PRIMERA DE LAS NOTAS ESCRITAS POR ANA CAÑIZAL

15 DE JUNIO DEL 74


HE EMPEZADO A ESCRIBIR ESTAS notas mientras preparo mi prólogo al libro de memorias de Juan Herrera. Quisiera narrar en ellas lo que me fue ocurriendo a partir del momento en que casualmente di con el manuscrito de La asesina ilustrada de Elena Villena y comentar, a la vez, diversos apartados de este extraño texto. Pero he empezado a escribir sin saber si la tarea que me propongo podré terminarla algún día, y, si lo hiciera, en qué circunstancias sería. Empezaré por una escena nocturna: Juan Herrera acercó su silla a la mesa y procedió a estudiar la dulce articulación de una de las largas e intrincadas frases del último capítulo de sus memorias. Pensó que le fallaban facultades que antes le sobraban. Porque iba envejeciendo, cansado y encorvado a destiempo. Después, rendido de sueño, debió de quedarse dormido en un sofá del amplio gabinete en el que trabajaba. Durmió toda la noche sin saber nada, alejado de todo mal pensamiento.

Ignoraba qué mal se cernía sobre él. Elena Villena, en su casa de la Rué de Sevres, estaba terminando la redacción de La asesina ilustrada, la narración que al día siguiente ella le enviaría.

Atardecer del 25 de mayo: mientras Juan Herrera trabajaba en su estudio de la Rué Doré, recibió el sobre sellado en el que su mujer había volcado secretas esperanzas.

Llevado de su gusto por el disparate, Herrera imaginó que era la víctima de una conspiración palaciega y, desde entonces, tan ingrata perspectiva le hizo ver, a todas horas y en cualquier lugar, la brillante gota de veneno o el falso estilete. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, la única en la que solía ver a gente, fingió, tras recibir el sobre que Elena Villena le había enviado, una calma y serenidad que en modo alguno poseía. Fue en este día, a esa hora, cuando yo le conocí.

Fui invitada por un amigo común a sentarme a la mesa habitual del escritor. Yo misma me presenté a él con un lacónico saludo. Me miró brevemente, sonrió con cierta cordialidad y siguió prestando atención a la discusión que tenía lugar en la mesa. Al poco rato, él volvió a mirarme. Quiso saber por qué no había pedido nada para comer. Había comido en el hotel, de modo que me contentaría, dije, con una buena jarra de cerveza. Me recomendó que me mantuviera lo más distanciada posible de aquella discusión de sobremesa que él calificó de «banal». Yo creo que, más que nada, era aburridísima, porque al poco tiempo de estar sentada a la mesa, me entró mucho sueño. La conversación tan sólo se animaba cuando Herrera intervenía para contradecir, en tono irónico y casi siempre burlón, algún razonamiento que, por la intolerable torpeza con que había sido expuesto, le molestaba vivamente. Cuando hubo terminado el almuerzo, fueron poco a poco desapareciendo todos los comensales, y acabé quedándome a solas con Herrera. Creo que absurdamente cruzamos unas palabras sobre el té chino y que pronto dejó de interesarnos el tema. Entonces decidí no dar más rodeos y le expliqué que me encontraba en París porque me había sido encargado el prólogo a la primera edición de Burla del destino, sus memorias. Rebasados los momentos en que él fingió incredulidad -sabía de sobra que su representante había ya vendido los derechos de Burla del destino a la editorial para la que trabajo-, se extrañó a continuación de que escribiera prólogos siendo tan joven, me sonrió y acabó estrechándome la mano con un gesto deliberadamente cómico. Me ofreció toda clase de facilidades para que pudiera llevar a cabo mi trabajo. «De eso se trata», dije, «por esto estoy aquí: deseaba conocerle». Y añadí tímidamente: «Esa va a ser su mejor ayuda para mi prólogo: permitirme que le conozca un poco.» Me preguntó qué edad tenía yo. «Veinticinco años», dije con un cierto aplomo. Él comenzó a limpiar el hornillo de su pipa y, sin levantar la vista de la mesa, me ofreció las llaves de una pequeña vivienda situada en un rincón del jardín de su casa.

