicar, se sentía cansado y sólo lograría irritarse.

El teniente Trindade intuyó el disgusto latente de Afonso y lo atribuyó a quien vive las cosas demasiado de cerca, en el fondo lo entendía, el capitán estaba excesivamente próximo a la guerra como para captar el panorama general, la proximidad le hacía perder el sentido de la perspectiva, la noción de sacrificio individual para el bien común. Ese era, al fin y al cabo, el mal de todos los que combatían en las trincheras, pensó Trindade. Para ellos, la muerte era una cosa personal y eso les impedía entender la importancia de los grandes sacrificios para cimentar el prestigio del país. Las pequeñas cosas, como la vida de un hombre, los volvían ciegos a los grandes valores, como la vida de una nación; veían el árbol pero no conseguían ver el bosque, las trincheras los volvían miopes, perdían la imagen global.

Todo esto pasó por la cabeza de los dos hombres en unas fracciones de segundo, mientras se miraban. Viendo que su amigo no entraba en el debate, el rostro del teniente se iluminó con una sonrisa.

– Entonces, ¿qué te trae por aquí?

– Necesito que me hagas un favor.

– Depende del favor.

– No es nada especial. Necesitaría que me dieses unos días para ir a descansar a París.

– ¿Descansar a París? -se sorprendió el teniente, frunciendo el ceño-. No me digas que hay amor en puerta…

El rubor que subió al rostro de Afonso lo traicionó irremediablemente. Trindade se rio, encantado por su perspicacia y por la visible turbación de su amigo.

– Quién diría que Afonso, el Aplomadito, andaba cazando mademoiselles en las trincheras -exclamó provocador-. ¡Y después hablan de los carboneros! -Se inclinó en la silla con una mirada burlona-. ¿Quién es ella?

– Déjate de coñas, Mocoso -interrumpió Afonso, reprimiendo a duras penas su irritación-. ¿Me consigues la licencia o no?

Su amigo había tocado un punto sensible, el capitán no quería hacer alarde de su relación con Agnès, ella no era un amorío momentáneo, por lo menos no era así como la veía.

– Anda, dímelo -insistió Trindade.

– ¡No la conoces y no te interesa! -exclamó Afonso con un tono que no admitía discusión-. ¿Me consigues o no una licencia por unos días?

El teniente Trindade volvió a recostarse en la silla y respiró hondo.

– Claro -asintió finalmente-. Pero así, de repente, sólo puedo darte dos días.

– Vale. ¿Y para cuándo?

– Voy a ver al jefe y a partir de mañana ya puedes ocuparte de la salud de tu mademoiselle.

– Eres un amigo -dijo Afonso con alivio-. ¿Y una licencia más larga?

– Te consigo cinco días después de Navidad.

– ¿En serio?

– Sin problema -replicó el teniente, que se levantó.

Trindade fue a reunirse con otro oficial en el despacho, cogió unos papeles y volvió a donde estaba Afonso.

– Rellena estas instancias, yo me ocupo de lo demás.

Afonso recorrió los documentos con los ojos, mojó una pluma en la tinta y los rellenó en silencio. Cuando terminó, se los entregó a Trindade. El teniente comprobó si no faltaba nada, descubrió una incorrección, consultó a Afonso y corrigió el texto, hasta que se dio por satisfecho.

– Voy a llevárselos al jefe -dijo, levantándose de la silla-. ¿Te has enterado ya de la revolución?

– Sí, el mayor Paes ha triunfado.

El teniente se inclinó ante el escritorio, abrió un cajón y sacó de allí un periódico, que le extendió a Afonso.

– Lee mientras voy a hablar con el jefe y vuelvo.

El capitán cogió el periódico, un ejemplar de O Século, con fecha 8 de diciembre, es decir, de sólo cinco días atrás. A todo lo ancho de la primera página se leía el título «El movimiento revolucionario de estos días», con una fotografía aérea de Lisboa y una foto de Sidónio Paes. Afonso leyó ávidamente el periódico, que hablaba sobre «el tronar del cañón», «las descargas de la fusilería» y los «cruentos combates» en la capital, revelando que los alumnos de la Escuela de Guerra y los hombres de la Caballería 7 y la Artillería 1 se habían unido al mayor Paes en la ocupación del parque Eduardo VII; contaban además con el apoyo de la Infantería 5, 16 y 33 y de muchos civiles, algunos de los cuales habían saqueado tiendas. Varios edificios de la Avenida y de la Baixa fueron alcanzados por la artillería de los revoltosos, incluido el Avenida Palace, al mismo tiempo que hubo bombardeos en Campo Pequeño, porque se decía que allí se encontraban elementos afectos al Gobierno, especialmente la Guardia Republicana. Unos cruceros tomaron posiciones en el Tajo, un grupo de marineros ocuparon los tejados de la ciudad, se hablaba de setenta muertos y trescientos heridos, pero los cómputos no eran definitivos. Afonso se sorprendió por este relato de una ciudad transformada en campo de batalla, con tiroteos en el Rossio y en los Restauradores, con cañones que abrían fuego desde el parque Eduardo VII durante toda una noche, y se preguntó por enésima vez sobre los efectos de aquellos acontecimientos en la participación portuguesa en la guerra. Supo en las trincheras que había habido una revolución y que Sidónio Paes había vencido después de dos días de combates en Lisboa, pero nadie lograba aún determinar a ciencia cierta cuál era el futuro del CEP. Las conjeturas se multiplicaban, es verdad, pero no había certidumbres.

El teniente Trindade regresó mientras tanto al despacho, con una expresión de haber cumplido con su deber en el rostro.

– Está todo arreglado -anunció-. Aquí tienes tus dos días de licencia, a partir de mañana.

Afonso cogió distraídamente los documentos, con una indiferencia que asombró a su amigo, y acabó lanzando la pregunta que atormentaba a todos en las trincheras.

– Oye, Mocoso, ¿volveremos o no a casa?

– ¿Volver a casa? -preguntó el teniente, sin entender-. Pero lo que tú me pediste era una licencia de unos días para…

– No es eso -interrumpió Afonso, meneando la cabeza con impaciencia-. ¿El mayor Paes va a mantener a Portugal en la guerra o va a mandar a la gente de vuelta a casa?

– ¡Ah! -exclamó Trindade, sentándose pesadamente en la silla, y luego abrió el mismo cajón, sacó otro periódico y se lo extendió a su amigo-. Lee.

Afonso cogió el periódico, otro ejemplar de O Sáculo, pero del día siguiente al anterior, con fecha 9 de diciembre, hacía cuatro días. El capitán se sorprendió por la rapidez con que los periódicos llegaban al cuartel general, pero no hizo comentarios. Miró la primera página y leyó el titular: «Lisboa regresa a la normalidad». Comenzó a leer el texto, pero Trindade le señaló un subtítulo en la columna central, al fondo de la página, que anunciaba: «Palabras del señor Sidónio Paes».

– ¿Qué dice? -quiso saber Afonso.

– ¿No sabes leer? -preguntó Trindade, inclinándose sobre el periódico. Comenzó a leer en voz alta un fragmento de la respuesta del jefe de los revolucionarios a una pregunta del reportero de O Sáculo-: «El Gobierno mantendrá los compromisos internacionales, especialmente los que atañen a la alianza con Inglaterra». -El teniente alzó los ojos del periódico y miró a su amigo-. ¿Has entendido?

Afonso lo observaba con los ojos desorbitados, digiriendo el impacto de las palabras atribuidas a Sidónio Paes. Le llevó un buen rato sacar las debidas conclusiones de aquella declaración y formularlas con una corta frase.

– Vamos a seguir en guerra.

El teniente Trindade se recostó en la silla, apoyó las piernas cruzadas sobre el escritorio, encendió un cigarrillo, aspiró el humo lentamente, se quitó el cigarrillo de la boca y lanzó una enorme y serena bocanada de humo gris.

– Afonso, eres un genio.

Capítulo 7

Los triángulos rojos señalaban la proximidad de las tiendas de la YMCA, la Young Men's Christian Association, que se encontraba repartida por todo el sector que ocupaba la British Expeditionary Force. El Hudson sorteó la curva embarrada y se detuvo junto a la primera tienda, a la que afluían varios tommies ingleses, todos ellos visiblemente animados.

– Es aquí -dijo Afonso, que desconectó el motor y bajó del automóvil.

El capitán rodeó el coche por delante, abrió la puerta del pasajero e invitó a Agnès a salir. La joven baronesa se mostraba elegantemente vestida, a pesar de que sus trajes estaban cuatro años atrasados en la agenda de los exigentes estilistas parisienses. La silueta minaret, que había confeccionado en París en sus tiempos de estudiante de Medicina, había estado de moda en 1913, pero ya la habían sustituido otras novedades, aunque ése no fuera más que un detalle insignificante que se perdía en aquel rincón de provincias embrutecido por la guerra. Una mujer hermosa era siempre una mujer hermosa, y su sofisticada túnica de vivo carmesí, que cubría una falda ajustada de crinolina y acababa en un magnífico sombrero cloche, produjo un inevitable efecto dramático entre la soldadesca británica. Afonso entró en la tienda orgulloso como un pavo real, llevando del brazo a una elegante francesa que dejaba a los tommies con los ojos desorbitados. El capitán invitó a Agnès a un vaso de refresco de culantrillo y ambos se sentaron en las butacas, esperando el comienzo del espectáculo.

– ¿Sueles ir al cinematógrafo? -quiso saber Afonso mientras bebía su refresco.

– Ahora, raras veces. Pero en París fui muchas veces al Phono-Cinéma-Théâtre du-Tours-la-Reine, a las salas Omnia y al Gaumont-Palace, que es el mayor cine del mundo.

– ¿El mayor? -se admiró Afonso-. Pero mira que yo creo que, si lo fue, ya no lo es. Dicen que en América se acaba de inaugurar un teatro cinematográfico de lujo, muy ricamente decorado, con candelabros de cristal, alfombras en el suelo y todo. Leí en el periódico que es algo faraónico. Por lo que parece, el teatro tiene más de tres mil butacas y una orquesta con espacio para treinta músicos.

– Vraiment? Mon Dieu, eso sólo en América -comentó Agnès con énfasis apreciativo antes de dedicarse a su tema favorito, las estrellas de cine-. Mi artista favorita es Sarah Bernhardt.

– A mí me gustan Mary Pickford y Marión Davies.

Ella frunció el ceño, puso boquita de piñón y lo encaró con expresión grave.

– Si tuvieses que elegir, ¿optarías por ellas o por mí?

Afonso se rio, divertido por la pregunta típicamente femenina.

– Por ti, claro, ma mignonne.

– Buena respuesta, mon chéri. -Agnès sonrió complacida-. Pues yo te prefiero a ti muy por encima de Douglas Fairbanks.

Los jóvenes de la YMCA cerraron mientras tanto el acceso a la tienda, tratando de impedir la entrada de la luz, y anunciaron el inicio de la proyección. La máquina de cinematografía comenzó a funcionar, ronroneando como una ametralladora lejana, tac-tac-tac-tac, emitió un foco de luz sobre una tela blanca, aparecieron números en negro saltando en la imagen y después vino la película. Un sacerdote anglicano se sentó al piano y comenzó a tocar, llenando la tienda de música y quebrando el silencio de la película. Primero pasó un documental: Les annales de la guerre; era un trabajo de la Section Photographique et Cinématographique de l'Armée con las últimas novedades sobre el conflicto, al que le siguió, para atenuar el impacto, el sketch cómico The rink, de Charles Chaplin, que produjo un tremendo efecto dentro de la tienda. Los espectadores no contuvieron los aplausos cuando vieron la figura del vagabundo con bigotes, y las carcajadas se hicieron irrefrenables cada vez que Chaplin tropezaba en su papel de hombre torpe con patines que intentaba equilibrarse dentro de un cuadrilátero. Por fin vino la película principal, titulada The heart of the world. Era un trabajo de descarada propaganda patriótica, firmado por D. W. Grifith y rodado parcialmente en el frente francés. Afonso pronto se desinteresó de las actitudes crueles de Erich von Stroheim, en el papel de un sádico oficial alemán, concentrándose en el apetecible cuello de Agnès. La francesa aceptó algunos besos más discretos, pero, cuando el capitán comenzó a entusiasmarse demasiado, se vio forzada a rechazar delicadamente esos impetuosos avances, preocupada por no transformarse en un espectáculo dentro del espectáculo.

Pas ici -susurró, apelando a la paciencia del amante-. Après, Alphonse. Après.


Cuando acabó la película, salieron del local de la YMCA y se encaminaron hacia el Hôtel Boulogne, en Boulogne-sur-Mer, un villorrio al noroeste del sector portugués, en la costa atlántica de la Picardía, a la entrada del canal de la Mancha. Ambos habían decidido que no era conveniente que Afonso volviese al Château Redier. Además de la falta gratuita de respeto que significaba dormir juntos en la casa del marido traicionado, había que considerar el factor de riesgo. Ninguno de los dos lograba disimular en absoluto sus sentimientos en presencia del otro, lo que el barón iba a notar, era inevitable, y, por otro lado, el anfitrión o los criados acabarían también comprobando las escapadas de Agnès a la habitación de huéspedes. Para zanjar el asunto, la baronesa dijo a su marido que iba a pasar dos días a París, y, haciendo coincidir ese «paseo» con la licencia obtenida por el capitán en el cuartel general del CEP, ambos se fueron a Boulogne-sur-Mer. El inconveniente era que, a pesar de estar relativamente lejos de Armentières, deberían evitar mostrarse juntos en público, lo que los obligó a encerrarse en su habitación de hotel. En honor a la verdad, sin embargo, para Afonso ése no fue en absoluto un problema.

El Hôtel Boulogne sirvió para vivir la pasión a sus anchas. Se amaron fogosa y repetidamente, aprovechando los intermedios para encargar comidas o conversar sobre mil y una cosas.

En la mañana del segundo día, Agnès se mostró interesada en conocer el pasado de su amante, un interés que no era nuevo, pero que, esta vez, se reveló más insistente.

– Pero ¿para qué quieres saber mi historia? -se resistió Afonso-. No hay nada interesante que contar, ma mignonne.

Agnès frunció el ceño, no iba a dejar que las cosas se quedasen así.

– Hum, no me convences -dijo-. ¿Cuál es el problema de que me cuentes tu pasado?

– No hay ningún problema, mi gorrioncito. Ocurre que no tengo nada especial que contar. Creo que mi vida se resume en tres ideas principales: nací, crecí y te conocí.

– Disculpa, pero ésa no es una respuesta. No me lo quieres contar, ¿no?

– No hay nada que contar, querida.

Ella cerró los ojos.

– Tu silencio me resulta sospechoso -sentenció-. ¿No será que me estás ocultando algo? No me digas que estás casado…

– ¿Yo? ¿Casado? -Afonso se rio-. No, mi amor. No es nada especial, la verdad es que no me produce demasiado placer hablar de mí, ¿ me entiendes?

– No, no te entiendo. Creo que estás escondiendo algo…

– Que no, querida. Créeme.

Pero Agnès no lo creyó. Irritada, se encerró en sí misma. Se recostó en la cama a leer la enigmática novela A la recherche du temps perdu y no le prestó la menor atención. Estaba enfadada. Afonso intentó romper el hielo con algunas gracias, pero la francesa se mostró altivamente indiferente y permaneció distante, simulaba estar sólo preocupada por la descripción de Proust del glamour de la doble vida de Swann, los cotilleos de la tía Léonie, las posesivas soirées de los Verdurin, la tormentosa relación con Odette de Crécy.

Al cabo de una hora, temiendo desperdiciar de aquella forma un fin de semana tan prometedor, el capitán suspiró y se rindió. Apoyado en la cabecera de la cama, le contó al fin su historia. Afonso relató su infancia en Carrachana, la adolescencia en el seminario de Braga y la juventud en la Escuela del Ejército. Pasaron la mañana discutiendo el pasado, comparando su respectiva educación y la importancia de los viajes que ambos hicieron de pequeños a distintas capitales: él a Lisboa, ella a París. Cerca del mediodía, Agnès se desperezó y se levantó de la cama. Había seguido el relato con atención, pero daba señales de sentirse cansada por quedarse tanto tiempo encerrada en la habitación del hotel, ya le bastaba con las interminables horas de encierro en el Château Redier, lo que ahora quería era realmente expandirse. Ya muy avanzada la mañana, la francesa, de pronto impaciente, incitó a Afonso a dar un paseo.

– Ya me contarás el resto -le dijo mientras se ponía la chaqueta-. On y va?

El capitán no se moría de ganas de salir a la calle, no sólo porque encontraba en la exigua habitación del hotel ricos y sobrados motivos de interés, sino también debido a su temor a que los viese alguien cercano al barón Redier. Lo que menos les convenía era que el marido engañado descubriese la verdad. El problema es que Agnès no quería saber nada de los argumentos aparentemente razonables que le expuso con insistencia su amante.

– Nadie viene a Boulogne-sur-Mer para estar todo el tiempo encerrado en la habitación -sentenció la baronesa en un tono que no admitía más discusión, abriendo la puerta de forma decidida e internándose resueltamente en el pasillo-. Ven, mon chéri.

Afonso se resignó y no tuvo otro remedio que acompañar a Agnès a dar un paseo. Salieron del Hôtel Boulogne y fueron a pasear por la Grande Place y por todo el casco histórico, situado en el interior de las murallas de la Haute Ville. La mañana estaba fría y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Fueron a la Basilique Nôtre-Dame a ver la estatua de madera cubierta de joyas de Nôtre-Dame de Boulogne, patrona de la población, y siguieron hasta el majestuoso castillo poligonal construido en el siglo xiii para los condes de Boulogne, apreciando el exterior todo de piedra y las elegantes ventanas que asomaban por el tejado negro. A las dos de la tarde salieron por la Porte des Degrés, donde admiraron las dos torres medievales que flanqueaban la callejuela, y decidieron ir a almorzar una terrine de anguilas y un foie gras au sauté con langostino asado a un agradable restaurante de pescado situado en el muelle Gambetta, cuyas mesas tenían vistas al río Liane. De postre disfrutaron de unos deliciosos craquelins de Boulogne.

– Menos mal que no te hiciste cura -sonrió Agnès en su primer comentario al relato de la mañana-. Habría sido un desperdicio.

– Estoy de acuerdo -coincidió Afonso mientras cortaba el langostino con ahínco-. No era ése mi destino.

La francesa lo miró fijamente, maliciosa.

– Seguro que no dejaste a esa noviecita tuya en paz -le soltó.

– ¿Qué noviecita? -preguntó, haciéndose el desentendido.

– Esa tal «Carolina».

Afonso tragó saliva y esbozó una sonrisa forzada, meditando si estaría cometiendo un error o no al contar su historia con tanto detalle. Con las mujeres nunca se sabe, reflexionó, todo lo que les contamos puede volverse en contra de nosotros. Pero ya había contado la mitad de su vida y no había manera de volverse atrás ahora.

– Oh, fue algo sin importancia -se justificó y, turbado, asomó el rubor en sus mejillas.

– Hum, no sé si creérmelo -dijo ella con una mueca sonriente-. Pero cuéntame lo que falta, anda.

– ¿Ahora?

– Pourquoi pas?

El capitán, durante el postre, habló de su integración en la Infantería 8, de los episodios de la entrada de Portugal en la guerra y de la ida a Francia. Concluyó la historia después del café. Afonso pidió la cuenta, besó a Agnès, pagó, subió al Hudson que había solicitado en el CEP y la llevó a dar un paseo por la costa.


Sintieron que la perfumada brisa marina les llenaba los pulmones con las fragancias frescas del océano cuando el automóvil comenzó a serpentear por las carreteras paralelas a la Côte d'Opale hasta conducirlos a la Colonne de la Grande Armée, al norte de Boulogne-sur-Mer. Admiraron cogidos de la mano el monumento de mármol que se alzaba allí, leyeron en la inscripción que la obra se había construido en 1841 para homenajear los planes que elaborara Napoleón para invadir Gran Bretaña, y se quedaron disfrutando de la hermosa vista panorámica de la costa hasta Calais, el gran puerto francés perfectamente visible desde aquel punto. Como una pareja de novios, subieron también a los promontorios ventosos del Cap Gris-Nez y del Cap Blanc-Nez para apreciar el mar bravío que rompía abajo en la ladera escarpada, las manchas blancas de los peñascos de la costa inglesa dibujadas entre el azul oscuro del mar y el azul claro del cielo. Vieron la puesta del sol en la línea del horizonte, el astro anaranjado zambulléndose en el canal de la Mancha, y se hicieron apasionados juramentos de amor. Cuando el manto de la noche se extendió por la costa, subieron al coche y dieron media vuelta para regresar al Hôtel Boulogne. Se hada tarde y tendrían que viajar esa misma noche hasta el hotel que habían reservado en Merville, dado que la licencia del capitán estaba a punto de acabarse y tenía órdenes de presentarse en la brigada por la mañana temprano.

Al entrar en la habitación del hotel, Agnès se sintió angustiada y frustrada por la brevedad de la licencia de su amante. Quería quedarse con él y se veía sometida a las cadenas de un matrimonio que no deseaba y de una guerra que temía.

– ¿Qué pasa, mon petit choux? -se preocupó Afonso, solícito. Se sentó a su lado, le enjugó las lágrimas y le preguntó en portugués-: ¿estás mosca?

– C'est quoi, ça! -dijo saber Agnès, sin entender la pregunta.

Afonso le tradujo lo que le había dicho y la francesa apoyó la cabeza en su hombro.

– Estoy aterrorizada -dijo y sollozó-. Te quiero, Alphonse, pero tengo miedo de sufrir, de sufrir mucho, ¿sabes?

El capitán la besó varias veces.

– Pero yo nunca te haría daño, mi flor.

– No digas, eso, hacerme daño no depende de ti sino de Dios. ¿Entiendes? -Sollozó y dejó que las lágrimas corriesen por su rostro, ahora abundantes-. No depende de ti.

Afonso la atrajo hacia sí y la abrazó con más fuerza.

– Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué tienes?

– Me ocurre, Alphonse, que vivo aterrorizada con la posibilidad de que te ocurra lo mismo que le sucedió a Serge -dijo. Se sonó-. Tengo miedo de volver a pasar por lo que pasé hace tres años, de volver a sentirme perdida -continuó con un sollozo-. No sé quién sufre más, si el que va a la guerra o la que lo espera. Es algo…, algo difícil de definir, un sufrimiento, una ansiedad, una inquietud… Es terrible, terrible, sobre todo para quien vive esto por segunda vez.

No pronunció la palabra «muerte», seguramente debido al temor supersticioso de que la simple mención acarrease mala suerte, pero el capitán no tenía dudas sobre la naturaleza de los miedos de Agnès. La baronesa no lo quería perder y la angustiaba la inminencia de la hora de separarse, sufría por el comienzo de una semana más de sobresalto, de la ansiedad de la espera, de abatimiento cuando oía rugir con más fuerza los cañones, de incertidumbre en cuanto a la seguridad de su amante. El mismo sabía que existía la posibilidad de no estar vivo dentro de poco tiempo, pero no podía hacer nada salvo aprovechar todos los instantes, saborear cada momento, vivir el presente, aferrarse a lo que la vida le daba. Abrazó un largo rato a su amante.

Cuando ella al fin se calmó, se levantó y fue a ordenar las cosas. Cerrar la maleta resultó, sin embargo, una tarea más complicada de lo previsto debido a un problema con la cerradura. Afonso comenzó a echar pestes y a dar puñetazos en el cuero. En medio del esfuerzo, oyó a Agnès chapurrear un portugués afrancesado.

– Tu es mosca?-preguntó.

Afonso se rio y volvió a abrazarla. El abrazo se transformó en voluptuosidad y, minutos después, se amaban con fervor, gimiendo y respirando con suspiros jadeantes, navegando el uno en el otro, dando y recibiendo, los sentidos despiertos y embriagados. Toc-toc-toc. Unos golpes en la puerta rompieron el hechizo, aunque intentaron ignorar la interrupción y volver a concentrarse en sí mismos, regresando al mar de su pasión. Toc-toc-toc. Así no podía ser. Los nuevos golpes obligaron a Afonso a saltar irritadamente de la cama. Agnès se apoyó en la almohada, envuelta en la sábana, mientras el capitán se puso rápidamente el albornoz y, avanzando sobre las ropas desparramadas por el suelo, fue a ver quién era. Abrió la puerta con irritada brusquedad y sintió que se le helaba la sangre y se le paraba el corazón.

Era el barón Jacques Redier.

– ¿Está mi mujer?

– Eh… ¿Perdón?

El barón lo empujó, entró en la habitación y encaró a Agnès, tumbada en la cama, cubierta por la sábana. El francés se puso rojo de furia, pero se contuvo.

– Agnès, vamos a casa.

La baronesa, con los ojos desorbitados, miró a su marido.

– ¡Jacques!

– Vámonos, anda.

Afonso se acercó a la cabecera de la cama, preparado para defender a Agnès en caso de necesidad.

– Señor barón -dijo el capitán-. Lamento que haya descubierto todo de esta forma, es realmente…

– No quiero saber nada de sus opiniones. Haga el favor de no volver a dirigirme la palabra -interrumpió el barón sin mirarlo-. Vámonos, Agnès.

La francesa vaciló, pero acabó decidiéndose. Se levantó de la cama, protegiendo su cuerpo con la sábana, cogió sus ropas y se encerró en el cuarto de baño sin decir palabra. Se impuso en la habitación un silencio embarazoso, y Afonso y Redier evitaron mirarse. El portugués, sin entender aún lo que pretendía hacer Agnès, aprovechó para ponerse rápidamente el uniforme, que estaba desparramado por el suelo.

Minutos después, Agnès reabrió la puerta del cuarto de baño y reapareció ya vestida. Se dirigió a Afonso y sonrió débilmente.

– Disculpa, Alphonse, pero tengo que irme.

Afonso sintió que le daba un vuelco el corazón.

– No lo puedo creer -murmuró-. ¿Te vas con él?

– Disculpa. Tiene que ser así.

– Pero ¿por qué?

– El es mi marido.

Afonso meneó la cabeza, angustiado, sintiendo que se le aflojaban las piernas.

– Pero tú no lo amas. ¿Cómo puedes hacer eso?

– Disculpa.

Agnès dio media vuelta, cabizbaja, cogió su maleta y se dirigió hacia la puerta. Afonso la aferró por el brazo, desesperado.

– No. No dejo que te marches.

El barón intervino, intentando apartarlo.

– Mi estimado señor, cuide sus modales -dijo Redier-. ¿No ha oído lo que ha dicho mi mujer?

Afonso volvió la cara hacia él y después hacia ella. Se sintió derrotado y la soltó. Redier cogió a Agnès por el codo y la sacó de la habitación. La francesa volvió a mirar hacia atrás, con los ojos tristes, perdidos, suplicantes.

– Disculpa, Alphonse. Adiós.


Las horas siguientes fueron difíciles para Afonso. Se quedó en un primer momento pegado a los cristales de la ventana de la habitación. Observó cómo el barón se llevó a Agnès hasta su Renault amarillo y cómo el sedán desaparecía por las callejuelas apenas iluminadas de la ciudad. Cuando ella se fue, se sintió vacío. Se quedó largo rato sentado en la cama, deprimido, angustiado. Sintió que la habitación aumentaba su sensación de claustrofobia y decidió salir a la calle.

Deambuló por Boulogne en esa noche cerrada, sin rumbo ni dirección, pero no encontró la tranquilidad que buscaba, tenía el corazón oprimido y hasta dificultades para respirar. Se sintió solo. La soledad se abatió sobre sí como un manto sofocante, como una puerta que se cierra en la prisión, como el sol que se esconde en invierno. Por más que intentase distraerse, no lograba dejar de pensar en ella. Agnès le llenaba la mente, su rostro lo invadía, le dolía su recuerdo. Le hacía daño la manera en que se había marchado, casi sin vacilar, obediente a su marido, olvidando la comunión que ambos habían sentido, o creyeron sentir. Pensó que necesitaba hacer algo con urgencia y, casi inconsciente, se echó a correr, corrió como un niño, temerario, sin propósito visible, corrió por correr, para cansarse, para agotarse, para olvidar. Pero el dolor no se mitigaba. Aun sin aliento, con los músculos pesados, los pulmones jadeantes, aun así ella seguía presente.

Volvió a la habitación y acabó de meter las cosas en la maleta. Encontró algunas prendas de ropa de Agnès, perdidas entre las sábanas, y las olió, nostálgico. Cuando terminó de ordenarlo todo, cogió la maleta y abrió la puerta. Echó una última mirada a la habitación, recordando la felicidad que había vivido allí, extrañado ante la súbita mudanza que se había dado en aquel recinto, antes tan colmado, tan feliz y lleno de vida, ahora vacío, muerto, insoportablemente triste, tremendamente desolado. No hay duda, pensó, son las personas las que hacen los lugares. Aquella habitación, que le parecía tan hermosa y alegre cuando la compartía con Agnès, se le presentaba ahora sombría, deprimente. Tal como años antes con Carolina, se daba cuenta de que valoraba más a Agnès ahora que no la podía tener, ahora que ella se había ido. La diferencia, sin embargo, era que aquella vez siempre había sabido que la amaba, le daba valor, la sentía insustituible, única, y su ausencia lo dejaba devastado. Cerró la puerta de la habitación y se arrastró por el pasillo, cabizbajo. Bajó las escaleras y fue hasta la recepción, pagó la cuenta y salió a la calle. Subió al Hudson, puso el motor en marcha y se fue.

Se dirigió hasta el Metropole, el hotel de Merville que había reservado para pasar esa noche con Agnès. Incluso consideró la posibilidad de no ir a dormir allí, le resultaría penoso estar solo en la habitación después de todos los planes que proyectaron juntos. Pero la verdad es que no había previsto ningún otro alojamiento, por lo que no tendría más remedio que ir al hotel. Entró en el edificio, rellenó su ficha de pasajero, cogió la llave y subió a la habitación.

Tal como había previsto, la noche fue larga y difícil. Dio vueltas y más vueltas en la cama, intentó distraerse, pensar en otras cosas, fantasear con otras mujeres, pero Agnès le llenaba el pensamiento, no había cómo huir de ella. Repetidas veces se dijo a sí mismo que tenía que dormir, tenía que aprovechar mientras estaba en la retaguardia, al día siguiente iría a las trincheras y pasaría una semana sin poder casi pegar ojo, pero era en vano, su pensamiento volvía siempre a lo mismo. Recapituló todas las conversaciones que habían entablado juntos, todo lo que ella le dijo, todo lo que habían compartido, intentó meterse en su cabeza y adivinar su raciocinio y sus sentimientos. En algunos instantes desesperaba, convencido de que la había perdido para siempre. En otros se llenaba de esperanza, creyendo que ella volvería. Se interrogaba todo el tiempo sobre lo que él mismo debería hacer. ¿Debería buscarla? ¿Debería esperar? ¿Debería escribirle? ¿Cómo hacer que lo echase de menos? ¿Qué hacer? Mil interrogaciones cruzaron su espíritu, mil dudas, mil certidumbres, mil angustias. La cabeza le hervía de ideas, buscaba soluciones, analizaba decisiones, proyectaba planes, ensayaba opciones e imaginaba emocionantes discursos, palabras hermosas y arrebatadoras a las que ella no se resistiría.

A las cuatro de la mañana, agotado y desanimado, se levantó y fue a afeitarse. Tenía que presentarse en el acantonamiento para preparar la partida hacia la zona del frente. No le quedaba mucho tiempo. Se puso el uniforme, cogió la maleta y salió. Sentía los ojos cansados, pesados, ardiendo de sueño, como consecuencia de la noche que no había podido dormir. Bostezó. Recorrió lentamente el pasillo, bajó con indolencia las escaleras y se apoyó casi desfalleciente en el mostrador de la recepción.

– L'addition, s'il vous plaît -pidió.

El recepcionista, también medio soñoliento, fue a buscar el libro de los gastos para hacerle la cuenta.

– ¿Cuál es su habitación?

– La 106 -respondió Afonso, extendiendo negligentemente la llave.

El empleado cogió la llave y se volvió hacia el mueble para colocarle en la casilla correspondiente. Vio un papel en la de la habitación 106. El hombre lo cogió y después lo consultó fugazmente.

– Ah, monsieur -exclamó-. Ya me olvidaba. Hay una señora en la sala de estar que lo espera.

El sueño se desvaneció en un instante.

– ¿Una señora?

– Sí, llegó hace una hora para hablar con usted. Le dije que tenía órdenes de no despertar a nadie a esa hora, por lo que ella se fue a la sala de estar. Me pidió que lo avisase cuando bajara.

Afonso soltó la maleta y caminó rápidamente hacia la sala de estar, se aceleraron los latidos de su corazón, ansioso y excitado. Abrió la puerta del salón y vio un bulto tumbado en un canapé, dormitando. Era Agnès.

– Agnès -dijo-. Agnès.

Ella se estremeció y abrió los ojos.

– Alphonse -dijo-. ¿Estás bien?

La francesa sonrió tímidamente y se incorporó, intentando abrazarlo. Presa de un orgullo inesperado, inexplicable, Afonso retrocedió evitándola. Ella se quedó pasmada mirándolo, herida ante aquella reacción inesperada.

– ¿Qué deseas? -preguntó él, disgustado y resentido.

– ¿Qué deseo? Es evidente: te deseo a ti.

– No fue eso lo que dijiste ayer…

– Ayer estaba Jacques a mi lado, en una situación terrible. No lo podía dejar así, como un trapo viejo, a él que tanto me ha ayudado. Tienes que comprender.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién me comprende a mí? Te quedaste con él para no ofenderlo, pero no pensaste que me ofendías a mí.

– Alphonse, mírame -le ordenó con el semblante muy serio-. Jacques me ayudó mucho cuando yo estaba perdida, me tendió la mano y me sacó de una situación muy difícil. No puedo pasar por alto que eso ocurrió. Además, no soy capaz de responder con ingratitud.

– Muy bien, pero, si lo elegiste, ahora tienes que asumir tu opción, no puedes jugar con mis sentimientos.

– Alphonse, no seas niño. Estoy aquí, te he elegido, ¿qué más quieres?

– La elección ya la hiciste en Boulogne. Está hecha, no actúes ahora como si nada hubiese ocurrido.

Agnès se quedó mirándolo durante un buen rato, evaluando la situación, intentando decidirse. Al cabo de una pausa interminable, suspiró.

– Muy bien, veo que no me quieres. No vale la pena insistir. -Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia la puerta-. Au revoir, Alphonse.

El capitán se quedó inmóvil, atónito, viéndola partir, abismado en su propia reacción. La deseaba ardientemente, nada quería más en la vida que no fuese la reconciliación, aquel encuentro lo liberaba de aquella pesadilla que lo dominara la noche anterior. ¿Y qué hacía él? La rechazaba, la repelía, la ignoraba. Sintió que un orgullo incontenible dominaba su corazón y nublaba su facultad de razonar, comprendió que su comportamiento se había vuelto rehén de ese inconmensurable sentimiento, egoísta y arrogante, pero se sentía impotente para superarlo. Por encima de todo, deseaba hacer difícil su rendición, hacerla sufrir, mostrarle que no podía disponer de él como quería, probarle que lo que le había hecho tenía consecuencias. El problema es que quien sufría era él. Con el corazón deshecho, la vio salir de la sala de estar y desaparecer más allá de la puerta. Se sintió confuso, experimentó sensaciones contradictorias, su corazón se enfrentó al orgullo, el peso del mundo se derrumbó sobre sus hombros, la respiración se le volvió jadeante, pesada, angustiosa. Se agitó, torturado por la duda, dividido en cuanto a lo que había hecho y en cuanto a lo que tendría que hacer. Sintió que los segundos se agotaban, cada segundo lo alejaba un poco más de Agnès, cada instante volvía irrevocable la separación. Torturado por un doloroso conflicto interior, dio tres pasos hacia delante, se detuvo, retrocedió, volvió a avanzar, casi corriendo, se detuvo nuevamente, la indecisión lo desgarraba. Después de una última vacilación, venció la voz del corazón. Echó a correr, cruzó los pasillos, pasó por la recepción y salió del hotel. Vio a Agnès subiendo en una calesa y temió que ella se fuese sin verlo.

– ¡Agnès! -gritó. Su voz retumbó en las calles desiertas de Merville a esas horas de la madrugada-. ¡Agnès! Attends!

Durante un largo instante le pareció que ella lo ignoraba. Pero la baronesa se inmovilizó cuando subía a su asiento y volvió la cara, enfrentándolo. Afonso se acercó a la carrera.

– ¿ Qué deseas? -le preguntó ella, expectante.

El capitán se acercó a la calesa, jadeante, con su pecho que subía y bajaba, tomando aire.

– Espera -dijo. Se detuvo para recuperar el aliento-. Disculpa lo que te he dicho. -Tragó saliva-. ¿Te quedas conmigo?

Ella lo miró con intensidad.

– ¿Estás hablando en serio?

– Nunca he hablado más en serio en mi vida. ¿Te quedas conmigo? -dijo con actitud suplicante-. Por favor…

Su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.

– ¡Claro que me quedo, tonto!

Agnès bajó de la calesa y se echó en sus brazos. Se besaron ávidamente, felices, aliviados, Afonso la enlazó y la llevó de nuevo al hotel, ciñéndola contra su cuerpo, con las cabezas inclinadas una en la otra, tocándose con ternura. Pidió de nuevo las llaves al recepcionista, con el brazo libre cogió la maleta que había dejado junto al mostrador, subieron las escaleras aferrados el uno al otro, el capitán puso la llave en la cerradura, abrió la puerta, tiró la maleta a la derecha, cerró la puerta y ambos cayeron en la cama.

Hicieron el amor despacio, con cariño, con pasión, emocionados, reconciliados, con las manos siempre enlazadas las unas en las otras. Se quedaron después un buen tiempo abrazados, gozando del momento, intercambiando susurros y caricias. Cuando salió finalmente el sol, Afonso suspiró y miró el reloj.

– Mi amor, es terrible, pero tengo que irme -dijo.

– ¿Adonde tienes que ir?

Afonso suspiró.

– Tengo que presentarme en el batallón, mi licencia ya está agotada.

– ¿Vas a las trincheras? -Sí.

– ¿No puedes olvidarte de ir?

– Poder, puedo, pero eso tendría consecuencias. Recibiría un castigo disciplinario y, peor aún, me quitarían la licencia que me dieron para después de Navidad. ¿Crees que merece la pena?

Agnès cerró los ojos.

– No. Si tienes que ir, ve.

– No te enfades, es mi deber.

La francesa se sentó en la cama de espaldas a él, se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar.

– Ve.

Afonso se acercó, la cogió por la espalda y la besó en el cuello.

– Ten calma, mi amor, ten calma -murmuró con los labios pegados a los oídos de Agnès.

Agnès sollozaba, amargada. Apartó las manos de su cara y lo miró, con sus ojos, de un verde luminoso, brillando entre las lágrimas.

– ¿Y si te ocurre algo, mon mignon? ¿Qué será de mí? ¿Cómo podré vivir?

– No me ocurrirá nada, querida, quédate tranquila.

– Pero eso no depende de ti, puede ocurrir. Mira lo que le pasó a Serge…

– No, mi flor, me han destinado a las tareas administrativas -le mintió repentinamente inspirado-. ¿Has oído? Ya no tengo que combatir, sólo que ocuparme de papeles, de la burocracia.

Ella apartó la cabeza y lo miró a los ojos, inquiriendo la verdad.

– Vraiment?

Afonso mantuvo la mirada sólo lo suficiente. Después la atrajo hacia sí, temía bajar la vista y que sus ojos delatasen la mentira.

– Claro, ma petite. -La estrechó en un abrazo y después volvió a mirarla-. Volveré -le aseguró con una sonrisa-. Aunque me maten.

