19 DE JUNIO DEL 74
AL ANOCHECER DEL DÍA EN que fue enterrado Juan Herrera, se acercó Elena Villena a la casa. Quería saber si me había ya instalado en ella y cómo iba mi vida por allí. En cuanto la tuve ante mí no perdí ni un minuto de tiempo. Le expliqué inmediatamente, casi de una forma atropellada, lo que pensaba de La asesina ilustrada; le expuse mis temores y esperé a ver de qué modo reaccionaba ella.
Con aire de enfado su mirada recorrió el jardín vacío donde oscilaban las luces del atardecer. Se quedó callada, como pensando en lo que acababa yo de decirle, y al poco rato me miró malhumorada y me dijo que aquélla no era forma de agradecer su hospitalidad y que no encontraba palabras para concretar el horror que le habían producido mis explicaciones. Y entonces fue cuando sentí algo realmente extraño: ella se quedó unos segundos mirando por la ventana, y yo, que la observaba, tuve la impresión de que ella tenía los ojos cerrados. Miré bien y vi que me equivocaba: los tenía abiertos. Lo que ocurría era que permanecían totalmente fijos. Sus ojos no miraban, no veían. Ella estaba completamente inmóvil en la luz del atardecer, y yo, totalmente fascinada, no podía apartar los ojos de su rostro, de aquella pálida y terrible máscara. Parecía muerta y me quedé aterrada. Al poco rato comenzó a reanimarse. Sin apartar la vista del jardín, cambió de conversación. Pasó un rato hasta que logré volver a introducir en nuestra charla el tema de La asesina ilustrada. De nuevo ella pareció molesta, y el mismo tono misterioso de voz que tenían sus palabras me confirmó que estaba ocultándome algo.
Hasta que por fin desmintió, con una gran sonrisa en los labios, sus planes criminales. Se acercó a mí y me dijo en voz baja, cogiéndome las manos y mirándome fijamente a los ojos, como nunca nadie hasta entonces me había mirado:
– La asesina ilustrada forma parte de El dulce clima, mi novela. Cuando decidí no incluir este trozo en ella se convirtió en una historia independiente. Esto es todo, créame.
– ¿Y por qué le envió el cuaderno a su marido? -pregunté tratando de tenderle una trampa.
– Quería saber qué era lo que opinaba él de mi texto. Siempre tuve confianza en su sentido crítico -respondió con la mayor serenidad del mundo.
No, no me lo creía. Era todo demasiado sencillo. Se lo dije, y ella se rió.
– Ya veo: le encantan los misterios -dijo mirando al jardín.
– Hay muchas cosas que no están claras.
– Claro, claro – exclamó ella bromeando, como quien da la razón a una loca.
– ¿Y qué me dice de esas gotas de sangre sobre la tapa del cuaderno?
Se quedó callada unos instantes. Luego respondió:
– Muy decorativas, ¿no le parece?
– Esto no es una respuesta – contesté enojada
– Claro que es una respuesta
– ¿Y por qué me ocultó el cuaderno?
– No se lo oculté. Me lo llevé a casa. Después de todo, era mío.
– ¿Y por qué lo llevaba con usted el día en que se lo pedí?
– ¿Y por qué – dijo imitando y ridiculizando mis gestos y mi tono de voz- es usted tan terca? ¿Y por qué no deja de hacerme preguntas absurdas?
Se aproximó aún más a donde yo estaba. Me miró fijamente a los ojos. Le aguante la mirada; ella estaba hermosísima aquella noche. Me di cuenta de que yo le gustaba y que no tardaría en tratar de seducirme.
– ¿Y por qué no me deja en paz? – dijo en tono muy cordial. Y añadió: -¿Y por qué no se da cuenta de que, si quisiera matarla, ya lo habría hecho?
Yo no sabía que hacer, si mostrarme avergonzada por mi interrogatorio o, por el contrario, mantenerme firme en mis sospechas. De pronto ella se levantó del sofá y me dijo que tenía que marcharse y que volvería por la casa en cuanto le fuera posible. Aunque no se lo dije, lamenté en aquel momento que ella se marchara tan pronto y me di cuenta de que era yo en realidad la que deseaba que ella me sedujera, la que, pese a no haber nunca tenido relaciones íntimas con otra mujer, me sentía de pronto muy atraída por ella.
– ¿Y por qué no confesarlo? Usted me gusta -dijo mientras se ponía el abrigo-; me divierte su locura.
Abrió la puerta, me dio un beso de despedida y se perdió en las sombras del jardín. Cerré la puerta, me quedé pensativa sin saber a qué carta quedarme: por un lado, era consciente de que ella me estaba ocultando algo; pero, por otro lado, pensaba que quizá había llevado demasiado lejos mis sospechas.