A la mañana siguiente, dando por concluida mi estancia en el hotel Taranne, trasladé mi equipaje a la nueva residencia. Era una espléndida mañana de primavera, y el sol penetraba en los patios, grises y rojos, que se sucedían simétricos a la entrada de la casa del escritor. Entre los patios, fragmentos del jardín: espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras, todo cercado por la maciza curva de un muro que llegaba hasta la entrada de aquella gran casa que, rodeada de árboles y estatuas, dejaba entrever una ordenada sucesión de corredores y habitaciones. Tras los ventanales de la última estancia, entre los últimos cedros y canteros, se hallaba el caserón que me había sido destinado. Tomé posesión de él y pasé a desayunar con Herrera a la sombra del gran porche de su casa. Le encontré despidiéndose de las dos mujeres que cada tres días le visitaban para ocuparse de la limpieza de la casa. Tal como esperaba, él quiso saber cosas de mí; creo que le inquietaba mi edad; también me preguntó en qué iba a consistir mi prólogo. Le respondí con evasivas, ya que en aquel momento aún no tenía nada claro lo que iba a escribir. Hacia el final del desayuno, Herrera se puso de muy buen humor, comenzó a bromear, a contarme anécdotas de su juventud; se burló de un par o tres de escritores -en especial de Vidal Escabia, escritor alicantino de segunda fila, al que dijo haber maltratado de obra y de palabra- y acabó deslizando en la bandeja de mi desayuno unos pliegues de papel higiénico color rosado en los que había escrito un texto que, dijo, era el más idóneo para la contraportada de su libro. Se trataba de un resumen irónico de su biografía:

«Es frecuente que un clima de opinión, de claves no siempre lógicas, privilegie de entre los títulos de un escritor una obra singular, que pasa así a convertirse, por un proceso de asociación casi mecánico, en atributo indisociable del nombre del autor. Si bien esas leyes de individualización suelen operar, en otras circunstancias, de manera arbitraria, es preciso reconocer que en el caso de Burla del destino, la elección ha sido plenamente afortunada, dándose el curioso caso de que la ley de individualización comenzó a operar mucho tiempo antes de que esta obra viera la luz pública. Rara vez se ha conocido tanto a un autor por una obra aún no publicada. Juan Herrera escribió las cuatro partes de esta esperada obra entre 1950 y 1974. Experimento formal en cuanto a la organización de la experiencia autobiográfica, Burla del destino es una sucesión de catas en el recuerdo, de búsquedas de muy distinta naturaleza, que van desde la rememoración pura y simple a la elaboración de recuerdos casi impersonales, de presencias de hechos externos que jalonan una línea de experiencia no tanto personal como colectiva y generacional. Juan Herrera nació en Barcelona en 1907 y vivió en su ciudad natal los años de su juventud. Se exilió a París durante la guerra civil. En 1933, había publicado en España Sombra en batalla, su primer libro de poemas. Siguieron Aire del fuego (1938), Nueva lección sobre la sombra (1949), obras publicadas en México. Ahora, la reedición de su obra, unida a la divulgación de los artículos que publicara en El Sol, así como la publicación de Burla del destino, hace previsible la definitiva incorporación de su nombre al panorama de las letras de su país. No obstante, no vamos a engañar al lector: su desaparición no deja un hueco importante en la historia de la literatura española. JUAN HERRERA.»

