TERCERA PARTE

Tempestad

Capítulo 1

Fue como si alguien hubiese encendido el interruptor. En un instante todo estaba tranquilo, sereno, silencioso. Se oía a las ranas croar junto a los charcos y a los grillos chirriar en los descampados devastados. En el momento siguiente, sin embargo, la tempestad se desencadenó con una violencia inaudita. No se trató al principio de un tiro, seguido de otro y de otro. Fueron los cañones disparando explosivos con una intensidad brutal, en una cerrada barrera de fuego, como una brusca marea que, sin aviso, gana terreno e invade la playa con una furia destructiva, como una orquesta que de repente rasga el silencio e irrumpe furiosamente en una infernal sinfonía.

Desde que regresara de Fleurbaix, el capitán Afonso Brandão se había sumido en un gran estado de ansiedad. Comunicó al mayor Montalvão todo lo que había sabido en el cuartel general de la 40a División británica, pero el comandante de la Infantería 8 no se mostró muy preocupado, probablemente pensó que era una más de las muchas falsas alarmas dadas por algún otro oficial demasiado nervioso. Sintiéndose impotente para frenar el rumbo de los acontecimientos, Afonso se resignó a su destino y regresó al Picantin Post aún con la íntima esperanza de que sus temores fuesen realmente infundados. No pudo dormir. Pasó la noche inquieto, inspeccionando las trincheras, mandando limpiar las armas y revisando los polvorines. Fijaba a veces los ojos en las líneas enemigas, intentando avizorar algún movimiento, tratando de adivinar lo que allí se tramaba, pero no veía nada, era como si se hubiese alzado un muro negro, amenazador y siniestro, insondable e impenetrable. Hacia las cuatro de la mañana, algo cansado, se recogió en el puesto y se sentó junto al depósito de ametralladoras a beber un té con dos hombres de guardia armados con Vickers.

A pesar de que ya estaba sobre aviso, Afonso casi volcó la jarra de té por el susto que le produjo aquella enorme oleada de explosiones que de repente encendió el horizonte e iluminó las sombras. Un fragor tumultuoso llenó la noche, el suelo temblaba como si lo sacudiera un tremendo terremoto, brutal y feroz, de una intensidad alucinante, colérica, el aire vibraba y trepidaba hasta el punto de hacer revirar los ojos, el ruido era tanto y tan compacto que al capitán le costó entender lo que le gritaba uno de los hombres de la ametralladora situada a sólo unos dos metros de distancia.

– … ya… al… gio.

– ¿Cómo?

– … ya… al… gio.

Afonso, perplejo, miró al soldado. No lograba entender lo que éste le gritaba. Dio un paso y acercó su oído a la boca de quien gritaba.

– ¡Vaya al refugio! -vociferaba el hombre.

El capitán respondió que no, con la cabeza. La intención del soldado era buena, pero quien daba allí las órdenes era él. Miró el reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Estiró la cabeza por encima del montón de sacos de tierra que protegía el refugio y vio el horizonte encendido enfrente y, detrás de él, una claridad roja de infierno se alzaba de las trincheras mientras fulgores luminosos cruzaban el cielo a centenares, a miles, silbando todos los proyectiles incandescentes que lanzaban los alemanes como lluvia sobre las líneas portuguesas, alcanzando al principio la zona del comando, en la retaguardia. Los cañonazos eran tantos que no se oía ninguno aisladamente, sino que todos formaban un bramido único, sordo, brutal, siniestro. Por el sentido de las detonaciones, se hizo evidente que el bombardeo no era aleatorio, sino dirigido con precisión a las carreteras, cruces y puntos de comando. Brillaban resplandores de fuego en el sector donde se situaba Laventie: probablemente el cuartel general de la brigada ardía.


El mayor Gustavo Mascarenhas despertó sobresaltado y vio pedazos de ladrillo, tierra y caliza desparramados sobre la manta que lo abrigaba. Dio un salto en la cama, sorprendido, con los oídos que aún le zumbaban, y, ya en pie, miró al otro lado de la ventana destrozada. La noche se había encendido, iluminada por sucesivas explosiones, la planicie temblaba bajo una barrera de fuego jamás vista por las tropas portuguesas. El segundo comandante de la Infantería 13 se quitó torpemente el pijama y se puso deprisa el uniforme. Una vez vestido y armado, salió de la habitación y bajó a la sala que servía de despacho, adonde afluyeron también los otros oficiales del batallón tramontano.

– Mi mayor, ¿ha visto esto? -le preguntó el alférez Viegas, aún calzándose una bota-. Ni el último día los boches nos dejan en paz. Ni el último día, carajo.

– Sí -asintió Mascarenhas de buen humor-. Me parece que ya nos están echando de menos y han decidido mandarnos estas simpáticas postales de despedida.

Todos se rieron nerviosamente, incluso dos sargentos que ejecutaban tareas de amanuenses en el despacho del batallón. El comando de la Infantería 13 se encontraba instalado en un edificio denominado Senechal Farm, en Lacouture, un puesto que estaba con respecto a Ferme du Bois como Laventie con respecto a Fauquissart.

Fuera, el ruido de las detonaciones era ensordecedor. La casa temblaba con la vibración de las explosiones, pero los oficiales se mostraban serenos.

– ¿Saben qué es esto? -preguntó el capitán Ambrosio después de un estremecimiento más de los cimientos de la casa.

– ¿Una venganza por nuestro bombardeo de ayer? -arriesgó Viegas.

– Ni más ni menos. Los tipos nos están haciendo pagar lo de ayer.

La artillería portuguesa, en la víspera, había bombardeado las posiciones alemanas en Bois du Biez, frente a Neuve Chapelle, y todos coincidían en que estaban recibiendo la respuesta del enemigo.

– Oye, Viegas, fíjate a ver si este bombardeo es sólo en nuestro honor o si está también afectando a otros batallones -ordenó Mascarenhas.

El alférez era el señalero de la Infantería 13, y fue a comunicarse por teléfono con la brigada. Cogió el teléfono, se pegó al micrófono y se puso el auricular en el oído izquierdo.

– ¡Oiga! ¡Oiga! -llamó, e hizo una pausa-. ¿Me oye bien? ¡Diga! ¡Oiga! -Intentó la comunicación durante un minuto más hasta convencerse de que no era posible la llamada. Miró a Mascarenhas y meneó la cabeza-. No hay respuesta, mi mayor. Las granadas deben de haber cortado los hilos.

– Coge a dos hombres y ve a reparar las líneas -ordenó el mayor.

Viegas se puso la gabardina, llamó a dos soldados, cogió una caja de herramientas y salió, sumergiéndose en la noche turbulenta.


Hacía ya una hora que el pelotón dirigido por el sargento Rosa se protegía en la línea del frente, viendo cómo las granadas y bombas, que ululaban al acercarse, despedazaban metódicamente la trinchera de la primera línea. Las primeras salvas se habían dirigido a la retaguardia, pero la artillería alemana fue poco a poco acortando el tiro, arrasando las posiciones portuguesas de atrás hacia delante como un rodillo compresor, hasta concentrarse en la primera línea. A Vicente ya le había rozado el hombro una esquirla de bomba cuando se oyó un zumbido más y todos se acurrucaron, dándose cuenta por instinto de que la granada caería justo encima de ellos.

La explosión se produjo de lleno en la línea del frente, en una zona guarnecida por algunos hombres del pelotón. Fue una deflagración terrible, seguida de una ráfaga caliente de aire y de una lluvia de escombros, piedras y polvo, como si estuviese pasando por allí una corriente de los infiernos. Matías, el Grande, se levantó, los oídos le zumbaban, se inspeccionó el cuerpo, confirmó que había salido ileso a pesar de tener las mangas del uniforme rasgadas, y miró el cráter donde había caído la granada. En el lugar de sus compañeros se encontraba solamente aquel siniestro hueco humeante, era evidente que los cuerpos habían sido cortados a pedazos o incluso se habían volatilizado por la acción del calor de la explosión. El sargento Rosa se levantó con igual dificultad, se sentía mareado, y miró, contándolos, a cada uno de los hombres del pelotón.

– Faltan tres -concluyó. Miró de nuevo, buscó los rostros que no veía y los llamó-. ¿Ribeiro? -insistió-. ¡Ribeiro! ¡Ribeiro! -Todos se quedaron callados, con la mirada pesada, tensa-. ¿Parente? ¿Oliveira?

No hubo respuesta y el grupo supuso, sin gran margen para la duda, que los tres estaban muertos. En el cráter se veían algunos trozos de carne suelta y se reconocían incluso dos dedos, uno de ellos un pulgar. Había más vestigios, pero nadie quiso analizarlos. Otros dos hombres se encontraban heridos y gemían apoyados en lo que quedaba del parapeto, con unos sacos de tierra ya rasgados. A uno de los heridos le sangraba abundantemente la cabeza y el segundo tenía una esquirla clavada en la pierna.

– Pedroso -llamó Rosa-. Ayuda a esos dos y llévalos al puesto médico.

– Sí, mi sargento.

Pedroso se colocó la Lee-Enfield en bandolera, agarró el brazo del que estaba herido en la pierna, que se apoyó en él, cogió la mano del otro, y avanzaron trinchera arriba hasta donde pudiesen prestarles ayuda.

El pelotón se encontraba ahora reducido a unos cuatro hombres extendidos en la primera línea vigilando la Tierra de Nadie. A lo largo de la trinchera, se refugiaban otros pelotones de la compañía, pero no estaban a la vista. Diez minutos más tarde, otras dos granadas cayeron a continuación en plena línea del frente, a unos quince metros de distancia de los restos del pelotón del sargento Rosa, y los hombres se miraron.

– Mi sargento -dijo Matías, hablándole a Rosa al oído-. Es mejor que nos vayamos a una trinchera de comunicación; de lo contrario, estamos perdidos. Esta línea no se sostiene.

Rosa observó la parte de la línea del frente que se extendía al alcance de sus ojos y comprobó que la trinchera había quedado totalmente desmantelada, en ciertas partes ya no había parapeto, sólo una amalgama de tierra y barro, tablas rotas y sacos reventados. Los hombres se encontraban todos tumbados en el suelo, tapándose los oídos con las manos: la única manera de defenderse de las sucesivas explosiones. Rosa se levantó, tocó la espalda de cada uno para llamarles la atención, hizo una seña con la cabeza, agarró el teléfono y fue corriendo, agachado, hasta Burlington Arcade, la primera trinchera de comunicación que tuvo delante; lo que quedaba del pelotón lo siguió. Una vez en la nueva trinchera, que se encontraba más entera y ofrecía mejor protección a las detonaciones de flanco, los hombres se refugiaron, con las Lee-Enfield preparadas, Matías sin desprenderse de la Lewis, y aguardaron.


Afonso miró una vez más el reloj. Eran las seis de la mañana, llevaba casi dos horas encerrado en el refugio, abrumado por la violencia de aquel fuego compacto. El capitán se preguntó cuánto duraría el bombardeo. Convencido de que se encontraban frente a una gran ofensiva, admitió la hipótesis de que la lluvia de bombas podría prolongarse más de un día y se preguntó también si, en aquellas condiciones, sería posible iniciar la retirada del CEP y la entrada de las nuevas fuerzas británicas destinadas a aquel sector. Era deseable que eso ocurriese antes del avance de la infantería alemana, razonó, pero Afonso sabía que era improbable, jamás los ingleses efectuarían una sustitución de fuerzas bajo tamaño bombardeo.

– Creo que van a hacer un raid -opinó el teniente Pinto con la voz trémula.

Todos los oficiales que se encontraban en el refugio de Pincantin coincidieron. Aquél sólo podría ser el bombardeo preliminar de un raid alemán más. Afonso tenía otra opinión, pero se ahorró manifestarla, sabía que acabaría corroyendo la determinación y la moral de los soldados.

– André, llama a la línea del frente -ordenó al telefonista de guardia.

El sargento André cogió el teléfono y llamó.

– ¿Oiga? ¿Oiga? ¿Primera línea? -Hizo una pausa-. Un momento, el capitán Brandão quiere hablarle.

Afonso fue hasta el teléfono.

– ¿Diga? Aquí el capitán Brandão. ¿Quién habla? -Pausa-. Sargento Rosa, ¿qué ocurre en la primera línea? -Pausa prolongada-. Sí, han hecho bien. -Una pausa más-. Claro. -Pausa-. Sargento, la orden es resistir, ¿entendido? Si es preciso, retrocedan hasta la línea B. Pero resistan, ¿ha oído? Resistan. -Pausa-. Hasta luego, sargento. Hasta luego.

Apoyó el auricular y miró a sus compañeros del refugio.

– ¿Y? -quiso saber Pinto.

– Toda la línea del frente está destruida -dijo-. Han caído unas granadas encima del pelotón de Rosa, hay tres muertos y dos heridos, ya trasladados al puesto médico. El resto del pelotón se ha instalado en la Burlington. -Miró al telefonista-. André, ponme con los otros puestos de la primera línea.

El sargento cogió el teléfono, pero Joaquim llamó a Afonso antes de que se concretase la nueva llamada.

– Mi capitán, ha venido un ordenanza de la compañía del centro -anunció, señalando a un soldado delgaducho, con expresión de susto.

– ¿Qué ocurre, muchacho?

– Mi capitán, mi comandante manda comunicar que ha retirado parte de la compañía hacia la derecha y otra parte hacia la izquierda porque no se puede seguir en el punto donde nos encontrábamos. La barrera es muy fuerte y ya tenemos dos muertos y seis heridos.

– Muy bien -replicó Afonso-. Dile al comandante que he tomado nota y voy a transmitir esa información. -Se volvió hacia el teniente Pinto-. Zanahoria, hazme el favor, llama a Augusto. Quiero que se reúna con el mayor Montalvão para transmitirle esta información y solicitarle instrucciones.

– Mi capitán -interrumpió André, sosteniendo el teléfono-. El cabo Veloso de la primera línea al habla.

Afonso miró todos los rostros vueltos hacia él, ansiosos, multiplicándose en demandas, y pensó que iba a tener un día muy difícil.


Sacudida la Senechal Farm por sucesivas detonaciones, sus ocupantes comenzaron a sentirse seriamente preocupados. Hacía casi tres horas que el alférez Viegas había salido a reparar las líneas telefónicas, pero lo cierto es que los teléfonos seguían mudos.

– Son las siete de la mañana, ya llevan tres horas de bombardeo -se impacientó Mascarenhas-. Esto parece algo más que una venganza.

– Es un raid, mi mayor, sólo puede ser un raid más -aventuró el capitán Ambrosio-. ¡Y qué raid! La puerta de entrada se abrió con brusquedad y entró un soldado despavorido; otros venían detrás.

– ¿Me permite, mi mayor?

– ¿Qué ocurre?

– Tenemos heridos, mi mayor.

– Entren, entren -dijo.

Por la puerta pasaron cuatro hombres que llevaban a hombros a otros tres con sus ropas desgarradas, manchas de sangre en los brazos, en las piernas, en la cabeza. El capitán Ambrosio los llevó a los cuartos y ayudó a colocarles las vendas. El sargento Cacheira, uno de los amanuenses que se encontraban en la sala, se había acercado a una ventana a observar las explosiones cuando lanzó la alarma.

– Acaban de caer unos cilindros vacíos -anunció-. ¡Tienen humo dentro! -Estiró la cabeza para ver mejor-. ¡Atención! ¡Es gas! ¡Es gas!

Todos se pusieron las máscaras, incluso los heridos. Los militares sintieron la respiración pesada, el aire enrarecido, las gafas se empañaron, pero resistieron el impulso de arrancarse las máscaras y se mantuvieron así.


El sol se alzó por detrás de las líneas alemanas, pero nadie llegaba a verlo. La claridad del día brotaba pálidamente de la niebla cerrada que se había abatido sobre las trincheras, una neblina tan densa y opaca que sólo permitía una visibilidad de treinta metros, a lo sumo cincuenta. Afonso se cansó de usar los prismáticos para intentar observar lo que ocurría, sus ojos tropezaban con una barrera nublada que las lentes no lograban penetrar. El bombardeo había disminuido sensiblemente de intensidad sobre las primeras líneas, con la artillería alemana concentrada ahora en la retaguardia del sector portugués. Esta evolución, por un lado encarada con alivio, era en realidad muy preocupante, porque significaba que el enemigo, con alta probabilidad, hacía avanzar a su infantería. El problema es que la densa niebla impedía observar lo que ocurría en la Tierra de Nadie, dando así una enorme ventaja a las fuerzas atacantes.

– André, ¿no puedes conectarme con la primera línea? -preguntó Afonso.

El sargento meneó la cabeza.

– Creo que han cortado los hilos telefónicos, mi capitán. Nadie responde.

Afonso suspiró. Necesitaba hablar con urgencia con la línea del frente para saber si habían avistado a soldados enemigos, pero sin comunicaciones era difícil determinar la situación de la compañía. Los teléfonos no funcionaban y la neblina no permitía ver los «Very Lights» lanzados por los diferentes pelotones y compañías pidiendo socorro o informando del abandono de las líneas. Al darse cuenta de que no podía operar sin disponer de alguna información, el capitán fue hasta la puerta del refugio y llamó a su ordenanza.

– ¡Joaquim! ¡Joaquim!

El soldado salió de su búnker y se acercó a paso rápido.

– ¿Sí, mi capitán?

– Quiero que vayas a la primera línea a ver qué está ocurriendo. Si ves algún boche, no quiero tiroteos. Vuelves corriendo y me informas, ¿entendido?

– Sí, mi capitán.

– Ve, pues, anda.

Afonso regresó pensativo al refugio. Si el bombardeo se había atenuado, volvió a razonar, se debía sin duda a que la infantería alemana avanzaba. La neblina sólo servía para ocultar el avance de las tropas.

– Zanahoria -dijo, dirigiéndose al teniente Pinto-. Ve a decirles a los hombres de las ametralladoras que quiero que rieguen la Tierra de Nadie con ráfagas sucesivas. Que disparen hacia allá, aunque no distingan ningún objetivo.


Matías se agitaba en la trinchera, preocupado porque no lograba ver la Tierra de Nadie. Se oían disparos de ametralladora y fusiles, pero nada se podía observar, eran sólo sonidos que venían de alguna parte. El problema no era únicamente aquella neblina densa que empañaba su visión, también lo era la posición en la que el pelotón se encontraba. La Burlington Arcade podía incluso ser más segura que la primera línea durante un bombardeo pesado, pero, debido a su trazado perpendicular, no constituía sin duda el mejor sitio para observar un eventual avance de la infantería enemiga. No era casual, además, que no se hubiera concebido la Burlington como una trinchera de combate, sino sólo de comunicación.

– Mi sargento -llamó hacia atrás.

Ya no había necesidad de gritar, las granadas seguían estallando por allí, pero sin la intensidad de las tres primeras horas.

– ¿Qué, Matías?

– La infantería boche debe de estar a punto de avanzar en cualquier momento, si es que no ha avanzado ya -indicó el cabo-. En esta trinchera no podemos distinguirlos. Oímos los tiros, pero no vemos nada. Tenemos que marcharnos.

– ¿Y adonde quieres ir, Matías? -se sorprendió el sargento Rosa-. ¿No ves que la primera línea ha quedado inutilizada? Además, ya ni siquiera hay primera línea.

– Lo sé, mi sargento. Lo mejor es que vayamos a la línea B.

– El capitán Brandão ha ordenado resistir hasta el final.

– Sí, mi sargento -asintió Matías-, pero aquí no resistimos nada. Si los boches aparecen, desde el punto que ocupamos sólo llegaremos a verlos cuando se nos vengan encima. Además, como la artillería boche ya ha reducido su acción en esta zona, es muy posible incluso que estén intentando rodearnos, para pillarnos por detrás. Por eso tenemos que ir a la línea B. Allí resistiremos mejor.

– El tiene razón, mi sargento -coincidió Baltazar, tumbado detrás de Matías.

Rosa se quedó meditando en el asunto. Alzó la cabeza, miró a un lado y al otro, comprobó que, realmente, no lograba ver lo que ocurría ni a la derecha ni a la izquierda y se volvió hacia el pelotón.

– Está bien -exclamó finalmente-. Vamos allá.

Eran las ocho de la mañana cuando el pelotón del sargento Rosa abandonó su posición en la Burlington Arcade, junto a la línea del frente, y retrocedió por aquella trinchera de comunicación rumbo a la línea B. Los hombres avanzaron a paso rápido, siempre agachados, y fueron a desembocar en la Rué Tilleloy, donde se formaba la segunda línea. Siguieron corriendo para atravesar la gran carretera, pero, a mitad de camino, sintieron que proyectiles rasantes cortaban el aire. Se inmovilizaron, sorprendidos, oyeron el matraqueo de una ametralladora a la derecha, se desorientaron; uno de ellos cayó al suelo con un sonido seco, fue alcanzado, Rosa saltó hacia delante y se lanzó al arcén, el resto del pelotón retrocedió y quedó del otro lado.

– ¡Boches! -gritó Matias, jadeante, pegado al suelo-. ¡Hay boches en la Tilleloy!

Los hombres alzaron la cabeza y observaron al compañero que había caído en plena carretera, alcanzado por la ametralladora enemiga. Era Abel, el muchacho delgaducho y callado que había venido de Gondizalves. La herida era seria, su situación parecía desesperada. El Canijo se agarraba el cuello, de donde brotaban, en pavorosos chorros, chisguetes de sangre oscura, las manos teñidas de rojo intentaban parar la hemorragia, el agujero en la garganta emitía horribles ruidos de aire que se esforzaba en entrar y salir. Abel se asfixiaba en silencio, incapaz de proferir, aunque más no fuese, un gemido, y nadie podía ayudarlo. Vicente se incorporó para saltar a la carretera e ir a socorrer al amigo, la ametralladora abrió fuego y Matias lo atrapó por las piernas y lo tiró al suelo.

– ¡Déjame! -se quejó Vicente, intentando soltarse-. ¡Déjame que lo ayude!

– ¡Quédate quieto, Manitas! -bramó el cabo-. No lo puedes ayudar. Y, si vas allí, te matarán también a ti.

Matias era mucho más fuerte que su compañero y lo mantuvo firmemente sujeto entre sus enormes brazos. Vicente se dio cuenta de que no podría desprenderse, estiró la mano izquierda en dirección a Abel, que aún se retorcía en plena Tilleloy, y comenzó a llorar, desesperado, impotente. Ya había visto morir a otros camaradas, pero éste era diferente, formaba parte de su núcleo más directo de amigos del pelotón. El Canijo se retorcía ahora preso de las convulsiones, era evidente que vivía sus últimos instantes, y todos los hombres, a excepción de Matias, volvieron la cara a un lado o cerraron los ojos, no querían presenciar la muerte del joven. Sólo el cabo vio el estertor final, las piernas temblando en un violento espasmo, los ojos revirados hasta ponerse en blanco, el cuerpo estremecido en una postrera convulsión, un suspiro hondo y tenebroso, la carne inmóvil finalmente, la sangre que se estancaba y dejaba de brotar de la garganta.

Los hombres del pelotón se quedaron un buen rato callados.

Vicente había recuperado el control de sus emociones y se mantuvo igualmente silencioso. Pero los hombres sabían que se encontraban en una situación mucho más difícil de lo que habían previsto. Matias se preguntaba qué hacía una ametralladora alemana en la Rué Tilleloy, en el sector de Fleurbaix, a la izquierda de las líneas portuguesas, una zona que, era de suponer, estaba guarnecida por las tropas británicas de la 40a División.

– Mi sargento -dijo.

– ¿ Qué? -respondió la voz del otro lado de la Tilleloy.

– ¿No ve a los gringos?

– No.

Matias se quedó pensativo.

– Deben de haberse ido -razonó en voz alta frente a Rosa-. Los gringos se fueron y los boches están entrando por allí. -Hizo una pausa para proseguir su razonamiento-. Esto significa que han comenzado a flanquearnos, mi sargento, están dando la vuelta para sorprendernos por detrás. ¡Estamos perdidos!

– Tenemos que retroceder más -dijo el sargento-. ¿Qué sugieres?

Matias miró al pelotón. Vicente y Baltazar estaban tumbados detrás de él, muy quietos. El cabo se arrastró hasta un árbol calcinado, a diez metros de distancia, alzó la cabeza, despacio, y espió por el borde del tronco hacia su derecha. Vio hombres al fondo. Miró con atención los cascos y confirmó que eran alemanes. Se agachó y se arrastró de nuevo en dirección a sus hombres.

– Los boches están allí, justo al fondo, vigilando la Tilleloy -dijo en voz lo bastante alta para que Rosa lo oyese-. Vamos a hacer lo siguiente… -Hizo una pausa para retomar el aliento-. Ya los he visto y voy a abrir fuego sobre esos tipos con mi «Luisa». Cuando comiencen las ráfagas, vosotros saltáis al otro lado -ordenó, hablando ahora con los dos soldados que estaban junto a él-. Después, vosotros tres disparáis y yo salto, ¿comprendido?

Los hombres asintieron con la cabeza. Rosa confirmó de viva voz. Matias hizo una seña a sus compañeros para que se preparasen, agarró la Lewis con firmeza, respiró hondo, se levantó y abrió fuego. Acto seguido, Vicente y Baltazar se incorporaron y pasaron al otro lado de la carretera. Los alemanes respondieron y el cabo se agachó de inmediato. Aguardó un instante.

– ¿Va todo bien?

– Sí -confirmó Rosa-. Aguanta un poco, vamos ahora a prepararnos nosotros. En cuanto os dé la señal, abrimos fuego y saltas tú. -Hubo un compás de espera para que los tres hombres prepararan las Lee-Enfield. Unos instantes más y se oyó la voz del sargento-. ¡Ahora!

Los tres hombres se incorporaron y dispararon con los fusiles. Al mismo tiempo, Matías se lanzó al otro lado de la Tilleloy y rodó por el arcén, mientras la Maxim alemana volvía a ametrallar la carretera y los repiqueteos de la ráfaga levantaban nubes de tierra y barro.

– ¿Estás bien? -preguntó Rosa, nuevamente agachado.

– Sí, yo…

Un ruido por detrás los dejó momentáneamente paralizados. Dirigieron las armas hacia la Picadilly Trench, la trinchera de comunicación que prolongaba la Burlington Arcade, y se prepararon para apretar los gatillos, pero el azul del uniforme del hombre que vieron asomar desde la línea los hizo suspender los disparos. El recién llegado era portugués.

– ¿Qué pasa, muchachos? -saludó el desconocido.

Los integrantes del pelotón suspiraron.

– Hombre, estuvimos a punto de liquidarte, caray -exclamó el sargento Rosa-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– El capitán Brandão me ha mandado a ver qué pasa en la línea del frente -dijo el soldado, incorporándose para seguir avanzando-. Tengo que ir hasta allá.

– ¿Cómo te llamas?

– Joaquim.

– Pues bien, Joaquim, la línea del frente es ésta.

– ¿Esta? Pero ésta es la Tilleloy. Lo que tengo que hacer es…

– Joaquim -interrumpió Rosa-. La primera línea ya no existe, está arrasada. ¿Entiendes? Hay boches allí, a la izquierda, con una ametralladora dispuesta a hacernos polvo. Por eso ya no puedes avanzar, ésta es ahora la línea del frente. ¿Has entendido?

Joaquim miró a los cuatro hombres con desconfianza. Pero su expresión seria y cansada, además del cuerpo extendido en plena carretera, lo convencieron de que, por increíble que pareciese, estaban diciendo la verdad. Los alemanes habían llegado realmente a la Rué Tilleloy.