Capítulo 8

Los soldados se quedaron con la boca abierta y los ojos fijos en el cielo en un gesto de asombro. Una vasta cortina de luz llenaba el firmamento, dibujando un fantasmagórico arco de colores que se perdía en las alturas. El destello luminoso danzaba en silencio, como un majestuoso y magnífico armonio, las profundas tinieblas celestiales se habían pintado con manchas de luz amarilla, verde, roja, azul incluso. Era algo nunca visto, una visión pasmosa, un prodigio que llenaba de fascinación o de terror a los hombres en la Tierra. La cascada brillante y colorida se deslizaba suavemente, muy despacio, en un lento y ondulante movimiento, llena de misterio, sublime en su majestuosidad. Un murmullo respetuoso se alzó de Ferme du Bois, varios lanudos cayeron de rodillas rezando, había incluso quien temblaba de miedo, Dios se manifestaba, la Virgen regresaba, o si no, pensaban ciertos soldados más supersticiosos, era la furia del más allá que estaba a punto de desencadenarse sobre ellos, miserables pecadores sumergidos en el barro y en la nieve. Algunos hombres, pasado el estupor inicial, comenzaron a gritar y a huir por las trincheras, temían el castigo divino, otros se quedaban pegados al suelo contemplando aquel vasto incendio celeste que iluminaba la noche como una hoguera gigante.

– Una aurora boreal -comentó Afonso, encantado con el singular espectáculo que le proporcionaba el cielo.

Era la noche del 20 al 21 de diciembre, el batallón, horas antes, había acabado de instalarse en las trincheras para enfrentarse a un enemigo más desgastador que los alemanes: el frío. Se acercaba la Navidad y un hielo increíble se abatió sobre toda Flandes. Afonso golpeaba el suelo con los pies, junto al fuego encendido en el gran recipiente cilíndrico instalado en el suelo del puesto, intentando desesperadamente calentarlos en medio de aquel frío glacial, nunca había visto algo así, las mañanas heladas de Braga parecían brisa tibia comparadas con esas condiciones polares. Con las manos enguantadas metidas en los bolsillos del abrigo y densas nubes de vapor que salían por la nariz y por la boca, el capitán se levantó y fue a saltitos a comprobar la temperatura en el termómetro colgado de la pared lodosa del puesto. El mercurio registraba quince grados bajo cero. Afonso entendió la noción de la muerte de frío. Temblar de frío, como tantas veces tembló en Rio Maior, y sobre todo en Braga, no era frío, era mera frescura molesta. Aquél era un frío de verdad, era un frío que no hacía temblar, más bien hería la piel, desgarraba la carne, rasgaba el cuerpo; era un frío que quemaba, que dolía, que paralizaba, que entorpecía; era un frío que le hacía arder la cara, que le robaba el aire, que le dormía las manos y las dejaba entumecidas e insensibles, que le arrancaba gritos de dolor como si le estuviesen clavando cuchillos en la piel, que escaldaba el cuerpo con un ardor tan fuerte que se confundía con fuego, que le hinchaba y magullaba los dedos hasta las lágrimas; era un frío verdadero que lo torturaba lenta y largamente en Ferme du Bois, a él y a todos los desgraciados que el CEP había enviado al frente.

La aparición de la aurora boreal esa noche suspendió por un par de horas las hostilidades en tierra, como si los soldados temiesen que aquella extraña luz que se manifestaba en el firmamento iluminase los actos de guerra. Pero en cuanto el fuego divino desapareció, las trincheras despertaron de su sopor y reapareció el fuego humano. Las líneas enemigas volvieron a cruzar ocasionales tiros de cañón o ametralladora, pero era fuego de rutina, disparos destinados a recordar a los soldados de ambos lados que la guerra no había terminado. Venía la Navidad; era muy improbable que se diesen ahora operaciones de gran envergadura, no sólo necesariamente debido al periodo festivo, sino también porque el invierno había surgido inclemente, había nieve y barro por todas partes, no era práctico que la infantería avanzase por aquel suelo resbaladizo, donde el progreso de las tropas se revelaba lento y los reabastecimientos difíciles. Con el estado del terreno, que imposibilitaba cualquier ofensiva a gran escala, aquel frío cruel que los rodeaba y paralizaba se convirtió en el principal adversario de los lanudos, contra él tenían ahora que combatir las tropas desharrapadas que vivían en el barro de las trincheras.

En el calendario fijado en la pared húmeda del puesto, Afonso contaba y volvía a contar los días que le quedaban en las trincheras. Pasaría allí la Navidad y no se iría hasta el 28, era una eternidad, pero no había remedio. Para distraerse, se sentó en el banco y releyó la Orden de Operaciones n.° 12, destinada a su batallón. El 8 ocupaba ahora, y durante una semana, justamente la de la Navidad, el subsector S. S.2., o Ferme du Bois II, y el capitán recorrió con los ojos las instrucciones firmadas en la víspera por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Eugenio Fardel: «La compañía avanzada de la derecha guarnecerá los puestos Boar's Head y Cockspur, con el comando de la compañía en S.15.b.50.95. La compañía avanzada de la izquierda guarnecerá los puestos Vine, Copse y Goat, con el comando de la compañía en S.15.a.65.40». «Muy interesante», pensó, bostezando. «El batallón del 8 ocupará el puesto de observación Savoy (5.9.d.08.18), que le será entregado por el jefe de los observadores del batallón del 3.» Afonso comprobó en el mapa la localización del puesto Savoy. «Terminada la ocupación de los nuevos subsectores, el batallón del 8 y del 3 lo comunicarán a este comando con las palabras "Barcellos" y "Valenga", respectivamente, por telégrafo.» El capitán tomó nota del código Barcellos. «En el S.S.2., el depósito de municiones de Saint Vaast reabastecerá por la decauville de Saint Vaast y directamente a la compañía de la izquierda. El depósito de municiones de King's Cross reabastecerá por la decauville de la Rué du Bois directamente a las compañías de la derecha y apoyo.» Afonso buscó en el mapa los polvorines de Saint Vaast y King's Cross. Comprobó que Saint Vaast quedaba justo detrás de Lansdowne, su puesto, y eso lo puso nervioso. Sería conveniente que no cayese allí ninguna granada enemiga, sería un fuego de artificio memorable.

Cuando acabó de estudiar la orden de operaciones, se tumbó en el catre, se cubrió con una manta, cerró los ojos y dejó que su mente vagase melancólicamente hasta Agnès. Entendió que ya nada entre ellos sería como antes, habían dado un paso irreversible, ineludible, sus destinos estaban ahora irrevocablemente cruzados. Se compadeció de la preocupación que la mujer había manifestado por él, por su seguridad, pero no había dudas de que por detrás de aquellos miedos de mujer por la vida del hombre al que se entregaba se escondía la firmeza de quien había encontrado su camino. El capitán admiró la determinación y la valentía de Agnès, aquélla no era una mujer de melindres, parecía delicada como una flor, pero era francamente dura como una roca. Eso lo asustó un poco, esperaba que todas las mujeres fuesen dóciles, sumisas y frágiles, era así como se educaba en Portugal, pero esta francesa era enérgica y el portugués se sorprendió por sentir que incluso así le gustaba. Aquella determinación que se leía en sus ojos le parecía al mismo tiempo temible y admirable, lo que, inexplicablemente, le hacía amarla aún más. Era como si temiese que un día ella lo abandonase con la misma ligereza con que ahora se apartaba de su marido, como si cambiar de vida fuese tan fácil como volver la página de un libro, no hay duda de que, en estas cosas de romper las relaciones, las mujeres son más arrojadas que los hombres. Encarándola de este modo, el capitán comenzó a entender que para amar a una persona era necesario admirarla.


Matías, el Grande, accionó la bomba manual y comenzó a extraer el agua, en un esfuerzo por drenar la trinchera. Agachado junto a él, Vicente, el Manitas, lo ayudaba con un cubo, llenándolo de barro helado y tirándolo más allá de las líneas de circulación.

– Esta mierda no para de llenarse -rezongó Vicente, frustrado, con las piernas sumergidas en el barro hasta las rodillas-. Los cabrones de los boches no paran de echar agua para este lado.

– ¿Los boches? -se sorprendió Matías-. Oye, Manitas, no insistas con esa estupidez. Dime una cosa: ¿qué culpa tienen los boches de este tiempo desgraciado?

– ¿Es que no ves su posición? -preguntó Vicente, señalando la elevación de terreno al otro lado de la Tierra de Nadie, justo enfrente de Neuve Chapelle, el sector vecino de la izquierda-. ¿No ves que esos tipos ocupan una posición más elevada que la nuestra?

– ¿Ah, sí? ¿Y qué hay con eso?

– ¿Y qué hay con eso? Que me han dicho que también tienen bombas y las usan para echar el agua en nuestro sector.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha dicho?

– He escuchado una conversación entre dos oficiales en el estaminet.

Matías interrumpió el trabajo de limpieza y miró al sargento Rosa, que descansaba recostado en unos sacos de tierra.

– Mi sargento, ¿me permite que suba a observar al enemigo?

El sargento hizo un gesto displicente. Matías trepó al parapeto, desde donde acechó fugazmente la posición alemana. El manto de nieve cubría toda la línea del frente, la Tierra de Nadie y el sector enemigo, situado entre la arboleda carbonizada del Bois du Biez. Recorriendo el terreno con los ojos, comprobó que, en efecto, los charcos de barro y de agua no se encontraban en la elevación de terreno ocupada por los alemanes, sino más abajo, junto a las líneas portuguesas.

– Realmente es así -confirmó el cabo, que se apartó y volvió a su puesto de trabajo-. No sólo tenemos que aguantar las bombas de esos tipos, sino que cargamos con el barro de los cabrones.

– ¿Has visto cómo está la Rué de Puits, justo atrás de Euston Post?

– ¿Si la he visto? El barro llega hasta el pecho, carajo. Me dijeron que hace un tiempo allí murió un gringo, ahogado.

Se concentraron en el trabajo, momentáneamente en silencio.

– Esto es una lata -se desahogó Matías, que se esforzaba por mantener la bomba manual drenando la trinchera.

– Pero fíjate, Matías, tú eres cabo, no tienes por qué estar aquí sacando barro.

El hombretón de Palmeira se encogió de hombros.

– No me importa -dijo-. Si no viniese yo, mandarían al Viejo o al Canijo, y ésos no aguantarían, caramba. Están hechos polvo.

El cabo se enderezó en la trinchera, reposando un momento del trabajo de extraer el agua y el barro. Sacó una botella de ron del bolsillo y bebió un trago.

– Ahhh, esta bebida es una maravilla -exclamó Matias, echando un vaho cálido y vaporoso-. Hasta parece que se enciende un horno dentro de uno.

– Dame un poco.

Matias, el Grande, le extendió la botella y Vicente bebió un largo trago de ron.

– Caramba, hombre -protestó Matias-. No te lo bebas todo. A ver si te vas pillar una cogorza y te pierdes por ahí.

– Anda, no te preocupes -repuso Manitas, que se limpió la boca con la manga-. Va sobrar un montón de este licorcito, ya verás.

Matias miró con desaliento el río de barro que llenaba la trinchera.

– Mañana es víspera de Navidad y nos la vamos a pasar aquí, apiñados en el barro como marranos -refunfuñó-. ¿Has visto esta mierda?

– No me hables de eso. Lo bueno es que van a traer bacalao.

– ¿Bacalao? ¿Qué bacalao?

– Oye, Matias, mira que andas distraído. ¿Acaso no sabes que la ración de la Nochebuena va a ser bacalao?

– ¡No me digas! -exclamó Matias, haciéndosele la boca agua. Estaba harto del corned-beef y de las pies, y un filete de bacalao con patatas y aceite venía de perillas-. ¿Y eso es mañana?

– Espero que sí. -Vicente se rio y le devolvió la botella de ron.

Matias guardó la botella en el bolsillo y reanudó el trabajo con redoblado entusiasmo.

– Y así será -dijo, encendiendo vigorosamente la bomba-. Sólo faltaría que los boches se portasen como colegas y nos dieran un día de descanso.

– Pienso que es normal que no haya guerra en Navidad.

– Ya he oído decir eso, pero no me lo creo.

– A mí quien me lo dijo fue una furcia de Béthune. Me contó incluso que siempre hay fiesta para la Navidad en las trincheras, los compañeros saludan a los boches, van hasta la avenida Afonso Costa e incluso juegan a la pelota.

– ¿Y tú te lo crees?

– Pues…

– ¿Nosotros jugando a la pelota con los boches en la Afonso Costa? Ésos son cuentos, engañabobos. Oye, Manitas, realmente eres un ingenuo.

El sargento Rosa se agitó en su reposo de sacos de tierra. Él era el militar graduado encargado de vigilar aquella obra. Se trataba de un trabajo de poca importancia, en caso contrario le habrían dado cuatro, cinco o hasta quince hombres, pero estaba decidido a hacer valer su autoridad. Por ello, con esfuerzo y elevado sentido del deber entreabrió un ojo para reprender a los dos hombres a sus órdenes.

– ¿Y, muchachos? -rezongó perezosamente-. Vamos, menos palique y más trabajo. -Bostezó-. Después del drenaje, nos queda aún reparar las vigas, los travesaños y las banquetas. -Se movió, buscando una posición más agradable, y volvió a recostarse, indolente, en los confortables sacos de tierra-. Así que vamos, deprisa, deprisa.

Cerró los ojos, bostezó de nuevo y retomó la siesta.


La víspera de la Navidad amaneció serena. Tímidos rayos de sol atravesaron la bruma húmeda y bañaron con luz fría la nieve reluciente de Ferme du Bois, pero sólo por un breve instante. Pesadas nubes oscuras se dieron prisa en cortarles el camino, celosas, bloqueaban la luz y envolvían la martirizada planicie de Flandes con un sombrío y monótono manto gris. El termómetro registraba un grado bajo cero, nada malo para quien había padecido un frío peor sólo hacía unos días, pero lo que más impresionó a Afonso fue el silencio sepulcral que se abatió sobre la zona de guerra, no se oía un solo tiro en las trincheras.

– Buenos días, Joaquim -dijo, saludando al ordenanza a la salida de su refugio, el puesto de Lansdowne, situado junto a Forresters Lane, una transversal al sur de la Rue de la Bassée.

– Feliz Navidad, mi capitán.

– Feliz Navidad. Parece que hoy todo está muy tranquilo, ¿no?

– Sí, mi capitán.

Afonso hizo una ronda por las líneas y fue a enterarse de cómo había sido el «A sus puestos» de la mañana, la formación efectuada una hora antes de la salida del sol. Entró por la Forresters Lane en dirección al norte, como si fuese a Neuve Chapelle, bajó por la Rué de la Bassée y giró hacia el interior en la Rué du Bois. Se cruzó de camino con el teniente Pinto.

– Hola.

– Feliz Navidad, Afonso.

– Felices fiestas, Zanahoria. ¿Cómo ha ido la formación?

– Una maravilla. Ni un tiro.

– Hoy esto promete.

– Vaya si promete. ¿Has visto qué tranquilidad? Me dijeron que en Navidad siempre es así.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Tu amigo inglés.

– ¿Tim? ¿Dónde está ese cabrito?

– Anda por ahí.

Afonso continuó por la trinchera cenagosa de Pioneer's, empuñando el bastón de contera metálica, con Joaquim detrás de él. Aquélla era la primera Navidad de las tropas portuguesas en la zona de combate; la fecha parecía contagiar a todo el mundo, se veían sonrisas, había alegría en las trincheras. La mañana siguió tranquila, con los hombres limpiando las armas y bombeando el agua y el barro fuera de los pasajes. Después del almuerzo, Afonso fue a inspeccionar el sector de Port Arthur y se encontró en Pope's Nose con el teniente Cook y otro oficial británico, que estaban tranquilamente sentados en la cima del parapeto y vueltos hacia el enemigo, a merced de las balas alemanas.

– Oye, Tim, ¿ estás loco o te lo haces? Sal ahora mismo de ahí.

– What ho, Afonso, old lad. Merry Christmas.

– Merry Christmas para ti también, pero hazme el favor de salir de ahí, tú y tu amigo. A ver si recibes un balazo.

– Relájate, Afonso -sonrió el teniente Cook, hablando con su característico acento brasileño-. Todo el mundo está haciendo lo mismo. -Señaló a su alrededor-. Mira allí: los soldados portugueses están haciendo relax.

Afonso subió el escalón del parapeto, estiró la cabeza y se quedó boquiabierto al ver a los lanudos desperezándose lánguidamente en el extremo de los parapetos, ignorando con una calma olímpica las letales miras alemanas.

– Pero ¡ están todos locos!

– Calma, Afonso -dijo el inglés-. Hoy es víspera de Navidad y las trincheras suelen estar tranquilas, es así todos los años -sentenció, señalando el sector enemigo-. Además, ¿no lo ves? Hay neblina allí enfrente, los boches no pueden llegar a vernos.

Un denso vapor se cernía, en efecto, en la Tierra de Nadie, reduciendo sobremanera la visibilidad. El alambre de espinos se mezclaba con las nubes bajas, la nieve se perdía en la claridad alba de la neblina. Afonso se encogió de hombros, resignado, y, con movimientos vacilantes y desconfiados, escaló el parapeto y se sentó junto a los oficiales británicos.

– Captain Gleen, this is captain Afonso -los presentó el teniente Cook-. Afonso, éste es el capitán Gleen. El Alto Comando destacó al capitán para el periodo de Navidad.

– How do you do?-saludó Afonso.

– Howdy, mate. Merry Christmas. Compris Christmas?

– Yes.

– Christmas bonne. -El capitán Gleen se rio; sus mejillas rosadas le llenaban el rostro ancho-. Beaucoup rhum, beaucoup champagne, beaucoup port-wine. Et beaucoup zigzag! -Hizo un gesto con la mano, simulando un movimiento de embriaguez-. Compris? Beaucoup rhum, beaucoup zigzag!

– Compris. Zigzag. Compris -respondió Afonso con una carcajada, divertido por el torpe patois de inglés y francés tan típico de las trincheras. Se volvió hacia el teniente Cook-. Oye, Tim, ¿este tío está como una cuba o qué?

– El es siempre así.

– Ah, vale -exclamó. Miró la neblina, aún con cierto recelo por ponerse tan al descubierto, perfecto blanco para los francotiradores alemanes, sintiéndose como si estuviera desnudo. El problema es que nadie parecía otorgar demasiada importancia a la posición vulnerable en la que se encontraban, por lo que no sería él quien diese imagen de débil. Para abstraerse de la incómoda sensación de peligro decidió seguir conversando-. ¿Qué significa eso de que tu amigo fue destacado durante el periodo de Navidad?

– El capitán Gleen ya ha pasado tres navidades en las trincheras. La primera fue justo aquí al lado, en Neuve Chapelle. El Alto Comando consideró que él podría ser útil, con todo su know-how, para ayudarnos a lidiar con los acontecimientos de estas fechas.

– ¿Los acontecimientos de estas fechas? ¿Qué acontecimientos?

– La confraternización con el enemigo. El Alto Comando está preocupado por eso.

– ¿Confraternización? ¿De qué hablas?

– Me parece que será mejor que él mismo te lo cuente -dijo el teniente Cook, que se dirigió a su colega en inglés-. Captain, ¿puede decirle a nuestro amigo portugués lo que ocurrió en la Navidad de 1914?

– Christmas 1914 -repitió el oficial británico, con los ojos inundados de nostalgia-. Fue una Navidad extraordinaria. Extraordinaria. -El capitán Gleen sacó del bolsillo una caja amarilla de cigarrillos, con la marca Gold Flake escrita en la tapa, encendió uno, echó una bocanada y fijó los ojos en el infinito-. Sólo llevábamos cuatro meses de guerra cuando llegó la Navidad de 1914. Yo era en ese momento un corporal de los 18th Hussars destacado en un regimiento hindú de caballería de los Royal Garhwal Rifles. Estábamos atrincherados justamente aquí, en Neuve Chapelle, en las mismas trincheras donde están ahora los portugueses. Hubo violentos combates hasta el día 24: los jerries atacaron el 20, los hindúes retrocedieron el 22 y nuestro I Cuerpo respondió y reocupó posiciones. El tiroteo se prolongó durante la víspera de Navidad, pero, cuando cayó la noche, los combates se interrumpieron totalmente y todo quedó en silencio. Un silencio como éste, en este momento. -Extendió la mano, señalando a su alrededor-. De repente, en medio de la oscuridad, comenzamos a ver luces que se encendían del otro lado. -Volvió a señalar con un gesto-. Eran hileras e hileras de luces. Lanzamos un «Very Light» y vimos que los jerries estaban colocando pequeños árboles de Navidad iluminados en la parte superior de los parapetos. Nosotros y los hindúes nos quedamos atónitos mirando. Nuestros muchachos comenzaron a decir que era el divali, el divali. Les pregunté que era eso del divali y me explicaron que se trataba de la fiesta más importante del calendario hindú, consagrada a una diosa que augurariqueza. Fue una noche curiosa, pero las cosas no fueron a más.

– Eso fue en Nochebuena -intervino Afonso, medio preguntando, medio afirmando.

– Indeed -asintió.

– ¿ Y el día de Navidad?

– Bien, ese día fue diferente. La mañana del 25 amaneció gloriosa, el día era maravilloso, el sol brillaba alto en el cielo, la lluvia de Flandes había desaparecido milagrosamente. En un momento dado, los jerries comenzaron a cantar. Eran prusianos del VII Cuerpo y cantaban a coro, algunos con magníficas voces de tenor, hasta se nos ponía la carne de gallina. Los oíamos entonar el O Tannenbaum, el Stille Nacht, Heilige Nacht, el O du Fröhliche, todos muy afinados, llenos de entusiasmo, de emoción. Como eran prusianos, y en consecuencia militaristas, no se olvidaron, claro, de las canciones nacionalistas, en especial del Wacht am Rhein y del Deutschland über Alles. Me parece estar oyéndolos…

El capitán Gleen se calló por un instante, sumido en la memoria de aquellos momentos.

– ¿Ustedes respondieron? -quiso saber el teniente Cook, que rompió el silencio.

– Los hindúes no. Se quedaron callados, mirando. Pero algunos oficiales británicos entonaron en voz baja el Tipperary. ¿Nos imaginan cantando It's a long way to Tipperary? -Se rió-. Bien, hacia el mediodía empezamos a verlos haciendo desfilar sobre las trincheras sombreros y cascos colgados de palos. Después se pusieron a acechar por los parapetos, primero con miedo, a continuación alzando la cabeza cada vez con más confianza. Nosotros estábamos pasmados viéndolos.

– ¿Y nadie disparó?

– Nadie disparó. Supongo que nos pareció que, en aquellas circunstancias, eso habría sido asesinato a sangre fría. Comenzaron entonces a gritar en inglés, deseándonos feliz Navidad. «A Happy Christmas to you all!», vociferaban. Algunos hasta tenían acento cockney, ¿no es increíble? Otros gritaban: «Friede auf der Erde». Yo pillo algo de alemán, pero no entendí. El capitán Collins, que hablaba con fluidez el alemán, me dijo que eso significaba «paz en la Tierra». No les respondimos. Una hora después, repitieron la gracia. Lanzaron varios gritos de Happy Christmas y, en un momento dado, se pusieron en pie sobre los parapetos, desarmados, totalmente a merced de nuestros fusiles y ametralladoras. Nosotros estábamos perplejos. Los soldados apuntaron las Lee-Enfield para acabar con los prusianos, pero el capitán Collins dio una orden prohibiendo disparar. Todo quedó en suspenso, ellos saludando, nosotros quietos. La situación era anormal y, medio vacilantes, algunos de nuestros hombres se pusieron también de pie y saludaron, lo que provocó una fiesta del lado de los jerries. Ellos gritaron diciendo que podían darnos unos puros y que nos acercásemos, que no dispararían, que era Navidad. Desconfiamos. Salió entonces un prusiano que cogió una caja de puros, saltó a la Tierra de Nadie y avanzó en nuestra dirección. -El capitán Gleen señaló un sitio a la izquierda, en una parte de la Tierra de Nadie cubierta de neblina-. Vino por allí, me parece que lo estoy viendo, con el pickelhaube en la cabeza, una gabardina manchada de barro, la caja de madera a la altura del pecho, sostenida con las dos manos como si fuese un tesoro. Como nadie se movía, yo salté también a la Tierra de Nadie y fui a reunirme allí con él. -Señaló a la izquierda, indicando el punto de la trinchera de Neuve Chapelle que había ocupado en esa tarde memorable-. Yo estaba nervioso, me temblaban las piernas, sentía fusiles invisibles apuntados a mi cabeza, a mi pecho, a mis piernas. Hasta pensé en dar media vuelta y echar a correr, pero me controlé y seguí adelante, preguntándome mil veces qué estaba haciendo en medio de la Tierra de Nadie. Nos encontramos en el centro, junto al alambre de espinos. El me entregó la caja y me dijo: «A Happy Christmas to you». Me quedé pasmado, sin saber qué hacer ni qué decir. Le estiré el brazo y le di la mano, le dije: «Danke schón und Merry Christmas». Cuando nos vieron en el handshake, los jerries del otro lado comenzaron a gritar como locos, parecían los de Cambridge festejando la victoria sobre Oxford en la regata, muchos saltaron a la Tierra de Nadie y vinieron en nuestra dirección, nuestros hindúes los imitaron y fueron a reunirse con ellos, era de no creer. Se dieron la mano unos a otros, se entregaron regalos, nosotros les dábamos cigarrillos, corned-beef, bizcochos, chocolates, ron, té y mermeladas Tickler; ellos nos obsequiaban con schnapps, sauerkraut, cognac, vino y dulces. Pero tenían sobre todo muchos puros que, por lo visto, se distribuían en abundancia en la retaguardia como presentes del káiser. Los puros eran tantos que el capitán Collins comentó que habíamos caído en medio de un batallón de millonarios. -Gleen soltó una carcajada y suspiró-. Ah, fue una fiesta increíble, tendrían que haberlo visto, aquélla fue realmente una Navidad en serio. Pensándolo bien, fue tal vez, en cierto modo, la mejor Navidad de mi vida, el ambiente era absolutamente fantástico.

– ¿Conversaron? -preguntó Afonso.

– Claro. Había muchos handshakes y sonrisas, pero logramos hablar un poco. Me quedé con la impresión de que ellos creían estar ganando la guerra y se sorprendían de que nosotros siguiésemos combatiendo. Hubo uno que dijo incluso que había tropas alemanas en Londres, lo que provocó una risotada general entre los oficiales británicos. Creo que se quedaron desconcertados con nuestra reacción. -Gleen enterró el cigarrillo en la nieve y la punta incandescente se hundió en el hielo blando y se apagó con un fssssh-. Después, un oficial jerry propuso que enterrásemos los cuerpos que yacían abandonados en la Tierra de Nadie, y estuvimos de acuerdo. Entregamos todos los jerries que encontramos de nuestro lado y ellos nos entregaron los hindúes que había de su lado. Un cura jerry ofició allí una misa campal. Aún lo veo rezando con las manos juntas el padrenuestro, con sus rodillas en la nieve y la cabeza gacha diciendo: «Vater unser, der Du bist im Miel, Geheiligt verde Dein Name». Después nos sacamos fotos, volvimos a saludarnos y nos despedimos. Quedó acordado que habría una nueva tregua en Año Nuevo para que, una vez reveladas las fotografías, nos diésemos copias. Volvimos a las trincheras y el resto del día siguió en paz. A veces nos lanzábamos mensajes de un lado al otro, unos ofreciendo puros, otros prometiendo suvenires, y por la noche volvieron los cánticos. Ellos tenían el mismo repertorio de la mañana. Nosotros, los oficiales británicos, además del Tipperary, les brindamos una valiente interpretación del My little grey home in the west, del Home sweet mome y, claro, del God save the King, todo con muchos aplausos y aclamaciones efusivas al mismo tiempo. -Suspiró-. Fue realmente un día extraordinario.

– Al día siguiente volvieron los tiros -dijo Afonso.

– Not really -replicó Gleen, meneando la cabeza-. Las cosas se mantuvieron en calma hasta el 26, nadie quería disparar el primer tiro. La artillería abrió fuego de la retaguardia, pero la infantería seguía quieta. A veces, cuando un alto oficial aparecía en las trincheras, disparábamos unos tiros al aire, para disimular. Ellos también disparaban y, una o dos horas después, se disculpaban, alegando que un general había pasado por allí. En Año Nuevo todo siguió igual. Algunos hombres se encontraron junto al alambre de espinos de la Tierra de Nadie para entregar las fotografías de Navidad. Las cosas siguieron así durante meses; sólo nuestra gran ofensiva de marzo de 1915, lanzada justamente aquí, en Neuve Chapelle y Ferme du Bois, puso fin a ese estado de cosas.

– ¿Y toda esa confraternización de Navidad sólo se dio en este sector? -quiso saber el capitán portugués.

– No, fue generalizada -replicó Gleen-. Creo que dos tercios de la línea del frente británico, que en aquel momento se situaba entre Saint Eloi y La Bassée, interrumpieron la guerra. Se dice que hasta los franceses y los belgas, que odian a los jerries por haber invadido sus tierras, confraternizaron con el enemigo. Fue todo muy parecido en todas partes. Los cánticos, las luces de los pequeños árboles de Navidad, los apretones de mano, las fotografías, los intercambios de regalos, el rechazo a reanudar la guerra…

– He oído decir que hasta jugaron al football -apuntó el teniente Cook con una sonrisa.

– También yo lo he oído, sí, pero no vi nada y nunca conocí a nadie que diese testimonio de ello de primera mano. Pero se habló mucho. Se decía que, en ciertos sectores, nuestros hombres jugaron al football con los Fritz. Unos aseguran que todos anduvieron chutando una lata de corned-beef otros hablan de pelotas improvisadas con trapos. Llegó incluso a publicarse en un periódico de Londres la noticia de que un partido entre nuestros tommies y los jerries terminó 3-2, a favor de ellos. Pero ésos son rumores. Yo personalmente no vi nada.

– ¿Las otras navidades fueron también así? -quiso saber Afonso.

– No fue tanto, aunque efectivamente hubo confraternización. El Alto Comando dio instrucciones rigurosas para que no hubiese comportamiento amistoso con el enemigo, pero esas órdenes no se cumplieron en todas partes. En 1915, los soldados confraternizaron en Laventie, por ejemplo. -Señaló la retaguardia de la izquierda, detrás de Fauquissart-. Y el año pasado, aunque no hubo diálogo ni encuentros entre tommies y jerries, tampoco hubo combates, a pesar de que se dieron algunos disparos de artillería. De cualquier modo, y en lo que respecta a la infantería, casi puede decirse que no se dispararon tiros en las tres navidades de esta guerra.

Los tres oficiales se quedaron sentados en el borde del parapeto, con la mirada perdida en la neblina de la Tierra de Nadie, escrutando las líneas enemigas, adivinando intenciones, buscando señales. Una bandada de aves irrumpió con fragor sobre las trincheras. Era una visión rara, los pájaros nunca venían a visitar aquel volcán de fuego y muerte. Afonso suspiró, casi feliz, observando a las pequeñas aves posándose en los árboles calcinados y rompiendo el silencio con sus alegres canciones de enamoramiento.

– Me muero de curiosidad por saber qué va a ocurrir esta noche -comentó Afonso.

– Usted lo que quiere es conversar con los boches. -Cook se rio, con tono de provocación.

– Bien…, ¿y por qué no? -admitió el portugués-. Debe de ser interesante conocer así al enemigo, hablar con él. Los únicos boches que he visto al natural eran prisioneros o eran bultos distantes que desaparecían en un santiamén.

– Pero mire que el Alto Comando no lo va a consentir.

– Al Alto Comando que lo parta un rayo. ¿Qué harán ellos si yo, en Nochebuena, converso con el enemigo? ¿Me mandarán a las trincheras?

– Si usted fuese británico, lo enviarían ante el tribunal de guerra.

– ¿Qué? No me digas que detuvieron a todos los que confraternizaron en 1914…

– No, claro que no. Pero hubo oficiales que sufrieron sanciones disciplinarias en 1915, y los reglamentos, desde entonces, se hicieron más duros en lo que se refiere a la confraternización con el enemigo.

– Pues entre nosotros no existe esa preocupación -sonrió Afonso-. Las ventajas de ser portugués. ›-¿Qué pretende hacer?

– ¿Yo? Nada. Pero, cuando surjan los cánticos, no me callaré, será un concierto fabuloso. Si los boches se ponen a cantar el O Tannenbaum, respondemos con el Malháo, Malhao, ya verás. Y si ellos nos sueltan el Wacht am Rhein, la gente del 8 les devuelve un vira del Miño. Y si los tipos insisten con el Stille Nacht, nosotros le respondemos con un fadiño de la Severa. -Se frotó las manos, anticipando con impaciencia el espectáculo que montaba en su imaginación-. Será una maravilla.

El teniente Cook le explicó al capitán Gleen las intenciones de Afonso. Gleen meneó la cabeza.

– Usted no puede hacer eso.

– ¿Por qué?

– Porque los jerries no deben ver el estado en que se encuentran las tropas portuguesas.

– ¿Por qué?

– Si ellos ven cómo están ustedes, todos rotos y desharrapados, cansados y ansiosos por salir de aquí, delgados, sucios y sin afeitar, yo no quiero estar cerca. Saltarán sobre ustedes con toda la fuerza que tienen.

– ¿Rompen la tregua?

– No. Saltan encima después de la tregua. Después.

– Ah -exclamó Afonso, que se quedó cavilando sobre esa observación.

– Es imprescindible que no haya contacto entre portugueses y jerries, el Alto Comando insiste mucho en eso. Si hay confraternización, el enemigo se da cuenta en un instante de que ustedes son potencialmente vulnerables en nuestro sistema defensivo.

– ¿Combatimos mal?

– No es exactamente eso -atenuó Gleen-. Digamos que da la impresión de que sus hombres ya llevan demasiado tiempo en las trincheras. ¿Cuándo llegaron aquí?

– ¿Adónde? ¿A Francia?

– A las trincheras.

– Bien, la 1a División ocupó sus posiciones en el frente de combate a finales de mayo, y nuestra brigada, que pertenece a la 2a División, entró en las trincheras exactamente el día 23 de septiembre.

– Hum, mayo y septiembre… -repitió Gleen, haciendo las cuentas mentalmente y contando los dedos como si fuesen meses-. Por tanto, si no entiendo mal, la 1a División está combatiendo desde hace siete meses seguidos y la 2a División desde hace tres. Mire, si fuesen fuerzas británicas, ya habría llegado la hora de regresar a la retaguardia para un descanso prolongado, en especial la 1a División. Ningún soldado aguanta estar tantos meses seguidos hundido en charcos de barro con bombas que estallan a su alrededor y balas que vuelan constantemente sobre su cabeza. Fíjese en los jerries de ahí enfrente, por ejemplo. Hace poco tiempo estaban en aquellas trincheras, del otro lado, los hombres de la 50a División. Pues los últimos prisioneros que capturamos nos revelaron que ésos ya se fueron a descansar. Ahora están allí los tipos de la 44a División, también pertenecientes al VI Ejército de Von Quast. Así pues, de un lado hay jerries frescos y del otro unos portugueses fatigados. -Se sorbió la nariz-. Si quiere que le diga la verdad, esto huele mal.

– ¿Y qué quiere que hagamos?

– Consigan refuerzos. For Chñst'sake! -respondió, se sorbió de nuevo y echó un escupitajo a la nieve-. Ustedes necesitan tropas frescas y aún no han recibido ninguna. El cansancio se acumula, la moral se resiente y eso comienza a notarse en la forma en que los hombres se presentan.

Sintieron movimiento en la trinchera, justo detrás, y volvieron la cabeza para ver qué era. Pasaba un lanudo muerto de frío, envuelto en una pelliza sobada y con las mangas del uniforme rasgadas y largas, más grandes que los brazos, pero lo que más se destacaba en él eran las botas abiertas por delante, la suela se despegaba del cuero, parecía una boca abierta con la lengua fuera, la lengua eran los pies, claro, los calcetines rotos y apolillados iban cubiertos de trapos inmundos en el extremo, para protegerse los dedos. El cuero se había curtido sin grasa, lo que era común en Portugal y adecuado a las benignas condiciones climáticas del país, pero allí era diferente, el clima de Flan- des resultaba mucho más húmedo y, en aquellas condiciones, el calzado portugués se volvía más permeable al agua y al barro, lo que facilitaba la putrefacción de los hilos que unen la suela con la pala y provocaba aquel lamentable y ridículo espectáculo.

El capitán Gleen señaló con el pulgar al miserable soldado que se arrastraba con dificultad por las tablas de la trinchera y que tan oportunamente les había brindado su inspiradora aparición.

– You see? Justamente por esto no podemos dejar que Fritz los vea.

Afonso se quedó mirando al astroso soldado, pobre y muerto de frío, que se alejaba cabizbajo, trinchera arriba, en dirección a Hun Street.

– Comprendo.

– De cualquier modo, todos los oficiales británicos vinculados con las fuerzas portuguesas han recibido la orden de permanecer todo el día en las primeras líneas de este sector -aclaró Gleen-. Si los jerries llegan a inventar algún entretenimiento parecido al de 1914 o 1915 en Neuve Chapelle y en Laventie, tendremos que pasar enseguida la información al cuartel general.

Afonso lanzó una última mirada a la neblina que ocultaba las posiciones enemigas y, apoyándose en el bastón con contera metálica, saltó de nuevo a la trinchera, donde lo aguardaba Joaquim.

– No sé qué obligaciones tienen ustedes, muchachos -dijo despidiéndose de los dos británicos-, pero yo tengo que hacer una ronda. Hasta luego.

– Cheerio.

El capitán atravesó la trinchera para dar una vuelta por todo el sector ocupado por la Infantería 8, bajando por la Rué du Bois hasta Richebourg Avoué; después giró a la derecha en Factory y subió por la Edward Road, donde tropezó con dos ratas gordas junto al Páteo das Osgas, le parecieron repugnantes, con sus colas largas y sus cuerpos tan pesados que hasta les resultaba difícil correr. Decidió volver nuevamente a la derecha, en Windy Córner, cogiendo la Forresters Lañe hasta llegar a Lansdowne, su refugio, habitualmente el conjunto que albergaba el comando del batallón, pero que esta vez se limitaba a acoger al responsable de la compañía y a unas decenas de hombres más. Lo esperaba el teniente Pinto.

– Hola, Afonso, ¿por dónde has andado?

– Encontré a Tim con otro gringo y nos quedamos conversando en Pope's Nose -respondió Afonso, que entró en el refugio y se sentó en el catre de alambre. Pinto lo imitó y ocupó el banco, junto a la caja de municiones que servía de mesa. El capitán se quitó el casco y miró a su amigo-. Los gringos están preocupados por la posibilidad de que confraternicemos con los boches.

– ¡Qué disparate!

– No, escucha, no es ningún disparate. Me estuvieron contando que los boches suelen ser especialmente simpáticos en Navidad; los gringos temen que nos acerquemos a conversar con ellos y les mostremos nuestras miserias al enemigo.

– ¿Ah, sí? Aún no he notado nada raro…

– Pero ¿no te has dado cuenta de que aún no ha habido hoy ningún disparo?

– Eso es verdad -asintió el Zanahoria-. Además te lo dije esta mañana.

– ¿Y ya los has visto estirarse encima de los parapetos? Hasta parece que están de excursión.

– Afonso, esto «es» una excursión -repuso el teniente Pinto con especial énfasis en la palabra «es», su lado monárquico antiintervencionista siempre presente-. No deberíamos estar aquí, ya te lo he dicho mil veces. Sidónio tiene que sacarnos de esto…

– Oye, Zanahoria, no hablemos de eso -interrumpió Afonso, que alzó las manos al cielo con un gesto de impaciencia-. Hoy no me apetece, no tengo paciencia. Dame una tregua, es Navidad.

Un mensajero apareció en el puesto y se quedó observando desde la entrada.

– ¿Me permite, mi capitán?

– ¿Qué ocurre?

– Mensaje de la brigada.

El hombre extendió un sobre amarillo. Afonso cogió el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el mensaje. Irritado, sus mejillas enrojecieron; Pinto se dio cuenta.