Me acosté temprano y, en sueños, vi que, desde un espejo, enmarcada en ondas de caoba, una mujer encantadora, de misteriosa mirada, se sentaba a mi lado en un sofá y me cogía las manos. La mujer era Elena Villena, y no era la primera vez que intervenía en mis sueños. (Cada vez con mayor insistencia imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior hasta el punto de tener un trato más verdadero y más vivo con los sueños, con las imágenes y con las sombras que con el mundo verdadero.)
Elena Villena estaba recostada junto a mí en un sofá y yo estaba apoyada en un brazo del mueble. Ella me cogía las manos y me separaba los dedos, contaba lentamente las puntas mientras me decía cuánto me amaba. Me besaba en los labios, me cogía por la cintura y me arrastraba hacia ella. Volvía a besarme en la oscuridad, apagábamos la única lámpara que estaba encendida en el salón y me abandonaba pasivamente en sus brazos; hacíamos el amor y, mas tarde, cuando volvíamos a encender la luz yo comprendía qué clase de mujer era ella: sobria y a la vez sensual, cálida pero capaz de la más terrible frialdad si se lo proponía; todo cuanto ella me decía era una extraña mezcla de amor y de muerte, de elegancia y de vulgaridad, de belleza y de fealdad, de dulzura y de violencia. La amaba, sí, pero también la temía. Y acababa consintiendo que con una afilada daga atravesara dulcemente, con cinco amorosas puñaladas, mi corazón. Mis ojos se cerraban para siempre con la más bella de todas las imágenes de la muerte. De pie sobre mi cuerpo agonizante ella se reía con auténtico placer, pero poco después rompía en desesperado llanto. Abrí los ojos y fui lentamente despertando de mi sueño. Era todavía de noche. Me incorporé en la cama y encendí la luz. Entre las cortinas vi en el espejo deslizarse al fondo de la habitación una sombra. A mi espalda, quieta junto a un armario, se dibujó una figura femenina que yo conocía bien, pero que ahora tenía una extraña palidez. Sus ojos me miraban inmóviles y silenciosos, como si estuvieran muertos. Me quedé muy quieta, sin fuerzas para volverme ni para esquivarla. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos la figura había desaparecido. Traté de calmarme y fui al estudio. Estuve un rato revisando mis papeles. Se levantó un viento que soplaba, gemía y arremetía contra la casa sin cesar y que de vez en cuando dejaba oír lamentos tan lastimeros que acabé llenándome de temores, creyendo que oía la voz de Herrera. Una y mil veces maldije a Elena por haberse complacido en mantener viva en mí la llama del misterio. El viento y las voces me llenaban de temores.
No fue una sugestión: mirando distraídamente el tapiz en el que se representaba una vista frontal de la casa y del jardín reparé de pronto en un detalle que hasta entonces no había llamado mi atención: un borrón negro en un extremo de la tela: una cabeza de hombre, o de mujer, con la espalda vuelta hacia mí. Me extrañó no haberlo visto antes, porque estaba convencida de que en el tapiz no había figuras humanas. Me levanté más tarde para ir al lavabo y, cuando regresé al estudio, me quedé sin luz en la casa. Encendí una vela y de nuevo el tapiz llamó mi atención. Al verlo, casi estuve a punto de dejar caer al suelo la vela, y creo que, de haberme quedado completamente a oscuras, habría enloquecido de miedo. No me cabía la menor duda; por imposible que parezca, era absolutamente cierto: en el centro del tapiz, delante de la casa, donde antes nunca había visto nada, había una figura embozada en un ropaje negro que avanzaba hacia el edificio.
Me quedé aterrada y pensé que lo más conveniente era que saliera a la calle, que me tocara el viento fresco de la mañana. Recorrí el barrio entero, solitario a aquellas horas. Cuando regresé a la casa, había tenido ya tiempo suficiente para reflexionar sobre todo aquel asunto y para entonces ya descartaba la idea de que la vista, o el juicio, no me funcionaran del todo bien. Recuerdo que subí al estudio y volví a mirar el tapiz, y lo hice de un modo insolente, ocultando mis temores. La figura había desaparecido, pero ahora había un borrón negro junto a la ventana rota de la cocina, como si la figura estuviera tratando de entrar en la casa. Me senté en la mesa del estudio y traté de distraerme trabajando largo rato en el prólogo, y cuando al mediodía volví a inspeccionar el tapiz vi que todo seguía igual: aquella figura continuaba allí, apostada junto a la ventana rota. Pensé que no era una figura, que me había dejado llevar por los nervios, y que aquello era un simple borrón; y me reí a solas; salí a comer. Todos cuantos escucharon el relato de los acontecimientos que me habían turbado se rieron y yo también con ellos. A nadie preocupó ni asombró lo que yo contaba; pude constatarlo para mi tranquilidad.