SUPLEMENTO

HASTA AQUÍ LO QUE ENVIÉ en sobre sellado a Vidal Escabia. Por supuesto que no me movió a escribirle el deseo de ser amable con él, sino más bien uno absolutamente opuesto: quise hacer una prueba: comprobar hasta qué punto no me equivocaba cuando suponía que La asesina ilustrada, tras aquellas repentinas muertes de Juan Herrera y de Ana Cañizal, era uno de esos raros manuscritos que, al pasar de mano en mano, van provocando la muerte de sus lectores. En otras ocasiones, eso ya había ocurrido: así el caso del manuscrito de la Poética de Ignacio de Luzán, que fue pasando de unas manos a otras como un maléfico presagio: los que la leían iban muriendo uno tras otro hasta que finalmente el manuscrito se perdió.

El inesperado suicidio de Vidal Escabia no hizo más que confirmar todas mis sospechas.

Al encaminarme al lugar donde fue enterrado habían de reunirse con él por última vez algunos de sus más fieles amigos. Iba yo escuchando las conversaciones de unos y otros, extrañados por las causas de su suicidio, que aparecían oscurísimas, cuando empecé a pensar en la conveniencia de destruir La asesina ilustrada, y, de pronto, la idea contraria asomó a mi mente. Recuerdo que comenzó a llover y que esto dispersó un poco a aquel grupo de gente, y que entonces, aislada de ellos, alejada de su impertinente murmullo y de aquel estupor que se reflejaba en todos sus comentarios, recobré la lucidez, seguí andando, ahora muy alejada de ellos, dominada por una morbosa curiosidad y riéndome a solas bajo la lluvia, prometiéndome a mí misma que, aunque sólo fuera por satisfacer mi curiosidad, y también mi vanidad, pasara lo que pasara, La asesina ilustrada seguiría, durante un tiempo, circulando.


E. V.

París, junio de 1975

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