– ¿Algo grave?

– Estos tipos son unos cabrones -farfulló Afonso-. Esto no se hace.

– ¿Qué?

– Escucha -dijo, y leyó el mensaje en voz alta-: «Se deben tomar todas las medidas para el combate. Toda la artillería bombardeará durante media hora al enemigo a las diecisiete, a las diecinueve y a las veintiuna horas». -Levantó la cabeza y agitó el mensaje-. ¿Qué me dices?

– ¿En la víspera de la Navidad?

– Estos tíos están locos.

– Pero ¿qué bicho los ha picado?

– Yo lo sé. -Afonso suspiró y se levantó del catre, para salir del puesto-. Quieren asegurarse de que no habrá confraternización y han decidido ofrecer a los boches granadas como regalos de Nochebuena. Y a nosotros que nos zurzan.

– ¿Y ahora?

– Y ahora vamos a comunicarle a la gente que se prepare para la fiesta. Va a ser un jaleo de cojones.


Matías, el Grande, se acomodó lo mejor que pudo junto a los sacos de tierra de la línea B, en Copse Post, entre Port Arthur y Richebourg Avoué. El sargento Rosa había pasado por allí para comunicar que habría combate, la artillería iba a entrar en acción y era inevitable la contraofensiva enemiga, por lo que debían tomar las precauciones necesarias. En verano y en otoño, un aviso sobre la inminente entrada en acción de la artillería conduciría a todo el mundo a los refugios, pero en invierno, con el agua y el barro invadiéndolo todo, los refugios no ofrecían ninguna seguridad. Construidos en tierras arcillosas y con las paredes de barro, lo normal era que se desmoronasen completamente cuando los alcanzaba una granada alemana. No era la primera vez que morían así varios hombres, ahogados en la ola de fango que se abatía bajo el impacto de una explosión próxima. De ahí que, en invierno, el último sitio adonde iban los soldados durante un bombardeo enemigo eran justamente los refugios, a menos que se los construyese de hormigón. Preferían quedarse al aire libre, pegados a las paredes de las trincheras, rezándole a la Virgen para que los protegiese de las bombas y de las esquirlas.

– Manitas -interpeló Matias-. Pásame un cigarrillo.

Vicente sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos franceses, los Gauloises Bleues, y le dio uno a Matias.

– ¿Quieres fuego? -preguntó Baltazar, el Viejo, el veterano del grupo.

– Sí.

– Entonces espera a que la artillería abra fuego -respondió el serrano, que soltó una sonora carcajada.

Matias meneó la cabeza, paternalista.

– Eres realmente muy gracioso.

Baltazar tosía y se reía al mismo tiempo, divertido por la broma y sintiendo ya los síntomas de la tuberculosis. Abel, el Canijo, encendió una cerilla y Matias acercó la punta del cigarrillo, aspirando con fuerza.

– ¿Qué hora es? -quiso saber Vicente.

Matias consultó el reloj.

– Falta un minuto.

Se quedaron callados, temiendo la inminencia del estruendo.

– ¿Nos darán realmente bacalao para cenar? -preguntó Vicente, que rompió el tenso silencio.

– He ido a la cantina y Matos lo ha confirmado -dijo Matias-. Bacalao con patatas y aceite. Y habrá vino.

– Seguro que es una trola -rezongó Vicente, desconfiado de la calidad del tinto-. ¿ Y de postre?

– Arroz con leche.

– ¿No hay torrijas? -preguntó Abel, rascándose la cabeza piojosa-. Para mí, una Navidad sin torrijas no es Navidad.

– Joder, Canijo, mira que estás exigente -intervino Baltazar, ya recuperado del ataque de risa y de tos-. Dentro de poco vas a exigir cama con sábanas lavadas, almohadas y pijama. Y si estás agarrado a una tía con un respetable par de tetas y un buen felpudo, aún mejor.

Un violento rugido interrumpió abruptamente la conversación. El aire estalló y se sacudió, agitándose en ondas sucesivas, tremendas, y la tierra se puso a temblar bajo el impacto de los estallidos.

– Ha comenzado -gritó Vicente, más para sí mismo que para los demás.

Las detonaciones venían de atrás, seguidas por un zumbido que sobrevolaba las líneas y explosiones que se sucedían del lado alemán. Las baterías portuguesas se encontraban diseminadas por la línea de las aldeas, hacia la retaguardia, y disparaban furiosamente sobre las posiciones enemigas. Eran piezas de 75, de tiro tenso, y obuses de 4,5 pulgadas, con fuego más prolongado. Cada cañón descargaba cuatro tiros por minuto los primeros diez minutos, lo que provocaba un caos aterrador.

– ¿Habéis visto esta mierda? -preguntó Baltazar entre el rugido de la artillería portuguesa-. Qué falta de categoría, bombardear de esta manera al enemigo el día de Nochebuena. ¿Qué van a pensar los boches?

– Sí -coincidió Matías, el Grande-. No es nada católico. Van a creer que somos unos salvajes.

– Esto es realmente un golpe bajo.

– Bombardear a los boches en la víspera de Navidad nos va a traer mala suerte -vaticinó Vicente, impresionado por el cañoneo.

– Cállate, Manitas.

– Esperad a ver -repitió Vicente, alzando el índice como quien lanza una advertencia-. Esto nos traerá mala suerte.

Al cabo de diez minutos, el bombardeo disminuyó de intensidad. De cuatro tiros por minuto, la artillería portuguesa pasó a dos tiros por minuto. El estruendo siguió siendo violento, pero se notaba que ahora se había vuelto algo menos cerrado. Transcurrida media hora, el ataque se suspendió abruptamente.

El silencio volvió a las trincheras y los lanudos se quedaron apoyados en las paredes de barro, los sonidos de las baterías retumbaban aún en los tímpanos, todos esperando nerviosamente la respuesta de los alemanes.

– Deben de estar todos cabreados -susurró Baltazar, temiendo que hablar alto fuese la gota de agua que colmase el vaso de la paciencia del enemigo-. Esto va a traer tela, ya veréis.

Siguieron esperando, pero nada, los alemanes no se movieron, ni un tiro. Nada. Esperaron, esperaron, pero sólo respondió el silencio.

– Tragaron y callaron -comentó por fin Vicente, en el fondo sin creer que eso fuese verdad, era tal vez un deseo, una súplica, una esperanza.

Al cabo de quince minutos, sin embargo, empezaron finalmente a creer que no habría contraofensiva inmediata y se relajaron un poco, fumando un cigarrillo tras otro. Inesperadamente, Baltazar lanzó un grito de alarma.

– ¡Atención, gas!

Los compañeros dieron un salto y miraron con ansiedad alrededor, asustados, procurando evitar en vano la temida nube de color, mientras las manos acudían frenéticamente en busca de las máscaras.

– ¿Gas? ¿Dónde?

Baltazar hizo presión con su barriga y, con un ruido aparatoso, liberó la flatulencia retenida en los intestinos.

– Gas alubia -exclamó el Viejo antes de echarse a reír de nuevo a carcajadas-. Categoría, categoría.

Los hombres se miraron, agobiados, y volvieron a sentarse. Matias suspiró y se quedó meneando la cabeza, con una sonrisa condescendiente dibujada en los labios.

– Muy gracioso.

Instantes después, el sargento Rosa apareció en el lugar y se sentó en cuclillas junto a los hombres. Venía jadeante, el temor de la contraofensiva alemana lo obligaba a correr agachado, lo que resultaba agotador. Aprovechó la pausa en la ronda para recuperar el aliento.

– ¿Y? -jadeó-. ¿Novedades?

– Los boches están quietos, mi sargento -informó Matias.

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Por qué razón hay tan pocos hombres nuestros en las trincheras, mi sargento?

– La brigada dio orden de dispersar a la gente por los campos, allá atrás, en la línea de las aldeas, por si se produce la contraofensiva de los boches.

– ¿Y nosotros?

– Alguien tenía que quedarse en las trincheras, ¿no? Les ha tocado a ustedes y a unos cuantos más.

– Siempre la misma mierda -rezongó Vicente, el Maní- tas-. Los jefes deciden distribuir castañas en Navidad y los pobres diablos nos quedamos con las sobras. ¡La madre que los parió!

– No vale la pena que insultes; los boches, por lo visto, no han reaccionado -lo amonestó el sargento Rosa.

– Por ahora, mi sargento, por ahora -insistió Vicente-. Espere a vuelta de correo.

– Pero ¡qué ave de mal agüero! -comentó Matías con tono reprobador. El cabo sabía que los presagios del Manitas tenían un efecto negativo en el pelotón.

– ¿Cuándo sirven el bacalao? -preguntó Baltazar, igualmente preocupado por el efecto de los malos augurios de Vicente y decidido a aligerar la conversación y cambiar de tema. Como tenía siempre en la mente el rancho, para colmo con el menú especial de Nochebuena avivándole el apetito, creyó que éste era un tema magnífico para distraer al grupo-. He oído decir que esta noche, para la cena, va a haber unos platos de categoría…, y yo ya estoy con un hambre…

– No habrá bacalao para nadie -interrumpió el sargento secamente.

– ¿Cómo? -se sorprendió Matías-. Pero Matos me ha dicho que…

– Se ha suspendido el rancho en la cantina.

– ¿Qué?

– Disculpen, muchachos, pero son órdenes superiores -explicó Rosa, turbado por ser el portador de aquellas noticias-. Quieren a todo el mundo en su puesto durante la noche, la borrasca va a continuar.

– ¡Oh, no! -protestó Baltazar-. Pero qué cabronada.

– Lo lamento, pero, como he dicho, son órdenes. Van a tener que conformarse con el corned-beef.

– ¡Que el «cornebif» se lo coma su puta madre! -rugió Vicente, furioso y sublevado, dando un intempestivo puntapié a un saco de arena. Lanzó una sarta de tacos-. ¡Apuesto cualquier cosa a que la mierda del bacalao va a ir a parar a la mesa de los oficiales!

Nadie quiso apostar, era evidente para todos que el bacalao se destinaría a los «pájaros» carboneros de la retaguardia.

– Pero ¿de qué borrasca está hablando, mi sargento? -preguntó Matías, atento a las anteriores palabras de Rosa.

– Va a haber un nuevo bombardeo a las siete de la tarde.

– ¿ Otra vez?

– Otra vez -confirmó el sargento, que se incorporó para proseguir la ronda. No quería quedarse allí aplacando las protestas. Dio un paso para marcharse, vaciló, miró hacia atrás y esbozó una tímida sonrisa-. Feliz Navidad, muchachos.


Capítulo 9

La mañana se prolongaba, agradable y amodorrada, en el tranquilo cuartel general del CEP, en Saint Venant. Agnès miró melancólicamente por la ventana de la mansión, admirando los enormes olmos que se erguían como torres en el jardín, el gorjear amoroso de los gorriones llenando con su melodía aquel bucólico cuadro. Con los ojos pensativamente perdidos en la verdura, a la francesa le pareció extraño estar allí, en el centro de comando de una de las fuerzas empeñadas en aquella guerra terrible, y verse rodeada de un paisaje tan paradisiaco, ¿cómo era posible que los hombres que mandaban a otros al frente de batalla viviesen en un ambiente tan pacífico, tan recatado, tan ajeno a los horrores resultantes de las órdenes que se daban desde allí? Agnès suspiró, archivó en una enorme carpeta la carta que tenía en la mano y sacó un nuevo sobre.

Sintió que la puerta se abría a su izquierda y volvió la cabeza. Era el teniente Trindade, que entraba en la sala de mecanografía, momentáneamente desierta, o casi, e iba a reunirse con ella.

– ¿Quiere un té? -preguntó el oficial portugués.

– No, gracias.

– ¿Ni un café?

– No, no quiero nada, gracias. Estoy bien.

El teniente vaciló, miró a su alrededor, allí no había nadie más, el resto del personal se había ido a comer y las máquinas de escribir estaban sumidas en el silencio.

– ¿Está segura de que no quiere ir esta noche a bailar un fox-trot conmigo?

– Le agradezco de nuevo su amable invitación, pero no es posible.

– Lo pasaría bien…

– No lo dudo, señor teniente, pero lamentablemente no puedo.

– Oh, no me llame señor teniente, se lo ruego. Le he pedido ya tantas veces que me trate de Cesário. Vamos, por favor, llámeme Cesário.

– Le pido disculpas, trataré de recordarlo.

Agnès se sentía ya cansada de todas las atenciones que le brindaba el teniente Trindade desde que, hacía casi una semana, había empezado a trabajar en el cuartel general. Ir a Saint Venant había sido una idea de Afonso, ahora que se había ido de casa necesitaba trabajo, y el centro de comando del CEP era una alternativa interesante. Se trataba de un lugar tranquilo, no por casualidad los soldados llamaban al cuartel general «Gran Ganga». Afonso se la había presentado a su amigo Trindade, el Mocoso, la misma mañana en que se reconciliaron y, como hacía falta una persona que se encargase de atender a los ciudadanos franceses que por alguna razón tenían que establecer contacto con el CEP, se resolvió que Agnès ocupase el puesto. El problema es que enviaron de inmediato a Afonso a las trincheras y su amigo teniente sentía por la bella recién llegada una inusitada atracción. Estaba cada vez más claro que Trindade no le manifestaba tanta amabilidad por mero sentido del deber para con Afonso, sino más bien por la evidente e insoslayable atracción que ella le producía. El teniente no se cansó de aparecer, los últimos días, en la sala de mecanografía, siempre con pretextos para conversar, y de las palabras galantes había pasado ahora a las invitaciones melosas.

– ¿No quiere ir al cinematógrafo conmigo? -insistió él, después de una pausa embarazosa.

– Sería fantástico, pero no puedo.

– No sabe lo que se pierde. Van a poner una película de Max Linder que es para desternillarse de risa, y después, Juana de Arco, con Geraldine Farrar.

– Prefiero a Sarah Bernhardt.

– A mí también me gusta. Pero mire que la Farrar tiene una voz hermosísima, dicen que en la ópera es magnífica.

– No interesa mucho que tenga buena voz. -Agnès se rio-. La película es muda.

– Es cierto -reconoció Trindade, sin poder evitar que el rubor le subiese a la cara-. Pero venga, le va a gustar.

– Gracias, pero no puedo.

– Pero ¿por qué? ¿Tiene realmente algo tan importante que hacer?

– Alphonse llega esta noche.

El teniente Trindade, el Mocoso, sintió el golpe, forzó una sonrisa, murmuró una disculpa imperceptible e, irritado, dio media vuelta y salió de la sala de mecanografía. Divertida ante esta reacción, Agnès contuvo la risa y regresó al sobre que había abierto hacía unos minutos. Era de un agricultor de Lestrem que protestaba porque los soldados le habían robado todas las manzanas que había puesto en un carro, junto al mercado, y exigía ahora una compensación. La francesa tomó nota de la queja en un formulario propio y derivó el asunto al mayor Ezequiel, encargado de las cuestiones entre el CEP y los civiles. Agnès sonrió pensando en los francos que habría que desembolsar para pagar por esos hurtos. Por el volumen de quejas que recibía, comprobó que el robo de comida era común entre los soldados, en especial patatas y nabos. Pero muchos hurtaban también ropa interior, como camisetas, calzoncillos y calcetines, sobre todo de lana, e incluso guantes, chalecos, impermeables, botas de goma, todo lo que pudiese protegerlos del frío y el barro.

Cuando Agnès se preparaba para abrir el sobre siguiente, el teniente Trindade asomó por la puerta y la interrumpió.

– M'dame -llamó.

– ¿Sí?

– Hay una señora que pregunta por usted.

– ¿Por mí?

– Mejor dicho, no exactamente por usted -titubeó el oficial-. Es una civil y creo que es mejor que hable usted con ella.

Agnès se levantó, intrigada, y siguió a Trindade hasta la puerta de entrada de la mansión. Un soldado cerraba el acceso, y del lado de fuera venían unos gritos histéricos en francés, era una muchacha claramente perturbada. Agnès se acercó, el soldado la dejó pasar y se encontró con la chica bañada en lágrimas.

– ¿Qué ocurre, mademoiselle?

Al verse frente a una mujer francesa, la muchacha se calmó un poco, aunque temblaba aún presa de los nervios.

– Me voy a matar, m'dame.

– No diga disparates. Venga aquí y cuénteme qué le pasa.

Agnès cogió a la muchacha por los hombros y la llevó a la sala de mecanografía. Trindade, incómodo con la situación, optó por quedarse atrás, detestaba las escenas de llanto femenino.

– Cuénteme, pues, cómo se llama y qué es lo que tanto la agobia -le dijo Agnès cuando la muchacha se sentó en una de las muchas sillas vacías de la sala.

– Me llamo Germaine y trabajo en el LG3, la papelería de madame Faës.

Pausa.

– ¿Y qué ocurre?

– Voy a tener un hijo.

– Ah -entendió Agnès-. ¿Está segura?

– Sí, fue lo que me dijo el doctor Roche.

– Y el padre es un soldado portugués.

– Sí -asintió, bajando la cabeza.

– ¿Y dónde está él?

– No lo sé, ha desaparecido. -Germaine aferró la mano de Agnès con una fuerza desesperada-. Tiene que ayudarme a encontrarlo, m'dame. Tengo que casarme con él. Si no me caso, mi padre me mata. Yo misma me mato.

– Cálmese. ¿Quién es él?

– Se llama Carlos.

Agnès se levantó, fue hasta la puerta y se asomó.

– Señor teniente, por favor. Usted…

– Cesário, por favor. Llámeme Cesário.

– Perdón. Cesário. ¿Usted conoce algún soldado llamado Carlos?

– ¿Carlos qué?

Agnès miró hacia atrás y le repitió la pregunta a Germaine, que meneó la cabeza, no conocía otro nombre, sólo aquél. La baronesa volvió a encarar al teniente Trindade.

– Sólo Carlos.

– Hay montones de Carlos en el CEP, m'dame. ¿Sabe al menos a qué batallón pertenece ese Carlos?

Germaine no lo sabía. Agnès le agradeció al teniente y volvió al lado de la muchacha, explicándole que, sin ninguna identificación más precisa, sería imposible localizar al joven, Carlos era tan común entre los portugueses como Charles entre los franceses. Germaine se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Agnès intentó animarla y para convencerla de que harían algo por ella, tomó nota del incidente, dirigiéndosela al mayor Ezequiel. Diez minutos después, acompañó a Germaine hasta la puerta y la vio marcharse abatida, desesperada, entregada a su destino.

– Eso es muy común -comentó negligentemente el teniente Trindade, apoyado en la puerta y acabando un cigarrillo-. Ya la semana pasada vino aquí una vieja cheposa, abuela de otra chica, a insultarnos a todos. -Soltó una bocanada de humo-. ¡Huy, qué vieja bruja!

Agnès lo escuchó en silencio, simuló una sonrisa leve y se retiró. Volvió a su escritorio, pero ya no fue capaz de proseguir con su trabajo. Se sentía cansada, deprimida y deseó ardientemente el encuentro con Afonso que, pronto, si así Dios lo quería, vendría de las trincheras.


La Brigada del Miño abandonó las primeras líneas la noche del 28 de diciembre, sustituida por la 2a Brigada de la 1a División. La Infantería 8 recibió orden de marcha y partió de Ferme du Bois II, al abrigo de la oscuridad, hasta Upton Road, giró a la derecha en la Queen's Mary Road, pasó por Senechal Farm, en Lacouture, cruzó el canal La Lawe hasta Vieille Chapelle, llegó a la línea férrea en Zelobes y se estacionó en Paradis South, en plena línea de las aldeas. Después de acompañar a los hombres hasta sus posiciones de descanso, Afonso fue a la brigada a recoger el permiso que le había prometido Trindade. Con el documento en la mano, siguió, muy fatigado, hasta el Hôtel Métropole, en Merville.

Agnès llevaba dos horas sentada en el sofá de la recepción esperándolo, ansiosa y nerviosa, con el corazón en un puño. El miedo le atormentaba el alma. ¿Toda habría ido bien? ¿Estaría él sano y salvo? ¿Y si ocurrió algo esta última semana y nadie dijo nada? Se mordió la piel de las uñas y sintió que le dolía el estómago, la ansiedad que la consumía contrastaba con su aspecto sofisticado. La francesa se había arreglado con primor, para recibirlo con sus mejores galas: estaba exuberante, con un vestido malva de mousseline de soie y perfumada, como siempre, con los deliciosos aromas de L'heure bleue. Cuando lo vio, por fin, entrar en el foyer del hotel, con manchas de barro y con la mirada vidriosa y fatigada, grandes ojeras oscuras que ensombrecían aún más su rostro sucio, se le echó en los brazos, feliz y aliviada: había vuelto vivo y eso era todo lo que le interesaba. El abrazo fue intenso, pero el olor nauseabundo que exhalaba el capitán la llevó a abreviar su efusividad.

– Tengo mucha hambre -le confesó el capitán al oído; se sentía débil.

– Sí-sonrió Agnès, haciendo una mueca por el mal olor que despedía-. Pero primero un baño.

Afonso se resistió, quería comer. La francesa ordenó una cena a los camareros y aprovechó para pedirles que primero calentasen agua. Una vez que le entregaron una gran jarra de agua en la habitación, ella misma desvistió al portugués y lo condujo hasta la bañera, donde hizo que se sentase en el largo recipiente de hierro fundido apoyado en patas con forma de garra, le echó el agua caliente en el cuerpo y lo frotó con jabón de miel, sin olvidar la zona genital, lo que lo despertó del sopor de la fatiga, le provocó una erección que le hizo lanzarle una mirada maliciosa.

– Ahora no -dijo Agnès con una sonrisa que era, en realidad, una promesa; quien dice «ahora no» deja sobrentendido «después sí»; el blando «pas maintenant» de la francesa contenía el germen de un ardiente «oui».

Fue esa misma noche cuando, por primera vez, Agnès tuvo la verdadera noción de que los hombres, al regresar de las primeras líneas, vienen hechos unos auténticos animales. Cuando salió del baño, Afonso se aferró a ella, aún mojado, pero el sonido de alguien que llamaba a la puerta lo obligó a frenar su impulso, lo que no fue fácil. Agnès fue hasta la puerta y una camarera le entregó una bandeja con la cena y se llevó el uniforme inmundo, los calcetines y los calzoncillos del capitán para lavarlos, además de las botas, que también requerían una buena limpieza. El menú incluía un cassoulet de cordero que Afonso, sentado en la cama, devoró ávidamente con la ayuda de un pain de campagne; rellenó el pan con las salchichas, las alubias y la carne del cassoulet y regó abundantemente la comida con un vin ordinaire, un tinto seco de buen sabor. Agnès estaba impresionada por la voracidad con la que el portugués atacaba el plato, parecía llevar varios días sin comer. Mientras disfrutaba del cassoulet, Afonso no conversaba y sólo emitía gruñidos de satisfacción. Eructó al final, ahíto, puso la bandeja en el suelo y, temblando por anticipado, arrancó deprisa el vestido de mousseline de Agnès y la penetró sin demora, con abandono, con urgencia, ella debajo aún poco lubricada, él gritó enseguida, pronto su cuerpo se calmó, vino el silencio, ella se quedó quieta durante unos segundos, sintió que la respiración del hombre se hacía profunda, oyó un ronquido, se sorprendió, ¿sería lo que estaba pensando? Le movió la cabeza y comprobó, decepcionada y ya sin sorpresa, que él dormía como un tronco.


Afonso pasó quince horas sumergido en un sueño profundo. Agnès se pasó toda la mañana sola, viéndolo roncar pesadamente. A veces él se agitaba, perturbado. Hablaba solo y llegó a dar un grito. En momentos así, la francesa lo abrazaba y lo besaba, le susurraba «tout va bien, tout va bien», mientras le pasaba los dedos por el pelo castaño y apaciguaba su sueño agitado. Agnès encargó el almuerzo y comió junto a la ventana, decidida a no perturbar el descanso del soldado, no había dudas de que había llegado exhausto, le petit pauvre.

El capitán no despertó hasta media tarde, con los ojos hinchados de sueño y con legañas negras, el polvo de las trincheras que los párpados expulsaban. Fue a lavarse la cara y se puso a comer lo que quedaba del almuerzo, un canard d'orange servido con arroz, sin importarle que el plato ya estuviese frío, ya se había acostumbrado a eso desde hacía mucho tiempo. Con expresión descansada, se mostró mucho más hablador que en la víspera, haciendo preguntas sobre lo que había pasado durante la semana.

– ¿Y la Nochebuena?

– Me sentí sola, te eché de menos -se lamentó Agnès-. ¿Y tú?

– No quiero hablar de eso -dijo Afonso con un gesto nervioso-. Bombardeamos a los boches y ellos respondieron con granadas y tiros de mortero el día 25. Murieron tres hombres y hubo unos diez heridos.

– Lo lamento -balbució la francesa, acariciándole el pelo.

– C'est la guerre -comentó el capitán, con un resignado encogimiento de hombros mientras comía un trozo más del suculento canard.

– ¿Sabes que has tenido un sueño muy agitado?

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¿Te acuerdas de lo que soñaste?

– No -dijo él, masticando el pato-. No me acuerdo.

– ¿Fue con la guerra?

– No me acuerdo.

– ¿Sueles soñar con la guerra?

Afonso suspiró.

– Sí, a menudo. Tengo muchas pesadillas.

– ¿Qué tipo de pesadillas?

– Qué sé yo, sueño con la muerte de soldados que conozco, sueño que me quedo mutilado, sin piernas ni brazos, sueño que me mandan avanzar por la Tierra de Nadie y que no puedo correr, las piernas me pesan como plomo; sueño que voy a matar a un boche y descubro que él es mi padre. Ese tipo de sueños.

– Hum -murmuró Agnès, pensativa-. ¿Todos tus sueños están relacionados con la guerra?

– Sí, creo que sí.

– ¿Todos?

– Todos.

– Tienes que tener cuidado -lo aconsejó-. Esas pesadillas concentradas en un único tema indican que estás a punto de sufrir un trauma emocional. Puede tener consecuencias a corto plazo.

– Oye, ¿estás practicando una sesión de psicoanálisis?

– No, Alphonse. Te estoy ayudando…

Afonso la besó.

– Eres un encanto -sonrió-. Pero no puedo hacer nada, no puedo acercarme al mayor Montalvão, mi comandante, y decirle: «Mayor, sáqueme de la guerra que estoy teniendo pesadillas». Eso no es posible.

– Pero tienes que cuidarte, ¿has oído? Entiendo que no puedas evitar seguir en la guerra, es evidente que no depende de ti, pero debes saber controlar tus emociones. Por ejemplo, el acto de poner en palabras los sentimientos dolorosos contribuye a disminuir el sufrimiento psíquico. Además, es importante que comprendas el significado de tus sueños, de tus sentimientos y de tus pensamientos: eso te ayuda a resolver esos traumas que se están gestando.

– Sí, señora doctora -replicó con una reverencia.

– Oh, ya estás tomándotelo todo a broma, contigo no se puede hablar en serio.

– Vale, vale -dijo conciliador-. No te preocupes, mi amor, recuerda que ahora trabajo sobre todo en la parte administrativa.

Agnès frunció el ceño.

– Oye, mon mignon, ¿existe realmente trabajo administrativo en las primeras líneas?

– ¿Si existe? Hay un inmenso papeleo de informes, abastecimientos, logística, es un infierno de burocracia. -Afonso se movió en la cama, nuevamente incómodo por estar mintiendo sobre su función en las trincheras, y decidió rehuir aquel tema lo más pronto posible-. A propósito de burocracia, ¿cómo te va en el cuartel general de Saint Venant?

– Así, así.

– ¿Trindade, el Mocoso, te ha tratado bien?

– No me quejo -respondió ella, decidida a no relatar los lances del teniente con ella, no quería ser motivo de roces entre hombres-. Pero creo que voy a buscar otra cosa, pienso que puedo ser más útil en otro sitio.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso, con las palabras ahogadas porque estaba masticando un trozo de pechuga de pato y tenía la boca llena-. ¿Dónde?

– He estado pensando que mi obligación es aplicar los conocimientos que adquirí en medicina.

– Pero no llegaste a terminar la carrera.

– Lo sé, pero aun así puedo ser útil. Como enfermera, por ejemplo.

– Ah, bien. Ya me había olvidado de que querías ser Florence Nightingale.

– Desde pequeña -asintió ella-. Además, quedarme en el hotel es demasiado caro, tengo que encontrar un sitio más económico.

– ¿Quieres que vea si hay vacantes en algún hospital?

– No seas tonto, mon petit mignon, claro que hay vacantes. Estamos en guerra, no te olvides, siempre hace falta gente.

– Tienes razón -reconoció Afonso, pensativo, que se chupó los dientes para desprenderse de un trozo de carne-. Voy a ver lo que puede ser más interesante para ti. Tenemos los hospitales de sangre, las salas de convalecientes, los hospitales de la base…

– Sí, es una hipótesis. O puedo ir a un hospital francés, o incluso a uno inglés.

– Claro que puedes, aunque en un portugués estaríamos más cerca el uno del otro.

– Sí, pero creo que los portugueses se toman demasiadas libertades con las mujeres.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Afonso, suspendiendo el bocado siguiente en el aire y mirándola fijo a los ojos, inquisitivo-. ¿Has tenido algún problema?

– No -mintió ella-. Pero he oído algunas historias que no me han gustado.

El capitán se rio, reanudó su interés por el canard y comió el contenido del tenedor suspendido en el aire.

– Nosotros, los portugueses, somos así, mi amor. Unos mujeriegos.

Para probar lo que decía, y alegando que su deber patriótico de oficial era cimentar la fama de los machos portugueses entre la comunidad femenina francesa en el campo de batalla del amor, Afonso comió deprisa lo que quedaba del almuerzo, retiró la bandeja y se extendió en la cama con su amante. Comenzó a explorar a Agnès con los labios, con la lengua, con los dedos, muy despacio, rodeando sus suaves curvas, buscando sus puntos erógenos, excitándola, lubricándola, le quitó la ropa con suavidad, pieza a pieza, sin dejar de explorarla con las manos y la boca, fue lento y metódico hasta entrar dentro de ella, después adquirieron velocidad, juntándose los dos como cuerpos en brasas, navegando uno en el otro entre olas turbulentas de pasión, mientras las aguas se agitaban con fragor, revueltas, imparables, hasta que la tempestad alcanzó el auge de la furia y luego amainó, y la francesa, abandonada entre las sábanas en un sopor embriagante de sentimientos y sensaciones, se declaró satisfecha, tan satisfecha que compensaba con ello la frustración de la víspera.

Durmieron unos minutos y acabaron despertando con la perezosa lentitud del suave letargo en el que se habían sumergido.

– ¿Vamos a París? -le preguntó él finalmente, en un murmullo, rompiendo el dulce silencio que se cernía sobre los cuerpos saciados.

– ¿A París? -susurró Agnès, con los ojos cerrados, disfrutando de una plácida modorra-. Pero ¿no tienes que presentarte en la brigada?

– ¿No te acuerdas de que he conseguido cinco días de licencia? -sonrió Afonso también relajado-. Vamos a París.

Ella abrió los ojos, repentinamente muy despierta.

– Pero eso es fantástico -exclamó con entusiasmo y excitación; se apoyó en los codos-. ¿Y cuándo comienza la licencia?

– Ya ha comenzado.

– ¿Ya ha comenzado? Entonces, vámonos -decidió Agnès, que se levantó de la cama de un salto vigoroso-. Vamos, perezoso, fuera de la cama, vámonos.

El alzó la cabeza, aturdido.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Tienes cinco días de licencia y ya ha pasado más de medio día.

– Pero…

– No hay pero que valga. Dentro de tres horas pasa un tren que va a París y vamos a cogerlo. Anda, date prisa. Vite, vite.

Afonso hizo un esfuerzo y se arrastró con indolencia hacia fuera de la cama, casi disgustado. Fue a afeitarse y a ponerse el uniforme lavado, que esa mañana entregaron los servicios de limpieza del hotel, mientras Agnès elegía para vestirse la imitación de un poiret, una elegante túnica negra estilo quimono con dobladillo rígido, la cintura alta ceñida con un pañuelo de seda rosa y un turbante negro en la cabeza. Afonso la miró desde el cuarto de baño como quien mira a una princesa, inalcanzablemente bella e insoportablemente distante, pero ella le lanzó un guiño de sus ojos verdes, juguetona, y enseguida se rompió la distancia, el capitán se sintió muy afortunado por contar con el amor de la mujer más atractiva y tierna que conociera nunca.

– Ese brillo de tu cara no son ojos -le dijo embelesado-. Son esmeraldas.

El tiempo escaseaba y tuvieron que darse prisa. Él se puso las botas, embetunadas con una meticulosidad impecable, y la ayudó a hacer las maletas. Media hora después, salieron de la habitación. Afonso pagó la cuenta y el gerente se comprometió a guardar el maletón hasta el regreso de la señora, dentro de unos días. Cogieron un taxi y, con sólo una maleta como equipaje, se dirigieron a la estación de Aire-sur-la-Lys a tiempo de montar en el tren a París.


Llegaron esa noche a la gran ciudad y un taxi los llevó hasta Les Halles, donde Agnès conocía un hotel agradable, situado en la Place Sainte-Opportune. El Citroën parisiense entró en la plaza y se detuvo junto a la acera. Afonso ayudó a Agnès a salir del automóvil, le pagó al chauffeur y observó el sitio pequeño y tranquilo.

En un rincón, casi escondido, se levantaba el Hôtel de Savoie, un edificio estrecho de cinco plantas, con una tienda al lado que anunciaba Vins Liqueurs y un carruaje estacionado a la puerta. Por encima, el Hôtel de Venise, comprimido y viejo; había un cartel que informaba de que era un hôtel meublé. El angosto edificio de este hotel se encontraba encajado entre el Hôtel de Savoie y un edificio cubierto de carteles publicitarios, todos pegados de arriba abajo en la larga pared encalada. Afonso hizo un esfuerzo para leer los anuncios: uno promovía a una tal «Moussoline des Alpes»; otro anunciaba novedades en las Galeries Lafayette; un tercero hacía publicidad de los sensacionales salones de fotografía Dufayel. El capitán cogió la maleta y su atención regresó al Savoie y al Venise.

– ¿Cuál es el nuestro? -preguntó con la mirada fija en los hoteles contiguos.

– Es el Savoie.

– Me parece bien -aprobó Afonso, que ya había decidido que ése era el que tenía mejor aspecto.

La habitación del Savoie, en la tercera planta, estaba dominada por una imponente cama Nenúfar, hecha esencialmente de caoba y con remates de bronce con hojas de oro. Los engastes se inspiraban en imágenes florales y la madera oscura se prolongaba en las vigorosas curvas típicas del formato espagueti que caracterizaba al art nouveau. Los recién llegados comieron una simple baguette con jamón y queso y bebieron un vaso de leche antes de sumergirse en la espléndida cama del hotel y amarse sucesivamente con tal intensidad y desprendimiento que, al final de la tercera vez, Agnès se preguntó en voz alta, lánguidamente extendida sobre las sábanas, ya exhausta pero saciada y en medio de un acceso de risa, si no estaría transformándose en una disoluta.

París fue un descubrimiento para Afonso. Agnès lo llevó a los lugares de su juventud: la universidad, el apartamento de estudiante en la Rue de Montfaucon, el Champ-de-Mars y la Torre Eiffel, la Brasserie Lipp, donde había conocido a Serge, y los cafés Le Procope, Stohrer y Tortini, donde había estudiado durante horas, además de todo el barrio de Saint Germain-des-Prés y los elegantes edificios de la Sorbona, en un emocionante viaje a su pasado estudiantil. Lo curioso es que ella conocía París, pero, a pesar de ello, se perdía con frecuencia, y era él quien acababa orientándose en las calles de la ciudad. Sin embargo, cuando era Afonso el que se perdía, lo que era raro, se negaba obstinadamente a pedir indicaciones a alguien, insistiendo en que encontraría el camino por sí mismo.

Fue así, después de una de esas porfías, como acabaron pasando accidentalmente por la galería Kahnweiler, en la Rue Vignon, donde Agnès conoció el cubismo cuando era estudiante. La galería estaba cerrada y un vecino la informó, con evidente satisfacción, de que herr Kahnweiler se había exiliado desde el mismo estallido de la guerra.

– El boche se marchó con el rabo entre las piernas, le salaud -exclamó el vecino, un viejo delgado y huesudo-. Debía de tener causas pendientes y por ello, seguramente, las autoridades confiscaron el local.

El encuentro de Afonso con el gran arte no se produjo, por tanto, en la galería Kahnweiler, así que se dispusieron a probar con el museo del Louvre. Pero el enorme palacio se encontraba también cerrado: habían trasladado las obras de arte a Tolosa en cuanto comenzó la guerra, para disgusto de Agnès, que no se resignaba a la mala suerte.

– Es una pena -se lamentó, sacudiendo la cabeza-. Me habría gustado tanto mostrarte grandes obras como la Venus de Milo, el Gladiador Borghese, el Código de Hammurabi.

– No te preocupes, otra vez será.

– El Código de Hammurabi es muy importante -insistió ella-. Serge, que se graduó en Derecho, me explicó que el Código es la primera tabla de leyes conocida y que reguló la justicia de Babilonia hace cuatro mil años. Lo precedieron los Códigos de Ur y el Código del rey Ishtar, de Sumeria y Acadia, pero el de Hammurabi es la única tabla de leyes que sobrevivió intacta en el tiempo. Establece unas trescientas leyes y está redactado en caracteres cuneiformes grabados en una estela de diorita, una especie de piedra oscura que fue traída al Louvre. Un poco como la piedra de Rosetta, de los egipcios, que se encuentra en Londres. Es algo realmente impresionante, único, extraordinario, es realmente lamentable que no lo podamos ver.

– La verdad es que a mí me habría gustado tener la Gioconda enfrente.

– Oh, esa obra tiene más fama que provecho -repuso Agnès con una mueca de desprecio, decepcionada por la atención excesiva que todos insistían en darle a la minúscula pintura de Da Vinci-. La Gioconda es pequeñita, insignificante, hasta ridícula. No tiene punto de comparación, en importancia, con el Código de Hammurabi, créeme. Pero ¿sabes?, en mi época de estudiante ocurrió algo gracioso. -Sonrió-. Robaron la Gioconda. Fue un gran escándalo en aquel entonces, los periódicos insistieron en la acusación de negligencia y de incompetencia. Tardaron dos años en recuperarla, la había robado un italiano que se llevó la pintura a Italia. Cuando el cuadro volvió al Louvre, se montó un enorme dispositivo policial para protegerlo: parecía que la Gioconda era la reina de Inglaterra.

La vida nocturna de París se reveló sorprendente, sobre todo por seguir tan activa en tiempos de guerra. Pasaron una noche por el Moulin Rouge y fueron a bailar al animado Moulin de la Galette. Afonso gastó allí una parte significativa de sus ahorros, pero no le importó, ganaba 478 francos al mes y raramente los gastaba, las trincheras estimulaban poco el consumo, de modo que durante varios meses fue acumulando los salarios. La verdad es que la experiencia de la guerra le había hecho relativizar la importancia del dinero, encaraba ahora todos aquellos francos como un simple medio de vivir el presente, saborear el momento, disfrutar de la vida y dejar de lado otras preocupaciones.

Por ello, la penúltima noche, la del réveillon, decidió proporcionar a Agnès una inolvidable fiesta de Fin de Año. La llevó a las Folies-Bergère, cuya principal atracción era un espectáculo con dos de las grandes estrellas francesas del momento: la hermosa Mistinguett y el encantador Maurice Chevalier.

– Se llama Chevalier, pero no es de la misma familia -aclaró Agnès con una carcajada durante el intermedio-. Nosotros somos Chevallier con dos eles; él es Chevalier, con una sola ele.