– ¿Los boches están aquí?

– Sí -confirmó Matias, que señaló hacia la izquierda-. Allí al fondo.

– ¿Los habéis visto?

– Los hemos visto, disparamos sobre ellos, ellos dispararon sobre nosotros y han matado a uno de nuestros compañeros.

Joaquim dio media vuelta.

– Entonces es mejor que me acompañéis hasta el Pincantin Post. El capitán Brandão querrá hablar con vosotros.


A la misma hora, a las ocho de la mañana, el alférez Viegas entró en la casa de Senechal Farm con un soldado a sus espaldas. El hombre llegaba jadeante, cubierto de polvo y barro, y, detalle en el que repararon los oficiales de la Infantería 13, estaba desarmado.

– Mi mayor -dijo Viegas-. He cogido a este desertor corriendo por la carretera, como una gallina atontada. Trae novedades del frente.

El mayor Mascarenhas se acercó al hombre, que parecía absolutamente aterrorizado.

– ¿ Identificación?

– Soy el soldado Fonseca, mi mayor -dijo entre jadeos-. Mi número es el 173, contramaestre de cornetas de la Infantería 17a.

– ¿La Infantería 17a? -repitió Mascarenhas, que reconstruyó mentalmente la disposición de las fuerzas en el terreno-. Si no me equivoco, deberías estar en Ferme du Bois. Creo que tu comando está en el Lansdowne Post. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Eh? ¿Quién te ha autorizado a ausentarte de tu puesto?

El hombre lo miró con horror.

– Pero, mi mayor…, no está comprendiendo -exclamó de manera atropellada-. Los boches…, los boches entraron de repente… Un montón de ellos, parecían hormigas… Arramblaron con todo, el comando del 17, el comando del 4, además de todos los hombres… Está todo hundido, todo hundido… El hundimiento es general, mi mayor… Ellos están muy cerca, tenemos que escapar.

– Pero ¿tú me estás tomando el pelo o qué? -preguntó Mascarenhas con dureza-. ¡Qué boches ni qué diablos! ¡Tú no eres más que un desertor, has abandonado a tus compañeros, ésa es la verdad!

– Mi mayor…, por favor. -El hombre titubeaba, jadeaba, reviraba los ojos, las palabras le salían en tropel, se mostraba agitado y parecía al borde de un ataque de nervios-. Tenemos que irnos…, ¡por favor, deje que me vaya!

Entró en la sala un centinela del 13.

– Mi mayor, han aparecido más desertores en la carretera, vienen huyendo de las primeras líneas. ¿Qué hacemos?

Mascarenhas vaciló. Miró al contramaestre de los cornetas del 17, comprobó que la historia que había contado era verdadera, sólo podía ser verdadera, dado su estado de nervios y la aparición de más fugitivos, y se volvió hacia el centinela.

– Juntadme a todos esos desertores y recoged la información que traigan -ordenó-. Después preparadlos para resistir. Es el momento de que estos tipos dejen de huir y vayan a combatir. -Señaló al soldado Fonseca-. Y llevaos a este soldado también.

El mayor hizo una seña a los oficiales de su Estado Mayor para que se acercasen y fue a buscar un mapa, que extendió sobre una de las mesas de la sala. Cogió un lápiz y señaló la situación en el terreno antes del ataque.

– Por tanto, en la línea de Ferme du Bois estaba el 17 en Lansdowne Post y el 10 en Path Post, con el 4 detrás, en Chavattes Post -dijo, escribiendo los números de los respectivos batallones en el punto que ellos supuestamente guarnecían-. Ahora bien, de creer a ese idiota, todo indica que está diciendo realmente la verdad, el 17 y el 4 han dejado de combatir. No tenemos noticias del 10, pero, si el 4, que está atrás, fue aniquilado, el 10 también debe de encontrarse fuera de combate. -Marcó con una cruz Lansdowne, Path y Chavatte, asumiendo que no podía contar con esas fuerzas. Alzó la cabeza y miró a sus oficiales-. Eso significa que nosotros somos ahora la línea del frente y que los boches vienen de un momento a otro. -Se hizo silencio-. ¿Alguna sugerencia?

El capitán Ambrosio carraspeó.

– Mi mayor, ¿no deberíamos aplicar el plan de defensa?

– Sí -asintió Mascarenhas-. El problema es que no tenemos plan de defensa. Se lo pedimos ayer al mayor Passos e Souza; él dijo que se ocuparía del asunto, pero no se ha vuelto a comunicar con nosotros. Por tanto, no hay plan y nosotros tendremos que inventarnos uno. -Miró de nuevo el mapa y suspiró-. Sólo veo un camino. Tenemos que avanzar en el terreno y establecer contacto con el enemigo. -Volvió a mirar a sus oficiales-. ¿Voluntarios?

– Yo, mi mayor -exclamó de inmediato el teniente Alcídio de Almeida, comandante de la segunda compañía.

– Muy bien, Alcídio -dijo Mascarenhas en tono de aprobación, y volvió con el lápiz al mapa-. La segunda compañía va a ocupar aquí la trinchera 5 y enviar patrullas para explorar el terreno de enfrente. La misión de esas patrullas es localizar al enemigo, reunirse con cualquiera de nuestros hombres que lleguen a encontrar y resistir hasta el límite. -El mayor alzó la cabeza y miró al alférez Martins, ayudante del batallón-. Además, lo mismo deben hacer la primera y la tercera compañía. Por ello, señor alférez, transmita estas órdenes al teniente Gonçalves y al capitán Magno. -Se enderezó, dando muestras de que la reunión había concluido-. Señores, vamos a resistir hasta que lleguen los refuerzos. Está previsto que los ingleses nos sustituyan esta tarde. Una hora o sólo diez minutos pueden marcar la diferencia. Tenemos que esperarlos y después, de forma compacta, mandar a los boches al Infierno. Por ello, amigos, cuento con vosotros para aguantar lo más posible, aguantar hasta que lleguen los ingleses. Buena suerte a todos.

Los oficiales se dispersaron. Mascarenhas acompañó al teniente Alcídio hasta donde se reunían los hombres de la segunda compañía y comprobó que las municiones estaban en situación crítica. Faltaban cartuchos, cada soldado estaba provisto de su dotación individual. Además, no había granadas de mano ni de fusil. El mayor se acordó entonces de que los hombres de la Infantería 24, que antes ocupaban Senechal Farm, habían dejado varias cajas de cartuchos abandonadas, distribuidas por el acantonamiento de Lacouture, y fue con los soldados a buscar esas municiones, que se recogieron y guardaron por el momento en el despacho. Se distribuyeron cartuchos entre todos. Cuando finalmente partió la segunda compañía, Mascarenhas salió en busca de más municiones.


Fue al hacerse la toilette de la mañana cuando Agnès se dio cuenta por primera vez de que algo anormal estaba ocurriendo. Al acercarse a la ventana del anexo reparó en que el rumor de la artillería había recrudecido con mayor intensidad que de costumbre. Se detuvo en medio de un movimiento y se quedó estática, atenta a los sonidos distantes. En vez de los habituales estampidos que caracterizaban los lejanos disparos de cañón, notó ahora un rumor permanente, un murmullo ininterrumpido y aterrador. Abrió la puerta, asomó la cabeza fuera y confirmó esa impresión. Se quedó con miedo y pensó inmediatamente en un raid. Para calmarse se repitió varias veces que Afonso desempeñaba funciones administrativas y que no ocupaba las primeras líneas. Además, nada aseguraba que, de ser un raid, se tratase de un raid enemigo. Muy bien podía ser una operación de los portugueses. Se calmó. El pánico dio lugar a un incontenible nerviosismo.

Salió a la calle quince minutos después, en un estado de gran inquietud, ansiosa y perturbada. Cogió la bicicleta y se dirigió deprisa al hospital para asegurarse del turno que le habían asignado. Pedaleó con los ojos vueltos hacia el este, hacia la fuente del fragor de la batalla, y entendió por la reacción de los transeúntes que también éstos consideraban que el ruido de la artillería era más intenso que de costumbre. Igualmente el tráfico de vehículos militares parecía anormalmente elevado, lo que contribuía al estado de nerviosismo general que se había adueñado de todos.

En cuanto entró en el hospital, Agnès notó que el ambiente era caótico, el movimiento intenso, el patio se encontraba repleto de heridos y se cernía en el aire una inquietud indefinible. Con un mal presentimiento que le pesaba en el alma, la francesa pasó por el despacho.

– ¡Oh, mademoiselle! -llamó la enfermera jefe portuguesa cuando la vio en la puerta de su despacho-. ¡Hoy la necesitamos en la sala de traumatología, hay que ver el trajín que hay allí!

– ¿En traumatología? ¿Por qué?

La enfermera jefe se detuvo, sorprendida.

– ¿Por qué? ¡Vaya pregunta! ¿No ha visto que hoy tenemos muchos heridos?

Agnès se sintió paralizada. Quería formular la pregunta que tenía en la mente, la pregunta crucial, la pregunta que la consumía desde que por primera vez oyera el fragor anormalmente intenso de la artillería. Experimentaba, sin embargo, un pavor que la inmovilizaba, temía la respuesta, le daba miedo la verdad. Vaciló un buen rato, angustiada e indecisa, pero acabó pronunciando las palabras que la sofocaban.

– ¿Qué ocurre?

La enfermera jefe llenaba el registro de las admisiones de último momento y no levantó la cabeza.

– Así pues, ¿no lo sabe? Los boches han lanzado una gran ofensiva.

El corazón de Agnès se aceleró.

– ¿Dónde?

– En todo el sector portugués. Ferme du Bois, Neuve Chapelle, Fauquissart. Es una catástrofe, hay muchos muertos y no paran de llegar heridos a centenares.

Agnès miró aterrorizada el registro que estaba haciendo la enfermera jefe, lo arrancó con brusquedad de las manos de su superiora jerárquica, que se quedó boquiabierta, y buscó con angustia y en gran estado de ansiedad el nombre del capitán Afonso Brandão. Recorrió la lista tres veces. Después de comprobar que no constaba en el registro, dejó caer el documento al suelo y se fue corriendo hasta el patio. Con los ojos bañados en lágrimas y la mano derecha pegada a la boca, se quedó inmóvil mirando el horizonte.

– Alphonse -murmuró conmovida.

Quiso gritar, pero le faltaban las fuerzas, sólo asomó un sollozo a su garganta. Allí se quedó paralizada, con la mirada perdida, invadida por presentimientos tumultuosos, la desesperación adueñada de su alma, la esperanza sumida en un rincón, rota y olvidada. Se sentía perdida, amedrentada, abandonada por el destino, rodeada por el siniestro fragor de la batalla, aplastada por las tenebrosas columnas de humo negro que se extendían hacia el cielo en un pavoroso augurio de muerte: eran en definitiva el oráculo, la profecía de una terrible tragedia.


Eran poco más de las nueve de la mañana y Afonso sabía que la situación era muy crítica. El sargento Rosa le había traído la noticia de que los alemanes estaban flanqueando al batallón, entrando por el sector inglés de Fleurbaix, lo que implicaba que el puesto corría el riesgo de ser cercado.

– No entiendo por qué motivo los gringos no dijeron nada -se desahogó hablando con Pinto-. ¿O sea que retroceden y no avisan?

El teniente Pinto lo encaró con expresión alucinada.

– Deberíamos hacer como ellos, Afonso -dijo-. Si ellos se han ido, también tenemos que irnos nosotros, es peligroso estar aquí.

Afonso se quedó atónito ante este comentario hecho delante de los soldados.

– ¡Oiga, teniente, compórtese! -bramó el capitán, que asumió con firmeza su papel de superior jerárquico-. ¡No quiero oír aquí ese tipo de comentarios! Tenemos un deber que cumplir y vamos a cumplirlo. Haga el favor de asegurar que los hombres bajo este comando mantengan su espíritu de combate.

El teniente no dijo nada más y fue a sentarse junto al telefonista, cabizbajo. Afonso lo miró con preocupación. Se negaba a salir del refugio, alegando los más variados y absurdos pretextos, sudaba mucho y se mantenía ajeno a las funciones de comando a las que, por ser oficial, estaba obligado. El capitán consideró que, dadas las circunstancias, eso era normal, él mismo se encontraba terriblemente amedrentado, pero el Zanahoria no debería dejar traslucir de un modo tan visible su miedo, sobre todo frente a los hombres. Más que afectar al prestigio de los oficiales, esa actitud era, en aquellas circunstancias, tremendamente peligrosa.

Una intensa fusilería estalló en ese momento en el puesto. Las ametralladoras y los fusiles comenzaron a disparar, y se oían zumbidos por todos lados. Afonso salió del refugio de comando y fue corriendo hasta uno de los tres depósitos de Vickers existentes en el puesto. El encargado de la ametralladora disparaba furiosamente hacia delante, mientras el ayudante preparaba una segunda cinta de balas para encajar en el arma. El capitán se le acercó al oído, intentando hacerse entender en medio del estruendo.

– ¿Qué pasa?

– Boches, mi capitán -gritó el ayudante como respuesta. Señaló hacia delante; Afonso vio cascos que se movían en las líneas, eran varios centenares-. Están allí.

El capitán miró a su alrededor y vio a los soldados que defendían el puesto de Picantin abriendo fuego hacia el este y hacia el norte. Volvió al refugio de comando para coger, también él, un fusil, y coordinar la defensa. Asomó a la puerta y lanzó las órdenes.

– André, ve con un soldado hasta Red House a pedir auxilio. Diles que nos están rodeando y necesitamos refuerzos y municiones.

– Inmediatamente, mi capitán -exclamó el telefonista, que se levantó de la silla y se procuró un arma.

Afonso miró a su alrededor.

– ¿Dónde está el teniente Pinto?

André lo encaró turbado.

– El teniente… ha salido, mi capitán.

– ¿Que ha salido? ¿Adónde?

El telefonista se encogió de hombros y bajó los ojos. El capitán se dio cuenta de que no estaba diciendo toda la verdad.

– André, ve a llamarlo, anda. -Afonso fue hasta el armario del refugio y cogió la última Lee-Enfield que había ahí. Dio media vuelta para salir y vio a André inmóvil en el mismo sitio-. ¿Y? ¿Qué estás haciendo ahí?

– Mi capitán -titubeó el telefonista, que se calló enseguida.

– ¿Qué hay, hombre? -se impacientó Afonso, imperioso-. ¡Desembucha, anda!

– Mi capitán, el teniente Pinto no está aquí -dijo André con gran esfuerzo.

– Eso ya lo sé. Ve a buscarlo.

El telefonista vaciló.

– Mi capitán, el teniente Pinto se ha ido.


El mayor Gustavo Mascarenhas miró las cajas de municiones que había logrado reunir. Eran ahora las diez de la mañana y el segundo comandante de la Infantería 13 había juntado solamente tres mil cartuchos, mendigados al comandante de un batallón de ciclistas ingleses que se encontraba en el blockhaus de Lacouture, al lado de la iglesia. No eran muchas balas, pensó, pero tendrían que arreglárselas con lo que había. El problema era ahora hacer llegar estas municiones a las compañías que habían salido en busca del enemigo.

– ¿Me permite, mi mayor?

Mascarenhas se volvió y vio al alférez Viegas.

– ¿Qué ocurre, Viegas?

– Han aparecido soldados del 15, mi mayor.

El mayor siguió al alférez y encontró a los integrantes de la Infantería 15, de Tomar, junto a la iglesia. Ese batallón se mantenía en reserva detrás de Vieille Chapelle y su aparición era la primera buena noticia del día. Mascarenhas fue a reunirse con el comandante del 15, el mayor Peres, que se encontraba en el sótano de una casa de los alrededores, y le expuso el problema de la falta de municiones.

– No tengo cartuchos para darle -respondió Peres.

Mascarenhas suspiró, desalentado.

– Entonces no sé cómo podremos resistir -repuso-. Sin balas no tenemos cómo oponernos al avance del enemigo.

El mayor Peres se quedó pensativo, desplegó un mapa sobre la mesa e indicó un punto.

– Mayor Mascarenhas, lo mejor que podemos hacer es montar un servicio de reabastecimiento de municiones a través de los puestos hasta aquí, en Vieille Chapelle. Vosotros vais a los puestos a buscar las municiones y las distribuís entre las tropas. ¿De acuerdo?

– Es mejor que nada -se consoló Mascarenhas-. Pero necesitaría también refuerzos.

El mayor Peres tamborileó sobre la mesa donde se extendía el mapa, sopesando las opciones. Acabó decidiéndose.

– Os doy una compañía -dijo-. La del capitán Brito.

El alférez Viegas entró en ese momento en el sótano, acompañado por un soldado jadeante.

– ¿Me permite, mi mayor? -dijo dirigiéndose a Mascarenhas.

– Dime.

– Está aquí el soldado Camacho, de la segunda compañía, que acaba de llegar con informaciones.

– ¿Qué pasa?

El soldado hizo el saludo militar; su pecho jadeaba pesadamente por haber llegado a la carrera.

– Mi mayor, los desertores dicen que los boches avanzan por los intervalos entre los puestos, rodeándolos y apresando a todo el mundo. -Hizo una pausa para respirar-. El teniente Alcídio pregunta qué hacer. -Alcídio era el comandante de la segunda compañía-. El también pide municiones.

– Muy bien, Camacho -dijo Mascarenhas-. Vas a volver a las líneas; llevarás algunas municiones contigo. Dile al teniente Alcídio que vamos a enviarle soldados del 15 para que lo apoyen. ¿Ya han tenido contacto con el enemigo?

– Aún no, mi mayor.

– Cuando lo tengan, las órdenes son resistir, siempre resistir. ¿Has entendido?

– Sí, mi mayor.

– Ve, pues.


Vicente, el Manitas, sentía cansados los músculos del brazo derecho de tanto repetir el movimiento. Apuntaba a un alemán, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala siguiente entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, y así sucesivamente, hasta agotar, en el lapso de dos minutos, las diez balas del depósito de la Lee-Enfield. En ese momento sustituía el depósito y recomenzaba el proceso de abrir la culata, tirar de ella, dejar que la bala entrase en el cañón, cerrar la culata, apuntar y disparar. En realidad, el proceso de vaciar un depósito duraba dos minutos porque el capitán Brandão había dado órdenes para ahorrar balas y sólo disparar en caso necesario. De lo contrario, los soldados eran capaces de gastar las diez balas en sólo cincuenta segundos, dado que el proceso de cargar el fusil duraba apenas cinco segundos.

– ¡Ha caído el equipo de la ametralladora! -gritó alguien-. ¡Ayuda!

Vicente se dio cuenta, por la alteración en el estruendo que lo rodeaba, de que una de las Vickers había dejado de disparar. Siguió alguna confusión, sólo con los fusiles y otra Vickers abriendo fuego, hasta que alguien le tocó el hombro. Manitas se volvió y vio a Afonso con la alarma estampada en los ojos.

– ¿Sabes usar la Vickers? -le preguntó el oficial.

– Más o menos, mi capitán.

– Entonces, ve. Sergio te ayudará con las cintas de municiones.

Vicente corrió agachado hasta el escondrijo de la ametralladora y vio a los dos hombres que la manejaban tumbados en el suelo. Uno yacía inerte, el otro se movía y un tercer compañero lo miraba. En una mirada de soslayo, se dio cuenta de que los habían alcanzado balas, supuestamente de ametralladora. Observó por la aspillera, la brecha abierta entre los sacos de tierra, y buscó el arma enemiga que había disparado contra los hombres de la Vickers. A la izquierda, apoyada en el tronco de un árbol, había una Maxim, que probablemente habían colocado los alemanes sin que el equipo de la Vickers se diese cuenta. Manitas agarró las asas de la ametralladora pesada, apuntó a la Maxim, esperó que Sergio se reuniese con él para reabastecerlo de municiones y, ya en su puesto, apretó el gatillo. Se alzaron junto al tronco sucesivos penachos de tierra y polvo. La Maxim respondió, Vicente insistió, lanzó ráfaga tras ráfaga y la ametralladora enemiga dejó de responder. Cuando se asentó el polvo, pudo ver la Maxim caída, claramente alcanzada por los disparos.

– ¡Los hemos cogido! -se felicitó Vicente, que le sonrió a Sergio.

El ayudante devolvió la sonrisa.

– Bien, Manitas.

Vicente vio varias decenas de hombres corriendo cerca del sitio donde se encontraba la Maxim y volvió a apretar el gatillo; nuevas ráfagas alcanzaron a algunos alemanes más. De repente, la ametralladora portuguesa comenzó a disparar en seco. Vicente se quedó sorprendido, observó y vio que se había agotado la cinta de balas.

– Mete más municiones -le pidió a Sergio-. ¡Deprisa, deprisa!

El ayudante cogió una nueva cinta y se acercó al tambor de la Vickers para encajarla en la ametralladora. Al tocar el arma, sin embargo, gritó de dolor.

– ¡Caramba, esta mierda está hirviendo! -exclamó sacudiendo la mano.

Vicente experimentó la temperatura del metal con un leve toque de los dedos y comprobó que la ametralladora estaba, en efecto, muy caliente.

– Agua -pidió, mirando frenéticamente a su alrededor-. ¿Dónde hay agua?

No encontraron agua para enfriar el tambor, y Sergio fue a hablar con Afonso para ver si conseguía un poco. El capitán dio un salto al escondrijo de la ametralladora y, después de comparar igualmente la temperatura de la Vickers, miró a Vicente.

– La poca agua que tenemos tiene que ser racionada y únicamente debe usarse para dar de beber a los hombres -dijo.

– Pero, mi capitán, ¿cómo enfriamos la ametralladora? Está muy caliente y, de seguir así, se derretirá el cañón.

Afonso lo miró a los ojos.

– Oye, ¿no tienes ganas de mear?

El rostro de Vicente se congeló en una expresión interrogativa, pero al cabo de dos segundos se iluminó con una sonrisa, había comprendido. Manitas fue a buscar un recipiente, retiró la Vickers de la aspillera abierta entre los sacos de tierra, colocó el recipiente por debajo de la parte delantera del tubo, desenroscó la tapa y del interior del tubo comenzó a chorrear agua hirviendo en el recipiente. Cuando el agua dejó de caer, colocó de nuevo la tapa mientras Afonso desenroscaba otra tapa, ésta situada en la parte superior del tubo, justo después de la mirilla del arma. Los dos hombres, a quienes se agregó Sergio, se incorporaron, manteniendo el tronco inclinado para no exponerse al fuego enemigo, se abrieron la bragueta e hicieron puntería en la abertura situada en el extremo del tubo. Cuando la orina tocó el hierro caliente se produjo de inmediato el de enfriamiento; parte del líquido se evaporó, la otra parte se acumuló en el tubo cilíndrico. Cada uno vació la vejiga en el interior del tubo. Afonso fue a llamar a más hombres para que orinasen en la Vickers. Cuando el tubo estuvo lleno, Sergio enroscó la tapa y Vicente probó con los dedos la temperatura del metal.

– Sigue caliente, pero ya está mucho mejor -dijo-.Aguanta unos cinco minutos más, diez a lo sumo.

– Cuando vuelva a hervir, vacías de nuevo el tubo y le metes el agua del recipiente -lo instruyó Afonso, que consultó el reloj: eran las diez de la mañana.

– Sí -asintió Vicente-. Con el frío que hace aquí, a esa altura el agua ya se habrá enfriado.

Afonso observó por la aspillera las posiciones enemigas.

– De cualquier modo, intenta ahorrar municiones, ¿eh? No te olvides.

El capitán se retiró, dejando a Vicente y Sergio manipulando la Vickers. Manitas volvió a colocar la ametralladora en la aspillera, vio a más alemanes corriendo al fondo, lanzó una ráfaga e inmediatamente otra. Algunos alemanes cayeron, los demás buscaron refugio. Vicente giró la Vickers hacia la izquierda y hacia la derecha, buscando nuevos blancos. De reojo alcanzó a distinguir un objeto metálico que caía a su lado, parecía una botella. Sergio se levantó de repente, como impelido por un muelle.

– ¡Granada! -gritó.

El espacio que albergaba la Vickers estalló.


Los sonidos de la guerra retumbaban intensos alrededor de Senechal Farm. Eran ya las once de la mañana, y el mayor Mascarenhas se mostraba sorprendido por la persistencia de la neblina. Comenzó a sospechar que todo aquel humo no provenía de una mera niebla matinal, sino que también era fruto del empleo de granadas de humo destinadas a ocultar el movimiento de la infantería atacante. Se acercó los prismáticos a los ojos e inspeccionó la neblina. A la izquierda sólo se veía vapor blanco y enfrente también. Giró los prismáticos hacia la derecha y, por entre las nubes bajas, observó bultos que se deslizaban por el terreno. Bajó los prismáticos y miró sin el auxilio de las lentes aquel sector. Había allí, en efecto, algunos puntos minúsculos que se movían. Supuso que se trataría de una de las compañías que había enviado para establecer contacto con el enemigo, aunque no podía asegurarse de ello. Miró de nuevo por los prismáticos, pero la imagen temblaba en exceso, debido a los ligeros movimientos de sus manos, tremendamente amplificados por las lentes. Para estabilizar los prismáticos, los apoyó sobre una piedra, se acuclilló detrás de ella e insistió en seguir observando. La imagen se presentaba ahora mucho mejor. Mascarenhas distinguió con claridad el contorno de los cascos. Eran alemanes.

– ¡Maciel! -gritó, llamando al alférez que lo acompañaba.

El hombre se acercó corriendo.

– ¿Sí, mi mayor?

– ¿Ves aquellos puntos? -preguntó Mascarenhas, apuntando hacia la derecha.

El alférez Maciel se volvió en la dirección indicada, estiró la cabeza hacia delante, frunció los ojos y, después de una breve vacilación, asintió.

– Los estoy viendo, mi mayor.

– Son boches. Haced fuego nutrido sobre aquel sector, pero después tened cuidado porque allí hay también hombres de los nuestros.

Las ametralladoras y los fusiles portugueses abrieron una barrera de fuego sobre la derecha, barriendo la zona donde habían avistado a los alemanes. El enemigo respondió al fuego con fuego; el tiroteo se generalizó a la derecha de Senechal Farm. Los defensores distribuyeron las tareas: los ciclistas ingleses defendían la izquierda, que se mantenía tranquila; la Infantería 13 vigilaba el centro; la Infantería 15, la derecha. Una hora después, también avistaron alemanes a la izquierda y las tropas portuguesas barrieron el sector con dos ametralladoras y muchos fusiles. Varios soldados enemigos cayeron al suelo, alcanzados por la descarga, pero Mascarenhas no se hacía ilusiones. Los alemanes aparecían por la izquierda y por la derecha, así que Senechal Farm pronto quedaría cercada. Viéndose momentáneamente impedidos de avanzar, los atacantes se quedaron en el terreno. Pronto Mascarenhas fue presa del miedo, no sólo a causa de la fragilidad de su posición, sino sobre todo debido al creciente aislamiento de las compañías que había enviado para hacer frente al enemigo.

– ¡Maciel! -volvió a llamar.

– ¿Sí, mi mayor?

– Envía ordenanzas con barriles de municiones para las compañías del frente.

El alférez Maciel fue a ejecutar la orden y Mascarenhas volvió a los prismáticos.