¿Sabía él que iba a morir? Falleció, o le asesinaron, poco antes de la medianoche de aquel mismo día. Hasta pocos momentos antes de que perdiera la vida, yo le había estado espiando desde mi casa, pero abandoné la vigilancia cuando, inesperadamente, se cerraron los cortinajes de su estudio ocultando a Herrera de mi vista. Debió ser muy poco después cuando él se desplomó sobre la alfombra junto a su mesa de trabajo. Hubo un momento, mientras le espiaba, en que tuve la impresión de que alguien sigilosamente entraba por la puerta principal de la casa, pero pude perfectamente imaginarlo. El forense dictaminó que la muerte se había producido alrededor de las doce de la noche y que había sido provocada por un paro cardíaco. Respondiendo a una pregunta mía, admitió la posibilidad de que, antes de morir, hubiera recibido una fuerte impresión causada probablemente por algo que vio (de ahí que tuviera los ojos tan abiertos y aquella expresión de horror en su rostro). Pero pronto, muy pronto, el asunto de su muerte quedó zanjado para todo el mundo, y el enigma -si es que lo hay- olvidado por todos excepto por mí.

Que yo espiara sus movimientos aquella noche no voy a justificarlo únicamente en razón de mi enfermiza curiosidad por conocer cómo organizan su vida mis vecinos. A esta manía mía -una vieja tara personal-, hay que añadir, en esta ocasión, el hecho de que Herrera se cuidara de hacer resaltar durante el desayuno el temor que sentía a perder la vida. Llegó a insinuar, sin dar explicaciones, que era acechado por algo o por alguien a quien movían propósitos criminales, y dijo que veía venenos y estiletes por todas partes (acompañó esta frase con gestos de tal dramatismo que, por un momento, incluso pensé que se burlaba de mí). No le presté excesiva atención hasta que acabó poniéndose muy serio y me dijo que, en los últimos días, una premonición de muerte le perseguía. Comprendí que me había invitado a vivir a su lado porque temía quedarse solo y tenía miedo. Cuando nos separamos, hallé en el jardín un rincón cubierto de hiedra desde el que pude observar, sin ser vista, las actividades de Herrera en su último día de vida: de noche le vi, en el resplandor blanco de su estudio, trabajando sin cesar; le vi de día escondido en el salón de la planta baja de la casa trasladando de sitio espejos y plantas, sin acertar a comprender qué era lo que estaba haciendo.

A la mañana siguiente, me extrañó la ausencia de señales de vida en la casa, pero pensé que él, contrariando sus costumbres, había salido a la calle de buena mañana. Eran las nueve en mi reloj, hora en la que él, desde hacía veinte años -según me dijo- preparaba su desayuno tras haber trabajado ya más de dos horas. Salí a dar un largo paseo y llegué hasta el Louvre, donde me entretuve hasta las dos de la tarde. A esa hora él no estaba en su restaurante habitual; tampoco lo encontré en la casa. Fui al cine, visité a unos amigos españoles. Al anochecer, la casa estaba totalmente iluminada, pero él no estaba dentro. Llamé varias veces al timbre, y nadie respondió. Alarmada, decidí penetrar en la casa. No reparé en utilizar mi chaqueta como guante, dando un fuerte golpe en la ventana de la cocina. Hice saltar todo el cristal inferior y así pude alcanzar un pestillo que cerraba la ventana. El resto fue fácil. No había pestillo en la parte superior, y pude abrir. Me subí a la ventana y aparté las cortinas de mi rostro. Nada más entrar en el salón caí en la trampa que probablemente él había tendido a los posibles intrusos y comencé a andar sin rumbo, víctima de la compleja disposición de espejos y plantas que, hábilmente intercaladas entre el mobiliario, creaban al visitante la sensación de haberse extraviado. Por fin, cuando logré abrirme paso por aquel absurdo laberinto, orienté mis pesquisas hacia el estudio del escritor. Abrí la puerta y miré en la oscuridad -era la única habitación no iluminada de la casa- que estaba aliviada por el brillo de los ventanales y por la luz que entraba del pasillo. La esquina del escritorio tenía un brillo tenue y detrás podía verse un bulto caído sobre la alfombra, al pie de un sillón. Hallé finalmente el botón de la luz y se encendió una lámpara de cristal que colgaba del techo. Juan Herrera me miraba, al pie de su escritorio, con los ojos completamente abiertos. Estaba muerto. Avisé por teléfono a Elena Villena, su joven esposa. Vivían separados desde hacía tiempo, pero él me había hablado con afecto de ella, y pensé que avisarla era lo mejor que podía hacer en aquel momento. Ella llamó a la policía.