La principal canción del espectáculo era Pas pour moi, que cantaron nuevamente cuando sonaron las doce de la noche. Brindaron por la llegada de 1918 con champagne y se hicieron promesas de amor eterno en un largo abrazo de Año Nuevo. Después del réveillon, y ya terminados el espectáculo y la fiesta, Agnès salió de las Folies-Bergère cogida del brazo de Afonso y tarareando la melodía popularizada por Mistinguett y Chevalier:


Y a des gens veinards

qui mang'nt des huîtr's et des z'homards

des pâtés d'foi'

c'est pas pour moi.


Paris les permitió conocerse mejor. Dieron largos paseos por las márgenes del Sena, por las Tullerías y por los Campos Elíseos, siempre cogidos de la mano y desafiando el frío, y en la habitación del Savoir ahondaron en su intimidad y aprendieron los gustos de cada uno, ella llena de gracia femenina, él inundado de vigor masculino. Para Agnès, Afonso representaba un tipo de compañero que vivía pendiente de sus necesidades. Era sensible, atento, comprensivo, preocupado por los pequeños detalles, uno de ellos muy importante: se reveló como el único hombre que había conocido que tenía paciencia para acompañarla a hacer compras, hasta demostró cierto placer cuando Agnès lo arrastró a las Galeries Lafayette y allí se pasó toda una tarde.

– ¿Por qué no te pruebas éste? -le preguntó él, señalándole un vestido expuesto en un maniquí.

Agnès observó el traje, era un vestido de color crema, largo y ajustado en las caderas, con una falda sobre la falda principal, una especie de túnica que llegaba hasta debajo de las rodillas. En vez de los habituales cuellos altos, sin embargo, éste lo tenía abierto en V, detalle que de inmediato llamó la atención de la francesa.

– Oh la la, te van a excomulgar -dijo ella con una sonrisa maliciosa.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– No te hagas el tonto, pillín. -Se rió-. ¿No ves acaso que el vestido se abre por delante, por debajo del cuello?

Afonso observó con atención.

– ¡Ah, es verdad! -exclamó, antes de mirarla-. Entonces es mejor que no lo compres, es un poco atrevido.

– Oh, esto para nosotros ya no tiene nada de especial. Pero, hace unos tres años, la Iglesia denunció estos vestidos como escandalosos e indecentes y hasta hubo médicos que dijeron que constituían una amenaza a la salud pública, fíjate.

– Claro, claro -asintió Afonso, que se volvió inmediatamente hacia otro vestido, más convencional, intentando distraerla del anterior-. Mira, éste también es bonito.

Además de ayudarla a elegir la ropa, los sombreros y los zapatos, dando opiniones y resistiendo estoicamente sus indecisiones, Afonso llegó incluso a arrastrarla a otras zonas de las galerías que nunca había recorrido con atención. El portugués se sentía fascinado con aquel enorme establecimiento, nunca había visto cosa igual. Aprovechó para comprar artículos para él: productos de uso corriente, como una lata de Crème Eclipse para limpiar botas, la crema Dianoir para zapatos y un jabón de afeitar Erasmic. También le regaló a Agnès el último grito de la moda parisiense, el sonado Chypre, milagroso perfume recién lanzado al mercado y que llevaba a miles de francesas a la locura con sus deliciosos aromas de bergamota, jazmín y musgo de cedro, combinados con un leve toque de heno liberado por la cumarina.

– ¿Estás insinuando que no te gusta L'heure bleue? -preguntó la francesa, mirando el delicado frasco de Chypre.

– ¿Qué es eso?

– L'heure bleue es mi perfume.

– Oh, no, tu perfume es fantástico -aseguró Afonso, que olió el frasco que ella sostenía en sus manos. Cerró los ojos, extasiado con la fragancia-. Pero debes seguir la moda, n'est-ce pas?

Fue fuera de las Galeries Lafayette, sin embargo, donde Afonso hizo las dos compras que lo dejaron más entusiasmado. Una fue un nuevo artículo importado del otro lado del Atlántico, la pasta de dientes Colgate's Ribbon Dental Cream, que los dough-boys, como se conocía a los soldados estadounidenses, habían llevado a París. Como todo el mundo, Afonso estaba habituado al polvo para dientes que normalmente compraba en botes de porcelana, y le resultó curioso descubrir, en un quiosco de Saint Germain-des-Prés, la caja roja de cartón que anunciaba que el polvo de los dientes venía ahora en crema, contenido en un tubo maleable, con unas instrucciones que indicaban que bastaba con doblar el tubo para que la pasta fuese saliendo.

La otra compra que lo exaltó fue la que hizo en una pequeña tienda del Trocadero. Iban los dos caminando en dirección a la Torre Eiffel cuando Afonso vio una pequeña cámara fotográfica expuesta en un escaparate del establecimiento.

– Mira esta cámara -señaló-. Los gringos tienen muchas como ésta en las trincheras.

Era una Vest Pocket Kodak. Después de admirarla con la vista, Afonso entró en la tienda y preguntó el precio.

– C'est combien?

– Son sesenta y cinco francos, m'sieur-dijo el comerciante.

El vendedor le mostró cómo podía sujetar el estuche de la máquina en el cinturón, un detalle de utilidad práctica que facilitó la decisión de Afonso. Sacó la cartera, contó los billetes y se los entregó al hombre. Pasaron el resto de la tarde jugando en el Champ-de-Mars, ambos divirtiéndose como chiquillos, rodando en el césped, corriendo entre los arbustos, riendo y gritando. La minúscula cámara fotográfica, además, disparaba clichet tras clichet para registrar la felicidad de la pareja de enamorados.

No todo era perfecto, claro. A Agnès le fastidiaba un poco la forma en que el portugués ponía todo patas arriba, la ropa siempre desordenada en el dormitorio, negligentemente amontonada en un rincón, y el cuarto de baño transformado en un verdadero campo de batalla. Siempre que iba a darse un baño, el capitán dejaba la bañera repleta de pelos y el suelo inundado de agua: era un verdadero salvaje. Cantaba en voz alta y desafinada en la bañera, pero mantenía un desconcertante pudor siempre que ella entraba en el cuarto de baño. Se cubría con una toalla, avergonzado y tímido, lo que la hacía reír.

– Vaya, tú crees que nunca he visto eso, ¿no? -le preguntó ella en cierta ocasión, provocándolo al entrar en el cabinet de toilette para ir a buscar un cepillo. Le divertía verlo tan lleno de pudores-. Anda, muéstramelo.

El se sonrojó, turbado.

– Oh, no seas así -rezongó Afonso, encogido en la toalla-. Vete y déjame tranquilo, anda.

– Mon Dieu, ¡una vez seminarista, siempre seminarista! -exclamó Agnès, revirando los ojos en un gesto burlón. Cogió el cepillo, dio media vuelta y se dirigió a la puerta para salir-. Quien te viera nunca diría que eres un semental en la cama. -Se rio y espió por la rendija antes de cerrar la puerta-. ¡Hasta ahora, fornicador púdico!

En otros momentos era él quien la provocaba. Evitaba las vulgaridades, prefería frases más románticas, con un toque platónico y elocuente.

– Mon petit choux -le dijo en una ocasión, mientras se preparaban para salir-. Eres una santa, eres hermosa como una flor de primavera.

Era un piropo trivial, incluso algo ordinario, pero Agnès se sintió complacida.

– Tan amoroso -agradeció con expresión tierna, devolviéndole el cumplido en los términos que sabía irresistibles para el ego de cualquier hombre-. Pues mira, mon mignon, tu mayor atributo es esa potencia incansable. -Reviró los ojos y adoptó una pose de cocotte-. Oh la la.

– ¿Te parece? -preguntó él con falsa modestia, bajando momentáneamente los ojos, algo avergonzado.

– Ah oui!

Siempre que ella lo ponía a prueba, preguntando, por ejemplo, si tenía el culo gordo o los senos demasiado pequeños, cosas que sabía que no eran verdaderas, él daba siempre la respuesta justa e insistía en que Agnès era linda, perfecta, suprema, única.

Cuando se ovillaban en la cama, después de saciarse en el amor y antes de abandonarse al sueño, Afonso le susurraba palabras apasionadas al oído, enaltecía su belleza y su generosidad, le musitaba frases tiernas y la acariciaba suavemente. Abrazados en la habitación del Savoie y a la sombra de la noche, el capitán le juró que huiría de las trincheras sólo para cantarle una serenata bajo la lluvia. La mecía con un arrullo de amor entre promesas dulces y susurros melosos, le decía que la amaba, que la adoraba, que la idolatraba, que ella era lo mejor que le había ocurrido, que envejecerían juntos, que Agnès era una diosa, la mujer de sus sueños. Ella era una rosa, una joya, un rayo de sol, un aroma florido, un aria sublime, una brisa pura de primavera. La francesa cerraba los ojos y bebía con avidez aquellas palabras encantadas que la hacían sentirse tan especial, tan única, las bebía hasta marearse, hasta sentirse embriagada de amor y ebria de pasión, hasta sentir que, en realidad, Afonso era incomparable, era el mejor de los hombres.

De todos modos, pronto se agotó la licencia en el fulgor de aquel intenso e inolvidable paseo por París, y el momento del regreso se aproximó, implacable, inexorable, como una nube negra que corriese con rápida y traicionera lentitud en dirección al sol, corriendo hasta ocultarlo y lanzar sobre los amantes su siniestra y triste sombra; los arrancó de la exaltada felicidad en la que vivían sumergidos y los arrastró penosamente hacia la pesadilla de la aterradora hornaza en que se había convertido Flandes. Agnès y Afonso cogieron el tren de regreso a Aire-sur- la-Lys como esclavos resignados a su maldito destino, la sombría nube solitaria que los perseguía no paraba de crecer, de ensancharse, de llenar el horizonte, amenazadora y sofocante, recargada y gris, hasta volverse, cerca del indeseado destino, una vasta y tenebrosa tempestad de guerra.


Capítulo 10

Afonso no paraba de sorprenderse por la ingeniosa capacidad de camuflaje de la artillería portuguesa. Los cañones se escondían en hoyos distribuidos por los campos detrás de su sector, y la disimulación era tan eficaz que hacía ya dos meses que el enemigo no lograba detectar ni alcanzar una sola pieza del CEP. La Infantería 8 estaba actuando de apoyo a la línea de las aldeas en el sector de Laventie, por detrás de Fauquissart, y el capitán aprovechó la mañana tranquila para ir a observar un cañón Schneider-Canet de 7,5 centímetros que habían ocultado cerca de su puesto, detrás de la Rue de Paradis. La pieza de artillería permanecía disimulada dentro de un refugio al que los soldados llamaban «Elefante», un hoyo protegido por chapas de hierro onduladas y gruesas, de forma cilíndrica, ligadas por rinconeras y tapadas con tierra y vegetación, y cuya boca parecía un corto túnel que surgía del suelo.

– Que me caiga muerto si los boches consiguen encontrar esta alabarda -murmuró Afonso para sí, contemplando con admiración aquella obra de perfecto camuflaje.

Sintió pasos a la derecha y vio a Joaquim acercarse a la carrera con una hoja de papel en la mano izquierda y la Lee-Enfield balanceándose colocada en bandolera. El capitán fijó los ojos en la hoja y reconoció el Folhetim de Guerra, un impreso que los alemanes arrojaban regularmente a las líneas portuguesas a tiros de mortero y que caía a este lado en paquetes metidos en los proyectiles que los muchachos llamaban «ananás».

– ¿Y, Joaquim? -saludó Afonso-. ¿Traes ahí el Diario de Noticias de Berlim?

– Sí, mi capitán -confirmó el ordenanza, jadeante, extendiéndole el impreso-. Arrojaron esto esta mañana.

– Vamos a ver si es mejor que el mulero de las trolas -comentó el capitán con ironía, refiriéndose a la forma en que era conocido el boletín diario de las operaciones emitido por el CEP. Cogió la hoja, con el título Folhetim de Guerra bien visible en la cabecera y abajo todo el texto redactado en portugués-. Déjame ver esto.

Corría el día 25 de enero de 1918 y la hoja era del 30 de diciembre. Era un ejemplar atrasado, pero traía novedades. El primer titular anunciaba de manera muy destacada que había una «desmovilización de las tropas en Portugal» y que sólo se exceptuaban las «tropas portuguesas que se encuentran en los diversos teatros de guerra». El capitán estudió el estilo de la redacción, lo que hacía siempre que echaba un vistazo a un ejemplar como aquél, y reforzó su convicción de que el redactor del texto era alguien que había vivido en Portugal. O era un portugués o, si no, se trataba de un alemán que conocía a fondo la lengua portuguesa. El tema se discutía mucho entre los oficiales, divididos entre las dos hipótesis. Afonso pensaba que se trataba de un compatriota, probablemente un prisionero de guerra, pero también podía ser un monárquico, ya que era conocida la simpatía que muchos monárquicos sentían por Alemania. Sin llegar a grandes conclusiones en aquel instante, pero siempre atento a los detalles que pudiesen ofrecerles nuevos indicios, el capitán pasó a la segunda noticia, la cual, bajo el titular «Portugal y los aliados», informaba de la existencia de malas relaciones entre el nuevo Gobierno de Sidónio Paes y los Ejecutivos de Londres y París; indicaban que «Inglaterra se opone con todos los medios a todo cuanto el nuevo Gobierno resuelva». La sospecha de que el autor del texto era un monárquico portugués se atenuó a través de la lectura de otro tramo de la misma noticia, especialmente la referencia a la restauración de la Monarquía, proyecto que, según la hoja alemana, «ni los propios monárquicos portugueses apoyarían, sabiendo, comprobado está, que el joven rey don Manuel se halla completamente en manos de los ingleses y avasallado por ellos». Este ambiguo fragmento ofrecía el indicio de que el autor del texto podría no ser un monárquico. Es cierto que muchos monárquicos simpatizaban con los alemanes y se mostraban críticos con el Rey en el exilio, pero acusarlo de ser un vasallo de los ingleses parecía demasiado fuerte. Ahora bien, si el autor del panfleto no era un monárquico, reflexionó Afonso, sólo podría tratarse de un prisionero, seguramente un oficial. Meditó un breve instante sobre qué llevaría a un militar a traicionar de aquella forma al país y, dándose cuenta de que no tenía respuesta porque no conocía las circunstancias en que se encontraba el traidor, volvió a la hoja. La tercera noticia, «Un éxito alemán en África», narraba un combate en Mozambique entre fuerzas alemanas y portuguesas, y la última información del Folhetim de Guerra era que habían sido apresados en Lisboa dos antiguos ministros portugueses de la Guerra, el general Barreto y el coronel Pereira.

– ¿Y ésta? -se sorprendió Afonso después de emitir un largo silbido en cuanto leyó los nombres-. Pereira en chirona. Sí, señor, muy bonito.

El capitán dio media vuelta y avanzó en dirección al puesto con el impreso en la mano, había allí suficiente información para llenar una mañana de conversación con el Zanahoria o hasta con Tim. Nadie ignoraba que aquél era material de propaganda, pero lo cierto es que tales «noticias» solían tener algún fundamento, el problema era analizar los textos y saber interpretarlos, buscar la verdad por detrás de la retórica. Todos sabían que había noticias que el CEP jamás dejaba traslucir y que la mejor manera de tener acceso a ellas era a través de aquellos boletines de propaganda enemiga. Entre los militares predominaba la convicción de que la verdad se situaba en algún sitio entre las dos versiones, la dificultad era localizarla con exactitud en la enorme distancia que separaba a ambas propagandas.

Absorto en sus pensamientos, el oficial no reparó en la llegada del capitán Resende, «el lisboeta-que-era-gordo-y-adelgazó», para quien Afonso y Mascarenhas habían preparado dos meses antes una memorable recepción al novato en las trincheras.

– Hola, capitán Brandão -saludó Resende, muy sonriente, que venía de la dirección de Laventie.

– ¿Eh? Ah, hola, capitán Resende -repuso Afonso, como si estuviese despertando.

– Hola y adiós, digo yo.

– ¿Ah, sí? Adiós, pues, adiós.

– Hombre, cuando digo «adiós» es exactamente «adiós». Me marcho.

– ¿Ah, sí? ¿Adónde? ¿Se va a París?

– ¡Qué París ni qué diablos! -Resende se rió, realmente de buen humor-. Me voy a Lisboa, caramba, me voy a casa.

Afonso se ablandó, admirado de tal revelación.

– ¿A casa? ¿Cómo?

– En tren, ¿cómo habría de ser? En tren, caramba.

– ¡Pero si usted acaba de llegar! ¿Cómo es eso de que se va a casa? Que yo sepa, la guerra aún no ha terminado.

– ¡Qué me importa la guerra! Puede no haber terminado para usted, capitán Brandão, pero fíjese: ha terminado para mí. ¡Me marcho y me cago en toda esta mierda!

Afonso se quedó pasmado, aún indeciso en cuanto al significado de aquellas palabras.

– Disculpe, capitán, pero no lo entiendo. ¿Quién ha autorizado su partida?

– Sidónio, caramba, ¿quién si no?

– ¿Sidónio Paes?

– Sí, claro. Me voy yo, se van Almeida, Cabral, Carrito y un montón de gente más que tenía relación con Sidónio. Vamos a hacer unas comisiones en Lisboa, cosas importantes, aunque no sean de naturaleza militar. De cualquier modo, ya era hora de que el país reconociese nuestro valor.

Para Afonso ahora todo estaba claro. Irritado, su rostro enrojeció, sobre todo al oír el nombre del capitán Cabral, aquel que en Tancos intentó incitarlo a unirse al general Machado Santos para sublevarse contra los embarques a Francia. Junto con otros oficiales sediciosos, Cabral fue detenido y enviado a la fuerza a Flandes, mientras que ahora se lo premiaba con un regreso anticipado a casa. Bajando la voz y frunciendo el ceño, Afonso formuló la pregunta siguiente con tono acusatorio.

– ¿Usted ha hecho palanca para salir de aquí?

– ¡Oiga, capitán! -repuso el otro, escandalizado, y hasta ofendido-. Yo no huyo de mis responsabilidades. Usted no me conoce, pero yo soy un hombre de bien, cumplidor de mis deberes, fiel a la patria y a la República. De mala gana, se lo digo sinceramente, de muy mala gana regreso a Portugal. Si quiere saberlo, la verdad es que nunca quise ir, pero Sidónio… -Hizo un gesto vago, como si buscase la palabra adecuada-. Mire, Sidónio es un tipo formidable, un hombre derecho, amigo de sus amigos. Mandó decir que me necesitaba. No que él me necesitaba, que la patria me necesitaba. Me resistí, se lo aseguro, estimado capitán Brandão, me resistí. Pero ese individuo es tremendo, tiene un poder de persuasión impresionante, es una fuerza de la naturaleza, un arrebato. De modo que, ¡ay de mí!, me dejé convencer. Me marcho con el corazón destrozado, puede creerlo, puede creerlo, pero me marcho con el sentimiento del deber cumplido. Y si la patria me necesita en Lisboa, ¿qué quiere que haga? ¿Quién soy yo para decir lo contrario? De modo que, estimado capitán Brandão, algunos amigos y yo hemos recibido la orden de irnos y vamos a regresar ahora.

– Y todos los oficiales que se marchan con usted, como el capitán Cabral y los demás, ¿también están respondiendo a un llamamiento de la patria?

– Mire, yo quiero creer que sí-dijo el capitán Resende, que adoptó la actitud de quien hace una confidencia-. Pero sospecho que hay algunos casos, sí, de enchufe. -Cerró los ojos y los abrió en una mirada convencida-. De enchufe, se lo digo yo.

Afonso se quedó analizándolo, fastidiado. ¿Estaría el hombre subestimándolo? Era evidente que sí, aquel discurso no era normal, su postura demasiado teatral, pero decidió no demostrar debilidad.

– Pues sí, capitán Resende, vaya entonces a prestar su servicio a la patria -dijo en tono cordial, antes de soltar el veneno-. Siempre es más útil estar valientemente sentado en un despacho que quedarse aquí, escondido en las trincheras. Al menos en Lisboa no tiene que estar huyendo siempre del enemigo.

El capitán Resende lo fulminó con la mirada, despechado y ofendido, le dio la espalda y siguió su camino a paso rápido y con modales bruscos. Afonso se quedó allí inmóvil, en medio del barro, en silencio, viéndolo partir, con un peso en el alma por presenciar aquel abandono; al fin y el cabo, era un oficial más que se marchaba. En honor a la verdad, aquello sólo tenía un nombre, deserción, aquellos oficiales se servían de sus relaciones con el nuevo régimen y huían, dejaban atrás a sus hombres, entregados a sí mismos, en manos del destino.


Y Baltazar, el Viejo, fijó los ojos en el documento y lo leyó con esfuerzo, letra a letra, sílaba a sílaba, palabra a palabra. El serrano era el único del grupo que sabía leer. Leía mal, pero nadie se podía quejar, el párroco de Pitões das Júnias había dado lo mejor de sí cuando el Viejo era joven, pero no se podía exigir de las pocas clases que el joven sacerdote Augusto, con la mejor voluntad, había impartido muchos años antes al pequeño Baltazar, durante las breves lecciones de catequesis en las frías mañanas de domingo. Baltazar era entonces un miserable pastorcillo que venía de un lugar yermo perdido en la sierra de Gerés, entre Tourém y Outeiro, más habituado al balar de las ovejas y al piar de las perdices que al extraño latín de las misas o a los sonidos ininteligibles que liberaban las hojas escritas. Fue difícil, pero la catequesis le entreabrió las puertas de la literacia.

Al comenzar esa tarde, en un hoyo triste y fangoso de Flandes, Baltazar recompensaba al párroco de Pitões con una lectura titubeante. Pero aun vacilante, lleno de fallos y de dudas, sumando las letras con dificultad para reproducir sonidos y formar sentidos, el Viejo leía lo suficiente para ser capaz de extraer de aquel texto rebuscado la información que todos aguardaban ansiosamente.

– ¿Y, Baltazar? -se impacientó Vicente, el Manitas-. ¿Para hoy o para mañana?

– Calma, Manitas, calma -dijo el Viejo, alzando la mano. Se demoró unos instantes más hasta entender el significado de lo que tenía delante, un telegrama del documento firmado por Sidónio Paes sólo cuatro días antes-. Entonces es así. Aquí dice que tenemos derecho a la primera licencia ciento veinte días después de haber llegado.

– ¿Después de haber llegado a las trincheras?

Baltazar releyó el texto, titubeante. Se detuvo allí. Vaciló, volvió a arrancar y descubrió qué decía.

– No. Después de haber llegado a Francia.

– ¿Cuatro meses? -exclamó Matias, el Grande, después de hacer las cuentas-. Ya han pasado, ya han pasado.

– Es verdad, ya llevamos cuatro meses -reafirmó Vicente, rascándose el cuero cabelludo irritado por los piojos-. ¿Y qué más?

– Calma -pidió Baltazar, aún concentrado en el documento. Recorrió las letras con los ojos, se sonó, murmuró sonidos imperceptibles y, después de una eternidad más descifrando el texto, captó finalmente el sentido-. Dice aquí que tenemos derecho a treinta días de licencia.

Un murmullo de satisfacción llenó el refugio, todos se miraron y sonrieron, ya se imaginaban en el Miño, con la familia, ayudando en la labranza, bañándose en el Cávado, en el Este, en el Lima, bailando el vira, cavando la tierra, cogiendo uvas, llenando el hórreo, comiendo un cocido regado con un vino verde de Mega 50…, vaya cogorza que se pillarían la primera noche entre los suyos.

– Un mes -repitió Vicente, soñador.

– Ah, si yo me encuentro en el Miño, oliendo los robles y los tejos de Gerés, o respirando aquella brisa suave, en lo alto de la sierra, nunca más me echan el ojo -sentenció Baltazar, que cerró los párpados con intensa nostalgia-. Qué categoría. Me escondo en el monasterio de Pitões, y el Ejército que se joda.

– Yo no seré menos -dijo Vicente, que se imaginó en su carpintería de Barcelos y en los paseos entre los guijarros de Cávado-. Voy y no vuelvo, ya veréis.

– Yo lo único que quiero es la sopa seca que mi madre hace en casa -se desahogó Matias, que sintió que se le hacía la boca agua-. ¡Hum, pensar que voy a saborear el salpicón, el jamón, la ternera, la gallina y la lombarda que ella mezcla en la sopa! -Suspiró-. Sólo os digo, un manjar. Después mojaré una galleta en la sopa. -Se pasó la mano por el estómago vacío-. ¡Ah! Voy a manducar hasta quedar hinchado como un cerdo.

– Mi patrona también hace una sopa seca sensacional -comentó Baltazar, que no perdía oportunidad de hablar de comida-. Pero lo mejor es el corazón de cerdo con vino tinto, cortado en cubos y servido con patatas y habas cocidas. ¡Ah, muchachos, deberíais verlo! ¡Ese es un plato de quitarse el sombrero! Una categoría, lo único que os digo. ¡Una categoría!

– Y ya me estoy imaginando echándole un polvo a la primera muchacha que se me presente -exclamó Abel, el Canijo, que hasta entonces se había mantenido tímidamente callado, como era habitual en él-. Comienzo como quien no quiere la cosa, con un besito aquí, otro más allá, y después le echo un buen polvo, los dos amarrados en un hórreo. En el estado en que me encuentro, hasta con un adefesio me conformaba.

Todos hicieron señas de aprobación. Sentían lo mismo, sabían muy bien lo que cada uno quería decir, el aire de la tierra, la comida de casa y una buena muchacha del Miño era todo lo que deseaban de la vida; al fin y al cabo, no eran más que hombres sencillos en busca de cosas sencillas.

– ¿Ahora qué tenemos que hacer? -preguntó Matias, aún embriagado con los deseos que satisfaría cuando regresase a Palmeira.

– Presentar la solicitud de licencia, creo yo -respondió Baltazar, que se encogió de hombros y dobló el documento con las informaciones sobre el nuevo sistema de licencias recién aprobado por el Gobierno de Sidónio Paes-. Vamos a ver a los carboneros de la brigada y presentamos los papeles.

– Pero eso ya lo hemos hecho una porrada de veces -se quejó Vicente-. Y no acabó en nada.

Un zumbido familiar llenó el aire, in crescendo, y todos se arrimaron a las paredes del refugio casi instintivamente. El Minenwerfer estalló fuera, el suelo tembló, las paredes vibraron y soltaron algo de polvo, pero resistieron. Después oyeron un sonido diferente, como el gluglutear de un pavo, seguido de explosiones sordas, con un pop seco, semejante al ruido de un tapón que saltase de una botella de champagne. Después, nada más. Los soldados aguardaron un instante, se aseguraron de que no había consecuencias mayores y volcaron su atención en el asunto que tenían entre manos como si no hubiese habido interrupción.

– ¿Cómo sabemos que no nos van a echar otra vez la zancadilla? -siguió Vicente, con el corazón cargado de sospechas sobre el nuevo sistema de licencias aprobado por Sidónio Paes-. No es la primera vez que esos cabrones nos engañan. ¿O ya no os acordáis de las promesas que nos hicieron en los últimos meses? Y todavía estamos aquí…

El grupo despertó de su sopor y reinó, insidiosa, la desconfianza.

– Tal vez tengas razón -meditó Baltazar-. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía…

– ¿Queréis saber mi opinión? -preguntó Matias. El cabo raramente urdía comentarios sobre este tema, pero ya hacía un tiempo que le parecía que se habían superado todos los límites-. Pues yo pienso que, dicho claramente, todo es puro blablablá, puro blablablá.

– O, por lo menos, es cierto sólo para algunos -interrumpió Vicente, que levantó el índice-. A los oficiales ya les están dando las licencias, claro. Sus señorías están siempre primero.

– Sí-confirmó Baltazar-. Unos cuantos se fueron de vacaciones a Portugal, ya hace tiempo, y nunca más dieron noticias.

– Hasta hoy -comentó Vicente, que nunca dejaba escapar una observación sobre el comportamiento de los oficiales.

– Son unos burros -consideró Baltazar-. Si vosotros os fueseis de licencia, ¿volveríais?

– Sólo si fuese un tonto -admitió Vicente, meneando la cabeza-. Pero ya llevamos aquí más de seis meses, ya hemos pagado más de la cuenta, ¿no? Ni los gringos aguantan tanto tiempo en el frente, ¿no habéis visto a los ingleses de la línea izquierda, en Fleurbaix, que ya se han retirado a descansar? Y nosotros aún aquí. Que traigan a otros a esta carnicería.

– Además -meditó Matias-, esa mierda de los treinta días de licencia no es ninguna novedad, ya antes de Sidónio nos dijeron lo mismo, y la verdad es que aún no hemos visto nada.

El ambiente entre los hombres del CEP no era de los mejores y se deterioraba día tras día, el cansancio los desgastaba y el ejemplo que venía de arriba no era alentador. Los lanudos veían a los aliados rotando regularmente a los soldados; días antes, incluso, habían sustituido a la 38a División Británica, la vecina de la izquierda del CEP, por la 12a División después de haber permanecido solamente tres meses en la línea. Matias podía ser un hombre respetuoso con la jerarquía, pero no era estúpido y sacó sus conclusiones cuando comenzó a ver a los propios oficiales portugueses pasando al frente de los soldados. La verdad es que todos disfrutaban de licencias que, en la práctica, estaban vedadas a los soldados. El sentimiento de injusticia, que crecía desde hacía algún tiempo entre los soldados, comenzó a afectar profundamente el estado de ánimo en las trincheras. Donde unos minutos antes predominaba la euforia, se imponía ahora la angustia, la incertidumbre, la duda.

– Los tipos de Portugal se cagan en nosotros, ¿no te das cuenta? -exclamó Vicente, en medio de abundantes gestos, frustrado y molesto, ansiaba desesperadamente volver a casa-. Sidónio ha dado el golpe y nos ha abandonado, no nos ha mandado refuerzos, no ha mandado la tercera división que Afonso Costa les prometió a los gringos.

– Pero, al fin y al cabo, ¿con quién está en guerra Alemania, eh? -quiso saber Baltazar, levantando la voz-. ¿Está en guerra con Portugal o sólo con el CEP? ¿Eh? ¿Con quién está en guerra? ¡Es que parece que Portugal no tiene nada que ver con esta mierda, joder, parece que la guerra es sólo con nosotros!

– Los boches tienen razón -declaró Vicente, sacudiendo desanimado la cabeza-. Los políticos nos engatusaron y ahora se lavan las manos.

Vicente se refería a los folletos que, lanzados por los alemanes, informaban a los hombres del CEP sobre la nueva política de guerra de Sidónio Paes. El Folhetim de Guerra distribuido por los morteros enemigos subrayaba en sus sucesivas ediciones que Sidónio, antiguo ministro plenipotenciario de Portugal en Berlín, era un germanófilo que siempre se había opuesto a la entrada de Portugal en el conflicto mundial y que, después de derribar al Gobierno de Afonso Costa, había frenado el proyecto de constitución de una tercera división para el Cuerpo Expedicionario Portugués. Según la versión alemana, el nuevo Gobierno había decidido dejar las fuerzas en Flandes entregadas a sí mismas; lo mejor era, en realidad, que los soldados se rindiesen.

– ¿No habéis visto lo que pasó con el mayor Gomes? -intervino Baltazar-. Pidió licencia para ir a Portugal, la consiguió antes que nadie y se marchó. Después, alegó que estaba enfermo y se quedó allá.

– ¿Y el coronel Antunes? -añadió Vicente-. Me dijeron que el tipo presentó los papeles en Aveiro jurando que andaba con problemas de salud.

– ¿Problemas de salud? -preguntó Matias con una sonrisa irónica, volviendo a romper su silencio-. Debe de ser diarrea. ¿No os acordáis acaso de que el hombre se cagó todo la noche aquella en que los disparos casi alcanzaron el refugio donde él estaba escondido, en Marmousse?

Todos se rieron, encantados, recordando la escena que entonces narró el ordenanza del coronel, Alfredo, que lo había visto todo.

– Categoría -exclamó Baltazar, dándose una palmada en el muslo.

– Si el tío es de Aveiro ha de ser un cagón -intervino Vicente, siempre ácido en sus comentarios sobre los oficiales-. Y como es un cagón, a la hora de volver también debe de haberse cagado, pobre.

A varios de ellos ya les había pasado lo mismo, se cagaron en los pantalones una o dos veces durante un bombardeo, sobre todo después de las primeras muertes, al principio, cuando el sonido de la tempestad de fuego desatándose alrededor de ellos les helaba la sangre y liberaba sus intestinos, problema que, con el tiempo y la experiencia, aprendieron a controlar. Cagarse en los pantalones no era, en consecuencia, algo vergonzoso entre los soldados, sino solamente una señal de inexperiencia. En el grupo, comenzó a ser considerado un fenómeno natural, a fin de cuentas ellos eran lanudos, vivían en el barro como topos, compartían el rancho con ratas y el sueño con piojos y se pasaban los días sorteando la muerte, huyendo de los snipers, escondiéndose de los Minenwerfers. Para colmo, eran la carne que los cañones descuartizaban. Pero el coronel Antunes era diferente, él era un carbonero, como casi todos los altos oficiales estaba habituado a dar órdenes para que otros murieran y a dar sermones sobre el sacrificio que deberían hacer terceros por la patria, pero desconocía lo que era sufrir de miedo, aquel miedo a la muerte que subía por las piernas débiles y secaba la garganta, aquel horror paralizante que se desparramaba por el cuerpo y penetraba en el corazón, la tempestad de granadas estallando en el alma y despedazando la voluntad. Por eso, cuando un carbonero se cagaba, todos los lanudos se regocijaban por ello.

Matias se recostó en su rincón.

– Es la pura verdad -asintió el cabo, mirándose las uñas sucias-. Pero la mayor verdad es que el coronel Antunes se pasea ahora en Portugal a sus anchas y nosotros aún estamos aquí.

Las sonrisas se deshicieron y todos se callaron, pensativos y resignados. Fue en ese momento cuando Baltazar comenzó a husmear el aire con inspiraciones cortas y fuertes, como un perdiguero.

– ¿No oléis a ajo?

– ¿Ya estás con hambre, Viejo? -preguntó Vicente.

– Un poco.

– Pero hemos comido hace una hora…

– ¿Qué quieres? Tengo hambre y este olorcito no ayuda.

– Aquí tienes una lata de corned-beef.

– Qué cornobife ni qué diablos. Un bistec frito en salsa de ajos es lo que me comería ahora con mucho gusto.

Y estornudó.


El capitán Afonso Brandão abrió la cigarrera plateada que Agnès le había regalado después de su primer encuentro amoroso, sacó un Kiamil, lo encendió y se quedó con la mirada perdida en el horizonte.

– ¿Te has fijado, Zanahoria? -soltó sin volverse hacia su amigo-. Ya buscan enchufes para salir de aquí. Enchufes.

El teniente Pinto se pasó la mano por el bigote pelirrojo y sonrió.

– Eres realmente ingenuo, Afonso. ¿Y qué estabas esperando?

– ¡Hasta el capitán Cabrai!

– Ojalá pudiese irme con él…

Afonso soltó una bocanada de su Kiamil y bajó la cabeza.

– ¿Sabes qué es lo que no entiendo?

– ¿Qué?

– Que no haya una decisión.

– ¿Qué decisión?

– Una decisión cualquiera, caramba, pero al menos una decisión. -Miró a su amigo-. Si Sidónio piensa que es el momento de salir de la guerra, que lo asuma y nos vamos todos, no estamos haciendo nada aquí. Si Sidónio piensa que hay que quedarse, que nos envíe refuerzos, que cree las condiciones para poder combatir con eficacia. ¿Ahora esto? Esto no, esto no es nada, esto es no querer decidir, esto es huir de las responsabilidades.

Pinto suspiró.

– Ay, Afonso, Afonso, parece que naciste ayer, hombre.

¿ Cuánto tiempo hace que te digo que nos hemos metido en un embrollo, que no estamos haciendo nada aquí? Nosotros a tiros y esos tipos burlándose de nosotros…

– La cuestión no es ésa, Zanahoria -dijo Afonso, que dio media vuelta para entrar en el puesto, hacía demasiado frío fuera-. La cuestión es que andamos en zigzag, primero estamos comprometidos, después no lo estamos y volvemos a estarlo otra vez… -se desahogó, entre abundantes gestos, irritado, mientras el teniente Pinto lo seguía hacia el interior del refugio-. Así nadie se entiende. Por ejemplo, fíjate en la payasada del sistema de licencias.

– ¿Qué pasa con ellas?

El capitán se sentó pesadamente en la caja de municiones que servía de banco y el teniente se acomodó en el catre de alambre.

– ¿Que qué pasa con ellas? Pasa que son una total vergüenza. Primero, eran quince días. Después, dijeron veinte. Más adelante, treinta. En resumidas cuentas, estamos en cero, porque sólo las disfrutan los oficiales.

– ¿Y aún te quejas? Que yo sepa, el otro día te fuiste a París con una licencia…

– Pero el problema, Zanahoria, no es que los oficiales disfruten de licencia, eso es normal y se la merecen. El problema es que los soldados no disfrutan un cuerno de licencia, y eso es desmoralizador para los hombres.

– ¿Estás preocupado por ellos?

– Claro que lo estoy, caramba, y tú también deberías estarlo. ¿ Cómo nosotros, los oficiales, vamos a dirigir a unos soldados que se sienten burlados, olvidados y humillados? ¿Qué autoridad moral tenemos para mandarlos al combate cuando, en el momento de conseguir licencia, nosotros somos los primeros? ¿Qué pensarán de estos oficiales que tienden unas redes para tomar las de Villadiego y que, una vez en Portugal, van a una junta médica formada por amigotes y consiguen mil y una disculpas para no volver aquí? Es evidente que los soldaditos pueden ser analfabetos, pero no son del todo estúpidos y entienden muy bien que son los únicos que no encuentran la manera de salir de aquí.

– Problema de ellos.

Afonso tiró el Kiamil consumido al suelo fangoso del puesto y aplastó la colilla con la bota, comprobando que quedaba apagado.

– No es problema de ellos, no, señor. Es un problema nuestro, ya te lo he dicho. ¿ Cómo voy a dirigir en combate a soldados que se sienten relegados de este modo? ¿Qué moral habrá en la tropa cuando las cosas se pongan difíciles? ¿Crees que es posible luchar solo contra los boches? Cuando la cosa está que arde, necesitas de los hombres, Zanahoria. Si no estuviesen en el campo o no quisieran combatir, mira, estás perdido, no hay salida. No te olvides de eso.

– Afonso, cada uno se las arregla…

– Joder, Zanahoria, métete en la cabeza que, con esa mentalidad, nadie va muy lejos. Tenemos un cuadro de oficiales que es una vergüenza, siempre conspirando, hablando mal de todo, preocupados por pasárselo bien, viendo a ver cuándo pueden escaquearse…

– La vergüenza no son los oficiales -interrumpió el teniente Pinto alzando la voz-. Son los políticos que nos han vendido, todos esos Afonso Costa…

– ¿Quién es peor? ¿Afonso Costa, que colocó a Portugal en el mapa…

– … todos esos Bernardino Machado…

– … o Sidónio Paes, que nos ha abandonado?

– … todos esos canallas de los republicanos y del Partido Democrático.

Ya no se escuchaban, ambos a gritos, cada vez más alto, dominados por los nervios, hasta que la voz de Afonso acabó imponiéndose: a fin de cuentas, aunque amigos, él era el capitán.

– Deja la política de lado -dijo finalmente, haciendo un gesto para que se apaciguaran y evitar ese aspecto controvertido sobre el que nunca se pondrían de acuerdo-. Tal vez los políticos sean todos culpables, no lo sé y para el caso no interesa. Lo que importa es que nos mandaron aquí y aquí estamos. Y, si estamos aquí, sólo tenemos ahora dos opciones: o cumplimos bien nuestra misión o nos quedamos de brazos cruzados hablando mal de todo y de todos. No sé lo que tú pretendes hacer, pero yo sé cuál es mi deber.

– Vas a cumplir bien tu misión -soltó el teniente con desdén.