El puesto de Picantin ya sólo tenía un puñado de hombres resistiendo. Afonso los contó: eran unos veinte; además las tres Vickers estaban fuera de servicio: una destruida por la granada que había matado a Vicente, el Manitas, y a Sergio, otra que se había bloqueado, la tercera tenía el cañón derretido. En cuanto a ametralladoras, sólo funcionaban dos Lewis, una de ellas manejada por Matias, el Grande.

– Mi capitán -gritó el cabo-. Ya sólo me queda un disco.

La Lewis era alimentada por un disco con noventa y siete balas. La guarnición de Picantin ya había saqueado un polvorín y se había llevado todos los discos para las Lewis, cintas para las Vickers y depósitos para las Lee-Enfield, pero las municiones estaban a punto de agotarse y la defensa del puesto se hacía insostenible. Afonso sabía que era imposible resistir con bayonetas. Sin balas no valía la pena permanecer en Picantin.

– ¡Vamos a evacuar el puesto! -gritó-. Que todo el mundo ayude a los heridos a salir. Llévenlos a cuestas si es preciso -señaló a Matias-. Cabo, usted quédese ahí para darnos cobertura con la «Luisa»; sólo salga cuando el último hombre abandone el puesto. -Señaló a su ordenanza-. Joaquim, ayúdalo.

Joaquim se acomodó en el sitio de la Vickers bloqueada, con la Lee-Enfield acechando por la aspillera. Matias, el Grande, se colocó en un punto desde donde podía observar a la vez la izquierda y la derecha. Cuando el resto de la guarnición dejó de disparar y comenzó a retirarse, Joaquim comenzó a apuntar a los bultos que se movían enfrente, mientras que Matias abría fuego en diversas direcciones con ráfagas muy cortas. El objetivo de los dos portugueses ya no era ahora abatir a soldados enemigos, sino simplemente crear la impresión de que aquella posición aún tenía muchos hombres encargados de su defensa.

Afonso registró la hora en que el puesto quedó abandonado. Eran las once de la mañana. La guarnición de Picantin Post avanzó por las trincheras casi sin municiones y cargando a dos decenas de heridos. La mayoría siguió por su propio pie, algunos apoyándose en sus compañeros cuando las heridas eran en una pierna o les impedían andar normalmente. Tres iban en camillas improvisadas, no estaban en condiciones de caminar. Con la columna en marcha, Afonso lanzó una postrera mirada al puesto y se preguntó cuánto tiempo conseguirían resistir solos Matías y Joaquim.

Danzando en una dirección y en otra, el cabo seguía manteniendo al enemigo ocupado, mientras que Joaquim permanecía quieto en el rincón de la Vickers. Pero la ilusión de que el puesto aún permanecía guarnecido duró sólo cinco minutos, acabados los cuales se agotó el último disco de la ametralladora de Matías. La Lewis se había calentado al rojo vivo, el cañón estaba a punto de fundirse, y el cabo dejó caer al suelo el arma que tanto le había servido en los últimos meses, agarró una Lee-Enfield abandonada por un compañero. Le extrañó no volver a oír los disparos del fusil de Joaquim, fue al recinto de la Vickers y vio a su camarada tumbado en el suelo, acribillado por el tiro certero de un Mauser enemigo. Le tomó el pulso y comprobó que Joaquim estaba muerto. Le acarició el pelo, con una fugaz caricia de despedida y, sin perder más tiempo, echó a correr en pos de la columna que huía hacia Red House.


Los aviones alemanes irrumpieron en vuelo bajo sobre Senechal Farm. Los Gotha, los Halberstadt, los Roland y todos los demás descendieron sobre las posiciones portuguesas, que regaron con ametralladoras y bombas; enviaron señales luminosas para regular el fuego de la artillería. Mascarenhas comenzó a convencerse de que no lograría mantener Senechal Farm por mucho tiempo más. Ninguno de los ordenanzas enviados para reabastecer de municiones a las compañías del frente había regresado. Además, el hecho de que aparecieran cada vez más soldados alemanes por el frente hacía suponer lo peor. Llegó la confirmación de que Senechal Farm era ahora, literalmente, la línea del frente, cuando apareció en el lugar un puñado de sobrevivientes de la primera compañía y algunos hombres de las restantes.

– Mi mayor -dijo un cabo recién llegado, con la mirada alucinada-, nos barrieron cuando los atacamos con una carga de bayoneta. Hay aún algunos del 13 resistiendo en las trincheras, pero están rodeados y no van a durar mucho.

Mascarenhas miró a su alrededor.

– ¡Maciel! -llamó-. Distribuye cartuchos entre estos hombres.

El fuego enemigo se volvió más nutrido hacia las doce y media, los alemanes disponían visiblemente de más soldados en el sector. Los aviones parecían moscardones espolvoreando el cielo. Mascarenhas los observó uno a uno y sólo identificó enormes cruces negras dibujadas en las alas y en la carlinga.

– Pero ¿dónde están los gringos? -se preguntó en voz alta, abriendo los brazos en señal de frustración-. ¡ Sólo se ven aeroplanos boches!

La Infantería 13 y una compañía de la Infantería 15 resistían allí con sólo dos Lewis y las Lee-Enfield de cada soldado. Los portugueses atacaban a los alemanes de flanco, intentando contener su avance. A la una de la tarde, la resistencia de los defensores estaba circunscrita, a la izquierda, al blockhaus, donde se refugiaba el batallón de ciclistas ingleses, y al cementerio, donde había otros ingleses. En el medio permanecían los portugueses, ocupando Senechal Farm; a la derecha, junto a King George's Street, otra fuerza portuguesa. En cierto momento, el alférez Se- vivas, que empuñaba una de las Lewis en Senechal, desapareció, y la resistencia quedó circunscrita a una única ametralladora ligera. El alférez Maciel, visiblemente consternado, se acercó a su segundo comandante.

– Mi mayor, vamos a ser rodeados -dijo.

– Lo sé, ya me he dado cuenta. -Mascarenhas miró el compacto refugio de cemento que se encontraba junto a la iglesia de Lacouture-. Tenemos que retirarnos hasta el blockhaus. -Observó la disposición de sus fuerzas-. ¿Quién es aquél? -preguntó, señalando al soldado que tenía la única Lewis operativa en sus manos.

– Es el sargento Carvalho, mi mayor.

– Que nos cubra.

La orden de evacuación se dio de inmediato. Decenas y decenas de soldados portugueses convergieron en el sector de la iglesia, corriendo agachados entre la arboleda, saltando sobre los cráteres, rodeando el alambre de espinos, cruzando la ribera Loisne, y entraron en el blockhaus. El sargento Carvalho quedó atrás, solo, con la Lewis manteniendo a las formaciones alemanas en jaque en aquel terreno accidentado y cubierto de vegetación. Cuando comprobó que todos los compañeros se habían retirado de Senechal Farm, Carvalho se deslizó entre los arbustos, corrió, corrió, corrió y entró por fin, también él, en el macizo refugio de hormigón.


Hacía casi dos horas que la columna encabezada por Afonso erraba por la laberíntica red de trincheras, intentando desesperadamente evitar el contacto con el enemigo. Las municiones se encontraban prácticamente agotadas y el volumen de heridos hacía de aquellos hombres una ineficaz fuerza de combate. La columna estaba ahora reducida a la mitad desde que abandonara el Picantin Post. Los alemanes flagelaban implacablemente a la unidad, que fue perdiendo hombres a medida que los sobrevivientes de la Infantería 8 se enfrentaban con las fuerzas enemigas. La idea inicial de Afonso era retirarse hacia Red House, donde se encontraba el comando de la Infantería 29, pero, por el momento, ese plan se había desbaratado por completo. Todos los caminos estaban bloqueados, las posiciones y puestos portugueses habían caído en manos del enemigo y la columna que había evacuado Picantin ya sólo pretendía retroceder, fuera a donde fuese con tal de retroceder.

Hacia las dos de la tarde, los hombres del 8 fueron alcanzados simultáneamente por el frente y en la retaguardia. Afonso se dio cuenta de que ya sólo le quedaba una carta en la manga, una carta frágil, incierta, débil. Pero era la única.

– Los heridos que pueden caminar van a proseguir la retirada -gritó, tendido en el suelo mientras las balas zumbaban sobre las cabezas de los portugueses-. Serán escoltados por el cabo Esperanza y un hombre más. Los restantes se quedan conmigo para atraer al enemigo y cubrir la retirada. Cuando los heridos estén lejos, también nos retiraremos nosotros. ¿Entendido?

– ¿Y los heridos que no pueden andar, mi capitán? -preguntó Rosa, señalando a los tres hombres acostados en las camillas.

– Van a tener que rendirse, no veo otra posibilidad.

Los hombres asintieron, sabían que no quedaban alternativas. El cabo Esperanza se arrastró hasta los heridos que podían andar y desde allí, a la distancia, llamó a Afonso.

– ¿ Cuál es el hombre que llevo conmigo, mi capitán?

– Yo qué sé -respondió Afonso, encogiéndose de hombros con indiferencia-. Elíjalo usted, me da igual.

El cabo eligió a un soldado de su confianza y ambos fueron trasladando a los heridos hasta llegar a una zona de trinchera con los parapetos altos. Se pusieron todos de pie y partieron: los que tenían una pierna inutilizada apoyados en fusiles, usados como si fuesen bastones. Acostado en el barro, Afonso contó los soldados de los que disponía. Tenía allí al cabo Matias, al sargento Rosa, al soldado Baltazar y a otro más a quien sólo conocía de vista. Sumaban cinco hombres.

– ¿Cuántas balas tenemos? -preguntó Afonso.

Los soldados contaron los cartuchos. Había, en total, veintidós balas.

– Aún alcanzan para liquidar a veintidós boches -bromeó Baltazar-. Qué categoría, ¿no?

Nadie se rio.

– Cuando vengan, sólo disparen a lo seguro, en el momento en que estén realmente cerca. ¿Han entendido? -Afonso cerró ruidosamente la culata de su fusil-. Un tiro: un tipo.

Los alemanes disparaban furiosamente sobre la posición portuguesa, protegida por sacos de tierra, y la ausencia de fuego de respuesta aumentó su coraje. Comenzaron a acercarse, despacio, muy despacio. Cuando se encontraban a cincuenta metros, Afonso mandó disparar y varios alemanes cayeron a tierra. Los restantes se refugiaron y volvieron a atacar a los portugueses con tiros de Mauser. En cierto momento, se sumó una Maxim al tiroteo. Después de la segunda ráfaga, esta vez certera, el sargento Rosa fue alcanzado en la cabeza y cayó muerto, el otro hombre recibió varios tiros en la espalda y ya no dio señales de vida. Uno de los heridos, que se encontraba acostado en la camilla, también fue alcanzado y agonizaba, moribundo. Afonso, Matias y Baltazar se miraron. Se dieron cuenta de que habían llegado al fin de la línea. Antes de que sonase el disparo de la tercera ráfaga, Afonso estiró el cuello y gritó:

– Kamerad!

El primero en levantarse, con las manos hacia arriba, fue Baltazar. El Viejo se puso de pie y lo abatieron inmediatamente varios tiros de fusil. Matias lo vio caer a su lado sin soltar un gemido, se le reviraron los ojos y quedaron en blanco, tenía un orificio en la frente y otros tal vez en el tronco, la nuca abierta por la salida de la bala, se veía la materia blanca y esponjosa de la masa encefálica que se escurría fuera del cráneo. El cabo lo observó, estupefacto, se negaba a creer que aquél fuese su amigo Baltazar, que había caído muerto, abatido como un perro cuando se rendía. A Matias le parecía estar viviendo un sueño, experimentó una sensación de profunda irrealidad, de una extrañeza aturdida, tuvo la impresión de que nada de aquello estaba ocurriendo, lo veía y no podía creerlo. Primero había sido el Canijo, después el Manitas, ahora el Viejo; su mermado pelotón ya no existía, había sido diezmado en pocas horas, los amigos transformados en pedazos de carne inerte. Meneó la cabeza, cerró los ojos y los abrió nuevamente, con la ilusión de que despertaría así del sueño, pero Baltazar seguía tumbado, con la mirada opaca. Estaba realmente muerto. Lo miró atolondrado, aturdido, perdido en una incredulidad absorta.

La voz del capitán, ronca y gutural, lo despertó del letargo.

– Kamerad! -gritó Afonso a pleno pulmón-. Kamerad! -El tiroteo se había acabado por fin. Aprovechando la pausa, el capitán volvió a gritar-: Ich bin Kamerad!

Se oyó un leve rumor a la distancia y una voz le respondió a Afonso.

– Ergebt euch! -gritó-. Legt die Waffen nieder! Los! Los!

Después, una segunda voz adoptó el francés de las trincheras.

– Armes pas bonnes. Portugais prisoniers, bonnes. Portugais guerre, pas bonnes! Jetez les armes!

Afonso miró a Matias. El cabo se encontraba en estado de choque, aunque ya estaba saliendo del breve trance en que se había sumido. La sensación de irrealidad seguía siendo intensa, aún pensaba que todo aquello no podía ser más que un mal sueño, pero, guiado por la cautela, algo dentro de sí decidió que debería comportarse con prudencia; a fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo a su alrededor comenzaba a parecer muy real.

– Quieren que tiremos las armas -le explicó Afonso.

Los dos cogieron las respectivas Lee-Enfield y las arrojaron hacia delante, de manera lo bastante alta para que fuesen vistas a la distancia. Después, despacio, con miedo, se irguieron con las manos levantadas, primero se quedaron agachados, esperando en todo momento lo peor, y después, más confiados, enderezaron el tronco, con los brazos siempre elevados hacia el cielo.


Mascarenhas espió por la aspillera y miró en la dirección que le indicaba el alférez Viegas. Al fondo circulaban camionetas que transportaban soldados y se veían hombres con banderolas regulando el tránsito, eran los alemanes que enviaban refuerzos aprovechando las brechas abiertas por la ofensiva de esa mañana. El cielo estaba cubierto de aviones enemigos, lo que consternaba a los sitiados.

– ¡Es impresionante! -exclamó Mascarenhas-. No se ve un solo aeroplano nuestro.

Viegas asintió.

– Estamos totalmente aislados, mi mayor. Somos una isla en un mar de boches.

Ya eran más de las cuatro de la tarde y el mayor decidió inspeccionar el blockhaus. El refugio de cemento donde se encontraba encerrado estaba camuflado por una casa. Lo formaban dos pisos, ambos con aspilleras en donde los ciclistas británicos encajaban unas ametralladoras pesadas y disparaban sobre las posiciones enemigas. Mascarenhas hizo balance de los soldados y contó setenta ingleses y casi ciento setenta portugueses, la mayoría del 13 y algunos del 15. Muchos de los portugueses estaban heridos y tenían vendadas distintas partes del cuerpo. Dentro del blockhaus había también una zona de seguridad adicional, un refugio de hormigón con cámara de explosión, donde se había atrincherado el comandante británico con la mayor parte de las municiones. Mascarenhas fue allí a solicitar un reabastecimiento de municiones, y el mayor inglés le cedió cinco mil cartuchos. El mayor del 13 distribuyó las balas entre los hombres y, ya sin nada que hacer, volvió a las aspilleras.

La sombra de la noche surgió en el horizonte como un bulto umbroso, sobre todo del lado de donde venía el enemigo, pero los aviones se mantenían en el aire con sus vuelos rasantes.

– Parecen moscas -le comentó Mascarenhas al cabo Guedes.

– Me gustaría derribar uno con mi «Luisa» -comentó el cabo.

– Desde aquí no es posible -le explicó el mayor-. Necesitarías estar en un lugar más alto.

El cabo frunció el ceño.

– Mi mayor, acaba de darme una idea -dijo con una sonrisa maliciosa-. Me voy ahí arriba, al tejado. Puede ser que tenga suerte.

Guedes cogió la Lewis y subió al tejado de la casa que se levantaba por encima del blockhaus. Se acercó a la chimenea y se quedó al acecho, observando la evolución de los aparatos sobre Lacouture. Un avión se acercó finalmente por delante, descendió y, casi en vuelo rasante, comenzó a ametrallar el refugio de hormigón. El cabo levantó la Lewis, apuntó y lanzó una ráfaga. El aparato viró hacia la derecha y ganó altura, esquivando el fuego del tejado. Decepcionado, Guedes regresó al blockhaus.


Afonso y Matias, el Grande, caminaban uno al lado del otro sin intercambiar palabra. Se sentían demasiado cansados para eso. Marchaban como máquinas, ajenos a lo que los rodeaba, la mente sólo fija en los acontecimientos de la mañana, recordando cada episodio, los instantes de los bombardeos y las circunstancias que envolvieron la muerte de sus amigos. Caminaban como sonámbulos, tropezando por el camino, con la mente ausente, estaban ya sumergidos en el pasado, en los recuerdos de aquella mañana brutal, revivían aún cada sentimiento, cada sensación, el terror y el miedo, los olores y los sonidos, las explosiones y los gritos.

Ya se había despejado la neblina, revelando un paisaje lunar humeante, las trincheras removidas por las bombas y las granadas hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles. Los prisioneros seguían solos, sin escolta, cruzándose con miles y miles de soldados alemanes que marchaban por Fauquissart rumbo al frente de combate. Un oficial les quitó las máscaras antigás, por lo que ambos vigilaban el terreno de una forma inconsciente, parecían ajenos a todo y, no obstante, en algún rincón de su mente se mantenían vigilantes, preocupados por detectar a tiempo cualquier nube sospechosa. Avanzaron por la Great Northern y pasaron al lado de Flank Post. Afonso lanzó una mirada ausente sobre el refugio, pero la desolación de aquel sitio familiar le despertó la atención, el puesto se encontraba totalmente devastado. Se veían algunos muertos, cuerpos despedazados, caídos de bruces o en posiciones extrañas. Los soldados alemanes paraban aquí y allá para examinar los cadáveres. Les sacaban dinero, algunas prendas de ropa, botas, relojes y, sobre todo, comida.

Afonso y Matías llegaron a la antigua línea del frente y comprobaron que, de las trincheras portuguesas, sólo quedaba ahora un vago alineamiento. Su interés por lo que los rodeaba aumentó considerablemente a partir de ese punto, fue como si comenzasen a brotar de un sueño. Entraron en la Tierra de Nadie y tomaron la dirección de las antiguas líneas enemigas. A Afonso le resultó extraño estar paseando así, a la luz del día y tan apaciblemente, por sectores donde antes sólo se circulaba por la noche y con mucho miedo.

Un soldado alemán, corpulento por añadidura, se acercó a los dos y le gritó a Matías, apuntándole a los pies.

– Gib mir deine Stiefel!

– Quiere sus botas -tradujo Afonso.

Matías se quedó sorprendido, pero obedeció. Se sentó en el suelo y se quitó maquinalmente las botas, que entregó al soldado enemigo. El alemán se quitó las suyas y se puso las del portugués, que eran aproximadamente del mismo tamaño. Se levantó y afirmó bien los pies en el suelo.

– Mist, die sind kaputt! -vociferó disgustado.

Se quitó las botas de Matías y las tiró furiosamente contra el cabo. Enseguida, se calzó de nuevo las suyas y se marchó.

– El tipo debía de creer que nuestras botas eran iguales a las de los gringos -comentó Matías mientras se calzaba.

– ¿ Qué tienen tus botas?

– Están descosidas por delante -explicó el cabo, mostrándole la suela abierta-. ¿Lo ves? -estiró la pierna y acercó la bota a los ojos del capitán-. El boche quedó peor que una cucaracha.

Llegaron a la primera línea alemana en Nut Trench y se internaron por una hilera de trincheras hasta llegar a la curva de un camino. Haciendo un esfuerzo para recordar el trazado de las líneas enemigas en los mapas, Afonso concluyó que aquélla era la Rué Deleval, una calle con tanta importancia para los alemanes como la Rué Tilleloy para los portugueses. Si ésta era la Rué Deleval, razonó Afonso, a la izquierda estaba situada la Farm Delaporte y Orchard, y la curva en la que se encontraban correspondía a Irma's Elephant.

Un oficial se acercó a los dos y les ordenó que se dirigiesen hacia un punto a la derecha, en la Rué Deleval. Obedecieron y se encontraron con un lugar donde había un puñado de militares portugueses.

– Hola -saludó Afonso.

– Ruhe! -ordenó un guardia, mandándolo callar.

El grupo permaneció en silencio a la espera de instrucciones. La noche caía y apareció un segundo oficial que los mandó seguir a dos soldados. Se dirigieron hacia el oeste y tomaron la curva hacia el sur en un lugar que Afonso identificó como «Sousa», una casa señalada en el mapa del CEP y que, por ironía, había pertenecido a un portugués que vivió en Flandes. Bajaron por la carretera, caminando paralelamente a las antiguas primeras líneas alemanas, vieron la Rué Dante a la izquierda, pero los guardias la ignoraron y prosiguieron por la Rué Deleval. Seguían viéndose aquí muchas formaciones de soldados marchando con aplomo hacia el combate, hombres flanqueados por oficiales a caballo que lanzaban sobre los prisioneros miradas llenas de curiosidad. Diversos oficiales alemanes llegaron a ablandar la marcha de las cabalgaduras para observar mejor a los soldados enemigos. Siguiendo mecánicamente a los guardias, los portugueses cruzaron Clara Trench y Butt House, pero, cuando llegaron a Fauquissart Road, la cogieron en dirección al este, rumbo a Aubert, alejándose definitivamente de la Rué Deleval y de la zona del frente.


Las granadas comenzaron a caer sobre el blockhaus con violencia a las seis y media de la tarde. Se oía el chillido de los proyectiles en vuelo. Con el impacto de las bombas, el edificio se estremecía, sacudiéndose hasta los cimientos, mientras un fragor terrible ocupaba el interior. La estructura crujía, algunas partes se desmoronaban, caían escombros por todas partes, una nube de polvo danzaba en el aire. Pero, en lo esencial, el refugio se resistía, era sólido y macizo.

Mascarenhas decidió recorrer los dos pisos del blockhaus, preocupado por mantener la moral de los hombres. Nada mejor que una conversación para distraer la mente y hacer que los hombres olvidasen las granadas que llovían sobre el edificio.

– No se preocupen, el refugio fue construido para soportar esto y mucho más -explicó a un grupo del 13 que guarnecía una de las aspilleras.

– Mi mayor, nosotros no tenemos miedo -dijo un soldado con una sonrisa forzada-. Pero, aunque estuviésemos cagados de miedo, no tendríamos por dónde escapar, ¿no?

– Quienes escaparán serán los boches, ustedes ya van a ver. Los gringos van a enviarnos refuerzos, correremos a todos esos cabrones y hasta acabaremos siendo tratados como unos héroes.

Una granada alcanzó el blockhaus, e hizo estremecer el edificio. Todos se callaron. Cayó un poco de polvo, pero no tuvo mayores consecuencias.

– A mí lo que más me agobia es el hambre -exclamó un soldado.

Mascarenhas sonrió.

– Si pudieses encargar un plato, ¿cuál elegirías?

– ¡Mi mayor, qué pregunta para hacer en este momento!

– ¿ Qué importa, muchacho? No tenemos comida, pero nada nos impide soñar con ella, ¿no?

– Ah, mi mayor, yo me chuparía los dedos con una buena feijoada a la tramontana, carajo, una de las que sabe hacer mi madre…

– ¿De dónde eres tú?

– Soy de Bisalhaes, mi mayor, justo allí al lado de Vila Real.

– Ya lo sé, ya lo sé -repuso Mascarenhas-. La tierra de los barros negros.

El mayor sabía que no había nada que le gustase más a un soldado que hablar de comida y soñar con su tierra. Esos eran dos temas que sin duda despertaban el interés de cualquier hombre, además de las mujeres, claro. Dadas las circunstancias, hablar sobre esos asuntos era el mejor modo de mantenerlos distraídos y animados. Se volvió, por ello, hacia otro soldado.

– Y tú, ¿de dónde eres?

– Yo soy de Lamas de Olo, mi mayor.

– ¿Dónde queda?

– En Tras-os-Montes, mi mayor.

– Hombre, eso ya lo sé, aquí todos somos de Tras-os-Montes. Pero ¿dónde queda ese pueblo?

– Lamas de Olo está cerca de Alvao, mi mayor. Entre el Támega y el Corgo.

– ¿Y es bonito?

– ¿Si es bonito? ¡ Es un paraíso, mi mayor, un paraíso! Ahí se vive en medio de la sierra, uno puede darse unos baños en las Fisgas de Ermelo, pasear hasta el Alto das Caravelas, salir de caza, comer perdiz con uvas, faisán con castañas…, yo qué sé. -El hombre suspiró-. Ah, mi mayor, cómo lo echo de menos…

– No me habléis de comida, caramba, no me habléis de papeo -interrumpió el primer soldado-. ¡Con el hambre que tengo, hasta la mierda del cornobif me sabría a cabrito asado!

Una nueva explosión interrumpió el diálogo, era un Minenwerfer que había dado en el blockhaus con estruendo. El resplandor de la explosión iluminó las aspilleras, ahora que la noche había caído y toda la luz brillaba con más fuerza.


El soldado alemán apuntó al teniente portugués con el Mauser y gritó:

– Die Jacke her!

El teniente se quedó absorto, sin entender qué quería el hombre.

– Dele la gabardina -le dijo Afonso-. Quiere la gabardina.

Atolondrado, el teniente se quitó la gabardina, el alemán se quedó con ella y se marchó.

– Ahora esto -se quejó el teniente-. Ahora me han birlado la gabardina, fijaos…

Nadie dijo nada, las órdenes insistían en guardar silencio. El grupo prosiguió la marcha y los guardias se desentendían de los soldados que robaban a los prisioneros. Rodearon el Bois du Biez, la posición alemana tantas veces bombardeada por la artillería portuguesa, y observaron con curiosidad los sólidos búnkeres instalados en el bosque y los muchos cañones que se encontraban dispersos por allí: un auténtico mar. No se veían cuerpos de hombres, pero había en abundancia cadáveres de caballos, víctimas inocentes de los bombardeos portugueses. Prosiguieron el camino por la Fauquissart Road y llegaron a Aubert. La población estaba aniquilada, las casas reducidas a ruinas, parecía Neuve Chapelle.

Después de Aubert siguieron hasta Illies, donde los llevaron hasta unos barracones montados en un perímetro protegido por alambre de espinos. Al cabo de una hora, les sirvieron la cena, pan de centeno con una salchicha y un poco de mantequilla. Fue su primer contacto con los bratwurst. Para beber, los guardias distribuyeron agua. Cuando los prisioneros acabaron su frugal menú, recibieron la visita de un general de aspecto bonachón.

– Guten Abend. Willkommen in Illies -los saludó el oficial-. Mein name ist General Albert Zeitz. -Los portugueses lo miraron con cara de quien no entiende nada. El general se puso a hablar en el chapurrado francés de las trincheras-. Moi general Zeitz. Allemands bonnes. Portugais promenade aujourd'hui á Lille. Compris?

Un mayor portugués levantó el brazo y el general le hizo una seña para que hablase.

– Compris. Portugais cansés, promenade pas bonne. Dormir bonne. Compris?

El general asintió. No sabía qué demonios quería decir «canses», nunca había oído semejante palabra, pero admitió que se trataba de una expresión sofisticada, rebuscada, acaso propia de un francés de calidad literaria. Lo que importaba, pensó, es que las demás palabras le resultaban familiares. Sonrió con franqueza, satisfecho por poder comunicarse con tanta fluidez con los prisioneros, y no le costó, por eso, ceder a su voluntad.

