V

23 DE JUNIO DEL 74


AYER VINO ELENA A CASA y le expuse mis temores, le narré el sueño en el que ella había aparecido, y aún no sé muy bien cómo fue que de pronto me encontré entre sus brazos, la besé en los labios, la cogí por la cintura, la arrastré hacia mí, volví a besarla en la oscuridad y ella se abandonó pasivamente en mis brazos; hicimos el amor, y sentí que nunca había estado mejor con nadie.

En la penumbra de la habitación, después de habernos amado en silencio durante horas, ella, de pronto, hundiendo su cabeza, los ojos abiertos, entre mis pechos, me confesó que había estado con Herrera en su estudio horas antes de que él muriera.

– Fui a visitarle -dijo tranquilamente-, para conocer su opinión sobre La asesina ilustrada. Recuerdo que él estaba frente a mí con el cuaderno en la mano preguntándome muy nervioso qué me había propuesto al enviárselo. Ya ves, tuvo una reacción parecida a la tuya, y yo le repetía una y otra vez que lo único que deseaba era conocer su opinión sobre el texto. Pero él no quería entrar en razones y la verdad es que estaba francamente muy extraño. En la misma mano en la que tenía el cuaderno sostenía una rosa de té que quedaba apretada entre su dedo pulgar y el cuaderno. Al ver resaltar, con aquel color rojo, la tinta con la que había escrito el título de mi narración, él no pudo reprimir, a causa de su repulsión por el rojo, una crispación nerviosa, y se pinchó el pulgar con una espina de la rosa. La sangre, al manchar el tallo y el cuaderno, acrecentó su confusión y, dominado por la repulsión, abrió instintivamente los dedos para dejar caer lejos de su mirada los dos objetos enrojecidos. Pero su pulgar, desde que el movimiento realizado había cambiado su orientación, le envió directamente a una pupila, a través de la ancha y clara base de la uña (cuya blancura resultaba especialmente favorable para ello), un reflejo rojo crudamente luminoso, que provenía de una lámpara del estudio. El quedó como hipnotizado por aquella brillante mancha roja y revivió la escena en que un domador era destrozado por un tigre, aquella escena que desde su infancia había tratado de olvidar. Se puso a dar señales de absoluta demencia: gestos de espanto y frases entrecortadas entre las que las palabras tigre y sangre aparecían continuamente. En su delirio, todo se le aparecía cubierto del color rojo de la sangre. El escritorio, los muebles, el busto de Beethoven, los tapices, hasta yo misma, todo se le aparecía cubierto de un rojo brillante. Me marché tranquilamente porque pensé que no tardaría en volver a entrar en razón. No era, desde luego, la primera vez que algo semejante le ocurría. Pero debió de ser poco después de que yo me hubiera ido cuando sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche. Así debió de morir.

Tras contarme esto -más que contarlo lo había recitado mecánicamente, como si lo hubiera aprendido de memoria-, Elena sacó de un bolsillo de su chaqueta una ajada rosa de té manchada de sangre y me la mostró diciendo que era el mejor recuerdo que le quedaba de su matrimonio.

Pensé que estaba loca, pero luego ya no creí nada. Me sentí muy cansada. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, y cualquiera habría podido jugar con él como si fuera de trapo. Estaba rendida de sueño y tan sólo deseaba dormirme. Tan sólo acerté a decirle:

– No creo una palabra de lo que me has contado.

Me dormí al poco rato y, cuando desperté, había anochecido. Elena se había ido. Traté de trabajar en el prólogo, pero me era difícil concentrarme. Pasé horas en el estudio como ensimismada, recordando los últimos acontecimientos, pensando con extrañeza en las palabras de Elena y en su relato de la muerte de Herrera. Hacia la medianoche oí de pronto un ruido abajo, como si alguien tratara de entrar en la casa por la ventana de la cocina, y más tarde oí que alguien avanzaba por el corredor del estudio.

– ¿Eres tú, Elena? -pregunté.

No hubo respuesta. Fui inmediatamente hacia la puerta del estudio y la cerré con llave y doble cerrojo. Poco después, alguien trató de entrar en la habitación.

– ¿Eres tú, Elena?

Silencio absoluto. Tenía ante mis ojos el tapiz y vi que había desaparecido la mancha situada junto a la ventana de la cocina, y por un momento tuve la impresión de que el tapiz no era el mismo, de que alguien me lo había cambiado y de que sin duda no era ésta la primera vez que pasaba.

– ¿Eres tú, Herrera? – repitió con eco una voz que me era conocida: la de Juan Herrera.

Han pasado unas horas desde entonces y nada nuevo ha ocurrido, aunque tengo la impresión de que alguien sigue ahí, al otro lado de la puerta, aguardando mi salida. No saldré hasta que amanezca, o quizás al mediodía de mañana. Y, si todo va bien, no volveré nunca más a esta casa, no veré nunca más a Elena y contaré en mi prólogo todo lo que sé y no sé de ella. Después, me olvidaré de esta historia. [2]

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