– Exacto -asintió Afonso, que optó por ignorar la ironía que brotaba del comentario de su amigo-. No puedo aceptar el comportamiento que veo en muchos oficiales que están lisa y llanamente cagándose en los hombres, no quieren saber si ellos están bien, no demuestran ningún interés en compartir sus privaciones y sacrificios, ni siquiera en correr los mismos riesgos. Sólo se muestran preocupados por pasárselo bien, por tirarse a las demoiselles, por salir de paseo, por llenarse de cerveza en los estaminets…

– Tiene guasa que tú digas eso, Afonso -repuso Pinto con frialdad-. Hace apenas una semana tú estabas con una demoiselle dando un paseo…

– No es lo mismo -corrigió Afonso, turbado.

– … en París. Ahora, lo más curioso, querido amigo, es que tú hablas de compartir privaciones, y eso es muy bonito, pero la verdad es que te dedicas a dormir en palacetes. Y, en cuanto a correr riesgos junto a los hombres, me gustaría saber para qué misiones te has postulado tú.

– Estuve dirigiendo la operación para expulsar a los boches que atacaron nuestras trincheras en noviembre.

– Eso fue cuando ellos atacaron, qué remedio tenías salvo combatir. Pero lo que me interesa saber es para cuántas misiones de patrulla y para cuántos raids te has postulado.

– Sabes muy bien que nosotros no hemos organizado raids.

– Pero ha habido patrullas todas las noches. ¿En cuántas has participado tú?

– No se dio la ocasión.

– No has participado en ninguna. En ninguna, Afonso. Las patrullas están casi exclusivamente formadas por soldados, se hacen montones de patrullas por la noche y raramente hay un oficial que las dirija. Por tanto, no me vengas con historias y a decir de nuestros oficiales que son una mierda, porque tú también eres uno de ellos. También tú te paseas con demoiselles por la retaguardia mientras los soldados tienen que pagar por las putas de Le Drapeau Blanc, también tú duermes en palacetes mientras los soldados se quedan en los pajares, también tú te refugias en el puesto de hormigón mientras los soldados se aguantan cuando las bombas de los boches les caen en los hoyos de barro, también tú te quedas mirando desde la primera línea cuando los soldados tropiezan con los boches en los fosos traicioneros de la Avenida Afonso Costa. En el fondo, querido amigo, eres como yo y todos los demás. Sólo hablas de manera diferente.

Afonso miró a su amigo a los ojos y se quedó un instante en silencio. Cuando habló, habló con intensidad, con convicción, con la voz tranquila y segura, la mirada serena y resuelta.

– Estás equivocado, Zanahoria -dijo-. No soy como vosotros y he de daros una prueba.

Se levantó y abandonó el puesto, avanzando con paso firme hacia la ronda de la tarde. Pero la certidumbre de que daría una prueba de su diferencia se fue disipando a medida que caminaba y reflexionaba sobre lo poco que sabía de sí mismo. En lo más íntimo, no se hacía idea de cómo aplacar el miedo que frenaba sus movimientos en los instantes de puro terror. Tenía conciencia de que una cosa era hablar y otra ejecutar, sabía que, en los momentos de angustia, sus reacciones eran imprevisibles e incontrolables, la emoción se enseñorea de la mente y la animalidad se sobrepone a la humanidad. Cuántos hombres que se pasaban la vida hablando de heroísmo y preparándose para la gran prueba no flaqueaban llegado el momento, mientras que otros, tímidos y callados, parecían superar todo a la hora de las dificultades. ¿Qué era, al fin y al cabo, la temeridad sino fingimiento? ¿Qué era el valor sino el miedo a ser considerado un cobarde? ¿Qué era el heroísmo sino un acto resultante del miedo social que se sobrepone al miedo animal? ¿Y qué era la bravura sino un momento de pura locura, un gesto insano hecho para beneficio ajeno y perjuicio propio?


El mayor Botelho acercó la vela para observar mejor los ojos del soldado. Eran más de las tres de la mañana cuando el grupo de soldados apareció en el puesto de socorro avanzado para informar de su malestar. El mayor era el médico militar de guardia. Analizó superficialmente a los soldados, eran cuatro hombres y algunos gemían. Comenzó con el caso que le pareció más agudo.

– ¿Cómo se llama usted? -preguntó, observando los ojos inflamados del hombre.

– Baltazar, mi mayor.

– ¿Cómo ha pillado esto, Baltazar?

– No lo sé, mi mayor. Estaba en el refugio con mis compañeros y comencé a estolnudar, a estolnudar…

– A estornudar -corrigió el médico.

– Eso. Y mis compañeros igual. Después sentimos cómo nos ardía la nariz y la garganta, una sensación cada vez más fuerte, nos dimos cuenta de que teníamos gripe. Hace poco comenzaron a dolemos mucho los ojos y nos moqueaba la nariz. Me vinieron también unos dolores de tripa y vomité antes de llegar aquí, al puesto.

– ¿Cuándo comenzaron a estornudar?

– Hace unas doce horas, a primera hora de la tarde, mi mayor.

– ¿Y ustedes? -preguntó a los otros sin apartar los ojos de la inflamación de Baltazar.

– Nosotros lo mismo, mi mayor -dijo Matías-. Fue en el mismo momento. La diferencia es que nosotros no vomitamos.

– A mí, además de la tripa, me duele también la cabeza -intervino Vicente.

Abel, el Canijo, señaló unos puntos en la cara y en el cuello.

– Yo tengo unos granitos.

El médico lo examinó mientras limpiaba los ojos de Baltazar con un algodón humedecido.

– Hum -murmuró pensativamente-. ¿No habréis sufrido por casualidad un ataque con gas?

– No, mi mayor -negó Matias, reafirmando lo que decía con un meneo de cabeza-. Es gripe.

– Hum -volvió a murmurar el médico-. Abra la boca. -Baltazar la abrió y el mayor Botelho observó la garganta irritada-. ¿No percibieron olor a mostaza?

– No, mi mayor.

– ¿Ni a ajo?

Los soldados se miraron.

– Pues…

– ¿Olor a ajo?

– Sí, mi mayor.

El médico dejó de revisar a Baltazar y miró al grupo.

– ¿Y no se pusieron las máscaras?

Los soldados bajaron la cabeza.

– No, mi mayor.

El médico suspiró.

– Idiotas. Ustedes son idiotas. ¿Acaso no saben que hay que ponerse las máscaras en cuanto perciben olor a algo químico? ¿No lo saben?

– Mi mayor -dijo Baltazar con voz sumisa-. Nosotros no olimos algo químico. Olimos comida.

– ¡Qué comida ni qué diablos! Les ha caído gas encima. ¿Dónde estaban cuando olieron a ajo?

– En el refugio, mi mayor.

El mayor Botelho apartó los ojos de Baltazar y se sentó en una caja, junto a una mesa. Sacó unos impresos de un cajón, los puso sobre la mesa y comenzó a tomar notas.

– Cuando salieron del refugio, ¿vieron algunas granadas intactas?

– Sí, mi mayor.

– ¿Cómo eran?

Los hombres se miraron, sin entender la pregunta.

– Pues, eran granadas de hierro, mi…

– No es eso -se impacientó el médico-. ¿ Estaban pintadas con algún color?

– Sí, mi mayor -respondió Matías, el más observador del grupo-. Eran granadas de 7,7 centímetros, de modelo alargado, pintadas de azul y con la cabeza amarilla. Me acuerdo de que tenían dos cruces, creo que una era verde y la otra amarilla.

– Vaya, no entiendo nada. ¿Verde y amarilla, o azul y amarilla?

– Las cruces eran de color verde y amarillo, pero las granadas estaban pintadas de azul y amarillo.

– Azul y amarillo -repitió el médico, que cogió un voluminoso dosier de un estante, cuya cubierta indicaba que contenía los informes de los Chemical Advisers del XI Cuerpo británico. Abrió la carpeta y hojeó las páginas-. Azul y amarillo. -Pasó una hoja-. Azul y amarillo. -Otra hoja. Miró rápidamente cada informe, sólo atento al segundo punto de cada documento, titulado «Nature of the shells»-. Azul y amarillo…: aquí está. -Apoyó el dedo en la línea que buscaba y leyó-. Painted blue with yellow on top. -Sacó la hoja y la estudió con atención. Estuvo un minuto analizando el informe y sacando conclusiones, más para sí mismo que para los hombres-. Ya lo veo, éste es un derivado del azufre con un porcentaje elevado de clorina -murmuró, rascándose el mentón. Consultó detenidamente el último punto del documento, identificado como «Symptoms of personnel». Un buen rato más de lectura hasta que volvió a romper el silencio-. Pues sí, aquí está todo. Vómitos, ojos inflamados, irritaciones en la garganta. -Sin levantar la cabeza, arrancó una hoja del impreso y comenzó a rellenarla-. Voy a mandarlos a un hospital de sangre. -Alzó la cabeza y miró a los hombres-. ¿Nombres y números?

– ¿Es grave, mi mayor?

– Es grave, sí -confirmó el médico con expresión ceñuda-. Lo grave es que ustedes sean unos tontos de capirote y no se pongan las máscaras tal como señala el reglamento.

– Pero ¿es muy grave? -insistió Baltazar, ansioso y con los ojos que le lagrimeaban en abundancia por culpa de la inflamación.

– Lo único grave es que el CEP va a tener que sobrevivir sin ustedes durante dos días -replicó el médico, prolongando el «suspense»-. En cuanto a sus miserables personas, pasarán una mala noche, pero mañana, hacia mediodía, estarán mejor. Este es un gas traicionero porque casi no se siente su olor, pero la ventaja es que no hace demasiado daño. Les daré una baja de cuarenta y ocho horas y después regresarán a las trincheras.

– Gracias, mi mayor -dijeron todos casi a coro, aliviados y fugazmente sonrientes. No había mejor cosa que tener una baja debido a un daño pasajero.

– Rápido, rápido -se impacientó el mayor Botelho-. ¿Nombres y números?

– Matias Silva, mi mayor. Número 216.

Capítulo 11

Eran más de las doce y la mañana, como de costumbre, había sido tranquila. Las actividades de ambos lados de las trincheras fueron intensas desde la puesta del sol de la víspera, con legiones de hombres que reparaban pasaderas, arreglaban el alambre de espinos y drenaban los pasos inundados bajo la protección del manto oscuro de la noche, mientras que otros patrullaban la Tierra de Nadie o buscaban objetivos por la mirilla de las Lee- Enfield, si eran portugueses, o de las Mausers, en el caso de los alemanes. Cuando por fin asomaron los rayos del sol, alzándose el astro lenta y majestuosamente por detrás de las líneas enemigas, ya se había cumplido el primer «A sus puestos» de ese día 8 de febrero y muchos hombres fueron a acostarse. Afonso y Pinto se despertaron a eso de las once, se lavaron la cara en una palangana llena de agua lodosa e inmunda, mearon en un rincón húmedo de la trinchera, junto a su puesto de Picantin, y se sentaron en la caja de municiones para tomar el desayuno que les había llevado Joaquim. Comieron rápidamente la tortilla francesa y las tostadas con mantequilla, regadas con la tapioca con azúcar y una taza de café cargado. Cuando estaban a punto de terminar, llegó el teniente Timothy Cook.

– What ho, Afonso, old bean -saludó.

El capitán se incorporó, se frotó las palmas de las manos en los muslos para quitarse las migas de las tostadas y la grasa de la mantequilla y le dio la mano al oficial inglés de enlace.

– Old bean? -preguntó conteniendo un eructo-. ¿Por qué me estás llamando viejo frijol, tunante?

Tim se rio.

– No me hagas caso, en realidad, se trata de un apelativo cariñoso.

El inglés saludó a Pinto con un gesto.

– Breakfast?-preguntó Afonso, señalando lo que quedaba del desayuno.

– No, gracias, ya he comido -respondió Tim-. Bacon con scrambled eggs and baked beans -explicó satisfecho-. Capital breakfast. Capital.

– Si es así, pues, vamos a hacer la ronda.

El capitán y los tenientes, con el ordenanza detrás, bajaron por la Picantin Road hasta la Rué Tilleloy, giraron a la derecha para tomar por Picantin Avenue, avanzaron chapoteando en el barro hasta llegar a la línea B, entraron allí junto al puesto avanzado Flank Post y siguieron hacia el sur en dirección a Rifleman's Avenue, donde rodearon su sector en Fauquissart. Se detuvieron y alzaron los ojos. Del lado enemigo venía lo que parecía ser, a lo lejos, una mosca molesta, zumbaba como un moscardón, era un avión alemán, con las cruces negras visibles en el fuselaje a pesar de la distancia.

– Un Tauber -dijo Pinto.

– Qué manía tienen ustedes de llamar Tauber a todos los aeroplanos jerries -acotó Tim-. Ese es un Fokker.

– ¿Cómo lo sabe?

– I know, lad. I know.

– Tim sabe distinguirlos -explicó Afonso-. Estuvo en el Royal Flying Corps y conoce todos los aeroplanos. Si Tim dice que ése es un Fokker, amigo Zanahoria, es porque se trata, efectivamente, de un Fokker.

El monoplano volaba alto, como si quisiese pasar inadvertido. De repente, y de forma inesperada, alteró su comportamiento. El avión avanzó en picado hacia las líneas portuguesas, sobre Fauquissart, dando la impresión de que iba a abrir fuego.

– Va a lanzar una calabaza -exclamó Pinto.

Sin embargo, no lanzaron ninguna bomba. Ya cerca del suelo, se enderezó y sobrevoló las posiciones del CEP en el sentido norte-sur a baja altura. Las Vickers y las Lewis comenzaron a matraquear, intentando alcanzar al aparato, pero el Fokker ganó altura en cuanto cruzó Ferme du Bois, más al fondo. Subió, hizo una pirueta y volvió a descender sobre las posiciones portuguesas, esta vez en el sentido inverso, de sur a norte, aunque no disparase un solo tiro: se encontraba evidentemente en misión de observación. Un segundo aparato irrumpió en ese momento sobre las líneas, ahora proveniente del lado aliado.

– Uno de los nuestros -comentó Pinto con satisfacción.

– ¿Qué aeroplano es? -quiso saber Afonso, mirando al teniente británico.

– Un Sopwith Camel -identificó Tim, con los ojos fijos en el cielo.

– ¿Un camello?

– Right ho -sonrió el inglés-. ¿ Ve el formato de la carlinga del aeroplano? Para algunos se parece a una joroba, aunque yo no llego a verla. De cualquier modo, por eso lo llaman camel.

Los tres oficiales y el ordenanza se quedaron pegados al suelo, expectantes acerca de lo que podría pasar. Los combates aéreos eran altamente apreciados en las trincheras y los consideraban el espectáculo más emocionante de la guerra. En vez de la muerte impersonal e industrial en medio del barro, con masas de soldados cayendo acribillados o destrozados por granadas y bombas que lanzaban enemigos invisibles y distantes, los enfrentamientos en el aire estaban rodeados de un aura romántica, los pilotos eran los modernos caballeros del cielo, duchos en galanteos caballerescos y elegantes actos de nobleza, sus embates aéreos se transformaban en emocionantes duelos entre las nubes, uno contra el otro, arrojo contra arrojo, pericia contra pericia, un vencedor y un vencido.

Las trincheras se agitaron por anticipado, se veían índices apuntados hacia arriba, soldados y oficiales se llamaron unos a otros, más hombres abandonaron los refugios y se reunieron con los que continuaban inmóviles esperando el duelo. Pero un «¡ oooh!» decepcionado recorrió las líneas cuando el avión alemán dio media vuelta y huyó hacia sus posiciones, eludiendo el combate. El Sopwith Camel lo siguió persiguiendo durante unos minutos, pero volvió atrás y se quedó patrullando los cielos sobre Ferme du Bois, Neuve Chapelle y Fauquissart.

– Los jerries les tienen miedo a los Sopwith Camel -comentó Tim con una sonrisa orgullosa.

– ¿Por qué?

– El Sopwith Camel es un aeroplano muy bueno -dijo-. Pero atención: no es para cualquiera. Es difícil de pilotar, suele… ¿cómo se dice?… Spin out of control…

– ¿Quedar fuera de control?

– Yes, se queda out of control en los… tight turns?

– Curvas cerradas.

– Right ho -confirmó el inglés-. Muchos aviadores poco experimentados han muerto en estos aeroplanos. Pero los buenos pilotos opinan que el Sopwith Camel es el mejor aeroplano que existe. Es muy ágil y sube a gran velocidad. Por eso los pilotan los grandes ases del Royal Flying Corps. Los jerries lo saben. De ahí que les dé miedo y huyan.

Cuando ya nadie esperaba más novedades, apareció en el sector de Bois du Biez, en las líneas alemanas, un segundo avión. Los hombres del CEP, muchos de los cuales ya se habían desmovilizado, retomaron su actitud de observadores del gran espectáculo, seguros ahora de que el combate era inevitable.

– Oh, blast it! Este es un Albatros D-type -exclamó Tim, refiriéndose al nuevo aparato alemán.

– ¿Y?

– Es el mejor aeroplano jerry. Vuela a ciento setenta kilómetros por hora, tiene una excelente velocidad de ascenso y está equipado con dos ametralladoras sincronizadas.

– ¿Qué es eso?

– ¿Ametralladoras sincronizadas? Well, el sincronismo es un mecanismo que permite a los pilotos disparar las ametralladoras mediante el… ¿propeller?

– Hélice.

– Right ho. Dispara mediante el… hélice, sin afectar a las aspas del hélice.

– De la hélice.

– Sorry. De la hélice. La hélice está conectada al gatillo de la ametralladora de una forma que le impide disparar siempre que un aspa queda frente al cañón de la ametralladora, con lo que evita que los tiros destruyan el aspa. En el caso de este aeroplano, no tiene sólo una, sino dos ametralladoras sincronizadas con los movimientos de la hélice.

– ¿El aeroplano inglés no tiene esas ametralladoras?

– Claro que las tiene.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– None what soever -dijo Tim-. Esos son los mejores aeroplanos de los dos lados. Va a ser a jolly good fight.

El Albatros alemán viró en dirección al Sopwith Camel. La confrontación parecía inminente, pero el avión británico dio repentinamente media vuelta y, en clara actitud de fuga, comenzó a ganar altitud. Los oficiales y los soldados volvieron a suspirar de disgusto: en definitiva, se los privaría de aquel gran espectáculo.

– El gringo está escaqueándose -protestó Pinto.

– No entiendo -se sorprendió Afonso.

– El tipo se ha amilanado, ¿qué quieres?

El teniente inglés se quedó callado y su rostro se ruborizó de vergüenza al ver al Sopwith Camel en fuga. El aparato británico se escondió en una nube, pero el alemán no desistió y, siempre tras él, fue en su busca más arriba. Cuando el Albatros pasó por la nube, el Sopwith Camel salió disparado en su dirección, como si fuese a estrellarse contra el enemigo, se enderezó en el último instante, por encima del alemán, y lanzó una bomba. El Albatros estalló en pleno vuelo, acabó envuelto por las llamas y comenzó a caer. Un nuevo «¡oooh!», ahora emocionado, se elevó desde las trincheras. El avión atacado descendía velozmente en dirección al suelo, soltando una estela de humo negro, pero, cuando todos esperaban el impacto, el piloto alemán logró controlar el aparato y, a pesar de estar envuelto en lenguas de fuego, se curvó hacia el este e intentó llevarlo de nuevo hacia las líneas alemanas. Los hombres en las trincheras contuvieron la respiración, absortos en el esfuerzo titánico del piloto enemigo. Ya cerca del suelo, aún sobre las líneas aliadas, los soldados vieron que caía una figura del aparato humeante, como una bala disparada hacia abajo, cuyo trayecto se interrumpió abruptamente cuando se estrelló en el suelo. Enseguida el avión, ya sin piloto, inclinó la nariz, descendió con rapidez y embistió violentamente contra la tierra, dando vueltas y vueltas, era ahora una bola de fuego que se descoyuntaba, una masa ardiente que se despedazaba, un bloque de lava desparramándose por el suelo, incandescente. El silencio se abatió momentáneamente sobre las trincheras, los hombres estaban petrificados ante la escena. Cuando los restos en llamas del Albatros se inmovilizaron junto a las paredes de unas ruinas, se oyó una salva de aplausos desde las líneas portuguesas, eran los lanudos, no festejando la muerte del enemigo, sino homenajeándolo en su último vuelo de valiente.

– El gringo supo confundirlo -comentó el teniente Pinto, que dio media vuelta para proseguir la ronda.

– Lo confundió a él y también a nosotros -corrigió Afonso, con los ojos fijos en el suelo en busca de partes menos fangosas donde apoyar los pies-. Pensamos que se las piraría… y al final…

La actividad se reanudó en las trincheras. Una ametralladora alemana abrió fuego a la izquierda, su matraqueo era claramente audible, y la artillería portuguesa respondió con dos disparos de un mortero pesado, por el sonido todos identificaron un calibre de quince centímetros, probablemente un mortero Hadfields. Los tres oficiales y el ordenanza se encogieron un poco más en la línea B, pero, aparte de esa postura reflexiva, prosiguieron como si nada ocurriese.

– El boche no se esperaba que le iba a caer una bomba encima -consideró Pinto-. Tuvo una muerte terrible…, estrellarse así en el suelo.

– La alternativa era peor, believe me -explicó Tim-. Los pilotos mueren normalmente por tres razones. -Levantó tres dedos de la mano izquierda a medida que enumeraba las razones-. O son ametrallados por el enemigo, o revientan en el suelo, o mueren carbonizados vivos dentro de los aeroplanos. La muerte por fuego es la peor. -Hizo una mueca-. Ghastly! -Golpeó la pistolera con la palma de la mano derecha-. Muchos pilotos llevan siempre una pistola a la cintura y, si el aeroplano se incendia y ven que no pueden escapar, se pegan un tiro en la cabeza.

– ¿En serio?

– No shit.

Sin dejar de comentar las incidencias del emocionante duelo aéreo, aún más dramático que aquellos que solían presenciar todos los días desde las líneas, llegaron a Rotten Row y giraron hacia el interior, cruzando la Rué Tilleloy y prosiguiendo por la Regent Street hasta la Rué du Bacquerot, desde donde dieron la vuelta hacia la derecha hasta Picantin Road. Luego regresaron al puesto, una vez traspuestas las redes de alambre de espinos. Picantin Post era un pequeño reducto de perfil elevado, con dos posiciones descubiertas para ametralladoras y un polvorín, además de tres refugios pequeños. Tenía capacidad para una guarnición de cien hombres y lo defendían exteriormente tres refugios para ametralladoras pesadas Vickers, construidos en ladrillo y hierro y a prueba de estallidos, con aspilleras que daban a la carretera y a Picadilly Trench. Su importancia era enorme, puesto que defendía el acceso más corto y directo de las primeras líneas hasta Laventie, razón por la cual era normal que se viesen allí bastantes hombres. Aun así, Afonso vio a un estafeta que se encontraba sentado a la entrada del refugio de Picantin. Cuando los vio acercarse, el soldado se alzó de un salto e hizo el saludo militar.

– ¿Capitán Afonso Brandão? -¿Sí?

– Con su permiso, mi capitán, el teniente coronel Mardel desea hablar con usted.

Eugenio Mardel era uno de los oficiales más importantes de la Brigada del Miño, el hombre que asumía el comando de la brigada siempre que se ausentaba el comandante. Si Mardel lo había llamado, razonó Afonso, era porque había novedades, y de las grandes.

– ¿Dónde está el teniente coronel?

– En Laventie, mi capitán.

Afonso entró en el refugio, cogió la máquina de escribir y la puso sobre la caja que le servía de mesa, se sentó en el banco, colocó dos hojas con papel de calco en el medio para hacer una copia y redactó apresuradamente el informe de su compañía sobre las últimas veinticuatro horas en el sector de Fauquissart. Sabía que Mardel querría ver el documento y no deseaba disgustarlo. La redacción del texto obedecía a un formato previamente establecido y el capitán sólo necesitó media hora para acabarlo. Cuando terminó de mecanografiar el texto, releyó todo, hizo dos pequeñas correcciones con la pluma, firmó, dobló el documento, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y salió.

– Vamos -dijo al abandonar el refugio-. Pinto, sustitúyeme en el puesto. Hasta luego, Tim.

– Cheerio, old bean.


No era el dolor en los músculos lo que molestaba a Matias, sino el cansancio y, sobre todo, la indisposición general que lo dejaban postrado. El cabo se quedó apoyado en el parapeto y aspiró con fuerza el Woodbine que tenía en sus manos, se trataba del más barato de los cigarrillos ingleses, aunque era francamente útil para dejarlo satisfecho. Sintió el humo invadirle los pulmones, intentó relajar la espalda y echó el humo despacio, liberando un agrio soplo gris.

– ¿Cómo crees que ha quedado el cuerpo de ese tipo? -preguntó Baltazar, sentado junto a él mientras limpiaba la Lee-Enfield.

– ¿Quién? ¿El tipo del aeroplano? -Sí.

– Debe de estar destrozado, ¿no?

Matias sintió la acidez del vómito aún presente en la garganta y volvió a dar una calada del Woodbine en un intento de quitarse aquel sabor agrio de la boca. La noche no había sido fácil. Tres días antes, habían abatido a un hombre del 8 en la Tierra de Nadie, junto a Bertha Trench, durante una patrulla nocturna, y sus compañeros huyeron desordenadamente, dejándolo atrás. En las noches siguientes se organizaron patrullas para localizarlo, pero no llegaron a detectarlo al fin hasta la madrugada anterior. Matias integró esta última patrulla y fue el olor nauseabundo de un cadáver en proceso de putrefacción, un hedor que le recordaba la pestilencia que soltaban las patatas podridas, lo que lo atrajo al lugar donde se encontraba el cuerpo del hombre perdido. Lo encontró dentro de un hoyo, semihundido en aguas fétidas, a la izquierda del sector portugués, ya en el área patrullada habitualmente por los ingleses estacionados en Fleurbaix. «Después de que lo hirieran, debe de haberse desorientado y arrastrado hasta aquí -razonó Matias, que reconstruyó mentalmente el recorrido del soldado moribundo-. No es de sorprender que las patrullas no lo hayan encontrado, está muy lejos del sitio donde se produjo la escaramuza.» El cabo se inclinó sobre el cadáver para levantarlo, pero suspendió el ademán al oír un ruido y sentir actividad sobre sus pies. Le llevó un momento darse cuenta de que eran ratas arrancando pedazos de carne del muerto. El olor era fuerte, inmundo, repugnante. Ahuyentó a los roedores con la culata del fusil, se colocó la Lee-Enfield en bandolera y, venciendo el asco, cogió el cuerpo, lo sintió tieso y endurecido, caminó unas decenas de metros en la oscuridad, siempre intentando contener la respiración, no pudo, el peso del cadáver lo hizo jadear, la pestilencia invadió sus fosas nasales, sintió que se le revolvía el estómago, dejó caer al muerto, se inclinó hacia delante y vomitó. El ruido atrajo la atención del resto de la patrulla. Con susurros apenas contenidos, los demás soldados fueron a ayudarlo a transportar el cuerpo por el camino de barro hasta las líneas portuguesas. Dijeron la contraseña al centinela y entraron en la línea del frente portugués, aliviados. Depositaron el cadáver en el suelo y se sentaron en el parapeto, derrengados y jadeantes, a recobrar el aliento. Minutos después, uno de los hombres se levantó y fue en busca de los camilleros, dejando a los otros descansando. En un determinado momento, ya recuperados, los ganó la curiosidad de conocer el rostro del muerto que habían rescatado en la Tierra de Nadie. Encendieron una linterna y Matias observó de reojo la figura extendida en la base de la trinchera. El cadáver estaba hinchado, su piel de un color amarillo grisáceo, un brazo vuelto hacia arriba, tieso, congelado en aquella posición, con los ojos vidriosos y revirados hacia arriba, tenía partes de los labios y de las mejillas arrancadas, supuestamente por las ratas, que dejaban a la vista los dientes, el propio comienzo de la calavera. El cabo vomitó por segunda vez.

– No estará peor que el tipo que fuiste a buscar -comentó Baltazar.

Matias lo miró sin comprender.

– ¿Quién?

– ¡El boche del aeroplano, diablos! -exclamó el Viejo, fastidiado por la expresión ausente del amigo-. Acaba de morir, no debe oler tan mal como el otro, ¿no? -observó su Lee-Enfield, ya limpia y aceitada-. Bien, la verdad es que, si está despedazado en el suelo, debe de tener las tripas fuera. Y las tripas huelen a mierda, ¿no?

El cabo miró el parapeto con la mirada perdida en el infinito y acabó el Woodbine. Apagó el cigarrillo en el barro y arrojó la colilla lejos.

– ¿Sabes cuál fue el primer muerto que vi, Baltazar?

– ¿Hum?

– Cuando yo era un niño, tenía unos catorce años, había una tipa en el barrio, en Palmeira, que estaba casada con un marinero. -Se acarició las patillas-. Se llamaba Maria do Céu. Andaba por los treinta años. Tenía una cara ancha y muy rosada, con una verruga bajo un ojo. No era guapa, pero tenía unas tetas de este tamaño. ¡Esos sí que eran unos melones fabulosos!

– ¿Estaba buenorra?

– Buenorra no diría yo, pero tenía buena presencia. -Hizo una pausa, como si estuviese recordando algo-. Un día, la tipa vino a hablar conmigo. Yo ya era un mocetón; en ese momento trabajaba la tierra de quien me contratase. Pues ella vino y dijo que me quería contratar para trabajar todas las mañanas en su patio, que tenía que cuidar la huerta y su marido estaba navegando. De modo que fui. -Se rascó la nariz-. No había que saber mucho para ocuparse de esa huerta. Había unas patatas, unos repollos, unos tomates, un manzano, con tromentelos [8] a su alrededor, y en el rincón había una cerca con unos cerdos y unas gallinas. Pero estaba todo un poco abandonado. Fui a trabajar allí y la tipa no me dejaba solo, se quedó allí y no me quitaba ojo. Pensé que era desconfiada. «Vaya -me dije-. O sea que esta mujer me está vigilando.» Me sentí un poco mosqueado, caramba, eso empezó a fastidiarme. Al segundo día, se dedicó a hacerme preguntas. Quería saber si yo tenía novia, si era muy mujeriego, si ya había besado a alguien, cosas así. Me dio un poco de vergüenza, ésas no eran cosas para conversar con una mujer, ¿no? Después de un rato de conversar de cosas así, la tipa me dijo que quería mear. Se levantó la falda delante de mí y se puso a orinar, se le veía la raja y todo.

– Categoría.

– Mientras orinaba, me clavaba la vista. «¿Te gusta verme mear?», me preguntó. Dije que sí con la cabeza y sentí que me crecía la pija dentro de los pantalones, fue como si la verga hubiera crecido al oír aquella pregunta. Creo que entendí lo que la mujer quería. Era una calentorra de primera. Se dio cuenta de que estaba empalmado y se acercó. Se quitó el suéter y dejó las tetas al aire, esos melones maravillosos, nunca había visto nada tan bueno. Estaban un poco caídas y tenían unos pezones muy anchos, rojizos, con la punta tiesa. Me quitó los pantalones despacito y se prendió con la boca al cipote.

– ¡Vaya! ¡Categoría! Yo nunca he tenido mujeres así a mi lado, carajo.

– Así que, cada vez que iba a trabajar a la casa de Maria do Céu, era la pura jodienda. Me enseñó todo lo que había que aprender y era tremenda para los polvos, no había día que no pidiese verga. Aun cuando andaba con la regla quería caña, chorreaba sangre por todos lados, parecía un cerdo en día de matanza, pero la tipa no se rendía, disfrutaba de todo el plato. Sólo había algo que era extraño: me insistía en que fuese allí sólo por la mañana. Por la tarde, no. Sólo por la mañana. De manera que me dediqué un año a la vagancia a expensas del hambre de Maria do Céu. -Matías escupió al suelo, intentando expulsar los últimos restos del sabor ácido del vómito-. Un día, el marido volvió y yo dejé de ir. El hombre vino para quedarse unos días. Al cabo de una semana, hubo un gran alboroto, las vecinas gritaban: «Policía, policía». El tipo había matado a su mujer.

– ¡Ah! -exclamó Baltazar, casi conmovido-. No me digas que él se enteró de que la tía estaba follando contigo.

– Conmigo, no. Pero, por lo visto, se dio cuenta de que había hombres que iban a la casa. El marinero fue detenido y yo fui allí por última vez. Encontré una multitud a la puerta, todas las mujeres conversaban como gallinas atontadas. El cuerpo de Maria do Céu estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. El tipo le dio no sé cuántas cuchilladas, se veían golpes en el pecho y en la barriga, un horror.

– ¿Y después?

– Y después, nada. Fue la primera persona que vi muerta, sólo eso. -Oyeron un silbido creciente, encogieron la cabeza y sintieron la explosión de la granada doscientos metros atrás. Se volvieron para ver el penacho de humo y polvo elevándose al cielo y, después de una vacilación, Matías miró a su amigo de nuevo-. Me impresionó un poco verla muerta, parecía una muñeca, costaba incluso imaginar que aquel cuerpo inmóvil, que ahora no reaccionaba ante mi presencia, había sido antes una hoguera voraz, nunca se quedaba quieto. Pero lo que me pareció más extraño es que no sentí nada dentro de mí. Me dio pena, claro, hasta recé por ella, era una buena mujer. Una calentorra tremenda, pero buena mujer. Pero la tipa la diñó y no me sentí deprimido, ni siquiera angustiado. -Sacó de los pantalones el paquete de Woodbine-. ¿Quieres un cigarrillo?

– Dame uno.

Matías le extendió un cigarrillo a su amigo, sacó otro y se lo llevó a la boca.

– Un año después, conversando con un chico vecino mío, Lourengo, llegué a descubrir algo sorprendente.

– ¿Qué?

– En cierta ocasión hablamos, no sé por qué, pero hablamos de Maria do Céu. El tipo adoptó la actitud de quien hace una confidencia y así, poco a poco, me contó que fue ella quien lo llevó por primera vez a la cama. -Rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y echó la primera nube de humo-. Era siempre por la tarde.


Afonso y Joaquim siguieron al estafeta, el capitán algo nervioso por la convocatoria que acababa de recibir. Recorrieron de nuevo la Picantin Road y fueron hacia la Rué du Bacquerot, se orientaron hacia el sur y, justo al lado de Red House, giraron a la derecha hacia Harlech Road. Antes de llegar a la Rué de Paradis, volvieron a la izquierda y entraron en Laventie, dirigiéndose al edificio donde se encontraba instalado el cuartel general de la brigada durante el periodo en que la fuerza del Miño permaneciese en aquel sector de Fauquissart, en el extremo norte de las líneas portuguesas. El estafeta se alejó y Afonso se dirigió al militar graduado del edificio. Explicó que iba a hablar con el teniente coronel Mardel. El militar le pidió la identificación, le dijo que esperara y al volver, instantes después, le señaló la puerta entreabierta. Afonso observó y vio a Mardel.

– ¿Me permite, señor teniente coronel?

– Mi estimado capitán -exclamó Mardel efusivamente. Se levantó de la silla donde trabajaba y yendo a su encuentro hasta la puerta-. Benditos los ojos que lo ven.

Afonso se cuadró y después se dieron las manos.

– He venido en cuanto supe que me había llamado.

– Gracias, gracias -respondió Mardel, que indicó otra silla-. Siéntese, siéntese. Póngase cómodo.

El capitán se sentó en la silla, disimulando los nervios e intentando acomodarse lo mejor posible. Mardel volvió al lugar del que se había levantado.

– ¿Quiere café? -preguntó el teniente coronel, que se recostó en su silla.

– Sí, por favor.

Mardel se volvió hacia la puerta del refugio.

– Duarte -llamó.

La cabeza del militar asomó a la entrada.

– ¿Sí, mi teniente coronel?

– Trae dos cafés. Calentitos, ¿eh?

– Inmediatamente, mi teniente coronel.

El militar se retiró y Mardel se volvió hacia Afonso.

– ¿Y? ¿Cómo van las cosas?

– Tirando -respondió Afonso, que llevándose la mano al bolsillo, sacó el informe de las últimas veinticuatro horas. Sabía que era un documento que leía con mucho interés el Alto Comando-. ¿Quiere el informe?

– Claro -dijo Mardel, extendiendo la mano-. Muéstremelo.

El teniente coronel cogió la hoja, la abrió y la leyó con atención.

– Por lo visto, una patrulla ha detectado problemas en la alambrada de los boches -dijo con una sonrisa.

– Sí, mi teniente coronel -asintió Afonso-. En el sector de Wick Salient.

– Algo para investigar -comentó crípticamente.

El militar entró en el despacho con dos tazas humeantes y una cajita con azúcar en una bandeja, colocó el café en la mesa y se marchó. Los dos oficiales echaron el azúcar en el café, lo revolvieron y bebieron un sorbo.

– Ah, qué maravilla -exclamó Mardel.

– Una delicia -coincidió el capitán, que sintió que el sabor cálido y azucarado del café le endulzaba la boca.

Mardel dejó la taza.

– ¿Ha visto el combate aéreo de hace poco?

– Sí, mi teniente coronel. Fue reñido.

429-Es verdad. Fue reñido -coincidió Mardel-. Pero ¿sabe qué es verdaderamente relevante en lo que vimos en el cielo?

– ¿La victoria del aeroplano inglés, mi teniente coronel?

– No, capitán. Eso fue agradable, pero no lo más importante. Lo más significativo fue el comportamiento del primer aeroplano boche. ¿No reparó en nada extraño, capitán?

– Huyó al ver el aeroplano inglés.

– Tampoco es eso. Eso es relevante, pero no lo más extraño. Lo verdaderamente insólito es que no abrió fuego sobre nuestras líneas. Sin duda, sabe lo que eso significa.

Afonso se acomodó en la silla, incómodo con ese método de interrogatorio continuo, se sentía de vuelta en el colegio primario de Rio Maior, donde lo forzaban a responder a las preguntas del profesor, sólo que esta vez no era Manoel Ferreira poniéndolo a prueba con la cartilla João de Deus, [9] sino su superior jerárquico.

– Estaba en observación -dijo finalmente, esperando acertar.

– Exacto. Su misión era observar nuestras líneas desde el aire, probablemente sacando fotografías. Y por eso, sin duda, evitó el combate, su misión no era enfrentarse. Pero ¿sabe lo que me está perturbando realmente, a mí y a todo el comando del CEP?

– No, mi teniente coronel.

– Lo que nos está perturbando es notar un creciente interés de los boches en nosotros. Han aumentado las patrullas enemigas, aparecen cada vez más aeroplanos de observación, se ve a oficiales boches observándonos con prismáticos. En fin, están estudiándonos y nosotros comenzamos a ponernos nerviosos.

– ¿Los boches están estudiando al CEP?

– Exacto, capitán.

– ¿Y sabe cuál es el objetivo?

– No. Suponemos que quieren hacer un raid, pero eso lo decimos nosotros. La verdad es que no lo sabemos.

Bebieron un sorbo más de café, el capitán sorprendido por el lenguaje telegráfico que se imponía en el colorido léxico de su superior jerárquico. Afonso dejó la taza y pronunció la que sospechaba que era la frase clave de la conversación.

– Tendremos que enterarnos de qué es lo que ocurre.

– Exacto, capitán -coincidió Mardel, esta vez con solemnidad, acentuando la palabra «exacto» y pronunciándola de manera pausada. El teniente coronel se inclinó entonces hacia delante y fijó los ojos en su interlocutor-. Hace ya algunos días que estamos pensando en esto, pero el comportamiento del primer aeroplano boche ha despejado todas las dudas y hemos tomado una decisión definitiva. Tenemos que efectuar un raid en las líneas enemigas y quiero que usted prepare el plan.

– ¿Yo, mi teniente coronel? ¿Por qué yo?

– ¿Por qué usted no? ¿Tiene miedo?

Lanzó la pregunta con tono de desafío, de provocación, como para probar su masculinidad, y Afonso se dio cuenta de que no tenía opción. El capitán suspiró.

– Miedo tenemos todos, mi teniente coronel. Pero tendré mucho gusto en preparar ese plan y ejecutarlo.