– Compris -concedió, magnánimo.


Algunos hombres dormían acostados sobre el cemento. El bombardeo contra el blockhaus había parado, pero todos se sentían débiles, soñolientos, afectados por el cansancio y el hambre.

– En este momento daría cualquier cosa por el corned-beef y las mermeladas de los gringos -se desahogó el alférez Viegas, que se sentía débil y hambriento.

– Todos tenemos hambre, Viegas -dijo Mascarenhas- pero tenemos que aguantar, puede ser que lleguen refuerzos.

El alférez inclinó la cabeza.

– ¿Cree realmente en eso, mayor?

Mascarenhas suspiró.

– Creo que es posible.

– Posible es, mayor -admitió Viegas con una mueca de la boca-. Pero mire que esto está mal. Sólo se ven boches ahí fuera, los aeroplanos son todos de ellos y el sonido de la artillería se está alejando, da la impresión de que ellos siguen avanzando y nuestra primera línea retrocede.

El mayor se acercó a una aspillera, vigilada por un centinela del 15. Más allá de la pequeña abertura, la oscuridad era total.

– Sí, ahí fuera hay un movimiento tremendo -dijo, llamando al alférez con un gesto de la mano-. Ven aquí, ven aquí. ¿Quieres oír esto?

Se callaron y se quedaron atentos. En el exterior, a la distancia, se oía sonido de motores.

– Son camiones, mayor.

– Sí. Los tipos están reforzando las líneas y nosotros no somos más que un estorbo, una espina que les ha quedado clavada en la espalda.

De repente, estallaron unas cuantas de detonaciones y el blockhaus volvió a recibir sucesivamente el impacto de varias granadas. El refugio tembló hasta los cimientos y todos los soldados se despertaron, asustados por el fragor infernal del bombardeo. El reloj de pulsera de Mascarenhas, un Longines plateado, señalaba las cuatro de la mañana. Algunos hombres se sentían tan cansados que volvieron a dormirse, incluso bajo el estruendo de aquellas explosiones, pero la mayoría permaneció vigilante.

– ¡Gas! -gritó una voz dando la voz de alerta.

Se colocaron las máscaras deprisa, los dientes apretaron la boquilla, una pinza metálica bloqueó la nariz para imponer la respiración por la boca, las cintas elásticas ajustaron la tela de la máscara al rostro. Se quedaron así veinte minutos, con una gran molestia, les faltaba el aire, la respiración se hacía pesada y ruidosa. Cuando se quitaron las máscaras, primero un hombre, después los demás, el aire recuperó la circulación normal, la nariz sólo sintió el eterno olor a pólvora al que se habían habituado en zona de guerra.

El hambre, entretanto, empezó a apretar. A pesar de que el edificio seguía siendo atacado por la artillería enemiga, crujiendo terriblemente a cada impacto de granada, Mascarenhas decidió ordenar que saliera una patrulla para evaluar la situación y, entonces, buscar alimentos.

– ¿Voluntarios? -preguntó.

Se ofrecieron cinco hombres. El mayor determinó que comandaría el raid el militar de más alta graduación, el cabo Macedo. Abrieron la puerta y la patrulla se deslizó por la oscuridad con la misión de ir a registrar una casa próxima. El edificio estaba situado en la línea de tiro de las aspilleras del blockhaus, por lo que los alemanes no se habían aún atrevido a ocuparlo o incluso a inspeccionarlo. A las siete de la mañana, el bombardeo contra el reducto de Lacouture se suspendió y regresó la patrulla, que se anticipó al amanecer. Los hombres trajeron comida y la ofrecieron a los oficiales: era pan y queso.


Los prisioneros se levantaron al alba y formaron en el patio de los barracones tiritando de frío. Un oficial alemán dividió a los portugueses en dos grupos, de un lado los oficiales, del otro los soldados. La mayoría, con aspecto miserable, parecían vagabundos y pordioseros. Afonso y Matías se vieron así separados, hermanos de armas divididos por la jerarquía y por el destino. Se buscaron con los ojos, se despidieron con una seña a la distancia, en silencio se desearon mutuamente buena suerte y siguieron caminos diferentes.

La columna del capitán marchó hasta Fournes, los arcenes de la carretera estaban plagados de civiles franceses que miraban, callados, taciturnos, a los prisioneros de guerra. Algunos hacían señas con panes o se acercaban con escudillas de caldo, pero enseguida unos lanceros a caballo, que formaban la escolta de la columna, intervenían, interponiéndose entre los civiles y los prisioneros, impidiendo el contacto, ahuyentando a la multitud.

Al final de la mañana, la columna entró en Lille por la Porte de Béthune, al sur de la gran ciudad, y se internó por la Rué d'Isly, la cual, más adelante, después de la Place de Tourcoing, se transformaba en el Boulevard Vauban. Unos soldados alemanes montaron cordones de seguridad en todo lo ancho de la avenida, impidiendo también que los civiles entrasen en contacto con los prisioneros. Los habitantes del pueblo llenaban las aceras, mirando con tristeza a los soldados capturados. Algunos arrojaban panes o chorizos a la columna, otros lloraban amargamente, con la mano en la boca, lloraban con tal emoción que Afonso se sintió conmovido y lloró también. En algunos puntos, el cordón de los soldados estaba roto, supuestamente por falta de efectivos, y algunos civiles arriesgaban algunas palabras, lanzadas con cariño, arrojadas como flores.

– T'es anglais? -preguntó una mujer joven, mirando a Afonso con intensidad.

– Non -dijo el capitán, meneando la cabeza sin dejar de caminar-. Je suis portugais.

La mujer vaciló, sorprendida. No sabía que había portugueses combatiendo por Francia. Era joven, pero su rostro parecía prematuramente envejecido, no era fácil la vida bajo la ocupación enemiga. Viendo desfilar a los soldados vencidos frente a ella, lamentando su derrota pero deseando confortarlos, se iluminó con una sonrisa triste. Casi corriendo por la acera, en un conmovedor esfuerzo por acompañar la marcha de los prisioneros, la francesa lanzó besos al aire en dirección a Afonso.

– Merci, le Portugal.

Cuando los prisioneros cruzaron la Rué Colbert, los civiles que llenaban las aceras empezaron a cantar. La Marseillaise estaba prohibida por las autoridades ocupantes, pero los franceses tenían otras opciones para animar a los prisioneros y desafiar a sus carceleros. Las voces se elevaron a coro, desafinadas, desafiantes, con las miradas fijas en los hombres derrotados que marchaban miserablemente por el suelo adoquinado del Boulevard Vauban:


Ou t'en vas-tu, soldat de Frunce,

tout équipé, prét au combat?

Ou t'en vas-tu, petit soldat?

C'est comme il plaît à la Patrie,

je n'ai qu'à suivre les tambours.

Gloire au drapeau, gloire au drapeau.

J'aimerais bien revoir la France,

mais bravement mourir est beau.


A Afonso la letra le pareció inadecuada, era una canción para militares franceses que partían a la guerra, no para soldados portugueses que venían de ella en cautiverio. No obstante, el capitán entendió la intención, sintió el calor humano que brotaba de aquellas voces, el orgullo que vibraba en el coro, la multitud agradecida, rindiendo homenaje a los extranjeros que combatieron por ella. El oficial portugués dejó de caminar encorvado, con los ojos fijos en el suelo, arrastrándose por el empedrado, abatido y cabizbajo, no era ésa la postura que esperaban de él aquellos franceses. Alzó la cabeza, enderezó el tronco, atravesó la verdeante Esplanade y entró con altivez por la majestuosa Porte Royale, cruzando los muros fortificados de la Citadelle.


El tiroteo se reanudó a las ocho de la mañana, pero esta vez los sitiados pudieron responder al fuego enemigo. Ya había salido el sol, iluminando los campos calcinados de Lacouture y las posiciones donde los alemanes abrían fuego sin cesar. Las municiones se acabaron. Mascarenhas fue al refugio donde se albergaba el comandante del batallón británico y pidió más cartuchos.

– Take it -dijo el mayor inglés, señalando unas cajas de municiones-. Les derniers, compris? Les derniers.

Mascarenhas contó los cartuchos, eran dos mil. Los últimos. Las municiones se distribuyeron entre los hombres que guarnecían las aspilleras, con la recomendación de ser prudentes en el uso del gatillo y de sólo disparar a blancos seguros. El mayor observó los terrenos circundantes y comprobó que había alemanes por todas partes, el blockhaus se encontraba totalmente cercado. A las once de la mañana, se agotaron las municiones, cada fusil quedó convertido en una bayoneta y reducido a dos o tres balas, guardadas para usarlas en caso de extrema necesidad.

Un hombre se acercó entonces con una bandera blanca en la mano izquierda. Mascarenhas lo observó con los prismáticos. El individuo llevaba un uniforme kakhi, era un soldado británico. Se abrieron las puertas del blockhaus para dar paso al hombre. Se trataba de un camillero inglés aprisionado por los alemanes que venía con un mensaje del enemigo. Entregó el mensaje al mayor inglés, que se reunió a puertas cerradas con los comandantes de la Infantería 13 y de la Infantería 15. La reunión terminó media hora más tarde, y el comandante del 13 llamó a los hombres y anunció que el comando del reducto había decidido que se rendirían. Ya no había municiones y el enemigo, dándose cuenta de que el fuego del blockhaus estaba casi interrumpido, amenazaba con hacer volar todo por los aires. El camillero salió con la respuesta de los sitiados y volvió más tarde con las instrucciones de los alemanes.

Mascarenhas desarmó a los cien soldados de la Infantería 13, mientras que los oficiales del 15 y del batallón inglés hacían lo mismo con sus integrantes. Las Lee-Enfield, las Lewis y las Vickers quedaron amontonadas en un rincón. Los hombres lloraban convulsivamente al formar en el interior del blockhaus. También lloraron cuando se abrieron las puertas y salieron fuera del refugio para entregarse al enemigo. El mayor se quedó a la zaga del grupo y fue de los últimos en abandonar el reducto. De repente, oyó armas que abrían fuego y vio retroceder a los hombres que iban delante, presas del pánico, en un tropel acongojado, con los brazos levantados en señal de rendición, pero también de desesperación.

– ¡Están disparando! -gritó un soldado que intentaba a toda costa volver a entrar en el blockhaus-. Nos están matando.

Mascarenhas también vio, estupefacto e indignado, cómo los alemanes descargaban las armas en los prisioneros, pero intervino un oficial enemigo y se suspendió el fuego. Algunos hombres se revolcaban en el suelo, heridos. El oficial alemán, con una cinta blanca en el brazo y empuñando una pistola, gritaba con sus soldados. Después, hizo una seña a los sitiados para que saliesen, pero parecía más preocupado por vigilar a sus soldados que a los portugueses y a los ingleses.

Los prisioneros recibieron la orden de marchar y avanzaron por la carretera rumbo al cautiverio. Los hombres de la Infantería 13, tramontanos rudos y obstinados, gente de campo habituada a la vida dura en Boticas, en Alfándega, en Mogadouro, en Romeu y en Moncorvo, rústicos de modales bruscos y palabras toscas, alzaron las voces como niños y empezaron, muy bajo, en un coro suave, a entonar el himno del batallón:


Un pecho de acero palpita en cada uniforme,

no dará del 13 un paso atrás ni un solo hombre.


Un alemán los mandó callar. Eran poco más de las doce del día 10 de abril.


Capítulo 2

El cautiverio en Lille duró sólo unos días. A Afonso lo colocaron con tres mil prisioneros portugueses detrás de las puertas de hierro del cuartel del antiguo regimiento de coraceros franceses, instalaciones militares incrustadas en la gigantesca Citadelle. Se trataba de una enorme fortificación en forma de estrella pentagonal, situada al noroeste de Lille y separada de la ciudad por el río Deüle y sus respectivos canales.

Fueron días duros, con los hombres alimentados a pan, agua y sopas aguadas. Dormían en el suelo y tiritaban de frío por falta de abrigos. Estaban prohibidos los contactos con civiles franceses, una orden innecesaria, por otra parte, debido al aislamiento en que se encontraban los prisioneros. Aun así, Afonso descubrió a un francés que trabajaba en la cantina y no tardó en entablar conversación con él.

– ¿Usted es de Lille? -le preguntó en la primera oportunidad, cuando el hombre le servía la sopa en la cola del comedor.

El francés miró a su alrededor, asustado.

– Chist, no puedo hablar con los prisioneros.

Afonso lo miró a los ojos.

– ¿Conoce a Paul Chevallier? Tiene una tienda de vinos en la Vieille Bourse.

El hombre lo miró con expresión de sorpresa. Para Afonso era evidente que su interlocutor conocía al padre de Agnès. El francés se recompuso y fingió que comprobaba la sopa del portugués.

– Ahora no -murmuró muy bajo, hablando apresuradamente-. Escriba en un papel lo que quiere y démelo mañana, cuando venga a buscar la sopa.

Afonso se pasó la tarde en torno a una hoja, intentando redactar una carta en francés. Consultó varias veces a un oficial portugués de origen francés, para pedirle que verificase palabras y revisase frases. Intentaba de ese modo evitar errores ortográficos e incoherencias gramaticales, como faltas de concordancia y de género, en un esfuerzo para crear una buena primera impresión en el destinatario, el padre de Agnès. Cuando terminó de revisar el texto, se dio por satisfecho y pasó la versión final a un papel limpio:


Estimado señor Paul Chevallier:

Mi nombre es Afonso Brandão, capitán de infantería del ejército portugués en Francia, actualmente prisionero en la Citadelle de Lille. Le escribo estas breves líneas para comunicarle que conocí a su hija Agnès en Armentières; ella me contó que, con el comienzo de la guerra, dejó de tener contacto con su familia. Siendo así, lo informo de que su marido Serge murió en combate ya en las primeras batallas y ella se fue a vivir a casa del barón Redier en Armentières. Nos enamoramos, le pedí contraer matrimonio y tuve la felicidad de verla aceptar mi propuesta. Ella es ahora enfermera en un hospital de guerra portugués y se encuentra bien de salud. Le ruego que le comunique, si tiene oportunidad de verla antes de que yo pueda reunirme con ella, que estoy vivo y con salud, aunque prisionero por los alemanes. No sé cuál es el destino que me reserva el enemigo, pero asegúrele, por favor, que la buscaré en cuanto sea liberado.

Con mis mejores deseos,

Afonso Brandão


Cuando concluyó esta versión final, Afonso releyó el texto, dobló la hoja y la guardó en el bolsillo. Volvió a considerar si realmente valdría la pena omitir que Agnès se había casado y separado del barón Redier y que estaba esperando un hijo suyo, pero temió que los principios morales de su futuro suegro fuesen tan estrechos que esa información lo echase todo a perder. Decidió, por consiguiente, mantener el texto así. Al día siguiente, durante el almuerzo, pasó discretamente el papel a las manos del francés de las sopas, murmurando que se lo entregase a monsieur Chevallier.

El francés tardó un tiempo en cumplir la misión. Alegó que no encontraba a Paul Chevallier y que su tienda de vinos estaba cerrada. Las autoridades alemanas, entre tanto, anunciaron que los portugueses serían enviados a un campo de prisioneros en Alemania, y Afonso temió que tuviese que salir de Lille antes de establecer contacto con el padre de Agnès. Pero, al cuarto día, llegó finalmente la respuesta. El francés le entregó un sobre por debajo de la escudilla de la sopa y Afonso contuvo a duras penas las ganas de leer inmediatamente, durante la comida, la carta que había escondido bajo los pantalones. Tomó apresuradamente la sopa y el trozo de pan y se retiró al dormitorio común donde, recostado en una pared, abrió el sobre.


Estimado capitán Brandão:

No sabe hasta qué punto ha hecho de mí un hombre feliz por haber recibido al fin noticias de mi pequeña Agnès. Lamento la muerte de Serge, me parecía buen muchacho, pero, debo decirlo, no llegué a conocerlo bien. Lo que interesa, sin embargo, es que mi hija se encuentre bien de salud y feliz, como parece ser.

La vida aquí en Lille, bajo la ocupación enemiga, ha sido muy difícil. Mi pobre Michelle falleció hace tres años, según los médicos víctima de neumonía, pero en realidad víctima de los alemanes. Los ocupantes comenzaron en 1914 a requisar todos los bienes de las casas de los franceses. Se llevaron nuestros muebles, bicicletas, teléfonos y, lo más grave de todo, hasta las camas. Tuvimos que dormir en el suelo. Hubo también mucha hambre en 1914 y 1915. Debilitada, durmiendo todas las noches en el frío suelo de piedra de nuestra casa, mi mujer no resistió e incubó una neumonía fatal. Me quedó mi hija Claudette, pero, en 1916, los alemanes la deportaron de Lille, se la llevaron con muchas otras muchachas a hacer trabajos forzados en el campo. Veinticinco mil personas de Lille, sobre todo mujeres y niños, fueron enviados a la fuerza a provincias para cultivar la tierra, partir piedras, construir puentes, hacer sacos de tierra y otros trabajos de esclavo. Afortunadamente, esta dura experiencia sólo duró cinco meses y Claudette ya está de nuevo conmigo.

Perdóneme estas divagaciones de viejo, pero tienen un propósito. Le cuento todos estos detalles sobre nuestra vida por si usted logra encontrarse primero con mi hija. Le aseguro, no obstante, estimado capitán, que, en el caso de que sea yo el primero en verla, le mostraré sin duda la misiva que tuvo la amabilidad de enviarme, y puede estar seguro de que bendeciré el matrimonio que han decidido, consciente de que usted la honrará y hará de ella una mujer feliz.

Que Dios lo bendiga.

Paul Chevallier


Días después, los guardias alemanes ordenaron formar filas a los prisioneros para su traslado a Alemania. Afonso y sus compañeros salieron de la Citadelle y atravesaron una gran avenida, con el irónico nombre de Boulevard de la Liberté, hasta llegar a la estación de mercancías, al otro lado de la ciudad.


El viaje en tren duró cuatro días y culminó en Rastatt, una pequeña población en la linde de la Selva Negra, en Baviera, donde encerraron a los prisioneros, famélicos y doloridos, en un Russen Lager, o campo ruso. El campo tenía treinta hectáreas y estaba dividido en bloques, cada uno aislado por dos redes de alambre de espinos. El campo estaba en un principio destinado a prisioneros rusos, pero, con la salida de Rusia de la guerra el año anterior, comenzó a internar a franceses, británicos y portugueses.

Comenzó allí el calvario de la vida de recluso. Afonso y otros oficiales fueron sometidos a una dura dieta de remolacha, zanahoria, patatas y harina, a veces con trozos de carne o migas de bacalao. Los militares portugueses pasaban las comidas protestando contra la calidad de la alimentación, mientras que los oficiales británicos se mantenían a la mesa compuestos y serenos.

Al cabo de pocos días, Afonso fue trasladado a la fortaleza de Friedrichfest, también en Rastatt, y regresó más tarde al Russen Lager. Unas semanas después, los alemanes lo llevaron a Karlsruhe y lo encerraron en un Kriegs offizier gefangenenlager, un confortable campo de oficiales prisioneros situado en un acogedor parque de la ciudad, donde los portugueses se entretenían admirando a las atrevidas fräulein que se contoneaban deliberadamente frente a los reclusos extranjeros. Hubo también uno, el teniente Ribeiro, que trabó amistad con una alemana muy rubia, la Bochona, como la llamaban, que no era esbelta pero parecía una valiente valquiria y le cayó en gracia, así que el amorío se convirtió en tema de conversación entre los reclusos: ¡menudo era Ribeiro! No duró mucho la permanencia en esa cárcel paradisiaca, porque el capitán recibió nueva orden de traslado, esta vez para un miserable campo en Hannover, donde encontró al comandante de su batallón, el mayor Montalvão, también capturado en la gran batalla.

Durante todo el tiempo en que anduvo yendo de campo de prisioneros en campo de prisioneros, Afonso intentó buscar la manera de mantener contactos con el exterior. Le escribió a su familia a través de la Cruz Roja, pero tuvo gran dificultad en localizar a Agnès, porque no había memorizado el domicilio del anexo de Béthune. Optó por dirigir las cartas al hospital Mixto de Medicina y Cirugía, sin obtener respuesta alguna. El silencio de la francesa lo dejó perturbado y era permanente tema de preocupación. El capitán mudaba diariamente de estado de ánimo, sumiéndose en una quieta melancolía o consumiéndose en una agitada inquietud, humores que alternaba con agotadora frecuencia. Los abatimientos melancólicos estaban dominados por recuerdos en detalle de todos los instantes que había pasado con ella y por emocionantes fantasías sobre el reencuentro, pero los momentos de inquietud se revelaban peores, se preguntaba entonces sobre el embarazo y su evolución e indagaba de manera enfermiza sobre los motivos que había tras el silencio a sus insistentes cartas. ¿Podría haberse extraviado la correspondencia? ¿Habría abandonado Agnès el hospital? ¿Acaso ya lo había olvidado? Resurgía agotado de esos instantes de mayor angustia, compensándolos con otros momentos en los que alimentaba la certidumbre de que todo iba bien, intentaba consolarse, tranquilizarse, se convencía de que, a fin de cuentas, los sucesivos traslados de campos de prisioneros dificultaban las cosas a la Cruz Roja, impedían que llegasen a sus manos las ansiadas cartas de respuesta.

En compañía de Montalvão, Afonso se mudó meses más tarde al campo de Breensen, en Mecklemburg, el último destino de los permanentes tránsitos por el interior de Alemania. Pasó allí el mes de octubre con una monótona existencia, sólo animada por una divertida representación de una pieza de teatro, puesta en escena, en tres actos, por el teniente coronel Malheiro, con el título El amor en la base del CEP. La acción transcurría en las playas de Tréport y Paris-Plage, en Francia, hecho que al capitán le pareció significativo. En realidad, la elección de esos lugares de veraneo para el lugar de la acción era muy representativa de la forma en que algunos oficiales encaraban sus deberes en la guerra, aquélla era realmente una historia de carboneros y palmípedos, oficiales de la retaguardia habituados al ocio y a la vida au grand air en la placentera costa francesa. Afonso conocía a algunos que hasta se jactaban de que les pagasen para ir a disfrutar de la playa, beneficiándose de un absurdo sistema de subvenciones que premiaba la negligencia. Mientras que un capitán que arriesgaba la vida en las trincheras se limitaba a ganar la subvención de campaña, aquellos que iban a pasear por los grandes centros de veraneo se beneficiaban de un subsidio extra de veinte francos diarios para pagar casa y comida, además de recibir una buena calderilla para el combustible.

Aunque la pieza le volvió a traer a la memoria algunos de los aspectos más grotescos y lamentables de la organización del CEP, la verdad es que la representación teatral tuvo la virtud de, aunque más no fuera por un breve instante, permitirle evadirse de sus preocupaciones obsesivas. Aquél fue, indudablemente, un acontecimiento en el campo de prisioneros, por añadidura muy divertido, sobre todo porque los distintos personajes femeninos eran interpretados, como no podía ser de otra manera, por oficiales. Fue de reírse hasta las lágrimas ver al capitán Grilo, con su enorme bigote y los brazos gordos y peludos, personificar a una joven actriz parisiense, supuestamente esbelta y deslumbrante, y hacer arrebatadas declaraciones de amor al esmirriado teniente Santos. Sólo faltó que los dos oficiales se besaran para que el excitado público echase abajo el barracón.

La representación sólo fue para Afonso, sin embargo, una fugaz distracción, siempre con la mente concentrada en el embarazo de Agnès. Por lo cálculos que habían hecho los médicos, el parto debería de producirse por aquella fecha; el capitán se desesperaba por no poder estar presente. Había momentos en que lo sofocaba la ansiedad, le apetecía huir, dejar atrás el portón, corriendo, saltar las vallas, tenía sed de libertad y hambre de amor, le faltaba el aire en aquella prisión, quería salir de allí a toda costa, no había forma de que terminase la guerra.

Este estado de ánimo sólo se alteró una mañana gris de noviembre. Afonso se despertó temprano, como todos los prisioneros, se vistió y salió del barracón, enfrentando el frío cortante y agreste del amanecer para dirigirse a las letrinas. Cuando pasaba cerca del portón reparó en que todos los guardias alemanes del campo de Breensen sostenían periódicos, con la expresión circunspecta, sombría, intercambiando comentarios con murmullos sigilosos. Ya en la víspera notó que el ambiente era extraño entre los carceleros, pero no le otorgó gran importancia a ese hecho. Ahora, sin embargo, el comportamiento de los guardias se había vuelto más pesado y parecía tener los periódicos como epicentro. Lleno de curiosidad, Afonso se acercó al grupo, formado por cuatro soldados.

– Hallo -dijo con un suspiro-. Wie geht's?

Un soldado respondió con un gruñido malhumorado, los otros se mantuvieron en silencio, ignorándolo, con los ojos siempre fijos en el periódico, perdidos en las noticias del frente. Extrañado por aquella actitud, Afonso bajó la cabeza, miró la primera página y sintió que el corazón le daba un vuelco. El periódico, con fecha de ese día, 12 de noviembre de 1918, anunciaba que la guerra había acabado en la víspera. Los aliados habían vencido.


A pesar del armisticio, Afonso permaneció dos meses más en cautiverio. Lo liberaron en enero, en pleno invierno, con el cuerpo debilitado por el frío y la mala alimentación. Cogió un tren a Francia, planeando ir en busca de Agnès, pero no tenía dinero y se encontraba muy débil y con fiebre. Se dio cuenta de que no estaba en condiciones de ir en pos de su francesa y se dejó llevar hasta Brest con otros compañeros que habían salido con él de Breensen.

El día 25 cogió el paquebote Gil Eannes en el gran puerto francés rumbo a Portugal. El barco estaba atestado de ex prisioneros y enfermos, la mayoría tuberculosos. El capitán buscó entre los tuberculosos a los que habían estado ingresados en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía y pronto encontró a uno que se acordaba de Agnès.

– Era una chica mucho buena, ¿no? -dijo uno de los tuberculosos, entre dos accesos de tos. Hablaba de manera confusa, como Vicente, una especie de Manitas con un cerrado acento del Algarve-. Me recuerdo de ella, claro que me recuerdo. ¿Cómo no iba a recordarme? Esa era una mujer, caray, no era como unos adefesios ordinarios que andaban por ahí, unas tipas que hasta tenían bigotes encima la boca.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿A la francesa? Después del 9 de abril andaba mucho tristona, cuitada. -Tosió-. La muchacha estaba empreñada, creo que su hombre era un portugués que las diñó durante la batalla. -Volvió a toser-. Andaba desconsolada la pobrecita. Al cabo de un tiempo, pidió la baja y nunca más la volvimos a ver. -Más toses-. Fue una pena, aquella moza era capaz de resucitar a un muerto, caramba, era una alegría verla pasar por la enfermería moviendo su hermoso culito.


Capítulo 3

Colocaron la plancha con firmeza, estableciendo la conexión entre el Gil Eannes y el muelle del puerto de Lisboa. El oficial que comandaba la operación se rascó la barba rala mientras observaba a los hombres asegurándose de que el paso era transitable. Cuando concluyeron las comprobaciones y se completó el atraque, se volvió hacia la legión de militares miserables y andrajosos que observaba tierra con una incontenible avidez.

– Muy bien -gritó-. Primero bajan los oficiales, después los soldados y, por fin, salen los enfermos. Quiero un desembarco ordenado y sin confusiones. -Hizo un gesto dirigido a un sargento situado junto a la plancha-. Adelante.