Di entre tanto un vistazo al estudio. Lo primero que llamó mi atención fue que la habitación tenía la forma de la letra V y era muy oscura e imitaba el interior de un mausoleo. La mesa cuadrada, de roble negro, quedaba encajada en un hueco, y encima de ella encontré gran cantidad de papeles. En uno de ellos podía verse, si se miraba con mucha atención, un triángulo verde que imitaba la forma de la habitación. En el interior del triángulo, un hombre yacía decapitado entre un montón de libros. Extraño dibujo, pensé, y en verdad que era extrañísimo porque, si se seguía mirando con atención, la imagen de pronto se diluía convirtiéndose en un amorfo conglomerado de sombras negruzcas. En una de ellas, era distinguible el rostro de un hombre -que yo identifiqué con el príncipe Mdivani- en el momento de ser degollado por su propio Rolls. Y, si se seguía mirando muy fijamente, el Rolls se convertía en una noria que traqueteaba bajo un cielo de ceniza al paso de un faisán de juguete. Nunca he sido capaz de ver tantas imágenes en un solo dibujo y creo que puedo achacarlo al miedo que me dominaba desde que encontré el cadáver. Me senté en un sillón y desvié mi atención de aquel dibujo cuando, de pronto, sin poder evitarlo, descubrí nuevas cosas en la habitación. El empapelado de la pared ocultaba otro empapelado debajo. Bastaba con rasgar ligeramente el papel para comprobar que había otro, de gran colorido, representando imágenes de una mujer vista por un artesano de la Edad Media. Y, de seguir rasgando el papel, se pasaba a otro en el que el dibujo, repetido hasta la saciedad, era una mujer en una cartografía del Renacimiento. Extraño empapelado, pensé llena de confusión. Cada vez que el papel era rasgado, éste ofrecía cortésmente la sucesión de una historia: la mecanización del mundo. Porque, si se seguía rasgando en la pared, aparecía un nuevo dibujo: el de una mujer representada esta vez por un ordenador. Pensé que nada de todo esto tenía demasiada lógica. Seguí inspeccionando y vi que, camuflado en uno de esos aparatos que anuncian vistas de espléndidos paisajes, había, entre esferas afelpadas, una neblina que ocultaba un mensaje envuelto en papel de plata: un misterioso elogio del té chino, compuesto por doce frases que se iniciaban con letras mayúsculas. Leído el texto en forma vertical, las doce mayúsculas componían el nombre de ELENA VlLLENA. En un apartado del papel se veía la fotografía de una mujer que, vestida a la usanza de finales del XIX en Francia, sonreía a la cámara en una playa probablemente normanda. La fotografía era traspasada por una inscripción escrita en bolígrafo rojo: «Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta» (más tarde averigüé que era una invocación del Anónimo Sevillano). Al fondo, se veían difuminados retazos de un paisaje: un flanco de rocas, un castillo y un breve trozo de tierra adentrándose en el mar. Poco después, llamó mi atención una libreta escolar, un cuaderno de música, sobre cuya tapa había sido escrito, también en tinta roja, La asesina ilustrada. El cuaderno, con tres pequeñas manchas de sangre, se hallaba sobre el escritorio, perdido entre los innumerables papeles y libros, y a su lado estaba el sobre en el que probablemente había llegado a manos de Herrera. Elena Villena -lo decía bien claro- era la remitente. Iba a ver de qué se trataba cuando llamaron al timbre y se inició una insoportable serie de visitas: primeramente llegaron tres gendarmes, más tarde un inspector y un forense, y finalmente Elena Villena, que, al igual que los otros visitantes, me sometió a un largo e irritante interrogatorio. En Elena Villena, reconocí en el acto a la mujer fotografiada en la playa normanda. Se sentó frente a mí y empezó a acribillarme con las preguntas más absurdas e inesperadas. Cuando hubo terminado, se quedó mirando al jardín, como con cierta nostalgia. Me dediqué a observarla. Tenía unos treinta y cinco años; parecía mucho más joven. Era muy hermosa. Imposible encontrar una cara más sombría y más cándida. Su cabellera era negra y lisa, peinada con raya al medio. Movía su pequeño cuerpo con estudiada dejadez. Se sentó en un sofá y apoyó su cabeza en un cojín de raso azul. Sujetaba en la mano una copa de la que bebió un sorbo antes de quitarse las gafas y dirigirme una mirada muy fría por encima del borde de la copa. Decidí pasar al contraataque y ser yo la que, a partir de entonces, preguntara. Quise saber, de entrada, si podía continuar viviendo en la casa que Herrera me había cedido. Su respuesta fue muy amable y me sorprendió. Dijo que para mí sería aún mejor instalarme en la casa de Herrera, trabajar en su estudio, ya que estaría más cerca de la documentación que precisaba para mi prólogo. Me dio las llaves de la casa y me dijo que podía instalarme en ella. Me quedé encantada. Se puso de pie, se despidió de mí y, tras dar una media vuelta enérgica, desapareció por la puerta del estudio.