El rostro de Mardel se iluminó con una amplia sonrisa.

– Sabía que podía contar con usted, capitán Brandão -dijo-. Le comunicaré al general Simas su disponibilidad, se quedará satisfecho.

El general Simas Machado era el comandante de la 2a División y, al igual que el general Gomes da Costa, de la 1a División, respondía sólo ante el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP.

– ¿Y el mayor Montalvão? -preguntó Afonso, preocupado por no pasar por encima del comandante de la Infantería 8, no quería problemas con su superior jerárquico.

– He hablado con él hace poco y le he pedido que me haga el honor de ser yo quien le proponga preparar el raid -dijo Mardel-. Como usted puede ver, él ha accedido.

– Muy bien -dijo el capitán-. ¿Cuál es el objetivo táctico de la operación?

– El plan tiene tres objetivos -contestó Mardel, siempre telegráfico, y levantó los dedos uno a uno-. Uno: capturar prisioneros para obtener informaciones. Dos: mostrar al enemigo capacidad de combate. Tres: elevar la moral de nuestras tropas.

– ¿La moral de las tropas?

– Exacto. Como sabe, la gente lleva ya demasiado tiempo en las líneas y comienza a estar saturada. Lisboa no manda refuerzos y no tenemos manera de dar descanso a los hombres. A falta de algo mejor, puede ser que un espectacular golpe de mano anime a los soldados.

– Ya veo -dijo Afonso sin gran convicción. Sorbió el último trago de café y dejó indolentemente la taza-. ¿Cuándo quiere que comience esta operación?

– Dentro de un mes -indicó Mardel-. No se dé prisa, estudie bien las cosas, observe el terreno, busque los puntos débiles del enemigo, establezca pautas de acción. Estamos a finales de la primera semana de febrero; tiene que preparar bien los detalles del raid para llevarlo a cabo en la primera semana de marzo, más o menos. Cuando tenga todo estudiado, venga a verme para ratificar el plan.

El teniente coronel se levantó de la silla y Afonso lo imitó. Mardel le extendió la mano, se despidieron y el capitán salió del puesto de Laventie y regresó pensativo y muy preocupado a su refugio de Picantin, con los ojos perdidos en un punto infinito.


Capítulo 12

Agnès se sentía cansada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por mantener una expresión sonriente al pasar por la enfermería. Se había quedado toda la noche de guardia y su turno se acercaba al final, pero había que mantener una apariencia fresca ante los pacientes, era importante para que no decayese la moral de éstos durante su convalecencia. Además, le gustaba el trabajo que hacía, desde el comienzo de la guerra nunca se había sentido tan útil, tan necesaria, tan empeñada en la vida, asumía el cansancio con avidez de trabajo, con el alma íntegramente dedicada a la tarea que tenía en sus manos, el sueño de infancia se concretaba, al fin era Florence Nightingale, un ángel de consolación gravitando en un antro de dolor y sufrimiento.

El cambio que se había producido en su vida se debía a su capitán. Gracias a unos hilos movidos por Afonso, había entrado hacía una semana al servicio en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía, en la retaguardia, escapando al tedio del cuartel general de Saint Venant y a los incómodos lances del teniente Trindade, el Mocoso. El capitán intentó primero colocarla en uno de los dos hospitales de sangre, el hospital n.° 1, en Merville, o el hospital n.° 2, en Saint Venant, ambos constituidos por ocho tiendas y con capacidad para doscientos pacientes, pero Agnès había insistido en ir al que estuviese lo más lejos posible del Mocoso, y el hospital Mixto le pareció adecuado. Se adaptó fácilmente al trabajo, y los pacientes a ella, no era común ver a una mujer de aquella belleza circulando entre la soldadesca, una palabra aquí, una caricia allá, una sonrisa cautivadora acullá, y su simple paso por la enfermería era un tónico maravilloso para los enfermos. Aunque había estudiado para convertirse en médica, se veía en el papel de enfermera y lo desempeñaba con gusto y dedicación. No hablaba portugués, pero los soldados se desenvolvían bien con el torpe patois de las trincheras y eso parecía suficiente. «Moi pas bonne, mademoiselle bonne, boches méchants», eran frases que formaban parte ahora de sus diálogos cotidianos.

Agnès cruzó apresuradamente la enfermería esa mañana porque la había informado el bedel de que un oficial se había presentado a la puerta del hospital pidiendo hablar con ella. Supuso que se trataba de Afonso, que su portugués estaba de regreso de las trincheras, pero existía también la pavorosa posibilidad de que fuese una mala noticia, un amigo de su amante con la terrible novedad, temía todos los días que lo que le había ocurrido a Serge se repitiera con Afonso, un mensajero desconocido con un telegrama negro que le destruyese la vida. La sola idea la llenó de ansiedad, de inquietud. Casi corrió hasta la puerta, con el corazón acelerado, presa del sobresalto.

Al llegar a la entrada, se detuvo bajo la dovela y suspiró de alivio, lo vio sentado en un escalón, con la gorra en las manos, los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás como para recibir mejor el aire fresco de la mañana, dejándose mecer por el dulce aleteo de los colibríes y por el canoro gorjeo de las alondras que revoloteaban entre los tilos del jardín. Murmuró con los ojos cerrados una breve plegaria de agradecimiento y corrió finalmente hacia él, lo abrazó y lo besó, dividida entre el alivio de verlo sano y salvo y el deber de mantener una postura respetable en el perímetro hospitalario.

– Tu m'as manqué-le susurró al oído.

– Mon petit choux. -Eso fue todo lo que él pudo decir en el calor del abrazo.

– T'es bien?

El dijo que sí con un gesto de la cabeza. Sintió la delicada fragancia de Chypre y sonrió, era el perfume que le había regalado en París. La francesa le acarició el pelo y, desprendiéndose despacio, lo cogió de la mano y lo atrajo hacia ella.

– Viens, ven a ver mi enfermería.

Afonso se dejó llevar, deslizándose por la puerta de entrada guiado por Agnès. El suave aroma de Chypre desapareció de inmediato y, a cambio, el capitán notó el olor a éter y a desinfectante flotando en el aire. El hospital le resultaba feo y frío, hecho de largos corredores de chapa de zinc acanalada, todo metálico y negro, pintado con brea. El suelo, de madera encerada o barnizada, crujió al pisarlo; la luz entraba a raudales por ventanas abiertas en pestaña en la chapa de zinc. Los muebles eran de hierro y cristal, en un estilo art nouveau rudimentario, por aquí un florero con begonias o risas perfumadas, por allá una revista clavada a la pared con una beldad estampada en la tapa. Se veía mucho movimiento por los pasillos, una barahúnda de enfermeros, un puñado de médicos y mucho personal auxiliar, unos y otros de aquí para allá, afanosos y atareados, observados por pacientes silenciosos, algunos tosían angustiosamente, cinco o seis balanceaban en las sillas los muñones de las piernas y los brazos.

– Hoy es día de evacuación -explicó ella-. Vamos a mandar pacientes al hospital de Hendaya, por eso está todo un poco caótico.

– Tal vez sea mejor que venga a visitar el hospital otro día…

– No, quédate. Hasta dentro de dos horas no aparecerán los camiones para llevarse a los pacientes a la estación.

– ¿Estación?

– Sí, claro. Hendaya queda junto a la frontera española.

– Pero eso está lejos.

– Oui. No se entiende bien por qué razón el ejército portugués ha instalado en Hendaya su principal hospital. Pero, voilà, es así.

Llegaron a una puerta y ella le soltó la mano.

– Esta es mi enfermería -anunció con intensidad-. Todos los pacientes que están aquí son tuberculosos. -Levantó el índice-. Ahora presta atención. En esta enfermería, yo no soy tu Agnès, soy la enfermera que no sólo ayuda a los enfermos, sino que también alimenta sus sueños, sus fantasías, sobre todo su voluntad de ponerse buenos. Por tanto, nada de intimidades delante de los enfermos, ¿has oído?

– Bien…

– ¿Has oído?

– Pues… sí.

Hecha la advertencia, y aparentemente satisfecha con la respuesta, algo titubeante, empujó la puerta y entró en la enfermería con Afonso tras ella. Era una sala grande y bien iluminada, con camas dispuestas en fila, una al lado de la otra, de uno a otro extremo, con un pasillo en el eje central de la enfermería. Agnès siguió por ese pasillo, con el capitán a su lado, casi apoyado en ella. El aire se llenaba de toses, toses persistentes en unos casos, toses secas en otros, algunos con pequeñas palanganas en la mesilla de noche para expectorar allí, unos pocos gimiendo débilmente. La enfermera francesa, con actitud muy profesional, indicó a un paciente que dormía a la izquierda.

– Este está muy débil, tiene fiebre constantemente, no sé si se salvará. -Señaló al del lado derecho, que tosía casi sin parar-. Aquél está un poco mejor, pero también se lo ve desfalleciente. -El siguiente de la izquierda, con una pierna escayolada-. Este es un caso curioso. Fue a la sala de traumatología, una esquirla casi le quitó la pierna. Cuando estaba casi recuperado, pilló una tuberculosis. Resiste.

– Mademoiselle -llamó uno, desde el lado derecho-. Moi pas bonne. Masagge, sirva el puré.

– S'il vous plaît -corrigió Agnès.

– Sirva el puré -insistió el paciente.

– Après, Luís, après -repuso la enfermera, que, volviéndose a Afonso, se rio-. Este es un pillo, dice que se va a casar conmigo cuando acabe la guerra.

– ¿Ah, sí?

– No te pongas celoso, mon petit mignon -sonrió Agnès-. Ya está casi curado y va a tener el alta en breve, así que no volverá a ponerme los ojos encima.

Al capitán no le gustó, pero se quedó callado. Sabía que era inevitable que su francesa, guapa como era, atrajese piropos en un mundo de hombres hambrientos de hembras. Le costó más aún ver que eso ocurría delante de él, pero se contuvo, no tenía más remedio, sería absurdo ir a abofetear al paciente atrevido.

– Lo que no faltan por aquí son pillos -añadió ella, después de una breve pausa. Sacó del bolsillo un papel bien doblado y se lo mostró a Afonso-. Mira esto. Es una carta que me entregó un paciente hace días para mandarle a su hermano -sonrió-. El muchacho insistió en escribir en francés para que en su pueblo viesen que habla bien, quiere impresionar-. Agnès le extendió la carta al capitán-. Léela, c'est rigolo.

Afonso desdobló el papel. La carta estaba escrita con letras irregulares, las líneas torcidas, pero el contenido era extraño.


France, 2-2-1918

Ma chere frére:

Te participe que muá parle tré bien le francé.

Ha bocú de madamuaseles joli.

Mangé tujur cornbif e une cigarrete aljur.

Gringos tré simpatiques, muá acheté a un anglé un par de botes até le genú avec cordons e muá doné a lui une garrafe de pieles.

Muá emé alor un madamuasele e apré la guerra fini partir Portugal avec muá fiancé. Les mules du Parque bone santé.

Bocú de sovenires de ta frere,

José Papagaio


Con expresión divertida, Afonso devolvió la carta, que Agnès guardó enseguida en el bolsillo.

– Hasta parece inventada -comentó el capitán.

La enfermera siguió caminando por el pasillo central de la enfermería y, ya en el final, se detuvo y fue a observar a un paciente acostado en la cama de la izquierda. Le puso la mano en la frente y le acarició el pelo. La sonrisa que brillaba en sus labios se deshizo. El soldado respiraba con dificultad, jadeante y cansado, con los ojos mortecinos entre ojeras profundas y oscuras, la piel seca como un pergamino, los pómulos salientes en el rostro delgado y macilento, parecía una momia. Afonso observó la bacinilla colocada en la mesilla de noche y comprobó que el recipiente estaba sucio, con expectoraciones y restos de sangre. La enfermera miró resignadamente al capitán.

– No se salva, le petit pauvre -murmuró-. No creo que pase de hoy.

Después de darle de beber al paciente moribundo, Agnès salió de la enfermería con el oficial siempre atrás.

– ¿Mueren muchos? -quiso saber Afonso.

– Algunos, no demasiados -dijo Agnès-. Un tercio de los muertos por enfermedad es víctima de la tuberculosis, éste es el mal que más mata. Un poco más atrás vienen la meningitis y la neumonía. Pero tenemos muchos casos de astenia y anemia que vuelven a los soldados incapaces de regresar a las líneas.

– ¿Ésas son las enfermedades más comunes?

– Sí -dijo la francesa, que hizo una pausa; luego vaciló y añadió en voz baja, apresuradamente-: Están también las enfermedades venéreas, pero esos pacientes van a otro hospital.

– Según vuestros cálculos, ¿los soldados mueren más por enfermedad o por los combates?

– Por los combates. Por lo que he podido ver, de cada cuatro muertos, tres provienen de heridas en combate y sólo uno de alguna enfermedad.

– ¿Y los heridos?

– También tenemos heridos, claro. Están en otra enfermería o, si no, se los manda a los hospitales ingleses, como el 39th Stationary Hospital o el General Hospital 7, y después van al depósito de convalecientes.

Un enfermero pasó junto a ellos, empujando una cama con ruedas con un hombre sin el brazo izquierdo, el muñón escayolado a la altura del hombro, con manchas de sangre seca en la tela blanca.

– ¿Cuál es el tipo de heridos más común? -preguntó Afonso, sin apartar los ojos del muchacho mutilado.

Agnès hizo una pausa para pensar.

– Los gases representan más o menos el cuarenta por ciento de los heridos, aparecen muchos, muchos. Hay pocos muertos por el gas, pero los soldados acaban con lesiones incurables en los pulmones y hasta en otros órganos. Todo porque no se ponen las máscaras, o se las ponen mal, o se las quitan demasiado pronto. -Hizo una nueva pausa-. Hay también un diez por ciento de heridos en accidentes. Pero no hay duda de que la mitad de los heridos que vienen a parar aquí han sido alcanzados por proyectiles en combate. La mayoría trae heridas horribles, por las esquirlas, he visto a alguno que se quedó sin mentón, apareció vivo sin la mitad de la cara…

Afonso comenzó a sentirse indispuesto, todo aquello no era una mera abstracción, sino un futuro posible para él, una realidad que podría alcanzarlo en breve, irreversible, final. Angustiado, decidió de repente marcharse del hospital, no quería ver ni saber nada más, sintió que el pánico crecía en su alma, una claustrofobia que lo sofocaba, estar en aquel sitio de sufrimiento era un mal augurio, qué pésima idea el haber entrado, tenía que marcharse, salir, huir. Balbució una disculpa atropellada y se despidió deprisa con un beso huidizo, casi corrió hasta la puerta, y fuera realmente corrió, corrió con miedo, con ansiedad, corrió como si su vida dependiese de correr. Sólo se detuvo, jadeante, cuando llegó al Hudson que le habían prestado en el cuartel general de la 2a División, en La Gorgue, y allí se quedó esperando, sentado al volante, con gotas de sudor frío que le brotaban en la frente, los ojos fijos en los portones del hospital Mixto de Medicina y Cirugía, aguardando el final del turno de la mujer a quien amaba.

Afonso consiguió en La Gorgue una dispensa para poder elaborar el plan del raid sin preocuparse por los deberes del día a día. No le reveló nada a Agnès sobre las órdenes que había recibido, justificando su repentina libertad de movimientos aludiendo a una licencia especial que le habían otorgado para ocuparse de unos papeles, en el marco de las funciones burocráticas que desempeñaba. No veía razones para aumentarle la ansiedad y destruir la felicidad que ella sentía de tenerlo más tiempo consigo.

El capitán pasó varios días estudiando mapas y analizando fotografías aéreas, identificando todas las líneas de comunicación en el sector enemigo, incluidos bifurcaciones y cruces, además de la posición conocida de minas, puestos de francotiradores, escondrijos de ametralladoras, posiciones de morteros y artillería. Este fue, por otra parte, un ejercicio especialmente difícil, dado que, desde el aire, la lectura del terreno se reveló complicada, sólo se veían hoyos, manchas y líneas dentadas. La confusión era tal que decidió pedirle ayuda a Tim Cook.

– Usted sabe que -explicó el teniente inglés-, cuando se los ve desde arriba, los objetos tienen un aspecto diferente del que presentan cuando los vemos desde el suelo.

– Pero ¿cómo puedo entender eso? -se desesperó Afonso, exhibiendo una ininteligible fotografía aérea de la Tierra de Nadie y de las posiciones alemanas frente a Fauquissart.

Tim cogió la fotografía y la examinó atentamente.

– Nosotros tenemos especialistas que se pasan la vida visitando las líneas que les hemos conquistado a los jerries y comparando la perspectiva del suelo con la perspectiva aérea -murmuró el inglés, sin dejar de observar la fotografía-. Aprenden así a entender cuál es el aspecto que una cosa presenta cuando se la ve desde arriba. -Señaló una línea dentada-. ¿Ve esto? Son trincheras.

Afonso suspiró de impaciencia.

– Gracias, Tim -dijo con ironía-. Hasta ahí había llegado. El problema es todo lo demás.

El teniente señaló un cráter.

– Ahí hay una posición de ametralladora… y ésa es de artillería -afirmó.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprendió Afonso, que escrutaba intensamente la fotografía-. Sólo veo ahí un cráter, no vislumbro ninguna ametralladora ni ningún cañón.

– No te olvides de que me dediqué mucho tiempo a la fotografía aérea cuando volaba en el Royal Flying Corps. -Señaló un punto en la imagen-. ¿Ves esa línea más clara que sale del cráter? -Sí.

– Es la prueba de que no se trata de un cráter cualquiera. Esa línea es un camino y significa que el cráter está en uso. Y no me estoy refiriendo a que se use para plantar patatas, no. Me estoy refiriendo a ametralladoras y artillería.

– Hum -dijo Afonso como toda respuesta.

– Y esto otro, ¿lo ves? -preguntó Tim, señalando otras manchas-. Son refugios y letrinas. Y allí hay alambre de espinos.

Con las fotografías debidamente interpretadas y la respectiva información trasladada al mapa, Afonso fue a visitar las líneas para observar el área donde pretendía lanzar la operación. Tomó nota del sitio donde se encontraban los desagües, los puntos de difícil paso, las hileras de árboles, las posiciones de alambre de espinos y la localización de cráteres para refugio en caso de necesidad. Provisto de un telémetro, midió distancias a través de un ingenioso sistema de triangulación ocular, con los ojos fijos en la lente, y fue registrando las coordenadas. Inspeccionó puestos de artillería y abrigos de ametralladora, estudiando sus posiciones de tiro, y consultó los informes sobre las anteriores operaciones lanzadas contra las posiciones enemigas, esforzándose por extraer lecciones de los éxitos y los fracasos.

La vida con Agnès adoptó entre tanto aspectos de verdadera convivencia de matrimonio. La francesa ya no se hospedaba en el hotel de Merville. Había alquilado un anexo de un caserón en los alrededores de Béthune, la importante población justo al sur del sector del CEP. Se encontraba instalado allí el cuartel general del I Cuerpo del I Ejército Británico, que guarnecía las líneas a la derecha de las fuerzas portuguesas, al sur de Ferme du Bois. Aprovechando su licencia especial, Afonso comenzó a pernoctar en Béthune, haciendo casi vida conyugal con la francesa. Llevaba al anexo delicias portuguesas que compraba en la Cantina Depósito y que trasladaban a Flandes los sabores de su tierra. Obsequió a Agnès con el Ermida tinto maduro, el Bucellas blanco y el Amarante verde, todos a menos de dos francos, además de un oporto de 1870 que compró por ocho francos. También le dio a probar la ginja, [10] que adquirió a cinco francos, y hasta las galletas Maria, cuya lata de un kilo le costó la astronómica suma de dieciocho francos. Bebieron agua Vidago-Sabrozo y el capitán le llevó bacalao, que compró a cuatro francos con cincuenta el kilo, y le enseñó a guisarlo según una receta que le había garrapateado Matos, el cocinero del batallón.

A veces iban los dos a visitar las tiendas de la YMCA para una sesión de cinematógrafo. En ese final de invierno vieron Le mystère d'une nuit d'été, un sensacional melodrama romántico con Yvette Andreyor bañada en lágrimas del principio al fin, y el exótico Cleopatra, con la sensual Theda Bara en el papel principal. Pero la pièce de résistance era, inevitablemente, el gran Charlie Chaplin, que aparecía después del newsreel, el bloque de noticias de la Pathé, y desencadenaba un terremoto de carcajadas en la tienda repleta de soldados.

Durante este periodo, el capitán se encontró varias veces con Mardel y con Montalvão para hacer un balance de la situación. El teniente coronel lo fue manteniendo al tanto de la evolución de los acontecimientos, y la verdad es que cada vez había más cosas que contar. Los diferentes batallones reflejaban un aumento de la actividad de las patrullas y de la artillería enemiga, aumento que comenzó a notarse, sobre todo, a partir de finales de febrero.

– Los boches saben que estamos siguiéndoles el rastro -confió Mardel con preocupación, mostrando una gran cantidad de informes de operaciones e informaciones-. Capitán, necesito iniciar nuestro plan cuanto antes.

– Dentro de unos días se lo presento -prometió Afonso-. ¿Cree que este aumento de la actividad enemiga traerá cola?

– Sí. Están preparando algo. No sé qué, pero preparan algo, seguro que preparan algo.

Afonso volvió a las líneas para ultimar el plan. Sabía que, antes de presentarlo, él mismo tendría que efectuar una patrulla por la Tierra de Nadie para reconocer el terreno. Esa era una actividad reservada por lo general a los soldados, todas las noches las fuerzas portuguesas efectuaban más de diez patrullas y era relativamente raro ver a oficiales en ellas. Pero, impulsado por los enfrentamientos verbales con el Zanahoria y preocupado por elaborar con cuidado un plan para el raid, el capitán decidió encabezar una patrulla para dentro de tres noches. Fue a hablar con el sargento Rosa y le ordenó que preparase a un grupo de hombres para la acción.

– Quiero a aquel mocetón capaz de cargar la «Luisa» -indicó.

– ¿Quién, mi capitán?

– Aquel mocetón, el grandote…

– ¿El cabo Matías, el Grande, mi capitán?

– Ese. ¿Qué opina de él?

– Matías es un buen hombre, un buen soldado. Es fuerte como un toro y disimula el miedo, con él los boches no se envalentonan. La gente lo quiere, se siente segura estando él cerca, los hombres incluso combaten mejor cuando están al lado de Matías.

– Pues que venga ése. Ese y unos cuantos más.

– ¿Cuántos soldados exactamente, mi capitán?

– Qué sé yo, hombre, unos cinco o seis, no más. Esto no es un raid, es una patrulla de reconocimiento de terreno, tiene que ser algo discreto. Mire, voy yo, va usted, va el cabo corpulento y unos tres más. -Sumó con los dedos-. Seis.

– Voy a llamar a los hombres de Matías, mi capitán.

– ¿Ellos son buenos?

– Sí, mi capitán. Usted llegó a dirigirlos cuando se produjo aquel ataque de los boches el año pasado en Neuve Chapelle.

– Ah, ya recuerdo -exclamó Afonso, que hizo un gesto como si recordara-. Eran buenos, sí. ¿Cómo se llaman?

– Son sólo tres, mi capitán. El pelotón se ha reducido mucho, tenemos que meter más hombres. Pero Lisboa no manda a nadie…

– Adelante, hombre -se impacientó el capitán-. Dígame cómo se llaman.

– Está Vicente, el Manitas, que es un poco respondón, protesta mucho, es de aquellos hombres que se cabrean por nada y se pasa la vida soltando mensajes pesimistas, llega a ser irritante. Pero en los momentos duros es firme a tope, puede estar seguro. Baltazar, el Viejo, es una especie de padrecito del grupo, se preocupa por que estén cómodos y les da estabilidad. El problema es que es un tragaldabas, sólo piensa en comida, y con esta dieta de corned-beef eso a veces es nocivo para la moral. Y Abel, el Canijo, es del género calladito, muy ensimismado. No tiene mucha iniciativa, aunque hace todo lo que le dicen. Puede estar cagado de miedo, pero no se las pira cuando las cosas se ponen feas.

– Bien, que vengan ésos.


Afonso pasó dos días sumergido en una nerviosa actividad, preparando con detalle la patrulla en la Tierra de Nadie. La mañana del 2 de marzo, un mensajero fue a llamarlo y el capitán se presentó en el cuartel general de la 2a División, en La Gorgue, donde mandaron que se sentase en una silla junto a la entrada. Se quedó cuatro horas esperando, sin que nadie le diese ninguna explicación. Hacia la una de la tarde, Eugenio Mardel irrumpió apresuradamente en el edificio, Afonso se incorporó de inmediato y se cuadró. El teniente coronel soltó un gruñido malhumorado y le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiese. Recorrió el pasillo en silencio, entró en el despacho y se dejó caer pesadamente en su silla. Suspiró y se quedó aguardando a que Afonso se sentase.

– ¿Se ha enterado ya del desastre de esta mañana? -le preguntó por fin, con expresión cansada.

– No, mi teniente coronel -se sorprendió Afonso-. ¿Qué ocurrió?

– Los boches hicieron un raid en Neuve Chapelle y las cosas acabaron mal. -Sacudió la cabeza con desánimo-. Se nos echaron encima con todo: artillería, gases, morteros, ametralladoras. Después asaltaron nuestras posiciones en Chapigny en oleadas sucesivas, ocuparon la primera línea, llegaron a las líneas de soporte y anduvieron paseándose por allí durante dos horas, hasta que nuestra artillería los obligó a retirarse.

– ¿Sufrimos muchas bajas?

– Muchas. -Su cabeza se movió asintiendo-. Muchas. Hemos perdido más de cien hombres.

– ¡Mierda!

– Los tipos atacaron la Infantería 4, de Faro, y la Infantería 17, de Beja. Se habla incluso de ciento cincuenta bajas, entre muertos, heridos y prisioneros. -Hizo una pausa-. ¡Es realmente un desastre!

Afonso miró el mapa de las trincheras, colgado en la pared del puesto.

– Conozco bien Chapigny. Ya he estado en Dreadnought Post y en el Grants Posts, incluso atrás.

– He pasado la mañana en una reunión del comando para analizar la situación y discutir las opciones que tenemos -dijo Mardel, como si no hubiese escuchado a Afonso-. Tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Cuáles quiere oír primero?

El capitán hizo una mueca nerviosa con la boca.

– Tal vez sea mejor empezar por las malas.

– Muy bien -asintió Mardel-. El general Simas ha estado discutiendo su raid con el general Tamagnini y han decidido no avanzar.

Afonso suspiró profundamente. Parecía un suspiro disgustado, hecho de desilusión y frustración, pero era en realidad un suspiro de alivio, el capitán no tenía ningunas ganas de avanzar a pecho descubierto por la Tierra de Nadie, bajo una lluvia de balas y explosiones, ni alimentaba ambiciones de grandes actos de bravura. Lo que quería era vivir, sobrevivir si fuera necesario, pero sobre todo saborear todos los momentos, deleitarse con cada instante, sólo buscaba los placeres sencillos que la vida le concedía, las pequeñeces, comer bacalao, beberse unas cervecitas, dormir en una cama de paja, amar a Agnès. El proyecto de raid no lo entusiasmaba, era una mera obligación de militar, un riesgo estúpido e innecesario, el capricho de un carbonero de la retaguardia que fantaseaba con hazañas gloriosas arriesgando la vida ajena. Pero no lo podía confesar. Por ello, simuló estar contrariado.

– Qué pena -lamentó con simulada satisfacción-. ¿Sabe decirme por qué razón han tomado esa decisión?

– Claro -exclamó Mardel-. Fue expedida hace días una orden del I Ejército británico poniendo en práctica un acuerdo de enero entre los Gobiernos de Portugal y de Gran Bretaña. El acuerdo prevé la disolución del CEP como cuerpo autónomo y su integración en un cuerpo del Ejército británico, que ha de ser tratado como si fuese una formación inglesa. El CEP quedará con una división en las primeras líneas y otra saldrá de descanso. Como la 1a División está hace más tiempo en las trincheras, será ella la que quede liberada. A la luz de los acontecimientos de hoy, el comando ha decidido emprender un raid y, dado que la 1a División ha de salir, el comando ha entendido que debería salir a lo grande. Frente a la elección entre un raid de la Infantería 8 y otro de la Infantería 21, el comando ha optado por la propuesta del 21, puesto que esa unidad pertenece a la 1a División.

– Qué suerte han tenido esos hombres -comentó Afonso, ya relajado-. ¿De dónde es el 21? -Es gente de Covilhã.

– Pero ¡qué suertudos! Eso se llama haber nacido con estrella.

Mardel sonrió por primera vez.

– Pero, capitán, también tengo buenas noticias para usted.

– ¿Ah, sí? -exclamó. Si las malas noticias habían sido tan buenas, Afonso se quedó con la curiosidad de saber si las buenas podían ser aún mejores-. Lo escucho.

– El general Simas ha intercedido con vehemencia por usted y ha obtenido una concesión del general Tamagnini y del general Gomes da Costa.

– ¿Una concesión?

– Exacto. El general Gomes da Costa ha aceptado que un pelotón del 8 sea incluido en el raid del 21.

– ¿Cómo es eso?

– Hombre, ¿tendré acaso que explicarle todo? ¡Usted también va a participar en el raid, caramba! -le extendió la mano-. ¡Felicitaciones!


Agnès llegó esa noche algo diferente. Afonso estaba sentado en la cama fumando un Tagus y consumiéndose con el pensamiento de que realmente participaría en el raid, cuando sintió que se abría la puerta y vio entrar a la francesa. Ella llevaba un elegante jersey de punto y una chaqueta de lana azul sin cuello, abotonada por delante. Agnès sonrió débilmente, sin convicción ni espontaneidad. Sus labios esbozaron una sonrisa, pero sus ojos verdes se veían cargados de preocupación. Colocó dos sacos a la entrada, cerró la puerta y fue a darle un beso.

– Salut, mon mignon -lo saludó.

Afonso le devolvió distraídamente el beso y se quedó sentado en la cama viéndola dirigirse a la encimera de la cocina a preparar la cena. En circunstancias normales, él habría notado de inmediato que había algo extraño en aquel comportamiento, que ella estaba fuera de sí. Pero aquéllas no eran circunstancias normales. El capitán pasó el último mes angustiado con la perspectiva del raid que estaba preparando e indeciso en cuanto a lo que podría contarle. ¿Debería decirle que iba a participar en un ataque a las líneas alemanas? El mes transcurrió rápidamente, y ahora, ante la inminencia del raid, la angustia se hizo profunda y lo dejó ciego al mundo que lo rodeaba. El teniente coronel Mardel le reveló que se había fijado la operación para el 9 de marzo, exactamente dentro de una semana, y que tendría que integrarse para la acción con los hombres del 21. El anuncio significaba que el capitán tendría que tomar una decisión sobre qué le diría a Agnès. Pasó las últimas horas analizando la cuestión y se sentía inclinado a no contarle nada. ¿De qué serviría mortificarla con la noticia? ¿Qué ganaría con ello, a no ser una semana de ansiedad compartida? Por otro lado, consideró que tal vez aquélla fuese su última semana que pasarían juntos, tal vez no volvería a verla, y se preguntó si tendría derecho a ocultarle esa información.

Sumido en sus pensamientos, Afonso tardó en darse cuenta de que Agnès se había apoyado en la encimera presa de un llanto silencioso. Sus ojos la veían, pero el cerebro no registraba nada. Hasta que, sin esperarlo, una imagen de las lágrimas de la francesa se filtró en la complicada cadena de raciocinios que consumía su mente. El capitán se estremeció, la vio inclinada en la encimera llorando bajo, con una mano sobre la boca y los ojos cerrados, de los que brotaban delicadas gotas que se deslizaban despacio hasta el mentón. Se levantó de golpe, sorprendido y alarmado, y fue a abrazarla.

– ¿Que ocurre, mon petit choux?

Ella sollozó y fijó sus ojos en el suelo.

– C'est rien, c'est rien.

Afonso sospechó que alguien la había informado del raid. Le sorprendió comprobar que una información tan secreta estuviese circulando ya entre los civiles, parecía imposible, pero después se acordó de que Agnès trabajaba en el hospital, y en un hospital se sabe todo.

– Calma -le susurró al oído-. Calma.

Ella se estrechó contra el cuerpo de Afonso, que sintió cómo temblaba. La cogió en brazos y la llevó a la cama, la acostó con delicadeza y le limpió las lágrimas. Agnès estaba roja, con el semblante húmedo, los ojos verdes brillando con intensidad, más hermosa que nunca. Esbozó una sonrisa dulce, casi aliviada.

– Merci, mon mignon.

El capitán sintió que se derretía con el calor suave de aquellas palabras. La besó en las mejillas y en los labios húmedos, pasó sus dedos por los cabellos largos y rizados, deslizó su índice por la nariz respingona y mojada.

– Dime qué te preocupa.

Agnès se incorporó lentamente en la cama, se sentó y fijó en Afonso sus ojos cristalinos y enamorados, pero en ellos se veía también preocupación, se vislumbraba cierto recelo. Lo cogió de la mano.

– Alphonse, ¿tú me amas?

– Bien sûr, mi cielo.

– Pero ¿me amas realmente, Alphonse? ¿Me amas de verdad?

Afonso frunció el ceño, sorprendido por la intensidad de los sentimientos que descubría en ella.

– Claro, mi vida. ¿Qué ocurre?

– ¿Me amas como un soldado que mañana me olvidará o como un hombre que nunca me dejará?

– ¡Qué pregunta, mi amor! Claro que nunca te dejaré, salvo que me haya vuelto loco. Te amo con todas mis fuerzas.

– Vraiment?

– Sí, te amo por encima de todo, por encima de mi propio ser. Tú eres el aire que respiro, el alma que me colma, la luz que me guía, la vida que me hace vivir.

– ¿Y qué va a ser de nosotros cuando acabe la guerra?

– Cuando acabe la guerra, ma petite, me quedaré aquí contigo. Me quedaré aquí o te llevaré conmigo. Nunca nos separaremos.

La francesa soltó un «hum, hum» con la garganta, afinando la voz.

– Alphonse -dijo.

Vaciló y dejó la frase suspendida en el aire. Se hizo un silencio.

– ¿Sí?

– Alphonse -retomó Agnès-. Hoy he ido a ver al doctor Almeida.

– ¿Quién?

– He ido a ver al doctor Almeida, un médico del hospital. -Ah.

– Je suis enceinte.

– ¿Cómo?

– Estoy embarazada.


Capítulo 13

Los bostezos parecían contagiosos, sucediéndose unos tras otros, como en una secuencia: los hombres abrían la boca sucesivamente, aspirando el aire frío y húmedo de aquella madrugada del 9 de marzo y expeliéndolo en un largo y vaporoso suspiro. Afonso envidió el sueño de esos hombres, sólo podía bostezar así quien no tenía miedo, quien no se consumía de ansiedad, quien no iba a participar en la operación. La artillería tronaba desde hacía casi una hora, regando las posiciones enemigas, el horizonte era una imponente línea de fuego y, en pleno caos, extrañamente, había hombres bostezando. El capitán miró a su alrededor y le resultó curiosa la diferencia de postura de los soldados. Unos, junto con los camilleros de la segunda compañía de la Infantería 21, serranos de Covilha, se apoyaban perezosamente en los parapetos de Copse Trench, con los ojos soñolientos: era evidente que no iban a entrar en la Tierra de Nadie, les correspondía otra misión, los soldados iban a guardar la primera línea y a cubrir los flancos de la fuerza de ataque; los camilleros, por su parte, se quedarían asegurando la retirada de los heridos.

Sin embargo, los otros, los que integraban la fuerza de asalto, los que iban a enfrentar la muerte, se agitaban muy despiertos, nerviosos y expectantes, con los ojos danzando temerosamente en todas direcciones, las gargantas secas, la adrenalina contaminando su sangre, sin fuerza en las piernas, un temor invisible que les devoraba el ánimo debido al volcán de fuego que se extendía frente a ellos y hacia el cual iban a lanzarse. Afonso se sentía desgastado por el miedo, cansado de la espera, deseaba que todo empezase deprisa, no soportaba ya la angustia de saber que iba a combatir. Si ese momento era inevitable, pensó, que llegase cuanto antes. Miró a Matias y se sorprendió por la actitud tranquila que mantenía el cabo, parecía que sólo iba a dar un paseo hasta las líneas alemanas. El Canijo se agitaba nerviosamente, su cuerpo esmirriado se balanceaba en la penumbra como un péndulo, inquieto, con los ojos atribulados por el fulgor de la artillería, recelosos, asustados por las sucesivas detonaciones que hacían trepidar el aire, como un gorrión que temblase frente a los depredadores. Baltazar tenía los párpados cerrados, seguramente rezaba, los labios agitándose en un leve murmullo dirigido a los cielos, con la mente en los hijos que había dejado en Pitões das Júnias. El capitán giró la muñeca y consultó por enésima vez su Patek Philippe de pulsera: las agujas fosforescentes indicaban ahora las cinco menos cinco.

– Faltan cinco minutos -dijo Afonso-. Vamos a beber un trago.

Los hombres desenroscaron las cantimploras, satisfechos por ocupar la mente, por distraerse del estruendo de las explosiones y de la irritante espera. Algunos bebieron el ron en sorbos sucesivos, afanosos, dejando que algunas gotas se escapasen por la comisura de los labios y se deslizaran hasta el mentón; otros saborearon el alcohol con forzada lentitud, muy compenetrados, como si aquél fuese el último trago de sus vidas, el postrero placer antes del estertor final. A cada sorbo hacían una pausa para expeler el calor que les subía desde el vientre hacia arriba; ante el miedo aún insaciable, bebían un sorbo ardiente más.

– ¡Aaaah! -exclamó Baltazar, el Viejo-. ¡Estupendo licor!

Se sintieron poco a poco más calmados, tranquilos y relajados, el alcohol les subió rápidamente a la cabeza y dominó su miedo, los dejó serenos, invadidos por un sentimiento de irrealidad, como si estuviesen en un sueño, el tiempo se dilató, los latidos del corazón se hicieron más pausados y algunos llegaron a esbozar una sonrisa.

– Este piscolabis es fenomenal -comentó Afonso, que le guiñó el ojo a Matias.

– ¡Vamos a por ellos, mi capitán, vamos a por ellos! -repuso el enorme cabo, frotándose las manos de impaciencia, lo que más lo abrumaba era esperar-. Tenemos que hacerles pagar lo que hicieron anteayer.

Matias, el Grande, se refería a un raid que efectuaron los alemanes dos días antes sobre Neuve Chapelle y Ferme du Bois, rechazado por la Infantería 15, de Tomar, y la Infantería 22, de Portalegre. A pesar de que la operación había culminado en un fracaso para el enemigo, no les pasó inadvertido a los oficiales portugueses el hecho de que se trataba del segundo raid alemán en el lapso de sólo una semana, y del primero que implicó un asalto simultáneo a dos sectores portugueses.

– ¿Estás tonto o qué? -intervino Vicente, mirando a Matías-. Esto acabará mal. Muy mal, seguro.

– Manitas, basta ya, no seas agorero.

Afonso volvió a consultar el reloj. Faltaban dos minutos. Un sargento de la Infantería 21 se acercó a los hombres del 8.

– Mi capitán, conviene que tomemos posición.

El oficial asintió con la cabeza, hizo una seña al sargento Rosa y el pequeño grupo del 8 escaló el parapeto. Tanteando el terreno, los hombres se instalaron junto a la alambrada. El sargento del 21 se unió a ellos e indicó un punto invisible en la oscuridad.

– No se olviden, vayan por allí -dijo-. El alambre ya está todo cortado y la vía abierta.

– ¿Por allí? -preguntó Afonso, con temor a equivocarse.

– Sí, por allí. Buena suerte.