Los oficiales se dirigieron hacia la plancha y la cruzaron. Afonso esperó su turno en la cola, paciente, con los ojos perdidos en el horizonte entrecortado por los familiares tejados rojos de Lisboa, el opaco color ladrillo que se explayaba bajo el azul pálido del cielo invernal. Su atención deambuló distraídamente por su alrededor, se fijó en las gaviotas que graznaban en medio de inquietas nubes, melancólicas, iban y venían como olas que cortasen el aire, a veces rasaban las aguas cristalinas del Tajo y se perdían en los centelleos de luz reflejada en la cresta de la espuma; el aroma salado del mar, en su encuentro amoroso con el río, le llenaba la nariz y le traía a los pulmones el olvidado perfume de su tierra, el efluvio fresco y vigorizante que flotaba en la brisa baja.

El capitán atravesó finalmente la plancha, pisó el suelo del muelle y comprobó, sorprendido, que se mantenía la fila de los oficiales.

– Mayor, ¿qué cola es ésta? -le preguntó a Montalvão, tres lugares más adelante.

– Es para la Comisión Protectora de los Prisioneros de Guerra.

– ¿Ah, sí? ¿Ya tenemos comisión protectora? ¿Y de qué nos protege?

– Debe de ser de los boches -bromeó Montalvão.

A medida que la fila avanzaba, Afonso se dio cuenta de que, instaladas detrás de una mesa, unas señoras de mediana edad entregaban a los oficiales unos papeles pequeños. Cuando llegó su turno, una de las mujeres también le dio un montón de papeles.

– ¿Qué es esto, señora?

– Son bonos, señor oficial.

– ¿Bonos? ¿Bonos para qué?

– Corresponden a donativos de vestuario y dinero. Con esos bonos, usted puede adquirir los productos que necesite, señor oficial.

Afonso guardó los bonos en el bolsillo y siguió al grupo de oficiales. Se aglomeraban todos alrededor de otra mesa instalada en el muelle, discutiendo animadamente, algunos se mostraban irritados y alzaban la voz, otros abrían los brazos sumidos en un desconsuelo resignado. Al capitán le extrañó el rumor y fue a reunirse con Montalvão.

– ¿Qué pasa, comandante?

El mayor se encogió de hombros.

– No lo sé muy bien -dijo con vacilación-. Parece que hay algún problema y no podemos ir a Braga.

– ¿No podemos ir a Braga? ¿Por qué?

– No lo sé, no lo sé, no lo he entendido.

Afonso se abrió paso entre el grupo y fue a hablar con un teniente que estaba sentado a la mesa. Era un muchacho joven, con bigote fino y con un tic en la boca. El teniente tomaba nota de los nombres de los recién llegados.

– ¿Qué ocurre, teniente?

El teniente no levantó la vista.

– Van a tener que quedarse acuartelados aquí en Lisboa -dijo, atareado, sin parar de escribir-. Vuelva a la cola, por favor.

Afonso miró con intensidad a ese jovenzuelo recién salido de la Escuela de Guerra, se puso a pensar en que el chico no había oído nunca un tiro disparado con furia, evidentemente no sabía cuán desesperada era la angustia que atormentaba a los hombres que esperaban frente a él, ignoraba sin duda aquella dolorosa y punzante ansiedad de quien sufre por el reencuentro con su familia. Se mantenía fríamente ajeno al hambre de afecto y a la sed de bienestar que les invadía el cuerpo y les inquietaba el alma. En vez de respetarlos, el joven teniente se comportaba incluso como si estuviera haciéndoles un favor, gastando su preciosa atención con un hatajo de andrajosos malolientes. El capitán sintió que una furia ciega, poderosa y liberadora le crecía en el estómago, le llenaba el pecho, le subía a la cabeza y se hacía dueña de él.

– Teniente -gritó de pronto, con voz de comando-. ¡ Cuádrese frente a su superior!

El teniente se estremeció del susto, miró alarmado a Afonso, se levantó atropelladamente de la silla y se puso muy rígido, cuadrándose. Se hizo un silencio alrededor.

– Pero ¿qué mierda es ésta? -insistió Afonso con tono amenazador-. ¿Así que no se saluda como corresponde a un superior jerárquico?

– Sí, mi capitán -dijo por fin el teniente, lívido, alzando la mano para hacer el saludo militar.

Afonso lo miró de arriba abajo, examinándolo. Le señaló los pies.

– ¿Y usted con esas botas? ¿Eh? ¿Cómo se atreve a ponerse esas botas?

El teniente miró de reojo las botas.

– Mi capitán…, eh…, le pido que me disculpe -titubeó, sin entender qué tenían de malo las botas.

– Cuando acabe de ocuparme de usted, quiero que esas botas brillen como la bayoneta de un boche, ¿me ha oído? ¡Como la bayoneta de un boche!

– Sí, mi capitán.

Afonso estaba morado. Respiró hondo y se calmó, repentinamente sorprendido por su acceso de furia, más aún por haber soltado un taco, desde los tiempos del seminario era incapaz de decir «mierda».

– Ahora cuéntenos por qué razón tenemos que quedarnos acuartelados en Lisboa -ordenó el capitán con un tono de voz más tranquilo.

Un clamor de aprobación se alzó desde el grupo de oficiales. El joven había sido llamado al orden y ahora tenía que responder a la pregunta que todos querían ver respondida.

– Son…, son órdenes del general Figueiredo, mi capitán.

– ¿Y quién es ese sujeto?

– Es mi comandante, mi capitán.

– ¿No sabe el general Paneleiredo, [11] o como se llame ese tipo, que la gente de las trincheras no ve a su familia desde hace más de un año? ¿Eh? ¿No lo sabe?

El teniente bajó los ojos.

– Yo…, es que…, yo no sé nada de eso, mi capitán.

Afonso se quedó observándolo, con el ceño fruncido, la expresión desconfiada, íntimamente perplejo por haber soltado un segundo taco: nunca pensó que sería capaz de llamar «Paneleiredo» a un superior.

– ¿Y usted? -preguntó finalmente-. ¿Sabe al menos por qué razón no podemos ir a Braga?

– Debido a la sublevación, mi capitán.

– ¿La sublevación? ¿Qué sublevación?

– La del Norte, mi capitán.

– ¿La sublevación del Norte? Pero ¿usted se ha vuelto loco? ¿Qué sublevación es ésa, eh? ¡Explíquese, hombre! ¡Vamos, desembuche!

El teniente sudaba. Miró a su alrededor, dejando escapar un rictus acongojado.

– Han sido los monárquicos, mi capitán -titubeó-. Se sublevaron hace unos diez días. La Junta Militar del Norte ha proclamado la Monarquía en Oporto y ha aclamado a don Manuel II como rey de Portugal. En Lisboa también se han sublevado, los monárquicos han acampado en Monsanto y ha habido enfrentamientos tremendos la semana pasada, pero los republicanos han acabado derrotándolos.

El teniente se calló y los oficiales se miraron, asombrados.

– Sí, señor, muy bonito cuadro -comentó un mayor-. Hemos salido de una y nos encontramos con otro desastre, ésa es la cosa.

– Es la estratagema de costumbre -aventuró otro oficial.

– Siempre la misma mierda.

– ¿Y Sidónio? ¿No hace nada? -preguntó Montalvão.

El teniente lo miró estupefacto.

– El presidente ha muerto.

Se hizo silencio en el grupo.

– ¿Qué dice? -preguntó una voz-. ¿Que Sidónio ha muerto?

– Fue asesinado en la estación del Rossio -aclaró el teniente-. Hace cosa de un mes y medio, antes de Navidad.

Con el país en pie de guerra y el Norte en rebeldía, los militares del Miño fueron instalados en un cuartel de Lisboa, donde aguardaron el desenlace de los acontecimientos. Pero Afonso no era del Miño y tenía a su familia en Rio Maior, del lado de acá de la frontera invisible que, durante los tormentosos veinticinco días que duró la Monarquía del Norte, dividía el país. Sin nada que lo atase a la capital, el capitán se presentó en el cuartel general, llenó los documentos que regularizaban su situación, solicitó un permiso, que le concedieron inmediatamente, y dos días después, ya bien dormido y comido, se dirigió a la estación del Rossio. Corrían los primeros días de febrero de 1919 cuando cogió un tren hasta Caldas da Rainha y siguió en calesa hasta Rio Maior, conteniendo a duras penas la ansiedad que le llenaba el pecho.


El reencuentro con su familia fue emotivo y triste. Afonso supo entonces que su padre había muerto el año anterior, como consecuencia de una caída cuando recogía frutas de un árbol. El capitán fue ese día al cementerio a visitar la tumba donde se encontraba sepultado. Depositó una corona de flores junto al túmulo, murmuró una oración y encargó una misa en memoria de Rafael Laureano.

Por la noche, la familia se reunió en Carrachana para cenar. Vinieron los hermanos, Manuel, Jesuína, João y Joaquim, con sus respectivas familias, todos juntos para celebrar el regreso del benjamín. Doña Mariana colocó en la mesa una olla con misturadas; Afonso devoró su ración con un placer que lo sorprendió, no se acordaba de haber apreciado tanto ese plato en su niñez.

– Está muy bueno, madre, está realmente sabroso -exclamó, acompañando la sopa con pan.

– ¿Y cómo no iba a estar bueno? -Se rio Manuel, el mayor-. Para quien ha estado comiendo todas esas porquerías en Francia y en Alemania, éste debe de ser un manjar de reyes.

– Di si nuestros platos no son mejores que los de los extranjeros, ¿eh? Dilo, anda -lo desafió Jesuína.

– Claro -asintió Afonso-. ¿ Dónde hay en Francia una olla, un cocido como éste?

– ¿Qué comen ellos, hijo? -quiso saber Mariana.

– Bien, comen más o menos lo que nosotros comemos, sólo que elaborado de manera diferente y con nombres finos. Por ejemplo, en vez de lenguado frito, ellos dicen lenguado a la meunière, queda más chic.

– ¿Y tú comías eso, hijo mío?

– A veces, cuando iba a los estaminets o a los bistrots.

– ¡ Ay, qué nombres raros! -comentó Jesuína-. ¡Vaya por Dios! ¡Me da impresión!

– Oye, Jesuína, compórtate -intervino Joaquim-. ¿Qué nombres querías que los franceses diesen a su casas de comida, eh? Tasca de Zé Russo, ¿no? -Soltó una gran carcajada-. Sería gracioso: los franceses diciéndose unos a otros: «¡Oye, que me voy a la Tasca de Zé Russo a comer un magro de cerdo!».

Todos se rieron. Manuel solía tener gracia cuando se reunían en grupo. Ahora se sentía como el jefe de la familia, por ser el hombre mayor después de la muerte de su padre, le gustaba animar las reuniones familiares.

– Oye, Manel, que no es nada de eso -repuso Jesuína, avergonzada por ser blanco de la pulla de su hermano-. Sólo me sentía sorprendida de ver que Afonso sabe palabras extranjeras, sólo eso.

– Pero, Afonso, ¿entonces tenías que comer esas cosas de los franceses? -insistió su madre, siempre preocupada por la alimentación de su hijo durante la guerra; a fin de cuentas, comprobó, el muchacho llegó hecho un palo de flaco, hasta se le veían las costillas, pobre: decididamente la comida no debía de ser allí gran cosa.

– Sí, madre, también comía eso, pero sólo cuando estaba en la retaguardia. Cuando iba a las trincheras, nos daban una carne que venía en latas inglesas, y eso era mucho peor que la alimentación francesa, créame. Y, cuando me apresaron los boches, la cosa empeoró más aún, los tipos casi no tenían carne para sus soldados y mucho menos para nosotros.

– ¿Ah, sí, hijo? ¿Y ésos que comen?

– ¿Quiénes? ¿Los gringos o los boches?

– Los dos.

– Los gringos comen mucho corned-beef. Por eso también los llamamos «bifes» -dijo-. Los boches se llenan de salchichas, horrorosas, llenas de grasa, pero fue la única carne que vi por allá. El resto eran verduras, patatas y cosas por el estilo.

– Nadie hace las comiditas que te hace tu madre, ¿no?

– Oh, madre, claro que no.

– No hay comida como la de nuestra madrecita -coincidió Manuel, siempre de buen humor y ya ligeramente chispo por el vino. Miró a su mujer y añadió-: Nuestra madrecita y mi Au- rinda, desde luego.

– ¡Ah, menos mal! -repuso la mujer.

Afonso miró a su alrededor, como si buscase algo. Desde que llegó a su casa quería saber si Agnès le había escrito, ésa era una cuestión absolutamente esencial, prioritaria. Necesitaba saber su paradero, recibir noticias, entrar en contacto con ella, buscar la manera de ir a Flandes para ver si la encontraba o para quedarse allá. Además, y según sus cálculos, ya debía de ser padre desde hacía unos dos o tres meses, pero necesitaba la confirmación. El problema era plantear la cuestión, no sabía bien cómo hacerlo. Tragó saliva y encaró a doña Mariana, esforzándose por darle la mayor naturalidad posible a la pregunta que tenía que hacerle.

– Madre, dígame, ¿no ha recibido ninguna carta para mí? -preguntó, fingiendo que ese interés le había surgido en aquel momento.

– ¿Carta de dónde, hijo?

– Yo qué sé. De Francia, por ejemplo.

– ¿De Francia?

Doña Mariana se mostraba genuinamente sorprendida. Afonso, acuciado por la impaciencia y doblegado por la ansiedad, no resistió y fue derecho al grano.

– ¿Sabe, madre?, estoy esperando una carta de una señora francesa.

Hubo una risotada general, para gran embarazo de Afonso, inmediatamente arrepentido por haber planteado la cuestión delante de todos. La madre sonrió y le guiñó un ojo.

– Así que mi niño con amiguitas francesas, ¿eh?

Afonso se sonrojó.

– Oh, madre, no es nada de lo que usted está pensando…

– ¡ Ah, gran Afonso! -bramó Manuel desde el otro lado de la mesa-. ¡Ya me parecía que ibas a honrar el nombre de los machos de la familia, carajo! ¡Eso es ser hombre! Seguro que todas las francesas han ido a comer de tu mano, ¿eh? ¡Qué buena vida debes de haber pasado en Francia!

– ¡Cállate, Manel! -ordenó su mujer, la áspera Aurinda-. Basta ya de bromas, deja al muchacho en paz.

Pero fue Mariana quien no lo dejó.

– ¿Y Carolina entonces? ¿Ya no quieres saber nada de ella?

– Pero ¿qué tengo yo que ver con Carolina, madre? Ella está casada y espero que sea muy feliz.

– No está casada. Está viuda.

– ¿Viuda? ¿Qué le ocurrió a su marido?

– Pilló el tifus. Hubo una epidemia tremenda el año pasado, en marzo, y el señor ingeniero estiró la pata.

– Pobre.

– ¡Pobre, no! No haberse metido con Carolina, que era tuya. ¡Oye, y tal vez hasta está mejor ahora! -Lo miró con picardía-. Así como así, ahora está sin hombre.

– ¡Vete a por ella! -gritó Manuel, con unas gotas de tinto escurriéndosele del bigote.

– Cállate, Manel -insistió Aurinda.

La paciencia de Afonso había llegado al límite.

– Basta, parad con eso -exclamó con voz irritada-. ¡Dejadme en paz!

– Vale, vale, no te pongas nervioso.

Afonso respiró hondo. Había planteado la cuestión y ahora llegaría hasta el fin.

– Madre, dígame: ¿ha recibido o no ha recibido nada para mí?

– ¿De Francia? -Sí.

Mariana esbozó una mueca con la boca mientras hurgaba en su memoria.

– No…, no… Ah, espera…, me acuerdo de que apareció Inácio…

– ¿ Inácio?

– Sí, el cartero. Ahora que hablas de eso me acuerdo de que llegó con una carta para ti. Como no teníamos noticias tuyas, le pedí a tu hermano que leyese la carta -dijo, señalando a Joaquim.

Afonso interrogó a su hermano con los ojos, pero éste se encogió de hombros.

– Oye, Afonso, yo abrí la carta, pero no entendí un pimiento de lo que ahí venía escrito, era una lengua extranjera.

– ¿Francés?

– Yo qué sé. Hasta podía ser chino. No se entendía nada, eran unos garabatos horrorosos.

– ¿Y qué hicisteis con la carta?

– Mira, hijo -intervino doña Mariana-, como no entendíamos nada de aquel galimatías, fui a llevarle la carta a doña Isilda, que es muy culta y sabe cosas complicadas. La leyó y me dijo que me quedase tranquila, que no era nada importante.

– ¿Doña Isilda leyó la carta?

– Sí, Afonso, la leyó y…

Afonso se levantó de la mesa, interrumpiéndola.

– Disculpe, madre, pero es urgente que yo sepa qué decía esa carta. ¿Cuándo la recibió?

– Yo qué sé…, fue antes de Navidad, justo antes.

– ¿En diciembre?

– Sí, hijo.

Afonso se puso una chaqueta y se dirigió deprisa hasta la puerta.

– Pero, hijo, acaba de cenar. ¿Adónde vas, válgame Dios?

– Voy a ver a doña Isilda -dijo, y se despidió-. Enseguida vuelvo.


El capitán se fue a pie desde Carrachana hasta el centro de Rio Maior. La Casa Pereira estaba cerrada, ya era de noche, pero Afonso sabía que la propietaria vivía en el piso de arriba y golpeó la puerta. Oyó pasos y la puerta se abrió. Carolina lo miraba sorprendida, incluso estupefacta.

– Hola, Carolina, ¿cómo estás?

Estaba más madura, con el pelo desordenado, aunque seguía siendo atractiva. Nunca había sido una belleza, pero no hay duda de que era capaz de despertar la atención de los hombres.

– ¡Afonso…, qué sorpresa! ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido a hablar con tu madre. ¿ Está?

Los ojos de Carolina revelaron cierta decepción, contenida a duras penas, porque Afonso hubiese ido en busca de su madre y no de ella.

– Sí, sí, entra -dijo, abriendo totalmente la puerta-. Disculpa que te reciba así, con estas pintas, pero sinceramente no te esperaba.

Subieron las escaleras y Carolina lo llevó ante la presencia de su madre. Doña Isilda le pareció mucho más vieja, acabada, con su cuerpo menudo envuelto en una manta junto a la chimenea. Le brillaron los ojos cuando vio a su antiguo protegido entrar en la sala, garboso con aquel uniforme azul de militar.

– ¡Mira quién ha llegado! -exclamó-. Nuestro héroe.

Afonso le besó la mano.

– ¿Cómo está, doña Isilda?

– Mejor -sonrió ella-. Mejor ahora que te veo. Estás hecho un hombre, muchacho, un hombre.

– Y usted sigue saludable…

– No digas disparates, Afonso. La edad no perdona.

– ¿Cómo anda su hermano?

– Bien, anda bien. Fue trasladado a Chaves, fíjate, pero se encuentra bien. Y pregunta muchas veces por ti, ¡vaya si pregunta!

– Transmítale mis saludos, doña Isilda. Dígale que lo echo de menos.

– Así lo haré. Se pondrá contento cuando sepa que has vuelto de la guerra. Qué cosa terrible la guerra, ¿no? Terrible.

Afonso suspiró.

– Sí, es algo inimaginable. -Hizo una pausa-. A propósito, he hecho muchas amistades en Francia, y mi madre me dijo que había recibido una carta para mí escrita en una lengua que ella no identificó, supongo que será francés, y que se la trajo para que usted se la leyese. ¿Tiene esa carta?

Doña Isilda se agitó en la silla, incómoda. Su rostro se ensombreció y miró de soslayo a Carolina, que seguía la conversación de pie.

– Carolina, hija mía, ve a preparar una infusión para tu madre y para Afonso, ¿sí?

Carolina bajó la cabeza en señal de asentimiento y se fue a la cocina. En cuanto su hija abandonó la sala, doña Isilda le hizo una seña a Afonso para que se sentase y le cogió la mano.

– Hijo mío, tienes que ser fuerte -dijo simplemente.

Afonso la miró con horror, con un pavoroso presentimiento que le oprimía el alma.

– ¿Qué ocurrió, doña Isilda?

– Yo quemé esa carta.

– ¿Que quemó la carta? Pero ¿por qué motivo?

– Quemé la carta porque era terrible, Afonso, terrible.

El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco.

– ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Qué decía la carta?

La vieja bajó los ojos y suspiró.

– No me acuerdo de los detalles, sólo de lo esencial. La carta venía de Lille y estaba firmada por un señor.

– ¿Un hombre?

– Sí, un hombre.

Sólo podía ser Paul Chevallier, pensó Afonso.

– ¿Y qué decía?

Doña Isilda le apretó la mano aún con más fuerza.

– Decía que su hija había muerto.

Afonso abrió la boca, horrorizado. No quería creer en lo que estaba oyendo.

– ¿Qué…, qué hija? -balbució.

– Me acuerdo de que se llamaba Agnès -dijo doña Isilda-. Ella murió. Ella y… la niña. ¿Entiendes? La niña. Contrajeron la gripe española y murieron en Lille.

Afonso se quedó un largo rato paralizado, boquiabierto, en estado de choque. Intentó hablar, pero no consiguió decir nada. Se acordó de la última imagen que guardaba de Agnès, la francesa en el portón del hospital, sonriente, con sus ojos enamorados, despidiéndose de él con expresión feliz, alegre por la noticia de que Afonso pronto abandonaría las trincheras. El capitán se levantó con brusquedad y se arrastró por la sala, sintió que perdía el equilibrio, oyó vagas voces a su alrededor, eran doña Isilda y Carolina hablando, pero no las entendió, se tambaleó por las escaleras tropezando varias veces con el pasamanos, se sintió hundido en una pesadilla, caminó como un sonámbulo y, cuando finalmente salió a la calle, la noche se puso turbia de lágrimas y lloró, lloró como nunca había llorado desde su infancia, lloró con abandono, con desesperación, lloró perdidamente, y su voz lanzaba terribles gemidos, sumido en un sufrimiento atroz. Se sintió perdido, repudiado por la suerte, hostigado por el destino. Se descubrió horriblemente solo.


Capítulo 4

Alfonso estaba sentado en una banqueta en Picantin Post, fumando un cigarrillo, cuando oyó una sirena Strombo dando el alerta de gas tóxico. La alarma sonaba justo a su lado y parecía que iba a perforarle los tímpanos. Sobresaltado, el capitán miró el lugar de donde venía el sonido y descubrió, con estupefacción, que era Agnès quien hacía sonar la Strombo. Se agitó en la banqueta, confundido. No daba crédito a sus ojos. Pero, en el instante siguiente, se deshicieron las dudas, era realmente ella, sintió que un bálsamo de felicidad le llenaba el alma y que le recorría el cuerpo una liberadora sensación de euforia. Corrió hacia la mujer, inmensamente aliviado por verla viva, la tremenda alegría que lo invadía relegó a segundo plano la extrañeza de encontrarla allí, en las trincheras. Pero, cuando se acercaba a su adorada francesa, preparándose para ceñirla en un maravilloso abrazo de reencuentro, vio el bulto gris de un alemán que aparecía en las trincheras, justo detrás de Agnès. Empuñó la pistola y lo derribó. Luego apareció otro alemán, y otro más, y otro. Cubriendo el cuerpo de Agnès, fue abatiendo a uno tras otro. Pero los alemanes no paraban de llegar, parecían un hormiguero, avanzaban inexorablemente e intentaban rodearlos. Afonso comenzó a desesperar, a sentir que no lograría frenar aquella inevitable oleada de asaltantes. Protegía a Agnès con su cuerpo y abría fuego sin descanso a diestro y siniestro, febrilmente, los mataba uno a uno y ellos, aun así, avanzaban, eran tantos que el oficial portugués acabó presa del pánico, intentó abrazar a Agnès y disparar al mismo tiempo, sintió que querían llevársela, que intentaban robársela, que pretendían matarla, eso no podía ser, eso no lo podía permitir, ni pensarlo, ni pensarlo, una enorme congoja le llenó el alma, un indecible terror dominó su corazón antela perspectiva de volver a perderla. Se puso a llorar, implorando a la Divina Providencia que la salvase, que la dejase quedarse con él, Agnès era ahora un frágil bulto a sus espaldas, ambos rodeados por alemanes que avanzaban amenazadores, ella protegida débilmente por un desesperado Afonso.

– ¿Qué ocurre, hijo?

Afonso se descubrió sentado en la cama, gritando y llorando, con un nudo en la garganta, mientras su madre, junto a la puerta, lo miraba alarmada. Sintió gotas de sudor en la frente, estaba jadeante y con lágrimas en los ojos. Miró a su alrededor, momentáneamente confundido, atolondrado, pero acabó entendiendo. Suspiró.

– No es nada, madre. He tenido una pesadilla.

Doña Mariana se llevó la mano al pecho.

– Ay, qué susto me has dado, Afonso. Gritabas tanto que daba miedo, válgame Dios.

– Ha sido sólo una pesadilla.

– Es la segunda vez que te ocurre esta semana, hijo. A ver si sueñas con cosas más alegres, ¿me has oído?

– Sí, madre. Buenas noches.

– Buenas noches, hijo. Descansa, anda.

Afonso cerró los ojos, se recostó en la cama e intentó calmarse. Desde que se enteró de la muerte de Agnès, experimentaba esa pesadilla, siempre diferente y, no obstante, siempre la misma, repetitiva, recurrente. Se acordó de las conversaciones con su amada sobre Freud y la importancia de los sueños e intentó imaginar lo que Agnès le habría dicho sobre esa pesadilla en particular. Tal vez ocultaba un deseo y un sentimiento de culpa, el deseo de verla viva y los remordimientos por no haber sabido protegerla de la muerte, por no haber estado con ella en el momento de la enfermedad, quizá su presencia habría sido determinante para impedir el trágico desenlace. Asaltaban la mente de Afonso mundos alternativos, diferentes hipótesis, la palabra «si» lo atormentaba en todo momento. «Si al menos hubiese hecho algo diferente -pensaba-. Si no le hubiese conseguido aquel puesto en el hospital, o si me hubiese quedado con ella el día en que fui a verla al hospital por última vez, o si me hubiese escapado de los campos alemanes, o incluso si hubiese hecho algo diferente, algo que alterase la cadena de los acontecimientos, tal vez ella aún estaría viva.» Eran tantos los «síes», tantas las pequeñas cosas que no se habían alterado, tantas las minúsculas piedrecitas que provocaron aquel doloroso alud. Lo consumía la culpa, cruel e implacable, obsesiva e incansable.