Retiraron el cadáver de Herrera, y, cuando por fin se hubieron marchado todos de la casa, me quedé sola y la recorrí habitación por habitación. Me entretuve mucho en la biblioteca, inmensa y llena de atractivos. Cuando entré de nuevo en el estudio, algo llamó mi atención: todo seguía igual que cuando encontré el cuerpo de Herrera, todo excepto la disposición de los papeles y libros que había sobre su mesa de trabajo. Había desaparecido, sin que acertara a explicármelo, aquel cuaderno de música en cuya portada yo había leído, en grandes caracteres, «La asesina ilustrada». Papeles y libros aparecían muy revueltos, pero me pareció que tan sólo aquel cuaderno era lo que había desaparecido de allí. Pensé que Elena Villena se lo había llevado y me pregunté por qué lo había hecho. Rendida de sueño, me acosté en la cama que había en el estudio. La desaparición del cuaderno hizo que durmiera intranquila. No dejaba de recordar todos los sucesos de aquel día; presentí que iba a tener un mal sueño.

Aquella noche vi que la luna brillaba a través de un anillo de niebla entre las altas ramas de los árboles que escoltan la vía del ferrocarril que une la ciudad de Barcelona con la de Sitges. Por un momento, dentro del sueño, me preguntaba por qué había vuelto tan pronto a mi país y pensaba que sin duda estaba soñando, aunque finalmente abandonaba la idea. En mi compartimento del tren, sentado a mi lado, había un viajero que se obstinaba en hablarme. Yo estaba leyendo el libro de memorias de Herrera, y la lectura me arrastraba a enamorarme de Elena Villena. Apenas prestaba atención a las palabras de aquel incordiante viajero que se empeñaba en contarme una historia. «Estaba yo mirando hacia el palo de sonda», me decía, «cuando vi que un marino abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta. Su actitud me extrañó. Yo no sé si ha viajado usted alguna vez en barco…» Dejaba muy pronto de escucharle y seguía leyendo mi libro, pero al poco rato volvía a prestar cierta atención al viajero y comprobaba que éste seguía hablando, aunque había dado un giro notable a su relato: «Esto, una vez que se hizo usual», me decía, «explicaría por qué Feríeles mantuvo su posición durante mucho tiempo…» Volvía a la lectura de mi libro, pero cada vez me interesaba menos.