El sargento volvió a la trinchera, contento por no formar parte de la fuerza de ataque. Afonso se quedó firme en el suelo fangoso, con los ojos fijos en el reloj de aviador que Tim le había regalado para Navidad. Sonrió al acordarse de que aquellos mismos relojes de pulsera fueron durante años considerados meras piezas de joyería, adornos semejantes a pulseras sólo apropiados para mujeres. Si sus hermanos lo viesen allí, con aquella figura, pensó, lo llamarían maricón. Pero la verdad es que la guerra había demostrado que ésta era la forma más práctica de llevar un reloj, y allí estaba él, con un tosco Patek Philippe suizo, aún más feo por la rejilla de metal que protegía la esfera del impacto de las esquirlas. Suspiró y señaló el tiempo.

– Un minuto.

La aguja de los segundos inició la última vuelta, avanzando inexorablemente, algunos hombres rezaban bajito, con los ojos cerrados, los cañones rugían, la aguja de los segundos comenzó a subir, tictac tras tictac, punto a punto hacia arriba. Vicente cerró los ojos, Abel suspiró hondo, Matias estiró los brazos, Balta- zar hizo la señal de la cruz, Rosa se mantuvo rígido. La aguja subió aún más y alcanzó la cúspide, el fatídico 12.

– ¡Vamos! -ordenó Afonso.

El grupo del 8 se incorporó desde el barro y empezó a correr, primero con prudencia, buscando el camino abierto entre el alambre; después, más rápido, más rápido, todos a la carrera por la Tierra de Nadie, a oscuras, con las piernas flojas del pavor. El grupo intentaba llegar lo más lejos posible antes de que los alemanes notasen su presencia, más rápido, fuerza, fuerza. Los soldados seguían por el itinerario previamente estudiado, el terreno se inclinaba hacia arriba, resonaban los clics metálicos de las Lee-Enfield empuñadas, de los cinturones, de las municiones, de las Mills, de las botas, junto con el resuello jadeante de los hombres afanosos. Algunos tropezaban en la oscuridad, las piernas siempre flojas, Afonso cayó en un charco invisible y se levantó enseguida, desmadejado, se preguntó mil veces qué estaba haciendo allí, qué disparate era aquél. Había desaparecido el sopor del alcohol, aniquilado por la adrenalina fulminante, pero el sentido de irrealidad persistía, la sensación de sueño aún los invadía a todos cuando sonó el primer disparo de fusil, se oyeron gritos del lado alemán, era el alerta, sonaron más tiros, cuatro, cinco, diez, veinte tiros, un cohete se elevó en Rally Trench y estalló en el aire, era un «Very Light» que iluminaba la Tierra de Nadie. La luz fantasmagórica del cohete llenó las trincheras como un pequeño sol, rescatando de la penumbra minúsculas figuras en movimiento, se veía ahora a los soldados portugueses corriendo en dirección a las líneas enemigas, tropezando en hoyos, cayendo en cráteres, tropezando con obstáculos, más de cien hombres de la primera compañía del 21 y un puñado del 8 venían de Ferme du Bois y avanzaban al descubierto por la Tierra de Nadie en dirección al enemigo, a Rally Trench, a Sapper Trench, a Mitzi Trench, las líneas alemanas los aguardaban. Se lanzaron más «Very Lights» al aire, los alemanes iluminaron el campo de batalla con soles sucesivos, la noche se hizo día, los tiros aislados de las Mauser crecieron y se mezclaron con el estruendo de la artillería, las Maxim se unieron a la orgía y comenzaron a retumbar por todas partes, volaban granadas y sonaron las primeras explosiones en la Tierra de Nadie. Y los portugueses siempre corriendo, corriendo, corriendo.

La primera línea alemana se les plantó enfrente de manera inesperada, por detrás de una última valla de grueso alambre de espinos.

– ¡Alicates! -gritó Afonso en cuanto llegó junto a la alambrada con sus hombres.

Un soldado del 21 se acercó rápidamente y, con las manos protegidas por unos guantes muy gruesos, comenzó a cortar el alambre con urgencia, clic aquí, clic allá, clic, clic. Los alambres se retorcían, los espinos se balanceaban con maldad, intentando rasgar la piel de quien los mutilaba, pero el hombre los evitaba con pericia e iba abriendo camino, despacio, despacio, todos impacientes. El hombre del alicate parecía no acabar nunca, clic, clic, todos tumbados en el suelo, cada uno vigilando al enemigo, un ojo en los alemanes, el otro en el hombre del alicate, clic, clic, el alicate no paraba de cortar el alambre, el cielo se iluminaba con cohetes y en el suelo danzaban las sombras, zzziiimm,zzziiimm, las balas cortaban el aire con zumbidos sucesivos, con silbidos metálicos, con sonidos de muerte, traicioneros e irritantes, clic, clic, zzziimm, zzziiimm, clic, clic, zzziimm, zzziiimm.

– Ya está -anunció por fin el soldado, bañado en sudor en aquella madrugada helada.

Los portugueses se levantaron, penetraron temerosamente por el camino abierto por el alicate, algunos se rasgaron la piel con las puntas cortadas del alambre pero igual avanzaron, saltaron aprisa al hoyo de la primera línea enemiga, con los fusiles apuntados, los ojos atentos, buscando bultos amenazadores, la trinchera parecía desierta pero el aire siempre acababa cortado por zumbidos, silbidos, chistidos.

– ¡Protéjanse! -ordenó Afonso, sintiendo las balas zumbar a su alrededor como moscas.

Los hombres se arrimaron a las paredes. El capitán miró en torno y vio a soldados del 21 mezclados con su pelotón del 8. Matías estiró la cabeza por encima del nivel del parapeto para entrever al enemigo, divisó resplandores de armas que disparaban y se acurrucó enseguida.

– Están en aquella dirección -indicó entre resuellos, señalando con la mano hacia la derecha.

El cabo acomodó la Lewis, respiró hondo para recuperar el aliento, se levantó en un ímpetu, apuntó la ametralladora hacia el sector que había identificado y comenzó a vomitar ráfagas. Los otros hombres, alentados por el ejemplo de Matías, se levantaron también y dispararon las Lee-Enfield en la misma dirección. Los «Very Lights» continuaban activos, iluminando la batalla, y los portugueses vieron al fondo a los alemanes en fuga.

– ¡Fuego a discreción! -exclamó Afonso, con la pistola en la mano.

La Lewis y las Lee-Enfield soltaban balas y más balas sobre los fugitivos, algunos cayeron al suelo, alguno que otro consiguió levantarse y retomó la carrera con dificultad, cojeando. El fuego se mantuvo intenso hasta que los alemanes que aún seguían en pie salieron del campo de visión. Afonso llamó entonces al telegrafista de su grupo. El hombre se acercó, estirando el cable desde las líneas portuguesas, con el teléfono en la mano. Afonso le hizo una seña al sargento Rosa.

– Lanza el cohete de llegada.

El sargento cogió un «Very Light» y lo lanzó hacia el cielo. El cohete explotó arriba con luz roja, despidiendo una claridad de sangre sobre las líneas. Otros «Very Lights» rojos estallaron a la derecha y a la izquierda. Era la señal convenida para anunciar a las líneas portuguesas que la primera línea alemana se encontraba ocupada por el CER Satisfecho con la indicación de que las cosas iban bien en los otros pelotones, Afonso cogió el teléfono.

– Aquí pelotón del centro -anunció el capitán por el micrófono-. Estamos en posición. Henrique. Repito. Henrique.

«Henrique» era el código dispuesto para que la artillería portuguesa extendiese los disparos hasta la retaguardia alemana. La idea era fustigar al enemigo y mantener protegidos a los soldados portugueses instalados en la primera línea alemana.

En cuanto la artillería corrigió el tiro, Afonso hizo una seña a los hombres y el grupo avanzó cautelosamente por una trinchera de comunicación con el propósito de limpiar el terreno, los soldados caminaban encorvados y con el fusil en ristre. Matías iba delante, con la pesada Lewis en brazos, seguido del sargento Rosa y de Abel; detrás iban Afonso, Vicente y Baltazar, además de los hombres del 21. Vieron un hoyo a la derecha y vacilaron.

– Un refugio -murmuró Matias hacia atrás, con la ametralladora apuntada a un hoyo abierto en la base de un bloque macizo de cemento.

Afonso se acercó y comprobó la entrada del refugio sin osar exponerse.

– Procedan a su limpieza.

El sargento Rosa disparó dos tiros hacia el interior y se quedó esperando. Nada. Matias avanzó, colocó el cañón de la Lewis en el hoyo y observó. Estaba todo oscuro.

– Linterna.

Afonso le dio una linterna al sargento Rosa, quien la puso en manos del cabo. Matias encendió la luz y observó el refugio. El destello recorrió las paredes, se veían estantes con libros, cables eléctricos y bombillas colgadas en el techo. La luz de la linterna bajó por el suelo, se iluminaron sofás, sillas, camas dobles con gruesas mantas, el suelo parecía seco. Al cabo de algún tiempo, Matias se dio por satisfecho y volvió la cabeza hacia atrás.

– Aquí no hay nadie -dijo a sus compañeros.

Enseguida, el cabo se sumergió en el hoyo y bajó para inspeccionar mejor el refugio. Tras él siguieron los otros hombres del 8 y algunos del 21, todos atónitos ante el búnker alemán.

– Vaya, vaya, ¿habéis visto esto? -exclamó Baltazar-. ¡Esto es un refugio de reyes! ¡Joder! ¡Qué categoría!

– Es impresionante -confirmó Vicente, que se sentó con visible placer en la superficie mullida del sofá-. Nosotros viviendo en el barro y estos tíos regalándose en estos palacetes. Sí, señor, ¡esto sí que es vida! A ellos los tratan bien. Ya sabemos cómo se las gastan con nosotros…

– Si tuviésemos un hotel así, no me importaría nada estar en las trincheras -bromeó Baltazar-. ¡Categoría!

Afonso también se sentía sorprendido por la calidad del refugio: era, por lejos, superior a cualquiera de los del CEP o hasta a las posiciones británicas que había visitado. Pero la estupefacción duró poco. Tenía prisa en salir de allí, completar la misión y regresar a la seguridad relativa de las trincheras portuguesas.

Comprobó que no había documentos para incautar y decidió abandonar ese sitio.

– ¡Vamos, vámonos de aquí! -ordenó-. ¡Salgamos, salgamos rápido!

Los hombres salieron del refugio y regresaron a la trinchera de comunicación, con lo que se restableció la jerarquía anterior. Matias delante, Rosa después, los restantes detrás. La trinchera trazó una leve curva a la izquierda y, en medio de aquella oscuridad iluminada por los fulgores de la artillería y por los sucesivos «Very Lights», el cabo distinguió un bulto que desaparecía al fondo.

– ¡Boches! -avisó.

El grupo se detuvo un momento y, tras una ligera vacilación, retomó la marcha, con Matias muy pendiente de cualquier movimiento. Treinta metros más adelante, cerca del sector donde había visto el bulto, se encontró con un nuevo hoyo, esta vez a la izquierda, en la base del parapeto.

– Refugio.

Una parada más. Rosa repitió el procedimiento anterior y disparó dos tiros en el escondrijo. Dentro se oía ruido y un tiro respondió al fuego portugués.

– Granadas -solicitó Matias.

Rosa le entregó dos Mills, Matias cogió una, oprimió la palanca, tiró de la argolla y arrancó la clavija de seguridad, la arrojó por el hueco; repitió la operación con la otra. Se oyeron gritos en alemán, achtung!, was ist das?, granate!, se sucedieron dos explosiones, vino el silencio, se oyó un gemido y Matias se acercó a la entrada del refugió, apuntó la linterna y vio estantes rotos, un cuerpo tendido boca abajo, una pierna cortada, otro cuerpo colgado de una silla, un tercero removiéndose en el suelo, panza arriba, el vientre abierto y los intestinos escurriéndosele entre las manos, el hombre con una mirada de asombro ante sus vísceras al aire. Alzó los ojos y miró a Matias.

– Entschuldigen… Sie bitte! -dijo jadeando-. Können Sie… mir helfen?-Respiró hondo y gimió-. Bitte… Kamerad.

Matias miró hacia atrás, hacia sus compañeros.

El refugio está limpio.

– ¿Los boches? -quiso saber Afonso.

– Hay dos muertos y un herido.

El capitán observó por la entrada y vio al alemán tumbado en el suelo, gimiendo.

– Pobre -comentó-. ¿Habéis visto que tiene las tripas fuera?

Matias asintió con la cabeza.

– No hay esperanza. Se muere.

El alemán insistió, con una mueca desencajada.

– Bitte -jadeó-. Kamerad. -Soltó un gemido-. Können… Sie mir… helfen?

Afonso entendió.

– Está pidiendo ayuda -explicó-. Tal vez sea mejor darle un tiro de gracia, así deja de sufrir.

El capitán miró a su alrededor, como buscando un voluntario. Matias bajó los ojos, los que estaban atrás se hicieron los desentendidos. Afonso volvió a mirar al alemán, alzó la pistola, la apuntó a la cabeza del hombre, la dejó apuntada, esperó, vaciló terriblemente, pensó que era un acto de piedad, de misericordia, pero luego se contrapuso otro pensamiento, recordándole que iba a matar a alguien, que iba a pecar, era tal vez su conciencia reprimida de seminarista sublevándose, pensó y vaciló, se prolongó la vacilación, el alemán agonizante le devolvió la mirada, entendió todo, sus ojos azules lo miraban aterrorizados, veían el abismo, encaraban el fin. Afonso suspiró y bajó la pistola. No era capaz.

– Vámonos -dijo pesadamente, emprendiendo el regreso a la trinchera de comunicación.

El grupo avanzó por las líneas que había abandonado el enemigo y llegó a Mitzi Trench. Inspeccionaron más refugios desiertos, que revelaban condiciones de habitabilidad infinitamente superiores a las existentes en la zona aliada. Afonso llamó a los zapadores mineros de la tercera compañía, también implicados en la operación, y arrasaron los refugios. Poco después, un «Very Light» verde iluminó el cielo a la derecha. Era la señal de retirada que daba el comandante de la operación, el capitán Ribeiro de Carvalho. Los hombres regresaron a la primera línea alemana y Afonso volvió al teléfono del señalero.

– Aquí pelotón del centro -anunció-. Antonio. Repito. Antonio.

Se trataba del código que informaba de que iban a retirarse. Devolvió el teléfono al señalero y dio la orden de retirada. El grupo entró por la brecha abierta en el alambre de espinos, atravesó la Tierra de Nadie y regresó a Copse Trench, el punto de Ferme du Bois de donde habían salido dos horas antes.


Capítulo 14

Afonso abandonó las líneas en un estado de total agotamiento y, como todos los hombres que participaron en el raid, obtuvo un permiso especial de dos días. Después de presentarle un informe al mayor Montalvão, el comandante de la Infantería 8, solicitó un caballo y se fue hasta Béthune, al anexo que se había convertido en su hogar. Dejó la montura amarrada a un roble, junto a un abrevadero, y caminó ansiosamente hacia el local alquilado por Agnès. Se detuvo frente a la puerta de madera tosca, buscó la llave en el bolsillo, la puso en la cerradura y entró.

– ¿Agnès?

Nadie respondió. Miró a su alrededor y comprobó que todo se encontraba ordenado, el anexo relativamente templado. Su amante se había ido probablemente a trabajar, pero había dejado el anexo impecable antes de salir. Afonso cerró la puerta, se quitó la chaqueta, fue hasta el lavabo, se miró al espejo, se vio cansado, para colmo sin afeitarse y con unas ojeras que le ensombrecían los ojos. Cogió la jarra, se echó agua fría en las manos, se lavó la cara, se quitó la ropa inmunda, las botas enlodadas y los calcetines sucios, sumergió los pies en la tina, el agua estaba tan fría que hasta le dolieron los oídos, se pasó agua por el cuerpo, esforzándose por quitarse el barro seco que le cubría la piel, se frotó con jabón, volvió a pasarse agua, después sumergió la cabeza en el agua fangosa, salió más barro, se pasó también una toalla húmeda por el cuerpo, temblando de frío se secó deprisa, se puso calcetines limpios, un pijama lavado, se tumbó en la cama y se envolvió con las mantas.

Una superficie húmeda, cálida y suave pegada a sus mejillas y un agradable y familiar aroma perfumado lo hicieron abrir los ojos. Vio unos labios enormes frente a él y tardó dos segundos en volver en sí. Era Agnès quien lo besaba.

– Ça va, mon mignon?

La voz era suave, casi una caricia, y Afonso se sintió bien.

– Hola, mon petit choux -dijo con voz de sueño.

Se dio cuenta entonces de que estaban en la penumbra, todo se encontraba oscuro, había caído la noche, se había pasado todo el día durmiendo. La francesa le pasó la mano cariñosamente por la cara.

– ¿Y? ¿Cómo ha ido la guerra hoy?

Afonso vaciló. Quiso contarle todo, hablarle del raid, de los mil peligros, del miedo, de los muertos y de la historia del alemán moribundo, incluso abrió la boca, pero se interrumpió a tiempo, pensó que era inconveniente relatarle la operación, se asustaría y viviría sobresaltada, más de lo que ya vivía, era preferible que siguiese creyendo que su capitán estaba ahora únicamente encargado de tareas burocráticas en las trincheras.

– Todo normal -repuso, fingiéndose despreocupado-. Muchos papeles, muchos papeles.

– ¿No has hecho des bêtises?

– Non.

– ¿No has andado detrás de demoiselles?

– ¿En las trincheras?

Ella se rio.

– Oh la la! ¡Son las peores! -exclamó, haciéndole un guiño con sus adorables ojos verdes.

– ¡Ah, sí, lo que más hay allá son justamente demoiselles! -comentó Afonso con una sonrisa amarga-. Tontita.

Dijo «tontita» en portugués y ella abrió mucho los ojos.

– Quoi?

– Tontita.

– C'est quoi, ça?

– ¿Tontita? Pues… qué sé yo, es algo así como…, pues…, parvalhone.

– Parvalhone?

Afonso se rio. Cuando no sabía cuál era la palabra francesa exacta, afrancesaba una palabra portuguesa, pero no siempre le salía bien.

– No interesa -dijo desistiendo de encontrar la palabra exacta-. ¿Cómo va el pequeñito?

Agnès miró su vientre. La prominencia del embarazo era aún minúscula.

– Oh, se ha portado bien, es un amor.

– Tenemos que elegirle un nombre. ¿Ya lo has pensado?

Oui -dijo ella, poniéndose seria-. ¿Por qué no Alphonse, como su papá?

– ¿Afonso? No, vamos a pensar en otro…

– También tenemos la posibilidad del nombre de mi padre. ¿Cómo se dice Paul en portugués?

– Paulo.

– Hum, parece italiano. -Adoptó una actitud meditativa, apreciando la sonoridad del nombre-. Paolo. Me gusta.

– Paulo -corrigió Afonso-. Me parece bien. -Le dio un beso-. Pero, oye, ¿y si es una niña?

– Si es una niña, tenemos dos posibilidades. O Michelle, como mi madre, o, si no, el nombre de tu madre. ¿Cómo se llama ella?

– Mariana.

– Mariana, pues. Uno de esos dos.

– ¿Por qué no Inés?

– ¿Inés? ¿Qué nombre es ése?

– Es Agnès en portugués.

Agnès hizo una mueca con la boca, pensativa.

– Es una idea. Vamos a madurarla, al fin y al cabo, tenemos tiempo. El doctor Almeida me ha dicho que el parto no será hasta octubre.

Afonso hizo esa noche el amor sin tranquilidad, las imágenes del raid, del alemán despanzurrado, de la carrera alocada, de los proyectiles que silbaban, todo en su mente todo el tiempo. Miraba a Agnès y veía la guerra, los muertos, las explosiones, los disparos, los «Very Lights», los gritos, la crueldad, el miedo. Tuvo dificultad en concentrarse. Después de saciar sus cuerpos, se aferró a ella como si fuese a perderla al cabo de unos instantes. Emocionado, le cogió la mano y la miró a los ojos.

– ¿Quieres casarte conmigo?

Agnès se estremeció y lo abrazó con fuerza.

– Oui, oui -susurró-. Pensé que nunca me lo preguntarías.

El la besó en los labios y sintió sus mejillas húmedas.

– Nos casamos, tenemos el hijo y vienes conmigo a Portugal. Vas a ver aquel sol…

Ella se sonó.

– Oui.

– Voy a pedir un permiso para casarnos. ¿Qué te parece a finales de abril?

– Me parece difícil.

– ¿Por qué?

– Alphonse, no te olvides de que aún estoy casada. Ya he presentado los papeles para el divorcio, pero creo que no sea una mujer libre hasta el verano.

Afonso suspiró, resignado.

– Entonces será en el verano. El problema es que la Iglesia no acepta divorcios…

– No seas bête. ¿No ves que yo no me he casado por la Iglesia?

– ¿Cómo? ¿Que no te has casado por la Iglesia?

– Con Serge me casé por la Iglesia, pero él murió. Con Jacques, que es ateo, me casé en el Registro de Armentières. Por tanto, para la Iglesia ni siquiera estoy casada, soy viuda.

– Pero eso resuelve todo -exclamó Afonso con entusiasmo-. Siendo así, nos casamos por la Iglesia, comm'il faut. Hablamos con el capellán del Ejército y celebramos la ceremonia en la parroquia de Aire o de Merville.

– No, ahí no, es demasiado vulgar. Siempre he soñado con una boda grandiosa. ¿Por qué no en la catedral de Amiens?

– En la catedral de…

– La catedral de Amiens es la mayor de Francia, es magnífica.

– Muy bien, será en la catedral de Amiens -asintió-. La pena es que mi familia no pueda asistir.

Se quedaron un rato abrazados, en silencio. De repente, Afonso cogió la vela que estaba en la mesilla de noche, se levantó, fue a sentarse a la mesa, desnudo, se cubrió con una manta y acercó la pluma, el tintero y papel de carta.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella, apoyada sobre el codo, en la cama, sorprendida al verlo escribiendo a aquella hora.

– Voy a escribir una carta -se limitó a decir.

Agnès se quedó observándolo: su hombre, inclinado sobre la hoja de papel, dejaba asomar la lengua entre los labios mientras trazaba las letras, releyendo bajito lo que había escrito en aquel idioma desconocido, y de vez en cuando mojaba la punta de la pluma en el tintero y volvía a escribir. Finalmente dobló la hoja, la metió en el sobre, pasó la lengua húmeda por la cola, cerró el sobre y se lo entregó. La francesa analizó el sobre, sorprendida.

– ¿Me has escrito a mí? -preguntó sin comprender.

– No, le he escrito a mi madre.

– Pero ¿qué quieres que yo haga con esta carta? ¿Quieres que la lleve al correo?

– No, no, ésa sería una mala señal -le dijo-. Sólo debes mandar esa carta si me ocurre algo, ¿has entendido?

La francesa lo miró con alarma y ansiedad.

– ¿Si te ocurre algo?

– No te preocupes, es una mera medida de precaución. Estamos en guerra, yo ando por las trincheras, en principio no ocurre nada porque me ocupo de los papeles, no de combatir, pero nunca se sabe, ¿no? De modo que, si me ocurre algo, lo que no creo que llegue a pasar, pero, si pasa, tienes ahí el contacto de mi madre con todas mis explicaciones.

– ¿Qué explicaciones?

– Las cosas normales en tales circunstancias. Quién eres tú, que te amo, que quiero casarme contigo, que tienes a mi hijo en tu vientre, que debe darte todo el apoyo que necesites, que todos mis bienes, pocos, quedan para ti… Todo.

Agnès volvió a mirar la carta, perpleja.

– ¿Y a qué se debe que te hayas acordado ahora de eso, a esta hora?

El la abrazó.

– Qué sé yo, me acordé, listo. -Le dio un beso-. Pero no te preocupes, ma mignonne, ya te he dicho que no moriré ni aunque me maten, vas a ver. Ni aunque me maten. Tu Afonso es firme como un roble, para dar cobijo y durar mucho tiempo.

Después de que Agnès se durmió, el capitán se mantuvo unas cuantas horas despierto, reviendo los acontecimientos de la madrugada, segundo a segundo, imagen por imagen, emoción tras emoción. Se sentía exhausto, pero, cuando se fue a acostar, tardó en dormirse, era la conciencia la que lo oprimía, la imagen del alemán con las vísceras fuera, la voz una súplica de moribundo retumbando en su memoria.


Tuvo varias pesadillas durante la noche, llegó a despertarse sudando y Agnès le susurró, intentando calmarlo: «Tout va bien, mon petit, tout va bien», pero la última vez que despertó la luz del sol entraba ya por la ventana. Palpó la cama, buscando a la francesa a su lado, pero su mano sólo encontró la sábana, se dio cuenta de que ella ya no estaba, se había ido a trabajar. Se quedó una media hora más en la cama, un poco para un lado, un poco para el otro, disfrutando del calorcito, del sueño, de una modorra deliciosa, hasta que sintió hambre, bostezó y se levantó. Era mediodía. Se puso un uniforme lavado, un abrigo encima y salió a la calle.

Fuera lloviznaba, pero la gorra protegía la cabeza del oficial. Dio de comer y de beber al caballo, que seguía atado al árbol, y continuó a pie por el pueblo. El tronar de la artillería se revelaba ese día particularmente intenso, y Afonso agradeció a los cielos el no encontrarse de guardia en las trincheras. Vagó por las calles de Béthune y fue a un estaminet muy frecuentado por los oficiales del CEP, cuya dueña, madame Cazin, era una normanda rechoncha y bien humorada, buena compañera de los portugueses. Afonso se sentó en una mesa junto a la ventana y la señora Cazin le llevó una marmita Dieppoise, un suculento plato de su Dieppe natal, servido en un cazo donde se mezclaban pescado, mariscos y nata, con una tarte normande de postre, todo regado con poiré, una bebida tradicional normanda hecha con peras. Estaba ya saboreando la manzana de la tarta cuando vio un rostro familiar que entraba en el estaminet.

– Psst, Mascarenhas -llamó-. ¡Eh, Mascarenhas! ¡Mascarenhas!

Su amigo tramontano de la Escuela del Ejército, el hincha incondicional del Sporting que era segundo comandante de la Infantería 13, se acercó a saludarlo.

– ¡Benditos los ojos, Afonso! ¿Tú por aquí?

– Aquí estamos. Siéntate, hombre.

El mayor Mascarenhas se acomodó en la silla de enfrente, la claridad de la luz del día entraba por la ventana y le iluminaba el lado derecho del rostro.

– ¿Qué andas haciendo por aquí? -preguntó el recién llegado-. ¿Has desertado o qué? Que yo sepa, el 8 está en las líneas y aquello está hoy casi ardiendo.

– Pues mira, yo estoy con licencia, gracias a Dios.

– ¿Ah, sí? ¿A quién has tenido que sobornar, granuja?

– No me digas nada, hombre. Participé en la madrugada de ayer en un raid a Mitzi.

– ¿Qué? ¿El raid del 21? ¿Tú has estado allí?

– Sí, pues.

– Pero ¿qué estabas haciendo en el raid del 21? ¿Has cambiado de batallón o qué?

– Es muy complicado, Mascarenhas, muy complicado. Cosas de política dentro del CEP. Era una operación de la 1a División, pero el personal de la 2a también quiso poner su parte y quien sirvió de carne de cañón ha sido este menda.

– Vaya, caramba. -Mascarenhas se rio-. No me digas. Cuenta cómo fue aquello.

– Más o menos.

– ¿Más o menos? Se habla de un gran éxito, de todos los objetivos alcanzados y de una sarta de cruces de guerra y promociones en camino…

Afonso se encogió de hombros, cansado.

– Sí, desde este punto de vista no ha estado mal. Entre todos los pelotones que participaron en el raid, matamos a un montón de boches, hicimos un prisionero, destruimos un decauville y unos cuantos refugios, no estuvo mal.

– ¿Vosotros sufristeis muchas bajas?

– En mi pelotón, ninguna. Pero, en los demás pelotones, hubo más de diez hombres heridos, entre ellos un alférez y un teniente. Creo que encontraron un refugio que era un verdadero avispero de boches, pero los mataron a todos. O, mejor dicho, a casi todos, incluso apresaron a uno, que yo sepa.

– He oído decir que nuestros dos oficiales que acabaron heridos no se encuentran bien -comentó Mascarenhas en voz baja; por un momento, se hizo un silencio embarazoso, pero el tramontano retomó la conversación deprisa con un tono más animado-. ¿Y tú? ¿Has visto a muchos boches?

– Ni por asomo. Los tipos se escabulleron, llegamos a pillar a unos cuantos en fuga y a otros escondidos en los refugios, pero nada especial.

– Espero que el raid haya puesto a los tipos a raya. Se están envalentonando cada vez más, con los ataques que nos lanzaron los días 2 y 7. ¿Te has fijado en que han intensificado las operaciones?

– Sí, está llegando la primavera, el barro comienza a secarse y la cosa se va a calentar.

– Pero no son sólo los raids -insistió el mayor-. He estado leyendo los informes y he observado que los tipos han intensificado también las patrullas, este mes ya intentaron entrar varias veces furtivamente en nuestra primera línea. Eso raramente ocurría antes.

– ¿Ah, sí? No lo sabía…

– ¿Y has notado que la artillería boche ha estado más activa de lo normal?

– En eso ya había reparado. Me pregunto qué es lo que están pretendiendo hacer. Además, el propio Mardel está preocupado, por eso hemos hecho el raid de ayer.

– Pues hoy las cosas se han puesto de nuevo calientes, el comando ha recibido la información de que los tíos atacarían en todo momento y lanzó la orden de que nuestra artillería bombardease Piètre, Lugny le Petit y algunos sectores de la retaguardia a la altura de Illies. De modo que, en este momento, hay una actividad desenfrenada.

Se quedaron los dos oyendo el rumor distante de la artillería, los cañones portugueses y alemanes a fuego y contrafuego. Madame Cazin se acercó mientras tanto a la mesa con el menú. Mascarenhas lo consultó y pidió unas andouilles con manzana. La dueña del estaminet se alejó y el mayor le guiñó el ojo a Afonso.

– No sé qué cuernos es eso de las andouilles, pero por el nombre parece un ave. ¿Serán tal vez golondrinas?

Afonso sonrió.

– Picadillo envuelto en tripa -dijo.

– ¿Tripa?

– Rellena de picadillo. Y manzanas. Los normandos le ponen manzanas a todo.

– ¿Normandos?

– Sí, hombre, normandos. ¿No sabías que la dueña de este estaminet es normanda?

– ¿Qué? ¿Ella? ¿Una vikinga?

– No, hombre, Normandía es una región de Francia que está aquí cerca, junto a la costa. Vino de allí, nada más que eso.

– Ah -exclamó, hizo una pausa y se quedó pensando en el plato que había encargado-. No me disgustan las tripas ni el picadillo. En Vila Real comemos eso y mucho más.

Se quedaron los dos callados, mirando por la ventana que estaba junto a la mesa. Afonso bebió el último trago de poiré.

– ¿Sabes lo que más sorprendió cuando fuimos ayer a recorrer la Mitzi?

– ¿Qué?

– Las trincheras de los boches.

– ¿Qué tienen?

– Son de un lujo tremendo. Todo muy bien cuidado, el suelo seco, sofás, literas, iluminación eléctrica, gramófonos, relojes de péndulo, alfombras, qué sé yo. Hasta he visto un refugio decorado con papel pintado, fíjate.

– Estás bromeando.

– En serio. Aquello es increíble, parece que están en casa, está todo muy limpio, muy bien organizado. Además, son de una seguridad a toda prueba. Los refugios de la línea B están cavados en profundidad, defendidos por paredes de hormigón y conectados unos a otros por una red de túneles subterráneos. Resulta difícil de creer.

– Pero ¿es realmente así?

– Tal como te lo digo. Tim ya me había hablado de eso alguna vez, pero yo no lo creí, pensé que eran patrañas. Pero ahora que lo he visto…

– ¿Cómo consiguen tenerlo todo tan arreglado?

– Han invertido mucho en las instalaciones de defensa. Por lo que parece, mientras que nosotros consideramos las trincheras como un lugar de paso, un refugio efímero mientras no los obligamos a retroceder, ellos las consideran como un puesto de permanencia a largo plazo, un sitio del que nunca saldrán. Nuestros mandos piensan que tenemos que dejar de lado las comodidades para afirmar nuestra voluntad de expulsarlos, dicen ellos que es para que mantengamos el espíritu ofensivo. Los mandos de los alemanes, en cambio, piensan que su ejército tiene que sentirse cómodo para afirmar su voluntad de no retroceder. De modo que, mientras que nosotros estamos en una pocilga, ellos se regalan con suntuosas mansiones excavadas en la tierra.

Mascarenhas abrió las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto resignado.

– C'est la vie!


Capítulo 15

La mano derecha se curvó como una garra, las uñas cargadas con la suciedad negra del barro oscuro de la tierra, aquel barro viscoso y pegajoso que lo invadía todo y todo lo impregnaba, insidioso y tan omnipresente que todos se habían resignado a él. Vicente metió su mano por debajo de la camisa y se rascó el hombro izquierdo.

– ¡Joder con las pulgas! -exclamó, volviendo el cuello hacia el lado donde sintió la comezón. Se levantó un poco la camisa, por el cuello, y observó la roncha roja producto de la picadura del parásito. Acto seguido, con la misma mano se rascó el cuero cabelludo, irritado por los piojos. Vicente recorrió el refugio con la mirada y suspiró de fastidio-. Sólo a nosotros nos meten en este gallinero -rezongó-. Quien ha visto a los boches viviendo como hidalgos, en sus palacetes subterráneos, y quien nos ha visto aquí, en este agujero hecho de barro y mierda, debe de pensar que somos tontos. -Se calló un instante, reflexionando-. ¿Y quieren saber algo? Realmente lo somos. Somos tontos, somos unos soberanos tontos por someternos a estas condiciones, y todos calladitos, mientras los cabrones de los oficiales se hacen con las mejores instalaciones, los buenos ranchos, las grandes cogorzas y las buenas mujeres, y se están cagando en nosotros. Se están cagando.

– Puedes estar seguro -coincidió Baltazar, tumbado en su catre, con los brazos abiertos y las manos cruzadas bajo la nuca, a manera de cojines, sosteniendo la cabeza-. Esto no es vida, no es vida. Estamos aquí arrastrándonos, manducamos unas raciones mal preparadas y, para colmo, tenemos que aguantar estos bombardeos del carajo que no hay forma de parar.

Fuera, la artillería de los dos lados estaba ese día muy activa, más de lo normal. Es verdad que la actividad había crecido en las dos últimas semanas, pero parecía ahora prolongarse más que de costumbre. Los cañones vomitaban granadas con un ritmo regular, y se sucedían explosiones en ambos lados de las trincheras, no muy intensas, pero permanentes, una detonación aquí, después otra allí, y aún otra más. No era una barrera de ataque, sino un martilleo de desgaste.

– Dices bien, no paran -se quejó Abel, con los nervios destrozados-. Esto para mí es lo peor. Hace dos días que no duermo. No sé qué bicho ha mordido a los alemanes, pero la verdad es que, desde que hace unas semanas les ha dado por incordiarnos a toda hora y de atacarnos con las botellas de litro, los vasos de medio litro, las calabazas y no sé qué más, yo no pego ojo.

– Para mí, lo peor son los «barriles de almud» -comentó Vicente, refiriéndose a los proyectiles de grueso calibre-. ¡Cuando estallan, hasta me tiemblan los huevos, carajo!

Todos esbozaron una sonrisa fatigada. Los cañonazos proseguían, incansables.

– Los bombardeos son tremendos, es verdad -insistió Baltazar-. Pero lo que puede conmigo es la comida. -Se sentó en el catre y miró a sus compañeros, en un esfuerzo por desviar la atención del violento bombardeo desencadenado en el exterior-. ¿Qué me diríais si os cuento que fui a comprar un quesito a la Cantina Depósito, un quesito que era una categoría, una categoría de queso flamenco, lo traje aquí, a las trincheras, y desapareció todo?

– ¿Cómo que desapareció? -quiso saber Matias, hasta entonces entretenido en limpiar la Lewis.

– Desapareció. Lo colgué ahí, apagamos la luz, fui a echar una cabezadita y, cuando volví, ya no estaba.

– ¿Eres tonto o te lo haces? ¿Así que dejas el queso ahí y después te sorprendes de que haya desaparecido?

– Sí, claro que me sorprendo. Nunca me imaginé que mis camaradas me birlasen la comida, caramba.

– ¿Nosotros? ¿Birlarte el papeo? -Matias dejó el paño de la limpieza en una piedra y se llevó el índice a la sien-. ¡Hombre, ten juicio! ¿No ves que esto está lleno de ratones?

– ¿Y qué tienen que ver los ratones con mi queso?

Matias se quedó atónito.

– ¿Que qué tiene que ver? Oye, si son ratones…

– ¡Qué ratones ni qué leches! ¿Te estás quedando conmigo o qué? -Baltazar se levantó bruscamente, con grandes gestos, irritado-. ¡Yo colgué el queso! Lo colgué, ¿entiendes? Aquí. -Señaló el lugar-. ¿Ves este gancho en el techo? -Tocó el gancho-. Até el queso y lo colgué aquí, en el gancho. ¿Cómo pretendes que los ratones hayan venido a buscar el queso, eh? ¿Cómo pretendes? Salvo que hayan sido ratones voladores…

– ¡Oye, Baltazar, a ver si te aclaras un poco!

– ¿Aclararme? ¿Yo?

– ¡Sí, aclararte esa cabeza! ¿No sabes acaso que los ratones se cuelgan de los ganchos para llegar a la comida?

– ¿Se cuelgan de los ganchos? ¿Los ratones? ¿De los ganchos? ¡Ve a que te zurzan!

– Te estoy diciendo que se cuelgan de todo, Baltazar. De todo. Hasta de los ganchos.

– ¿Los has visto alguna vez?

– Casualmente, sí.

Baltazar lo miró con incredulidad.

– Me estás tomando el pelo.

– Te estoy diciendo que los he visto. Una vez, cuando vosotros estabais trabajando en el drenaje de las trincheras y yo volví solo de una guardia de centinela, dejé una baguette colgada en una bolsa a la altura del techo. Me fui a acostar y, cuando estaba a punto de dormirme, sentí a las ratas corriendo encima de mí. Pasado un rato, quise ir a mear. Encendí la vela y vi a todos los ratones colgados del pan, parecían un racimo, con las colas negras suspendidas en el aire. Al ver la luz, soltaron la baguette, cayeron al suelo y se escabulleron todas, pero lo cierto es que estaban colgadas allí. Fui a investigar, para seguirles la pista, y vi sus ojitos brillando en los huecos y entendí todo. Han montado un sistema de túneles en las paredes de las trincheras y se mantienen al acecho. Cuando la luz se apaga, salen y se lanzan como locas sobre la comida. Como locas. Sienten el olor y saltan de todos lados. Por tanto, con toda seguridad fueron ellas las que también se cargaron tu queso.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Baltazar, sorprendido-. ¡Es de no creer! Es verdad que andan siempre por aquí husmeando, y por la noche, cuando la luz está apagada, aparecen más. Pero nunca imaginé que pudiesen pillar comida colgada en el aire, carajo. ¡Es impresionante!

– ¡Los ratones son una mierda! -gruñó Vicente, rascándose aún las ronchas de las picaduras de las pulgas-. Tampoco sé ya dónde puedo esconder la comida. Y me quedo aquí pendiente cuando los siento andar por encima de mí durante la noche. Los más pequeños saltan, si estamos muy dormidos ni nos damos cuenta, como si tal cosa. Pero están los otros, esos gordos y bien alimentados, ¿sabéis? Esos son realmente pesados, caramba, es difícil ignorarlos. Para colmo a veces escondo el pan debajo de la almohada, para que no se acerquen, pero los cabrones no me dejan en paz, se ponen a olerme el pelo.

– Sí, parecen nutrias -asintió Abel con expresión de saber de qué se está hablando-. ¿Os habéis fijado en que, después de los combates, los bichos están más gordos? ¿Os habéis fijado en eso, eh?