El capitán se quedó dos meses encerrado en casa de su madre, en Carrachana. Se encerró en la habitación con sus demonios, atormentado por los fantasmas que le ensombrecían el alma. Carolina fue a verlo varias veces durante las dos primeras semanas. A partir de la tercera semana comenzó a visitarlo todos los días. Al principio ella hablaba y él se mantenía callado, en silencio, deprimido, sumido en sus recuerdos y en sus planes destrozados, a veces con ataques de ansiedad o accesos de culpa. Padecía de insomnio y temía quedarse despierto, lo atormentaban las pesadillas y tenía miedo de dejarse arrastrar por el sueño. No comía, se sentía débil y sin energía, la boca se le secaba y le dolía la cabeza, había dejado de lavarse, de afeitarse o de cambiarse de ropa. Se mostraba apático, ensimismado, callado, solitario, no pasaban cinco minutos sin que pensase en Agnès, sin que se apenara por su desgracia. Los sueños y los pensamientos se concentraban obcecadamente en el mismo tema, como si intentara reorganizar el pasado, como si se afanase por un desenlace diferente, más feliz. Le costaba aceptar la realidad, alimentaba a veces la secreta esperanza de recibir una carta que lo desmintiese todo, se despertaba por la mañana con la fugaz ilusión de que todo no había sido más que una pesadilla, pero sólo era un breve instante de fantasía traicionera. Deprisa volvía en sí y entendía que el libreto ya estaba escrito, no era posible trastornar el pasado, lo hecho ya estaba hecho, aquél era un camino ya recorrido y sin retorno, una ópera triste que ya había sido cantada. Pequeñas cosas, palabras, sonidos, melodías, aromas, naderías, le recordaban a Agnès. Le dolía la forma abrupta en que todo se había producido, la imposibilidad de despedirse. Se angustiaba pensando en los instantes anteriores al fallecimiento, se preguntaba si ella había sufrido, si se habría asustado, si se había dado cuenta de la inminencia de la muerte, insidiosa e inexorable como una terrible tormenta que se abate sobre la tierra. En esos instantes, se volvía aún más sombrío, deprimido, taciturno, se sentía vacío y se ensimismaba, se sumergía en las tinieblas de un abismo sin fondo.

En un determinado momento, sin embargo, comenzó a reaccionar. Después del choque inicial y de los primeros meses de depresión, días cuya existencia no era ahora más que un oscuro borrón en su memoria, despertó del letargo. Se acordó de las palabras de Agnès sobre el efecto terapéutico de la comprensión de los traumas y de la verbalización de los sentimientos y sintió que lo dominaba una inesperada energía, ligera pero firme. Ayudado por el recuerdo de la francesa y por todo lo que ella le había enseñado con respecto a la mente y a sus malestares, comenzó gradualmente a intentar resolver aquel sufrimiento que lo paralizaba. Dio el primer paso cuando se dispuso a escuchar a Carolina, sobre todo cuando ella le hablaba del trauma de la muerte de su marido. Se comprendían bien, habían pasado por lo mismo, habían perdido «al otro» y les costaba encarar la realidad. En cierto sentido, eran almas gemelas, hermanos en el dolor.

Afonso se fue abriendo lentamente. De oyente pasivo se convirtió en narrador activo, al principio titubeante, era difícil transformar los sentimientos en palabras, el dolor era inefable, inexpresable. Pero, con el tiempo, el capitán se volvió más locuaz, más articulado su discurso, resurgió poco a poco del abismo en el que estaba sumido. Sentado en la cama o asomado a la ventana, revivió dolorosamente el pasado, convirtió los sentimientos en palabras, le habló de Agnès, de su vida, de sus sueños, de sus proyectos compartidos, del amor que no había vivido y del dolor que lo desgarraba. Lloró como un niño cuando comenzó a rozar la profunda herida que le rasgaba el corazón, hablaba entre sollozos y con esfuerzo, temiendo aquel sufrimiento pero enfrentándolo para resolverlo; lo afrontó con tal determinación que hasta parecía un acto de autoflagelación, daba pena verlo sufrir de aquella manera.


Una tarde, después del almuerzo, el padre Álvaro entró en la habitación de Afonso. Carolina salió para dejarlos a solas. El sacerdote se sentó al borde de la cama en la que Afonso estaba acostado y se asustó ante el aspecto de su antiguo discípulo, con el pelo despeinado y revuelto que le daba cierta apariencia de enfermo, de loco. El capitán, a su vez, miró al religioso que lo llevó, siendo adolescente, a Braga: lo halló viejo, con la piel surcada de arrugas y el cuerpo flaco cada vez más encorvado, casi como si le estuviese creciendo una joroba, los pelos canosos que se desordenaban rebeldes en la cabeza y en la barba.

– ¿Qué ocurre, hijo? -preguntó el padre Álvaro con una voz tierna-. ¿Qué te ocurre?

Afonso se quedó callado. Lo examinó con la mirada y después se fijó en el infinito, en un punto perdido más allá de la ventana. Sólo habló al cabo de unos tres minutos.

– ¿Por qué? -le preguntó por fin el capitán.

El cura lo observó sorprendido.

– ¿ Cómo?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿Por qué me ha ocurrido esto? -Afonso lo miró-. He pasado la guerra pensando que moriría, que tal vez no llegaría a salvarme. Y, cuando veo que me he salvado, cuando pienso que todo ha acabado, que la guerra ha terminado y que podré finalmente vivir, justamente en ese momento me entero de que ella ha muerto. ¿Qué sentido tiene que las cosas se hayan dado así? ¿Para qué ha servido esa muerte? ¿Por qué ha ocurrido? ¿Por qué?

– Ha sido la voluntad de Dios, hijo mío.

Afonso endureció la mirada y volvió a fijarse en el infinito más allá de la ventana.

– Dios no existe -sentenció finalmente.

El padre Álvaro se incorporó, incómodo por la blasfemia, miró a su alrededor, como si estuviese asegurándose de que el Señor no estaba en la habitación y no había oído semejante herejía, y miró a su protegido.

– Vamos, hijo, ¿qué dices? Escucha, escúchame, es necesario creer en El, en su bondad. -Extendió el dedo, indicando que aquélla era una advertencia, y levantó la voz hasta una altura que consideraba suficiente para que el Señor lo escuchase-. Y es necesario también temer a Dios.

– ¡Qué disparate! -repuso Afonso, con los ojos clavados en el sacerdote, fijando allí su rebelión interior-. ¿Dios es bondadoso o Dios es temible? ¿Eh? ¿En qué quedamos? ¿Qué contradicción es ésa? O es bondadoso o es temible. No puede ser las dos cosas al mismo tiempo.

El padre Álvaro lo contempló con serenidad.

– Dios es bondadoso, tenemos que tener fe, pero también tenemos que temerlo.

Afonso suspiró, impaciente.

– ¿Sabe, padre Álvaro?, yo he visto muchas cosas estos últimos dos años. Cosas de las que no quiero hablar, cosas de las que ni siquiera consigo hablar. Incluso ya me he olvidado de algunas de ellas, fíjese. Al ver todo eso, y después de mucha reflexión, sólo puedo concluir que nos engañamos cuando hablamos de Dios.

– Pero ¿qué cosas dices, hijo mío, por Dios?

– Es toda una sarta de disparates -exclamó, y levantó la mano izquierda, con la palma vuelta hacia arriba-. Mire, dice la Iglesia que es necesario creer en Dios, es necesario tener fe, es necesario rezar. Y yo me pregunto para qué. ¿O sea que los que no creen en Él se van al Infierno sólo por no creer en Él? ¿Quiere decir que si yo fuese un canalla y rezase todos los días como un beato, y otro fuese un hombre de bien, íntegro y honesto, pero no tuviera fe ni rezase, yo me iría al Cielo y él al Infierno? ¿Yo que soy un canalla y él que es íntegro? Pero ¿qué sentido tiene eso? ¿ Qué Dios es éste, tan egoísta que exige que lo idolatren, que impone la adoración por encima de la bondad?

El sacerdote reviró los ojos, rezando una plegaria silenciosa para que el Señor estuviese distraído y no escuchase aquel desborde de palabras pecaminosas.

– Dios es el Creador, tenemos que respetarlo, amarlo, temerlo.

– Mire, si quiere, incluso estoy dispuesto a aceptar su existencia -asintió Afonso-. Pero le aseguro que, si Dios existe, no es ciertamente el Dios del que habla la Iglesia. Dios no es bueno ni malo, Dios es inexpresable, está más allá de las palabras, de los conceptos, de la moral. Es simplemente el Creador, la fuente de las cosas, el origen de la muerte y la inspiración de la vida. A Dios le importa muy poco que mueran diez, cien o mil soldados, a Él no le intereso yo ni le interesa usted, ni Agnès ni nadie, en definitiva. Para Dios, una piedra vale tanto como una golondrina, como una persona, como usted o como yo, todo lo que existe son creaciones suyas, todo tiene el mismo valor. -Afonso carraspeó, pensativo-. Mire, ¿sabe cuál es la gran cuestión, la cuestión que responde a todo?

– ¿Cuál?

– La gran cuestión es la vieja duda de saber por qué razón El nos ha creado, por qué razón nos inflige tanto sufrimiento y con qué propósito. Esa es la gran cuestión, el gran misterio. -Se mordió los labios-. Creo que la clave de ese misterio radica en el problema de determinar si el futuro está abierto o está cerrado. Es decir, si las cosas están o no previamente determinadas, si somos realmente libres y dueños de nuestro futuro o si sólo tenemos la ilusión de la libertad y no somos más que esclavos del destino, meros personajes en el teatro divino. -Afonso se examinó las uñas, las contempló sin verlas verdaderamente, sus ojos se internaban en el misterio que lo abrumaba-. ¿Estaría la muerte de Agnès previamente determinada? Creo que la respuesta a este problema nos permite entender cuál es el designio de la creación. -Su mirada se perdió de nuevo en la ventana-. La dificultad, naturalmente, está en que no sé cómo responder a esa pregunta que tanto me atormenta. ¿Estaba la muerte de Agnès determinada de antemano? -Suspiró una vez más-. Bien, si su muerte estaba escrita desde el principio de los tiempos, eso significa que Dios es todo, El lo controla todo y todo lo decide, nosotros somos una ínfima parte de su ser. Así como una célula desconoce que forma parte del cuerpo, nosotros desconocemos que formamos parte de Dios. El cuerpo está constituido por millones de células, cada una es una entidad viva que tiene una individualidad y que no sabe que forma parte de un todo muy complejo, el cuerpo. Pues nosotros, al igual que ocurre con las células, vivimos con la ilusión de que tenemos una individualidad y que una cosa somos nosotros y otra el mundo, el universo, Dios, cuando, al fin y al cabo, todo es la misma cosa, todo es una ínfima parte del todo, de Dios.

– ¿Y si el futuro no está previamente determinado?

– En ese caso, padre Álvaro, mucho me temo que Dios no existe. O, si existe, tiene muy poco poder.

– Escucha, hijo, ¿no será ése más bien el indicio de que Dios decidió concebir al hombre como un ser libre?

– No lo creo. Mire, no creo en esa idea de que el Todopoderoso haya alienado su poder de decidirlo todo. Si así fuese, no sería todopoderoso. Si existe realmente un Creador omnipotente, puede estar seguro de que El no creó el universo para dejar las cosas entregadas al azar. Si El es todopoderoso, lo ha decidido todo. En consecuencia, si el futuro no está ya determinado, ello se debe a que El tiene poderes limitados. Un dios con poderes limitados no es Dios. Con esa hipótesis, tal vez Dios realmente no existe.

– Ay, Jesús, ¿cómo puedes decir eso? -exclamó el padre Álvaro, que reviró otra vez los ojos hacia arriba, casi pidiéndole disculpas al Señor por la blasfemia de su antiguo pupilo, como si sintiese que aquel insulto a Dios también fuese de su responsabilidad-. ¡Virgen Santísima!

– Mire, le digo todo esto por una razón muy sencilla. Si el futuro no está previamente determinado, significa que yo tengo libre arbitrio y que Dios no me controla ni a mí ni al futuro. Ahora bien, si yo controlo mi destino, Dios, por consiguiente, no es todopoderoso. Las cosas no ocurren porque tienen que ocurrir, sino solamente como fruto del azar y de las diversas voluntades individuales, sin propósito último ni razón trascendente. En ese caso, probablemente, Dios no es más que un deseo, una creación humana destinada a otorgarle un sentido inexistente a la existencia.

– ¿Y tú, hijo? ¿Qué opinas?

Afonso se recostó en la cama y fijó los ojos en el techo. Había dos arañas pegadas a sus telas en un rincón de las paredes encaladas y oscurecidas por la humedad, y el capitán se quedó observándolas deambular entre los insectos inertes sujetos a sus redes. ¿Estarían aquellos movimientos de las arañas determinados desde el comienzo del tiempo? La cuestión, de veras, lo abrumaba.

– Quiero creer que el futuro está previamente determinado -dijo por fin-. Sólo eso da sentido a todo aquello por lo que he pasado y por lo que estoy pasando.

– ¿Creyendo en eso temes a Dios?

– Eso es un disparate, ya se lo he dicho. ¿De qué le sirve a Dios el miedo de los hombres? En realidad, el miedo a Dios es un concepto ridículo, dado que sugiere que el Creador es inseguro, tal vez hasta prepotente, mimado, mezquino y egoísta. Pero, si el futuro está previamente determinado, supuestamente por El, ¿de qué le sirve que los hombres lo amen o lo teman, si ha sido Él quien lo ha determinado todo al escribir la ópera cósmica que interpretamos en todo momento? -Afonso meneó la cabeza e hizo una mueca con la boca-. No, Dios no está para ser amado ni para ser temido. Dios es, simplemente es. Se mueve con un propósito misterioso, y creo que todos nosotros, hombres, animales, plantas, cosas, todos formamos parte de ese propósito, de ese proyecto. Nada ocurre por casualidad, todo tiene una causa y un efecto. Agnès murió, ése es un acontecimiento aparentemente insignificante en la escala del universo. Sin embargo, creo que esa muerte forma parte del universo, creo que el universo se ha vuelto diferente con la desaparición de Agnès y de cada uno de mis compañeros de armas. Su fallecimiento es un acto más de la grandiosa pieza de teatro previamente compuesta por el dramaturgo divino, aunque el propósito de la muerte nos parezca gratuito. Su verdadero sentido sigue siendo desconocido para nosotros.

– Los designios del Señor son insondables -sentenció el padre Álvaro.

Afonso lo miró con expresión meditativa.

– Esa es posiblemente la única gran verdad que la Iglesia enseña, padre Álvaro. Todo tiene un propósito, creo yo, pero ese propósito se nos escapa. -Bajó la cabeza-. La alternativa sería simplemente insoportable. La de que las cosas ocurren porque ocurren, sin sentido ni razón. Eso sería insoportable.

Afonso echó en falta al padre Nunes, pensó que tal vez su antiguo maestro sería capaz de comprenderlo realmente. Se calló. La tarde se prolongó, silenciosa y lánguida. El padre Álvaro se despidió al anochecer, se marchó intranquilo e inquieto, pero Carolina se quedó. Ese día y los días siguientes. Afonso se volcó hacia ella en busca del equilibrio, de la salvación. No tenía capacidad para seguir sus razonamientos, pero le ofrecía consuelo emocional. Carolina le daba la mano en los momentos más difíciles, llegaba incluso a abrazarlo cuando lo sentía desesperado, perdido, vacío. Le dio fuerzas y calor humano, lo ayudó a enfrentar los fantasmas del pasado, los recuerdos de Agnès, el dolor por la pérdida, los remordimientos y el sentimiento de culpa, la furia y la rebeldía por la partida que le había impuesto el destino, la desesperación por ser aquél un camino sin retorno. Frágil, Afonso se aferró a aquella boya, se refugió en aquel puerto seguro, soltó sus emociones y abrió su alma. El se le abrió tanto que, casi sin quererlo, mansamente, fue abriéndole también el corazón.


Carolina y Afonso se casaron en el verano de 1920, en una boda sencilla celebrada en la pequeña iglesia de Rio Maior. Ofició la misa el anciano padre Álvaro, tío de Carolina y protector de Afonso en Braga, un entusiasta maestro de ceremonias muy compenetrado con su papel, ya que insistía en otorgar a aquel casamiento una solemnidad y grandiosidad que lo volverían inolvidable.

Sin embargo, uno de los contrayentes apenas lo oía. De pie en el altar, frente al sacerdote que oficiaba la misa en latín, el capitán se pasó gran parte del tiempo abstraído de lo que ocurría a su alrededor, con la mente vagando por el pasado como un vagabundo perdido, buscando a Agnès, imaginándola a su lado, fingiendo que aquélla no era la pequeña iglesia de Rio Maior sino la gran catedral de Amiens: la ensoñación se hizo tan nítida que hasta creyó captar un acento francés en el latín del sacerdote. Durante algunos instantes, sin embargo, regresaba a la realidad e intuía vagamente la monstruosidad de su traición, percibía que entregaba su cuerpo incompleto a aquella mujer, le faltaba el alma y el corazón, ambos rehenes del amor de otra. Comprendía la falsedad de ese momento, la doblez de aquella situación, sus sentimientos se encontraban lejos de allí, se casaba con una y difícilmente pasaba una hora sin pensar en la otra. Se arrepentía y le apetecía huir, salir de la iglesia y correr, abandonar el altar y buscar refugio en el útero acogedor de la habitación de Carrachana. En un supremo esfuerzo por distraerse, la mente deprisa se sumergía en su sueño, en su fantasía, en el camino imaginario por donde avanzaba presa de un delirio febril, un sendero hecho de recuerdos y sensaciones, de remembranzas de tiempos felices y de deseos sin satisfacer.

En el momento de la verdad, cuando el padre Álvaro le formuló la pregunta sacramental, Afonso dijo que sí. A su lado estaba Carolina y, al oírlo decir «sí», supuso que se lo decía a ella, no sabía que se lo estaba diciendo a la otra que ya no podía estar allí, el fantasma que sería para siempre su sombra.


Se instalaron en una casa junto a la Praça do Comércio, en Rio Maior, por detrás de la vieja Casa Comercial de José Ferreira Lopes. Doña Isilda inició a Afonso en la gestión de la Casa Pereira. Lo llevó a las fábricas adonde iba a buscar la mercancía, se lo presentó a los abastecedores, le explicó las cuentas y le reveló las técnicas de venta. Le enseñó cómo exhibir los productos, cómo recibir a los clientes, cómo evaluar a los empleados, cómo decidir cuándo se debe o no se debe conceder crédito a un cliente, cuánto crédito y durante cuánto tiempo.

– Un comerciante no tiene corazón -le repitió ella-. La prioridad es defender el negocio, eso es lo que cuenta. Las decisiones no las dicta la piedad, sino la racionalidad.

Afonso se acarició el bigote, meditando en estas palabras, dudando de si tendría estómago para poner en práctica lo que, dicho en palabras, parecía tan fácil.

– Pero, doña Isilda, a veces encontramos situaciones humanas…

– Que las resuelva la Iglesia -interrumpió la suegra-. Si eres piadoso y concedes crédito a todo el mundo que no puede pagar, si mantienes en la tienda a empleados incompetentes, todo porque esas personas te dan pena, te quedarás rápidamente en la ruina. Si eso ocurre, muchacho, has perjudicado a todos. Te has perjudicado a ti mismo, a tu familia, a tus buenos empleados y a tus buenos clientes. -Hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos-. ¿Y sabes cuál es la gran ironía? ¿Lo sabes? Que, en resumidas cuentas, los malos empleados y los malos clientes se quedarán como se habrían quedado si los hubieses enfrentado antes, unos sin empleo y otros sin crédito, porque la casa ha entrado en bancarrota. La piedad no les ha servido ni siquiera a ellos. Ni siquiera a ellos.

– Pero negarle crédito a quien lo necesita y despedir a quien necesita trabajar para vivir es una crueldad -dijo el capitán-. No sé si seré capaz de hacerlo.

Isilda suspiró.

– Imagina, Afonso, imagínate que estás en la guerra y una bala te hiere la pierna. Vas al hospital y los médicos comprueban que tienes gangrena. Al comprobar esa situación, los médicos sólo tienen dos opciones: o te cortan la pierna y te salvan la vida, o dejan que todo quede como está, porque les da pena cortar la pierna. En este caso, mueres. Mueres tú y, gran ironía, muere la propia pierna. Ahora imagínate que tu cuerpo es la Casa Pereira, el médico eres tú y la pierna gangrenada es un mal dependiente o un mal cliente. Si cortas la pierna, salvas el cuerpo. Si no la cortas, el cuerpo muere y la pierna también. ¿Qué haces, eh? ¿Qué haces?

– Bien…

– ¿Qué haces?

– Pues… supongo que tengo que salvar el cuerpo, ¿ no?

– Buen muchacho. -Alzó el dedo-. No te olvides, Afonso. Un comerciante no tiene corazón; la prioridad es defender el negocio.

No fue fácil la adaptación, pero Afonso se habituó gradualmente a las exigencias de la función, a la imposibilidad de agradar a todos, a la necesidad de enfrentarse a inevitables rupturas, a la prioridad de defender lo colectivo sobre lo individual. Al final de cuentas, ¿no era eso lo que había hecho durante la guerra? Reparó en una curiosa ironía, la de que, en los momentos críticos, a pesar de que lo colectivo recibía el beneficio de sus decisiones, era lo individual lo que atraía la simpatía general. Si despedía a un empleado inepto, por ejemplo, todos lo lamentaban, lo acusaban de no tener corazón y de ser inhumano, nadie entendía que sus actos estaban guiados por el bien de la mayoría. Lo colectivo era abstracto, lo individual concreto, las personas se identificaban con el individuo, no con el grupo. Pensándolo bien, se dijo, la muerte de su ordenanza en Pincantin había sido una tragedia, pero la muerte de cuatrocientos hombres en toda la batalla no era más que una mera estadística. Lo colectivo era más importante, reflexionó, aunque fuese con el individuo con quien realmente se identificaban las personas.

El capitán comenzó dividiendo su vida entre el negocio de la familia y la carrera militar. Pasaba mucho tiempo viajando entre Braga y Rio Maior, hasta que llegó a la conclusión de que no podía seguir así. Consideró incluso la posibilidad de pedir traslado al cuartel de Santarém, pero, al cabo de dos años de persistentes conversaciones, doña Isilda lo convenció de que había una opción mejor.

– Tienes que abandonar la vida militar, Afonso -le dijo-. ¿Cuánto tiempo hace que te lo estoy diciendo, eh? Un negocio es como un matrimonio: requiere exclusividad

Capítulo 5

Harapos blancos y esponjosos, como tiras de algodón rasgado, se cernían inmóviles en el azul profundo del cielo, eran cirros matinales, nubes altas y majestuosas que señalaban la suave llegada de la primavera de 1922. Afonso atravesó el Campo do Conde Agrolongo con los sentidos bien despiertos, registrando cada instante, embriagado por todas las sensaciones de aquella mañana, quería guardar dentro de sí el momento de la despedida. Prestaba atención al musical gorjeo de las golondrinas recién llegadas, sentía el aroma perfumado de los pinos flotando en la brisa fresca de la mañana, era un vientecito leve y puro que le acariciaba el rostro con amabilidad y soplaba con blandura sobre los árboles, cuyas ramas se agitaban con un murmullo delicado, arrullador, susurrante. Lanzó una larga y nostálgica mirada sobre el amplio frente blanco del cuartel del Pópulo, sabía que aquélla era probablemente la última vez que visitaba el edificio donde se había hecho oficial.

El capitán se dirigió al cuartel para presentar los papeles y despedirse de los compañeros que habían compartido con él la guerra. Conversando en las escalinatas o en el comedor, los veteranos seguían refiriéndose a los acontecimientos del 9 de abril, contaban historias, reconstruían episodios, recordaban a compañeros caídos, hacían balance. Lo curioso es que los recuerdos parecían concentrarse sólo en lo pintoresco de la guerra, relegando a un conveniente olvido justamente todo aquello que había hecho algo terrible de aquella experiencia. No había en el Pópulo quien no sintiese orgullo por la cruz de guerra de primera clase que había distinguido a la Infantería 8 por su comportamiento en la gran batalla, o no considerase justa la Orden Militar de la Torre y Espada que se le había concedido dos años antes a la ciudad de Lille por el apoyo que sus habitantes prestaron a los reclusos portugueses, alimentándolos y ayudándolos a escondidas de los ocupantes.

Afonso se detuvo varias veces, saludando aquí y acullá, subió las amplias escalinatas cruzadas del patio central y se acercó lánguidamente a la ventanilla de la oficina.

– Muy buenos días -saludó, observando el interior.

Un alférez se inclinaba sobre la mesa mecanografiando documentos. El hombre alzó la cabeza y se levantó cuando vio a su superior jerárquico.

– Buenos días, mi capitán -dijo, haciendo el típico saludo militar, avanzó unos pasos y se acercó a la ventanilla-. ¿Puedo ayudarlo?

Afonso miró a su alrededor y fijó la vista en el alférez.

– ¿Qué tengo que hacer para salir del Ejército?

– ¿Cómo?

– Quiero salir del Ejército. ¿Qué tengo que hacer?

El alférez vaciló.

– Bien…, pues… tiene que rellenar unos documentos y elevar una instancia al señor comandante.

– ¿Y cuáles son los términos de la instancia?

– Tengo aquí un borrador, ¿quiere verlo?

– Pásemelo, por favor.

El alférez fue hasta un cajón, sacó un folio y se lo entregó.

– Aquí está. Pero, por favor, capitán, devuélvamelo después, es la única copia que tengo.

– Quédese tranquilo.

El alférez afinó la voz con un «hum, hum» arrastrado.

– Debe saber que el señor comandante puede rechazar su petición…

– Quédese tranquilo -sonrió Afonso-. Hablaré con el comandante y no tendrá razones para oponerse. Después de lo que he pasado en Flandes, era lo que me faltaba.


El capitán dimisionario rellenaba los documentos en el pasillo del primer piso del cuartel, sentado en un banco junto a la ventanilla de la oficina, cuando sintió que un bulto se plantaba frente a él.

– ¿Y, capitán? Escribiéndole una carta a una demoiselle, ¿no?

Alzó la cabeza y reconoció al ahora coronel Eugenio Mardel, el hombre que había comandado la Brigada del Miño durante la gran batalla. Se levantó de golpe, recibiéndolo con una amplia sonrisa.

– Mi comandante -exclamó, haciendo el saludo militar-. Benditos los ojos que lo ven.

Mardel extendió la mano informalmente.

– ¿Cómo se encuentra, capitán? ¿Y? ¿Cómo fue su paso por Alemania? ¿Los boches lo trataron bien?

Se dieron un vigoroso apretón de manos.

– Cinco estrellas, mi comandante. Cinco estrellas. Hasta distribuían caviar de aperitivo y champagne para aplacar la sed.

Mardel se rio.

– Me lo imaginaba.

– ¿Qué está haciendo aquí, señor comandante, en el Pópulo?

– Mire, he venido a visitar los regimientos de la brigada, una especie de paseo nostálgico, ¿entiende?

– Ah, muy bien, muy bien.

– ¿Ya ha almorzado?

– No, aún no. Pero confieso que ya tengo bastante hambre…

– Entonces, venga conmigo. ¿ Hay por aquí algún sitio que valga la pena?

– Tenemos el restaurante del hotel, al otro lado de la plaza.

– ¿Se come bien?

– Mejor que en las trincheras, mi comandante.

Abandonaron las instalaciones del Pópulo y fueron a almorzar juntos al restaurante del Grande Hotel Maia, justo enfrente del cuartel, al otro lado del Campo del Conde Agrolongo. Pidieron unos filetes de hígado a la moda de Braga y se sumergieron en los recuerdos del pasado. Por petición de Mardel, Afonso le contó todo lo que le había ocurrido desde el día de la batalla. Cuando concluyó el relato, el coronel se mantuvo silencioso, con la mirada ausente.

– ¿En qué piensa, mi comandante?

Mardel carraspeó.

– Me pregunto si todo esto habrá merecido la pena -dijo-. Hemos cumplido con nuestro deber, es cierto, pero ¿habrá servido para algo?