No podía concentrarme, y lo que es peor: no lograba prescindir de la monónota voz del viajero. «Escuche, escuche», oí que me decía, «escuche la lluvia golpear contra el techo y las ventanas del tren». No sabía qué responderle, mientras él me miraba sin expresión alguna. Por un momento pensaba en cambiar de compartimento, pero finalmente optaba por una solución más rápida: no volver a hacerle el más mínimo caso. Sin embargo, poco antes de llegar a la estación de Sitges, aquel hombre estaba ya hablándome cada vez más cerca del oído. Era obsesionante. «A él le mataron por la espalda, le dieron un susto. Esto es todo, créame», oí que me decía. Por suerte, en aquel momento, el tren se detenía en la estación de Sitges y yo descendía a toda velocidad. Caminaba hacia la playa. Iba vestida como un investigador privado: traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color, adornados con ribete azul oscuro. Iba por las calles de Sitges caminando alegre, silbando una canción, mirando los escaparates. De pronto recordaba que yo era nada más y nada menos que la detective encargada de solucionar el misterio de la muerte de Juan Herrera. Había ido a Sitges a trabajar en el caso. Caminando hacia la playa, llegaba, por un breve paseo entre matorrales de hibiscos en flor, al jardín de una gran torre.

Un hombre, de pie, inmóvil, me señalaba con el brazo una dirección, diciéndome cortésmente: «Haga el favor, es por ahí.» Muy educadamente, influida por su gentil tono de voz, le daba las gracias aun a sabiendas de que se me estaba mostrando simplemente la puerta de salida. A la larga, este incidente (una cordial intervención a no pisar terrenos que me estaban vedados) hacía mella en mi mermada moral y me devolvía al estado de mal humor del que ingenuamente creía haberme zafado. Pensaba que antaño, en mis buenos tiempos, una cosa así no me hubiera afectado para nada. Pasaba el día interrogando a imaginarios testigos de la muerte de Herrera. Al final, enloquecía y creía, por ejemplo, que todos los jardines del pueblo tenían un aire embrujado y que pequeños ojos salvajes, desde lo alto de los arbustos, me espiaban. A esto (pensaba) me había conducido tanto interrogatorio inútil y tantas indagaciones que lo único que conseguían era alejarme cada vez más de la verdad. Ya de noche, me sentaba en la terraza de un bar frente al mar e intentaba calmarme sin lograrlo. Era la viva imagen de la desesperación; bastaba con observarme unos segundos para comprobar inmediatamente que estaba perdiendo la razón. Hablaba sola, dirigiéndome a un comensal imaginario al que servía champán, a la vez que trataba de esposarlo culpabilizándole del asesinato de Herrera. A la hora de los postres, me sentía más relajada y me quedaba con una expresión muy dulce observando el alegre desfile de parejas de jóvenes enamorados que me miraban furtivamente cuando pasaban frente a mi mesa. Decidía que lo mejor que podía hacer era descansar y tomaba una habitación en un hotel frente al mar.

Tras una ducha fría, me acostaba y soñaba que soñaba que una de aquellas parejas de enamorados se me acercaba tímidamente y me entregaba un mensaje en el que podía leerse: «Si desea conocer la verdad, diríjase al 202 del Paseo Marítimo.» Precipitadamente abandonaba el hotel y me dirigía a la casa. A un timbre con eco sucedía la aparición de una joven de ojos muy negros, vestida de mayordomo, bellísima, que me invitaba a pasar a una habitación que parecía una antesala. Era un recinto que me resultaba vagamente familiar. Allí, medio cubierta por cortinajes de raso color marfil, con el pelo caído sobre la espalda a la manera de una crin de león, estaba Elena Villena, vestida con chaqueta de armiño, sujetando una copa, reposando su cabeza en un cojín de raso azul. «Así que usted está investigando», me decía ella riéndose. Yo callaba porque, entre otras cosas, ignoraba en aquel momento cuál era la respuesta más pertinente a aquellas insolentes palabras. Estaba, por otra parte, demasiado atemorizada para poder ironizar con gracia, como yo sabía hacerlo cuando copiaba el desparpajo habitual de los detectives. «Si anda buscando un culpable», me decía ella mirando hacia la puerta que se hallaba al fondo de la sala, «no espere hallarlo aquí».