Todos se callaron y se quedaron momentáneamente cavilando en la perturbadora observación del Canijo, acompañados por el sonido de las explosiones. Matias se acordó del cadáver que había rescatado semanas antes de la Tierra de Nadie, medio comido por las ratas, y se estremeció. En aquel momento no comentó el asunto con nadie y prefería no hacerlo ahora.

– Pero ¿por qué no se emprende un exterminio de los ratones? -preguntó Vicente, también escalofriado con la idea de que los ratones se alimentasen de carne humana-. Se acabaría por fin con esta plaga…

– El comando no lo permite -respondió Baltazar-. Parece que los jefes piensan que los ratones son útiles.

– ¿Útiles? ¿Los ratones? ¿Útiles para qué?

– Los tipos piensan que los ratones no dejan pudrir la carne de los muertos, son útiles para la higiene de la Avenida Afonso Costa -dijo el Viejo, proyectando la mano derecha vagamente en dirección a la Tierra de Nadie.

– ¡Joder con esos tipos! -vociferó Vicente-. ¡Sólo en la mente de esos guarros de los oficiales puede brotar una idea tan repugnante! ¡Cabrones de mierda! ¡Cerdos endemoniados! ¿Y qué dirían ellos si les tirásemos unas ratas famélicas en su cabeza, eh? ¿No sería útil también para la higiene de las trincheras? Tal vez sería ideal: ¡nos libraríamos de una vez por todas de esa cáfila de parásitos y maricones y nos iríamos todos a casa! -Era en los momentos de irritación cuando Vicente se atropellaba más al hablar y más sílabas se tragaba-. ¡La madre que los parió!

La artillería se acalló en ese momento y los soldados respiraron de alivio. Matías apoyó la Lewis en un rincón, se sacudió las manos y se levantó, decidido.

– Compañeros -dijo entonces-. Vamos a ocuparnos de la salud de los ratones.

– ¿Cómo es eso de ocuparnos de su salud? -se sorprendió Baltazar.

El cabo ignoró la pregunta.

– Abel y Vicente, id afuera a buscar cuatro palas.

Los dos soldados se levantaron, sin entender nada, se colgaron las máscaras antigás al cuello, no fuese justo a pasar algo, y salieron del refugio para cumplir la orden. Matías se acuclilló junto a las provisiones, sacó una lata de corned-beef y la abrió. Los soldados regresaron, mientras tanto, con las cuatro palas y se quedaron aguardando instrucciones. El cabo cogió dos palas, mantuvo una en la mano y le entregó la otra a Baltazar. Enseguida, desparramó un poco de corned-beef por el suelo húmedo del refugio y miró a sus hombres.

– Vamos a apagar la luz. Cuando los bichos aparezcan y vengan aquí a manducar la carne, en cuanto les dé la orden empezamos a darles con las palas. ¿Entendido?

Todos murmuraron que sí y fueron a apagar las velas. En cuanto el refugio se sumió en la oscuridad, se oyó el habitual sonido de las patitas que recorrían el suelo mojado y confluían en el lugar donde se encontraba la comida. Se oyó también a pequeños cuerpos que se rozaban unos contra otros, atareados y golosos, sin duda se amontonaban, ansiosos, hambrientos, disputando con ferocidad el mísero pedazo de carne.

– ¡Ahora! -exclamó Matías.

Los cuatro hombres descargaron las palas sobre la masa invisible de ratones, acertaron en el sitio donde estaba la carne y oyeron chillidos de animales que se escapaban del suelo. Siempre a oscuras, volvieron a alzar las palas y volvieron a golpear, esta vez usando el perfil de la concha de la pala como si fuese una hoja filosa gigante, y golpearon aún una y otra vez, a veces las palas se juntaban unas con otras, pero golpeaban igual. Oyeron a los ratones dispersarse por el refugio, presos del pánico, y la violencia acabó tan deprisa como había comenzado. Sintiendo la calma restablecida, Baltazar volvió a encender las velas. La luz reveló pequeños cuerpos negros y castaños extendidos en el suelo, ensangrentados, mutilados, contaron siete, dos muertos, tres moribundos, dos heridos. Los que aún se movían quedaron pronto aniquilados por las palas vengadoras. Terminada la matanza de los sobrevivientes, los soldados llenaron las palas con cuerpos deshechos de ratones y ratas y los llevaron hasta las trincheras. Fuera llovía. Tiraron los cuerpos en fosos de barro que se encontraban más allá del parapeto y repararon en que en esos charcos había otros ratones, vivos, nadando, con las naricitas asomadas a la superficie, todas centradas en los cadáveres recién llegados.

– ¡Que se coman los unos a los otros! -dijo Baltazar con una mueca de asco-. Buen provecho.

Sonaron en ese instante las sirenas Strombos. El soldado se puso la máscara en el rostro y aceleró el paso en dirección al refugio. Estaban lanzando gas.


Afonso y Pinto fueron al Laventie East Post, la mañana del 18 de marzo, para coordinar el apoyo a las primeras líneas. El regreso de la primavera había sido turbulento, y las posiciones portuguesas tuvieron que enfrentarse a sucesivos vendavales de bombardeos alemanes. El enemigo emprendió nuevos raids el 12 y ese día 18, lo que reflejó un aumento de actividad que provocó una merma entre los depauperados efectivos portugueses. Cuando terminó el último raid y los alemanes se retiraron, los dos oficiales siguieron por la Harlech Road en dirección a Red House, en la Rué du Bacquerot. A mitad de camino, cerca de Harlech Castle, se cruzaron con el teniente Cook, que venía en sentido contrario.

– What ho, Afonso, my lad! -saludó el inglés, haciendo una venia, y miró al Zanahoria-. ¿Cómo está, Pinto?

– Hola, Tim -saludó Afonso-. ¿Tú por aquí?

– Sí, estoy preparando un report para mi boss.

– Esto va mal, ¿no?

– Right ho -asintió el teniente Cook sombríamente-. Not good, not bloody good.

– Venga, vamos a tomar un tecito.

El inglés aceptó la invitación y se unió a los dos portugueses. Caminaron por la Harlech Road, cogieron la Rué du Bacquerot junto a Red House, giraron a la izquierda hasta Picantin Road y se instalaron en Picantin Post.

– Joaquim, té para tres -dijo Afonso a su ordenanza al entrar en el puesto.

El soldado fue a calentar la tetera mientras los tres oficiales recién llegados se instalaban dentro del refugio del capitán, sentados en cajas de municiones. Cook sacó del bolsillo una pipa y un saquito lleno de lo que parecía una hierba oscura.

– Tabaco de Aleppo -explicó, notando la mirada inquisitiva de los portugueses.

El teniente inglés puso el tabaco en la pipa y le acercó la lumbre de una cerilla. Afonso carraspeó.

– ¿Qué crees que están preparando?

– ¿Quiénes? ¿Los jerriesl -Sí.

El teniente inglés aspiró fuerte, con la cerilla encendida sobre el tabaco, y consiguió echar una bocanada de humo. El aroma agradable de la pipa perfumó el refugio.

– Hard to say -dijo finalmente. Aspiró un poco más y echó una nueva nube de humo-. No hay dudas de que los jerries atacarán en breve. No doubts what soever. El propio Alto Comando ya lo comenta abiertamente. La cuestión es saber dónde.

– ¿Crees que será aquí?

– Hardly. -Se levantó y se acercó al mapa que se encontraba en la pared-. Tenemos informaciones fidedignas que apuntan a algún sitio en el sector de Arras, más hacia el sur. -Indicó con la pipa el punto que destacaba Arras en el mapa-. Aquí.

– Entonces, ¿por qué están bombardeándonos de esta forma todos los días y emprendiendo estos raids?

– El Alto Comando piensa que son maniobras de distracción. Los jerries quieren mantenernos en la oscuridad, que intentemos descubrir qué punto va a ser atacado. Por ello han reactivado este frente.

– Pero ¿sabes qué es lo que ya hemos notado? -preguntó Afonso, moviéndose incómodo en la caja sobre la que estaba sentado-. Los boches han comenzado a regular el tiro sobre nosotros.

Cook hizo un gesto de intriga.

– What do you mean?

– El fuego de artillería no está cayendo aleatoriamente. Por el contrario, han empezado a disparar con mucha precisión sobre determinados objetivos. Por ejemplo, están regulando el tiro sobre caminos, cruces y puestos de comando. -Frunció el ceño-. Da la impresión de que están ensayando. ¿De qué les sirve bombardear caminos, a no ser para marcarlos de tal modo que, si emprenden un gran ataque, puedan impedir la circulación de refuerzos?

– Eso es curioso -reflexionó Cook, que se sentó en su caja-. Confieso que me estoy inclinando a la posibilidad de que estén intentando crear una maniobra de distracción, pero lo que usted dice me crea más dudas. -Aspiró la pipa y soltó una bocanada más de humo aromático-. Da la impresión, ¿sabe?, de que todos estos raids están sirviendo para que estos tipos pongan a prueba las defensas de este sector. Admito que lancen una operación por aquí, pero seguro que va a ser una acción limitada, sólo para incordiarnos, ¿me entiende?

Afonso y Pinto se miraron. El capitán se levantó, fue a buscar una carpeta que guardaba debajo del catre y volvió a sentarse en la caja. Abrió la carpeta y mostró un fajo de folios mecanografiados, copias de documentos hechas con papel de calco.

– ¿ Ves esto? -preguntó, levantando los folios y agitándolos delante del inglés-. Son nuestros informes diarios. Los han elaborado los oficiales de la Brigada del Miño y se refieren a la actividad aquí, en Fauquissart, el sector bajo nuestro control. -Afonso se puso a hojear los documentos, leyendo aquí y allá, pasando los folios, leyendo un poco más, pasando más folios, y así sucesivamente. En un momento dado, se detuvo en un folio, volvió al anterior, de nuevo el siguiente, otra vez el anterior-. Aquí está -exclamó finalmente, y señaló el centro de la página-. Mira esto.

– What?

Afonso leyó el documento.

– Éste es el informe del día 7 de marzo, hace menos de dos semanas. Esa noche salieron varias patrullas hacia la Tierra de Nadie, y dice aquí lo siguiente. -Hizo una pausa para leer el texto-: «Ha habido bastante ruido de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas». -Alzó la cabeza y miró al inglés-. ¿ Has oído? Es la primera vez que un informe menciona la existencia de ruido de vehículos en la retaguardia alemana. -Pasó al folio siguiente-. Ahora el informe del 8 de marzo. -Comenzó a leer el fragmento que le interesaba-: «Se oyó circular vagonetas en la retaguardia de la primera línea enemiga». -Sin levantar la cabeza, pasó al folio siguiente-. Este es el informe del 9 de marzo. -Una breve pausa y leyó-: «Durante toda la noche se oyó circular vagonetas en la retaguardia de la primera línea enemiga». -Nuevo folio-. Informe del 12 de marzo. -Vaciló, sorprendido-. Mira, me falta el del 10 y el del 11. -Buscó en el fajo, fue hacia atrás y hacia delante, pero no los encontró y se encogió de hombros, resignado-. No importa, vamos a ver el del 12. -Breve pausa-: «Todas las patrullas informan de que durante la noche hubo gran movimiento de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas y circulación de vagonetas». -Folio siguiente-. Informe del 13 de…

– All right, all right, I got it -interrumpió Cook-. Ya he entendido que hay gran movimiento de vehículos en las líneas alemanas.

Afonso alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Exactamente. Están movilizando tropas en nuestro frente.

– Puede significar muchas cosas.

– Puede ser.

– Puede ser que estén movilizando fuerzas hacia otros puestos del frente.

– Puede ser. Pero también puede ser que estén movilizando fuerzas de otros puntos hacia aquí. Además, todo esto coincide con el aumento de los bombardeos y de los raids enemigos sobre nuestras líneas. Más claro, imposible.

Joaquim entró en el refugio con el agua caliente de la tetera y jarros de lata. Los dos oficiales portugueses se sirvieron, pero el inglés prefirió concentrarse en la pipa. Cook aspiró fuerte, sus labios se cerraron sobre la boquilla, pero no salió nada de humo.

– Damn! -protestó, examinando el tabaco que había en la pipa-. Se ha apagado.

Dejó la pipa a un lado, con fastidio, y se sirvió té.

– El problema es que esta actividad de los boches está reflejándose negativamente en la moral de las tropas -dijo Afonso.

– Lo he notado -repuso Cook-. He visto a centinelas cabeceando en las trincheras, con las municiones desparramadas por el suelo, al azar, y he visto también parapetos sin reparar. Eso no es bueno, claro que no.

Afonso suspiró.

– Llevamos aquí demasiado tiempo, demasiado. Mira, Tim, cuando nuestra brigada entró en las líneas, en septiembre, los boches tenían frente a nosotros la 219a División. En noviembre, esa división fue sustituida por la 50a. En enero salió la 50a y entró la 44a. Y este mes la 44a se fue a descansar y ahora tenemos enfrente a la 81a División alemana. O sea que, en seis meses, han colocado allí cuatro divisiones diferentes, cambiando a los hombres y dejándolos descansar. Pues en esos seis meses nosotros no hemos descansado nunca y hemos tenido que enfrentarnos siempre a tropas frescas. -Bebió un sorbo de té-. Vuestras fuerzas, incluso, siempre se han renovado. A nuestra izquierda, desde septiembre, han estado sucesivamente la 38a División británica, la 12a División y ahora la 57a División. Y a la derecha se han sucedido, en el mismo periodo, la 25a División, la 42a División y ahora la 55a División. Y nosotros siempre igual, parece que hemos echado raíces. ¿ Cómo quieres que la moral de nuestras tropas se mantenga elevada? ¿Eh?

Cook asintió con la cabeza.

– Ustedes tienen que ser sustituidos, no me cabe la menor duda. Ni a mí ni al Alto Comando. Además, ésa es la recomendación que le he hecho a mi boss. -Bebió de un trago el resto del té y se incorporó-. Look, Afonso, tengo que irme ya para hacer mi report. Si tengo alguna novedad, te la comunico, ¿vale? -Hizo una venia-. Cheerio, old chap.


Comenzó siendo solamente un rumor, alguien que dijo que alguien oyó decir, y la palabra fue circulando de boca en boca, revoloteando por las trincheras, saltando de refugio en refugio.

En el puesto de señaleros, sin embargo, el rumor se transformó en certidumbre.

– Sí, mi capitán, los boches han lanzado una gran ofensiva -confirmó el oficial de guardia en el servicio de comunicación, un teniente.

– ¿Dónde? -quiso saber Afonso.

– Entre Arras y Saint Quentin, mi capitán.

Afonso se dirigió al mapa.

– Hum, eso está enfrente de Amiens -comprobó, midiendo la distancia con respecto a Armentières y con respecto a París-. ¿Y cómo están las cosas?

– Creo que mal, mi capitán. Tenemos pocas informaciones, pero dicen que es el mayor bombardeo que haya habido y que una marea de boches avanza sobre los gringos.

– ¿ Hasta dónde han avanzado los enemigos? -quiso saber Afonso, siempre con los ojos fijos en el mapa.

– Eso no lo sé, mi capitán.

Afonso sintió que sus hombros se liberaban de un gran peso. Era el día 21 de marzo y aquella era seguramente la gran ofensiva de la primavera. Los alemanes daban el todo por el todo para quebrar las líneas aliadas y, más importante que todo lo demás, no habían elegido el sector del río Lys para hacerlo. El capitán casi sonrió de contento: el peor escenario, aquel que más había temido y que más lo había consumido, no se había confirmado. Tim tenía razón cuando decía tener informaciones seguras de que los alemanes avanzarían antes hacia el sector de Arras.

Tras reforzar la convicción de que ya no había motivos para temer una gran operación alemana contra el CEP, la actividad del enemigo sobre las posiciones portuguesas disminuyó drásticamente de intensidad durante los días que siguieron al gran ataque del día 21. Las patrullas siguieron registrando un enorme movimiento de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas, pero a partir del día 25 se restauró la tranquilidad.

Afonso suspiró con alivio.


Capítulo 16

– ¿Qué? ¿Atacas con el triunfo? -preguntó Afonso, que miró sorprendido el siete de copas puesto sobre la mesa de madera tosca.

– Es el comodín. Anda, fíjate a ver si puedes con eso, anda -desafió el teniente Pinto con expresión burlona.

El capitán sacó una carta de las suyas y la echó sobre la mesa. Era el as de copas.

El teniente sonrió.

– Ya sabía yo que tenías el as.

– Claro -dijo Afonso, recogiendo las cartas-. Tenía el as y me quedé con el comodín.

Pinto miró su juego. Sin levantar los ojos de las cartas, volvió al asunto que le interesaba.

– No entiendo cómo han planeado la ofensiva. -Sacudió la cabeza-. No lo entiendo.

– ¿Quiénes? ¿Los boches? -preguntó Afonso, sabiendo muy bien que el teniente hablaba de los alemanes-. Tal vez nuestros hombres también han contribuido; al fin y al cabo, no íbamos a dejarlos andar por ahí de paseo, ¿no?

– Aun así.

Los dos oficiales jugaban a las cartas al comenzar la tarde del 3 de abril, sentados sobre sacos de tierra junto a uno de los puestos de ametralladora de Picantin Post, comentando el fin de la ofensiva alemana. El enemigo había llegado a tomar Ham y Bapaume, y se había acercado peligrosamente a Amiens y Arras. Habían sembrado el pánico entre los aliados. Pero una muralla improvisada, constituida incluso por artillería proveniente del sector del CEP, consiguió frenar el avance de los alemanes y la ofensiva se agotó.

Afonso se preparaba para echar el tres de copas y, de ese modo, hacer que su adversario descartase más triunfos, cuando llegó un mensajero en bicicleta y sacó un sobre de un bolso que llevaba en bandolera. El capitán firmó el papel acusando recibo, cogió el sobre, lo abrió por un extremo, sacó la hoja que había dentro y la desdobló. Era la Orden R.O./23. Comenzó a leerla y una sonrisa afloró en sus labios.

– ¿Qué hay, Afonso? -quiso saber Pinto, a quien no le pasó inadvertida la reacción de su amigo.

– Zanahoria, amigo, intuyo que dentro de poco iremos a pasear a París.

– Me estás tomando el pelo -se excitó el teniente, que se inclinó hacia delante y extendió la mano para coger la orden-. Muéstrame eso.

El capitán soltó una carcajada y echó el brazo hacia atrás, manteniendo la hoja fuera del alcance de su amigo, que se estiraba para poder cogerla.

– Calma -dijo con una sonrisa-. Calma.

– Eres un indecente. Muéstramela…

Pinto volvió a sentarse, aunque a regañadientes, y Afonso leyó de nuevo la orden.

– Así son las cosas -dijo ante la expectativa del teniente-. Mañana por la noche, la 1a Brigada sale de la línea, va a descansar y la sustituye la 2a Brigada. Pasado mañana, la 3a Brigada sale de la línea y las que se quedan aquí reparten sus fuerzas para ocupar el espacio que aquélla ha dejado. La 2a División, reforzada por la 1a Brigada, se encargará de todo el sector, mientras que la 1a División se irá finalmente a descansar. Y dentro de tres días nos integraremos en el XI Cuerpo de los gringos.

El teniente vaciló.

– No entiendo por qué estás tan contento -intervino, decepcionado-. La que va a descansar es la 1a División, ésos deben de estar saltando de alegría. Nosotros nos quedamos aquí encerrados: ¿dónde está la gracia?

– La gracia, querido Zanahoria, es que esto significa que también nos iremos en breve a descansar. ¿ No te das cuenta de que la 2a División, aun reforzada por una brigada de la 1a División, no puede quedarse eternamente aguantando un sector que antes defendían dos divisiones? Los gringos no van por ahí.

Cuando pasemos a integrar el XI Cuerpo, ellos se quedan controlándonos y, ¡zas!, nos sustituyen enseguida. -Hizo un gesto rápido con la mano, acompañando el «zas»-. Ellos saben que estamos en las últimas.

Esta vez fue Pinto quien sonrió.

– Sí, tal vez tengas razón -admitió-. ¿Y dónde queda nuestra brigada?

– Esa, amigo Zanahoria, es la guinda del pastel. La 2a Brigada va a Ferme du Bois, la 6a a Neuve Chapelle y la 5a a Fauquissart. ¡ Y la Brigada del Miño, amigo, nuestra Brigada del Miño sale de Fauquissart y se queda gloriosamente de reserva!

El teniente se dio una entusiasta palmada en el muslo y se rio.

– ¡Bien, bien! ¡Buenas decisiones! ¡Realmente es así! Adiós, Brigada del Miño, viva la Barrigada del Miño.

Una hora después, la Orden R.O./23 se completó con la Orden de Operaciones n.° 19, emitida por la Brigada del Miño con instrucciones detalladas sobre el proceso de retirada de fuerzas. Este segundo documento, firmado por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Mardel, establecía que la retirada se completaría en tres días, con la Infantería 8 en situación de apoyo y, a continuación, de reserva. El ambiente entre los nativos del Miño se despejó considerablemente. Afonso podía contener apenas la ansiedad por volver a ver a Agnès. El día siguiente, 4 de abril, volvió a ser tranquilo. Los hombres hablaban casi solamente de las retiradas que se anunciaban, presintiendo en ellas el preludio de un descanso más prolongado, quizás el regreso a casa. Se veían soldados sonriendo, bromeando, la pesadilla se acercaba a su fin.


En la mañana del día 5, convocaron al capitán a Laventie para una reunión con el teniente coronel Mardel. Los comandantes de los cuatro batallones del Miño y los demás comandantes de compañías se reunieron en la sala de conferencias del cuartel general, había muchas sonrisas, algunas carcajadas en medio del murmullo animado de la conversación, los oficiales se apegaban relajadamente a sus cigarrillos, se vivía un ambiente festivo, alegre, aliviado.

El suave rumor de las voces se interrumpió al abrirse la puerta y entrar Mardel en la sala. El comandante interino de la Brigada del Miño llegaba con el semblante ceñudo y la expresión grave. Los saludó con un gesto seco y les ordenó sentarse. Los oficiales se callaron y se acomodaron en torno a la gran mesa, repentinamente inquietos, presentían problemas en la mirada sombría de Mardel.

– ¡Oh, diablos! -le dijo Afonso a Montalvão entre dientes-. Viene con cara de circunstancias.

Mardel esperó a que todos se instalasen. Afonso notó que tenía las cejas cargadas y un tic nervioso en la nariz: no era buen augurio.

– Señores -dijo por fin el teniente coronel, que miró lentamente a su alrededor-. La noche pasada, los hombres de la Infantería 7 tomaron las armas y se sublevaron.

Un murmullo tenso recorrió la mesa. El 7, de Leiria, pertenecía a la 2a Brigada y todos sabían que ésa era la única brigada de la 1a División que no tendría descanso. Mardel dejó que la noticia se asentase.

– Los soldados del 7 no han aceptado quedarse en la línea mientras las otras brigadas se retiraban. Según informaciones que ahora me han llegado, los soldados se negaron a marchar hacia Ferme du Bois, el sector que les estaba destinado. Comenzaron a disparar e impidieron que la Infantería 23 y la Infantería 24 avanzasen hacia sus posiciones. -El 23 y el 24 también pertenecían a la 2a Brigada-. De modo que, señores, lamento tener que comunicarles que he recibido órdenes de Saint Venant que imponen que la Brigada del Miño se mantenga en Fauquissart.

Los oficiales se miraron, decepcionados. Todos pensaron en el efecto que tendría la noticia en los hombres, ya felices por salir de la línea y ser pasados a la reserva.

– Mi teniente coronel, ¿cuál será nuestra disposición? -preguntó el mayor Xavier da Costa, comandante de la Infantería 29, el otro batallón de Braga.

– Queda todo como está. En las primeras líneas seguirán la Infantería 8, a la izquierda; y la Infantería 20, a la derecha. Atrás tendremos a la Infantería 29 y la Infantería 3.

– ¿Y la 5a Brigada va a Ferme du Bois? -quiso saber el mayor Montalvão, comandante del 8.

– Exacto. Sustituirá a la 2a Brigada. Además de nosotros, la que resulta afectada es la 3a Brigada, que tenía derecho a retirarse y no lo hará; por tanto, queda en reserva debido a la sublevación en la 2a Brigada.


Como era de prever, los hombres no recibieron bien la noticia. Se oyeron insultos y protestas, pero, en el fondo, todos comprendían que la gente de la 1a División tenía más derecho al descanso que la 2a División, dado que llevaba más tiempo en las líneas.

La preocupación de Afonso se acentuó esa noche. El capitán mandó al sargento Rosa y a su pelotón a efectuar una patrulla de reconocimiento y se quedó en la línea del frente, junto a la Great Northern Trench, aguardando el regreso de los hombres. Oyó varias ráfagas de ametralladora mientras la patrulla se encontraba en la Tierra de Nadie, lo que le hizo temer por la seguridad de los hombres. Al cabo de dos horas, sin embargo, la voz de Matias, con la contraseña del día, le devolvió la tranquilidad. El enorme cabo volvió de regreso a la primera línea, seguido de Abel, del sargento Rosa, de Vicente y de Baltazar.

– ¿Y? ¿Todo en calma? -preguntó Afonso al sargento.

– Mi capitán, las ametralladoras han estado muy activas, ha sido algo agitado.

– Las he oído. ¿Y en cuanto al resto?

El sargento hizo una mueca con la boca y miró de reojo al resto de la patrulla, con la mirada ensombrecida por el temor.

– No lo sé, mi capitán. No lo sé.

– ¿ No sabes qué? -se sorprendió Afonso.

Rosa suspiró.

– Mi capitán, ¿sabe?, están pasando cosas extrañas del otro lado…

– ¿ Cosas extrañas? ¿ Qué cosas extrañas?

– Hemos oído el sonido de motores en la retaguardia enemiga, eran camionetas y camiones que pasaban unos tras otros, un movimiento tremendo. -Rosa se rascó la barba rala-. Y hemos oído también un sonido diferente, algo como «chucuchú», «chucuchú». Parecía, no lo sé, parecía un tren…

– ¿Un tren?

Rosa miró a Matías.

– ¿Era o no era un tren? -quiso precisar el sargento.

Matías respondió que sí con la cabeza, sin decir nada, y los demás hombres lo imitaron.

– ¿Un tren? -preguntó Afonso, verdaderamente intrigado, y miró a Rosa-. ¿Y eso fue todo?

– No, hubo más -indicó el sargento-. Vimos también a muchos hombres desarmados, al fondo, y a un grupo reparando cables telefónicos.

Afonso regresó pensativo y preocupado a su puesto de Picantin. Fue a hablar con el teniente Pinto, al que comunicó las novedades, y ambos decidieron ir a conversar con los hombres que habían participado en las patrullas de los días anteriores. Localizaron a los soldados a la mañana siguiente, 6 de abril, y lo que oyeron los dejó francamente inquietos. Los soldados implicados en las acciones de reconocimiento revelaron haber vuelto a oír, el día 2, el ruido de camiones que circulaban en la retaguardia alemana. Los soldados hablaban excitadamente de un gran movimiento de tropas enemigas y decían haber visto a hombres reparando cables telefónicos, colocando señales, transportando madera, cargando sacos y cajas, montando cráteres artificiales, mejorando las vías de comunicación. Uno de los soldados afirmó incluso haber observado a un oficial alemán que estudiaba con prismáticos las líneas portuguesas y tomaba notas, mientras que otros descubrieron el uso de periscopios.

Enormemente alarmado, Afonso solicitó un caballo y avanzó por la Harlech Road hasta Laventie. Se presentó en el cuartel general de la brigada y pidió hablar con el teniente coronel Mardel. Después de una espera de sólo cinco minutos, el comandante interino de la Brigada del Miño lo recibió y Afonso le comunicó todas las informaciones que había recogido. Cuando concluyó la exposición, Mardel sonrió.

– Usted se preocupa demasiado, estimado capitán Brandão.

Afonso se sonrojó, cohibido.

– ¿Le parece, mi comandante?

– ¿Tiene que parecerme otra cosa?

– Pero ¿no piensa que estas señales son preocupantes?

– Claro. Pienso que son preocupantes, capitán, incluso muy preocupantes.

El capitán se quedó turbado, sin entender la desconcertante reacción de Mardel.

– Entonces…

– Las señales son preocupantes, pero no para nosotros -interrumpió el comandante-. Son preocupantes para los ingleses.

– ¿Para los ingleses? -se sorprendió Afonso-. Pero mire que todo esto está ocurriendo frente a nosotros, mi comandante, y se nos vendrá encima.

– No, capitán. De ninguna manera. Caerá encima de los ingleses.

Afonso vaciló.

– Pero… ¿cómo es que…?

– Calma, capitán, calma -repuso Fardel, que abrió un cajón de su escritorio, de donde sacó unos folios mecanografiados-. ¿Ve esto? -Le mostró la primera página; Afonso vio que era un documento redactado en inglés-. Esta es la Orden de Retirada n.° 329, emitida esta mañana por el general Haking, el comandante del XI Cuerpo británico, y que me ha llegado hace poco aquí, a la brigada, hace unos veinte minutos. ¿Y sabe lo que dice? -Mardel fijó los ojos en Afonso, intentando captar su expresión cuando pronunció la frase siguiente-: «La Orden de Retirada n.° 328 determina la retirada del frente de combate de todo el cuerpo portugués». -Hizo una pausa dramática-. Todo.

Afonso abrió la boca, tratando de digerir el impacto de la noticia.

– ¿Todo el cuerpo portugués? ¿Vamos a retirarnos?

– Exacto, capitán Brandão. Vamos a retirarnos.

– Pero hasta hace unos días…

– El general Haking ha venido a visitar nuestras líneas -se apresuró Mardel en aclarar-. Ha visto el estado de las tropas y ha concluido que los hombres no pueden continuar en el frente, ya no están en condiciones. De modo que, amigo, salimos nosotros y entra la 50a División británica.

– Pero eso es magnífico, mi comandante. ¡Magnífico!

Afonso no pudo contener su alegría. Efusivo, el capitán se levantó de la silla y, con entusiasmo, extendió la mano para saludar a Mardel. El teniente coronel devolvió el saludo y la sonrisa.

– ¡Dentro de unos días, capitán, nos vamos a París, caramba, nos vamos a buscar mujeres!

Afonso miró por la ventana y sintió un aroma suave que le llenaba los pulmones, respiró aquella fragancia leve que le anunciaba la libertad tanto tiempo deseada, era un sentimiento inexpresable e inefable, el corazón le bailaba en el pecho, tuvo ganas de saltar, de cantar, de correr, de traspasar la puerta e ir a contarle a Agnès la gran noticia, le apeteció abrazar a Mardel y oler las flores, quiso reír y llorar, decir poemas y amar. Los colores le parecían más vivos, el aire más perfumado, los sonidos más melodiosos. Sin embargo, la inesperada sombra de una sospecha, furtiva y traicionera, le nubló momentáneamente el espíritu.

– ¿Cuándo será la retirada? -preguntó desconfiado.

– Comenzamos a salir el 9 de abril por la noche y completamos la retirada a la noche siguiente.

– ¿El 9 de abril?

– El 9 de abril.

Afonso calculó mentalmente.

– Estamos a 6 de abril. -Rozó sus otros dedos con el pulgar: siete, ocho, nueve-. Tres días. -Se tranquilizó-. Faltan tres días.


El capitán Afonso Brandão estaba entretenido ordenando sus cosas en el refugio de Picantin Post, dos días después, cuando Joaquim asomó por la puerta.

– Mi capitán, hemos recibido una comunicación de la brigada diciendo que el teniente Cook desea hablar con usted con urgencia, por lo que debe presentarse hoy mismo en el cuartel general de la 40a División Británica, en Fleurbaix.

Afonso miró a su ordenanza, intrigado. Pero ¿qué rayos tendría que decirle Tim con tanta urgencia? Era el día 8 de abril, todo seguía tranquilo, a la noche siguiente se retirarían las fuerzas portuguesas, ¿qué podía ser tan importante que no pudiese esperar veinticuatro horas más? El capitán llegó a vacilar y admitió la posibilidad de ignorar la petición, pero lo pensó mejor y consideró que aquél era un excelente pretexto para pasarse por la retaguardia e ir a ver a Agnès.

Pidió un caballo, le entregaron una yegua, y abandonó Fauquissart. Cuando llegó a Laventie, en vez de dirigirse hacia el norte, rumbo a Fleurbaix, prosiguió hacia el oeste. Fue al hospital Mixto de Medicina y Cirugía, se apeó, dejó la yegua junto al portón y mandó llamar a la enfermera Agnès Chevallier. La francesa corrió hacia él en cuanto lo vio. Llevaba una bata blanca, un uniforme concebido para neutralizar la feminidad de las enfermeras, pero en aquel cuerpo el uniforme era claramente incapaz de arrebatarle su sensualidad. Agnès lo abrazó con fuerza, se besaron en las mejillas, en el cuello, en los labios.

Salut mon mignon -dijo ella finalmente, sujetándole el rostro con las dos manos-. ¿Te encuentras bien? ¿Vienes de la trinchera?

– Aún no, pero tengo que darte una noticia -le anunció.

Vraiment? ¿Buena o mala?

– Buena, buena -sonrió él tranquilizándola-. Mañana salimos de las trincheras e iniciamos un largo descanso en la retaguardia. Para mí, la guerra ha acabado. C'est fini! Zut!

– Oh la la! -exclamó Agnès con sus ojos verdes encendidos. Lo abrazó de nuevo con mucha fuerza-. Merci, merci, mon Dieu! Estoy tan contenta, no te imaginas lo contenta que estoy.

Le dio besos en los oídos, de sus labios rosados salieron caricias y susurros, palabras suaves y melosas.

– Mi amor -murmuró él con los ojos cerrados y sintiendo el cuerpo de la mujer ceñido al suyo.

– ¡Me siento tan aliviada! -Agnès suspiró-. Ah, oui, qué bueno, ha terminado la pesadilla.

Les costó mucho despedirse. Agnès acompañó a Afonso hasta el portón, se besaron y abrazaron, se sentían radiantes. El capitán se armó de ánimo para marcharse y se montó en el caballo. Se alejó lentamente y de mala gana. Al fondo de la calle, antes de la curva, se volvió una última vez hacia atrás, vio a Agnès de pie en el mismo lugar, con las manos cruzadas sobre el corazón, el pelo castaño claro reluciendo al sol, trigueño y cristalino, con una sonrisa feliz dibujada en los labios. Ambos levantaron los brazos y se dijeron adiós. Afonso espoleó a la yegua y desapareció tras la curva.

Una hora y media después, el capitán portugués se presentó en el cuartel general de la 40a División británica, en Fleurbaix, y pidió hablar con el teniente Timothy Cook. Tim apareció poco después, bajando las escaleras para encontrarse con Afonso en el lobby.

– What ho, Afonso. Jolly good to see you!

– Hola, Tim, ¿cómo estás?

– Come on -lo invitó Tim, conduciendo a Afonso por las escaleras.

– Eres realmente un gringo -sonrió el portugués-. ¿Qué cosa tan urgente es la que me ha hecho venir hasta aquí?

El teniente inglés se detuvo en un escalón.

– Tenemos informaciones… disturbing… ¿Cómo se dice?

– Preocupantes.

– Right ho, preocupantes. Tenemos informaciones preocupantes -siguió, subiendo las escaleras, con los ojos fijos en los escalones-. Desde el día 31 de marzo, nuestra aviación ha registrado un movimiento general de tropas y artillería alemanas hacia el norte, que congestiona carreteras y vías férreas. El día 1 de abril, un único aeroplano contó, en sólo dos horas, cincuenta y cinco trenes convergiendo en el sector que está justo enfrente de vuestras posiciones. Esa observación la han confirmado en los días siguientes otros aeroplanos. -Miró de reojo al portugués-. Anteayer los aeroplanos comprobaron que las carreteras y vías férreas justo enfrente del sector portugués se encontraban atascadas de camiones y camionetas, y nuestras patrullas vieron a los jerries transportando cajas y más cajas de municiones hacia sus líneas de apoyo.

– Esa no es una gran novedad para nosotros, Tim -repuso Afonso-. Hace ya algún tiempo que nos hemos dado cuenta de que esos tipos están montando un gran ataque en este sector. Pero ése, si quieres que te diga, ya no es un problema nuestro. Es vuestro. Mañana por la noche, amigo, salimos de las líneas. -Hizo señal de adiós con la mano derecha-. Goodbye!

– Wrong, Afonso, ése «es» un problema vuestro -dijo Tim acentuando la palabra «es». Llegaron al segundo piso y se internaron por un pasillo-. Es un problema vuestro y muy grande.

El capitán lo miró, perturbado.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que nuestros especialistas piensan que los preparativos han terminado y que los jerries os van a atacar ahora con toda la fuerza que tienen.

Afonso sintió que le faltaba el aire.

– ¿Cómo…, cómo es que ellos pueden prever eso? -titubeó-. Los boches sólo pueden atacar dentro de unos días. ¿Por qué justamente mañana?

– Por lo que está ocurriendo hoy.

– ¿Y qué está ocurriendo hoy?

– Nada.

– ¿Nada? Entonces, ¿cuál es el problema?

– El problema es que nada significa todo.

– Oye, ¿eres tonto o te lo haces? ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que hoy no ha ocurrido nada en las líneas alemanas. Nada.

– ¿Y ?

Llegaron junto a una puerta y Tim se inmovilizó.

– Afonso, cuando están haciendo preparativos para un ataque, lo normal es que haya un gran alboroto detrás de las líneas. En el momento en que se detiene el alboroto, han terminado los preparativos. -Alzó el índice-. Están listos y van a atacar.

El capitán volvió a respirar con dificultad. Suspiró pesadamente y miró a su amigo con expresión suplicante.

– Está bien, han terminado los preparativos, ya lo he entendido. Pero ¿qué seguridad hay de que realmente ataquen mañana? ¿Por qué no otro día?

Tim no respondió inmediatamente. Giró el picaporte y abrió la puerta, invitando a Afonso a entrar. Era una sala amplia, llena de actividad, había mesas arrimadas a las paredes con enormes aparatos encima y hombres sentados con auriculares tomando notas. Tim se acercó a uno de ellos y le pidió que dejase libre el lugar. El hombre se incorporó, hizo el saludo militar, salió y el teniente, con una seña, le indicó al capitán que se sentase.

– Este es un sistema que tenemos por el que podemos interceptar las comunicaciones telefónicas entre los jerries -explicó, extendiéndole los auriculares-. Se llaman Listening Sets. Como usted habla alemán, estoy seguro de que estas conversaciones le resultarán muy interesantes.

Afonso se sentó en la silla y se colocó los auriculares. Los oídos se le llenaron de sonidos extraños, metálicos, sólo se captaban interferencias, chasquidos y silbidos. El capitán aguardó un minuto, el ruido era permanente. Hizo una seña al teniente Cook, como quien dice que allí no se oía nada, pero Tim le pidió paciencia con un gesto. Afonso no tuvo otro remedio que permanecer con los auriculares puestos. Pasaron diez minutos, quince, veinte, los párpados empezaron a pesarle, tenía sueño, se iba dejando arrullar por el sonido de las interferencias. De repente, resonó una voz en sus oídos.

– Hallo, Spandau.

– Jawohl -respondió otra.

– Bleiben Sie am Apparat.

– Was ist das?

– Bleiben Sie am Apparat. Geben Sie mir das Kennwort.

– Jawohl.

Se oyó una señal eléctrica.

– Hallo. Is die Verbindung in Ordnung?

– Jawohl.

– Also, jetzt gut aufpassen, auf keinen Fall von dem Apparat weggehen.

Se hizo silencio, pero Afonso se mantuvo aferrado a los auriculares, tenso, a la expectativa, totalmente despierto, atento a cada palabra que se había pronunciado. El silencio se prolongó durante cinco minutos, hasta que la primera voz volvió a la línea.

– Spandau. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Rüben Sie Oberhalb an und geben Sie es weiter. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Muss aber genau stimmen.

Afonso se quitó los auriculares, horrorizado, con los ojos empañados por el miedo.

– ¡Dios mío! -murmuró-. Están sincronizando los relojes.

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