Afonso lo miró a los ojos.

– La guerra la hacen los jóvenes, que se matan para la gloria de los viejos. Para los jóvenes, está claro que no ha merecido la pena. Para los viejos…

La frase quedó suspendida y fue Mardel quien la concluyó.

– Para los viejos quedan glorias que no se merecen -dijo-. Lo sé. -Hizo una mueca-. Mire, capitán Brandão, sólo fueron condecorados seis batallones por su arrojo en el combate durante el 9 de abril. En ese número se contaban nuestros cuatro batallones de la Brigada del Miño, además de los dos batallones tramontanos, la Infantería 10, de Braga 1193, que combatió a la derecha de Ferme du Bois, y la Infantería 13, de Vila Real, que resistió en Lacouture.

– El segundo comandante del 13, el mayor Mascarenhas, es amigo mío desde la época de la Escuela del Ejército.

– ¿ Ah, sí? Pues, mire, su amigo fue un valiente.

– Lo sé.

– Bien, todo esto para decirle que sólo combatieron los soldados del Miño y los tramontanos. Los restantes batallones, incluidos todos los de la Brigada de Lisboa, además de los del Algarve, del 3, y los del Alentejo, del 11 y del 17, huyeron del enemigo o se rindieron casi sin oponer resistencia. No han recibido, desde luego, ninguna distinción.

Afonso frunció el ceño.

– Es curioso -comentó con lentitud-. ¿Acaso la gente del norte es más valiente que la del sur?

– No estoy seguro de que ésa sea la pregunta adecuada. Pienso que la verdadera cuestión es saber si la gente del campo es más valiente que la de las ciudades. -Mardel se pasó la mano por el pelo-. Capitán Brandão, ¿sabe?, no hay guerrero más temible que el agricultor. La gente del campo está habituada a la dureza de la vida, al trabajo de la tierra, a las contrariedades que impone la naturaleza, y no se deja impresionar fácilmente por las dificultades de la guerra. ¡Son duros, son tremendos! Los finolis de las ciudades ya se sabe cómo son, lo que quieren es juerga y fado, mujeres y buena vida, ocio y comida en la mesa. Cuando la cosa está que arde y la vida se pone dura, todos se las piran.

– Eso puede explicar el comportamiento de los lisboetas, no digo que no, pero ¿los habitantes del Algarve, los del Alentejo?

– Reconozco que no encuentro explicación para ellos. Me dicen que tienen una naturaleza más indolente, pero dudo de que haya sido la indolencia la que los hizo poner pies en polvorosa. Incluso porque Wellington tenía unidades del Algarve y no se cansaba de elogiarlas.

– Bien, no interesa -exclamó Afonso, haciendo un gesto impaciente con la mano-. Lo cierto es que fuimos la única fuerza que resistió en bloque. Pero ¿de qué ha servido?

– De nada, me parece. -Mardel suspiró y se encogió de hombros-. De nada. Murieron cuatrocientos portugueses en esa batalla y más de seis mil fueron hechos prisioneros. Si nos fijamos bien, los más listos fueron los lisboetas, que se las piraron y andan ahora paseándose con sus mujeres por el Rossio y por la Rotunda, vivitos y coleando. Los tramontanos y nosotros, que enfrentamos la lucha, estamos como estamos: en vez de estar saboreando la vida, lloramos a los muertos y consolamos a las viudas. Y lo trágico, estimado capitán, lo trágico es que el sacrificio de los que combatieron ha sido en vano. Los boches entraron en nuestras líneas como un huracán, las invadieron, los gringos las pasaron moradas para frenarlos y la situación se hizo tan crítica para los aliados que los ingleses llegaron a lanzar una orden diciéndoles a los soldados que se quedasen donde estaban hasta morir. ¿ Imagina lo que es eso, capitán Brandão, recibir la orden de morir sin vía de escape posible?

El capitán meneó la cabeza.

– Menos mal que nunca recibimos una orden semejante…

Mardel hizo un silencio pensativo.

– En eso se equivoca -dijo finalmente-. También nos dieron esa orden.

– ¿A nosotros, a los portugueses?

– Exacto.

– ¿De morir en el sitio en el que estábamos?

– Exacto.

– ¿Y esa orden la dieron los gringos?

– Exacto.

– ¿Durante la batalla?

– Antes de la batalla.

– ¿Antes de la batalla? ¿Cómo?

– Seis días antes del ataque de los boches, el general Haking, que comandaba el XI Cuerpo, envió una orden a la 2a División del CEP para morir en la línea B en caso de que el enemigo avanzase. La orden mencionaba explícitamente esa instrucción, morir en la línea B.

– ¿Y qué hicieron ustedes?

– ¿Y qué podíamos hacer? Escuchamos, callamos y no le dijimos nada a nadie, no queríamos sembrar el pánico. Por eso usted no se enteró.

– Ah, bien -exclamó Afonso-. Ahora veo claras muchas cosas. -Hizo una pausa, observando al camarero del restaurante del hotel que servía los filetes de hígado, acompañados de arroz blanco y cebolla frita. Cuando el camarero se retiró, los dos oficiales comenzaron a comer en silencio. Afonso mordió el primer trozo de su filete y retomó la conversación mientras masticaba-. Entonces, coronel, me estaba diciendo que los boches avanzaron y los gringos comenzaron a ver las cosas negras.

– Así fue, pero todo volvió a su cauce y llegó a comprobarse que aquélla fue verdaderamente la última gran ofensiva de los boches. Los aliados detuvieron la hemorragia abierta en nuestro sector y pasaron después al ataque, hasta que consiguieron ganar la guerra.

– De acuerdo, de acuerdo, y nuestra reputación consiguió salir ilesa…

Mardel dejó momentáneamente de masticar e hizo una mueca con la boca.

– No, capitán Brandão, no. A decir verdad, nuestra reputación quedó por los suelos. Los gringos empezaron a mirarnos con desconfianza, decían que no teníamos capacidad de combate, que nos escaqueábamos, que éramos unos desorganizados, que sólo servíamos para echarles unos polvos a las demoiselles, que esto y lo de más allá, y mandaron a nuestras tropas a cumplir tareas de patrulla, como si sólo fuésemos unos obreros sin calificación, unos chapuceros. Fue una vergüenza.

– ¡Vaya por Dios! Pero ¿no sabían ellos lo que ocurrió?

El coronel se inclinó en la mesa y lo miró fijamente.

– Y dígame, ¿qué ocurrió?

Afonso le devolvió la mirada, cohibido.

– Bien…, pues…, en fin, de todo -tartamudeó.

– Pero ¿qué? Explíqueme qué podríamos haberles dicho nosotros a los gringos.

– Yo qué sé… Tal vez, no lo sé, tal vez que hubo seis batallones nuestros que resistieron, por ejemplo, o que nuestra única división, que se encontraba ya muy cansada y desgastada, tuvo que enfrentarse a cuatro divisiones boches, todas ellas frescas como lechugas. O que nuestra única división defendía una línea que supuestamente estaba defendida por dos divisiones, por lo tanto con menos soldados por kilómetro de trinchera. -El capitán adoptó una actitud inquisitiva-. ¿No? Que yo sepa, no fue poco, ¿no le parece? En aquellas condiciones, ¿qué pretendían ellos que ocurriese, eh?

Mardel volvió a su plato, cortando un trozo más de carne.

– Algunos ingleses sabían lo que realmente ocurrió, es verdad, pero la mayor parte sólo se fijó en el hecho de que los boches entraron por nuestro sector. O sea que, si nosotros cedimos, se debió a que éramos débiles. Punto final. Todo lo demás era puro blablablá.

Afonso suspiró.

– Bien, mi coronel, tenemos que reconocer que eso tiene, en efecto, algún fundamento. Es un hecho que nuestros soldados estaban muy desgastados, pero de eso no tenían ninguna culpa los gringos. Si los soldados estaban exhaustos, ¡que descansasen, caramba! Portugal debería haberlos sustituido. Si no los sustituyó, fue porque demostró su incapacidad para estar allí. Y, si no era capaz de sostener el esfuerzo de la guerra, que no se hubiese metido en semejante aventura. El Gobierno debería haber actuado con prudencia y habernos hecho regresar.

– Es verdad, es verdad -coincidió Mardel, con la comida en la boca-. Los gringos no tienen nada que ver con el hecho de que Lisboa nos abandonase. Todo lo que ellos sabían es que ya no nos encontrábamos en condiciones de combatir y eso era la pura verdad.

Afonso comió el último trozo de filete.

– Por lo tanto, si no he entendido mal, no volvieron a mandarnos al frente de combate.

– Bien, eso es inexacto -indicó Mardel-. Los artilleros volvieron a combatir, integrados en unidades inglesas, y nosotros también llegamos a meter a dos batallones de infantería en acción, incluso al final de la guerra. Estuvieron persiguiendo a los boches en las márgenes del Escalda.

– ¿Ah, sí? ¿Y Lisboa mandó refuerzos?

Mardel se rio con ganas.

– ¿Lisboa? ¡A Lisboa le importábamos un comino! -Alzó el índice-. No nos mandaron ni un hombre, ni siquiera un gallina de muestra, ¡ no querían saber nada de nosotros!

– Pero, entonces, ¿qué infantería fue ésa?

– La misma de siempre, hombre, los que ya estaban ahí.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo reaccionó la gente?

– Mal, como se puede imaginar. Hubo varias sublevaciones, hasta de la Brigada del Miño, y se produjo incluso un incidente del que no quiero hablar.

Afonso se mostró curioso.

– ¿Incidente? ¿Qué incidente?

– Ya le he dicho que no quiero hablar de eso.

– Vamos, cuénteme. Ya que ha mencionado el asunto, ¡cuente todo lo que pasó, caramba! No me deje en ascuas, eso no se hace.

Mardel vaciló. Respiró hondo, se inclinó sobre la mesa y bajó la voz.

– Lo que le voy a contar no debe saberse, ¿entiende? No debe saberse.

– Muy bien, cerraré el pico, quédese tranquilo. Pero cuéntemelo ya.

– Todo ocurrió a mediados de octubre -comenzó Mardel, que se inclinó hacia delante, con un tono muy sigiloso-, más exactamente la noche del día 16, por tanto, a menos de un mes del final de la guerra. En ese momento intentábamos reunir unidades con el objetivo de prepararlas para ir al frente de combate; era un esfuerzo destinado a reorganizar el CEP. Ahora bien, los soldados del reconstruido batallón 11/17 se enteraron de esas intenciones y cogieron las armas durante el vivaque. Que no irían, que ni pensar en meterse en esa carnicería, que mandasen a otros, que ya habían hecho más que suficiente, que en realidad querían volver a Portugal, que se fuesen todos a freír espárragos y a otros sitios peores, en fin, usted se lo puede imaginar. Pero el comando no toleró semejante desobediencia. Al día siguiente, el 17 de octubre de 1918, nunca más me olvidaré de esa fecha, ese día decidieron actuar en serio. Llamaron a la Infantería 23, cercaron a los revoltosos y, ¡pumba!, los ametrallaron.

Se hizo una pausa.

– ¿Qué? -murmuró Afonso, incrédulo-. ¿Qué?

– Los mataron a tiros de ametralladora.


La última visita de Afonso a Braga sirvió para ajustar las cuentas pendientes del pasado. El capitán dimisionario nunca más volvió a hablar con el teniente Pinto. Cuando se cruzaba por casualidad con él en los pasillos del cuartel, miraba para otro lado, no le perdonaba el haberse fugado en el momento más difícil de la compañía el 9 de abril, cuando se produjo el cerco de Picantin Post.

La verdad, sin embargo, es que sólo había realmente una persona con la que Afonso deseaba reencontrarse. El problema es que desconocía su paradero. Hizo varias averiguaciones y la oportunidad acabó surgiendo dos días antes de regresar a Rio Maior, cuando el alférez que trabajaba en la oficina del cuartel descubrió un documento que registraba el domicilio del hombre que buscaba; estaba en un sitio llamado Palmeira, un lugar remoto al norte de Braga. Sin perder tiempo, el capitán pidió un caballo y fue cabalgando hasta allí. Se internó por los caminos de tierra y llegó a la dirección que había garrapateado en un papel.

– ¿Aquí vive Matías Silva? -preguntó Afonso, inclinándose sin apearse.

Una vieja nativa del Miño, que se apoyaba encorvada en un bastón, con la piel llena de arrugas en torno a sus ojos azules, con un pañuelo negro cubriéndole la cabeza, señaló temblorosa la casa contigua.

– Matías vive allí, señor.

Afonso miró la casa de piedra que le indicaba. La parecía una versión, al estilo del Miño, de los edificios ruinosos de Carrachana: era evidente que compartía con el antiguo cabo el mismo origen humilde. Se apeó, amarró el caballo a un árbol y dio unos pasos por el camino de cabras hasta llegar frente a la casa. La puerta de madera tosca estaba entreabierta y el capitán entró, vacilante.

– ¿Hay alguien aquí? -llamó.

Oyó el sonido de un cubierto que golpeaba en un plato de porcelana y una tos ronca. Miró hacia el lugar de donde llegaba el ruido. Un enorme bulto se encontraba en la penumbra, sentado a la mesa e inclinado sobre una escudilla. No se le veía el rostro, pero Afonso lo reconoció. El bulto se quedó momentáneamente paralizado y, al cabo de un largo y silencioso segundo, se levantó con lentitud.

– Capitán.

Los dos hombres se acercaron y se plantaron el uno frente al otro, un poco sin saber qué hacer. No se veían desde hacía cuatro años, desde que los alemanes los habían separado en Illies. Se abrazaron por fin. Se abrazaron con fuerza, como hermanos, como viejos amigos distanciados por las circunstancias de la vida, como compañeros de viaje que se reencontraban después de una larga y difícil jornada.

– Siéntese aquí, siéntese aquí-dijo Matías, guiando a Afonso hasta la mesa. El capitán se acomodó y el antiguo cabo fue a buscar otro plato de sopa-. Es una sopita estupenda, mi capitán. Si Baltazar estuviese aquí, diría «qué categoría». -Tosió-. La ha hecho mi mujer, Francisca, pruébela.

Afonso bebió una cucharada y guiñó el ojo.

– Está muy buena.

– ¿A que está buena? Mi Francisca es una gran cocinera, claro que sí. Es una pena que no esté aquí, fue a lavar la ropa al río y a ponerla a secar. Pero ya vuelve. -Tosió-. Ella era mi novia, ¿sabe? Cuando volví de Alemania, pensé: Matías, la moza es seria y honesta, no es ninguna tarambana, no es ligera de cascos, es buena de verdad, cásate con ella, anda.

Volvió a toser, esta vez durante un buen rato.

– Esa tos no es buena -notó Afonso con preocupación.

Había reconocido aquella tos y sabía que no era buen augurio. Matías se había puesto morado de tanto toser, pero logró recobrar el aliento.

– Son la mierda de los gases, capitán. -Tosió nuevamente-. Los boches me siguen matando con los gases que me metieron en el cuerpo. Hasta siento el líquido corriendo por aquí dentro, en el pecho. -Respiró hondo, para demostrar lo que decía y, en efecto, los pulmones parecían silbar-. Los gases están haciendo lo que las ametralladoras y las «calabazas» no lograron en las trincheras, están acabando conmigo. -Sonrió con tristeza-. Era extraña aquella vida en las trincheras, ¿no? La muerte nos perseguía todos los días, nos olía, nos rozaba, pero ¿sabe?, yo siempre conservé las ganas de vivir.

– Usted era un optimista -consideró Afonso-. Había algunos que pensaban que se iban a morir, se pasaban la vida esperando la desgracia, todo los doblegaba, vivían invadidos de malos presentimientos, eran auténticas aves agoreras.

– Manitas era así…

– Y después estaban los otros, los tipos como usted, aquellos que volvían grandes las cosas más minúsculas, saboreaban una pausa, buscaban la felicidad en las pequeñas cosas, en un trozo de pan, en un ruiseñor que cantaba, en un rayo de sol capaz de vencer aquel sombrío manto de nubes grises.

Un nuevo acceso de tos llenó la sala. Matías respiró hondo y tragó saliva.

– Bueno, sólo era posible vivir allí si lográbamos ignorar lo que aquello tenía de malo, si lográbamos levantar un muro que nos aislase de toda aquella desgracia. -Matias tosió-. ¿Se acuerda, mi capitán, de la indiferencia con que mirábamos a un muerto o un cuerpo mutilado? Ese era el muro que nos protegía. Tanto nos agotamos sufriendo por nosotros que ya no podíamos sufrir por ellos. Esa era la verdad, los muertos se nos hicieron indiferentes.

– Excepto los compañeros -acotó Afonso.

– Excepto los compañeros -confirmó el antiguo cabo, que tosió-. Los compañeros eran lo mejor de toda aquella mierda. Sólo ellos contaban. -Tosió de nuevo-. ¡Qué patria ni qué hostias! Yo luchaba por mis compañeros. Manducábamos juntos, dormíamos juntos, sufríamos juntos, éramos amigos, hermanos, todo. Fue en la guerra donde conocí verdaderamente a los hombres, los conocí en serio, en lo bueno y en lo malo, pero sobre todo en lo bueno, en la ayuda mutua, en la amistad, en las pequeñas cosas y en los grandes gestos. -Bajó la cabeza-. El problema venía cuando se morían, eso se hacía insoportable.

– Miró a Afonso-. ¿Sabe que hice una peregrinación por el Miño para visitar a las familias de los compañeros de mi pelotón, de los compañeros caídos en Francia? Es verdad, lo hice. Fue duro, fue francamente tremendo. Fui a Barcelos a hablar con la madre de Vicente, el Manitas, después me acerqué a Gondizalves para ver a los padres y a los hermanos de Abel, el Canijo. Viajé hasta Gerés, hasta Pitões das Júnias, para conocer a la mujer y a los hijos de Baltazar, el Viejo. Y aquí al lado, en Palmeira, están la mujer y el hijo de Daniel, el Beato, un compañero que usted, capitán, no conoció, pero que fue decapitado por una granada.

– ¿Por qué hiciste eso?

Matías suspiró.

– Remordimientos, creo yo -dijo-. ¿Sabe que suelo soñar con los compañeros? Lo curioso es que nunca están muertos. Sueño que hacemos las cosas de costumbre, salimos a matar ratones, a hacer drenajes, a contar anécdotas, todos siempre juntos. Cuando pasan dos semanas sin soñar con ellos, los echo de menos y quiero soñar otra vez. -Tosió-. Extraño, ¿no?

– Esa es la guerra que sigue en nuestra cabeza.

– Tal vez. Pero, en medio de todo esto, mi capitán, hay algo que no comprendo, que no acepto. -Tosió una vez más-. ¿Sabe qué es?

– ¿Qué?

– No entiendo por qué he sobrevivido. No entiendo, no concibo por qué razón han muerto todos ellos y yo he seguido vivo. ¿Qué he hecho yo de especial para estar vivo? ¿Cuál es el sentido de que haya logrado escapar? ¿Por qué yo? No lo entiendo, no lo entiendo. -Bajó la voz-. Me siento culpable, angustiado, anhelante, es como si los hubiera traicionado, como si los hubiese abandonado, como si no los mereciese. Ellos lucharon hasta la muerte y yo me rendí, no tuve valor para ir hasta el final, sobreviví sin salvarlos, me maldigo todos los días por eso.

– Yo también pienso en ello muchas veces -confesó Afonso-. Pero la verdad es que, en aquel momento, en aquellas circunstancias, no teníamos alternativa. ¿Qué podíamos hacer? ¿Dejarnos matar como perros?

Matías miró el infinito, irremediablemente perdido en su batalla interior.

– ¿Sabe, mi capitán? He descubierto que lo más duro no es hacer la guerra -murmuró el antiguo cabo-. Lo más difícil es sobrevivir a ella, es vivir con ella después de haber vivido en ella. ¿Entiende lo que le quiero decir?

Afonso respiró hondo.

– ¡Cómo no voy a entender, Matías! Todas las noches sueño con eso. -Hizo una pausa-. No sé incluso si he sobrevivido. Mira, por ejemplo, a veces sueño que estoy en las trincheras rodeado de muertos, vuelvo un cuerpo hacia arriba para ver su cara y descubro que el cadáver soy yo. -Se estremeció, erizado por ese pensamiento-. Me ha llevado mucho tiempo entender este sueño, pero creo que ya lo he comprendido. Significa que una parte de mí ha muerto en las trincheras y que estoy de luto por mi propia muerte.

– Así es, mi capitán. Estamos de luto por nosotros mismos. -Suspiró-. Cuando estamos disparando, las cosas ocurren y no reparamos en ellas, o no les damos importancia, seguimos actuando sin pensar, mecánicamente, mañana es un nuevo día, hay que seguir adelante. -Hizo una pausa y miró su mano, la miró pero no la veía, estaba absorto en su razonamiento-. Ahora, cuando se acaba la guerra, cuando se acaba, mi capitán, la cosa recomienza aquí dentro, royendo, royendo, royendo sin descanso. -Se golpeó la frente con el índice-. Parece que no, pero aquí se queda todo, aquí, en la azotea, para después digerirlo despacio, muy despacio. -Nueva pausa-. Mire, la muerte del Canijo, usted no estaba, pero fue algo…, no sé cómo decirlo. Estábamos retirándonos de la primera línea, fue alcanzado por una ametralladora boche y se quedó ahí, en medio de la Tilleloy, con un agujero en la garganta, asfixiándose, en coma. El Manitas intentó ayudarlo, intentó acercarse, ¿y sabe qué hice yo? ¿Eh? ¿Lo sabe?

Afonso meneó la cabeza.

– Agarré al Manitas y no lo dejé ir a ayudar al Canijo. -Una gruesa lágrima corrió por el rostro rudo de Matías-. Lo agarré con todas mis fuerzas, todas mis fuerzas, y no dejé que ayudase al Canijo, pobrecito, el Canijo, que se moría ahí, en medio de la Tilleloy, solo, solo, sin que alguien al menos le echase una mano. -Sollozó-. Sueño muchas veces con el Canijo y con el Manitas, sueño que dejo que el Manitas ayude al Canijo y que el Canijo se salva y me siento feliz… Pero después, cuando despierto…, cuando despierto veo que sólo ha sido un sueño, que el Canijo ha muerto porque no dejé que el Manitas lo ayudase. -Se sonó y se limpió la nariz-. ¡Y el Viejo, que murió estúpidamente! Si usted, capitán, viese a sus hijos, pobres, tan felices cuando les dije que Baltazar los adoraba, que sólo hablaba de ellos… Qué muerte estúpida tuvo el Viejo, capitán. Morir cuando nos retirábamos…

Afonso se fue destrozado del encuentro con Matias. La conversación actuó como una catarsis, le hizo bien, pero no estaba seguro de poder sobrevivir a otra igual. Tenía planeado desde antes ir hasta Vila Real a abrazar al mayor Mascarenhas, el viejo amigo de la Escuela del Ejército, el amigo hincha del Sporting, el hombre de la Infantería 13 que había resistido más de veinticuatro horas en Lacouture, pero la dolorosa experiencia con Matias lo disuadió, pensó que no lo soportaría y prefirió regresar discretamente a Rio Maior. Le tocaría a Carolina soportar la guerra que él llevaba en su cabeza.

Capítulo 6

Las cuentas de la casa Pereira no salían bien. Afonso se ajustó las gafas y decidió rehacer la suma de las ventas del día. Las copias de los recibos señalaban la fecha, 9 de abril de 1928. Los ojos de Afonso se fijaron en esa fecha. ¿9 de abril? Se recostó en la silla de su despacho, conmovido. Diez años. Se cumplían ese día diez años de la gran batalla. A Afonso le parecía que los trágicos acontecimientos de Flandes habían ocurrido la semana anterior. El antiguo capitán tenía ahora treinta y ocho años y aún no había logrado digerir todo lo que había pasado en su vida durante aquel fatídico año de 1918.

Miró las fotografías que tenía desparramadas por el escritorio: en una estaba él, muy elegante, con su uniforme de oficial y los ojos cargados de esperanza y sueños de gloria, un bastón en la mano y una pose imperial. Otra era una foto de familia, a su lado se encontraban Carolina y sus tres pequeños hijos, Rafael, Joaquim e Inés, cada nombre un homenaje: el mayor un tributo a su padre, el del medio a su ordenanza en Flandes y la niña en recuerdo de Agnès. Si tuviese un hijo más, pensó, lo llamaría Matías, en memoria del valiente cabo, el hermano de armas que había muerto meses después de su último encuentro, hacía más de cinco años. Alguien le dijo que Matías exhaló su último suspiro en la miserable casa de Palmeira, asfixiado, con los pulmones destruidos, una víctima tardía más de los gases de las trincheras.

Decidió esa noche beber en memoria de sus compañeros y de su amada Agnès, personas que quedaron en su carne, personas que lo acompañaban todos los días, en pensamientos, en sueños, en pesadillas. Las pesadillas eran diarias desde que regresara a Portugal. Soñaba con Joaquim, que se había quedado en el puesto de Picantin para morir. Soñaba con el sargento Rosa, abatido a su lado en una trinchera miserable. Soñaba con Baltazar, caído cuando levantaba las manos en señal de rendición. Soñaba con Matias, el gran Matias, generoso y valiente, un corazón de oro y unos pulmones hechos polvo. Y soñaba sobre todo con Agnès, la veía entrar en su casa, dialogaba con ella, hablaban sobre Freud y sobre la vida, sobre Dios y la medicina, el arte y la ciencia. Conversaban tanto en tantas noches que Afonso llegaba a preguntarse si los sueños no serían realmente una forma de mantener el contacto con el más allá, de establecer conexión con las personas que realmente contaban.

Meneó la cabeza, espantando a los fantasmas como si fuesen una nube de humo que regresase de aquel mundo ya desaparecido. Ahora, razonó, no podía seguir con fantasías, tenía que volver realmente al presente y rehacer las cuentas. Se inclinó sobre el escritorio y se sumergió de nuevo en las facturas.

Oyó un tumulto en el pasillo, la puerta del despacho se abrió con violencia y Carolina irrumpió llorando.

– ¡Afonso! ¡Afonso!

– ¿Qué ha pasado, querida?

– Mi madre… Mi madre no se encuentra bien.


Al día siguiente fue el entierro de doña Isilda, una mañana primaveral de abril. Carolina era hija única y única heredera, pero no se encontraba en condiciones de ocuparse de los papeles, tarea de la que se encargó Afonso. Se pasó dos días revisando los documentos de su suegra. Vio títulos, hipotecas y cuentas, y al final se dedicó a la carpeta con la correspondencia. Había sobre todo cartas de su hermano, de sus primos, de amigas, de vendedores, de acreedores y de abastecedores. Cuando se preparaba para cerrar la carpeta, Afonso vio, en medio de todas aquellas cartas, un pequeño sobre con su nombre. Le extrañó ver entre la correspondencia dirigida a doña Isilda una carta para él y miró el sello. Era francés. Estudió el matasellos y comprobó que el sobre venía de Lille. Abrió la boca de asombro y se quedó mirando el sobre, incrédulo, interrogándose sobre su contenido, decidiendo qué hacer. Con las manos trémulas, sacó la hoja doblada dentro del sobre y leyó el texto, redactado en francés:


Lille, 9 de diciembre de 1918.

Estimado capitán Alphonse Brandão:

Con mucho pesar debo comunicarle la muerte de mi querida hija, Agnès Chevallier, víctima de la terrible gripe española que tantas vidas está segando en toda Europa.