Yo pensaba entonces que el culpable se hallaba en la sala. Bajo la luz de una vela, la joven mayordomo sonreía. Me daba cuenta entonces de un detalle en el que no había reparado: la joven usaba ojos de cristal. Cuando creía que, guiada por ella, me dirigía a la puerta que comunicaba con la otra sala me encontraba con la desagradable sorpresa de que la puerta daba simplemente a la calle. La joven mayordomo me invitaba a marcharme diciéndome con amabilidad: «Haga el favor, es por ahí.» Me rebelaba furiosa, quería hacer preguntas, gritaba, amenazaba, pero de nada servía. Afortunadamente me bastaban unos cuantos pasos por la calle, muy fría a aquella hora, para conseguir olvidarme de la escena anterior. Tras subir una dura rampa proseguía un camino que, en lo alto de una escollera, me conducía a un misterioso muelle. Al mirar hacia abajo me daba cuenta de que andaba demasiado cerca del borde, por el lado donde la escollera carecía de parapeto. Era muy evidente que no estaba en Sitges. Por debajo de la pared vertical se hundía mi mirada en el agua. El agua subía y bajaba contra la piedra. Las sombras del malecón la coloreaban de un verde oscuro, y ésta era la primera imagen realmente bella del sueño.

Poco después, todo pasaba de nuevo a ser una pesadilla cuando unos borrachos, empeñados en seguirme, me arrancaban el sombrero haciendo retumbar sus carcajadas en el muelle. Iba contra los muros, envuelta en una capa negra, con aire triste, como si acabara de perder la vida o la última esperanza de salir adelante en mi investigación. Desaparecía entre las sombras y renunciaba a continuar mis investigaciones. Avanzaba por un oscuro corredor, andando sobre una alfombra que era una intrincada trama de leopardos y de letras negras que, componiendo una leyenda sobre el continente africano, grababan con precisión las huellas de mis pasos. Miraba a mi alrededor y no hallaba para mi fatigada vista el reposo deseado. Veía una breve escena en la que a Lucrecia Borgia le arrancaban el sexo orinando después sobre él. Cerraba los ojos y no servía de nada. Veía a un cardenal que, protegido por la imagen de un dios nebuloso, estaba ensartado, entre platillos de incienso, en un gigantesco tambor de oro.

Abría una puerta, luego otras; buscaba la salida. Tras una de las puertas, hallaba, al abrirla, una habitación cuadrada de muebles altos y tapices de todos los colores representando diversas escenas de persecuciones policíacas. Recuperaba mi buen humor y me reía, pero pronto me veía obligada a reprimir mis risas por temor a enojar a unos personajes que hablaban y se agitaban en las regiones menos visibles del aposento.

Abría los ojos y descubría que estaba muerta. Me encontraba en un féretro y había sido condenada a escuchar eternamente aquellas voces. Después despertaba de mi sueño y comenzaba a reconocer los muebles y las ventanas de mi habitación de hotel en Sitges. Aún cegada por las últimas visiones, veía, a modo de breves ráfagas que cerraban aquel mal sueño, celdas de castigo, revólveres, placas policíacas, famosos criminales en acción.

Mientras mis ojos iban abriéndose lentamente a la realidad, pensaba entre suspiros de alivio que todo había sido una pesadilla. Miraba por la ventana, y mi sorpresa era grande: no quedaba ni rastro de la playa de Sitges y, en su lugar, se levantaba un gran jardín que daba a una bulliciosa calle. Estaba en París, en casa de Juan Herrera. Comprendí lo absurdo que resultaba seguir haciendo conjeturas donde todo, absolutamente todo, estaba rodeado del más insondable, misterio. Nunca sabría si Herrera había sido asesinado. Entonces, desperté violentamente. Fui hacia la ventana. Era de día y el jardín no era tan grande como en el sueño. La calle no era tan bulliciosa.