Desconozco si usted ya ha regresado de su cautiverio, pero le ruego a Dios que esta misiva lo encuentre bien de salud. Fue mi propia hija quien me dio la dirección de su señora madre, que espero le haga llegar la carta que habría deseado no tener que escribirle jamás.

Lille fue liberada el pasado 17 de octubre por las tropas británicas, y Agnès apareció en mi casa el día 20. No puede calcular nuestra alegría ni la felicidad que sintió cuando le mostré la carta que usted me había enviado desde la Citadelle, ella que lo creía muerto en los campos de batalla. Agnès estaba, como sabrá, embarazada y el día 27 de octubre dio a luz una hermosa niña, a quien bautizó con el nombre Marianne, aparentemente en homenaje a su señora madre.

Pero nuestra felicidad no duró mucho. La semana pasada, Agnès empezó a quejarse de fuertes dolores de cabeza, diciendo que parecía que estaban dándole martillazos justo detrás de los ojos. Además, le vino una tos terrible y le sangró la nariz. Alarmados, la llevamos al hospital de Saint Sauveur, de donde ya no volvió a salir. La llevaron a una enfermería especial y no nos dejaron quedarnos con ella. Un amigo mío, que trabaja en el instituto Pasteur, pidió informaciones a sus colegas del hospital y nos dijo, esa noche, que el caso era muy grave. La tos se había vuelto muy violenta y las hemorragias se habían extendido a los oídos. Agnès contrajo la gripe española y fue instalada en cuarentena en una enfermería donde estaban ingresadas todas las personas que habían contraído la enfermedad. Como puede imaginar, fuimos presos del pánico, para colmo nuestro amigo nos comunicó que la piel de ella se había puesto de color azul oscuro: parecía una negra de África. No hay duda, fue atacada por la peste negra, sólo que nadie la llama con ese nombre para no asustar a las personas más de lo que ya están. Me aseguró nuestro amigo que muchas personas afectadas por la gripe española acababan recuperándose, pero, lamentablemente, no fue ése el caso de mi querida hija Agnès. Después de tres días de delirio y sufrimiento, falleció.

Le envío esta carta, mi estimado amigo, para darle la triste noticia de la desaparición de Agnès y para comunicarle que ella le ha dejado una bonita niña, ahora con un mes de edad, y que Claudette se ocupa de cuidarla hasta que usted nos dé instrucciones.

Aguardo noticias suyas y le pido que conserve firme su ánimo en estos tiempos difíciles que estamos viviendo.

Que Dios lo bendiga.

Paul Chevallier


Afonso leyó la carta dos veces, atónito.

– ¡Vieja del demonio! -murmuró cuando concluyó la segunda lectura-. La muy zorra.

Entendió que doña Isilda no le había contado toda la verdad, le había mentido cuando dijo que también había muerto la niña. Se hacía ahora evidente que la boda con Carolina fue planeada por la vieja mujer después de la viudez de su hija y que la existencia de la niña era la piedra en el zapato de ese proyecto. Para eliminar el problema, escondió la piedra bajo la alfombra. Ocultó la carta y alteró la crucial información que la misiva transmitía, la noticia de que el capitán tenía una hija que lo estaba esperando.


Afonso estuvo dos días reflexionando sobre el asunto, sin decirle nada a nadie. Tomó gradualmente conciencia de que doña Isilda había sido, de una extraña forma, la persona más importante de su vida. Fue ella quien convenció a sus padres de que le permitiesen ir al seminario, lo que le dio una oportunidad de educación que de otro modo no tendría. Cuando ese medio de alejarlo de su hija falló, se le ocurrió la idea de inscribirlo en la Escuela del Ejército, otorgándole un nuevo rumbo a su vida. Y diez años antes, cuando regresó de la guerra, lo preparó todo para facilitar la boda con su hija viuda. Por esa vía mintió, ocultó, maniobró, sedujo, manipuló, hizo todo lo necesario para alcanzar sus objetivos, siempre fiel a la vieja máxima de que un comerciante no tiene corazón, su prioridad es defender el negocio. Afonso comprendió que, en resumidas cuentas, le debía todo lo que de bueno y de malo le había ocurrido en la vida, y que todas las decisiones cruciales de su existencia no fueron tomadas por él, nunca por él, sino por ella. Ahora, sin embargo, Afonso se veía enfrentado con una decisión de gran magnitud, una de aquellas opciones determinantes para su futuro, y doña Isilda no se encontraba allí para, en las sombras, elegir una vez más por él. En rigor, él podría deshacer lo que ella había decidido en secreto diez años antes. Y la decisión que podía adoptar era muy clara. ¿Debería Afonso reconocer o no la paternidad de la niña? Por un lado, aquella niña representaba un estorbo para su vida familiar, sólo iba a trastornar su existencia, su vida familiar, a sumergir a Carolina en el disgusto y a sus hijos en la vergüenza de tener una hermana bastarda. Pero, por otro lado, pensó que la pequeña no representaba vergüenza alguna, era un legado de Agnès, era el fruto del mayor amor de su vida, no tenía derecho a renegar de él. Además, no estaba en su sangre abandonar a alguien de su misma sangre.

Al tercer día, tomó la decisión. Iría a Lille a conocer a su hija, iría a buscarla, le doliera a quien le doliese, le costara lo que le costase. Si Carolina verdaderamente lo amaba, no tendría otro remedio que aceptar la realidad y acoger a la hermana de sus hijos. Fue con esa convicción en la mente con la que, después del desayuno, invitó a su mujer a dar un paseo hasta las salinas. La idea provocó la extrañeza de Carolina.

– Pero ¿para qué quieres ir ahora hasta las salinas? -preguntó ella-. Tienes cada idea…

– Tengo que hablar contigo.

– Habla, pues.

– Aquí no.

La mujer lo miró, desconfiada, pero él evitó la mirada, lo que sólo sirvió para perturbarla. Dejaron a los niños al cuidado del ama y subieron al Hispano-Suiza que habían comprado el año anterior, el premio por la buena gestión de la Casa Pereira. El hermoso coche azul, un H6B Torpedo Scaphandrier, era el orgullo de Afonso y una atracción en Rio Maior, una máquina capaz de poner verde de envidia a un santo.

Se internaron por el camino de tierra apisonada y pronto llegaron a las salinas. Se veían hombres amontonando la sal con las palas y echándola en sacos. El sol, aún bajo en su ascenso, dibujaba los contornos de los pinos en sombras tendidas en la tierra, jirones de neblina se aferraban a las copas de los árboles como algodones dulces y pegajosos, eran el bostezo lento y complacido de la placidez perezosa que se extendía por aquella fresca mañana de primavera.

Afonso estacionó el vistoso automóvil debajo de un pino manso y le mostró entonces a su mujer la carta que había descubierto entre los objetos de doña Isilda. Le narró los acontecimientos del pasado y tradujo el contenido de la misiva. Al final, Carolina estaba lívida.

– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó la mujer sombríamente.

– No quiero que me digas nada -repuso Afonso, mirándola fijo a los ojos-. Pero he tomado una decisión.

– ¿Ah, sí?

– Voy a Lille a buscar a mi hija.

– ¿Qué? -exclamó Carolina, exaltada, con los ojos desorbitados en una expresión de horror.

Afonso ya se esperaba aquella reacción y no se dejó impresionar.

– Ya lo has oído. Voy a buscar a mi hija.

– Pero ¿te has vuelto loco, Afonso? ¿Qué disparate se te ha metido en la cabeza, Dios mío?

Carolina gesticulaba.

– No es ningún disparate. Tengo una hija que vive en Francia y voy allí a buscarla, es tan sencillo como eso.

– ¡Tú no irás a buscarla, era lo que nos faltaba!

– Claro que iré.

– ¿Y nuestros hijos?

Afonso hizo una mueca con la boca, con la expresión de quien no entendía adonde quería ella llegar.

– ¿Qué tienen que ver nuestros hijos?

Carolina respondió con un gesto de impaciencia.

– ¡Afonso, no te hagas el tonto! ¿Qué van a pensar nuestros hijos cuando vean a una niña extranjera entrar en nuestra casa para vivir con nosotros?

– Se quedarán todos contentos porque han ganado una hermana mayor.

– ¿Y qué dirán las personas, válgame Dios?

– ¿Qué personas?

– Doña…, doña Maria Vicência, por ejemplo. -Era la mujer del profesor Manoel Ferreira-. Doña Constanza. -Era la mujer del médico-. Doña Isabel. -La mujer del abogado-. ¿Has pensado en la humillación por la que me vas a hacer pasar al traer a mi casa a tu hija bastarda? ¿Lo has pensado?

Afonso suspiró.

– ¡ Ay, querida, no me importa lo que esas cotorras piensen! Me da exactamente igual. La cuestión está en que he descubierto que tengo una hija y no voy a eludir mis responsabilidades. -La miró apuntándola con el dedo-. Escucha, ¿tú serías capaz de dejar a un hijo abandonado?

– ¡Afonso, no intentes confundirme! Yo no tengo ningún hijo abandonado, gracias a Dios. Lo que no quiero es un escándalo de hijos bastardos en mi casa, disculpa, pero eso no puede ser.

Su marido la miró a los ojos, evaluando la situación. Aquella reacción negativa era natural, pensó. La noticia que le había dado resultaba, sin duda, chocante. Por un lado le daba, como nunca le había dado, una idea de la intimidad de sus relaciones con Agnès, le mostraba como algo brutalmente real el hecho de que la relación que había tenido con la francesa no era de naturaleza meramente platónica; eso, ciertamente, la hacía sentirse incómoda. Por otro lado, significaba un importante cambio en su vida y, sobre todo, una afrenta a la moral de la buena sociedad de Rio Maior. Pero, al fin y al cabo, y por mucho que protestase, a Afonso no le cabía la menor duda de que Carolina acabaría conformándose con la situación. Por otra parte, no había otro remedio. La decisión ya estaba tomada.


Soportó con infinita paciencia las recriminaciones, el reproche, las lágrimas, la furia y las amenazas, y una mañana de mayo, decidido y esperanzado, cogió el tren hasta Lisboa, desde donde siguió hacia Madrid, después a París y, finalmente, a Flandes.

Fue un viaje largo, hecho en silencio, con la mente sumida en un torbellino de pensamientos. Le preocupaba lo que iba a encontrar, la forma en que su hija reaccionaría ante su presencia y cómo él se comportaría ante la de ella. Serían extraños de la misma sangre, unidos por una única mujer, ella huérfana de madre, él viudo del amor que no había vivido, ambos víctimas de acontecimientos que no controlaban, meros juguetes en manos del destino, hojas arrojadas al viento por el soplo de una terrible y asombrosa tormenta.

Cuando el tren recorría velozmente la melancólica planicie de Flandes, Afonso sintió un deseo irresistible de reencontrarse con el pasado, de enfrentarse con los fantasmas que diariamente ensombrecían su sueño. Decidió por ello, en un ímpetu, en un arrebato, hacer escala en Aire-sur-la-Lys antes de proseguir viaje hasta Lille. Se apeó en la estación de Aire, admiró el aspecto familiar que tenían las cosas, le extrañaron los pequeños cambios, las paredes reconstruidas, las calles arregladas. Había aún muchas ruinas, pero se sentía el aroma de las cosas nuevas. Se subió a un taxi y le pidió al chauffeur que lo llevase a las antiguas trincheras del sector entre Fauquissart y Ferme du Bois. El pequeño Peugeot siguió hasta Laventie y pasó al lado del cementerio militar. Afonso le ordenó parar y fue a visitar el recinto. Consultó a un responsable y descubrió algunas tumbas que buscaba. Estaban allí la de Joaquim y la de Vicente, el Manitas, que habían muerto en Picantin Post, pero no había señales de las sepulturas del sargento Rosa, de Abel, el Canijo, y de Baltazar, el Viejo, probablemente enterrados deprisa por los alemanes en una fosa común. Las lápidas de Joaquim y de Vicente, el Manitas, igual que las restantes, estaban descuidadas; el cementerio daba sensación de abandono. Se arrodilló sobre ambas tumbas, conmovido, y rezó en memoria de los hombres a quienes había dirigido hasta el momento de su muerte.

Volvió después al taxi y prosiguió hasta Fauquissart. Reconoció la Rué Tilleloy, ahora bien arreglada, la carretera reparada, los campos verdes a un lado, dorados de trigo al otro, los árboles vigorosos y las flores garridas, el rocío reluciente en los pétalos coloridos, semejante a lágrimas frescas y cristalinas. El horizonte se llenaba de robustos chopos, plátanos, tilos, olmos, se veían perezosas vacas pastando donde antes sólo se encontraba desolación; la vida había renacido bajo los cráteres y todo se había transformado. En vez de que la despanzurrasen granadas, los instrumentos agrícolas removían ahora la tierra para plantar patatas, cereales, remolacha, avena, zanahorias. Las viejas trincheras se veían irreconocibles, tapadas por la vegetación, la naturaleza se había encargado de ocultar con plantas aquellas cicatrices abiertas en el suelo. Identificó por aproximación el lugar donde había estado situado el Picantin Post, escenario de tantas pesadillas, volvió a acordarse de Joaquim y de Vicente, el Manitas, que habían caído allí. Sintió una emoción enorme al pasar por el antiguo puesto, pero no había duda de que todo había cambiado, se había vuelto diferente, más apacible, incluso acogedor.

Bajó hasta Neuve Chapelle y fue a visitar el memorial de la guerra, en la Mairie, y la iglesia de Saint Christophe, ya reconstruida, que albergaba uno de los célebres Cristos de las trincheras, que, durante la guerra, tanto impresionaron a los soldados portugueses. Aquella estatua de Cristo en la cruz había sobrevivido a la destrucción de la iglesia; la cruz se mantuvo plantada en medio de las ruinas, a cielo abierto, la figura de Jesús prácticamente intacta, en una obstinada resistencia que había despertado la veneración respetuosa de los atemorizados soldados portugueses. Afonso se acercó también a Béthune para volver a ver el anexo donde había vivido con Agnès. La casa seguía igual, pero el anexo se había transformado en un garaje, con una de las paredes sustituida por un portón. Al ver aquel recinto donde pasó días tan intensamente felices, un dolor desgarrador le oprimió el corazón, la vieja herida volvía a abrirse. Con un nudo en la garganta y los ojos húmedos, se alejó rápidamente, la dolorosa nostalgia era un sufrimiento que no quería revivir, no con aquella intensidad.

Al ponerse el sol, cansado y abatido, doblegado por la triste melancolía de quien acaba de remover la herida aún sin cicatrizar, exhausto de reavivar la úlcera de su sufrimiento diario, pidió al taxista que lo llevase finalmente a Lille. No estaba muy lejos, ahora que los alemanes no obstruían el camino. Cuando arrancó el Peugeot, pegó la cara al cristal trasero, vio por última vez el paisaje que ensombrecía sus pesadillas, se despidió en silencio de los compañeros caídos, dijo adiós al pasado y a los recuerdos que lo afligían, vio desaparecer la vieja línea del frente en el lúgubre hilo del horizonte, bañado por los taciturnos rayos dorados del crepúsculo, y se enderezó en el asiento, sintiéndose súbitamente leve y aliviado, sereno y en paz consigo mismo.

Tal como diez años antes, entró en Lille por la Porte de Béthune y subió por la Rué d'Isly por el Boulevard Vauban hasta llegar a la Citadelle. Una vez ahí, giró a la derecha, hacia el Boulevard de la Liberté, y entró por la primera a la izquierda, por la Rué Nationale, hasta desembocar en la Grande Place. Le dijo al taxista que aguardase y fue hasta la Vieille Bourse a buscar el Château du Vin. Encontró la tienda de los vinos, pero estaba cerrada, lo que no lo sorprendió, ya que eran más de las ocho de la noche. Sin desanimarse, golpeó todas las puertas en busca de indicaciones sobre el paradero del viejo Paul Chevallier. Una señora de mediana edad le sugirió que hablase con el guardián de las tiendas y le indicó el sitio donde encontrarlo. Afonso se encontró por fin con el hombre, pero le resultó algo difícil convencerlo para que le confiase la dirección de la casa del dueño del Château du Vin, lo que sólo obtuvo después de darle un billete de diez francos.


A las nueve de la noche, el taxi se detuvo enfrente de una de las puertas de la Rué do Palais Rihour, contigua a la Grande Place. Afonso examinó la fachada, se trataba de un edificio antiguo en pleno centro de la ciudad, los balcones bien cuidados, multicolores, mignonnes, como diría Agnès. La noche estaba helada, como en los viejos tiempos, el aire húmedo crecía en nubes de vapor frente a la boca, y una niebla se cernía sobre los tejados, abrazándolos con celo. Respiró hondo y cruzó la calle. Tocó el timbre y oyó el sonido en el interior de la casa. Aguardó un instante. Sintió pasos lentos que se acercaban. Se abrió la puerta y se asomó un viejo alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas y marcado por pómulos salientes. Tenía los ojos de un color azul cristalino; los cabellos tan blancos que parecían nieve.

– Oui? S'il vous plaît?

– Monsieur Paul Chevallier?

– C'est moi.

Bon soir. Soy el capitán Afonso Brandão, de Portugal.

Se hizo el silencio. El viejo abrió sus ojos azules, lo miró con intensidad, abrió la boca y la cerró de nuevo, pero volvió a abrirla.

– ¿Capitán Alphonse?

Afonso sonrió con cariño, resonaba otra voz en aquel Alphonse.

C'est moi. Finalmente.

El viejo lo miró con desconfianza.

– ¿Usted es realmente el capitán Alphonse?

– Sí, soy yo.

– ¿De Portugal?

– Sí, sí, soy yo.

El viejo parecía turbado.

– Zur alors! -exclamó-. Pero yo recibí una carta hace diez años, creo que de su madre, diciendo que usted había muerto -vaciló-. Incluso me pidió que no volviese a escribir.

Esta vez le tocó a Afonso sorprenderse. «Maldita Isilda -pensó-. No se le escapó nada. Lo previó todo esa vieja del demonio. Que arda en el Infierno.»-Monsieur -comenzó diciendo-, esa carta que le enviaron era falsa y lo hicieron para ocultarme el secreto de la existencia de mi hija. Por otra parte, no tuve acceso hasta el mes pasado a la carta que usted me mandó, hace diez años, comunicándome lo que había ocurrido, razón por la cual he venido hoy aquí.

El viejo lo miró, digiriendo con dificultad lo que Afonso le decía, pero decidió que el portugués era sincero y se iluminó con una gran sonrisa.

– Capitán Alphonse, no entiendo nada de esa historia, pero no importa, menos mal que está vivo. Sea bienvenido a la casa de Agnès.

Afonso subió el escalón y entró en la casa.

– ¿Está mi hija?

– ¿Marianne? -Sí.

El padre de Agnès se volvió hacia el fondo del pasillo, donde se veía una luz.

– ¡Marianne! -gritó-. ¡Marianne! Viens ici!

Se oyó una voz melosa desde el fondo.

– Oui papy?

– Viens ici, tout de suite!

Una figura frágil, de niña, apareció en el pasillo y se detuvo cuando vio a un extraño junto a su abuelo. Afonso la miró y reconoció esa cabellera castaña y rizada, aquellos ojos verdes tan dulces, aquella figura delgadita de niña guapa. Abrió los brazos en su dirección. Ella vio lágrimas en los ojos de Afonso, el abuelo también estaba conmovido detrás de él, pero fue sobre todo lo que el extraño decía, con la voz embargada por la emoción, la voz que la acariciaba con palabras que sólo en sueños había imaginado oír, fue sobre todo aquella simple y poderosa frase la que le tocó el alma y le arrebató el corazón.

– Ma fille, ma petite fille.

Marianne se quedó observándolo, vacilante, sin dar crédito todavía. Dio un paso adelante, con miedo, después otro y luego otro más. Comenzó a andar y el andar se transformó en carrera, corrió hacia él como si siempre lo hubiera conocido; nadie le dijo que era él, pero ella lo supo. Tal vez fuese deseo, tal vez fantasía, tal vez aquella negativa infantil a creer que su papá se había ido al Cielo, lo cierto es que ella lo reconoció, lo reconoció y corrió hasta él, hasta envolverlo en un largo e inolvidable abrazo. Intenso. Aquel abrazo entre el padre y su hija era intenso como un brasero que quema, como una pasión que asfixia, como el sol que nos encandila. Y mientras estrechaba a su niña, con los ojos empañados y un nudo en la garganta, sintiendo aquel pequeño cuerpo anidándose en el suyo, Afonso se acordó inesperadamente del padre Nunes, no sabía por qué, pero se acordó del viejo maestro del seminario, se preguntó si aquel instante no estaría previsto desde el amanecer de los tiempos, si su vida y aquel encuentro no obedecerían a un extraño y misterioso designio, si todo aquello no estaba en definitiva predestinado. Pero dudó. Tal vez no. Tal vez sólo estuviese intentando otorgarle un sentido al caos, tratando de darle un significado a la vida, esforzándose por atribuir una razón a todo lo que le había sucedido, cuando, en resumidas cuentas, no hay verdaderamente un sentido ni un significado, las cosas son lo que son y ocurren como ocurren, ocurren con la sencillez, con la naturalidad de aquel abrazo del capitán a su hija perdida, de aquel murmullo de voz embargada que le brotaba de los labios y que se repetía como un susurro en los oídos de la niña que lo enlazaba por el cuello.

– Ma petite fille.


Nota final

Aunque se trata de una obra de ficción, esta novela intenta reproducir hechos históricos ocurridos en Flandes en 1917 y 1918. Los personajes centrales son creaciones del autor, aunque las situaciones que ellos viven estén inspiradas en acontecimientos y episodios que realmente se produjeron. En algunos casos, y a favor de la narración, esos acontecimientos se comprimieron en el tiempo o se adaptaron según la estructura de la ficción. La reunión de Mons, el 11 de noviembre de 1917, ocurrió realmente, aunque el escenario no haya sido la Mairie. Fue allí donde comenzó a delinearse la Operación Georgette, el plan de ataque a las fuerzas portuguesas, y los diálogos reproducen las argumentaciones expuestas efectivamente por el Alto Comando alemán en ésa y en reuniones subsiguientes. Los raids descritos en el libro se ejecutaron en la realidad, especialmente el del 22 de noviembre de 1917 y el del 9 de marzo de 1918, sin hablar de los acontecimientos de la Navidad de 1917 y, evidentemente, de la gran batalla del 9 de abril de 1918, cuando cuatro divisiones alemanas atacaron a la única división portuguesa que defendía la línea en aquel sector.

A favor de la narración, sin embargo, se alteraron algunos detalles. Los nombres de las calles y trincheras de Fauquissart, Neuve Chapelle y Ferme du Bois se reproducen correctamente. Varios personajes son reales, desde los altos mandos portugueses, británicos y alemanes hasta figuras como el entonces teniente coronel Eugenio Mardel, el mayor Montalvão y la mayoría de los personajes que resistieron en Lacouture, y hasta la del farmacéutico Francisco Barbosa, la del profesor Manoel Ferreira o la del empleado de la farmacia Franco, que jugaba en el equipo del Grupo Sport Lisboa. El texto del cartel de Saint Venant con el «Aviso» sobre el uso de letrinas es verdadero, tal como el de la carta en francés de un soldado a su hermano y todas las citas de periódicos e informes, además de la jerga y el patois de las trincheras.

Para que esta novela fuese posible, se hizo necesario efectuar un profundo trabajo de investigación histórica. Consulté miles de documentos del Archivo Histórico-Militar y de la Biblioteca Nacional, además de centenares de libros sobre los más variados temas, desde la guerra hasta materias de mera referencia de la época, como obras sobre moda, uniformes militares, muebles, electricidad, utensilios de uso corriente, productos de consumo, trenes, automóviles, artes, filosofía, medicina, y hasta postales ilustradas y anuarios comerciales con sus más variadas informaciones útiles, incluidos horarios de diligencias y trenes, precios de billetes de calesas, trayectos ferroviarios, carreteras existentes en aquel entonces, ferias, restaurantes, hoteles, pastelerías, panaderías, periódicos, calles, etc.

En realidad, eché mano de todo lo que pudiese ayudarme a situar la época y a reproducir el espíritu del tiempo, al mismo tiempo que intentaba evitar los siempre irritantes anacronismos. Sería demasiado fastidioso enumerar todas las obras consultadas, por lo que me limitaré a lo estrictamente esencial. Entre las fuentes bibliográficas más importantes sobre el conflicto de 1914-1918, deben destacarse los relatos hechos por militares que participaron en la guerra y publicados en los libros: A batalha do Lys, del general Gomes da Costa; Livro da guerra de Portugal na Flandes, del capitán David Magno; O soldado-saudade y Ao parapeito, del teniente Pina de Moráis; A malta das trincheiras, del capitán, dramaturgo, periodista y humorista André Brun; Os portugueses na Flandres, del teniente coronel Fernando Freiría; A brigada do Minho na Flandres, del coronel Eugenio Mardel; João Ninguém, soldado da Grande Guerra, del capitán Menezes Ferreira; O bom humor no C.E.P., del mayor Mário Affonso de Carvalho; Good-bye to all that, del capitán y poeta Robert Graves; y War letters of fallen Englishmen, de Lawrence Housman. También se consultaron estudios sobre los acontecimientos en Flandes con participación del CEP, especialmente La Lys, de Castro Henriques y Rosas Leitáo; Guerra e marginalidade, de Alves de Fraga; Portugal e a guerra, de Nuno Severiano Teixeira; y Portugal na Grande Guerra, de Aniceto Afonso y Matos Gomes. Finalmente, las fuentes de información sobre el conflicto y las circunstancias en que se desarrolló incluyen obras como The trench, de Richard van Emden; To the last man, de Lyn McDonald; Over the top y 1918, de Martin Marix Evans; A foreign field, de Ben Maclntyre; The swordbearers, de Correlli Barnett; Christmas Truce, de Malcolm Brown y Shirley Seaton; History of the First World War, de Sir Liddell Hart; The First World War, de Stephen Pope y Elizabeth-Anne Wheal; The World War I source book, de Philip Haythornthwaite; True World War I Stories, de Jon Lewis; The Western Front, de Malcolm Brown; The Battle of Neuve Chapelle, de Geoff Bridger; Les soldats de la Grande Guerre, de Jacques Meyer; La Grande Guerre, de Marc Ferro; y Première Guerre Mondiale, de Pierre Chavot y Jean-Denis Morenne.

Todos los errores históricos que eventualmente contenga la novela son de mi entera y exclusiva responsabilidad. Pero debo subrayar que, si hay algo bueno en ella, se debe a la inestimable ayuda prestada por un conjunto de personas que me dio preciosas indicaciones para el trabajo de investigación. Agradezco encarecidamente la ayuda de Luís Cunha, del ACEP Clássicos; de Augusto Lopes, de la Cámara Municipal de Rio Maior; de Valdemar Abreu, de la CP; del teniente coronel Vieira Borges, de la Academia Militar; de José Paulo, director del Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo; de José Manuel Mendes y de Luís Costa, entusiastas guías por el pasado de Braga; de Ziza y de Nicole, por la ayuda con el alemán; y de Guilherme Valente, el editor que luchó por el libro. Algunos de estos amigos me ayudaron también en las revisiones de los manuscritos, por lo que esta obra también les pertenece.

El agradecimiento final se dirige a Florbela, la primera lectora y la gran musa, el origen y el destino de esta novela.

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