Proseguí mi atenta lectura de Burla del destino organizando mentalmente, al mismo tiempo, la estructura del prólogo que me proponía escribir. La lectura de las memorias de Herrera (al igual que en el sueño que acababa de tener) me arrastraba -como creo que puede pasarles a muchos de sus futuros lectores- a un enamoramiento del personaje de Elena Villena, cuya presencia cruza de parte a parte las memorias. Ningún otro personaje está mejor descrito, más ensalzado; ninguno pintado con tanta pasión y amor. Un nuevo examen del estudio de Herrera me condujo a nuevos y sorprendentes hallazgos. Bajo la lámpara del escritorio había un objeto rectangular de color azul: un fichero en el que Herrera había ordenado meticulosamente, de la A a la Z, los temas de los que se compone Burla del destino. En un rincón del estudio, un tapiz representaba el jardín de una casa en la que, frente a una decoración completamente vacía, atravesada únicamente por escaleras y columnas, se hallaba la torpe imitación de una pintura de Boldini apoyada en el saliente de un mueble que imitaba la forma de una roca negra y triangular. De pronto me di cuenta de que la casa representada en el tapiz era la que yo estaba habitando y que el jardín allí representado no era otro que aquél que podía yo ver desde mi ventana: a la izquierda se veía un matorral verde; en el centro, un macizo de rosas al pie de un pruno amarronado; a la derecha, una albahaca en un tiesto, recortada sobre un fondo de casas parisinas. En la casa, las ventanas aparecían cerradas, pero en la segunda planta, en la ventana correspondiente a la habitación en la que yo me encontraba, pesados cortinajes parecían interceptar la luz que, proveniente del interior, iluminaba una escena que yo estaba, como espectadora, condenada a ignorar.

Finalmente, una tarde, cuando bajaba de mi aposento para salir a la calle, encontré a Elena Villena en la sala.

– La estaba esperando -se apresuró a decirme apenas aparecí.

Y, a continuación, me presentó a un hombre joven, muy bien vestido y de aire distraído, que, según me dijo, tenía la intención de comprar la casa. No me alegró la noticia, ya que en aquel momento iba a comenzar la redacción de mi prólogo y, por otra parte, me encontraba muy cómoda en la casa.

Armándome de valor, me acerqué a Elena Villena y le pedí sin rodeos aquel cuaderno de música que yo había entrevisto en el estudio de Herrera. Era un simple pretexto para iniciar una relación más intensa con ella. Se quedó extrañada y fingió no saber nada sobre el cuaderno.

– ¿De qué me está hablando? -preguntó.

– ¿Por qué me oculta ese cuaderno? -repliqué por decir algo.

– Está usted completamente loca. No entiendo nada de lo que me dice -dijo muy convencida.

Me callé un rato, pero finalmente acabé insistiendo, pues era raro que negara haber visto el cuaderno.

– De todos modos, ese cuaderno existe. Estoy segura de que usted se lo llevó de aquí y me lo está ocultando.

Una serie de miradas, tensas y ansiosas, se sucedieron entre las dos. El joven comprador nos observaba sin entender qué era lo que estaba pasando. Desvié mi mirada hacia la luz sin horizonte del paisaje lluvioso que podía verse tras los ventanales. Aquella luz que entraba era tan apagada que apenas lograba hacer brillar el tablero de la mesa en la que, de pronto, Elena Villena depositó el cuaderno en cuya portada había sido escrito, en grandes caracteres, La asesina ilustrada.

– Venía a restituirlo -dijo en voz baja, dejándome en un estado de gran perplejidad.

El comprador -siempre me he preguntado si realmente era un comprador, porque desapareció de mi vista después de aquel día y nunca más lo he vuelto a ver- dio muestras de impaciencia y tosió repetidas veces. Era evidente que quería ver el resto de la casa. Elena Villena se la enseñó a gran velocidad, y al poco rato se fueron los dos casi sin despedirse de mí. Traté de concertar una cita con Elena Villena, pero ella dijo que ya pasaría algún día por la casa. Cuando me hube quedado sola, encendí las luces de la sala y me dispuse a dar un vistazo al cuaderno que tenía en las manos. Me veo abriéndolo por la primera página sin imaginarme hasta qué punto iba a inquietarme su lectura.

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